Una segunda luna de miel - Una atrevida proposición - Maestro de seducción - Michelle Reid - E-Book

Una segunda luna de miel - Una atrevida proposición - Maestro de seducción E-Book

Michelle Reid

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ómnibus Bianca 464C Una segunda luna de miel Michelle Reid Ella sabe que le debe a su marido, y a sí misma, una segunda oportunidad. Angie de Calvhos había hecho de corazón sus votos matrimoniales. Una pena que Roque, su marido, no hubiera sido igualmente sincero. Ella, que había esperado un matrimonio feliz, se encontró con una humillante separación publicada en todos los medios pocos meses después de la boda. Ahora, por fin había encontrado el valor para dejar de ser la esposa de Roque de Calvhos de una vez por todas. Pero había olvidado la poderosa atracción que sentía por su marido… Una atrevida proposición Maisey Yates Ella había pensado que aquel matrimonio podía ser un acuerdo perfecto. Cuando Elaine hizo aquella proposición matrimonial a Marco de Luca, pensó que podía mantenerse fría y distante. ¡Qué equivocada estaba! Aquel magnate implacable sabía adivinar lo que había bajo su recatada apariencia, y sacarla de quicio. Marco le había dejado claro que era un hombre chapado a la antigua. Si accedía a casarse, quería una deslumbrante belleza a su lado, obediente y dispuesta… día y noche. Maestro de seducción Susanne James Tenía que acatar las órdenes del jefe. Ria no pudo contener el estremecimiento por lo que la esperaba al otro lado de las imponentes puertas de Highbridge Manor. Había ido hasta allí para escapar de su pasado y empezar de cero. Sin embargo, cuando la recibió Jasper Trent, su arrebatadoramente guapo nuevo jefe, se dio cuenta de que se había metido en un terreno peligroso. Ria era resuelta y orgullosa, pero no podía dejar de sonrojarse cuando Jasper estaba cerca. Siempre había sido una profesional intachable, pero, al parecer, el director de Highbridge Manor le tenía preparados otros planes para cuando terminaba la jornada.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 550

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o

transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus

titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack HQN Julia London 4, n.º 377 - diciembre 2023

I.S.B.N.: 978-84-1180-579-7

Índice

Créditos

Una segunda luna de miel

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Una atrevida proposición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Maestro de seducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Promoción

1

QUÉ QUIERES que haga?

Sentado tras el escritorio, estudiando un informe con gesto impasible, Roque de Calvhos respondió:

–No quiero que hagas nada.

Mark Lander frunció el ceño porque no hacer nada era algo que Roque no podía permitirse.

–Ella podría crear problemas –se atrevió a decir, sabiendo que su jefe, más joven que él, no aceptaba interferencias en su vida privada.

Roque de Calvhos era un hombre implacable. Cuando Eduardo de Calvhos murió repentinamente tres años antes, nadie había esperado que su hijo, un notorio playboy, se hiciera cargo de la empresa. Pero lo hizo y empezó a tomar decisiones que la mayoría del consejo de administración había visto como desastrosas.

Tres años después, sin embargo, habían tenido que admitir que estaban equivocados. Lo que Roque había hecho con la enorme corporación que formaba el imperio De Calvhos había dejado en la sombra el colosal éxito de su padre. Y ahora, el consejo de administración se mostraba obsequioso y respetuoso con Roque, un joven de treinta y dos años.

Si el mundo empresarial pudiese otorgar tal premio, Roque de Calvhos tendría alas. Además, era tremendamente alto y apuesto, insufriblemente relajado y tan indescifrable que aún había algún tonto por ahí que se atrevía a subestimarlo, para descubrir después de la peor manera posible que eso era un tremendo error.

Su esposa, que había pedido el divorcio, no era una de esas personas.

–Sólo cita diferencias irreconciliables. Piénsalo, Roque –le aconsejó Mark–. Angie te está dejando el campo libre.

Roque se echó hacia atrás en la silla para mirar a su abogado. Sus ojos, tan oscuros como su pelo perfectamente peinado, no revelaban nada mientras lo estudiaba en silencio.

–Sé que mi mujer no firmó un acuerdo de separación de bienes, pero Angie no es avariciosa, yo lo sé bien. Confío en que no intente despellejarme vivo.

–Eso depende de qué consideres tú despellejarte vivo –respondió Mark–. Tal vez no quiera tu dinero, estoy de acuerdo. De haberlo querido, lo habría exigido hace tiempo. Pero no estoy tan seguro de que no sea capaz de ensuciar tu buen nombre. Quiere este divorcio y si sólo puede conseguirlo jugando sucio, lo hará. ¿Estás dispuesto a dejar que alegue adulterio por tu parte para conseguir lo que quiere? Si decide hacerlo, será imposible que esto no se convierta en algo público y tú sabes tan bien como yo que eso no sería beneficioso para la empresa.

Roque apretó los dientes, frustrado porque sabía que Mark tenía razón.

El playboy y las dos supermodelos... los titulares y los cotilleos empezarían de nuevo. La última vez habían durado semanas, recordando su pasado como despreocupado playboy.

–Angie cree que te acostaste con Nadia. Ella misma se lo dijo porque quería romper tu matrimonio –siguió Mark.

–Y lo consiguió –murmuró Roque.

–Tuviste suerte entonces, cuando Angie decidió guardar silencio para que no saliera publicado en todas partes.

Los motivos de su mujer para no decir nada eran otros, pensó Roque. Estaba dolida, tenía el corazón roto y lo odiaba por habérselo roto.

Angie había provocado sensación en los medios cuando dejó su carrera de modelo y desapareció. Roque contrató a un ejército de gente que la buscó por toda Europa, pero nadie logró encontrarla. Incluso había interrogado a su hermano, esperando que le dijera dónde estaba pero Alex, que entonces tenía dieciocho años, no le había dicho nada porque disfrutaba viéndolo sufrir.

Cuando Angie apareció por fin, entró tranquilamente en CGM Management y le pidió a su antigua jefa, Carla, un trabajo en la oficina. Ahora trabajaba en la recepción de la famosa agencia de modelos y ni una sola vez en todo el año había vuelto a ponerse en contacto con él.

Y había pedido tranquilamente el divorcio, como si pensara que él iba a dar saltos de alegría.

Roque bajó la mirada, pensando en su relación con su dolida esposa inglesa.

Le gustaría que Angie le suplicase que volvieran a intentarlo; su orgullo herido lo exigía. Y, desgraciadamente para ella, tenía la herramienta perfecta para conseguirlo. Estaba pensando en algo de lo que Mark no sabía absolutamente nada...

–Nada de divorcio –anunció, haciendo que el abogado diera un brinco de sorpresa.

–Yo me encargaría de todo, tú no tendrías que preocuparte para nada.

–A esperança é a última que morre –murmuró Roque, sin percatarse de que estaba hablando en su idioma nativo, el portugués–. La esperanza es lo último que se pierde –tradujo rápidamente al darse cuenta de ello.

Y era cierto, tenía esperanzas de convencer a Angie.

Pero no las tenía de convencer al hermano de Angie.

Cuando Mark por fin dejó de intentar convencerlo y salió del despacho, Roque se quedó pensativo unos minutos. Pero después abrió un cajón de su escritorio para sacar un sobre, llamó a su chófer, se levantó y salió elegantemente del despacho.

–Cambridge –le dijo al chófer.

Después de eso se relajó en el asiento y cerró los ojos, pensando en colocar un pez pequeño en el anzuelo para pescar otro más grande.

El ambiente en la cocina de Angie era asfixiante.

–¿Que has hecho qué? –exclamó.

–Ya me has oído –contestó su hermano.

Sí, lo había oído, desde luego, pero eso no significaba que pudiese creerlo.

Angie dejó escapar un suspiro. Cuando llegó del trabajo esa tarde y encontró a Alex esperándola se alegró tanto de verlo que no se le ocurrió preguntarle por qué había ido allí desde Cambridge a mediados de semana sin avisar. Ahora entendía por qué, claro.

–¿De modo que en lugar de estudiar como es tu obligación, te has dedicado a apostar dinero en Internet?

–Invertir en bolsa no es apostar dinero –replicó Alex.

–¿Y cómo lo llamas entonces?

–Especular.

–¡Es lo mismo pero con otro nombre! –exclamó ella.

–No, no lo es. Todo el mundo lo hace en la facultad. Se puede ganar una fortuna si te informas un poco...

–Me da igual lo que hagan los demás, Alex. Sólo me importas tú y lo que tú hagas. Y si has hecho una fortuna especulando en bolsa, ¿por qué has venido a decirme que tienes deudas?

Como un cervatillo acorralado, su hermano de diecinueve años y metro ochenta y cinco se levantó de golpe. Nervioso, se colocó frente a la ventana con las manos en los bolsillos de la cazadora y Angie le dio un minuto para calmarse antes de continuar:

–Creo que es hora de que me digas cuánto dinero debes.

–No te va a gustar.

Angie sabía que no. Ella odiaba las deudas, le daban pánico. Siempre había sido así, desde los diecisiete años, cuando sus padres murieron en un accidente de coche, dejándola al cuidado de un niño de trece años. Fue entonces cuando descubrieron que su privilegiado estilo de vida estaba hipotecado y lo poco que pudieron salvar apenas había sido suficiente para pagar el colegio de Alex. Angie tuvo que dejar sus estudios y trabajar en dos sitios para sobrevivir...

De no haber sido por un encuentro casual con la propietaria de una agencia de modelos, no quería ni pensar qué habría sido de su hermano y de ella.

Para entonces llevaba doce meses trabajando tras el mostrador de cosméticos de unos grandes almacenes londinenses durante el día y sirviendo mesas por la noche en un restaurante, antes de volver a su apartamento para dormir unas cuantas horas y repetir el proceso al día siguiente.

Pero entonces apareció Carla Gail, que había entrado en los grandes almacenes para comprar un perfume. Carla había visto algo interesante en su delgada figura, exagerada entonces porque no comía bien, en sus ojos de color esmeralda y en el brillante pelo castaño rojizo en contraste con su pálida piel. Y, sin saber cómo había pasado, Angie se encontró en el mundo de la moda, ganando cantidades fabulosas de dinero.

Unos meses después, era la modelo que todos los diseñadores querían en su pasarela y en las portadas de las revistas. Y durante los tres años siguientes había viajado por todo el mundo, esperando durante horas mientras los diseñadores le ajustaban sus creaciones o posando frente a las cámaras. Y para ella había sido un milagro porque con ese dinero podía darle a Alex la mejor educación posible.

Cuando su hermano consiguió una plaza en la universidad de Cambridge se sintió tan feliz y tan orgullosa como se hubieran sentido sus padres. Y lo había hecho todo sin endeudarse con nadie.

–Para ti es fácil hablar –la voz de Alex interrumpió sus pensamientos–. Tú has tenido dinero, pero yo no lo he tenido nunca.

–Yo te daba una cantidad semanal y nunca te he negado nada.

–Pero a mí no me gusta pedir.

Enfadada por tan injusta respuesta, Angie tardó unos minutos en responder:

–Vamos, dímelo de una vez: ¿cuánto dinero debes?

Alex mencionó una cantidad que la dejó helada.

–Lo dirás de broma.

–Ojalá fuera así –murmuró Alex.

–¿Has dicho cincuenta mil libras?

Su hermano se dio la vuelta, con la cara colorada.

–No tienes que repetirlo.

–¿Y de dónde has sacado el dinero para especular?

–Roque.

¿Roque?

Durante un segundo, Angie pensó que iba a desmayarse.

–¿Estás diciendo que Roque te ha animado a que jugaras en bolsa?

–¡No! –exclamó Alex–. Yo nunca hubiera aceptado su consejo. Tú sabes que le odio. Después de lo que te hizo...

–¿Entonces qué estás diciendo? –lo interrumpió ella–. Porque no entiendo nada.

Alex suspiró, mirando sus zapatillas de deporte.

–Usé una de tus tarjetas de crédito.

–Pero si yo no tengo tarjetas de crédito.

Usaba una tarjeta de débito, necesaria para todo el mundo hoy en día, pero nunca había tenido una tarjeta de crédito porque era una tentación para comprar aunque no tuvieses dinero y ésa era la mejor manera de acabar endeudado hasta el cuello.

–La que te dio Roque.

Angie parpadeó. La tarjeta que le dio Roque, la que nunca había usado aunque seguía teniéndola...

–La encontré en el cajón de tu mesilla la última vez que estuve aquí.

–¿Has estado hurgando entre mis cosas? –exclamó ella, atónita.

Alex se pasó una mano por el pelo, nervioso.

–¡Lo siento! –gritó–. No sé por qué lo hice, de verdad. Necesitaba dinero y no quería pedírtelo, así que miré en la mesilla por si tenías algo de dinero suelto y cuando vi la tarjeta la tomé sin pensar. ¡Tenía su nombre escrito, el famoso grupo De Calvhos! –exclamó, mostrando su odio por un hombre con el que nunca había intentado llevarse bien–. Al principio pensé cortarla en pedazos y enviársela... como un mensaje. Y luego me dije a mí mismo: ¿por qué no voy a usarla para darle donde más le duele? Fue muy fácil...

Angie había dejado de escuchar. Estaba tan segura de que iba a desmayarse que tuvo que buscar una silla.

Roque...

–No puedo creer que me hayas hecho algo así.

–¿Qué quieres que diga? Cometí una estupidez y lo siento de verdad. Pero se supone que él debería cuidar de ti. Tú mereces que alguien cuide de ti para variar. En lugar de eso, te engañó con Nadia Sanchez y... bueno, ahora mírate.

–¿Por qué dices eso?

–Antes eras una modelo famosa –dijo Alex–. No se podía mirar alrededor sin ver tu fotografía en alguna parte. Mis amigos me envidiaban por tener una hermana tan guapa y se peleaban por conocerte. Pero entonces apareció Roque y dejaste de trabajar porque a él no le gustaba...

–Eso no es cierto.

–¡Sí lo es! –exclamó su hermano–. Roque es arrogante, egoísta y quería dirigir tu vida como si fuera un tirano. No le gustaba tu trabajo y no le gustaba que cuidases de mí.

Había cierta verdad en esa última frase. Roque había exigido su atención exclusiva. De hecho, había exigido su lealtad, su atención, su tiempo y su deseo por él entre las sábanas...

–Ahora trabajas como secretaria para la misma agencia que solía ponerte una alfombra roja y tienes que ahorrar para llegar a fin de mes mientras él viaja en su jet privado...

–¿Cómo puedes haber hecho algo así?

–No me atrevía a pedirte dinero. Además, Roque me debe algo por lo que te ha hecho...

–¡A ti no te debe nada! –exclamó Angie–. Roque fue un error mío, no tuyo. A ti no te ha hecho nada.

–Lo dirás de broma –replicó su hermano–. Me robó a la hermana de la que estaba tan orgulloso y me dejó con una sombra de lo que era. ¿Dónde está tu alegría, Angie? ¿Tu estilo, tu elegancia? Roque se ha llevado todo eso –se contestó Alex a sí mismo–. Si no te hubiera engañado con esa modelo, no irías por ahí como si te faltase el aire y seguirías siendo una modelo famosa. Tendrías dinero y yo no me habría visto obligado a robar la tarjeta de crédito porque me lo habrías dado tú.

Angie sacudió la cabeza, incrédula. Lo que más le dolía era contemplar el verdadero rostro del hermano al que tanto quería. En su deseo de hacerlo feliz lo había convertido en un egoísta, en un niño malcriado que culpaba a los demás por sus propios errores. Un petulante niñato a quien le parecía bien robar si así conseguía lo que quería.

¿Qué había dicho Roque durante una de sus peleas con Alex? «Si sigues sacándolo de apuros, acabarás convirtiéndolo en un monstruo».

Esa predicción se había hecho realidad, pensó Angie. Aunque Roque no tenía ningún derecho a criticar cómo había educado a un adolescente rebelde y dolido cuando él lo había tenido todo desde niño.

Alex sólo tenía diecisiete años cuando conoció a Roque, aún estaba en el internado y dependía de ella para todo. En cambio, Roque de Calvhos era un hombre que conseguía todo lo quería y tenía el mundo a sus pies. Alex y su marido se peleaban tanto que, algunas veces, había sentido como si cada uno tirase de ella en una dirección, amenazando con romperla.

Por un lado estaba su hermano, que hacía novillos para irse de juerga con sus amigos y se metía en peleas, obligándola a ir a Hampshire para hablar con el director del internado. Por otro, Roque se enfadaba con ella por darle todos los caprichos...

Pero se sintió muy orgullosa cuando Alex consiguió una plaza en la universidad de Cambridge y durante el último año se había dedicado a estudiar, sin darle problemas.

No, no era cierto, pensó entonces. Alex no había estado estudiando sino especulando con un dinero que no era suyo.

–Le odio –dijo su hermano–. Debería haberlo desplumado. Debería haber comprado un yate... o un avión privado como el suyo en lugar de quedarme en la habitación de la universidad, intentando gastarme su dinero antes de que él se diera cuenta...

Alex cerró la boca de golpe y Angie se levantó de un salto.

–Termina la frase.

–Roque ha ido a verme a la universidad –le confesó su hermano–. Y amenazó con romperme el cuello si no... la cuestión es que quiere el dinero y me ha dicho que, si no se lo devuelvo, llamará a la policía.

¿La policía? Angie tuvo que volver a sentarse.

–Y tengo miedo porque creo que hablaba en serio. De hecho, sé que hablaba en serio.

Angie también. Roque no amenazaba en vano, pensó con amargura recordando ese último encuentro, cuando Roque y ella se habían enfrentado como enemigos descarnados y no como marido y mujer.

–Te lo advierto, Angie, ve a ayudar a tu hermano otra vez y encontraré a otra persona para que ocupe tu sitio esta noche.

Ella se había ido. Él había encontrado a Nadia. Su matrimonio se había roto.

–¿Y cómo espera que le devuelvas el dinero, Alex? –le preguntó, con un nudo en la garganta.

Su hermano sacó algo del bolsillo del pantalón.

–Me ha dicho que te diera esto.

Era una tarjeta de visita que dejó sobre la mesa, frente a ella, con el nombre Roque Agostinho de Calvhos impreso en elegante letra negra y el escudo familiar que coronaba el mundo de Roque, desde su empresa de inversiones a algunos de los mejores viñedos en Portugal o las tierras heredadas en Brasil.

–Ha escrito algo al dorso –añadió su hermano.

Angie tomó la tarjeta con dedos helados.

Te espero a las ocho en el apartamento. No llegues tarde.

Si pudiera, se habría reído. Pero no podía hacerlo.

La última frase era típica de él por su costumbre de llegar tarde a las citas. Siempre lo hacía esperar en restaurantes y aeropuertos. O en el apartamento, mientras corría de un lado a otro intentando arreglarse. Una noche, lo encontró sentado en un sillón, vestido de esmoquin, sus generosos y sensuales labios fruncidos en un gesto de impaciencia. Era lógico que se hubiera impacientado con ella, ¿pero tanto como para buscar a otra mujer?

Y no sólo otra mujer, sino una ex novia.

–¿Vas a ir a verlo?

Angie asintió con la cabeza.

–¿Qué otra cosa puedo hacer?

–Gracias –su hermano dejó escapar un largo suspiro–. Sabía que no me dejarías colgado.

Y lo mismo pensaba Roque, con toda certeza.

Desesperado por escapar después de haberle confesado aquello, Alex se dirigía a la puerta cuando Angie lo detuvo.

–¿Dónde está la tarjeta de crédito?

–Se la llevó Roque.

–Muy bien –murmuró ella, sin mirarlo.

Su casa siempre había sido la casa de Alex, que tenía su propia llave. Era su hermano, su familia. Y uno debería poder confiar en la familia.

Como si supiera lo que estaba pensando, Alex la miró con gesto arrepentido.

–De verdad que lo siento mucho, Angie. Siento todo esto... y sobre todo cargarte a ti con ello.

Lo había hecho porque era una costumbre, porque ella siempre lo había sacado de apuros.

–Pero te prometo que nunca más volveré a hacer algo así.

Cuando lo miró, Angie vio el pelo y la nariz de su padre y los ojos y la boca de su madre. Pero hizo un esfuerzo para no abrazarlo, para no decirle que todo iba a salir bien. Por primera vez desde que se quedaron huérfanos, se contuvo.

–Te llamaré después –fue lo único que dijo.

Unos segundos después, Alex se dio la vuelta y salió del apartamento, dejándola sola con la tarjeta de Roque y su breve mensaje.

Te espero a las ocho en el apartamento. No llegues tarde.

Una manera sucinta de enviar un mensaje. Sabía que habría recibido ya los papeles del divorcio y aquélla era su respuesta, enviada a través de su hermano.

Te espero a las ocho en el apartamento. No llegues tarde.

Angie respiró profundamente para darse valor. Muy bien, podía hacerlo, se dijo a sí misma. Y no sería la víctima que Roque esperaba. Su hermano podía verla como una criatura patética, pero no lo era y no lo había sido nunca. Llevaba demasiados años librando batallas como para dejar que el miedo ganase aquélla.

Echando su melena hacia atrás, atravesó la cocina para tomar el bolso y, un minuto después, estaba poniéndose la gabardina para salir del apartamento.

Capítulo 2

RECIÉN salido de la ducha, Roque recibió una llamada por el intercomunicador para informarle de que su mujer había llegado.

Con media hora de adelanto.

¿Lo había hecho deliberadamente para pillarlo por sorpresa o sería por miedo?, se preguntó.

Por supuesto, no se hacía la ilusión de que hubiera ido antes de la hora prevista porque quisiera verlo. Sólo una cosa empujaba a Angie a mostrar debilidad: su hermano.

Si dejaba aparte su otra debilidad: él mismo.

No podía controlarse cuando la besaba, él lo sabía bien. Cuando ponía sus manos o su boca sobre ella, perdía el control. También Angie lo sabía y por eso llevaba doce meses alejada de él.

Mientras salía del vestidor, poniéndose una camisa de color azul pálido, escuchó la campanita del ascensor y, sonriendo, se dirigió a la escalera del elegante loft con paredes de cristal desde las que se veía todo Londres.

Estaba absolutamente convencido de que tenía a Angie donde la quería. Seguramente ella querría salir corriendo en dirección contraria, pero no podía hacerlo porque la lealtad hacia su hermano se lo impediría. En unos segundos saldría del ascensor para caer en sus garras y una hora después estaría en su cama, donde debía estar.

Esperando ese momento, Roque apoyó un hombro en la pared y metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras se abrían las puertas para dejar paso a la mujer a la que llevaba un año sin ver.

Alta y delgada, vestida de negro de los pies a la cabeza, con la fiera melena roja enmarcado sus extraordinarios rasgos, emitía una mezcla de rabia y transparente provocación sexual que excitó a Roque, como le ocurría siempre.

Angie se quedó parada un momento, sorprendida al verlo en persona después de tanto tiempo.

Mientras el ascensor subía los veinte pisos había intentado prepararse para ese momento, pero descubrió que no podía contener los latidos de su corazón.

Y sabía por qué.

Durante doce largos meses había apartado a Roque de sus pensamientos como si no fuera una persona real. Se le daba bien bloquear las cosas que no quería ver porque llevaba haciéndolo toda su vida adulta. Pero tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus sentimientos al verlo allí, a unos centímetros de ella. Había esperado no sentir nada, quería que Roque la dejase fría y resultaba casi grotesco descubrir que era todo lo contrario. Sentía la misma atracción de siempre, la misma tensión sexual. Incluso el dolor que sentía era un sentimiento. No era justo.

Roque era tan alto, tan formidable... y eso era decir mucho cuando ella no era precisamente bajita.

Allí, en el vestíbulo, frente a la pared de color berenjena, enmarcado por las modernas luces, parecía un modelo. Su pelo negro estaba aún mojado, el brillo de su piel cetrina destacando unos pómulos por los que cualquier modelo daría su alma.

No podía dejar de mirar sus anchos hombros, el torso cubierto por una camisa azul con los dos primeros botones desabrochados, dejando al descubierto un triángulo de piel morena.

Angie deslizó la mirada hacia abajo y vio que tenía las manos en los bolsillos del pantalón; un pantalón oscuro que se ajustaba a sus delgadas caderas y sus poderosos muslos.

Sus sentidos despertaron a la vida como vándalos. No debería haberlo bloqueado como lo había hecho. Debería haber recordado cada detalle al menos dos veces al día. Debería haber hecho una lista de sus virtudes, y tenía muchas, para después buscarle defectos.

Había visto eso en su trabajo muchas veces. Un día estabas con los mejores y al día siguiente algún fotógrafo decidía que tu nariz era demasiado grande, que tu sonrisa había dejado de ser atractiva o que tus piernas eran demasiado gordas.

¿Pero cómo iba a encontrar defectos en el físico de Roque?

–Bueno, dime, ¿sigue todo donde debería estar?

Angie lo miró a los ojos, tan negros como la noche en ese momento. Estaba esbozando una sonrisa, la misma que tanto la había atraído desde el principio. Y sentía la misma sensación de ahogo que entonces.

Pero ahora le dolía. Ahora veía esa hermosa boca dándole placer a otra mujer. Veía esos ojos rodeados de oscuras pestañas ardiendo por otra mujer.

Roque vio que apartaba la mirada y tuvo que controlar el deseo de tomarla por los hombros.

Pero, como si lo supiera, ella lo miró, desafiante. Siempre había sentido ese desafío por parte de Angie, estuvieran en medio de una pelea o haciendo el amor. Vio que levantaba la barbilla, pequeña y casi puntiaguda como la de un duende, y hacía una mueca de desdén.

Incluso la manera de apartar la melena de su cara, enviando esos gloriosos mechones rojizos hacia atrás, era una forma de desafío.

–No tengo nada que decirte.

–No, ya me he dado cuenta de que no era charlar lo que tenías en mente cuando me mirabas, meu querida.

Irritada consigo por darle armas, Angie salió del ascensor. El apartamento de Roque era un loft en realidad. Un loft con piscina climatizada, gimnasio, un jardín con una cubierta de cristal que siempre le había recordado el exótico invernadero donde una vez había hecho una sesión de fotos... en fin, un pequeño palacio.

Pasó a su lado como si estuviera recorriendo una pasarela. Hacer eso era como montar en bicicleta, no se olvidaba nunca. Y una vez que empezabas resultaba fácil. Incluso era capaz de olvidarse del público.

Roque la siguió.

Sabía lo que estaba haciendo porque no era la primera vez que lo hacía. Angie podía ser irritantemente testaruda cuando quería. Una vez creyó que se había casado con una criatura dulce e inocente, una niña solitaria atrapada en el cuerpo de una mujer que nunca había tenido la oportunidad de crecer y disfrutar de la vida. Pero pronto descubrió que la niña testaruda tenía un carácter de hierro.

Salvo en la cama, se recordó a sí mismo. En la cama, entre sus brazos, perdía el deseo de pelear.

Recordando que era ahí donde quería que terminase la noche, Roque volvió a mirarla. Llevaba una gabardina negra, corta y atada a la cintura, que dejaba al descubierto sus piernas, asombrosamente largas, cubiertas por unas medias negras. Como no necesitaba usar zapatos de tacón porque era muy alta, llevaba unas bailarinas de piel negra. Y de su hombro colgaba un bolso de color verde, uno de esos bolsos extravagantes que estaban tan de moda.

La tentación de tomarla del brazo para obligarla a mirarlo era tan fuerte que tuvo que meter las manos en los bolsillos del pantalón una vez más. Pero quería saber por qué había llegado temprano y pasando a su lado como si fuera ella quien llevase el control de la situación.

Angie no se detuvo para admirar la fabulosa vista de Londres desde los ventanales, no miró hacia el piso de arriba, donde estaban los dormitorios. No, iba directamente hacia el estudio.

Empujó la puerta y tragó saliva al entrar en el que siempre había considerado territorio de Roque.

Todo en aquella habitación era tan elegante como el resto del apartamento, pero allí estaba el sello personal de Roque. Allí había toques de su compleja personalidad en la colección de primeras ediciones en las estanterías, en el pesado sillón de piel donde solía sentarse a leer...

El único televisor de la casa estaba allí, una pantalla plana con un complejo sistema estéreo que se escuchaba por todo el apartamento. Y, por supuesto, el ordenador portátil y el equipo de comunicaciones sobre el escritorio, algo fundamental para el propietario de un imperio de inversiones internacionales.

Pero era el escritorio de estilo colonial que había llevado allí desde la finca de su familia lo que dejaba bien claro que se sentía orgulloso de sus raíces portuguesas. Roque podía pasarse horas sentado frente a ese escritorio, trabajando con total concentración, y Angie solía encontrar eso increíblemente sexy, no sabía por qué. Los hombros echados hacia delante, el brillo de su pelo bajo las lámparas y sus fuertes y hermosas facciones...

Angie llenó sus pulmones de aire. No quería recordar eso, no quería recordar nada de su vida con él o que algunas veces hubieran sido felices allí.

Y, sin embargo, se veía a sí misma sentada en el sillón, jugando con su pelo mientras leía un libro, moviendo alegremente los pies al ritmo de la música que sonaba en el estéreo, con una copa de vino en la mano y aquel hombre fabuloso a un metro de ella.

Angie parpadeó rápidamente para borrar esa imagen y se volvió para mirar a Roque, que estaba apoyado en el quicio de la puerta. Sabía que sentía curiosidad por su inesperada llegada y sabía también que no iba a decir nada en absoluto.

Así era Roque, un maestro de la estrategia, pensó, irónica, mientras dejaba su bolso sobre el escritorio y buscaba algo en el interior.

–Muy bien, morderé el anzuelo –dijo él entonces–. ¿Qué estás haciendo?

–No deberías haber amenazado a mi hermano. Tú sabes que es absurdo amenazarlo con llamar a la policía porque la tarjeta de crédito está a mi nombre.

–Es mi cuenta corriente –le recordó Roque.

–Y si no te gusta lo que he hecho con ella, es culpa tuya. Un hombre sensato habría cancelado la tarjeta el día que me marché de aquí.

–Imaginé que la romperías en pedazos y luego echarías los pedazos, de manera ceremoniosa, en la chimenea.

Angie se preguntó por qué no había hecho eso en lugar de guardarla en un cajón.

–Pero no lo hice y ahora ya sabes por qué.

Roque dio un paso adelante.

–¿Estás diciendo que le diste permiso a tu hermano para gastarse mi dinero?

Sin mirarlo, Angie siguió buscando algo en las profundidades del bolso.

–Sí –contestó.

–Eso es mentira. Los dos sabemos que nunca le darías una tarjeta de crédito a tu avaricioso hermano –dijo Roque–. Tú eres una persona tremendamente honrada, incluso exageradamente honrada. Recuerdo que una vez me hiciste volver al centro de Lisboa porque una dependienta te había dado diez euros de más en el cambio. ¿Cuánta gente haría eso, meu querida?

Angie por fin encontró lo que buscaba: su talonario.

–Esa pobre dependienta habría tenido que poner los diez euros de su sueldo si yo no los hubiera devuelto.

–Ya, pero como me dijiste entonces, yo soy demasiado rico como para saber nada del mundo real.

–Mira... –Angie se volvió para mirarlo–. He sido yo quien se ha gastado tu dinero.

–De nuevo, estás mintiendo.

–No, es verdad. Decidí que había llegado la hora de hacerte pagar por los meses de infierno que tuve que soportar siendo tu esposa. Una esposa ciega.

–¿Ciega? –repitió él, burlón–. Sí, muy ciega.

Angie apartó la mirada, agitada aunque había decidido no sentir nada en absoluto, y buscó un bolígrafo para firmar un cheque.

Lo que ocurrió después la dejó totalmente sorprendida. Estaba tan decidida a hacer lo que estaba haciendo que no se le había ocurrido pensar en la reacción de Roque y cuando sintió los dedos largos y morenos como un cepo en su muñeca, dejó escapar una exclamación.

–Deja ese bolígrafo.

–Sólo iba a...

–Sé lo que estás haciendo –la interrumpió él–. Deja el bolígrafo, Angie.

Sin soltar su muñeca, Roque tomó el talonario para ver lo que había escrito mientras ella se soltaba de un tirón.

–¡No me trates como si fueras un cavernícola!

–Disculpa –dijo él, dando un paso atrás–. No quería hacerlo.

El corazón de Angie latía con tanta fuerza que le costaba trabajo respirar.

–¿Entonces por qué lo haces?

Después de mirar el cheque con el ceño fruncido, Roque lo tiró sobre el escritorio mascullando una palabrota y se dio la vuelta para pasear por el estudio como un tigre enjaulado.

Ella lo miró, nerviosa. Había visto a Roque enfadado muchas veces, pero nunca de ese modo.

–Veinte mil libras –lo oyó murmurar, como si la suma fuera un insulto.

–Es todo lo que tengo en este momento. Pero te pagaré el resto cuando pueda.

–¡Tú no me debes nada, Angie! –exclamo él, dándose la vuelta.

–¿Y qué más da mientras recuperes tu dinero?

–No te lo voy a permitir...

–¿No vas a permitir qué, que tenga algo de dinero en mi cuenta corriente?

–¿Veinte mil libras es todo lo que te queda? ¿Dónde está el resto del dinero? –Roque se acercó de una zancada–. Ganabas mucho cuando te conocí. Tanto que ni siquiera el ruin de tu hermano podría gastárselo.

–He comprado un apartamento.

–¿Y lo has pagado todo de una vez?

–Sí –contestó ella–. No quería estar pagando una hipoteca toda la vida, como la mayoría de la gente. No me gusta estar en deuda con nadie.

–No, tú no tienes ni idea de lo que es estar en deuda, ya lo sé. Por eso has creído que podías aparecer aquí desafiante, dispuesta a pagar el primer plazo de la deuda de tu estúpido hermano, y que yo me quedaría tan contento.

–¡Yo no pretendo desafiarte! –protestó Angie.

Él arqueó una ceja, irónico.

–¿Cómo que no? Ahora eres la mujer traicionada. Con tu preciosa barbilla levantada y tus sensacionales ojos verdes de hielo, caminando por la casa como una fabulosa modelo y haciendo que te siguiera como un perrito...

–Tú nunca podrías ser el perrito de nadie. Tú naciste siendo un lobo.

Lo miraba a los ojos, decidida a no dejar que la dominase, y Roque pensó que era sensacional en su furia, tan hermosa que...

Entonces vio que recordaba, vio que sus ojos se oscurecían y sus mejillas se llenaban de color.

Pero, con un abrupto movimiento, se alejó de él y Roque se sintió decepcionado.

Una vez, sólo una vez, la había retado cuando su hermano se interpuso entre ellos. Y si en alguna ocasión se había preguntado cómo sería caer en un pozo negro, lo había descubierto esa noche.

Se sentía furioso, culpable y amargado en igual medida, pero no pensaba pedirle disculpas. No iba a darle explicaciones cuando habían pasado doce meses.

Y estaban hablando del hermano de Angie, se recordó a sí mismo. Alex, el débil, malcriado y ladrón de Alex.

Tan testaruda como siempre, Angie volvió a abrir el talonario y firmó el cheque de veinte mil libras con el nombre que usaba desde que se casaron: Angelina de Calvhos.

De nuevo, Roque se colocó tras ella y, de nuevo, le quitó el talonario de las manos para guardarlo en un cajón.

Alto, moreno, absolutamente seguro de sí mismo, levantó su oscura cabeza.

–Me parece que vamos a tener que empezar otra vez. Y ahora me voy a poner serio –anunció.

Angie tragó saliva.

–Por favor, no le hagas daño a mi hermano –le suplicó.

Capítulo 3

COMO si fuera de piedra, Roque no mostró reacción alguna a su súplica.

–Es un ladrón –afirmó–. Robó tu identidad y tu tarjeta de crédito para gastarse un dinero que no era suyo. ¿Cómo puedes disculparlo?

–Es mi hermano –contestó ella.

Ah, allí estaba el amor incondicional que también Angie debería esperar de Alex. Y, sin embargo, no parecía entender que no era así.

–Te pagaré el resto del dinero en unos meses.

–¿Cómo, vendiendo tu apartamento y quedándote en la calle?

–Mi apartamento vale más de cincuenta mil libras, como te puedes imaginar. Ya tienes veinte mil en ese cheque, de modo que sólo necesito treinta mil más.

Cincuenta mil. Roque había dejado de escuchar después de eso. De modo que, además de ladrón, Alex era un mentiroso de primera clase.

–Volveré a trabajar como modelo –estaba diciendo ella–. Carla insiste todos los días en que lo haga y de ese modo podría conseguir el resto del dinero.

Pero Roque se había dado la vuelta y estaba mirando el cielo de Londres con las manos en los bolsillos del pantalón.

A veces podía ser intratable, ella lo sabía bien. Y no quería a su hermano, nunca lo había querido. En opinión de Roque, Alex era el culpable del fracaso de su matrimonio. Se negaba a entender que era su única familia...

Los adolescentes eran siempre rebeldes y difíciles y tener que mediar entre ellos había hecho que su matrimonio fuese una interminable pelea.

–Por favor, escúchame –empezó a decir–. Yo puedo...

–No –la interrumpió él–. Esta vez no, Angie. Esta vez, tú vas a escucharme a mí.

Roque volvió al escritorio y abrió un cajón para sacar una carpeta... una carpeta en la que estaba escrito su nombre.

Con la boca seca, Angie empezó a leer y su corazón se iba encogiendo a medida que leía la columna de cifras. Y cuando llegó a la suma final, en la tercera página, por fin entendió.

Roque estaba en silencio, dejándola descubrir hasta dónde llegaba la mentira de su hermano, la deuda que había ido acumulando durante meses y meses.

–Pensabas que era yo quien se gastaba el dinero, ¿verdad?

–Al principio, sí –le confesó él–. Pensé que estabas intentando forzar una respuesta por mi parte y decidí esperar para ver hasta dónde llegabas...

–¿Quieres decir que podrías haber detenido este desastre antes y no lo hiciste? –lo interrumpió ella atónita.

–Tu hermano es un ladrón, Angie. ¿Y cuándo has permitido que yo hiciera nada al respecto? Yo era el intruso en mi matrimonio. Si me quejaba de tu hermano, tú te ponías furiosa. Si te aconsejaba, no me hacías ni caso. Bueno, pues esta vez va a ser diferente –Roque tomó la carpeta y volvió a guardarla en el cajón–. Esta vez, yo voy a controlar a tu hermano y tú vas a tener que tragarte tu orgullo.

–Pero tú sabes que conseguiré el dinero, cueste lo que cueste.

–Tú no tienes que pagarme nada.

–Es mi tarjeta de crédito, está a mi nombre. Y sé que no puedes demandar a mi hermano. Sólo tendría que hablar con un abogado y...

–O yo podría llamar a la policía ahora mismo y dejar que ellos decidieran.

–Y yo podría cambiar la demanda de divorcio –replicó Angie porque no tenía más armas–. Podría pedirte la mitad de todo lo que tienes. Sería fácil en cuanto citase tu adulterio con Nadia.

Roque dejó escapar un suspiro.

–Inténtalo y haré que detengan a tu hermano.

Estaba lanzando el guante, eso era evidente.

–¿Para qué me has hecho venir si no estás dispuesto a negociar?

Estaba asustada, pensó Roque, pero aún tenía personalidad y carácter suficientes como para no dar un paso atrás. Dejándose llevar por el instinto, se colocó directamente frente a ella.

–Te he traído para esto –murmuró, poniendo una mano sobre su hombro.

–No te atrevas –dijo Angie, con tono de advertencia.

Pero sí se atrevió.

Angie intentó apartarse, pero Roque puso la otra mano en la base de su espina dorsal para atraerla hacia su torso.

Todo en él era grande, duro y familiar. Era como algo precioso que hubiese perdido...

–Te odio –susurró, en un último intento de salvarse.

Y Roque sonrió porque sabía muy bien contra qué estaba luchando.

Pero enseguida dejó de sonreír e inclinó la cabeza para buscar sus labios.

Ella se puso tensa, temblando en su determinación de no sentir nada. Lo intentó, intentó no responder en absoluto, pero el calor de sus labios le provocó un escalofrío imperdonable. Y se rindió. Se rindió como una tonta y abrió los labios en una invitación que Roque aceptó de inmediato.

Se ahogó en ese beso durante treinta segundos, dejando que la volviese loca, que la llevase a un mundo que había intentado no recordar en doce meses. Pero deseaba tocarlo, besarlo... y sentía el urgente escalofrío de deseo que sólo Roque podía crear dentro de ella.

Angie se agarró a la pechera de su camisa, haciendo que Roque temblase al notar el roce de sus uñas a través de la tela.

–Gatinha –murmuró.

La gata que había en Angie ronroneó de rabioso triunfo. Y luego, con una rabia para la que debería haber estado preparado, clavó los dientes en sus labios.

Dejando escapar un gemido, Roque la echó hacia atrás y lo que siguió fue un beso tan profundo, tan ardiente, que Angie no pudo hacer más que cerrar los ojos y sentir.

Sus pechos estaban aplastados contra el torso masculino, sus rosados pezones endureciéndose bajo la gabardina. Le devolvía el beso con un ardor que la avergonzaba pero que no podía controlar.

Roque levantó entonces la cabeza para mirarla a los ojos y luego, con sensual arrogancia, volvió a inclinarse para pasar la lengua por sus labios hinchados.

–Sólo puedes negociar con esto, minha dolce. O lo tomas o lo dejas.

Y después, con una frialdad que dejó a Angie sorprendida, la soltó para dirigirse a la puerta.

Furiosa y avergonzada por su debilidad, apretó los puños mientras lo veía salir del estudio.

–Cualquiera diría que tú eres perfecto –le espetó–. Pero me fuiste infiel. ¿Eso no cuenta para nada?

Roque se detuvo en el quicio de la puerta.

–Contaba para algo hace doce meses, cuando merecías una explicación. Pero te negaste a escucharme y ahora es demasiado tarde. Así que acepta mi consejo: olvida el asunto y sigue adelante.

«¿Sigue adelante?».

Angie dejó escapar una risita estrangulada.

¿Eso era todo lo que tenía que decir el hombre al que había amado con toda su alma?

Roque le había roto el corazón, había destrozado su capacidad de creer en sí misma.

Se habían conocido en Londres, durante una sesión fotográfica. Alto, moreno y guapísimo, Angie había pensado que era uno de los modelos con los que iba a posar. Pero cuando una modelo brasileña, Nadia Sanchez, se abrazó a él, dedujo que sería ese novio del que tanto hablaba.

–¿No sabes quién es? –le había preguntado una compañera–. Es Roque de Calvhos, el millonario más guapo y más interesante de Londres.

Y estaba mirándola a ella directamente, como si Nadia no estuviera allí. Pero había perdido su oportunidad de impresionarla en ese mismo instante porque ella no tenía tiempo para libertinos que se dedicaban a mirar a otra mujer mientras estaban con su novia.

De modo que le dio la espalda y no volvió a mirarlo.

Unas horas después, recibió una llamada en su hotel y cuando le dijo su nombre Angie tardó unos segundos en recordar.

–Me gustaría invitarte a cenar –anunció, con un tono de total seguridad, como si ella fuera a ponerse a dar saltos de alegría.

Angie le dijo claramente lo que podía hacer con su invitación y colgó el teléfono. Y cuando unos minutos después llegó un ramo de flores a la habitación lo devolvió con una nota:

Vamos a dejar un par de cosas claras, señor Calvhos. Yo no salgo con hombres que tienen novia y no tengo por costumbre engañar a mis compañeras. Borre mi nombre y mi número de teléfono de su agenda y no vuelva a llamarme nunca más.

–De Calvhos –la corrigió él por teléfono al día siguiente–. Y las agendas se volvieron obsoletas con la llegada de la BlackBerry.

–Y yo tengo que irme al aeropuerto –replicó Angie, antes de colgar.

Había hecho el circuito de la moda, París, Milán y Nueva York, y estaba de vuelta en Londres cuando se encontraron de nuevo. Nadia y ella no se habían visto desde la sesión fotográfica, de modo que cuando empezó la semana de la moda en Londres, Angie estaba en guardia, esperando que Roque apareciese en cualquier momento.

Lo vio durante el primer desfile, sentado al lado de Carla, y tuvo que recorrer la pasarela apretando los dientes porque podía sentir cómo la desnudaba con la mirada. Pero lo que realmente la perturbaba era pensar que seguramente la habrían desnudado con la mirada cientos de veces sin que ella se diera cuenta.

Hacer que la ropa que lucía pareciese increíblemente sexy era su trabajo, nada más. No quería que Roque de Calvhos la desnudase con la mirada. Y no quería saber que ella era susceptible a la mirada de un hombre.

Cuando terminó el desfile, Roque apareció entre bastidores con Carla del brazo. Irritantemente seguro de sí mismo, estaba usando a la única persona que Angie podía llamar amiga para que los presentara. Y cuando quería, podía derretir a un iceberg con su encanto, tuvo que reconocer.

Lástima que Nadia apareciese en ese momento para tomarlo del otro brazo como una gatita.

Angie se alegró cuando sonó su móvil, pero era el director del internado en el que estudiaba su hermano para decirle que Alex había sido ingresado en el hospital después de una pelea con un compañero.

Disculpándose a toda prisa, Angie salió del pabellón donde tenía lugar el desfile para buscar un taxi, pero Roque apareció a su lado de repente...

–Mi coche está aquí al lado. Yo te llevaré.

Ése había sido el principio del fin de su resistencia, pensó Angie. Seguramente por la paciencia con la que había soportado su hostilidad mientras la llevaba hasta el hospital de Hampshire para ver a su hermano. Y mientras hablaba con el director del internado, según el cual Alex había empezado la pelea...

Agotada mientras volvían a Londres, y de mal humor, Angie le recordó que había dejado a Nadia esperando.

–Nadia y yo no somos pareja desde el día que te vi en esa sesión fotográfica –le informó él–. Pero dime una cosa: ¿por qué tienes que cuidar de tu hermano? ¿Y tus padres?

Por alguna razón que Angie aún no había podido descifrar, esa pregunta había terminado con sus objeciones y, por primera vez desde que tuvo que hacerse cargo de Alex, se encontró abriéndole su corazón a otra persona. Cuando por fin llegaron a su apartamento en Chelsea estaba fascinada por Roque de Calvhos.

Angie suspiró mientras se apoyaba en el escritorio. Una semana después se había convertido en su amante y, tres meses más tarde, Roque le había pedido que se casara con él. Y un año después todos sus sueños estaban rotos... más que rotos, destrozados por una secuencia de eventos en los que aún no quería ni pensar.

–Quítate la gabardina.

Angie no tuvo tiempo de disimular. Ella tenía el corazón roto y él estaba ahí, tranquilamente, con los brazos cruzados, mirándola.

–Cuando te miro veo a Nadia –lo acusó.

–Cuando yo te miro, veo a una mujer muy testaruda –replicó él–. Deja de pelearte conmigo, Angie. Ha pasado un año, acéptalo.

–No quiero volver a verte, no quiero formar parte de tu vida.

–Pero estás en mi vida de nuevo porque, meu querida, tu hermanito espera que vuelvas a sacarlo de un apuro.

Estaba retándola a negarlo, pero no podía hacerlo.

–No entiendo por qué me quieres en tu vida. No fuiste feliz viviendo conmigo la primera vez.

–Tuvimos nuestros buenos momentos.

–Tú puedes encontrar buenos momentos cuando quieras –replicó ella, irónica– y sin tener que soportar una esposa que te haga sentir culpable.

–Yo no me siento culpable.

–Pues deberías. Te acostaste con Nadia y al día siguiente salió en todos los periódicos. No te atrevas a decir que no te sientes culpable cuando era a mí a quien ridiculizaban por no haber sabido hacer feliz a mi marido.

–¿Y me hacías feliz?

No había el menor remordimiento en su expresión. No, ella no había hecho feliz a Roque. ¿Pero había hecho Roque el menor esfuerzo por hacerla feliz a ella?

Se quejaba continuamente de su trabajo, se quejaba de Alex. Cada decisión que tomaba sobre su hermano se convertía en una discusión. Cuando intentaba hacerle entender su punto de vista, Roque se impacientaba y a veces, cuando se sentía sola y desconcertada, se escondía en el cuarto de baño para llorar.

–Tengo hambre –dijo él entonces–. ¿Vas a quedarte o no?

¿Estaba pensando en comida mientras ella recordaba su triste pasado? Angie se cruzó de brazos sin decir una palabra y el silencio se alargó hasta que Roque volvió a preguntar:

–¿Vas a quedarte?

–¡Me quedo! –exclamó Angie, con una furia que debería haber hecho temblar las paredes.

El aire parecía cargado de electricidad pero, sin decir una palabra, Roque apartó sus brazos para desabrochar la gabardina.

–No te enfadarías tanto si no intentases controlarlo todo.

Angie lo miró entonces y notó que tenía un bulto en el labio inferior. Le había hecho sangre al morderlo.

–Perdona... –sin pensar, levantó un dedo para tocar el labio pero enseguida lo apartó, encogiéndose de hombros.

Mientras Roque desabrochaba su gabardina, Angie sentía que los ojos le quemaban. Tenía una opresión en el pecho que le impedía respirar.

–No pienso acostarme contigo –le advirtió.

Roque tomó su mano sin decir nada, pero lo que Roque de Calvhos podía decir con el silencio debería ser embotellado y vendido en las tiendas, pensó Angie.

Él sabía por qué había dicho eso, sabía que no podía estar a su lado sin querer devorarlo. Roque era su debilidad. No su mente, ni su dinero, ni siquiera el encanto que mostraba en algunas ocasiones.

No, ella deseaba su cuerpo, así de sencillo.

Pero ya no lo amaba, se decía a sí misma.

No lo amaba.

Angie dejó que la llevase hacia el salón, con una barra que lo separaba de la cocina.

No había comido nada desde el almuerzo, que había consistido en una manzana y un yogur, de modo que al notar el delicioso aroma que salía del horno su estómago reaccionó apropiadamente.

Pero cuando Roque abrió la puerta del horno, Angie frunció el ceño. Porque de todas las cosas que Roque de Calvhos hacía bien, cocinar no era una de ellas. Podía hacer una ensalada o un bocadillo, pero cocinar era algo que dejaba para los chefs profesionales o los restaurantes de cinco tenedores a los que solía acudir.

La señora Grant iba a diario para encargarse de la limpieza del apartamento, pero nunca le habían pedido que cocinase. Y, sin embargo, Roque sacó una bandeja de algo que parecía pasta cubierta de queso gratinado.

–¿Tú has hecho eso?

–Es pasta congelada, sólo he tenido que meterla en el horno –contestó él–. Las verduras y la salsa son del restaurante Gino's.

–Ah, claro.

Gino's era un restaurante italiano al que solían ir a menudo.

–Gino se ha negado a enviarme la pasta porque es pasta fresca y se estropea... –Roque había abierto el microondas para sacar un recipiente con salsa, pero lo tiró sobre la encimera soltando una palabrota cuando se quemó los dedos.

Y, sin poder evitarlo, Angie lo apartó a un lado para encargarse de la cena.

Unos minutos después, la salsa de Gino's se mezclaba con la pasta y con unas verduras riquísimas. Negándose a mirar a Roque, que estaba apoyado en la encimera, Angie lo sirvió todo en una bandeja y se volvió para llevarla a la mesa pequeña, frente a uno de los ventanales. Había una mesa más grande, más formal, en la zona que servía de comedor, una antigüedad importada de su Portugal natal, como el escritorio, pero sólo la usaban cuando tenían invitados, algo que no ocurría a menudo porque los dos trabajaban y viajaban mucho...

Angie interrumpió esos recuerdos para que no estropeasen el momento de calma.

La mesa estaba puesta para dos y casi tuvo que sonreír porque poner la mesa era una de las pocas tareas domésticas que Roque era capaz de hacer.

–Exquisita –murmuró él.

–Claro que es exquisita, Gino ha hecho las verduras y la salsa –replicó Angie.

–Meu Deus, no me refería a la pasta –dijo Roque, mirándola a los ojos.

Capítulo 4

ANGIE sintió que se ahogaba. Roque estaba mirándola, sus brillantes ojos oscuros clavados en la minifalda negra con estampado esmeralda y el top de gasa negra.

Sin las medias, la falda sería indecente. Con las medias, lo que esa falda hacía por sus piernas era sensacional. Y lo que el top hacía por sus altos pechos, que subían y bajaban bajo la gasa, provocó una reacción directa, cruda y posesiva.

Él sabía que trabajaba en las oficinas de CGM y, por la hora que era, debía haber salido corriendo para llegar allí antes de las ocho. Pero imaginarla en la oficina con ese atuendo despertaba su lado más primitivo. Su pelo era una masa brillante de color cobrizo que le llegaba por debajo de los hombros y con esas piernas interminables...

Si hubiese entrado allí completamente desnuda no lo habría excitado más. Quería tomarla entre sus brazos y hacer que enredara las piernas en su cintura, quería enterrar la cara en sus pechos...

Quería llevarla al dormitorio y dejar su sello en ella de forma que no quisiera volver a marcharse.

–No hagas eso –dijo Angie entonces.

–¿Que no haga qué?

«¡Eso!», hubiera querido gritar Angie.

–¿Vas a comerte la pasta o no?

–Por lo menos, ahora entiendo lo del bolso verde –intentó bromear Roque, señalando el estampado de su falda.

–Es vieja, la compré el año pasado después de...

No terminó la frase y los dos se quedaron en silencio.

–¿Dónde fuiste cuando te marchaste de aquí? –le preguntó Roque unos segundos después.

–A ningún sitio –contestó ella, encogiéndose de hombros.

–Te busqué por todas partes, pero era como si hubieses desaparecido de la faz de la tierra.

–Cuando tienes una cara relativamente conocida debes desaparecer si no quieres que te encuentren –dijo Angie, intentando mostrarse fría para disimular lo que sentía en realidad.

Roque hizo una mueca mientras servía la pasta.

–¿Te fuiste a un convento o algo así? No, no puede ser porque te busqué en todos los conventos. Y en los hoteles, en los balnearios. Incluso en los hospitales... pero supongo que te importará nada saber que estaba preocupado por ti.

Angustiada, Angie estaba a punto de salir corriendo. No quería recordar los tres meses de autoimpuesto aislamiento o el mes que pasó confinada en una cama de hospital.

Roque la miraba con el ceño fruncido, sorprendido al verla tan pálida.

–Angie...

–No quiero hablar de eso –lo interrumpió ella, tomando el tenedor para probar la pasta. Estaba riquísima, pero le resultaba casi imposible tragar.

Roque hizo lo mismo, pero cuando pareció hartarse de fingir que estaba disfrutando de la cena se echó hacia atrás con un suspiro y Angie aprovechó para levantarse y tomar su plato.

Pero, de nuevo, Roque la sorprendió tomándola por la muñeca.

–¿Qué pasa ahora?

–Tus anillos. No llevas los anillos.

–No, claro que no –Angie soltó su mano–. Me los quité cuando dejaste de serme fiel...

Pero no terminó la frase.

–Dios mío...

¡Los anillos!

Si su hermano había robado la tarjeta de crédito del cajón, ¿se habría llevado también los anillos?

Nerviosa, salió corriendo hacia el estudio de Roque y volvió unos segundos después, con el bolso en la mano e intentando ponerse la gabardina.

–¿Dónde vas?

–Tengo que ir a mi apartamento –Angie se pasó la lengua por los labios, nerviosa–. Creo que me he dejado algo... encendido en la cocina.

No le resultaba fácil mentir y, por su expresión, Roque sabía que estaba mintiendo. Pero no se atrevía a decir en voz alta lo que pensaba. No se atrevía a mencionar el nombre de su hermano.

–Volveré –le aseguró–. Cuando... cuando...

–Voy contigo.

–¡No! Puedo ir en taxi. No tienes que venir conmigo.

Roque puso una mano en su espalda.

–No soy tonto, Angie. No sé qué te ha asustado tanto, pero quiero saberlo.

–No me ha asustado nada. Es que acabo de recordar que he dejado algo al fuego en la cocina...

–Eso es mentira –la interrumpió Roque.

Ella dejó escapar un suspiro. Sabía que discutir no serviría de nada, de modo que decidió permanecer en silencio mientras bajaban al aparcamiento del edificio.

Roque le abrió la puerta de su Porsche y le hizo un gesto para que entrase.

–No estoy segura –empezó a decir ella, nerviosa–. Creo que me he dejado algo encendido en la cocina, pero la verdad es que no lo sé.

Roque atravesó la ciudad sin decir nada y cuanto más se acercaban a su apartamento, más nerviosa se ponía.

Bajó del coche antes de que él pudiese abrirle la puerta y buscó las llaves en el bolso. Una vez arriba, tardó dos segundos en llegar a su dormitorio y abrir el cajón de la mesilla.

En el interior había muchas cosas que no había visto en meses, pero lo que buscaba era una cajita en particular. Y cuando por fin la sacó con manos temblorosas y vio que en el interior estaban los anillos dejó escapar un suspiro de alivio.

Angie miró el anillo de pedida que le había regalado Roque, una joya familiar que había pertenecido a su familia durante siglos. Igual que la alianza, que no era una alianza corriente, sino un anillo con un fabuloso diamante rosa rodeado de diamantes blancos.

Había pensado devolverle los anillos cuando volvió a Londres, pero los había guardado en el cajón junto con la tarjeta de crédito y se había olvidado de ellos por completo.

Había querido olvidarse de ellos.

Necesitaba olvidarse de ellos.

Pero ahora, mirando esas joyas irreemplazables, se sintió culpable por haberlas tirado en el cajón como si no valiesen nada.

Su hermano se había dejado una fortuna en el cajón, pensó. Con el diamante rosa podría pagar todas sus deudas y aún le quedaría dinero.

Roque miraba la escena con los labios apretados. No por los anillos, sino por la angustia de Angie. Evidentemente, había temido que su hermano se los hubiera llevado.

–Bueno, ya que estamos aquí puedes hacer las maletas.

–No se ha llevado los anillos –dijo ella.

–¿Y qué más da? –exclamó Roque–. ¡Tú misma has creído que se los había llevado y estás intentando contener las lágrimas porque es un alivio que no lo haya hecho!

–¡No me grites! –exclamó Angie.

–Los anillos no importan, pero la tarjeta de crédito sí. Si vuelves a sacarle de este apuro, ¿qué crees que hará la próxima vez? ¿A quién va a robarle dinero para financiar su adicción al juego?

–¡Alex no es un adicto al juego! Tú especulas en bolsa todo el tiempo...

–Pero yo no robo dinero a nadie para hacerlo. Ni arrastro a mi familia como Alex hace contigo.

Angie sacudió la cabeza.

–Alex es todo lo que tengo.

Su voz había sonado tan débil, tan rota, que Roque tuvo que mirar hacia la pared para no abrazarla.

–¿Y dónde está el cariño de Alex por ti, Angie?

–¿Qué quieres decir?

–¿Cuánto tiempo habrían seguido los anillos en ese cajón si yo no hubiera descubierto lo de la tarjeta? ¿Crees que tu hermano no vio los anillos? No se los llevó porque llevarse la tarjeta era más fácil. Y seguramente pensó que vender el diamante de De Calvhos le traería problemas –Roque se pasó una mano por el cuello–. ¿Y cómo se te ocurre guardar algo tan valioso en un cajón? Deberían estar en el banco.

–Sí, lo sé –Angie suspiró–. Lo siento.

Roque dejó escapar un gruñido de exasperación. No quería que Angie se disculpase. Lo que quería...

Guardando la caja en el bolsillo del pantalón, la tomó del brazo.

–Muy bien, vas a hacer la maleta y vas a venir conmigo ahora mismo. Y, a partir de ahora, yo me encargaré de tu hermano.

–Si le haces daño a Alex, no te lo perdonaré nunca –replicó Angie.

–No voy a hacerle daño, al contrario. Quiero enseñarle a ser un hombre antes de que sea demasiado tarde. Creo que en el fondo quiere que le den una lección.

–Por favor...

–Me odia, pero le gustaría ser como yo. ¿Por qué crees que se ha dedicado a jugar en bolsa en este momento, cuando nadie que no sea un experto se atreve a hacerlo? Yo soy un ejemplo para él, el único hombre de su entorno que ha tenido éxito en los negocios. Le habría encantado tirarme la tarjeta a la cara con un montón de dinero y decirme que me fuese al infierno.

–Pero tú lo enviaste a mi casa, con el rabo entre las piernas.

–Como debe ser –replicó Roque–. Tiene que aprender a afrontar sus responsabilidades de una vez por todas y yo le enseñaré a hacerlo.

–No dirías eso si supieras lo que dice de ti.

–Soy mayorcito, me importan un bledo sus insultos.