Sansueña - Washington Benavides - E-Book

Sansueña E-Book

Washington Benavides

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Beschreibung

Sansueña reúne una selección minuciosa de la trayectoria poética de Washington Benavides que cronológicamente abarca la producción desde 1959 hasta 2000, incluyendo así poemas de El Poeta, Las milongas, Hokusai, Fontefrida, entre otros. A cargo de Diego Techeira, estudioso de su obra, la presente antología es un vasto panorama del que volviera el canto popular un arma de resistencia contra la dictadura en Uruguay y que escribiera la letra de los máximos exponentes de la milonga uruguaya, como Alfredo Zitarrosa.

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SANSUEÑA

ANTOLOGÍA POÉTICA

SansueñaANTOLOGÍA POÉTICA

WASHINGTON BENAVIDES

Prólogo y compilaciónDIEGO TECHEIRA

POESÍA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2016Primera edición electrónica, 2016

Diseño de la colección: León Muñoz Santini

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4228-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

Nota editorial

Prólogo, por DIEGO TECHEIRA

De El poeta

De Poesía

De Poemas de la ciega

De Las milongas

De Los sueños de la razón

De Historias

De Hokusai

De Fontefrida

De Murciélagos

De Finisterre

De Fotos

De Tía Cloniche

De Lección de exorcista

De El molino y el agua

De La Luna Negra y el profesor

De Los restos del mamut

De Canciones de doña Venus

De Los pies clavados

De El mirlo y la misa

Índice

NOTA EDITORIAL

La presente selección incluye los libros de poesía que llevan la firma de Washington Benavides publicados hasta el año 2000. El material fue ordenado según criterio cronológico de sus publicaciones, con las siguientes salvedades: el material de Poemas de la ciega precede al de Las milongas y Los sueños de la razón, esto amparado en el hecho de que dicha obra fue concebida con anterioridad e incluso parcialmente presentada en su libro El poeta; la serie de sonetos titulado Los pies clavados es presentada como parte de su edición final, que corresponde a la del libro homónimo, integrado exclusivamente por textos que adoptan esa forma clásica; en Las milongas se incluyen algunos textos pertenecientes a ediciones ampliadas con material seleccionado de su trabajo como autor de canciones. Se intentó, en todo caso, conservar la coherencia interna de nuestra selección como libro en sí mismo. Por último, importa destacar que el poema La Luna Negra y el profesor se reproduce en nuestra edición íntegramente.

PRÓLOGO

DIEGO TECHEIRA

Resulta curioso (por decir lo menos) el hecho de que un escritor de la magnitud de Washington Benavides careciera de ediciones formales fuera de las fronteras de su país. Salvo por la inclusión en antologías colectivas, la obra de este prolífico poeta originario de Tacuarembó (departamento situado al norte de Uruguay) es prácticamente desconocida en el ámbito de habla hispana, si descontamos los pocos lectores, casi todos poetas y críticos, que han tenido oportunidad de entablar amistad con él.

A un nivel más informal, intérpretes que debieron exiliarse durante la dictadura militar uruguaya (1973-1985) pudieron difundir con mayor alcance algunos de sus textos transformados en canción. Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti y Los Olimareños tocaron, durante su destierro, suelo mexicano e hicieron hogar en él; pero también otros países de Latinoamérica y Europa los recibieron, al igual que a Héctor Numa Moraes, y a través de sus voces la poesía de Washington Benavides recorrió el mundo. En su país es el poeta más musicalizado, alcanzando un registro de casi un millar de canciones de su autoría.

A esta prolífica producción personal hay que agregar la existencia, desde su temprana juventud, de algunos heterónimos que lo han acompañado a lo largo de su vida, siempre con bajo perfil, pues sólo cuando tuvo más de 70 años de edad los dio a conocer formalmente: Pedro Agudo, John Filiberto y Joan Zorro.

Benavides definió el primer libro que editó, Tata Vizcacha (1955), como “antipoesía”. Con la unidad que le confieren las citas tomadas del Martín Fierro (específicamente los consejos de ese maquiavélico personaje cuyo nombre adopta como título y que resumía en su filosofía el modo de ser y de actuar de la aristocracia política de la época), el joven poeta, de por sí mirado con recelos por los habitantes de Tacuarembó debido a sus inclinaciones ideológicas, arremetió creativamente y con mordacidad contra la élite social de aquella pequeña ciudad con mentalidad pueblerina. De ello resultó que un grupo de jóvenes representantes de la oligarquía tacuaremboense retirara todos los ejemplares que el autor había dejado en consignación en las librerías e hiciera con ellos una hoguera en la plaza principal de la ciudad, a pocos metros de la intendencia municipal y de la jefatura de policía.

La accidentada tipografía (que variaba notoriamente en muchas de sus páginas debido a que participaron en la edición dos imprentas por falta de fuentes en la primera de ellas) no ayudó a que el pequeño libro ganara una buena imagen, lo que sumado al desconcierto provocado por su propuesta estética (lenguaje premeditadamente prosaico, humor sarcástico, interpolación de textos no poéticos, como avisos clasificados, etc.) condujo a un silencio crítico. Silencio tal vez piadoso, dados los prometedores antecedentes registrados por el joven poeta en algunas revistas de la capital (como la tan prestigiosa Asir) y el respeto que se había ganado por parte de personalidades de la talla de Roberto Ibáñez (quien lo descubriera durante sus recorridos por el país como inspector de literatura en secundaria) o Domingo Luis Bordoli. Lo cierto es que su libro inaugural resultó, también para la intelectualidad de la época, una sorpresa poco grata.

El poeta (1959) fue una segunda oportunidad para Benavides, y así lo reconoce él mismo cuando explica: “No significa que yo me sintiese eso, sino que, de alguna manera, era una presentación”.1 Aquel volumen recogía en realidad un compendio de diferentes poemarios inéditos que ya había acumulado. Y con la publicación, en 1965, de Las milongas despuntó su popularidad. Dicho libro no tardó en transformarse en lo que es hoy, tras ocho ediciones ampliadas: una colección que incluye muchos de los textos más significativos del cancionero popular uruguayo.

Este vínculo con la canción es casi natural para Benavides. Al ser un niño asmático, el clima invernal, frío y húmedo, por lo general lluvioso, lo obligaba a permanecer prácticamente enclaustrado hasta el arribo de la primavera: “Entonces mis compañeros y amigos pasaban a ser revistas, libros, la radio”, comenta. Y recalca: “la radio tenía una importancia muy grande para mí”. La música fue así una de sus pasiones desde la infancia. Su propio padre era investigador y recopilador del folclore musical uruguayo. No exageró, entonces, cuando escribió alguna vez “la música, mi madre”.

Cuando fue profesor de literatura en Tacuarembó, a los 35 años de edad, entabló una relación, más que de docencia, de cofradía con algunos de sus alumnos de secundaria, quienes encontraron en casa de Benavides un segundo hogar (afectuosamente recibidos por el Bocha y su esposa Nené), pero fundamentalmente una segunda formación, signada por la libertad, la inquietud, la investigación y la creatividad. Libros que se compartían, música que se disfrutaba en común, entusiasmos que se contagiaban, dieron como resultado el surgimiento de una generación que, con el correr de los años, ocupó un lugar muy destacado en la cultura uruguaya, sobre todo si hablamos de la canción popular.

El Grupo de Tacuarembó (nombre que la crítica le otorgó más tarde) trascendió como una de las piezas fundamentales de la promoción artística que apenas asomaba cuando se implantó la dictadura militar, la cual obligó a optar por el exilio a los exponentes consagrados de la música uruguaya. Y fue a través de algunos de aquellos nuevos creadores (Eduardo Larbanois, Carlos Benavides —sobrino del poeta—, y ese exquisito juglar que fue Eduardo Darnauchans) que la voz poética de Washington Benavides encontró alas. Un consuelo no menor para quien la propia dictadura imponía penurias económicas debido a su destitución del sistema de enseñanza, motivada por su vínculo creativo con Zitarrosa y Numa Moraes, miembro también del Grupo de Tacuarembó y uno de los cantantes exiliados más “radicales”, cuya canción “La patria, compañero”, con texto escrito por Benavides, se había transformado en un verdadero emblema de la resistencia poco antes del golpe de Estado.

Aparte de la vertiente más popular, ligada a la canción, la poética de Benavides desarrolla un discurso plagado de referencias eruditas. Recordemos su condición asmática y la amistad con revistas y libros que debió cultivar (obligatoriamente durante su infancia y hasta los 14 años de edad), relación que prolongaría el placer después. “Cuando entro a la escuela por fin, aquello para mí fue una experiencia demoledora, porque yo tenía que empezar entonces a iniciarme en esas primeras lecturas para niños que aprenden a leer, cuando yo era ya un lector de los clásicos”, confiesa. De modo que no debe sorprendernos el despliegue de citas, interpolaciones y comentarios que incluye la poesía benavideana. En ella confluyen Byron y Quevedo, Bob Dylan y Verlaine, la poesía provenzal y la de la dinastía T’ang, Dostoievski y Ezra Pound, José Juan Tablada y Drummond de Andrade, Geoffrey Chaucer y Borges, Virgilio y López Velarde, sólo por mencionar unos pocos ejemplos.

Los comentaristas de su obra coinciden en el momento de señalar la intrincada relación que en ella se establece entre lo culto y lo popular. La misma se advierte como un sello personal, producto no de una sistematización consciente sino de una asimilación paralela de ambas corrientes desde su misma infancia, durante la cual su interés por lo folclórico, estimulado por el trabajo de su padre en la materia, se unía a la lectura, por ejemplo, del Quijote con apenas nueve años de edad. No debe extrañarnos, por lo tanto, que las referencias literarias se multipliquen en un discurso que las vincula a lo cotidiano, de modo que acaban por asimilarse a su particular lectura de la realidad. De una realidad en la que el gesto de todos los días se integra al proceso de lo histórico. Y es ésta una segunda característica que se destaca en su obra: la que hace del hombre con sus actos (aun los más nimios) un “hacedor” de historia (“albañil de los dioses”), del mismo modo en que cada escribiente deja testimonio de su participación en un texto que se construye con todas las voces: “ese tejido no lo empezaste tú / y no será tuya la puntada final”, dirá, definiendo como “fragmento” el aporte de cada escritor, y la vida del individuo como “fragmento” de la historia del hombre; ambas (historia y literatura) atravesadas por la noción de continuidad. Lección de exorcista (1991) y El molino y el agua (1993) abordan con especial énfasis estos tópicos.

Si esta historicidad cimentada en lo cotidiano impregna la totalidad de su obra, en los casos particulares de Fotos (1986) y Tía Cloniche (1990) tal cotidianidad se vuelca hacia lo íntimo, puertas adentro del ámbito familiar. Y si en Historias (1971) paradójicamente el lenguaje extremó su experimentación poética, en aquellos dos volúmenes el verso jugará en los límites de lo narrativo. La condición poética está, en el primero, a cargo de una imaginación que construye evocaciones, a veces como quien reconstruye la figura de un puzzle, otras como quien interpreta las manchas de Rorschach: la fotografía servirá de pretexto a una evocación imaginativa. En el segundo, es la fantasía la que construye un escenario familiar al que el recuerdo de un punto de vista infantil transporta hacia lo suprarreal y aun hacia lo onírico y lo sobrenatural. Hacia el realismo mágico, podríamos decir.

Otro aspecto importante de la poesía de Benavides es el abordaje de una religiosidad profundamente personal: la de un hombre en diálogo con un Dios que le da la espalda y que se atribuye las llagas, las cicatrices con que la vida estigmatiza al ser humano, sobre quien finalmente recaen todos los sacrificios. En Los pies clavados (colección de sonetos que editó parcialmente por vez primera como parte de su libro El poeta) y en El mirlo y la misa (2000) la discusión de lo religioso y sus significados sobre la vivencia (espiritual, histórica) del hombre se desarrollan como eje temático, pero esta preocupación recorre su obra de principio a fin.

Y así como existe una reivindicación de lo espiritual en el hombre, entendida como un desafío a la noción de un Dios petrificado en una convención idealista, se reivindicará lo creativo como proyección de lo más auténtico en el individuo. La lucha del creador contra lo convencional es un reto, una provocación, un “No al lenguaje de la tribu”, según sus propias palabras. “Poesía es Apostasía”, dice. Mientras por un lado adopta la imagen del albatros de Baudelaire para ilustrar el desarraigo del creador respecto a una sociedad que rechaza al que se distingue de “lo normal” —se destaca en este sentido su libro Murciélagos (1981) — , por el otro ilustra, en la figura de Hokusai, la pasión por la búsqueda incansable del gesto creativo que se confunda con la vida.

En definitiva, la lectura de su obra permite reconocer en Washington Benavides a un testigo comprometido de su tiempo que, mediante su trabajo creativo, entabla la discusión del hombre con la historia y del poeta con la palabra (consigo mismo, como constructor de ambas) a través de una poética de tono conversacional, accesible, que nos revela una dimensión enaltecedora de lo cotidiano.

DEEL POETA

 

 

PROPÓSITOS DE CONVALECENCIA

Debo dormir con ganas,

como quien hizo un mundo y se cansó.

Debo comer el alimento

que me vuelve de yerba y de cordero.

Debo beber el agua

como quien besa el rostro de la mujer amada.

Debo sentirlo todo

como el despierto oído de una iglesia

(Una vez, sentí el trueno de un suspiro

en su nave desierta)

Y no debo morir.

Debo perder la vida.

 

 

SAN FRUCTUOSO

La barca de Noé naufragó en estas sierras…

Y la lluvia fregándome el cuerpo,

pertinaz y solícita.

Todo un desperdicio de luz,

chorreando en las aceras

como miel derramada.

Mariposas azules de neón, libélulas rosadas,

ranas verdes y eléctricas,

toda una zoología y toda una botánica

nacida de la lluvia y de la noche.

Alta.

Alta la iglesia de San Fructuoso,

con su torre de zócalos azules

y anchas cruces de un limón subido

— cruces ácidas y amarillas — .

Alta, la iglesia invade el país de la lluvia

y los vientos nocturnos.

Nadie le da importancia a su trabajo,

ni el sacristán, ni el Padre, ni los santos

de piedra o de madera…

Como una espada, enhiesta…

En una cruz que acaba en pararrayos

— concesión al progreso terrenal —

la iglesia de San Fructuoso

golpea con su torre

al aire espeso de demonios,

a los vientos del norte

curiosamente antropomórficos…

Mientras la lluvia cae sobre la hoja verde

de la madrugada…

 

 

AÑO NUEVO

Es la fiesta de un dios —diosero, diosito —

o de un daimon apenas.

Le circunda una alegre hecatombe

de corderos,

libaciones espesas

de vinos bermellones

o sobremesas dulces de licores foráneos…

Los héroes familiares

afilan los cuchillos

y ordenan la pólvora expansiva

de los niños.

Las atareadas madres

logran prodigios con El Gorro Blanco,

y navegan la paz de los manteles

las domésticas lunas de los platos…

Y toda una comedia de misivas y flores

hace sudar carteros

ensordece teléfonos

y desgonza las alas talares de Mercurio.

Dios, diosero, diosito,

el año nuevo,

nuevito.

Y mientras la tormenta da una maleza de agua,

un bosque líquido, un acuario,

y los clubes sociales trenzan el pelo de los bailarines,

dios, diosero, diosito,

el primero de enero

pone una marca inútil en el infinito.

Pero soltad petardos y besad la pareja.

Porque de alguna forma hay que manifestarse

en esta nadería que llamamos: la vida.

 

 

NO ARMARÉ UN ARCOÍRIS

No armaré un arcoíris.

Dejaré la esperanza

la providencia

que se abre con la facilidad

de un paraguas…

No achataré la nostalgia

tras los cristales

de mi ventana.

En el dominio de la lluvia

no he de pensar que siempre

que llovió,

paró.

Llueve y debo vivir

bajo esta lluvia categórica.

Afuera está la tierra morada

y empapándose,

debo sentirme tierra.

Que el arcoíris duerma

en su perchero,

yo debo andar envuelto

en aguaceros,

contrariando la furia

y engarzando en el tiempo

“un animal de amor”,

un hombre,

un simple hombre con su miedo a cuestas,

que, trabajosamente,

logra su tarea.

Sí, amigo,

con mucho miedo a cuestas,

en medio de la lluvia

prosigo mi tarea.

La realidad es ésta:

la esperanza es un tren

que siempre llega tarde,

y tus ojos pescados

y tus piernas inválidas

hacen de tanta vida

sólo una dulce muerta…

Yo me voy en lo fuerte de la lluvia,

tú, si quieres, espera.

 

 

ME EXONERAS DE GRACIA

Me exoneras de gracia

y hablas de contrabando

si me sale la vida

por los poros

y traigo los zapatos embarrados

y el corazón colgado

de la luz…

No —me dices— no es cierto,

ésa es lección de un libro

o una pose.

Me quitas todo, el único

ejemplar de una lágrima

que leo a solas

y a ratos con el alma.

Pero claro, no es cierto,

es un humor apócrifo

y mezquino…

Tendré en mi saco todas las palabras

(pero una me falta)

alicaído vengo

y manirroto.

Yo nací con el santo de espaldas.

 

 

LA SEQUÍA SEDIENTA

Ya después que mi vista

se ligó con mi labio

y te aspiré desnuda

clavo de olor morena

y te lloré en mi nombre

por tu amor santiguado

sigo mirando un rosa

un malva, un solferino

tacto fríos volúmenes

y aspiro tufaradas

yo que esperé el diluvio

sin lugar en la barca

contemplo la sequía

la sequía

sedienta.

DEPOESÍA

 

 

EL VIVO POZO

Si soy un viejo pozo,

¿cómo salir afuera

y darme al claro gozo

de la que nunca espera?

Voy en mi sombra, rengo.

Y si la luz me llama,

perdido, me detengo…

(Yo habité en una llama.)

 

 

CUARTA CASA

Aquí la rosa falta, no el verdín.

Las azules paredes desconchadas

agitan como ángeles sus muñones de alas.

Casa de vecindad, mejor que casa.

Paredes de roídos colores nacionales

donde el ladrillo muestra

su sonrisa de enfermo.

¿Y cómo penetrar en esta casa

si es como penetrarnos alma adentro?

Allí está Perico,

que remedia zapatos ajenos.

Y Amaranto,

que albañilea muros desparejos;

y Zenón,

que es simplemente un negro

en la ciudad que el blanco hizo a su semejanza;

y Pedro,