4,49 €
Una mujer intocable El investigador privado Harry Lonnigan salvó a Charlie sin saber que ella era la hija que su mejor amigo, casi un padre para él, no veía desde hacía dieciocho años. Lo más importante debería haber sido reunirlos, pero eso a Charlie no le interesaba. Lo más importante para ella era seducir a Harry... Sed de ti Alec Sharpe deseaba proteger a Celia, además de desearla como nunca había deseado a ninguna mujer. Por eso cuando ella necesitó su ayuda, Alec accedió, pero a cambio, durante el tiempo que estuvieran colaborando juntos, los dos saciarían el tórrido deseo que los consumía desde el primer encuentro. Pero, ¿qué ocurriría cuando dejaran de trabajar juntos?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 440
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 8 - septiembre 2024
© 2000 Lori Foster
Sed de ti
Título original: WANTOM
© 1999 Lori Foster
Una mujer intocable
Título original: IN TOO DEEP
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2000
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son
producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier
parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios
(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad
de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas
con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española
de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-244-4
Índice
Créditos
Sed de ti
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Una mujer intocable
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Si te ha gustado este libro…
Celia se mordió un labio. Se sentía medio desnuda con aquel vestido de color carne que dejaba al descubierto muslos, brazos y escote, y tan maquillada como no lo había estado desde hacía tiempo. A pesar del aire acondicionado que refrescaba el local, tenía las mejillas arreboladas.
El interior del bar estaba poco iluminado y Celia fue directamente hasta la barra, notando como el resto de clientes la miraba al pasar, que era precisamente lo que ella pretendía. No quería parecer que buscase a alguien, pero estaba segura de que el canalla de Jacobs estaba allí. Tenía su descripción y sabía que aquel local era su coto de caza. Allí era donde escogía a las mujeres. Y donde, con un poco de suerte, esperaba que la eligiera a ella también.
Se acomodó en uno de los taburetes que había delante de la barra intentando llamar su atención. El corazón le latía apresuradamente. Aunque no podía olvidarse del miedo, también estaba experimentando una excitación, una anticipación del fin que sabía iba a ser satisfactorio. Era curioso lo poco que le había costado dejar su vida de antes, aunque a su familia no le hubiese resultado tan fácil. Esperaban verla aparecer de nuevo cualquier día por la empresa, con uno de sus trajes de trabajo, el pelo recogido en un moño y rogando para que le devolvieran su trabajo. ¡Ja!
No le importaba que nadie la creyera capaz de hacer lo que se había propuesto hacer. Lo único que verdaderamente tenía importancia era demostrárselo a sí misma; demostrarse que no era ni demasiado débil ni remilgada para realizar aquel trabajo. Y eso era lo que pretendía probar aquella misma noche.
Era un bar agradable, pensó sonriendo al camarero que se acercó a atenderla. Charlaron un poco, y ella dejó caer que estaba sola, que era nueva en la ciudad y que no tenía ni parientes ni amigos en aquella zona. Él la escuchó educadamente, animándola a hablar con unas cuantas preguntas: que cuánto tiempo pensaba quedarse por allí, que si tenía trabajo… Le advirtió que se anduviera con cuidado, y Celia casi se echa a reír. Aquel tipo trabajaba con Jacobs; estaba segura de ello.
Lo vio alejarse mientras tomaba un sorbo de la bebida que había pedido pero que, en realidad, no quería. El aire que provenía del ventilador de grandes aspas que colgaba del techo le rozó el muslo que la abertura lateral del vestido dejaba al descubierto. Desde que encerraron a su prometido tras descubrir que había cometido crímenes inenarrables, había hecho todo lo posible por olvidar sus apetitos carnales, por negar su naturaleza sensual. Y ahora allí estaba, dispuesta a hacer todo lo posible por llamar la atención de un hombre utilizando su cuerpo.
Disimuladamente miró hacia el fondo del local en donde estaban dispuestas las mesas. Una de ellas, la más metida en las sombras, estaba ocupada por un hombre rubio y muy atractivo que encajaba a la perfección con la descripción que le habían facilitado. Era fácil reconocer a Jacobs: tenía el mismo aspecto clásico y refinado que su prometido, una apariencia que podía ser totalmente engañosa, como ahora ya sabía.
Tuvo que esforzarse por no reaccionar cuando sintió su mirada examinarla de arriba abajo, y para no resultar demasiado obvia ni demasiado ansiosa, se volvió hacia el otro lado, echándose hacia atrás la melena.
Unos segundos después, el pulso se le aceleró al sentir la proximidad de un hombre. No se volvió a mirar, pero sintió su presencia, su olor. ¡Sí! Iba a morder el anzuelo. Las palmas de las manos empezaron a sudarle. La rozó levemente al ocupar el taburete de al lado, y el contacto fue breve pero eléctrico, haciéndola dar un respingo. Tenía que controlarse. Él la estaba mirando. Sentía el calor de su mirada tan abrasivo como si la estuviera tocando.
Repasó mentalmente la charla que había preparado y se volvió a mirarlo con una sonrisa en los labios y echándose hacia delante todo lo posible para tentarle con una panorámica de su escote.
Pero al mirarle a los ojos, se quedó paralizada por el horror.
–Hola, Celia.
Oh, no…
Su sonrisa era fría como la de un tiburón y sintió un terrible escalofrío. La miraba fijamente, negándose a bajar la mirada. Sus labios apenas se movían al hablar.
–Cierra la boca, preciosa, o vas a echar a perder la representación. Y no me apetece salir de aquí esta noche a bofetadas. Aunque, pensándolo bien, después de haberte visto con ese vestido, puede que sea eso precisamente lo que me haga falta.
Celia cerró la boca, pero no sin esfuerzo. Los ojos de quien la miraba no mostraban admiración ni eran azules, y no pertenecían al hombre al que estaba investigando, al hombre que seguía a cierta distancia y que los observaba con curiosidad. Aquellos ojos le eran tremendamente familiares, de un negro duro y frío. Unos ojos que, en aquel momento, reflejaban una oscura furia.
El corazón estaba a punto de desbocársele y temió desvanecerse, pero con un gran esfuerzo, recuperó el control.
–¿Se puede saber qué haces aquí, Alec? –le preguntó, obligándose a sonreír y a dar la impresión de que simplemente estaban charlando, intercambiando comentarios para llegar a conocerse. Necesitaba mantener su camuflaje y Alec lo sabía.
En lugar de contestar, tomó un puñado de cacahuetes de la barra y se los metió en la boca, echando la cabeza hacia atrás. Tenía el pelo negro, que tendía a rizársele en las puntas, y aquella noche lo llevaba suelto, de modo que casi le rozaba los hombros y reflejaba las luces de color del bar. Esas mismas luces le brillaban también en sus ojos entornados, capaces de hacer retroceder a un hombre sin tan siquiera haber dicho una palabra. Sus facciones ásperas parecían esculpidas en piedra, vivo reflejo de su estado de ánimo. Incluso olía como el peligro. Era un olor intenso, almizclado, muy masculino, que despertaba sus sentidos al mismo tiempo que acrecentaba su nerviosismo.
Todos los presentes en el bar parecían estar mirándolos, esperando, pero esa era una reacción que Alec provocaba con asiduidad. Era como una fiera acechante, y la gente recibía el mensaje con claridad. Llevaba un pequeño pendiente de oro y un tatuaje sin que pareciera artificio alguno, sino como si formase parte inseparable de sí mismo. Los vaqueros y la camiseta negra con que solía vestirse no eran el atuendo más adecuado para un lugar como aquel, pero Celia dudaba que alguien tuviese el valor suficiente para pedirle que se marchase.
Otros no, pero ella, sí.
–Mira, Alec…
Él la miró de arriba abajo lentamente, y su protesta quedó ahogada. Se detuvo en sus pequeños pechos, realzados por aquel sujetador que obraba maravillas, y Celia cambió de postura, incómoda.
Siguió hacia abajo y se detuvo en sus piernas con una sonrisa inquietante, y Celia deseó poder abofetearle por incomodarla de ese modo.
La verdad es que siempre, por un motivo u otro, deseaba abofetearle. La confundía y la irritaba más que cualquier otro hombre que conociera, pero lo peor de todo era que desencadenaba dentro de ella las reacciones propias de una mujer con su mera presencia, y eso la enervaba. No quería desearle, sobre todo teniéndole como le tenía un poco de miedo. No era un hombre fácil, ni asequible para la vida doméstica. Cuando la miraba, cuando esos ojos suyos tan negros la miraban fijamente, percibía tras ellos un carácter indómito, salvaje; una virilidad primitiva que no se podía domesticar. Siempre tenía miedo de presionarle demasiado, y eso la sacaba de sus casillas.
–Contéstame, Alec.
Su sonrisa volvió a ser más una amenaza que una seguridad.
–Supongo que estoy aquí para salvarte el trasero, aunque tengo que reconocer que no es esa mi primera inclinación. Al menos en lo que a tu trasero se refiere.
Celia contuvo la respiración. ¿Qué demonios quería decir con eso?
Alec se pasaba la vida haciéndole esa clase de comentarios, que despertaban en ella unas sensaciones que no quería reconocer. Su única relación romántica había terminado en tragedia, después de lo cual había tomado la firme decisión de ignorar sus instintos. En una ocasión se había dejado guiar por ellos, pero no estaba dispuesta a volver a poner en peligro a sus seres queridos. Ahora lo que quería hacer era proteger a las mujeres de bastardos como su prometido. Pero su experiencia con él no la había preparado para un hombre como Alec Sharpe.
Al poco de conocerse, le había dejado muy claro su interés por las aventuras y su desinterés por el matrimonio. Celia no quería llegar a ninguna de las dos cosas, de modo que había hecho todo lo posible por ignorar sus atenciones, lo cual no le había resultado nada fácil, teniendo en cuenta que Alec era un hombre imposible de ignorar en ningún sentido. Pero para entonces ella ya había abandonado la empresa familiar y trabajaba con el despacho de investigadores privados de su hermano, que era donde Alec trabajaba.
Desde entonces, no había conseguido quitárselo de encima, ya que se había nombrado su guardaespaldas personal y se lo encontraba casi donde quiera que iba. Nada había vuelto a ser igual desde entonces. Y mucho menos desde que recibiera un disparo por su culpa.
–Eh… ¿no es demasiado pronto para que andes apoyándote en esa pierna?
Alec entornó los ojos y sus pestañas casi los ocultaron por completo; unas pestañas que Celia le envidiaba siempre.
–Vaya… es la primera vez que te veo la cara desde que la bala hizo blanco en mi pierna. Pero estoy seguro de que has estado muy preocupada por mí, ¿verdad, cariño?
–En absoluto –replicó, fingiendo interés en el bar–. Dane me dijo que no era más que un roce.
–Pero me has estado evitando.
–No seas ridículo. Es que he estado… ocupada.
Alec la sujetó por la barbilla para obligarla a mirarlo. El corazón le dio a Celia un brinco.
–Esa bala iba para ti –le dijo en voz baja y muy seria–. Si yo no hubiera estado allí, te habría alcanzado. Suponía que habrías aprendido la lección, pero es evidente que no eres tan lista como me figuraba, teniendo en cuenta que estás aquí.
Aquel había sido un insulto que no podía dejar pasar, pero no podía olvidarse de la audiencia. Quería seguir adelante con aquel caso, demostrar que era capaz de ayudar a los demás, y si discutía con Alec en aquel momento, su tapadera se echaría a perder. Dane le había enseñado que eso era lo más importante, la medida de seguridad más certera. No podía salirse del personaje que había creado como tapadera sin ponerse en peligro no solo a sí misma, sino al cliente y a los demás posibles agentes… en aquel caso, Alec.
Así que se acercó a él, y le oyó contener la respiración al quedar a escasos centímetros de sus labios. Era una osadía que le había puesto el corazón en la boca, pero estaba cansada de que fuese siempre él quien estuviera a cargo de la situación, pegado siempre a sus talones. Es más, estaba convencida de que había sido culpa suya, de Alec, que le disparasen. La había distraído con su presencia; de otro modo, habría percibido la amenaza antes de que se produjera.
Tan cerca estaban que sintió el calor que emanaba de su cuerpo, su olor, su respiración, y al mirarle a los ojos, negros como un pozo sin fondo, se sintió llena de un poder femenino que casi le hizo olvidarse de su nerviosismo. Era como estarse enfrentando a un animal salvaje; algo excitante, pero también aterrador.
–Soy lo bastante lista para saber que tú no tienes nada que decir en cuanto a lo que yo haga o deje de hacer, Alec Sharpe, así que ¿qué tal si finges no estar interesado en mí, te vuelves por donde hayas venido y me dejas en paz?
Pero en lugar de retroceder enfadado, que era lo que ella esperaba, Alec la sujetó por la nuca, y aún tuvo tiempo de ver su sonrisa de satisfacción antes de darse cuenta, demasiado tarde, de cuáles eran sus intenciones.
Su boca, caliente y deliciosamente firme, se apoderó de la suya.
Lenta pero inexorablemente, el beso ofuscó todo lo demás. El mundo se consumió mientras él la devoraba. Dejó de sentir el frescor del aire acondicionado, el contacto con el taburete, el murmullo de las conversaciones en el bar. Incluso se olvidó del hombre al que estaba investigando. Nada consiguió penetrar la niebla de su mente, excepto Alec y lo que le estaba haciendo sentir.
Y vaya si sabía lo que hacía.
El beso pareció extenderse más y más hasta que por fin fue él quien se separó, soltándola poco a poco con un rosario de besos pequeños de despedida. Celia se quedó tan aturdida que fue él quien tuvo que quitarse sus manos de los hombros y colocárselas sobre el regazo.
Su primera reacción fue la de lamentar que aquello se hubiera acabado… una reacción que se vio seguida rápidamente por la vergüenza.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la besaron, y toda una eternidad desde la última vez que la habían besado así; y ella había respondido con un apetito voraz.
Cerró los ojos e intentó negar la verdad, pero no pudo. Suponía que la pesadilla que el que fue su prometido la había hecho vivir habría atemperado su naturaleza apasionada. Pero Alec, un hombre que no sentía absolutamente nada por ella, que disfrutaba insultándola e intentando imponerle su voluntad había obtenido una respuesta aun más fuerte de lo habitual en ella. ¿Cómo podía haberle besado así, perdiendo toda noción de tiempo, lugar y objetivo? ¿Qué diablos había sido de su orgullo?
Tardó unos minutos preciosos en recuperar la compostura, en ocultar la vergüenza que amenazaba con dejarla en ridículo. Y cuando lo consiguió, Alec la ayudaba ya a bajarse del taburete. Llevaba su bolso en una mano, había pagado su cuenta y la conducía hacia la puerta siempre detrás de ella, protegiendo su espalda en un gesto automático para él.
Todavía no había conseguido su objetivo. Hizo ademán de detenerse pero Alec la rodeó por la cintura. A través del fino tejido de su vestido, sentía el calor y la fuerza de su palma. Contuvo la respiración, sorprendida, e intentó soltarse, pero con ello solo consiguió colisionar contra el cuerpo de Alec y sentir toda su figura pegada a su espalda. Su erección, obvia y pujante, se rozó contra sus nalgas. Sintió una nueva ola de calor y apretó las piernas.
Alec se inclinó y rozó su oreja con los labios. Para los espectadores, parecía el juego que precede al amor. Para Celia no era más que una amenaza:
–No mires hacia atrás o te delatarás. Todos los hombres que hay en este bar, incluyendo a los que no cuentan, han dado por sentado que vas a pasar conmigo la noche. Ese era tu objetivo, y de momento, es precisamente lo que te mantiene a salvo –rozó su sien con los labios en un gesto de extraña ternura y añadió–: a salvo de ellos.
Lo que quería decir que aún iba a tener que aclarar las cosas con Alec, lo que le resultaba mucho más peligroso que lo que había tenido que hacer en el bar.
Pero sabía que tenía razón. Ya no iba a poder hacer otra cosa aquella noche. Podría volver al día siguiente y cabía la esperanza de que su presa se hubiera animado por el comportamiento de Alec. Jacobs, el villano rubio y de ojos azules a quien había estado intentando conocer, la consideraría una mujer sola y en busca de compañía, una presa fácil.
Aquel hombre se acercaba a las mujeres con la excusa de pedirles que posaran como modelos para él. Algunas de sus fotos incluso aparecían en alguna que otra revista de segunda fila. Pero eso no era lo que quería en realidad, y eso era lo que ella iba a demostrar. Confiaba en resultar una presa lo bastante apetecible para llamar su atención, y junto con la conversación que había mantenido con el camarero, esperaba haber preparado un cebo que no pudiera resistirse a probar.
Cazar a Jacobs, revelar su verdadera naturaleza y poder entregárselo a las autoridades le proporcionaría el más absoluto de los placeres, pero su prioridad en aquel momento era salvar a una mujer en particular: Hannah. No podía olvidarse de ella.
Mientras Alec la acompañaba a su furgoneta, pensó en lo que debía decirle. El aire de aquella noche de mediados de julio era cálido y húmedo, y sintió que se le humedecía la piel. Alec seguía caminando detrás de ella, sin dejar de empujarla suavemente hacia delante, y deseó escapar. Alec Sharpe, el mejor agente de su hermano, la había besado hasta dejarla casi sin sentido.
–Puedo volver a mi casa yo solita.
–Sé que no has venido en coche, y no puedo permitir que te quedes aquí esperando al autobús o a un taxi.
Ella hizo una mueca de fastidio.
–Oye, tú no tienes nada que permitirme o dejar de permitirme.
Él volvió a mirarla de arriba abajo antes de contestar:
–¿Quieres que nos apostemos algo a que sí?
Libraron una batalla silenciosa durante unos segundos, pero Celia sabía que no podía montar una escena estando tan cerca del bar. Alguien podía verlos.
Tomando su silencio por aquiescencia, Alec abrió la puerta de la furgoneta, levantó a Celia por la cintura y la acomodó en el asiento. A continuación, le dejó el bolso en el regazo, cerró la puerta, rodeó el vehículo y se colocó tras el volante.
Desde el mismo día en que lo conoció, supo que iba a traerle complicaciones. No importaba que Dane, su hermano, confiase en Alec más que en cualquier otro de los hombres que conocía. No importaba que Angel, su cuñada, le eligiese siempre como canguro de su hijo. Tampoco importaba que siempre llevase a buen término su trabajo y que hubiese sido capaz de recibir una bala por ella.
Lo verdaderamente importante era que se trataba de un hombre letal para sus sentidos. La había besado y a ella le había gustado, cuando en realidad su único propósito había sido sacarla del bar sin llamar la atención. Aquel beso había sido un mero instrumento para conseguir un fin, del mismo modo que su prometido había utilizado el sexo para coaccionarla. Y lo había conseguido.
Así que no podía llegar a tener nada con él. De ninguna manera. Durante año y medio había conseguido mantener a raya su naturaleza apasionada, y quería seguir así. En cuanto llegase a casa, iba a llamar a Dane para obligarle a intervenir en aquella situación. No le hacía gracia utilizar su parentesco con el jefe para conseguir favores, pero aquello pasaba ya de castaño oscuro.
–Abróchate el cinturón.
Alec había deseado de verdad cumplir la amenaza tan poco sutil que le había hecho en el bar. Al encontrársela en aquel bar haciéndose pasar por una chica fácil, habría dado casi cualquier cosa por poder colocarla sobre sus rodillas y darle unos buenos azotes en el trasero. Pero bien pensado, si alguna vez llegaba a tener a Celia Carter en esa postura, el castigo sería lo último que se le pasase por la imaginación. Jamás le haría daño, pero el resto de posibilidades… las cosas que deseaba hacer con ella eran numerosas, e imaginárselas le estaba volviendo loco.
Sobre todo porque Celia parecía haberle sacado el gustillo a decirle a todo que no, y a resultas de ello, estaba viviendo en un estado de permanente frustración.
Desde que alcanzó la madurez, los hombres solían evitar las confrontaciones con él, pero Celia no. Siempre le plantaba cara, aunque siempre también con un trasfondo de temor en sus ojos azules, y que fuese capaz de enfrentarse a él a pesar de ese temor indicaba que tenía valor, un rasgo de carácter que él admiraba. De hecho, admiraba muchas cosas en Celia desde el día que la conoció, pero entre ellas no se encontraba ese deseo impetuoso de aventura que ya la había puesto en peligro en varias ocasiones desde que se incorporó a la empresa de su hermano.
Dejar la empresa familiar por trabajar para Dane era una decisión que no podía comprender. Sí, su novio había resultado ser un bastardo. ¿Y qué? Los hay a montones pululando por el mundo y no por ello podía culparse a sí misma por no haberse dado cuenta. De hecho, mientras era aún novio de Celia, Dane y él lo estaban investigando, intentando procesarle por numerosos crímenes, entre los que se encontraba nada menos que el del propio hermano de Dane y Celia.
Al final fue ella quien había destapado la caja de los horrores al pillar a Raymond apuntando a Dane y a Angel con un arma. Afortunadamente había podido reducirle golpeándole con el gato del coche, lo que la redimió a ojos de todos, menos a los de sí misma.
Sabía que Raymond la había herido profundamente al utilizarla como tapadera. Era el peor insulto que podía hacérsele a una mujer, y Celia se sentía fatal por haber creído en él; Alec se había preguntado en más de una ocasión qué demonios podía haber visto en un tipo como ese, un hombre que a él le había producido una repulsa instintiva desde siempre. Claro que había quedado bien demostrado que se trataba de un especialista en el engaño, que sabía muy bien lo que hacía.
No podía decirse lo mismo de Celia. Por mucho que ella se esforzase en aparentar lo contrario, seguía siendo tan inocente como un corderito.
¿Por qué demonios se empeñaría en andar por ahí jugándose el cuello?
Aquel pensamiento renovó su rabia.
–No vas a volver a ese bar, así que deja de maquinar –farfulló.
Celia se volvió hacia él.
–Voy a hablar con Dane. Tú no eres mi jefe, y quiero que dejes de actuar como si lo fueras.
Alec experimentó una profunda satisfacción. Con aquella mujer quería utilizar todas las ventajas que tuviera a su alcance.
–Te equivocas en una cosa –le advirtió.
Antes de que hablara, presintió su desconfianza. Tenía tal conexión con ella que era capaz de saber lo que estaba pensando, lo cual, por un lado, le molestaba bastante, pero por otro espoleaba su determinación de poseerla. Había un vínculo entre los dos que ella se empeñaba en negar, y él no estaba dispuesto a seguir permitiéndoselo. Cuando por fin la tuviera desnuda bajo el peso de su cuerpo, ya se ocuparía bien de que solo pudiera pensar en aceptarle y en el placer que los aguardaba a ambos.
–¿En qué?
Afortunadamente la oscuridad de la furgoneta ocultó su sonrisa, pero la satisfacción se percibió en su voz.
–Con el nuevo embarazo de Angel, Dane ha decidido que necesita unas vacaciones, así que ha alquilado una casa en el Caribe y va a llevarse a la familia allí durante un mes. En ese tiempo, yo estaré a cargo de todo –al mirarla por el rabillo del ojo vio su sorpresa, y decidió aclarar bien las cosas para que no hubiera malentendidos–. De modo que ahora soy yo su jefe, señorita Carter.
–De eso, nada.
–Me temo que así va a ser.
–¡No pienso aceptarlo!
–No tienes elección, Celia.
La vio apretar puños y dientes y deseó poder abrazarla y ofrecerle consuelo. Eran deseos que no había vuelto a tener desde hacía más de quince años, y que no le hacían la más mínima gracia. Pero proteger a Celia era algo que no podía evitar, algo que hacía por su propio bien.
–Escúchame con atención: si te pillo tan siquiera pensando en este caso, te despido. De ahora en adelante, seré yo quien te asigne el trabajo, y puedes estar segura de que para resolver tu próximo caso no vas a necesitar vestirte de fulana.
Concluyó la parrafada muy satisfecho, pero al aminorar la velocidad para tomar una curva, Celia se quitó el cinturón y abrió la puerta.
Alec pisó a fondo el freno maldiciendo entre dientes y sujetó el volante con fuerza. La furgoneta se detuvo, pero cuando Alec se volvía hacia Celia, ella ya se había bajado. Tanta era su rabia que al aterrizar con aquellos tacones tan altos, cayó al suelo, pero rápidamente se levantó. De no haber reaccionado tan rápidamente para parar la furgoneta, se podía haber partido la crisma.
Una pareja de mediana edad que iba dando un paseo de detuvo a mirar. Alec vio a Celia limpiarse el vestido, inclinar levemente la cabeza a la pareja y echar a andar, cojeando ligeramente.
Quitó la furgoneta de en medio de la calle, quitó las llaves del contacto y se bajó. Condenada mujer… Su hermano era un tipo inteligente, razonable, previsor. Jamás le había visto comportarse de modo impulsivo o descuidado. Siempre sabía lo que estaba haciendo y cómo iba a proceder. Los dos trabajaban a las mil maravillas juntos, siendo ambos prácticos, metódicos y sensatos. ¿De dónde demonios habría sacado Celia esa actitud tan alocada?
Alec la sujetó por un brazo, ella intentó soltarse y al no conseguirlo, intentó darle con el bolso, pero él lo esquivó.
–¡Haz el favor de calmarte!
–¡Suéltame, pedazo de imbécil!
Sus insultos solían hacerle sonreír, pero no ocurrió en aquella ocasión, ya que tenía algo que dejar muy claro.
–¿Quieres usar la cabeza, Celia, aunque sea solo por una vez? –le pidió, sujetándola por ambas manos.
–Eso es lo que estoy haciendo –replicó–. Voy a parar un taxi, y a partir de ese momento, no quiero saber absolutamente nada de ti. ¿De verdad has pensado que podías despedirme? ¡Mira cómo me río! ¡Ja! Dimito.
La pareja, que se había quedado encantada a contemplar el numerito, siguió rápidamente su camino al dedicarles Alec una de sus miradas más oscuras. Después, tiró de Celia hasta llevarla a la entrada de una tienda cerrada a aquellas horas, de modo que quedaran algo apartados de la vista de quien pudiera pasar por allí en una noche más negra que el ala de un murciélago. La luz de la farola no llegaba hasta ellos y la oscuridad los envolvía.
Alec se obligó a respirar profundamente unas cuantas veces. Lo de que no quería saber nada de él le había hecho daño. Mucho. No iba a permitir que le apartase de su lado.
–Te estás comportando de un modo irracional –dijo al fin, esforzándose al máximo por mantener la calma y ocultar la rabia. Nadie, ni hombre ni mujer, le había rechazado de ese modo, pero con Celia siempre había sido así. Suscitaba más emociones en él que cualquier otra persona. Podía ponerle furioso con una sola palabra, divertirle con una explosión de genio o excitarle hasta el dolor con una mirada. No le gustaba, pero es que simplemente no sabía cómo evitarlo y sentirse indefenso ante algo era la sensación que más detestaba del mundo.
–¿Es que no te das cuenta de que pueden hacerte daño? –le preguntó, sacudiéndola ligeramente por los hombros. Tenía que ganarse su atención, hacerle comprender que hablaba muy en serio–. ¿Te das cuenta de lo que podría haberte ocurrido la última vez si yo no me hubiera puesto en el camino de esa bala?
Celia bajó la mirada y Alec sintió un irreprimible deseo de besarla en lo alto de su melena rubia. Era tan suave por todas partes… el pelo, la piel, el olor. De pronto sintió una especie de contracción en el pecho y tuvo que respirar profundamente. Tenía que combatir el efecto que surtía en él, la necesidad de besarla, de comérsela vida y volvió a zarandearla.
–¿Celia?
–Eso fue un accidente –murmuró con la voz algo temblorosa–. Ese tipo estaba en libertad bajo fianza y me pareció que intentaba escapar, y pensé que sería fácil retenerle –lo miró casi a hurtadillas, y él tuvo que tragar saliva–. No pretendía que fueses tú quien resultara herido.
El contacto con sus hombros pasó de ser presión a caricia, y un calor lento empezó a arder en su vientre.
–Celia… es precisamente a eso a lo que me refiero, maldita sea. No sabes lo suficiente aún para meterte en casos tan peligrosos. A ese tipo lo habían pillado por un hurto, pero tenía contactos con tíos mucho más peligrosos, y fuiste a meterte entre ellos precisamente por seguirle sin cobertura. No esperaste a que un compañero fuese contigo, que era lo que debías hacer, y no llamaste a la policía cuando sabes que debías haberlo hecho.
Celia tragó saliva.
–¿Sigue… sigue doliéndote la pierna?
No era la pierna lo que le molestaba, pero pensó en mentir. Quizás así consiguiera apartarla del peligro, aunque lo dudaba. Era tan testaruda…
–No. Estoy bien.
–Nada puede contigo, ¿eh? –volvió a mirarlo–. Eres invencible.
Ojalá. Con ella se sentía tan indefenso como un bebé desnudo en mitad del bosque, pero le arrancarían la piel a tiras antes de conseguir hacérselo confesar.
–Solo quería demostrar que podía hacerlo –añadió en un susurro.
Hubiera podido estrangularla por tener una excusa tan mala.
–¿Por qué?
Celia inspiró profundamente y Alec no pudo evitar mirar el movimiento de sus pechos. No tenía ni idea de cómo lo había conseguido, ni de cómo funcionaba la ropa interior de las mujeres, pero sus pechos, más bien pequeños, parecían a punto de salirse de aquel condenado vestido. No podía apartar la mirada de ellos, cuando solía ser su trasero respingón lo que más le llamaba la atención de ella.
–No lo entenderías, Alec.
Seguramente no, ya que se le había olvidado de qué diablos estaban hablando. Lo único que verdaderamente necesitaba hacer en aquel momento no era comprender nada, sino bajarle el escote del vestido y ver sus pezones. ¿Serían pálidos, o de ese otro color rosa oscuro? Casi podía saborearlos en su boca; incluso sentir su dureza. Su erección era tan fuerte que parecía capaz de hacer saltar la cremallera de los vaqueros. Cerró los ojos y tragó saliva intentando defenderse, pero solo consiguió que su imaginación se desbocase aún más.
–¿Alec?
Se obligó a mirarla y, con un solo dedo, le hizo levantar la cara empujándola por la barbilla.
–¿Qué es lo que yo no puedo entender, preciosa? Explícamelo.
Ella se humedeció los labios.
–Necesito marcar la diferencia. He hecho daño a muchas personas en mi vida, y he cometido errores imperdonables.
Aquella respuesta consiguió rebajar su lujuria y le obligó a concentrarse en sus palabras. Pensó en intentar explicarle lo equivocada que estaba, pero decidió dejarla hablar. Ya habría tiempo para eso.
–Estuve a punto de perder a Dane, y perdí a Derek porque fui lo bastante imbécil como para no darme cuenta de qué clase de monstruo era Raymond. Toda mi familia ha sufrido por mi culpa. Personas inocentes, Alec, y la única forma de poder seguir viviendo con mi conciencia a cuestas es si sé que estoy ayudando a la gente.
Alec le acarició suavemente la mejilla y le apartó un mechón de pelo de la cara.
–Comprometerte con Raymond fue un error, pero todos cometemos errores. Y el pasado no puede cambiarse.
–Pero sí puedo intentar compensarlo.
–¿Compensárselo? ¿A quién? Dane sabía bien en lo que se estaba metiendo, y no habrías podido ayudar a Derek aunque lo hubieras sabido. Ni siquiera conocías a Raymond cuando tu hermano murió.
Había sido una situación horrible, y Alec comprendía que aún no hubiera sido capaz de asimilarla. Ella no había sido más que un instrumento que Raymond había utilizado para llevar a cabo su macabro plan, pero de los supervivientes, ella había sido la más marcada. Raymond había empezado con espionaje industrial, pero rápidamente había pasado a delitos más graves, tanto que le había costado un verdadero triunfo dejárselo a las autoridades. Habría acabado con él sin un ápice de remordimiento.
Celia apartó la mirada.
–Tengo la sensación de haberlos traicionado a todos.
Sintió como si un puño de hierro le estrujase el corazón, y estaba tan poco acostumbrado a sentir esa clase de dolor que se quedó sin respiración.
–Celia –susurró, y tiró suavemente de ella para abrazarla–, sabes perfectamente que eso es una tontería. Dane te quiere, y por supuesto no te culpa de lo ocurrido. Y Angel te adora. Eres su mejor amiga, y una especie de hada madrina para Grayson.
Ella apoyó la frente en su pecho.
–No puedo creer que me haya perdonado. Fue culpa mía que Raymond llegase a amenazarla –se echó hacia atrás para mirarlo y su vientre se rozó con el de él–. Podría haber resultado herida…
–Calla –apoyó un dedo en sus labios, refrenando el deseo de volver a saborearla. Aquel primer beso le había excitado sobremanera, y tenerla tan cerca no le había permitido relajarse. Su sabor era como el de las cerezas recién recolectadas, y ahora que su carmín había desaparecido, la encontraba aún más irresistible–. Tú no eres responsable de los actos de Raymond, Celia. Y la verdad es que salvaste a Angel al aparecer tan oportunamente y sacudir a ese cerdo con el gato del coche.
Alec sonrió y ella esbozó una mínima sonrisa a cambio.
–Digas lo que digas, sé que parte de la responsabilidad es mía, y me… repugna tanto saber que estuve comprometida con ese animal, pensar que incluso podría llegar a haberme casado con él, recordar que incluso me acosté con él…
Alec se quedó inmóvil. No quería que esa imagen se dibujara en su cabeza; solo pensarlo le ponía enfermo. La soltó y dio un paso hacia atrás para distanciarse de ella física y mentalmente. No le importaba con quién hubiese llegado a acostarse, siempre que lo hiciese también con él. Pero las cosas no eran tan fáciles.
–Nada de todo eso va a cambiar porque te hagas matar –contestó, acercándose de nuevo a ella, decidido a intimidarla–. ¿Crees que Dane se merecería algo así, después de que por fin ha conseguido encontrar la felicidad con Angel y el niño?
Celia se abrazó.
–He aprendido la lección. A partir de ahora, extremaré las precauciones, pero es que, al saber de este caso, supe que tenía que intervenir.
–¡Maldita sea! –explotó, pero la conocía lo suficiente como para saber que aquella mirada suya significaba que las posibilidades de hacerla cambiar de opinión eran mínimas.
–Tú lo rechazaste sin tan siquiera darle una razón a la señora Barrington –replicó ella–. ¿Crees que piensa que su hija está metida en una red de prostitución? Hannah pensó que iba a entrar en una agencia de modelos, pero…
–No sigas, Celia –la cortó–. Leí el expediente del caso y me he entrevistado personalmente con la señora Barrington. Su hija no es más que una mocosa malcriada que ha abandonado una familia que la quiere por ir tras las luces de la fama. Esa misma historia ya la he oído más veces. Hannah quiere ser famosa y hará lo que le pidan para alcanzar su sueño. Lo que ocurre es que la señora Barrington no puede creer que su hija sea capaz de caer tan bajo. No hay nadie a quien salvar, y a Hannah no va a hacerle la más mínima gracia que alguien se entrometa en su vida.
–No puedo creer que ni siquiera estés dispuesto a hacer una pequeña investigación preliminar.
–Acabo de decirte que ya la he hecho –tomó su mano–. Confía en mí. Sé más de todo esto de lo que tú sabrás nunca, y tengo mucha más experiencia.
–¿Qué quieres decir?
Alec se pasó la mano por el pelo, frustrado. No podía contarle hasta qué punto tenía experiencia en situaciones como aquella. Recordar esa parte del pasado le hacía mucho mal.
–Has malgastado el tiempo viniendo aquí –le dijo con deliberada frialdad–. Vámonos. Pasaremos por la habitación que has alquilado para que recojas tus cosas y nos iremos a casa. No tienes por qué pasar una noche más allí.
Estaban casi a medio camino de la furgoneta cuando ella se detuvo en seco.
–No voy a irme contigo, Alec.
Estaba agotando su paciencia y se dio la vuelta de modo que su nariz quedó casi pegando a la de ella.
–Sí vas a venir conmigo, aunque tenga que llevarte atada y amordazada. Voy a llevarte a casa ahora mismo.
Celia casi temblaba de ira.
–Está bien: me voy contigo, pero no pienso renunciar a este caso.
–Entonces, sigues despedida.
–Dimito –le corrigió, y subió a la furgoneta sin mirarlo.
Alec se apoyó en el marco de la puerta y se acercó a ella intentando intimidarla.
–Cuando le diga a la señora Barrington que ya no trabajas para la agencia, ¿crees que va a querer seguir pagándote los gastos?
Celia estaba demasiado enfadada para acobardarse por su representación.
–Bien. Hazlo y trabajaré gratis –replicó, dándole en el pecho con un dedo de perfecta manicura–. De un modo o de otro, voy a averiguar lo que está pasando con Hannah Barrington. Quiero saber si las sospechas de su madre son ciertas. Quiero ayudar a esa chica y tú no puedes hacer absolutamente nada para impedírmelo.
Alec cerró con un portazo, temiendo estrangularla si seguía un segundo más tan cerca de ella. Aquella mujer era capaz de sacarle de sus casillas. Ningún otro ser humano, hombre o mujer, parecía disfrutar tanto provocándole. Es más, a la mayoría de la gente le daría miedo tan siquiera intentarlo. No es que él intimidara deliberadamente a los demás, pero se había acostumbrado a surtir ese efecto.
Menuda situación: sabía que lo que debía hacer era mantenerse alejado de ella, pero al mismo tiempo sabía también que era incapaz de hacerlo. Desde el mismo día en que la conoció, se había dado cuenta de que Celia Carter iba a ser un verdadero problema para él, y ya tenía la bala para demostrarlo.
Fueron hasta el motel de Celia en absoluto silencio, pero poco a poco, gracias a la oscuridad de la noche y a la brisa fresca que entraba por las ventanillas, Celia fue dejando de estar enfadada con Alec. Al fin y al cabo, él era así. La arrogancia parecía formar parte innata de su naturaleza y, por encima de todo, tenía que aceptar que era la preocupación por ella lo que le empujaba a actuar así. Preocupación por ella. Era uno de esos hombres increíbles con el que cualquiera que fuese más pequeño o más débil que ellos tenía garantizada su protección. Y casi todo el mundo era más pequeño y más débil que él. No es que por ello fuese a permitir que la manejara, pero lo menos que podía hacer era intentar comprender por qué.
Lo que de verdad la había mantenido en silencio durante aquel rato era la forma en que se había separado de ella tras mencionar que se había acostado con Raymond. Era evidente que la verdad de lo que había hecho, de lo que le había permitido hacer a Raymond, le repugnaba también a él, y no podía culparle por ello. Era lógico que su error de juicio le horrorizara.
La parte positiva de aquel silencio era el tiempo del que había dispuesto para pensar, gracias a lo cual había llegado a varias conclusiones. No le hacía ninguna gracia, pero no tenía más remedio que enfrentarse a la verdad: necesitaba la ayuda de Alec.
Un suspiro inició la conversación.
–¿Piensas estar de morros toda la noche?
–Pues sí.
Imaginarse a un hombre tan grande como él físicamente de morros le hizo sonreír, y dijera lo que dijese, estaba más relajado. El aura que, como una nube de peligro, parecía estar siempre flotando a su alrededor, se había disipado. Ya no se aferraba al volante como si fuera una tabla de salvación en un naufragio, y tampoco llevaba los dientes apretados.
Celia sonrió, esperando animarle a cambiar de ánimo.
–Tengo una pregunta que hacerte que queda un poco fuera de contexto.
Él la miró con cierta desconfianza antes de encogerse de hombros.
–Dispara.
–¿Cómo has sabido dónde estaba? No he utilizado mi coche deliberadamente para que se quedara aparcado delante de mi casa y que diera la impresión de que no había salido.
Lo que no mencionó fue que a quien principalmente pretendía eludir era a él. Pero como siempre, Alec iba un paso por delante de ella.
Detuvo la furgoneta en el aparcamiento del motel en el que se hospedaba, y Celia movió la cabeza sorprendida.
–¿Y cómo sabías que me hospedaba aquí?
Él hizo un mohín de impaciencia al parar el motor.
–Soy investigador. Saber cosas es mi trabajo.
Se giró en su asiento para mirarla, estirando un brazo por encima del respaldo del asiento de Celia, casi tocándola. La oscuridad de la cabina los envolvía, disipada solo a veces por las luces de los vehículos que pasaban. Su olor parecía impregnarlo todo, lo mismo que el calor de su cuerpo. El tatuaje de su brazo le quedaba tan cerca que no tuvo más remedio que mirarlo. Ya lo había hecho muchas veces antes y siempre había quedado intrigada por su significado. Un hombre como Alec no se tatuaba el brazo con un corazón atravesado por una flecha sin una razón contundente, pero no tenía el valor suficiente para preguntárselo.
–Sí, pero ¿cómo lo supiste? –le preguntó, volviendo a la pregunta original, y antes de que pudiera contestar, añadió–: y no te atrevas a mentirme, Alec.
Él se enrolló un mechón de su pelo en torno al dedo, lo que a ella le llenó el estómago de mariposas, antes de encogerse de hombros.
–Entrando en tu casa.
Celia se quedó con la boca abierta, y se defendió de su agobiante proximidad con la rabia.
–¿Que has hecho qué?
Alec soltó su pelo y se bajó del coche. Celia hizo lo mismo, y se plantó delante de él con los brazos en jarras.
–¿Que has entrado en mi casa sin mi permiso? –insistió, impregnando de ultraje sus palabras.
Pero él no contestó y echó a andar, con Celia pegada a su espalda.
–No he causado ningún destrozo –lo dijo como si esa debiera ser su única preocupación, como si la invasión de su intimidad no tuviese importancia–. Por cierto, necesitarías instalar una alarma. Ya me ocuparé yo de ello cuando volvamos.
Celia se colgó el bolso del hombro y hundió los dedos en la cinturilla de los vaqueros de Alec para detenerle antes de que subiera las escaleras exteriores del segundo piso, en el que se encontraba su habitación. Clavó los pies en el suelo, pero él la arrastró.
–Maldita sea, Alec, ¿quieres esperar un momento?
–Podemos hablar en tu habitación mientras haces las maletas.
Celia se tropezó en los peldaños y él la sujetó para que no perdiese el equilibrio con aquellos tacones tan altos.
–¿Te has hecho daños antes al saltar de la furgoneta?
–No.
Apenas se había torcido un poco el tobillo, y ya que él se había llevado el impacto de una bala en el muslo, no iba a quejarse por algo así.
–Bien –contestó, y siguió caminando.
Celia estaba furiosa. No tenía la más mínima intención de hacer el equipaje. Es más, confiaba en ser capaz de convencer a Alec de que se quedara a ayudarla. Él y Dane se pasaban la vida siguiendo corazonadas que no podían explicar; pues bien, ahora era ella quien tenía una tremendamente fuerte que la empujaba a creer que Hannah Barrington estaba metida en un buen lío y que ella era su única esperanza. No podía ni quería darle la espalda, pasara lo que pasase. Si abandonaba a una chica de veintiún años, no podría volver a mirarse en el espejo, pero sabía muy bien que sus posibilidades de ayudarla serían mayores si Alec aportaba su experiencia, lo mismo que también sabía que iba a ser difícil convencerle de ello.
Sobre todo si le estrangulaba antes.
Cuando llegaron frente a la puerta de su habitación, Alec se volvió para sacar de su bolso la llave. Celia sabía que sería absurdo resistirse. Estaba decidido a entrar y quizás así consiguiera convencerlo de que la ayudase. Aun así, apartó el bolso con un gesto áspero.
–Yo sacaré la llave. Espera un momento –la sacó y se la plantó en la palma de la mano–. No me puedo creer que hayas sido capaz de entrar así en mi casa. ¿Qué te parecería si yo hiciera lo mismo en la tuya?
Alec abrió la puerta y encendió la luz.
–Cuando quieras visitar mi casa, no tienes más que decirlo. La puerta siempre estará abierta para ti.
Celia masculló algo entre dientes, molesta por aquella nueva insinuación. Entonces la luz lo iluminó todo y, por primera vez, la expresión de Alec fue cómica en lugar de aterradora.
–¿Pero qué demonios…?
Celia miró por encima de su hombro e hizo una mueca de horror. Había olvidado el estado en que había dejado la habitación. La vieja alfombra del suelo apenas podía verse debajo del montón de cosas que había en el suelo. Alec se volvió enseguida a mirarla, arqueando una sola ceja.
–¿Qué diablos has estado haciendo aquí?
–Ejercicio –replicó, y su voz pareció una especie de graznido. Las metas personales que se había establecido para sí eran eso, personales, y no le hacía ninguna gracia que alguien, y mucho menos Alec, supiera de ellas.
Él parpadeó varias veces y volvió a mirar a su alrededor, tomándose su tiempo para examinar la colchoneta, las pesas de muñecas y tobillos, la barra de pesas, una cuerda para saltar y la barra fija para trabajar los pectorales. Por el momento, solo había conseguido asomar la barbilla por encima un par de veces, pero con esfuerzo e insistencia…
–¿Pero quién te crees que eres? ¿La chica de Terminator?
Celia enrojeció hasta la raíz del pelo y mientras él entraba, ella se quedó en la puerta.
–Solo intento ponerme en forma. Estaba poniéndome demasiado blanda.
Sus miradas se encontraron y se mantuvieron. Un instante más tarde, se acercó a ella y mientras con una mano cerraba la puerta, con la otra se apoyaba en la pared, dejándola a ella encerrada entre los dos brazos.
–Qué locura, Celia –le susurró al oído–. A mí me gustas tal y como estás.
Pensó en zafarse de él. Pensó en echar a correr. Pero su cuerpo tenía otras ideas.
Cuando rozó su boca con los labios fue como saborear la electricidad en estado puro. Celia dio un respingo y él aprovechó la oportunidad para hundir su lengua, y el gemido que ella le ofreció como respuesta le dijo más de lo que quería que supiera.
Le comió la boca a mordiscos grandes, suaves y lentos que le hicieron desear más, que la empujaron a perseguir su boca. Cómo besaba el condenado…
–Alec, yo…
–Shh…
Y siguió besándola hasta que sintió que le rodeaba el cuello con los brazos y que sus cuerpos se fusionaban. Tenía unos músculos tan increíblemente duros y sólidos… le encantaba sentir que se le alteraba la respiración, que las manos le temblaban y que sus caderas empujaban rítmicamente contra ella y en el lugar donde precisamente más necesitaba esa presión…
–No quiero hacerlo –susurró cuando él descendió a su cuello, pero no habría podido identificar aquellas palabras como propias. Hacía mucho que no la acariciaban de esa manera, y le deseaba tanto, su cuerpo respondía con tanta rapidez que…
–Sí que quieres –masculló Alec.
«Sí que quiero».
Bajó una de las hombreras de su vestido cubriendo el camino que dejaba al descubierto con besos húmedos y calientes, hasta llegar al inicio de sus pechos. Sintió primero el aire fresco y después el calor de su palma al introducirla bajo su sujetador. Los dos gimieron.
La frente de Alec tocó la suya y lo vio cerrar los ojos mientras la acariciaba y aprendía sus formas. Temblaba ligeramente y su corazón latía con tanta rapidez como el suyo.
–Celia…
Siguió acariciándola pero su tono de voz sonó casi angustiado, como si le costase un tremendo esfuerzo mantener el control.
Las lágrimas empezaron a cercarle los ojos. El cuerpo le pedía a gritos que dijese que sí, que se rindiera. Solo con cómo le acariciaba los pezones la había puesto al borde del clímax. Se sentía vacía y hambrienta, toda su energía vibrándole en la piel.
Y precisamente era eso lo que más la enervaba.
¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué demonios era tan fácil? Quería poder seguir siempre los dictados de su inteligencia, de su raciocinio y de su orgullo, y no por una pasión animal como aquella. Alec había dejado bien claro que la consideraba incompetente y que no quería tener una relación duradera con ella, sino solo practicar el sexo. Y a su cuerpo no parecía importarle.
El sollozo la pilló desprevenida, lo que la avergonzó aún más. Alec se quedó inmóvil un instante y después la abrazó con fuerza. Celia no quería llorar en su hombro pero, como siempre, él no la dejaba elegir.
Intentó soltarse, pero él no se lo permitió.
–Tranquila, Celia. No pasa nada –le susurró, apretando su cabeza contra su hombro. Sabía que las lágrimas le estaban mojando la piel mientras él le acariciaba la espalda arriba y abajo, consolándola, reconfortándola, llenándola con una inconmensurable sensación de culpa por haber permitido que las cosas llegasen tan lejos.
Tras medio minuto de intentar resistirse a lo inevitable, se aferró a él.
Simplemente se sentía tan a gusto siendo consolada en sus brazos, que los sollozos, aunque humillantes, le hicieron bien.
–No quiero desearte, maldita sea –murmuró entre hipidos.
Él apoyó la mejilla en su cabeza.
–De eso ya me había dado cuenta.
No tenía muchas opciones para moverse, pero consiguió estrellar un puño en su pecho.
–No a… a ti –balbució–. A nadie.
Su mano dejó de moverse un solo instante para después reanudar el masaje.
–¿Quieres contarme por qué?
–No.
–Celia –intentó verle la cara, pero ella se apretó contra su pecho para impedírselo. Sabía que tendría el maquillaje hecho churretes por toda la cara, y aún no había terminado de llorar–. Mira, Celia, tengo una erección que podría matar, y no creo que vaya a pasarse hasta dentro de un buen rato. ¿No crees que sería un bonito detalle por tu parte que me explicases qué ocurre? Me gustaría comprenderlo, de verdad.
Ella negó con la cabeza.
–Sé que me deseabas –intentó verla de nuevo, pero ella volvió a resistirse–. Lo que quiero decir es que, tal y como te movías contra mí, y teniendo los pezones duros como…
Ella asintió con un gemido.
–Entonces, ¿por qué no, cielo? Los dos somos adultos, y yo no voy a hacerte daño, si es a eso a lo que tienes miedo.
–Yo no te tengo miedo –replicó, indignada.
–Sí que lo tienes –contestó, con una sonrisa en la voz.
–Bueno… a veces –sorbió por la nariz una vez más y se secó los ojos en su camiseta todavía sin permitir que él la viera–. Tú intentas que te tenga miedo.
–No.
–Sí. Pretendes que te tenga miedo todo el mundo.
Alec hundió los dedos en su pelo y frotó suavemente su cabeza. Seguía estando excitada, pero al mismo tiempo se sentía como somnolienta, agotada y protegida. No había llorado demasiado desde que supo que su prometido estaba dispuesto a utilizarla a ella y a su familia para enriquecerse a costa de ellos. No se había permitido ese lujo. Pero aquel llanto le había sentado bien. Inspiró profundamente y dejó de hipar.