Seducción por venganza - Cathy Williams - E-Book
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Seducción por venganza E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Quería convertirse en el padre de su hija... El millonario Riccardo Fabbrini estaba furioso porque durante mucho tiempo le habían ocultado que tenía una hija y, según él, la culpa de todo la tenía la mujer que la había estado cuidando, la bella Julia Nash. Riccardo decidió utilizar su arma más poderosa para vengarse: la seducción. Después de todo, hasta aquel momento ninguna mujer había conseguido resistirse a sus encantos... Pero con cada beso que compartía con la impetuosa Julia, la rabia de Riccardo fue desapareciendo poco a poco y fue dejando su lugar a un sentimiento desconocido... aquello era algo que no había sentido jamás...

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Cathy Williams

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción por venganza, n.º 1388 - septiembre 2015

Título original: Riccardo’s Secret Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6857-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

RICCARDO Fabbrini esperaba en la parte trasera del bar que rebosaba de gente. Sus ojos negros escrutaban metódicamente el recinto y se sentía irritado cada vez que pensaba en la inferioridad de su situación.

Esa mañana había recibido la llamada. La voz al otro lado de la línea era tan persuasiva que había conseguido superar todos los obstáculos y filtros.

Recorría el bar con la mirada, maldiciendo. Buscaba a una mujer que estuviera sola, la mujer que le había dejado un mensaje citándolo en ese bar de copas lleno de humo. Pensaba que si hubiera contestado la llamada en persona habría averiguado el motivo del encuentro y, por supuesto, no habría quedado con ella. Pero esa vez, la señora Pierce, siempre tan competente y meticulosa, se había dejado engañar por una voz suave y algún cuento de hadas.

A él no le gustaba perder el tiempo, así que esperaba que lo que aquella mujer tuviera que decir fuera algo importante.

–¿Puedo servirle en algo, señor?

Impaciente, Riccardo posó su mirada en una mujer pequeña, con uniforme de camarera, que lo miraba con gesto de agrado.

Estaba acostumbrado a que el sexo opuesto reaccionara así ante él y en otro momento habría utilizado su encanto y coqueteado con esa bonita muchacha. Pero esa no era una situación normal. Una mujer había convencido a la señora Pierce de que el mensaje que tenía era de la mayor importancia y lo había coaccionado para que fuera al bar.

Se indignaba solo de pensarlo.

–He quedado con una persona –contestó en tono cortante.

–¿Cómo se llama? –la bonita rubia se acercó al mostrador, tomó la lista de las reservas y se la mostró.

–Esa es –dijo señalando el nombre Julia N. que aparecía marcado en la lista–. Está aquí, ¿verdad? –preguntó mientras miraba a su alrededor sin encontrar a la persona que se había imaginado.

Se le antojaba que sería como las mujeres que le gustaban a él: alta, de piernas largas, rubia, vanidosa y no demasiado inteligente. Con mujeres así no corría peligro de comprometerse. Disfrutaban de exhibirse con él y de recibir sus atenciones, pero sabían cuál era su sitio.

También tenía una idea clara de lo que la mujer en cuestión quería: dinero. ¿Acaso no era lo que las mujeres siempre buscaban? Por muy ingenuas que parecieran su cuenta bancaria siempre las impresionaba. Estaba prevenido contra eso. Sería implacable y no se dejaría ablandar por ninguna historia triste.

Reprimió su mal humor. Ya estaba metido en el lío y decidió que trataría de pasarlo lo mejor posible.

–Sígame, señor –dijo la pequeña rubia de pelo rizado y estupendo trasero. Riccardo la siguió, mientras imaginaba el agudo diálogo que iba a sostener. Dejaría bien claro que nadie, absolutamente nadie, le tomaba el pelo a Riccardo Fabbrini. El paseo terminó frente a una mesa donde, en lugar de la rubia imaginada, estaba una mujer esbelta de pelo castaño que le tendió la mano–. ¿Le traigo algo de beber? –preguntó la camarera.

Riccardo no contestó y se quedó perplejo ante la mujer que estaba ante él; preguntándose quién diablos sería.

–¿Señor Fabbrini? –preguntó Julia al imponente extraño de piel aceitunada. Se arrepentía de haber forzado ese encuentro. Pero era inevitable y, a juzgar por la expresión de él, iba a ser mucho más difícil de lo que ella imaginaba–. ¿No quiere sentarse? –insistió Julia con educación.

–No, no quiero sentarme. Lo que sí quiero es que me diga quién es usted y por qué me ha hecho perder el tiempo arrastrándome hasta aquí –el tono era amenazante.

Julia sintió un sudor frío por todo el cuerpo. Respiró hondo.

–Pensé en ir a verlo a su oficina –dijo Julia titubeante–, pero decidí que sería mejor verlo en un sitio más neutral. Me gustaría que se sentara, señor Fabbrini. Me será muy difícil tener una conversación con usted si continúa mirándome desde ahí arriba.

–¿Mejor así? –en lugar de sentarse, Riccardo se inclinó apoyándose en la mesa con las dos manos de modo que sus ojos estuvieran a la misma altura que los de ella. Julia se estremeció ante su presencia tan masculina.

Ella ya sabía cuál era su aspecto porque había visto fotos suyas y había oído hablar de su tremenda personalidad, pero no estaba preparada para el impacto de verlo en persona. Su altura, su atractivo, su tremenda masculinidad la dejaron casi sin respiración.

–No –dijo Julia con tanto aplomo como pudo–. No es mejor así, señor Fabbrini. Usted está haciendo todo lo posible por que me sienta amenazada y así no funciona. No voy a permitir que me amenace –por fortuna estaban en un rincón apartado del bar donde podían pasar desapercibidos.

Riccardo continuó mirándola sin decir nada. La voz aterciopelada de ella no encajaba con su apariencia, tan normal. Aparentaba estar calmada, pero le temblaban las manos y Riccardo notó con satisfacción que su cuerpo no podía disimular el efecto que él le causaba.

Apartó una silla y se sentó

–Mi secretaria me dijo que usted se negó a darle su apellido. No me gustan los misterios y no me gustan las mujeres que creen que soy tan tonto como para tragarme un cuento cualquiera. Consiguió que viniera, y ahora que estoy aquí me va a contestar unas cuantas preguntas. Empezando por su nombre. Su nombre completo.

–Julia Nash –esperó a ver si él reaccionaba, pero no lo hizo. No estaba segura de que reconociera el nombre, pero quizás Caroline no lo reveló cuando años atrás lo confesó todo. Estaba en tal estado de desesperación que no había tenido reflejos para prever las posibles consecuencias.

–Ese nombre no me dice nada –dijo él con indiferencia. Se inclinó un poco para llamar la atención de la camarera que, aunque no estaba cerca, no le quitaba ojo fascinada por el hombre primitivo que se escondía debajo del elegante e impecable traje gris–. Y tampoco la conozco de nada –continuó tras pedir un whisky con hielo.

Riccardo afirmaba con convencimiento. El nombre no le sonaba de nada y estaba seguro de que a ella la habría reconocido aunque solo fuera porque contrastaba con todas las magníficas rubias que salpicaban su vida.

Riccardo tomó el vaso de mano de la camarera sin mirarla siquiera.

–¿Quieren que les traiga algo de comer?

–Dudo que esté aquí tanto tiempo –contestó Riccardo a la camarera.

–¿Cómo sabe que no me conoce de nada? –preguntó Julia tratando de postergar lo que tenía que decir. Él sonrió con frialdad.

–Nunca me he sentido atraído por los pequeños gorriones –atacó él.

Eso dolía, pero Julia no permitió que se notara, ni tampoco el desprecio que sentía por ese hombre a causa de lo que había oído hablar de él.

–Puede estar tranquilo. Los pequeños gorriones tampoco sienten ninguna atracción por los halcones vanidosos.

–Pues ya que hemos terminado con los cumplidos, ¿por qué no hablamos del negocio, señorita Nash? Porque algún negocio es lo que usted tiene pensado, ¿no es cierto? –Riccardo se reclinó un poco y dio un sorbo a su bebida–. ¿Tal vez usted pensaba que con un enfoque original conseguiría un trabajo en una de mis empresas? Siento decirle que no soy un hombre que aprecie los enfoques originales, sobre todo si me roban el poco tiempo que tengo para mí.

–No estoy buscando trabajo, señor Fabbrini.

Riccardo la observaba y Julia volvió a sentirse insegura y apretó su copa como para afianzarse.

Muy pocas cosas despertaban la curiosidad de Riccardo Fabbrini. Durante la enfermedad de su padre había hecho carrera gracias a su carácter frío y obstinado y a su sentido de la lógica para resolver los problemas. No tenía tiempo para sentir curiosidad y ni siquiera las mujeres se la despertaban. Todas eran predecibles como las mareas.

Pero... ese pequeño gorrión que tenía enfrente era otra cosa. No era nada de tipo sexual. Los ojos que había detrás de las gafas eran de un raro tono de gris, y su cuerpo no estaba mal aunque algo demasiado delgado, sobre todo en el pecho. Y qué voz. No era de extrañar que hubiera convencido a la señora Pierce. Riccardo casi deseaba oír la mentira descarada que iba a salir de esos labios tan delicados.

–Dinero, entonces –dijo él–. ¿Trabaja para alguna obra de caridad? ¿Su misión es buscar posibles donantes? Si es así, concierte una cita con mi secretaria. Estoy seguro de que podremos hacer algo.

–Es algo más complicado.

Riccardo se sintió decepcionado por haber acertado en que el dinero era el fondo de la cuestión. Había tenido que cancelar una cita con su rubia más reciente para asistir a ese encuentro.

–Siento no estar de acuerdo, señorita Nash. Me parece que es una ecuación bastante simple y que no era necesario recurrir a este encuentro. Usted quiere dinero. Yo tengo dinero. Dígame el motivo y verá que puedo ser generoso con mis donaciones.

–No hay ninguna ecuación que resolver.

Riccardo la miró.

–¿Ninguna ecuación? Entonces dígame lo que quiere y acabemos de una vez. Como ya le dije, no me gustan los misterios y este ya está sobrepasando los límites de tolerancia.

Julia palideció. Tenía que enfrentarse a la cuestión. Pero ¿cómo iba a plantearlo? Ella era maestra y dominaba el lenguaje. Pero no tenía palabras para la realidad que tenía que exponer.

Alzó la vista con valentía y la mirada pensativa e intensa de él la sobrecogió.

–Es sobre su esposa. Su ex esposa. Caroline –consiguió decir y se quedó mirando cómo él se ponía tenso. Al ver que no respondía, Julia respiró hondo y prosiguió–. Pensé que reconocería el apellido. Pero quizás Caroline nunca se lo dijo...

«Las sorpresas son siempre desagradables», recordó Riccardo que le decía su padre. Pero esa sorpresa lo había dejado atónito. A Caroline la tenía relegada al olvido, enterrada bajo recuerdos de otras mujeres, y solo surgía de vez en cuando en sus pesadillas. Y cada vez menos.

–¿No va a decir nada? –preguntó Julia con ansiedad y lo miró de tal forma que Riccardo tuvo que hacer grandes esfuerzos por mantener su apariencia de calma y frialdad.

–¿Qué tengo que decir? –contestó él cortante–. No tengo intención de mantener una charla íntima sobre mi ex mujer con usted. Que descanse en paz –comenzó a levantarse, pero la mano de ella le tocó el brazo.

–Por favor... –suplicó Julia con voz dulce–. No he terminado.

Riccardo miró la mano con desagrado, pero volvió a sentarse abrumado por los recuerdos que le surgían de lo más profundo.

Julia se sintió aliviada cuando él pidió otra bebida para los dos.

–¿Cómo iba a reconocer el apellido? –su voz era dura como la expresión de sus ojos.

–Porque... –Julia titubeó–. Porque Martin Nash era mi hermano. El hombre que...

–¿Por qué no dice las palabras, señorita Nash? El hombre que me substituyó –Riccardo hizo una mueca de amargura–. ¿Y a qué debo el placer de este viaje al mundo de la memoria? Por lo que yo recuerdo ella era una divorciada muy rica cuando nos separamos. Ella y su amante. ¿Acaso se olvidaron de dejarle algo en el testamento cuando murieron? –su voz burlona fingía compasión y Julia se puso tensa de rabia.

Ese hombre era tan malvado como Caroline lo había descrito. Julia podía comprender la decisión de su cuñada de romper todo contacto con él. De no decir nada. En aquel momento había intentado persuadirla de que actuara de otro modo. En el fondo, sentía que esa decisión no era correcta.

–Yo quería a mi hermano, señor Fabbrini. Y también quería a Caroline.

Riccardo sintió tal rabia que tuvo que apretar los puños para no hacer lo que pensaba. Los ojos despedían fuego y Julia podía sentir que le quemaban la piel.

–En ese caso, por favor acepte mi pésame –dijo él con frialdad.

–No lo dice con sinceridad.

–No, no lo digo, y estoy seguro de que puede entender el porqué. Puede que usted quisiera a mi ex mujer. Puede que la viera como el no va más de la belleza y la dulzura, pero ni era tan dulce ni tan compasiva como para no tener un amante a mis espaldas –el tono de Riccardo era como un látigo y los vecinos de mesa se volvieron a mirarlos.

–No fue así –protestó Julia.

–Ya no tiene importancia ¿no cree? Fue hace cinco años y la vida ha seguido su curso. Así que por favor vaya al grano y luego márchese. Vaya y búsquese una vida propia. Si cree que voy a escucharla y compadecerme, se equivoca, señorita Nash. Cualquier sentimiento que tuviera por mi difunta ex esposa se desvaneció el día que me dijo que estaba viéndose con otro hombre y que estaba enamorada de él.

–No he venido aquí a que me compadezca –replicó Julia.

–Entonces, ¿a qué ha venido?

–Para decirle que... –la magnitud de lo que tenía que decir hizo que se le secaran las palabras. Se quitó las gafas y fingió que las limpiaba.

Sin gafas parecía vulnerable y sus ojos más grandes. Pero Riccardo no quería sentir lástima por ella. Solo de pensar que era la hermana de su substituto lo llenaba de rabia. Podía imaginarla sentada con ellos escuchando cómo lo criticaban a sus espaldas sin que se pudiera defender.

Terminó su segunda copa y pensó en pedir otra. Ella se puso las gafas y lo miró de nuevo. Él decidió que no iba a ayudarla. Dejaría que tartamudeara la razón de ese extraño encuentro.

–Caroline y mi hermano habían estado viéndose durante los últimos cuatro meses de la relación entre ustedes dos, antes de que todo se fuera a pique –el vino ya había llegado y Julia dio un gran sorbo para darse ánimos–, pero no se acostaban juntos.

Riccardo soltó una carcajada.

–¿Y usted los creyó?

–Desde luego que sí –contestó Julia.

–Quizás yo sea algo más cínico que usted, señorita Nash, pero no puedo imaginarme a un hombre y una mujer en la flor de la vida haciendo manitas y susurrándose palabras dulces sin caer en la tentación de hacer el amor. Mi ex esposa era una mujer muy bella y muy atractiva. Dudo mucho de que su hermano pudiera pasarse sin tocarla aunque se lo propusiera.

–Nunca se acostaron juntos –repitió Julia con testarudez. Eso era lo que Caroline le había dicho y ella lo creía. Su relación no tenía nada que ver con el sexo, pero sí con el hombre que Julia tenía delante y que la estudiaba con expresión sombría. Caroline le tenía miedo. Se lo había confesado a Julia muchas veces, y resultaba evidente en la pena que reflejaba su hermosa cara.

Riccardo Fabbrini la aterrorizaba. Durante su corto noviazgo, la personalidad seria y perturbadora de él le parecía interesante, pero después de casarse le resultaba abrumadora. Caroline era dulce y de buen carácter y no estaba preparada para tratar con alguien con tanta agresividad masculina. Cuanto más dominante era él, menos capaz de responder era ella, y se iba marchitando como una flor. Y cuanto más se marchitaba, más dominante se volvía él. Caroline decía que era como un toro rabioso.

Martin, era de aspecto atractivo y convencional. Tenía la sonrisa fácil y era tímido y compasivo. Era como un bálsamo para ella.

Pero no se habían acostado. Ella detestaba la idea de traicionar a Riccardo físicamente, y solo habían hablado, se habían comunicado, durante las largas noches de soledad cuando Riccardo iba al ático que tenía en el centro de Londres a desahogarse de sus frustraciones. Caroline se echaba a temblar solo de imaginar de qué manera lo hacía.

–Puede que no se acostaran –concedió él–. Caroline no era muy apasionada. ¿Así que este encuentro era para decirme eso? ¿Para hacer las paces con el diablo y limpiar el nombre de su hermano? –dijo Riccardo riendo–. Considere que su esfuerzo ha dado resultados.

Julia tomó aliento y dijo temblando:

–He venido a decirle, señor Fabbrini, que tiene una hija. Se llama Nicola.

Tras un largo silencio, Riccardo comenzó a reír. Su incredulidad no tenía límites y reía con fuerza. Finalmente se calmó.

–Así que, señorita Nash, soy un papá. Yo pensaba que usted había venido por dinero, y confieso que no acertaba a entender con qué argumento pensaba obtenerlo. Ahora ya lo sé y me quito el sombrero. Es el argumento más ingenioso que se pueda imaginar. Excepto por un pequeño detalle. Es obvio que no me conoce. Al parecer usted cree que soy tonto y que iba a tragarme que la hija de su hermano es hija mía –volvió a reír con desagrado.

–Caroline se quedó embarazada dos semanas antes de que ustedes se separaran –informó Julia–. Puede escoger entre creerlo o no, pero esa es la verdad, y eso es lo que he venido a decir. No quiero dinero suyo, solo pensaba que debería saber que su hija existe. Pero parece ser que me equivoqué.

Con la cabeza erguida, Julia agarró su bolso y se puso en pie.

–¿Adónde cree que va? –preguntó él. Esa mujer lo había coaccionado a ir al bar y pensaba marcharse muy digna dejándolo con un sinfín de preguntas sin contestar. Ni por un minuto había creído que fuera el padre de la criatura, pero quería llegar al fondo y obligarla a confesar que todo era pura invención.

–Nunca debí venir, pero pensaba que era mi deber. Ya dije lo que tenía que decir –Julia se abrió camino entre la multitud. Estaba a punto de salir cuando oyó el vozarrón de Riccardo y vio que todo el mundo se volvía a mirar.

–¡Vuelva aquí! –bramó él. Julia no miró hacia atrás y caminó más deprisa hasta salir corriendo del bar. Fuera llovía y el pavimento estaba resbaladizo. Como llevaba tacones, tuvo que aflojar el paso por miedo a caer. No se había dado cuenta de que Riccardo la seguía y, de pronto, notó que la agarraban por el brazo–. ¡Me ha dejado plantado! –le gritó él con furia.

–Soy consciente de ello –le replicó Julia, gritando a su vez.

–¿Se cree que puede salir de la nada, hablarme de mi ex esposa, soltarme una historia increíble y luego dejarme plantado?

–Le dije cuanto tenía que decir. Ahora, ¡déjeme ir! ¡Me está haciendo daño!

–Me alegro –dijo él–. Es una pequeña satisfacción para mí después de su comedia de antes.

–¡Suélteme o empezaré a gritar! No querrá terminar en una comisaría por asaltarme ¿verdad?

–Tiene toda la razón. Eso no me interesa nada –comenzó a tirar de ella por el impermeable.

–¿Dónde me lleva? Puede que ese comportamiento de hombre de las cavernas sea aceptable en Italia, pero aquí hay leyes contra los hombres que maltratan a las mujeres.

–También las hay contra las mujeres que chantajean a los hombres para sacarles dinero mediante una mentira.

Riccardo seguía tirando de Julia y ella dejó de resistirse pensando que la arrastraba hacia un taxi. Pero no era eso. La estaba arrastrando hacia su propio coche, un elegante Jaguar estacionado en una calle lateral. Intentó zafarse, pero él era mucho más fuerte y grande y estaba rabioso. Estaba claro que no pensaba dejarla escapar hasta que confesara que todo era una farsa.

Riccardo estaba intentando recordar cuándo había hecho el amor con Caroline por última vez. Había sido hacia el final de su malogrado matrimonio, una noche en que había regresado muy tarde a casa y bastante bebido, pero con un ramo de flores para intentar reconquistar a la esposa que ya lo había dejado, si no en cuerpo, sí en alma. La esposa que él también había abandonado.

El intento había fallado. Ella había aceptado que la despertara y había recibido el ramo de flores ajadas. Aunque estaba muy cansada, había tenido la cortesía de ponerlas en un florero y de dejar que le hiciera el amor.

–Me ha mentido –dijo con rudeza–, y quiero que lo reconozca.

–No voy a entrar en ese coche con usted.

–Hará lo que yo le diga –ordenó con arrogancia.

–¿Cómo se atreve a hablarme así?

–¡Suba al coche! ¡Aún no hemos terminado de hablar!

–No lo haré...