Seducción latina - Michelle Reid - E-Book

Seducción latina E-Book

Michelle Reid

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Beschreibung

eLit 363 Giancarlo Cardinale estaba decidido a vengarse. Creía que Natalia Deyton se había acostado con el marido de su hermana, y su sangre siciliana le exigía que la sedujera para conseguir venganza. El problema era que Giancarlo no estaba preparado para hacer frente a la inocencia de Natalia... o a su seductora belleza. Aunque era consciente de que se estaba enamorando por primera vez en su vida, para él la familia era lo primero, así que no tenía otra elección más que seguir adelante con su plan.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2001 Michelle Reid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción latina, n.º 363- noviembre 2022

Título original: A Sicilian Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-061-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GIANCARLO Cardinale llegó a la puerta del salón de ejecutivos y descubrió con sorpresa que allí estaba teniendo lugar algún acontecimiento. Sobre la mesa se encontraban los restos de un lujoso almuerzo entre botellas de vino vacías y, sentadas o de pie, unas veinte personas charlaban en grupos mientras tomaban champán.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó al hombre que tenía más cerca.

—Hemos terminado una reunión con nuestros mejores clientes —contestó Howard Fiske—. Y Edward debería estar aquí.

Era cierto. Edward Knight debería haber estado presente en tan importante evento, pero que además el co-presidente del consejo de administración apareciera de forma inesperada parecía molestar mucho a Howard.

Giancarlo no dijo nada, pero entendía el enfado del hombre. Sabía muy bien que Edward era un irresponsable. De hecho, su irresponsabilidad era la razón por la que él estaba en Londres. Tenía que resolver aquello de una vez por todas y, cuanto antes lo hiciera, mejor para todos. Solo necesitaba respuesta a una pregunta antes de solucionar el problema.

¿Quién era ella?

Giancarlo miró a los asistentes, que aún no se habían percatado de su presencia, reunidos en el ultra moderno salón de ejecutivos cuya nueva decoración minimalista le había costado una fortuna. Todo para intentar que la empresa Knight saliera de la crisis en la que estaba sumida.

Pero no era tan fácil modernizar a la gente, observó, al ver los mismos cuellos almidonados, los mismos trajes y las mismas caras grises que mantenían la cuenta de beneficios de la empresa bajo mínimos.

Giancarlo apretó los dientes, irritado. Edward le había prometido hacer una reestructuración de personal para que Knight pudiera formar parte del grupo de empresas Cardinale. De hecho, Giancarlo había insistido en ello antes de firmar el acuerdo. Edward era su cuñado, pero el grupo Cardinale no se dedicaba a hacer obras de caridad, todo lo contrario; buscaba beneficios en cualquier fusión empresarial.

Edward lo sabía y había aceptado todas sus condiciones. Pero, además de la nueva decoración de las oficinas, ¿dónde estaba el dinero que le había sido transferido durante los últimos meses? Porque aquellas caras grises seguían siendo las mismas.

Por eso, Giancarlo no tuvo ningún problema en localizar a su presa, ya que era la única persona que respondía a la descripción que le había dado su informador: una joven pelirroja con capacidad para distraer a cualquier hombre.

Si aquella era Natalia Deyton, Edward tenía buen gusto para las mujeres, pensó Giancarlo observando a la joven moverse entre los hombres como una auténtica profesional.

¿Profesional de qué?, se preguntó cínicamente a sí mismo, mientras observaba el delicado perfil y la cara de bobo que ponía el joven con el que estaba hablando. En su contrato decía que era la ayudante personal del director general de Knight, pero con una cara y un cuerpo como el suyo, no sería una sorpresa que para Edward fuera mucho más «personal» que eso.

Giancarlo se sintió furioso al ver cómo bromeaba descaradamente con el joven, poniéndolo nervioso y dejando claro que estaba abierta a cualquier sugerencia. El pobre chico no sabía qué hacer con las manos.

Menuda fresca…

Una fresca muy bien hecha, pensó cuando pudo ver la razón para que el joven estuviera tan nervioso. Y para que se sonrojara cualquiera. Tenía unos pechos de escándalo y llevaba un vestido tan escotado que era una provocación.

Era lógico que los hombres se tiraran del cuello de la camisa nada más verla. Y era lógico que Edward no pudiera quitarle las manos de encima, pensó Giancarlo que, a pesar de su enfado, tuvo que hacer un esfuerzo muscular para que no se notara su evidente y repentina erección.

—Dio —murmuró, cuando la joven se volvió y lo miró directamente, como si hubiera notado que era el objeto de su atención.

¡Qué ojos! Nunca había unos ojos como aquellos. Eran azules, de un azul brumoso, profundo, que lo hizo preguntarse cómo serían cuando estuviera debajo de un hombre, sintiendo un orgasmo.

¿Lo haría Edward? ¿Sería lo suficientemente hombre como para hacer perder la cabeza a aquella mujer? La hermana de Giancarlo decía que no. De hecho, su hermana, en un desconcertantemente ataque de sinceridad, le había contado que su marido no lograba satisfacerla. Pero aquello era diferente. La mujer que estaba frente a él podría hacer que un moribundo se excitara.

Mirando aquellos ojos azules, una extraña emoción hizo que Giancarlo se sintiera sobrecogido. Era una emoción primitiva, salvaje, una emoción posesiva que le hacía desear que Edward no supiera cómo era Natalia Deyton en la cama. No quería que ningún otro hombre supiera eso. Y en ese instante de locura, supo que quería hacerla suya y solo suya…

 

 

Natalia se sobresaltó al notar la ardiente mirada del extraño.

En toda su vida, nadie la había mirado de aquella forma. Los hombres la miraban con deseo, a eso estaba acostumbrada. Estaría mintiendo si negara el efecto que ejercía en el sexo opuesto.

Pero lo de aquel hombre era completamente diferente. Era una mirada incendiaria, posesiva; como si se hubiera metido debajo de su piel.

Sorprendida y afectada, apartó los ojos. Pero era demasiado tarde. Aunque intentaba concentrarse en la conversación, le resultaba imposible. Solo lo había visto durante un segundo, pero en su retina había quedado impresa la imagen de un hombre alto y moreno, de piel bronceada y ojos oscuros que, aun sin mirarlos, habían sido como una invasión.

¿Quién era aquel hombre? ¿Qué hacía allí, mirándola de esa forma?

Era casi imposible no volverse para mirarlo de nuevo, solo para comprobar que era real y que el champán no la estaba haciendo sufrir alucinaciones.

Fue un alivio percatarse de que Howard Fiske había reclamado su atención. Pero el extraño poder de aquel hombre la turbaba. El poderoso físico, los rasgos mediterráneos y el traje de diseño italiano le daban un atractivo sexual incomparable. Era un atractivo abrumador, amenazante, letal.

Natalia volvió a apartar la mirada, sorprendida por sus lujuriosos pensamientos.

—¿Te encuentras bien? —escuchó decir a una voz que parecía llegar de muy lejos.

—Sí —contestó ella, con un hilo de voz—. Pero creo que el champán está empezando a afectarme. Nunca me ha gustado beber durante el día. Si tomo otra copa, acabaré roncando sobre mi escritorio.

—No creo que tú ronques.

Era un alivio hablar con el serio Ian Gant porque su adolescente atracción por ella era fácil de eludir.

—Háblame de tu prometida. Creo que te casas dentro de una semana, ¿no?

El chico entendió la indirecta y se puso colorado. En ese momento, Randall Taylor, su futuro suegro, se acercó a ellos.

Después de eso, Natalia pudo olvidarse un poco del extraño mientras se concentraba en la conversación. Que era, en parte, un trabajo de relaciones públicas porque la empresa Taylor-Gant había amenazado con irse a la competencia si Knight no mejoraba sus servicios.

Una terrible pérdida, considerando los años que la empresa Taylor-Gant llevaba contratando los servicios de marketing que ofrecía Edward.

Alguien le dio un golpecito en el hombro en ese momento y Natalia se volvió con una sonrisa, como siempre dispuesta a atender a quien necesitara su atención.

Pero la sonrisa desapareció cuando vio a Howard Fiske. Aquel hombre de ojos fríos, lengua viperina y una agresividad que a ella siempre le había resultado insoportable, la tomó del brazo, apretándola con más fuerza de la que era necesaria.

—Hay alguien que quiere hablar contigo —le dijo, mirando su escote de una forma tan descarada que Natalia tuvo que apretar los dientes—. En el despacho de Edward. Ahora mismo.

Edward, la palabra mágica.

—¿Ha llegado ya? —preguntó, tan aliviada que no pudo disimular.

Llevaba toda la mañana preocupada al comprobar que no llegaba a la reunión. No era la primera vez que lo hacía, pero aquel día en particular su presencia era más que necesaria en la reunión con Taylor y Gant. Pero últimamente, Edward no era el mismo de siempre. Tenía problemas, muchos problemas, y no sabía qué hacer con su vida.

—Ve al despacho ahora mismo —le ordenó Howard. Cuando la soltaba, rozó su pecho con los dedos y Natalia estaba segura de que lo había hecho deliberadamente.

Le hubiera gustado abofetearlo, pero en los seis meses que llevaba en la empresa había descubierto que Howard Fiske disfrutaba con las confrontaciones.

Para no darle gusto, Natalia asintió y se alejó sin decir nada.

—Esa chica es una joya —murmuró Randall Taylor.

«No estarías diciendo eso si se acostara con tu futuro yerno», pensó Howard, con una sonrisa que escondía su desprecio por la «ayudante personal» de Edward Knight.

De repente, se sintió feliz. Natalia Deyton estaba a punto de recibir lo que se merecía… o Giancarlo Cardinale no era el hombre que todos decían que era.

 

 

Natalia, por otro lado, estaba demasiado ocupada pensando en Edward como para preocuparse de otra cosa mientras se dirigía al despacho.

La puerta estaba cerrada, pero eso no la detuvo. Inmediatamente después de llamar, entró sin esperar respuesta.

—Edward, estoy muy enfadada contigo —empezó a decir—. ¿Dónde has estado…?

—No soy Edward —dijo una voz masculina, ronca y profunda, con un ligerísimo acento.

Natalia se quedó paralizada al ver al extraño del salón de ejecutivos sentado tranquilamente en la silla de Edward, como si estuviera en su propio despacho.

Incluso se había quitado la chaqueta, que estaba colgada detrás del sillón. La inmaculada camisa blanca acentuaba la anchura de sus hombros, dándole un aire tan poderoso que Natalia volvió a experimentar la misma extraña sensación de antes, una sensación como de que se ahogaba.

Era horrible, era una sensación angustiosa porque no entendía qué le pasaba. No entendía el ahogo, ni el hecho de que un completo extraño estuviera sentado en el despacho de Edward como si le perteneciera. Y menos aún entendía que aquel hombre la mirase descaradamente de arriba abajo, como si estuviera en un escaparate.

—¿Quién es usted? ¿Qué derecho tiene a estar aquí?

Él ni siquiera se molestó en contestar. Se limitó a seguir mirándola despacio, de la cabeza a los pies. Era como ser desnudada completamente por un rayo láser, pensó, nerviosa.

—Le he hecho una pregunta.

—En realidad, ha hecho dos —dijo el hombre entonces, con una voz tan masculina y profunda que su estómago se encogió.

Era una reacción sensual, se dio cuenta Natalia, confusa. ¿Qué le estaba pasando? ¿Quién era aquel hombre y por qué la hacía sentir de aquel modo?

Lo hacía deliberadamente, además. Estaba desconcertada, pero al menos se daba cuenta de que aquel hombre había calculado su reacción.

—Voy a llamar a Seguridad —anunció Natalia, volviéndose hacia la puerta.

—Tres preguntas, si incluimos la que creía estar haciéndole a Edward cuando entró —dijo él entonces, tranquilamente.

La mención del nombre de Edward hizo que Natalia se quedara inmóvil. Lo había visto hablando con Howard y unos minutos después, estaba sentado en el despacho del director general de Knight. Y se había quitado la chaqueta, lo cual indicaba que pensaba quedarse un rato. La chaqueta del traje italiano, que iba tan bien con su rico acento italiano.

Cuando por fin comprendió quién era, Natalia lo miró, sorprendida.

—Giancarlo Cardinale.

—Muy lista —sonrió él—. Siéntese, señorita Deyton. Tenemos que hablar y será mejor que se ponga cómoda.

Después de haber confirmado su identidad, Natalia no tenía intención de moverse de la puerta hasta que hubiera contestado a sus preguntas.

—¿Dónde está Edward? ¿Se encuentra bien, está enfermo? —preguntó, angustiada.

La furia que vio en los ojos oscuros la tomó completamente por sorpresa.

—Edward nunca está enfermo, como usted sabe muy bien.

A ella no le hizo ninguna gracia su tono. Era insultante, como lo era el cinismo que veía en sus ojos.

¿Qué había dado lugar a aquel cambio de actitud? ¿Y dónde estaba Edward? La pregunta hizo que sintiera un escalofrío.

—Su esposa, entonces. ¿Su hermana se ha puesto enferma?

Giancarlo Cardinale se convirtió entonces en un bloque de hielo.

—Para ser una simple secretaria, hace usted muchas preguntas.

—No soy una simple secretaria —replicó ella.

—Entonces, ¿qué es?

Natalia se irguió, intentando controlar su indignación. Él no podía saber nada… Recelosa, estudió su rostro. Allí estaba pasando algo muy raro y no sabía bien qué era.

¿Se habría enterado de su relación con Edward…?

 

 

Observando las emociones que cruzaban el rostro femenino, Giancarlo sonrió, satisfecho, sabiendo que la había colocado en una posición incómoda.

¿Y cómo no iba a estar incómoda, incluso asustada, en semejantes circunstancias? Natalia Deyton debía haber recordado que él era siciliano y que para un siciliano el honor de la familia es sagrado.

Y eso significaba que estaba metida en un buen lío.

Sin embargo, curiosamente, no quería que tuviera miedo de él. Aunque una hora antes había entrado en las oficinas de la empresa Knight dispuesto a echarla a patadas.

Pero las cosas habían cambiado. Su plan había cambiado. En sus ojos había una sensualidad tan apabullante, que era imposible ignorarla. Giancarlo quería experimentar aquella sensualidad. Quería tocarla, saborearla, perderse en ella. Quería pasar días y noches, semanas enteras explorando todas y cada una de las posibilidades, sin excluir una sola… antes de echarla de allí.

Si quería ocupar el lugar de Edward en su cama, ella debía verlo como un héroe, no como un enemigo.

Y no dudaba un instante de que eso era lo que iba a pasar porque, por muy hermosa que fuera, Giancarlo no había olvidado que aquella mujer era una mercenaria. Codicia, esa era la única explicación para haber elegido a un hombre de más de cincuenta años como amante.

O quizá el dinero la excitaba, pensó cínicamente. Si era así, él poseía más dinero del que Edward pudiera soñar nunca. Y no tenía cincuenta años.

Sin embargo, su tiempo era limitado. Iba a estar seis semanas en Londres. Seis semanas para conquistarla, para satisfacer con ella todos sus caprichos y devolver así el honor a la familia Cardinale de una forma que Natalia Deyton no olvidaría jamás.

Pero antes de la venganza estaba el placer, se dijo a sí mismo, reconociendo el gozo que le producía la idea de hacer que aquella belleza se entregase.

—Mis disculpas, señorita Deyton. No quería asustarla. Por favor, siéntese y le explicaré lo que ocurre.

Natalia se acercó al escritorio, confusa. Observar su cuerpo en movimiento era un deleite. Tenía unas piernas increíbles, una forma de caminar moviendo las caderas que volvería loco a cualquier hombre. Incluso en su forma de sentarse había una cierta poesía. Y su pelo rojo no era teñido, sino natural, con un brillo de cobre que acentuaba una piel tan blanca como la porcelana.

Giancarlo lo deseaba todo. Y más que nada, su boca. Esa boca suave de labios entreabiertos que parecía una invitación.

Pero había miedo en sus ojos y ese no era el objetivo. Quería que sus ojos se oscurecieran de deseo y, para conseguirlo, se inclinó hacia ella, usando todo el poder de su masculinidad. Y funcionó. Natalia parpadeó, deslizando la mirada hacia el imponente torso. El vello que lo cubría se erizó entonces bajo la camisa, una señal de su propia excitación.

La chispa de la vida, pensó, irónico, al descubrir signos de la agitación femenina bajo el ajustado vestido blanco.

Decidido a seguir por ese camino, se levantó del sillón y apoyó una cadera en el escritorio, a pocos centímetros de ella.

—Edward está bien —le aseguró, comprobando con expresión de triunfo que Natalia clavaba los ojos en sus poderosas piernas—. Y mi hermana Alegra también está bien. De hecho, en este momento, los dos están disfrutando de un crucero en el Caribe.

—Pero Edward no me dijo…

—Porque no lo sabía —la interrumpió él, sonriendo—. El crucero fue un regalo sorpresa por sus bodas de plata. ¿No sabía que Edward y mi hermana llevaban veinticinco años casados?

—Sí, claro —murmuró ella, incómoda.

Lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Según su anterior plan, aquel era el momento en el que debía informarla de que conocía su aventura con Edward, antes de decirle que saliera de la oficina mientras tenía oportunidad. Incluso llevaba en el bolsillo un cheque a su nombre para expeditar la salida.

Pero el cheque seguía en su bolsillo y Giancarlo había dejado de desear que Natalia Deyton desapareciera. Quería retenerla, quería conocer los secretos de su cuerpo y quería… la llave de su corazón.

Venganza, dulce venganza, pensó, una venganza poética. El siciliano que era no encontraba dificultades para armonizar intenciones y conciencia.

—El viaje fue planeado en secreto. Se lo dijimos a los dos una hora antes de ir al aeropuerto. Por supuesto, le dije a Edward que yo me encargaría de todo mientras él estaba de vacaciones, de modo que no pudo poner impedimento alguno para tomar el avión que los llevaría a las Barbados, donde empieza el crucero.

—¿Viajarán en uno de sus barcos? —preguntó Natalia entonces, con un brillo de inteligencia en sus ojos azules.

No estaban nublados de deseo, pero al menos ya no parecían asustados.

—Su interés es muy encomiable, señorita Deyton. Por supuesto que irán en uno de mis barcos —sonrió Giancarlo—. La suite matrimonial, cubierta real… todo tipo de lujos. La preocupación que siento por mi hermana y mi cuñado me obliga a darles lo mejor para ayudarlos a superar la tragedia que sufrieron el año pasado.

Otra palabra mágica, pensó Giancarlo, al ver que Natalia se levantaba de golpe. Cuando la miró a los ojos, vio culpabilidad en ellos. Eso demostraba que tenía conciencia, aunque aquella clara admisión de culpa no la favorecía nada ante sus ojos.

Quizá debería volver al plan original y echarla de allí inmediatamente, pensó al recordar el dolor de su hermana tras la muerte violenta de su hijo, su único hijo, en un accidente de coche. Marco era lo más importante del mundo para Alegra y, tras el accidente, la familia había temido que nunca pudiera recuperarse.

Y descubrir que su marido había encontrado consuelo en una mujer mucho más joven que Alegra era un pecado que ningún siciliano podría perdonar. En aquel momento, Giancarlo sentía deseos de estrangularla.

Por eso fue una sorpresa que ella tocara su hombro, en un gesto de consuelo.

—Siento mucho la pérdida de su sobrino —murmuró—. Edward me contó que Marco y usted estaban muy unidos. Debió de ser un golpe terrible.

Ella había visto furia en sus ojos y la había confundido con dolor, pensó Giancarlo. Y el roce de sus manos hacía que su piel se encogiera de asco.

No, eso no era cierto. Su piel disfrutaba del roce de aquella mano. Y su corazón empezaba a latir con más fuerza al tenerla tan cerca. La idea de volver a su plan original perdió fuerza; había mucho más que ganar saciándose una y otra vez de aquella mujer antes de echarla a la calle, donde debía estar.

Aunque la idea de echarla a la calle empezaba a transformarse en la imagen de una cama con sábanas arrugadas. Podía verla tumbada en ella, desnuda, invitándolo a tomar de ella lo que quisiera.

Una forma de venganza mucho más satisfactoria, decidió, aunque sabía que estaba dejándose llevar por la debilidad de su carne y no por el incisivo intelecto por el que era famoso.

Pero eso no lo detuvo. Giancarlo alargó la mano y rozó sus labios con la punta del dedo.

—Gracias por su comprensión.

Los labios femeninos temblaron bajo su roce. Los ojos azules se oscurecieron y él no pudo evitar inclinarse hacia su boca.

Natalia dio un paso atrás, chocándose con la silla en la que había estado sentada en su prisa por poner distancia entre ellos.

Giancarlo la observó sin decir nada. El silencio era oro en aquel momento y solo un tonto podría ignorar las señales que ella enviaba sin querer.

Después de poner cierta distancia, Natalia recuperó la compostura y lo miró valientemente a los ojos.

—¿Cuándo volverá Edward?

Giancarlo casi sonrió al escuchar su vocecita, pero consiguió mantenerse serio.

—Dentro de seis semanas —contestó, observando su reacción.

Natalia Deyton veía seis semanas de infierno por delante, estaba seguro. Pero él solo tardaría una semana en hacerla suya. Una semana, pensó, sin hacer ningún esfuerzo para disimular la excitación que ella le provocaba. Los ojos nublados, la expresión intensa, la sonrisa cínica en los labios… el mensaje que enviaba era tan claro que Natalia se puso colorada.

—Edward me aseguró que tendría absoluta cooperación por su parte —siguió Giancarlo, usando su particular encanto siciliano—. Y yo creo que vamos a llevarnos muy bien, ¿verdad?

—Claro. ¿Hay… hay algo que pueda hacer por usted? —preguntó Natalia, intentado portarse de una forma profesional, pero mirando hacia la puerta como si estuviera a punto de salir corriendo.

—Un café estaría bien. Solo y, si es posible, expresso —sonrió Giancarlo—. Además, necesito información sobre los mejores clientes de Edward. Especialmente, esos a los que estaba usted cautivando durante el almuerzo.

—La empresa Taylor-Gant —dijo ella, preguntándose por qué habría usado el término «cautivar»—. Llevamos el marketing de su empresa.

—¿A qué se dedica la empresa?

—Ropa interior —contestó Natalia, abriendo la puerta.

—¿La lleva usted?

Giancarlo comprobó que se ponía rígida, seguramente ofendida por el comentario.

—No.

—Pues cómprela. Para vender un producto, lo mejor es saber qué es lo que uno está vendiendo.

—Ese no es mi trabajo —replicó Natalia.

—Ahora sí. Para el fin de semana, espero que me haga un informe completo sobre la lencería de Taylor-Gant. Y esa es, señorita Deyton, la clase de información que debe aportar la ayudante personal del director de una empresa de marketing.

La puerta se cerró, dejando a Giancarlo con una sonrisa en los labios.