Sangre con sabor a miel - Judith Morón Mora - E-Book

Sangre con sabor a miel E-Book

Judith Morón Mora

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Beschreibung

Rahim tiene que mantenerlos a salvo. Nació para ser el líder en un mundo repleto de animales e insectos mutados. Es su deber proteger a todo el refugio, pero hay algo que las diosas no predijeron. Un cierto día algo pone su mundo del revés. Una criatura única y hermosa apareció como una señal con una misión. Ahora, es decisión de él y sus amigos de la infancia el rumbo que deberán tomar. ¿Serán capaces de entablar una paz entre las criaturas mutadas o quedarán atrapados en un círculo vicioso de presa y depredador? ¿Se lanzarán a lo desconocido en un intento de recuperar lo que una vez fue suyo?

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Sangre con sabor a miel

Judith Morón Mora

ISBN: 978-84-19925-01-5

1ª edición, marzo de 2023.

Conversão formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Capítulo 1

El silencio inundaba las calles del tercer distrito de la ciudadela. Pequeños destellos de luz alumbraban la calle principal y los atrevidos que paseaban se movían como sombras en la noche, evitando las callejuelas que se abrían paso por toda la avenida. Diminutas luciérnagas atravesaban la muralla exterior. Volaban hasta alcanzar las flores de los balcones y las azoteas en busca de pequeños caracoles o larvas con los que alimentarse. Uno de esos seres llegó hasta la ventana de un edificio cochambroso situado en los barrios centrales. Solo la luna y aquel insecto eran testigos de la enternecedora escena de una pareja curioseando un pequeño catálogo de ropa de bebé sentados en un sofá ya agujereado y lleno de remiendos inútiles.

La mujer, de unos veinte años aproximadamente, señalaba con entusiasmo los pequeños patucos de color amarillo en una de las páginas del libro. A su lado, un hombre ya entrado en los treinta reía ante las reacciones de su esposa. El sonido de la televisión mitigaba algunas de las cálidas palabras que susurraban al oído del otro mientras poco a poco iban acercándose el uno al otro.

—Noah, prométeme que este año no irás de aventura con los del gremio. Te necesito aquí junto a nuestro pequeño Rahim. —Con sus delicadas y finas manos posó las de su marido en su vientre.

Unos ojos azules como el cielo analizaban el rostro de Noah, percibiendo cada arruga, mancha y cicatriz del moreno el cual desviaba la mirada hacia la ventana algo avergonzado. Con un dedo rozó la cicatriz en la parte superior del labio de su marido dando un suspiro de preocupación y el respondió tensando los músculos de los brazos.

—Delia, mi amor, ¿me ves capaz de eso? —Con ternura besó la palma de la mano de su acompañante y le dedicó una sonrisa cegadora.

—¿Recuerdas nuestra noche de bodas? ¿Sabes lo asustada que me sentí cuando desperté y no te vi en ninguna parte de la casa? —Antes de escuchar la respuesta le tapó la boca con suavidad—. Sé que el gremio te necesita a veces de forma urgente y tienes que ir, aunque no quiero que nada de eso suceda… al menos hasta que el pequeño tenga unos tres o cuatro años.

Noah soltó una risita nerviosa al acordarse de aquella situación. Uno de sus hombres más leales había trepado hasta el balcón de la habitación. Suplicó por ayuda ya que unos nobles intentaban llevarse a su hermana, en contra de su voluntad, al segundo distrito. Aún era capaz de recordar el momento exacto en el que su pequeña esposa lanzó un cubo, lleno de espinas de pescado, sobre aquel noble que provocó aquel revuelo.

—Vamos cariño, esa ocasión estaba justificada — Con una de sus manos tomó un mechón rubio, que caía sobre el catálogo, y lo colocó detrás de la oreja de esta—. Prometo no embarcarme en ninguna aventura, aunque no puedo evitar tener que lidiar con los problemas del gremio. —Sonrió hacia su mujer arrebatándole el libro de las manos.

Posó sus manos sobre la tripa algo abultada de Delia, arrodillándose y besando con cuidado sobre el camisón blanco. Delia, soltando un suspiro de resignación, asintió confiando en las palabras de Noah. Ella conocía demasiado bien a su compañero, sabía que si alguno de sus amigos o subalternos tenían problemas, él iría sin dudar a ayudarlos, pero confiaría en la promesa de aquel momento, Noah era conocido por muchas cosas, su fuerza, su gran tamaño, su carácter feroz y, la más importante, era un hombre de palabra. Desvió a la mirada hacia la ventana donde encontró un pequeño foco de luz verdoso posado en sus orquídeas.

—¿Y cómo estás tan segura de que será un niño? Yo sigo pensando que será una hermosa niña, al igual que su madre.

—Mi instinto maternal me dice que será un niño tan cabezota y tonto como su padre. —Sacó la lengua y arrugó los ojos en una mueca.

Ambos rieron al unísono. Noah dejó el catálogo sobre la mesa, cogió a su mujer en brazos y fue camino al cuarto dándole besos por todo el rostro. Delia, ya tumbada en la cama, abrazó la almohada de su marido protestando. Ella quería seguir buscando ropa y empezar a tejer las mantas y gorros que le podrían a su futuro bebé.

—Delia Hawthorne, es hora de dormir. Mañana ya iremos al mercado y compraremos las telas.

Con un murmullo de protesta arrastró a Noah a su lado. Los tapó con una manta de color carne, apoyó la cabeza en su pechó y soltó un suspiro de alivio. Era muy cálido y desprendía un aroma a acero inconfundible. Noah rodeó la delicada figura que ya dormitaba sobre él con mucho cariño y soltó una pequeña bocanada de aire.

—Dentro de poco me aplastarás cada vez que duermas sobre mí. —Posó su mano sobre el agotado rostro de Delia y depositó un pequeño beso en la cabeza de esta.

Cuando la luna alcanzó el punto más alto de la noche el murmullo reinaba las calles. Noah se giró a mirar el despertador en la mesilla de noche. Tres de la mañana. El ruido de las calles empezaba a hacerse más notorio, algunos murmullos de sorpresa y gritos de asombro gobernaban el silencio habitual de las calles. Sumado a esto el sonido de las ventanas, acompañado por un chirrido insoportable, provocaba una incertidumbre que le encogía el corazón.

Con un suave empujón dejó a su esposa abrazada a una pequeña almohada, la cual no se percataba del ruido del exterior. Asomándose al balcón del dormitorio pudo observar las pequeñas figuras de la calle señalar al cielo. Los búhos, vigilantes de los pantanos cercanos, volaban sobre las casas y la muralla exterior, escondiéndose en las grietas más altas de la misma. Los más grandes volaban hacia el primer y segundo distrito con algunas presas en sus garras.

—¿Qué narices…? Delia, despierta, tienes que ver esto. —Se giró hacia el interior de la habitación donde Delia lo miraba dormida, confusa y preocupada.

Al llegar al lado de Noah, sujetó la barandilla de metal con algo de fuerza.

—¿Eso son búhos? ¿Qué hacen?

—No lo sé, me preocupa. No es común que dejen los pantanos y, menos aún que entren a la ciudad.

El viento cambió de golpe, como si algo hubiese sucedido en el exterior de la muralla. Todas las aves posadas en los tejados alzaron el vuelo hacia el interior de la ciudadela. Delia extendió la mano hacia el cielo y una luciérnaga se posó sobre uno de los dedos apagándose por completo en unos pocos segundos.

Una nube de color amarillo sobrevoló la muralla. Unos copos anaranjados caían sobre las casas, propagándose gracias a la extraña corriente de viento, acompañados de un polvo similar a la calima. Muchos de los curiosos asomados en los balcones gritaron aterrados ante las nubes. Noah empujó a Delia al interior de la habitación cerrando la ventana.

—¡Noah! ¡¿Qué era eso?! —Temblando como un flan, Delia miraba la ventana y como el polvo anaranjado ya empezaba a colarse por otras grietas del dormitorio.

—No lo sé, pero no me gusta nada, Delia vamos al octavo refugio —Agarró uno de sus abrigos de caza del armario y lo puso sobre los hombros de Delia.

Bajaron los cinco pisos del edificio junto a varios de sus vecinos que gritaban desesperados al encontrarse las esporas en el aire. Al llegar al portal, la melodía de los transeúntes inundaba las calles. Personas de rodillas agarrándose el pecho, tosiendo polvo anaranjado intentando expulsar a las esporas de su organismo. Otras caminaban apoyándose en las paredes como si estuvieran mareadas, cansadas o ya sin oxígeno en el cuerpo.

Noah no notaba ningún ardor en la garganta al respirar y mucho menos falta de aire. Observó a su compañera que solo tosía en contadas ocasiones y se tapaba la boca, temblando por el frío de la madrugada. Más personas sin síntomas salían a la calle, decorada ya en tonos amarrillo y anaranjados, y corrían aterrados por tal situación insólita. Corriendo hacia el refugio más cercano. Noah cogió a su mujer en brazos franqueando las calles repletas de personas y se detuvo frente a la pared de un callejón. Golpeó la pared, con la punta del zapato, algunos ladrillos algo sueltos. De repente, unas piedras se movieron hacia el interior de la pared, como si fuese una puerta, y entraron.

Un pasadizo iluminado por unas meras antorchas se extendía ante ellos. Las esporas ya comenzaban a filtrarse por los huecos de las piedras, como si ninguna superficie pudiese pararlas. A paso rápido giraban en las esquinas de aquel laberinto subterráneo siguiendo el mapa mental que Noah había memorizado hace años.

Pequeños trozos de piedras caían del techo. Pisadas. Más pisadas. De pronto, gritos. Estrechó contra su pecho a Delia en un intento de tranquilizar el miedo que la mujer sentía ante el nuevo peligro que había surgido. La vibración de las paredes por el traqueteo de los caballos en la superficie y los carruajes se estaba volviendo preocupante.

Delia ya comenzaba a marearse de tanto giro y agarró con fuerza el abrigo que la tapaba, intentando evitar oír los alaridos del exterior. Noah al notar esto, apresuró el paso hasta llegar frente a una especie de puerta de madera, la empujó con el pie y accedieron a uno de los almacenes del octavo refugio, situado en el centro del barrio. Noah dejó a Delia sentada en un barril y cerró la puerta de madera.

—Noah… ¿seguro que podemos entrar así como así? —Mirando a su alrededor se fijó en los barriles llenos de bayas y frutas que habían caído tras la apertura de la puerta secreta.

—No te preocupes.

«De todos modos a este refugio no va a venir mucha gente», pensó mirando cómo ya las esporas caían de las rendijas de madera del techo.

Dando un suspiro agarró la mano de Delia, sentándose de rodillas frente a esta. Posó su frente sobre la tripa y escuchó un pequeño ruido.

—Delia quiero que prometas, no, quiero que me jures. —Alzó la mirada encontrándose con un río de lágrimas en los ojos de su esposa—. Te mantendrás escondida hasta que vuelva.

—¿Prometes volver?

—Lo juro.

Ambos se abrazaron con fuerza. Delia se introdujo en uno de los barriles más grandes y vacíos del almacén. A pasó rápido, Noah salió de la sala por una especie de trampilla en el techo. Esta daba a otro almacén más grande. Caminó hacia una de las puertas que daba al pasillo. «Este es el peor refugio del tercer distrito, dudo que alguien se quede por aquí cerca», pensó caminando por los pasillos, llenos de polvo naranja que se colaba por las paredes de madera. Tras subir varias escaleras llegó a la zona superior, donde todas las personas corrían con los recursos que podían y huían del refugio. Entre el caos logró alcanzar la puerta que daba al exterior. Y ahí se encontró cómo la gente intentaba entrar a las murallas del refugio, pidiendo acceder al segundo distrito o, a lo sumo, al refugio.

La ciudadela estaba compuesta de tres distritos y una torre central. De la torre salían ocho pétalos de cemento que sobrevolaban el primer y segundo distrito y caían sobre el tercero. Estos, al tocar la muralla interna del tercero, caían al interior de los refugios como si fueran cortinas. Los refugios cuentan con muros propios, que superan el tamaño de los edificios de alrededor, pero eran más pequeños que las murallas principales.

Los trabajadores del refugio metían en carruajes y camiones de vapor todo tipo de provisiones y, casi lanzándolas, las introducían en el interior de estos vehículos. Detrás del edificio de tres plantas, los carruajes se situaban sobre una especie de plataforma de madera que subía a lo más alto de la muralla, llegando así a la parte superior del pétalo.

—¡Vamos malditos holgazanes! ¡Tenemos que darnos prisa en abandonar este maldito distrito!

—Pero señor, las personas que hay fuera…

—¡Me dan igual! No es culpa mía que mi mansión sea considerada como octavo refugio. No permitiré que esa plebe entre a este refugio —bramó golpeando con fuerza una de las paredes del carruaje.

Cuando todos los preparativos estuvieron completos, la plataforma comenzó a subir. Los chillidos de las personas al exterior comenzaron a alzarse y, poco después, fueron reemplazadas por gritos de dolor. Cuervos, palomas y autillos descendían del cielo y atacaban con fiereza a todas las personas. Desde lo alto del elevador los alaridos resonaron por todo el complejo. Los cuerpos de los empleados caían desde una altura considerable y se estrellaban contra el suelo.

Sangre, sangre y más sangre era lo único que veía a su alrededor. Su estómago se encogió al ver un cuerpo que había chocado con el techo de la mansión, o lo que quedaba de él, cubierto de picaduras de… ¿abejas?, ¿mosquitos? No lo sabía y no se quedaría a comprobarlo.

Con las piernas entumecidas por el miedo corrió a la entrada de los muros, un portón de madera, el cual habían sellado con un tipo de adhesivo verde. En uno de los lados unas escaleras se vislumbraban, las cuales conducían a la parte superior de los muros. Subió las escaleras de cuatro en cuatro, saltando los escalones como si nada. Al llegar al último escalón, se encontró con el último obstáculo, una trampilla en el techo. La golpeó con fuerza y esta cedió y se abrió dejándole paso. Justo en esa planta, por azares del destino, en la pared, enganchada a una especie de viga del techo, había una cuerda en forma de columpio.

Noah desató los nudos y se cargó la cuerda al hombro, subiendo a lo más alto. Las personas que antes golpeaban las puertas con fuerza huían despavoridas siendo perseguidas por ratas y aves que no lograba distinguir a la lejanía.

—Por favor, chicos… Sobrevivid—justo cuando iba a colgar la cuerda, para bajar y tener una forma de regresar, unos gritos en las azoteas de los edificios lo distrajeron.

—¡Noah! —Allí, dando voces y gritos a pleno pulmón, se encontraban sus hombres. Algunos con heridas leves y otros intactos.

—Bajad a la entrada, os lanzaré la cuerda ¡Moveos panda de huesos! —bramó mientras amarraba la cuerda a las almenas del muro.

«Cómo me alegro de verlos», pensó terminando de anudar la cuerda.

—¡A sus órdenes capitán! —Chocaron su puño contra el pecho, saltaron desde las azoteas al edificio más cercano y de ahí empezaron a descender saltando por los balcones, como si fueran una compañía de circo.

Noah echó un vistazo hacia la muralla exterior. Con un leve temblor en sus piernas, notó cómo la polvareda anaranjada cubría ya todas las partes de la ciudad. Su garganta se notaba seca, rasposa e irritada. Puede que al principio no notase los efectos de las esporas, pero ya comenzaban a aparecer.

Sus hombres, alcanzaron la calle principal y se turnaban para subir por la cuerda. A lo lejos, una nube de insectos, volaban sobre la ciudad en formaciones casi perfectas.

—Es una locura, ¿Por qué se han vuelto tan agresivos? ¿Qué son estas esporas?

Los chillidos de las ratas se escuchaban demasiado cerca para su gusto. La mayor parte de sus hombres ya descendían por la trampilla a su espalda. Dio un último vistazo a su alrededor. Las ratas ya saltaban sobre los tejados, algunas llenas de mugre, otras de sangre y pocas impolutas. El estómago se le cerró al notar que esos seres miraban hacia el muro, con unos ojos rojos enfermizos, como si se hubiesen vuelto locas. Las que pasaban por las cercanías, golpeaban la madera del portón o intentaban subir escalando, cayendo al vacío al alcanzar unos pocos metros.

El viento cambió seguido de un seísmo que sacudió los árboles, edificios y vehículos abandonados en las calles. Los caballos galopaban sueltos por las avenidas. Los edificios se movían de lado a lado y Noah no caía al vacío gracias a que agarraba con fuerza la almena. Y ahí, lo vio. Uno de los edificios más cercanos a la muralla exterior se precipitó hacia la misma. Un estruendo que sacudió todo el lugar y levantó más polvo del que había en el aire.

Un agujero. Una grieta ahora era visible desde el octavo refugio. Cocodrilos y panteras comenzaron a entrar por la abertura, acompañando el caos con rugidos de guerra que helaban la sangre.

—Que la diosa no guie en el camino y sea piadosa al encontrarnos con la muerte.

Capítulo 2

Veinte años después...

Un grupo de muchachos corría por los callejones, llenos de musgo, setas y juncos. A cada paso que daban, el chapoteo de los pequeños charcos se hacía más hondo, como si estuviesen entrando en zonas de agua casi profunda. De fondo, el rugido de una pantera recorría toda la callejuela, haciendo temblar las paredes.

—¡¿En qué estabas pensando Rahim?! ¡¿Cómo se te ocurre adentrarte en la madriguera de una pantera verde?!

—Ya lo sé, mamá —murmuró en tono de burla agarrando bien la bolsa con el botín obtenido—. ¡Deja de darme un sermón y concéntrate en escapar!

Los cinco encapuchados aumentaron el ritmo. Uno de ellos saltó a uno de los balcones ayudándose de las setas y enredaderas que había por las paredes. Alcanzó el tejado y sopló un silbato de madera que sacó de su túnica. Un rugido de mayor potencia recorrió los cielos juntos al estruendo de las bestias alcanzado el tejado cubierto de musgo y pequeños cipreses.

—Tahra los distraerá, tenemos que ir hacia el norte de La Peste. —Agarró una pequeña piedra del suelo y la lanzó a una de las ventanas más cercanas a ellos, rompiéndola en el acto.

Los otros tres acompañantes asintieron y saltaron al interior de la vivienda por la ventana ya despejada. El techo vibró. Las pocas tejas que quedaban cayeron como lluvia sobre la calle. Las pisadas de las bestias poco a poco se fueron haciendo más silenciosas hasta quedarse en una tranquilidad mortal.

—Otra vez —dijo bajándose la capucha. La joven mostró su cabello rojizo atado en una coleta y unos ojos verde esmeralda—. Ya es la segunda vez que te metes en esas madrigueras, ¿acaso quieres que te coman?

Rahim se apoyó en una de las paredes recuperando el aliento. De las maderas salían orquídeas, hongos blancos y musgo. En el ambiente estaba ese típico polvo verdoso de pantano, impregnado en los restos de las ventanas y cristales.

—Tenía…afg. —Colocó una mano en su boca en un intento de acallar la tos que le surgía por el cansancio—. Nunca os dije que me siguierais.

—¡¿Tú estás bobo?! Estuviste a esto de que esa bestia te usase de palillo de dientes. —Otra figura agarró a Rahim de la túnica levantándolo como si nada.

—Yo creo que al morder esa piel ceniza se habría puesto a escupir, tienes pinta de ser un poco amargo. —Una risa suave se escapó por sus labios, cubiertos por una máscara de bufón casi sin color.

Rahim echó su capucha y la de su compañero hacia atrás y dio un suspiro de alivio. Ambos jóvenes que se mantenían tan cerca eran del mismo tamaño. Y eso era lo único que tenían en común. Rahim poseía una piel ceniza como el carbón y manchas azules, moreno con el pelo corto y hacia un lado y unos ojos azules, mientras Jaiden, su compañero, tenía unas escamas y piel turquesa con manchas amarillas, pelo castaño corto y unos ojos de un completo color celeste.

—Lo importante es que estamos bien. —Una sonrisa se dibujó en el rostro de la muchacha—. Por ahora vamos al norte, ahí nos encontraremos con Tahra, en marcha.

—Lo sé Vivi, no me quites el trabajo de líder tan pronto. —Jaiden soltó con cuidado a Rahim, cruzando los brazos, avergonzado por haber perdido los nervios con su amigo.

—Y tú, Duncan, ¿nada qué decir sobre tu gran trampa de hilos? —Jaiden soltaba las palabras con un tono de molestia algo notorio, fijando la mirada en la máscara de su compañero.

—Mis labios están sellados, y no solo los de mi segundo rostro. —Soltó otra risita haciendo que sus compañeros dieran un suspiro de resignación.

Rahim se colocó de nuevo la capucha y salió a la calle. Ni un solo ruido. Las luciérnagas empezaron a aparecer en las paredes y los charcos, señal de tranquilidad. Levantó la mano y sus compañeros lo siguieron por las calles de La peste.

La peste. Es el nombre que recibió el tercer distrito tras su caída. Los roedores dominaron las calles y masacraron a gran parte de los humanos. Los que lograron mantenerse a salvo eran consumidos por una enfermedad que portaban las pulgas de esos seres, la peste. De los humanos que habitaban los refugios solo la mitad lograron superarla. Los cadáveres con la enfermedad se prendían fuego y eran arrojados por las murallas. Al llegar al suelo las ratas devoraban los restos.

Siguiendo el camino marcado por las luciérnagas, los jóvenes alcanzaron el distrito de los antiguos comercios. Ahora solo eran callejuelas llenas de cipreses e higos estranguladores, denominados así porque su semilla puede matar al huésped en el que haya germinado. De los edificios salían ramas llenas de musgo, hierba y orquídeas de distintos colores.

El cantar de las ranas indicaba que los depredadores no estaban cerca o, en su defecto, se encontraban escondidos. Rahim saltó unos bloques de piedra y comenzó a escalar una pared llena de huecos. Jaiden siguió a su compañero por un camino más seguro, las escaleras dentro del abandonado establecimiento. Vivi y Duncan continuaron andando un poco más hasta meterse en otro edificio.

Ambos equipos encontraron aberturas lo suficientemente anchas para acceder a las alcantarillas. Estos entraron, cayendo justo en el mismo túnel.

—Oh, mira por dónde, que coincidencia.

—Sí claro, inesperado. Siempre haces la misma broma —dijo Jaiden encendiendo el farol que colgaba en su cintura y dejándolo en las manos de Rahim.

—Sigo pensando que separarnos cada vez que vamos a coger estos atajos es una estupidez. —Entornando sus ojos color esmeralda apoyó una mano en la pared y escupió una especie de líquido amarillo en la misma. Este fue derritiendo la piedra como si de ácido se tratase.

—Es para evitar que nuestro olor se quede concentrado en un sitio, si nos dividimos nuestro aroma también lo hace —soltó el moreno mirando a su alrededor.

Rahim tomó el farol y comenzó a guiar a sus acompañantes por el laberinto de alcantarillas. Varios ojos rojos los acechaban a la distancia con una sed de sangre notoria, pero al ver la llama verdosa del candil se mantenían refugiados en la oscuridad.

Unos pasos provenientes de más adelante los pusieron en guardia. Rahim posó sus manos en su cadera, notando el tacto de la espada. Respiró profundamente y sonrió al notar el aroma de su compañera.

—Llegaste antes que nosotros, Tahra. —Dando un suspiro de alivio, sus compañeros y él se acercaron a la última integrante del grupo.

De las sombras salió una muchacha delgada, de piel pálida y manchas negras. Pelo grisáceo corto y ojos del mismo color. Lucía un hermoso pintalabios negro que combinaba con el lazo que llevaba en la parte posterior de la cabeza. Mantenía la capa cubriendo el resto de su cuerpo que ya se había llenado de sangre y suciedad.

—Taaaahriiiiii. —La joven saltó a los brazos de su amiga con una sonrisa—. ¿Encontraste algo en la huida?

Tahra se quedó en silencio por unos instantes, como si estuviera adaptándose al contacto de Vivi.

—Más adelante… Cadáveres de ratas y serpientes —murmuró lo más bajo posible, posando su mano en una cruz de metal que llevaba al cuello.

—¡Iugh! Preferiría que hubiese encontrado algo de comida a eso.

—Vivi, no te quejes, esa carne puede servirnos, Tahra, ¿la carne estaba en buen estado? —la muchacha solo asintió contemplando a su líder—. Bueno chicos, preparad las bolsas de carne, tenemos que despellejar.

Tahra guio al grupo hasta una especie de pasillo con barrotes de hierro en las entradas. Decenas de cadáveres despedazados pintaban el suelo de un hermoso rojo carmesí. La sangre estaba aún tibia así que el depredador podía seguir cerca, motivo por el cual las propias ratas no se habían lanzado a devorar ese festín.

—El corte es muy limpio para haber sido hecho por una bestia, ¿qué clase de humano tiene una hoja o cuchilla tan afilada y tal precisión? —Vivi agarró con cuidado la cabeza de uno de los cadáveres analizándola.

—Tú reza porque sea humana la cosa que hizo esto, porque como no sea así nos vamos a poner más blancos que Tahra. —De sus dedos salieron unos hilos muy finos, los adhirió a las paredes y formó una pequeña red entre dos pilares.

Tahra pateó el lomo de uno de los roedores en dirección a la red de Duncan. El cuerpo al tocar los hilos a esa velocidad se convirtió en cuadraditos despellejados, la piel se mantenía en la red mientras la carne caía al suelo. La máscara del bromista quedó empapada en sangre.

—Vaaaale, perdón por meterme con tu apariencia. —Con cuidado fue recogiendo los trozos y guardándolos en una bolsa hecha de piel—. Es que eras el mejor ejemplo.

—No discut…

No pudo terminar la frase. El olor de una sangre nueva había inundado sus fosas nasales. ¿Qué era? Ese aroma tenía una pizca de dulce y amargo, como el de una orquídea. Cerró los ojos y olfateo el ambiente. Sangre, mierda, polvo, tierra y… ahí estaba, una fragancia dulce. Era embriagadora, poderosa y, lo más notorio, nueva.

—¿Rahim? Tierra a Rahim, ¿hoooola? —el toque de Vivi lo sacó de su ensimismamiento.

—Vivi y Duncan, encargaros de la carne, Jaiden y Tahra venid conmigo. —Dejó el farol en manos de Duncan y tomó su espada, sacándola de la vaina que guardaba bajo la capa.

Tahra sacó unas dagas de sus muslos y, por último, Jaiden una maza de hierro de su espalda.

—Lo que sea que ha hecho esto, no ha estado nunca en La Peste.