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El detective privado Alec Sharpe deseaba proteger a Celia Carter, además de desearla como nunca había deseado a una mujer. Sin embargo, ella tenía la idea absurda de que podía llevar a cabo sola una peligrosa investigación, y que también podía ignorar la atracción que hervía entre ambos. Pero Celia no tardó en darse cuenta de que necesitaba ayuda en aquel caso… y que sólo Alec podía proporcionársela. Él accedió a hacerlo, pero al mismo tiempo sacando el máximo provecho de la situación: durante el tiempo que durase su colaboración, los dos saciarían el tórrido deseo que los consumía desde su primer encuentro. ¿Pero qué iba a ocurrir cuando solucionaran el caso?
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Seitenzahl: 225
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2002 Lori Foster
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sed de ti, n.º 104 - abril 2024
Título original: WANTOM
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410628601
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Celia se mordió un labio. Se sentía medio desnuda con aquel vestido de color carne que dejaba al descubierto muslos, brazos y escote, y tan maquillada como no lo había estado desde hacía tiempo. A pesar del aire acondicionado que refrescaba el local, tenía las mejillas arreboladas.
El interior del bar estaba poco iluminado y Celia fue directamente hasta la barra, notando como el resto de clientes la miraba al pasar, que era precisamente lo que ella pretendía. No quería parecer que buscase a alguien, pero estaba segura de que el canalla de Jacobs estaba allí. Tenía su descripción y sabía que aquel local era su coto de caza. Allí era donde escogía a las mujeres. Y donde, con un poco de suerte, esperaba que la eligiera a ella también.
Se acomodó en uno de los taburetes que había delante de la barra intentando llamar su atención. El corazón le latía apresuradamente. Aunque no podía olvidarse del miedo, también estaba experimentando una excitación, una anticipación del fin que sabía iba a ser satisfactorio. Era curioso lo poco que le había costado dejar su vida de antes, aunque a su familia no le hubiese resultado tan fácil. Esperaban verla aparecer de nuevo cualquier día por la empresa, con uno de sus trajes de trabajo, el pelo recogido en un moño y rogando para que le devolvieran su trabajo. ¡Ja!
No le importaba que nadie la creyera capaz de hacer lo que se había propuesto hacer. Lo único que verdaderamente tenía importancia era demostrárselo a sí misma; demostrarse que no era ni demasiado débil ni remilgada para realizar aquel trabajo. Y eso era lo que pretendía probar aquella misma noche.
Era un bar agradable, pensó sonriendo al camarero que se acercó a atenderla. Charlaron un poco, y ella dejó caer que estaba sola, que era nueva en la ciudad y que no tenía ni parientes ni amigos en aquella zona. Él la escuchó educadamente, animándola a hablar con unas cuantas preguntas: que cuánto tiempo pensaba quedarse por allí, que si tenía trabajo… Le advirtió que se anduviera con cuidado, y Celia casi se echa a reír. Aquel tipo trabajaba con Jacobs; estaba segura de ello.
Lo vio alejarse mientras tomaba un sorbo de la bebida que había pedido pero que, en realidad, no quería. El aire que provenía del ventilador de grandes aspas que colgaba del techo le rozó el muslo que la abertura lateral del vestido dejaba al descubierto. Desde que encerraron a su prometido tras descubrir que había cometido crímenes inenarrables, había hecho todo lo posible por olvidar sus apetitos carnales, por negar su naturaleza sensual. Y ahora allí estaba, dispuesta a hacer todo lo posible por llamar la atención de un hombre utilizando su cuerpo.
Disimuladamente miró hacia el fondo del local en donde estaban dispuestas las mesas. Una de ellas, la más metida en las sombras, estaba ocupada por un hombre rubio y muy atractivo que encajaba a la perfección con la descripción que le habían facilitado. Era fácil reconocer a Jacobs: tenía el mismo aspecto clásico y refinado que su prometido, una apariencia que podía ser totalmente engañosa, como ahora ya sabía.
Tuvo que esforzarse por no reaccionar cuando sintió su mirada examinarla de arriba abajo, y para no resultar demasiado obvia ni demasiado ansiosa, se volvió hacia el otro lado, echándose hacia atrás la melena.
Unos segundos después, el pulso se le aceleró al sentir la proximidad de un hombre. No se volvió a mirar, pero sintió su presencia, su olor. ¡Sí! Iba a morder el anzuelo. Las palmas de las manos empezaron a sudarle. La rozó levemente al ocupar el taburete de al lado, y el contacto fue breve pero eléctrico, haciéndola dar un respingo. Tenía que controlarse. Él la estaba mirando. Sentía el calor de su mirada tan abrasivo como si la estuviera tocando.
Repasó mentalmente la charla que había preparado y se volvió a mirarlo con una sonrisa en los labios y echándose hacia delante todo lo posible para tentarle con una panorámica de su escote.
Pero al mirarle a los ojos, se quedó paralizada por el horror.
–Hola, Celia.
Oh, no…
Su sonrisa era fría como la de un tiburón y sintió un terrible escalofrío. La miraba fijamente, negándose a bajar la mirada. Sus labios apenas se movían al hablar.
–Cierra la boca, preciosa, o vas a echar a perder la representación. Y no me apetece salir de aquí esta noche a bofetadas. Aunque, pensándolo bien, después de haberte visto con ese vestido, puede que sea eso precisamente lo que me haga falta.
Celia cerró la boca, pero no sin esfuerzo. Los ojos de quien la miraba no mostraban admiración ni eran azules, y no pertenecían al hombre al que estaba investigando, al hombre que seguía a cierta distancia y que los observaba con curiosidad. Aquellos ojos le eran tremendamente familiares, de un negro duro y frío. Unos ojos que, en aquel momento, reflejaban una oscura furia.
El corazón estaba a punto de desbocársele y temió desvanecerse, pero con un gran esfuerzo, recuperó el control.
–¿Se puede saber qué haces aquí, Alec? –le preguntó, obligándose a sonreír y a dar la impresión de que simplemente estaban charlando, intercambiando comentarios para llegar a conocerse. Necesitaba mantener su camuflaje y Alec lo sabía.
En lugar de contestar, tomó un puñado de cacahuetes de la barra y se los metió en la boca, echando la cabeza hacia atrás. Tenía el pelo negro, que tendía a rizársele en las puntas, y aquella noche lo llevaba suelto, de modo que casi le rozaba los hombros y reflejaba las luces de color del bar. Esas mismas luces le brillaban también en sus ojos entornados, capaces de hacer retroceder a un hombre sin tan siquiera haber dicho una palabra. Sus facciones ásperas parecían esculpidas en piedra, vivo reflejo de su estado de ánimo. Incluso olía como el peligro. Era un olor intenso, almizclado, muy masculino, que despertaba sus sentidos al mismo tiempo que acrecentaba su nerviosismo.
Todos los presentes en el bar parecían estar mirándolos, esperando, pero esa era una reacción que Alec provocaba con asiduidad. Era como una fiera acechante, y la gente recibía el mensaje con claridad. Llevaba un pequeño pendiente de oro y un tatuaje sin que pareciera artificio alguno, sino como si formase parte inseparable de sí mismo. Los vaqueros y la camiseta negra con que solía vestirse no eran el atuendo más adecuado para un lugar como aquel, pero Celia dudaba que alguien tuviese el valor suficiente para pedirle que se marchase.
Otros no, pero ella, sí.
–Mira, Alec…
Él la miró de arriba abajo lentamente, y su protesta quedó ahogada. Se detuvo en sus pequeños pechos, realzados por aquel sujetador que obraba maravillas, y Celia cambió de postura, incómoda.
Siguió hacia abajo y se detuvo en sus piernas con una sonrisa inquietante, y Celia deseó poder abofetearle por incomodarla de ese modo.
La verdad es que siempre, por un motivo u otro, deseaba abofetearle. La confundía y la irritaba más que cualquier otro hombre que conociera, pero lo peor de todo era que desencadenaba dentro de ella las reacciones propias de una mujer con su mera presencia, y eso la enervaba. No quería desearle, sobre todo teniéndole como le tenía un poco de miedo. No era un hombre fácil, ni asequible para la vida doméstica. Cuando la miraba, cuando esos ojos suyos tan negros la miraban fijamente, percibía tras ellos un carácter indómito, salvaje; una virilidad primitiva que no se podía domesticar. Siempre tenía miedo de presionarle demasiado, y eso la sacaba de sus casillas.
–Contéstame, Alec.
Su sonrisa volvió a ser más una amenaza que una seguridad.
–Supongo que estoy aquí para salvarte el trasero, aunque tengo que reconocer que no es esa mi primera inclinación. Al menos en lo que a tu trasero se refiere.
Celia contuvo la respiración. ¿Qué demonios quería decir con eso?
Alec se pasaba la vida haciéndole esa clase de comentarios, que despertaban en ella unas sensaciones que no quería reconocer. Su única relación romántica había terminado en tragedia, después de lo cual había tomado la firme decisión de ignorar sus instintos. En una ocasión se había dejado guiar por ellos, pero no estaba dispuesta a volver a poner en peligro a sus seres queridos. Ahora lo que quería hacer era proteger a las mujeres de bastardos como su prometido. Pero su experiencia con él no la había preparado para un hombre como Alec Sharpe.
Al poco de conocerse, le había dejado muy claro su interés por las aventuras y su desinterés por el matrimonio. Celia no quería llegar a ninguna de las dos cosas, de modo que había hecho todo lo posible por ignorar sus atenciones, lo cual no le había resultado nada fácil, teniendo en cuenta que Alec era un hombre imposible de ignorar en ningún sentido. Pero para entonces ella ya había abandonado la empresa familiar y trabajaba con el despacho de investigadores privados de su hermano, que era donde Alec trabajaba.
Desde entonces, no había conseguido quitárselo de encima, ya que se había nombrado su guardaespaldas personal y se lo encontraba casi donde quiera que iba. Nada había vuelto a ser igual desde entonces. Y mucho menos desde que recibiera un disparo por su culpa.
–Eh… ¿no es demasiado pronto para que andes apoyándote en esa pierna?
Alec entornó los ojos y sus pestañas casi los ocultaron por completo; unas pestañas que Celia le envidiaba siempre.
–Vaya… es la primera vez que te veo la cara desde que la bala hizo blanco en mi pierna. Pero estoy seguro de que has estado muy preocupada por mí, ¿verdad, cariño?
–En absoluto –replicó, fingiendo interés en el bar–. Dane me dijo que no era más que un roce.
–Pero me has estado evitando.
–No seas ridículo. Es que he estado… ocupada.
Alec la sujetó por la barbilla para obligarla a mirarlo. El corazón le dio a Celia un brinco.
–Esa bala iba para ti –le dijo en voz baja y muy seria–. Si yo no hubiera estado allí, te habría alcanzado. Suponía que habrías aprendido la lección, pero es evidente que no eres tan lista como me figuraba, teniendo en cuenta que estás aquí.
Aquel había sido un insulto que no podía dejar pasar, pero no podía olvidarse de la audiencia. Quería seguir adelante con aquel caso, demostrar que era capaz de ayudar a los demás, y si discutía con Alec en aquel momento, su tapadera se echaría a perder. Dane le había enseñado que eso era lo más importante, la medida de seguridad más certera. No podía salirse del personaje que había creado como tapadera sin ponerse en peligro no solo a sí misma, sino al cliente y a los demás posibles agentes… en aquel caso, Alec.
Así que se acercó a él, y le oyó contener la respiración al quedar a escasos centímetros de sus labios. Era una osadía que le había puesto el corazón en la boca, pero estaba cansada de que fuese siempre él quien estuviera a cargo de la situación, pegado siempre a sus talones. Es más, estaba convencida de que había sido culpa suya, de Alec, que le disparasen. La había distraído con su presencia; de otro modo, habría percibido la amenaza antes de que se produjera.
Tan cerca estaban que sintió el calor que emanaba de su cuerpo, su olor, su respiración, y al mirarle a los ojos, negros como un pozo sin fondo, se sintió llena de un poder femenino que casi le hizo olvidarse de su nerviosismo. Era como estarse enfrentando a un animal salvaje; algo excitante, pero también aterrador.
–Soy lo bastante lista para saber que tú no tienes nada que decir en cuanto a lo que yo haga o deje de hacer, Alec Sharpe, así que ¿qué tal si finges no estar interesado en mí, te vuelves por donde hayas venido y me dejas en paz?
Pero en lugar de retroceder enfadado, que era lo que ella esperaba, Alec la sujetó por la nuca, y aún tuvo tiempo de ver su sonrisa de satisfacción antes de darse cuenta, demasiado tarde, de cuáles eran sus intenciones.
Su boca, caliente y deliciosamente firme, se apoderó de la suya.
Lenta pero inexorablemente, el beso ofuscó todo lo demás. El mundo se consumió mientras él la devoraba. Dejó de sentir el frescor del aire acondicionado, el contacto con el taburete, el murmullo de las conversaciones en el bar. Incluso se olvidó del hombre al que estaba investigando. Nada consiguió penetrar la niebla de su mente, excepto Alec y lo que le estaba haciendo sentir.
Y vaya si sabía lo que hacía.
El beso pareció extenderse más y más hasta que por fin fue él quien se separó, soltándola poco a poco con un rosario de besos pequeños de despedida. Celia se quedó tan aturdida que fue él quien tuvo que quitarse sus manos de los hombros y colocárselas sobre el regazo.
Su primera reacción fue la de lamentar que aquello se hubiera acabado… una reacción que se vio seguida rápidamente por la vergüenza.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la besaron, y toda una eternidad desde la última vez que la habían besado así; y ella había respondido con un apetito voraz.
Cerró los ojos e intentó negar la verdad, pero no pudo. Suponía que la pesadilla que el que fue su prometido la había hecho vivir habría atemperado su naturaleza apasionada. Pero Alec, un hombre que no sentía absolutamente nada por ella, que disfrutaba insultándola e intentando imponerle su voluntad había obtenido una respuesta aun más fuerte de lo habitual en ella. ¿Cómo podía haberle besado así, perdiendo toda noción de tiempo, lugar y objetivo? ¿Qué diablos había sido de su orgullo?
Tardó unos minutos preciosos en recuperar la compostura, en ocultar la vergüenza que amenazaba con dejarla en ridículo. Y cuando lo consiguió, Alec la ayudaba ya a bajarse del taburete. Llevaba su bolso en una mano, había pagado su cuenta y la conducía hacia la puerta siempre detrás de ella, protegiendo su espalda en un gesto automático para él.
Todavía no había conseguido su objetivo. Hizo ademán de detenerse pero Alec la rodeó por la cintura. A través del fino tejido de su vestido, sentía el calor y la fuerza de su palma. Contuvo la respiración, sorprendida, e intentó soltarse, pero con ello solo consiguió colisionar contra el cuerpo de Alec y sentir toda su figura pegada a su espalda. Su erección, obvia y pujante, se rozó contra sus nalgas. Sintió una nueva ola de calor y apretó las piernas.
Alec se inclinó y rozó su oreja con los labios. Para los espectadores, parecía el juego que precede al amor. Para Celia no era más que una amenaza:
–No mires hacia atrás o te delatarás. Todos los hombres que hay en este bar, incluyendo a los que no cuentan, han dado por sentado que vas a pasar conmigo la noche. Ese era tu objetivo, y de momento, es precisamente lo que te mantiene a salvo –rozó su sien con los labios en un gesto de extraña ternura y añadió–: a salvo de ellos.
Lo que quería decir que aún iba a tener que aclarar las cosas con Alec, lo que le resultaba mucho más peligroso que lo que había tenido que hacer en el bar.
Pero sabía que tenía razón. Ya no iba a poder hacer otra cosa aquella noche. Podría volver al día siguiente y cabía la esperanza de que su presa se hubiera animado por el comportamiento de Alec. Jacobs, el villano rubio y de ojos azules a quien había estado intentando conocer, la consideraría una mujer sola y en busca de compañía, una presa fácil.
Aquel hombre se acercaba a las mujeres con la excusa de pedirles que posaran como modelos para él. Algunas de sus fotos incluso aparecían en alguna que otra revista de segunda fila. Pero eso no era lo que quería en realidad, y eso era lo que ella iba a demostrar. Confiaba en resultar una presa lo bastante apetecible para llamar su atención, y junto con la conversación que había mantenido con el camarero, esperaba haber preparado un cebo que no pudiera resistirse a probar.
Cazar a Jacobs, revelar su verdadera naturaleza y poder entregárselo a las autoridades le proporcionaría el más absoluto de los placeres, pero su prioridad en aquel momento era salvar a una mujer en particular: Hannah. No podía olvidarse de ella.
Mientras Alec la acompañaba a su furgoneta, pensó en lo que debía decirle. El aire de aquella noche de mediados de julio era cálido y húmedo, y sintió que se le humedecía la piel. Alec seguía caminando detrás de ella, sin dejar de empujarla suavemente hacia delante, y deseó escapar. Alec Sharpe, el mejor agente de su hermano, la había besado hasta dejarla casi sin sentido.
–Puedo volver a mi casa yo solita.
–Sé que no has venido en coche, y no puedo permitir que te quedes aquí esperando al autobús o a un taxi.
Ella hizo una mueca de fastidio.
–Oye, tú no tienes nada que permitirme o dejar de permitirme.
Él volvió a mirarla de arriba abajo antes de contestar:
–¿Quieres que nos apostemos algo a que sí?
Libraron una batalla silenciosa durante unos segundos, pero Celia sabía que no podía montar una escena estando tan cerca del bar. Alguien podía verlos.
Tomando su silencio por aquiescencia, Alec abrió la puerta de la furgoneta, levantó a Celia por la cintura y la acomodó en el asiento. A continuación, le dejó el bolso en el regazo, cerró la puerta, rodeó el vehículo y se colocó tras el volante.
Desde el mismo día en que lo conoció, supo que iba a traerle complicaciones. No importaba que Dane, su hermano, confiase en Alec más que en cualquier otro de los hombres que conocía. No importaba que Angel, su cuñada, le eligiese siempre como canguro de su hijo. Tampoco importaba que siempre llevase a buen término su trabajo y que hubiese sido capaz de recibir una bala por ella.
Lo verdaderamente importante era que se trataba de un hombre letal para sus sentidos. La había besado y a ella le había gustado, cuando en realidad su único propósito había sido sacarla del bar sin llamar la atención. Aquel beso había sido un mero instrumento para conseguir un fin, del mismo modo que su prometido había utilizado el sexo para coaccionarla. Y lo había conseguido.
Así que no podía llegar a tener nada con él. De ninguna manera. Durante año y medio había conseguido mantener a raya su naturaleza apasionada, y quería seguir así. En cuanto llegase a casa, iba a llamar a Dane para obligarle a intervenir en aquella situación. No le hacía gracia utilizar su parentesco con el jefe para conseguir favores, pero aquello pasaba ya de castaño oscuro.
–Abróchate el cinturón.
Alec había deseado de verdad cumplir la amenaza tan poco sutil que le había hecho en el bar. Al encontrársela en aquel bar haciéndose pasar por una chica fácil, habría dado casi cualquier cosa por poder colocarla sobre sus rodillas y darle unos buenos azotes en el trasero. Pero bien pensado, si alguna vez llegaba a tener a Celia Carter en esa postura, el castigo sería lo último que se le pasase por la imaginación. Jamás le haría daño, pero el resto de posibilidades… las cosas que deseaba hacer con ella eran numerosas, e imaginárselas le estaba volviendo loco.
Sobre todo porque Celia parecía haberle sacado el gustillo a decirle a todo que no, y a resultas de ello, estaba viviendo en un estado de permanente frustración.
Desde que alcanzó la madurez, los hombres solían evitar las confrontaciones con él, pero Celia no. Siempre le plantaba cara, aunque siempre también con un trasfondo de temor en sus ojos azules, y que fuese capaz de enfrentarse a él a pesar de ese temor indicaba que tenía valor, un rasgo de carácter que él admiraba. De hecho, admiraba muchas cosas en Celia desde el día que la conoció, pero entre ellas no se encontraba ese deseo impetuoso de aventura que ya la había puesto en peligro en varias ocasiones desde que se incorporó a la empresa de su hermano.
Dejar la empresa familiar por trabajar para Dane era una decisión que no podía comprender. Sí, su novio había resultado ser un bastardo. ¿Y qué? Los hay a montones pululando por el mundo y no por ello podía culparse a sí misma por no haberse dado cuenta. De hecho, mientras era aún novio de Celia, Dane y él lo estaban investigando, intentando procesarle por numerosos crímenes, entre los que se encontraba nada menos que el del propio hermano de Dane y Celia.
Al final fue ella quien había destapado la caja de los horrores al pillar a Raymond apuntando a Dane y a Angel con un arma. Afortunadamente había podido reducirle golpeándole con el gato del coche, lo que la redimió a ojos de todos, menos a los de sí misma.
Sabía que Raymond la había herido profundamente al utilizarla como tapadera. Era el peor insulto que podía hacérsele a una mujer, y Celia se sentía fatal por haber creído en él; Alec se había preguntado en más de una ocasión qué demonios podía haber visto en un tipo como ese, un hombre que a él le había producido una repulsa instintiva desde siempre. Claro que había quedado bien demostrado que se trataba de un especialista en el engaño, que sabía muy bien lo que hacía.
No podía decirse lo mismo de Celia. Por mucho que ella se esforzase en aparentar lo contrario, seguía siendo tan inocente como un corderito.
¿Por qué demonios se empeñaría en andar por ahí jugándose el cuello?
Aquel pensamiento renovó su rabia.
–No vas a volver a ese bar, así que deja de maquinar –farfulló.
Celia se volvió hacia él.
–Voy a hablar con Dane. Tú no eres mi jefe, y quiero que dejes de actuar como si lo fueras.
Alec experimentó una profunda satisfacción. Con aquella mujer quería utilizar todas las ventajas que tuviera a su alcance.
–Te equivocas en una cosa –le advirtió.
Antes de que hablara, presintió su desconfianza. Tenía tal conexión con ella que era capaz de saber lo que estaba pensando, lo cual, por un lado, le molestaba bastante, pero por otro espoleaba su determinación de poseerla. Había un vínculo entre los dos que ella se empeñaba en negar, y él no estaba dispuesto a seguir permitiéndoselo. Cuando por fin la tuviera desnuda bajo el peso de su cuerpo, ya se ocuparía bien de que solo pudiera pensar en aceptarle y en el placer que los aguardaba a ambos.
–¿En qué?
Afortunadamente la oscuridad de la furgoneta ocultó su sonrisa, pero la satisfacción se percibió en su voz.
–Con el nuevo embarazo de Angel, Dane ha decidido que necesita unas vacaciones, así que ha alquilado una casa en el Caribe y va a llevarse a la familia allí durante un mes. En ese tiempo, yo estaré a cargo de todo –al mirarla por el rabillo del ojo vio su sorpresa, y decidió aclarar bien las cosas para que no hubiera malentendidos–. De modo que ahora soy yo su jefe, señorita Carter.
–De eso, nada.
–Me temo que así va a ser.
–¡No pienso aceptarlo!
–No tienes elección, Celia.
La vio apretar puños y dientes y deseó poder abrazarla y ofrecerle consuelo. Eran deseos que no había vuelto a tener desde hacía más de quince años, y que no le hacían la más mínima gracia. Pero proteger a Celia era algo que no podía evitar, algo que hacía por su propio bien.
–Escúchame con atención: si te pillo tan siquiera pensando en este caso, te despido. De ahora en adelante, seré yo quien te asigne el trabajo, y puedes estar segura de que para resolver tu próximo caso no vas a necesitar vestirte de fulana.
Concluyó la parrafada muy satisfecho, pero al aminorar la velocidad para tomar una curva, Celia se quitó el cinturón y abrió la puerta.
Alec pisó a fondo el freno maldiciendo entre dientes y sujetó el volante con fuerza. La furgoneta se detuvo, pero cuando Alec se volvía hacia Celia, ella ya se había bajado. Tanta era su rabia que al aterrizar con aquellos tacones tan altos, cayó al suelo, pero rápidamente se levantó. De no haber reaccionado tan rápidamente para parar la furgoneta, se podía haber partido la crisma.
Una pareja de mediana edad que iba dando un paseo de detuvo a mirar. Alec vio a Celia limpiarse el vestido, inclinar levemente la cabeza a la pareja y echar a andar, cojeando ligeramente.
Quitó la furgoneta de en medio de la calle, quitó las llaves del contacto y se bajó. Condenada mujer… Su hermano era un tipo inteligente, razonable, previsor. Jamás le había visto comportarse de modo impulsivo o descuidado. Siempre sabía lo que estaba haciendo y cómo iba a proceder. Los dos trabajaban a las mil maravillas juntos, siendo ambos prácticos, metódicos y sensatos. ¿De dónde demonios habría sacado Celia esa actitud tan alocada?
Alec la sujetó por un brazo, ella intentó soltarse y al no conseguirlo, intentó darle con el bolso, pero él lo esquivó.
–¡Haz el favor de calmarte!
–¡Suéltame, pedazo de imbécil!
Sus insultos solían hacerle sonreír, pero no ocurrió en aquella ocasión, ya que tenía algo que dejar muy claro.
–¿Quieres usar la cabeza, Celia, aunque sea solo por una vez? –le pidió, sujetándola por ambas manos.