Seduciendo al mejor amigo de mi hermano - Jennifer L. Armentrout - E-Book

Seduciendo al mejor amigo de mi hermano E-Book

Jennifer L. Armentrout

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Beschreibung

Madison Daniels adora al mejor amigo de su hermano desde que eran niños. Todo el mundo piensa que ella y Chase Gamble serían la pareja perfecta, pero hay dos problemas. El primero, que Chase ha renunciado a todo tipo de relación romántica y, el segundo, que desde que se acostaron hace unos cuatro años no pueden dejar de discutir. La boda de su hermano hace que firmen una tregua para no estropear el día a su hermano. Pero acaban viéndose obligados a convivir en una suite de los años 70, horrorosa, y a sobrevivir a un montón de accidentes. Mientras, su familia intentará demostrarles que su chispa puede usarse para algo más que para pelear.

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Título original: Tempting the Best Man, publicado en inglés, en 2012, por Entangled Publishing, Estados Unidos

Primera edición en esta colección: abril de 2023

Copyright © 2012 by Jennifer L. Armentrout. This translation published by arrangement with Entangled Publishing, LLC through RightsMix LLC.

All rights reserved

© de la traducción, Aida Candelario, 2023

© de la presente edición: Agua Editorial, 2023

Agua Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-126509-5-2

Diseño de cubierta: Pablo Nanclares

Adaptación de cubierta y fotocomposición: Grafime Digital S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Para los que creen.

ÍNDICE

Capítulo unoCapítulo dosCapítulo tresCapítulo cuatroCapítulo cincoCapítulo seisCapítulo sieteCapítulo ochoCapítulo nueveCapítulo diezCapítulo onceCapítulo doce

Capítulo uno

A Madison Daniels, la invitación de color marfil, escrita con una elegante caligrafía y decorada con adornos de encaje, le pareció más una bomba de relojería cargada de humillación a punto de estallarle en la cara que un bonito anuncio de boda. Estaba en un buen lío.

Mitch, su hermano mayor (que tenía tres años más que ella y era su único hermano), se iba a casar este fin de semana. «Se va a casar».

Madison se alegraba muchísimo por él. De todo corazón. Su prometida, Lissa, era una chica estupenda y se habían hecho amigas enseguida. Lissa nunca le haría daño a su hermano. Podrían rodar una película romántica basada en ellos. Se conocieron en el primer año en la Universidad de Maryland, se enamoraron con locura, consiguieron empleos magníficos en empresas importantes nada más acabar la universidad y el resto era historia.

No, Mitch y Lissa no eran el problema.

Y, por supuesto, una boda en plena zona de viñedos en el norte de Virginia tampoco era el problema.

Ni siquiera sus padres medio locos (que tenían una tienda online muy rentable llamada LOS REYES DEL FIN DEL MUNDO y, con seguridad, intentarían venderles máscaras antigás a los invitados) eran el problema. De hecho, Madison preferiría que se le viniera encima un asteroide, con las palabras «Jódete, Tierra» estampadas, antes que tener que hacerle frente a esto.

Recorrió la invitación con la mirada hasta llegar a la lista de damas de honor y padrinos e hizo una mueca. Exhaló despacio, agitando los largos mechones de pelo castaño que se le habían escapado del moño descuidado.

Justo enfrente de su propio nombre, separado por unos cuantos puntitos inocentes y escrito con tinta carmesí, estaba el nombre del padrino principal: Chase Gamble.

«Dios me odia». Así de simple. A ver, ella era la dama de honor principal y cualquiera de los otros hermanos Gamble podría haber valido como padrino principal. Pero no, tenía que ser Chase Gamble. Aquel hombre era el mejor amigo de su hermano mayor, su confidente, colega o lo que fuera… y, además, la pesadilla de Madison.

—Clavar los ojos en la invitación no va a cambiar nada —dijo Bridget Rodgers mientras apoyaba una cadera rellenita contra la mesa de Madison, captando su atención.

Su ayudante era el ejemplo perfecto de cómo un estilo desastroso en algunas personas podía funcionarles a otras. Hoy, Bridget llevaba una falda de tubo de color fucsia combinada con una blusa morada de estilo rústico con grandes lunares. Un pañuelo negro y unas botas de cuero completaban el look. Por algún extraño motivo, aquel conjunto que podría parecer un disfraz de payaso le sentaba bien. Bridget era audaz.

Madison suspiró. En este momento, le vendría bien un poco de audacia.

—No me veo capaz de lidiar con esto.

—Mira, deberías haber seguido mi consejo y haber invitado a Derek, del departamento de Historia. Al menos, así tendrías sexo salvaje en lugar de pasarte toda la boda babeando por el mejor amigo de tu hermano. Un hombre que ya te rechazó una vez, debo añadir.

Bridget tenía razón. Era así de perspicaz.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó Madison mientras posaba la mirada en la ventana de su oficina.

Lo único que se veía era el acero y el cemento del museo situado junto al edificio donde trabajaba: el Smithsonian; algo que siempre la hacía henchirse de orgullo. Se había esforzado mucho para convertirse en una de las pocas personas privilegiadas que conseguían trabajar en esta increíble institución cultural.

Bridget se inclinó, acercando su cara a la de Madison, y volvió a captar su atención.

—Le vas a echar ovarios y vas a lidiar con ello. Puede que estés secreta y perdidamente enamorada de Chase Gamble; pero, si ese tío todavía no se ha dado cuenta de lo asombrosa que eres, está claro que está loco y no merece la pena tanta angustia.

—Lo sé, lo sé —contestó Madison—. Pero es que… me saca de quicio.

—Como la mayoría de los hombres, cielo —afirmó Bridget, guiñándole un ojo.

—Vale que no esté interesado en mí. Es decepcionante, pero puedo soportarlo. Y hasta puedo perdonarle que cambiara de opinión la única vez que casi nos acostamos. Bueno, más o menos. —Se rio sin demasiadas ganas y miró a su mejor amiga, deseando hacérselo entender—. Pero no deja de fastidiar, ¿sabes? Me toma el pelo delante de mi familia y me trata como a una hermana pequeña, mientras yo me muero de ganas de zarandearlo… y desnudarlo.

—Solo es un fin de semana. Tampoco será para tanto, ¿no? —opinó Bridget, intentando añadir un poco de sensatez al que iba a ser el peor fin de semana de la vida de Madison.

Esta dejó caer la invitación sobre la mesa, se recostó en la silla y suspiró mientras se planteaba llamar al departamento de Historia.

Chase había formado parte de su vida desde que tenía uso de razón. Siempre había estado presente. Se habían criado en la misma manzana a las afueras de Washington D. C. Mitch y Chase habían sido inseparables desde… siempre, en realidad. Lo que significaba que, al ser la pequeña de la familia, ella no tenía nada mejor que hacer de niña que seguir a su hermano y sus amigos.

Madison siempre había idolatrado a Chase. Costaba no hacerlo ante su belleza masculina, franqueza natural y aquellos hoyuelos que deberían ser ilegales. De joven, y también al hacerse adulto, Chase poseía una feroz vena protectora que podía provocar que a una chica se le acelerara el corazón. Era la clase de tío que se quitaría la camisa en medio de una nevada apocalíptica para dársela a un sin techo con el que se cruzara por la calle, pero siempre había tenido también un lado duro y peligroso.

Chase no era alguien con quien conviniera meterse.

Una vez, cuando iban al instituto, un chico se había puesto demasiado juguetón con ella dentro de su coche, frente a la casa de sus padres. Chase iba saliendo de allí y la oyó protestar cuando una mano fue a parar a donde ella no quería.

Después de aquel altercado, el otro chico no pudo andar bien durante varias semanas.

Y ese incidente fortaleció un enamoramiento adolescente que se resistía a morir.

Durante su época en el instituto y los dos primeros años de universidad, todo Dios sabía que estaba colada por Chase. Caray, era bien sabido que, dondequiera que estuvieran Mitch y Chase… ella no andaría muy lejos. Por triste que fuera (y era patético), Madison había ido a la Universidad de Maryland porque ellos estudiaban allí.

Todo cambió en su tercer año de universidad, la noche en la que Chase abrió su primer club nocturno.

Después de eso… Madison hizo todo lo posible por evitar cruzarse con él. Aunque no es que sirviera de mucho.

Cabría pensar que, en una ciudad tan superpoblada como Washington D. C., podría eludir a ese desgraciado; pero no, las jodidas leyes de la naturaleza eran crueles e implacables.

Chase estaba en todas partes. Madison había alquilado uno de los pisos más pequeños de la segunda planta de Gallery Place y, semanas después, él había comprado uno de los áticos de la última planta. Incluso durante las vacaciones familiares, sus hermanos y él tenían siempre un puesto reservado en la mesa de los padres de Madison, ya que estos consideraban a los Gamble casi como a sus propios hijos.

Por la mañana temprano, cuando Madison iba al gimnasio, él estaba allí haciendo pesas mientras ella realizaba su rutina diaria en la elíptica. ¿Y cuando Chase se subía a la cinta de correr? Madre mía, ¿quién iba a decir que los músculos de las pantorrillas podían ser tan sexis? ¿Quién podría culparla por quedarse mirándolo y hasta babear un poco? Puede que incluso se hubiera caído de la elíptica un par de veces cuando él se levantaba la camiseta para limpiarse la frente con el dobladillo y dejaba al descubierto unos abdominales que daban la impresión de que le hubieran introducido rodillos bajo la piel, por el amor de Dios.

¿Quién no se distraería y acabaría por los suelos?

Joder, si Madison iba a la tienda de comestibles de la esquina, él también estaba allí, palpando los melocotones con aquellos maravillosos y largos dedos. Unos dedos que sin duda sabían rasguear una guitarra igual de bien que llevar a una mujer al orgasmo.

Porque ella ya lo sabía… Sabía a la perfección lo bueno que era.

Claro que, a estas alturas, era probable que la mitad de la población de D. C. ya supiera lo bueno que era con esas manos.

—Has vuelto a poner esa cara —comentó Bridget, enarcando una ceja—. Conozco esa cara.

Madison negó con la cabeza. Tenía que dejar de pensar de una vez en los dedos de Chase, pero no conseguía librarse de aquel enamoramiento de su juventud: la personificación de todas sus fantasías. Nunca había superado ese encaprichamiento, motivo por el cual ningún tío le duraba más de unos meses, aunque se llevaría ese secreto a la tumba.

Para ella, Chase era el anticristo.

Un anticristo increíblemente sexi…

De repente sintió demasiado calor. Se tiró del borde de la blusa y observó la invitación con el ceño fruncido. Solo serían cuatro días en unos románticos viñedos de lujo. Habría cientos de personas allí y, aunque tendría que lidiar con Chase durante el ensayo y la boda, no le costaría encontrar formas creativas de esquivarlo.

No obstante, el nervioso aleteo que notaba en la boca del estómago y la excitación que le corría por las venas contaban una historia del todo distinta; porque, siendo sincera, ¿cómo iba a mantenerse alejada del único hombre al que había amado… y al que quería mutilar?

—Pásame el listado de empleados —dijo Madison, preguntándose si Derek estaría disponible después de todo.

* * *

El trayecto hasta Hillsboro, en Virginia, el miércoles por la mañana no fue un suplicio, ya que todo el mundo se dirigía a la ciudad a trabajar como cada día; pero Madison conducía como si estuviera haciendo una prueba para participar en la NASCAR.

Según las tres llamadas perdidas de su madre (que creía que la habían secuestrado en aquella ciudad tan grande y mala y ahora la retenían a cambio de un dineral), los cuatro mensajes de texto de su hermano en los que se preguntaba si Madison sabría circular por la circunvalación (porque, por lo visto, las hermanas pequeñas no sabían conducir) y el mensaje de voz de su padre advirtiéndole de que había un problema con las reservas, llegaba tarde al brunch.

¿Quién diablos seguía haciendo brunch?

Tamborileó con los dedos contra el volante y entornó los ojos cuando el sol de finales de mayo se reflejó en la señal de salida. Pues sí, al pasar a toda velocidad se dio cuenta de que se había saltado la salida.

Mierda.

Le lanzó una mirada hostil a su móvil, pues estaba segura de que iba a sonar en cualquier momento, cambió con rapidez de carril y tomó la siguiente salida para poder retroceder hasta el lugar correcto.

No llegaría tarde ni tendría tal… empanada mental si anoche hubiera hecho la maleta como una mujer normal y emocionalmente equilibrada de veintitantos años (una mujer de éxito y emocionalmente equilibrada) en lugar de lamentarse por tener que caminar hasta el altar del brazo de Chase, porque eso era muy cruel. Y, para colmo, Derek tenía otra cita ese fin de semana y no había podido acompañarla.

El móvil sonó al mismo tiempo que las ruedas del Charger tocaban la rampa de salida correcta. Le lanzó un gruñido, deseando enviar aquel maldito trasto al décimo círculo del infierno. ¿Había diez círculos? No tenía ni idea, pero supuso que, cuando todos hubieran bebido unas cuantas copas y empezaran a hablar de que Madison solía correr por ahí sin camiseta de niña, habría veinte círculos en el infierno, y ella los habría visitado todos.

Unos altos nogales negros se agolpaban a ambos lados de la ruta rural por la que avanzaba como una flecha, proyectando sus sombras sobre la carretera y dándole un aire casi etéreo. Más adelante, las montañas de un tono azul intenso se erguían imponentes sobre el valle. No cabía duda de que, si el tiempo acompañaba, la boda al aire libre iba a ser preciosa.

Un estallido repentino le hizo levantar la barbilla. El volante se desvió a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda. Madison aferró el volante, con el corazón acelerado, mientras zigzagueaba y cruzaba la línea central de la carretera como si fuera el típico conductor borracho.

—Joder —masculló, abriendo los ojos como platos, mientras recuperaba el control del Charger. Un pinchazo… Se le había reventado un puñetero neumático—. ¡Cómo no!

Al mismo tiempo que deliberaba si intentar o no recorrer los siguientes quince kilómetros con la rueda pinchada, escupió tal sarta de palabrotas que habría hecho sonrojar a su hermano. Luego giró el volante a la derecha y se detuvo en el arcén. Después de apagar el motor, se planteó salir del maldito coche y darle una patada. En cambio, hizo lo más maduro: apoyó la cabeza en el volante y soltó otras cuantas palabrotas más.

Esto no estaba empezando nada bien.

Levantó la cabeza y miró el móvil. Lo cogió del asiento, revisó el listado de contactos y luego pulsó enseguida el botón de llamada. Alguien respondió después de solo dos tonos.

—¿Maddie? ¿Dónde rayos estás, muchacha? —exclamó la voz preocupada de su padre—. Tu madre está a punto de llamar a la policía estatal y no estoy seguro de cuánto…

—Estoy bien, papá. He pinchado a unos quince kilómetros.

Por encima de las risas y el ruido de los cubiertos, su padre resopló.

—¿Que has qué?

A Madison le rugió el estómago, recordándole que eran más de las once y todavía no había desayunado.

—Pinchado. Una rueda.

—¿Que has chupado qué?

—Pinchado —repitió, poniendo los ojos en blanco.

—Espera un momento. No te oigo. Gente, ¿podéis bajar el tono? —Su voz sonó un poco más lejos del micrófono—. Tengo a Maddie al teléfono y dice que ha chupado algo.

Unas carcajadas masculinas resonaron en la sala.

Madre del amor hermoso.

—Lo siento, cielo. Vale, ¿qué ha pasado? —le preguntó su padre—. ¿Qué dices que has chupado?

—¡He pinchado! ¡Se me ha pinchado una rueda! Esas cosas redondas hechas de caucho, ¿sabes?

—¡Ah! Ahora lo entiendo. —Su padre soltó una risita—. Esto parece una casa de locos, con todos comiendo juntos. ¿Te acordaste de sustituir la rueda de repuesto después del último pinchazo? Ya sabes que siempre tienes que estar preparada, cielo. ¿Y si tuvieras que salir de la ciudad durante una evacuación?

Madison estaba a punto de empezar a golpearse la cara contra el volante. Quería a sus padres con locura, pero no le apetecía nada hablar de lo poco previsora que era mientras una sala llena de hombres se reía de que estuviera chupando algo… Mientras Chase se reía, porque sin duda había distinguido su profunda voz de barítono en el ruido de fondo. Ya se le había formado un nudo en el estómago ante la idea de verlo pronto.

—Ya lo sé, papá, pero todavía no he tenido ocasión de comprar otra rueda de repuesto.

—Deberías llevarla siempre. ¿Acaso no te hemos enseñado nada sobre la importancia de estar preparados para cualquier cosa?

Bueno, ahora mismo eso ya daba igual, ¿no? Además, ni que un cometa se hubiera estrellado contra su coche.

Su padre suspiró, como hacen todos los padres cuando sus hijas necesitan que las rescaten, sin importar la edad que tengan.

—Quédate ahí, cielo. Ahora mismo vamos a buscarte.

—Gracias, papá.

A continuación, cortó la llamada y se guardó el móvil en el bolso.

Le resultó muy fácil imaginarse a su inexplicable numerosa familia apiñada alrededor de la mesa, sacudiendo la cabeza con cara de resignación. Típico de Maddie llegar tarde. Típico de Maddie tener un pinchazo y no llevar rueda de repuesto. Ser la más joven de una familia compuesta de parientes consanguíneos y la tropa de los Gamble era un asco.

Hiciera lo que hiciese, siempre sería la pequeña Maddie. No Madison, que supervisaba los servicios de voluntariado en la biblioteca del Smithsonian. Puesto que desde pequeña había sido una friki de la historia, consideraba que había escogido la profesión adecuada.

Se apoyó contra el reposacabezas y cerró los ojos. Incluso con el aire acondicionado encendido, el calor del exterior había empezado a penetrar. Se desabrochó los primeros botones de la blusa y se alegró de haber optado por unos ligeros pantalones de lino en lugar de unos vaqueros. Teniendo en cuenta su suerte, sufriría una insolación antes de que llegaran su padre o su hermano.

Detestaba haber causado que alguno de ellos se perdiera el comienzo de las celebraciones. Eso era lo último que quería. Y detestaba casi tanto saber que Chase, con seguridad, estaría pensando de ella lo mismo que los demás.

Transcurrieron unos minutos y debió quedarse dormida porque, de repente, oyó que alguien daba unos golpecitos en la ventanilla.

Parpadeó despacio mientras pulsaba el botón para bajar el cristal y, al girar la cabeza, se encontró con unos ojos azul cerúleo bordeados por unas increíbles pestañas negras y densas.

Oh… Oh, no…

El corazón de Madison empezó a latir como loco mientras su mirada recorría unos pómulos altos que le resultaron dolorosamente familiares y unos labios carnosos que parecían una suave tentación, pero que podían ser firmes e inflexibles. El pelo de color castaño oscuro le caía sobre la frente, siempre a punto de necesitar ir al peluquero. Una nariz prominente con una ligera protuberancia debido a que se la había roto durante sus años universitarios le proporcionaba a su belleza masculina, por lo demás perfecta, un toque duro, peligroso, sexi…

La mirada de Madison descendió por la sencilla camiseta blanca que ceñía unos hombros anchos, un pecho duro como una roca y una cintura estrecha. Los vaqueros le colgaban bastante bajos en las caderas y, gracias a Dios, la puerta del coche le impedía ver nada más.

Cuando se obligó a volver a mirarlo a la cara, Madison inhaló con fuerza.

Aquellos labios se habían curvado formando una media sonrisa cómplice que le provocó un hormigueo en las entrañas. Y, como si alguien hubiera lanzado una cerilla en medio de un charco de gasolina, su cuerpo se encedió y unas llamaradas lamieron cada centímetro de su ser.

Madison detestaba que verlo le provocara esa respuesta inmediata, desearía que cualquier otro tío soltero en cien kilómetros a la redonda le hiciera arder la sangre de la misma forma… y, sin embargo, le entusiasmaba que fuera así. Aquel hombre la desarmaba por completo.

—Chase —dijo con voz entrecortada.

La sonrisa de él se volvió más amplia y, caray, ahí estaban esos hoyuelos.

—¿Maddie?

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Madison al oír su voz. Era profunda y tersa como el whisky añejo. Esa voz debería ser ilegal, igual que el resto del paquete. Volvió a bajar la mirada. «Maldita puerta», pensó, porque no cabía duda de que el paquete era impresionante.

Durante un breve e indeseado segundo, retrocedió hasta su tercer año de universidad, hasta la noche en la que visitó el club de Chase por primera vez y entró en su elegante oficina. Llena de esperanza, llena de deseos…

Madison superó su estupor y se incorporó en el asiento, enderezando la espalda.

—¿Decidieron enviarte a ti?

Él soltó una risita, como si hubiera dicho algo supergracioso.

—En realidad, me ofrecí voluntario.

—¿En serio?

—Por supuesto —contestó él arrastrando las palabras con calma—. Me moría de ganas por ver qué estaba chupando la pequeña Maddie Daniels.

Capítulo dos

Un segundo después de que esas palabras salieran de su boca, Chase comprendió que había cometido un error; pero, caray, no se arrepentía de haberlo dicho. Un rubor intenso, sexi y en exceso pecaminoso se extendió por las mejillas de Maddie y le bajó por el cuello. Una parte de Chase (un fragmento despiadado) podría llegar a romper piernas y aplastar manos para comprobar hasta dónde llegaba ese rubor.

Pero, como ya había aprendido antes, en el último segundo posible, Maddie Daniels era terreno prohibido.

Vio cómo sus labios carnosos se apretaban y la ira destellaba en sus ojos color avellana, haciendo que adquirieran un tono más verde que marrón. Sus ojos cambiaban de color en función de sus emociones y, en los últimos tiempos, él los veía verdes casi siempre.

—Eso ha sido una grosería, Chase.

Él se limitó a encogerse de hombros. La cortesía no era su fuerte.

—¿Vas a quedarte en el coche o piensas salir?

Por la cara que puso, Chase tuvo la impresión de que tendría que sacarla de allí a la fuerza.

—¿Se supone que debo dejarlo aquí, a un lado de la carretera?

—He llamado a una grúa y ya están en camino. Si abres el maletero, sacaré tus cosas.

Cuando ella apartó por fin la mirada, Chase se relajó un poco.

—Bonito coche —comentó Maddie.

Chase miró por encima del hombro hacia el Porsche negro que relucía bajo la luz del sol.

—Solo es un coche.

Uno de los tres que tenía. Preferiría haber traído la camioneta, pero aquel trasto tragaba una barbaridad de gasolina. Se giró de nuevo hacia el problemilla que tenía entre manos y se hizo a un lado.

—Maddie, ¿vas a venir conmigo o no?

Cuando ella lo escrutó, con actitud casi desafiante, Chase por poco suelta una carcajada. Maddie medía poco más de metro y medio y puede que pesara menos de cincuenta kilos. Él era mucho más alto que ella y podría echársela sin dificultad al hombro con un solo brazo.

Se quedaron mirándose el uno al otro.

A cada segundo que pasaba, tener que sacarla del coche a la fuerza y echársela al hombro parecía lo más probable. Puede que incluso le diera unos cuantos azotes, que era evidente que se merecía.

Su pene apoyó la idea, hinchándose de forma casi dolorosa dentro de los vaqueros.

El sentido común se opuso, golpeándolo en las entrañas.

Chase tenía claro que se parecía a su padre: había alcanzado el éxito siendo joven, era decidido, tenía mucho dinero y portaba el gen familiar que le permitía joder cualquier relación seria en menos de diez segundos.

Y todo el mundo, incluida Maddie, sabía que era como su padre.

«Así que es evidente que es hora de buscar otra táctica mejor», pensó mientras respiraba hondo.

—Tu madre te ha guardado un trozo de tarta de queso.

Los ojos de Maddie se volvieron vidriosos. Él ya había visto esa expresión unas cuantas veces antes. Desde siempre, el chocolate y los postres la habían hecho poner esa cara de felicidad poscoital, lo cual no le estaba ayudando con el problema que tenía dentro de los vaqueros.

Cuando la puerta del coche se abrió sin previo aviso, Chase se apartó de un salto y evitó por los pelos quedarse impotente por accidente.

—Tarta de queso —repitió Maddie con una gran sonrisa—. ¿Cubierta de fresas?

Él reprimió una sonrisa.

—Acompañada de chocolate para mojarla, como a ti te gusta.

Maddie apoyó las manos en sus caderas curvilíneas y ladeó la cabeza.

—Bueno, ¿a qué estás esperando? —Pulsó un botón de las llaves y el maletero se abrió—. Cada segundo que pase antes de hincarle el diente a esa tarta de queso, más peligroso se volverá este viaje.

Este viaje ya era peligroso.

Chase se dirigió a la parte posterior del coche mientras ella cogía algunas cosas del asiento trasero. Solo había una maleta en el maletero. Maddie siempre viajaba con poco equipaje. Él había salido con chicas que no podían pasar una noche fuera de casa sin tres mudas de ropa y una docena de pares de zapatos. Maddie tenía gustos sencillos, quizá por haberse criado con un grupo de chicos revoltosos.

Tras coger la maleta y cerrar el maletero, rodeó la parte posterior del coche y, entonces, se detuvo en seco. Por el amor de Dios…

Maddie estaba agachada, sacando una larga funda para ropa del asiento trasero. Los finos pantalones de lino se tensaban sobre aquel culo redondo al que él sabía que le dedicaba mucho esfuerzo. ¿Cuántas veces la había observado mientras estaba en la elíptica en el gimnasio? Demasiadas para llevar la cuenta.

Estaba claro que tenía que empezar a hacer ejercicio a otra hora.

Pero le resultó imposible apartar los ojos de ella. Aunque Maddie fuera menuda, tenía unas curvas de infarto y, a pesar de que no era el tipo de mujer que él solía preferir, era preciosa a su manera. Tenía una nariz respingona, labios carnosos y los pómulos salpicados de pecas. El pelo, que ahora llevaba recogido, le llegaba por lo general hasta media espalda.

Un hombre podría perderse sin problemas en esa clase de pelo… en esa clase de cuerpo. Pero no se trataba solo de eso. Maddie haría muy feliz a algún hijo de puta algún día. Lo tenía todo, y siempre había sido así: era lista, divertida, tenaz y amable.

Y ese culo…

Chase dio media vuelta mientras inspiraba por la nariz. Casi se vio tentado de dejarla en el hotel, ir a la ciudad y ligarse a la primera tía con la que se cruzara. O agarrarle el culo a Maddie.

Ella pasó a su lado y le lanzó una mirada extraña por encima del hombro.

—¿Te estás quedando dormido? Déjame adivinar. ¿Bambi o Susie te mantuvieron despierto hasta tarde? Nunca consigo distinguirlas.

—¿Te refieres a las gemelas Banks?

Maddie ladeó la cabeza, aguardando.

—Se llaman Lucy y Lago —la corrigió.

Ella puso los ojos en blanco.

—¿Quién llama a su hija Lago? ¡Tengo una idea! Si tenéis hijos, podéis ponerles Río y Arroyo. —Sacudió la cabeza, entornando los ojos. Se le dibujó una expresión de complicidad en la cara—. Así que ¿sigues saliendo con ellas?

Para ser sincero, «salir» no era el término que él usaría para definir su relación con las larguiruchas gemelas.

—No estoy saliendo con las dos a la vez, Maddie. Ni lo he hecho nunca.

—Eso no es lo que he oído.

—Pues lo que hayas oído es mentira.