Seis veces tú - Judith Fernández Batista - E-Book

Seis veces tú E-Book

Judith Fernández Batista

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Finalista del Premio de Literatura Diversa 2023 patrocinado por la Revista Shangay y Ritual Hoteles Sinopsis Amelia es pintora, pero solo pinta flores. Su falta de confianza en sí misma le impide retratar personas. Un encargo, imposible de rechazar, la obligará a enfrentarse a sus miedos y una extraña chica, en una mansión abandonada, se convertirá en su musa. Fresas, tréboles y caricias. ¿Se puede dibujar el amor? Recorre con Amelia, el rostro de Silvia y descubre los enigmas que ocultan su mirada. Atrévete a leer a Judith Fernández Batista, la nueva voz de la literatura canaria, que ha conseguido con su primera novela, ser finalista en el Premio de Literatura Diversa 2023.

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© Título: Seis veces tú

© Judith Fernández Batista

ISBN: 978-84-127206-1-7

Primera edición: junio 2023

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Juan Castaño

Maquetación: D. Márquez

Jurado primera edición del premio de literatura diversa:

• Marianna Amorim Chaves: Antropóloga y doctora en Artes y Humanidades.

• David Pallás Gozalo: Activista LGTBIQ+, Trabajador Social y booktuber.

• María Sánchez Cañete: Maestra Educación Especial, Licenciada en Psicopedagogía y acreditada en Comunicación Lingüística.

• Ismael Lozano Latorre: Activista literario LGTBIQ+ y gerente Editorial siete islas.

Visite nuestro blog: https://www.editorialsieteislas.com/blog y nuestro canal de Youtube

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[email protected]

Y recuerde que puede encontrarnos en las redes sociales donde estaremos encantados de leer sus comentarios.

#seisvecestú #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Con libertad, libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser feliz?

Oscar Wilde

Amelia

Rojo, naranja, amarillo, rosa. El cielo parece una paleta de colores, un cuadro vespertino en el que me pierdo y, a veces, no me encuentro.

Recuerdo la primera vez que vi un cuadro. La recuerdo como si hubiese sido ayer, esta mañana o hace cinco minutos. Dicen que las primeras veces son más especiales que las demás. No fue un cielo, fue agua. Ofelia, de Millais. Recuerdo cada trazo, cada pincelada grabada a fuego en mi memoria. Azul, verde, lila, blanco. El río, las plantas, Ofelia muriendo rodeada de vida. De flores. Es cierto que las primeras veces son determinantes, marcan una dirección, condicionan. El día que vi morir a Ofelia tenía seis años. Y desde aquel entonces pinto flores.

Las esquirlas de aquella sensación siguen clavadas en mí. El anhelo de querer encontrar la llave de una puerta que ni siquiera, en aquel entonces, sabía si tenía cerradura. No era capaz de entender cómo algo tan terrorífico como la muerte podía disfrazarse de primavera. Sin embargo, años más tarde lo comprendí. Crecí, empecé a formar parte de este mundo. Lo supe. Aquel día no vi morir a Ofelia, la vi más viva que nunca. Todos los cuadros son eternos, incluso si hablan de la muerte.

Desde siempre he carecido de la ambición suficiente para zambullirme en el azul del cielo o en el del mar. Pintar algo que no fueran flores me provocaba la misma emoción que estudiar matemáticas, y no hablemos de las personas. Recuerdo que uno de mis mentores de la facultad me apodó Gorgona. Solía decir que mis musas no eran musas, sino víctimas.

—He visto más vida en un yacimiento arqueológico del cretácico que en un cuadro tuyo.

Luego apoyaba las manos en aquel polvoriento buró y se tocaba la chiva con burla, como haciendo apología de la mediocridad. No me afectó, porque siempre supe que pasara lo que pasase, quería pintar flores. Lo repetía tanto que acabé convencida de que había inventado una especie de mantra fatalista. Solo pinto flores. Puede que por eso todavía siga sin entender por qué el marqués me escogió a mí para que le pintara doce cuadros. A mí. Doce cuadros. Ni uno más ni uno menos. Doce cuadros en los que, por supuesto, espera ver algo más que lirios y azucenas.

Es una oportunidad de oro, lo sé. Cerrarme a pintar flores no hará que mi nombre brille en la posteridad. Aunque yo tampoco es que me haya esforzado en labrarme el camino. De por sí, nunca destaqué en la Academia de las Artes: no era una de esas bohemias revolucionarias ni tampoco una nostálgica de lo clásico. Mi arte no tambaleó los dogmas, pero tampoco me supuso un problema no inmiscuirme en el salvajismo competitivo. Nunca fui una fiel defensora de la fama, del reconocimiento ni de la meritocracia. No aspiraba a entrechocar copas de champán con un par de artistas pedantes ni a fingir que no nos sacaríamos los ojos si pudiésemos. No se me da bien la hipocresía. Por eso intenté rechazar su oferta y sugerirle que se lo propusiese a otro más capacitado. Pero mi mecenas casi me rebana la yugular.

—Amelia, después de todo lo que he hecho por ti… ¿Te atreves a rechazar esa oferta? Acepta ese puñetero trabajo, ni se te ocurra desperdiciarlo. Es la oportunidad de tu vida.

Así que tuve que hacerle caso, y ahora tengo que comerme este marrón yo solita. Una colección de arte clásico grecorromano. Supongo que la exhibirá en uno de sus muchísimos salones, amurallada por barreras de terciopelo rojo y centinelas de acero. No es un tema que me apasione, aunque, afortunadamente, algo sé. Lo que no sé es qué espera el marqués de mí. Y yo tampoco sé qué espero de todo esto. Soy la pintora de las flores, no soy otra cosa. No sé ser otra cosa.

—Te vas a aburrir.

La voz de Hugo me saca de mi ensoñación. Llevo tanto rato contemplando las flores que había olvidado que sigue aquí conmigo. Ya no sujeta mis maletas, las ha dejado en un banco del jardín del que va a ser mi nuevo hogar. Oh, ya hemos llegado. Aún me siento rara pensando que voy a vivir en una casa tan grande.

—Lo estoy tomando como un retiro espiritual, tengo mis libros y mis pinturas. Pero, si tan preocupado estás por cómo gestiono mi tiempo de ocio, tranquilo. En caso de necesitar compañía, intentaré hacerme colega de algún duende del bosque. Patricio. Será pelirrojo. Seguro que te caerá bien.

—Todavía no me he ido y ya estás buscando candidatos para sustituirme, qué fuerte. —Intenta despeinarme, se tiene que poner de puntillas para hacerlo—. Podría hacer lo mismo contigo, ¿no te preocupa?

—Se me ocurren cosas peores.

Hugo bufa antes de sonreírme.

—Qué idiota eres cuando te lo propones. ¿En serio vas a estar bien? Tú sola, una casa tan grande…

Sé que lo es, pero aun así tengo que girarme para comprobarlo. No es grande, es inmensa. Un palacio en ruinas. No parece haber ni un solo rincón en el que el inexorable paso del tiempo no haya dejado su sombra. La fachada de piedra casi cayéndose a pedazos, los ventanales de cristal estilo Tudor, alguno roto. Hay una gárgola que me mira desde encima del dintel de la entrada, bastante fea y a la que le falta un ojo. Así no podrá hacer bien su trabajo.

—Sí, no le des más vueltas. Últimamente hay mucho bullicio en la capital —digo, reacia a apoyarme en la pared por si se viene abajo. Lo último que quiero es alimentar todavía más sus preocupaciones—. Necesito silencio para pintar, lo sabes.

—Aun así, podrías haber escogido un pueblito en las afueras. Todavía no entiendo cómo Laura te ha dado el dinero para esto, a mí no me da ni un penique para unas tristes acuarelas...

—Yo no me acuesto con mis musas.

—No te puedes acostar con las flores.

El silencio pende entre nosotros hasta que no nos resistimos y estallamos en carcajadas. Llevamos lustros riendo juntos. Conozco a Hugo desde que pinto, casi que se podría decir que lo conozco mejor que a la palma de mi mano. Y no es para menos. Compartimos pasión, fuimos juntos a la Academia de las Artes y aprendimos todo lo que pudimos el uno del otro. Intenté enseñarle a pintar flores, él intentó enseñarme a pintar personas, bueno, mujeres. A ninguno se nos dio bien. Alguna vez llegó a contarme que su primer cuadro fue El nacimiento de Venus, de Cabanel. Su Ofelia. La diosa del amor naciendo del oleaje, bellísima, perfecta, imposible, inalcanzable. Caracolas al viento, ángeles flotando, el celaje cerniéndose sobre ella. Tan distinta a la mía. La mujer que yo vi se ahogaba, moría. La suya, nacía. Pero ambas siguen siendo igual de eternas. Es tan curioso el arte.

—En fin. —Se repasa el pelo negro con los dedos. Hoy lo lleva suelto, es raro en él—. Esta zona... no sé. Llueve mucho, la humedad es mala para los cuadros y la casa no parece muy estable. En cualquier momento se derrumba, ya lo verás.

—Realmente alentador. Deberías haberlo anotado en una tarjeta para mandármela con una cesta de frutas. ¡Feliz mudanza! Posdata: la casa te va a comer viva.

—Ame…

—Estaré bien, solo será hasta que logre terminar el encargo. Además, necesito verde para los fondos y, en la capital, lo único verde que voy a encontrar son los limones rancios del puesto de tu queridísimo amigo Evaristo. Por cierto, tiene que estar como loco. He oído que este año se han echado a perder un montón de cosechas y no tiene pinta de que vaya a llover. Menudo verano os espera. —Cojo mis maletas, el barro ha impregnado la suela de mis zapatos—. En fin, lo que intento decir es que volveré. No me eches mucho de menos.

—Siempre me quedará Evaristo. Y supongo que, muy a mi pesar, tienes razón. —Sopla una risita débil por la nariz, parece un fuelle—. ¿Qué más te digo, Ame? Escríbeme, ¿vale? Ah, y no te deseo suerte porque sé que lo vas a bordar. Eso sí, no te pases con las flores.

Enarco una ceja, como si eso fuera posible. Hugo se acerca a mí y me da un abrazo que dura un poco más de lo normal. La arruga en su ceño lo delata, sigue sin hacerle gracia que me quede aquí. Pero en el fondo sabe que no va a poder ser de otra forma. Lo veo irse, el viento le desordena el pelo, mechón aquí, mechón allá. Se pierde entre los árboles que encierran mi nuevo hogar hasta desaparecer de mi vista. Ya es de noche, lo que antes era rojo, naranja, amarillo y rosa ahora es solo negro. La aterciopelada oscuridad ha tiznado el cielo, no hay luna. Espero que regrese bien a casa.

Echo un vistazo rápido a la mitad del equipaje que sigue en la hierba. Tendré que hacer dos viajes, aunque no he traído mucha cosa. Mi caballete, una tanda de lienzos envueltos en tela, materiales de pintura, algo de ropa de abrigo, mantas, útiles diversos y víveres, todo embutido en dos maletas. Y, aun así, me faltan bastantes cosas. Muy a mi pesar, mañana tendré que ir al mercado.

No me extraña que la puerta esté abierta, debe de llevar décadas abandonada. Aunque tengo la llave que me ha dado el notario, la habré dejado en alguna de las maletas, seguramente ovillada entre los calcetines. No es como si fuera a necesitarla, no parece haber signos de que viva nadie más por aquí. Tomo aire, dentro huele a cerrado y la humedad castiga mis pulmones. Está tan oscuro que apenas veo nada. Hay una alfombra de hojas que se extiende desde el recibidor hasta el salón —creo que es el salón— y cruje cada vez que paso por encima. Miro en derredor, hay muebles, bien, y más de los que esperaba, aunque llenos de polvo, de grietas y seguramente de generaciones de arañas.

El polvo danza a mi alrededor y me hace estornudar cada tres pasos. Repaso las cortinas blancas o grises, son tan largas que rozan el suelo. Parecen fantasmas. Creo que el tapizado del sillón debe de ser rojo ciruela o vino mate y encima hay una montaña de pelusas tan monstruosa que perfectamente podría pasar por un gato persa. Debería encender algunas de las velas que he traído, pero estoy tan emocionada que no me importa fundirme con la penumbra. Los pasillos parecen infinitos y las escaleras tienen forma de caracol. Miro las paredes lisas, no hay ni un solo cuadro. Cambiaré eso.

Las alfombras están torcidas, salpicadas de barro y hierba y hay enredaderas zigzagueando por las columnas. El musgo crece por todos lados, es increíble. Sigo preguntándome cuántos años llevará abandonada, ojalá lo dijera en alguna parte. Tampoco se me ocurre cuántas habitaciones tendrá. He dado un par de vueltas por la primera planta y he alcanzado a contar seis, incluidos el salón y lo que parece ser la cocina. Desde luego que el espacio no va a suponerme un problema.

Tengo que reconocer que Hugo es un exagerado, por dentro luce mucho más habitable que por fuera. Hasta se podría decir que es acogedora. Me gusta, tiene cierto encanto. Hay una chimenea en la sala de estar, seguramente mañana vaya a por leña. El salón es gigantesco, incluso podría organizar un baile si limpiase un poco y moviese algún mueble. Aunque los bailes no es que me entusiasmen demasiado, me parecen absurdos pretextos de la aristocracia para ponerse morados de vino y presumir de latifundios. Lo que sí me gusta es el piano que hay al lado de la ventana. Marfil y ébano. ¿Funcionará? El polvo se queda pegado en mis dedos y el do menor suspendido en el aire. Adoro la música, me gusta tanto que a veces desearía poder inmortalizarla en un cuadro. Creo que, si tuviera forma, sería humana, y existirían tantos rostros como instrumentos y sonidos. Yo no sabría pintarla.

Mi chaqueta negra me estorba, así que la dejo doblada sobre mis hombros. No hay espejos, pero sé que ahora mismo podría pasar por una reconocida pianista. Escalo del do al sol: suena bien. Yo podría haber sido un personaje de una novela de Poe,una artista que solo sabe pintar flores tocando el piano en medio de la penumbra de un castillo abandonado. Sol fa mi re. Creo que sí. Creo que la gárgola que hay fuera podría mirarme a los ojos y decirme: «Nunca más».

Sigo pulsando la última tecla, la más aguda de todas. Incluso cuando he dejado de tocar el sonido zumba en mis oídos, no sé si es mi cabeza o el eco. Es como un sollozo lastimero que parece proceder de otro mundo. Tardo exactamente seis segundos en darme cuenta de que no es una nota lo que escucho. Y el corazón me pega un brinco cuando me giro y me doy cuenta de que no estoy sola. Hay alguien mirándome entre las sombras. No se le ve la cara, está tan oscuro que ni siquiera estoy segura de si es una persona o un fantasma.

—¿Quién eres?

Silvia

Quién soy, buena pregunta.

Acabas de colarte en mi casa y me preguntas que quién soy. Buenas noches primero, ¿no? Te observo desde la distancia, tienes las manos en mi piano y has dejado tu chaqueta en mi sillón. Me buscas entre las sombras con cara de espanto porque me apuesto lo que sea a que piensas que debo de ser un fantasma. Podría serlo. Podría ser mala, esconderme detrás de las cortinas y —¡bú!— darte el susto de tu vida. Sigues mirándome. Seguro que te preguntas cuánto rato llevo aquí en las sombras. Lo que no sabes es que yo ya te he visto antes de que cruzases la puerta.

Quién soy. Si estuviéramos en otras circunstancias te daría la mano, te sonreiría y te diría mi nombre y puede que te preguntase el tuyo. La verdad es que te he visto fuera hablando con tu amigo y pareces simpática, pero te has colado en mi casa, has tocado mi piano y me has descolocado el sillón. Creo que no eres tú la que tiene que hacer las preguntas.

—¿Qué haces en mi casa?

Camino hacia ti, despacio. El eco de mi voz parece confundirte, haces algo raro con la nariz. ¿Qué voz esperabas que tuviera? El crujir de la madera delata cada uno de mis pasos, todavía no me ves, pero sabes por dónde me muevo. Tienes buen oído, aunque tocas el piano de pena.

—¿Tu casa dices? ¿Te enseño la llave?

Eso no la convierte en tuya. Podrás tener la llave, un papel, dinero, pero la casa no es tuya; la casa es mía. Soy la princesa de un reino abandonado donde el musgo crece entre las grietas. Las cortinas blancas, mi bandera. El piano que desafina, mi himno. Tú, una forastera. He visto tus maletas y un caballete, ahora la casa huele a aguarrás. ¿Has venido a mi casa para pintarla? ¿Qué buscas aquí exactamente?

—Digas lo que digas, no me importa —te contesto, y todavía eres capaz de adivinar por dónde me estoy moviendo—. Yo vivo aquí desde mucho antes que tú.

—Me asombra lo cabezota que eres. Dame un minuto y te enseño la llave, te dejo hasta mirarla con una lupa si quieres. La compré ayer (toda una ganga, por cierto). Aunque esa no es la cuestión, la cuestión es que soy la legítima y única propietaria.

Me planto delante de ti. Ahora que estoy tan cerca, me doy cuenta de lo alta que eres, casi que tengo que levantar la cabeza para mirarte a los ojos. Afilas la mirada, a mí también me cuesta verte. Creo que tienes los ojos azules, pero al menos tengo la certeza de que he visto más de ti que tú de mí. Tu pelo es blanco, te cae recto por encima de los hombros y tienes un amigo con el pelo negro que no es ni la mitad de extraño que tú. Seguro que tú no sabes de qué color es mi pelo.

—Esta discusión es ridícula, no tiene ni pies ni cabeza. Yo vivo aquí, así que todo lo que hay en la casa es mío. Los muebles, el piano, las hojas del suelo, el musgo, el polvo... y si me apuras, hasta el aire que estás respirando.

—¿De verdad? ¿Acabas de echarme en cara que estoy respirando tu aire?

—Por supuesto: mi casa, mis normas, mi aire. Por eso te tienes que ir.

—Un argumento realmente sólido.

Siento que me recorres con la mirada, me parece que gesticulas con el rostro. Creo que igual esperabas que fuese más alta, por eso sonríes, porque mi estatura no creo que te suponga ninguna amenaza. Debes de pensar que solo soy una mocosa, aunque baja esos humos, que no nos llevamos tanta edad. Seguro que solo me sacas dos o tres años. Cabezas también, me sacas dos o tres, pero no me intimidas. No me voy a dejar intimidar por tus ojos azules.

—Bueno, estoy bastante cansada. Me apetece comer algo, ir a mi habitación, dormir un poco… —A pesar de que estamos discutiendo, tu tono es tranquilo, como quien habla de algo tan banal como el tiempo—. Así que, ¿qué hacemos? ¿Vas a irte, o al menos, a decirme quién eres? ¿O es que vienes con la casa?

Procuro que no se note lo mucho que me has descolocado. Agradezco internamente la oscuridad, es una buena máscara para tapar lo rojas que deben de estar mis mejillas.

—¿Y tú? ¿Vas a decirme quién eres?

—Amelia, encantada.

Tengo que admitir que no esperaba que fueras a decírmelo. Tampoco esperaba que me tomases de la mano. No sé cómo puede estar tan fría, y mucho menos sé por qué estoy dejando que me toques. La miras, ¿vas a besármela? No, pareces cambiar de opinión. La estrechas y no dejas de mirarme a los ojos. Creo que intentas adivinar de qué color son. Te humedeces los labios, me has puesto todavía más nerviosa. Finjo que no.

—¿Y el fantasma que viene con la casa tiene nombre o se lo tengo que poner yo?

Fantasma, dices. Trato de esconder la sonrisa mordiéndome el interior de las mejillas. Me hace gracia que me llames así, cuando la que parece un fantasma eres tú. Eres tan pálida, tan extraña y debes de ser la única persona que no teme colarse en una mansión abandonada en plena noche. Tampoco parece molestarte que haya alguien viviendo en la que dices que es tu casa. Yo en tu lugar estaría más que furiosa.

—Silvia. Y para tu suerte, no, no soy un fantasma. —Te devuelvo el apretón—. Créeme que, si lo fuera, ya te habría puesto de patitas en la calle.

—¿Y un hada? —Parece que te divierte la situación, tu sonrisa no desaparece por nada del mundo—. Aunque, seas lo que seas, me temo que quien juega en desventaja eres tú, Silvia.

Mi nombre. Lo dices y lo haces sonar como si no fuera mío. Mi nombre, me has llamado por mi nombre y, por un momento, se me ha olvidado cómo sonaba antes de que tú lo dijeras.

—No me preocupan tus amenazas.

—Tal vez deberían.

—¿Disculpa?

—¿Qué crees que pasaría si voy a buscar a las autoridades? —Levantas una ceja, debes de creerte muy graciosa—. Tengo la escritura, el acta del notario y la llave. Igual cuela lo de que eres un fantasma, pero... en el mundo de los humanos, las cosas no funcionan así. Acabarías en el calabozo en menos que canta un gallo.

Escuece, pero muy en el fondo sé que tienes razón. Por muy mía que sea la casa, al mundo lo único que le importa es quién pone el dinero. Y yo no tengo nada. Solo he gastado tiempo entre estas paredes de musgo y sé que eso no va a importarle a nadie. Igual a ti tampoco.

—¿Y qué hago? ¿Pelearme a puño limpio contigo hasta que renuncies a vivir aquí?

—No te voy a mentir, me gustaría verte intentándolo.

Suspiro. Ha sido corta, pero mi orgullo ha salido demasiado herido en esta breve batalla. Lo has agujereado, aunque al menos has tenido la decencia de no apuntar a ningún órgano vital. Todavía.

—No me gusta la idea de tener que llegar a un acuerdo contigo, pero no quiero morir de una neumonía por dormir a la intemperie —murmuro, y de pronto mi confianza es como un cervatillo asustado—. ¿Vas a avisarlos?

—Puede. —Te encoges de hombros y vuelves a apretarme la mano. ¿A qué juegas, Amelia?—. Depende de ti.

Me pone nerviosa que no hables claro, no tengo otro sitio al que ir. Es fácil que la balanza se incline a tu favor si mi lado está vacío. Soy consciente de que la situación ha cambiado en cuestión de segundos y de que ahora eres tú quien está en posición de decidir, así que decido escucharte, dejar mi orgullo de lado y cruzar los dedos para que sigas siendo así de extraña.

—¿Qué es lo que quieres?

Curvas una sonrisa y te tocas el cuello con la mano que no me estás dando.

—Dejaré que sigas viviendo aquí a cambio de algo.

Ya sabía que no ibas a salirme gratis, nadie es tan altruista. ¿Qué vas a pedirme, Amelia? ¿Dinero, trabajo, algo retorcido? Todo el mundo tiene un precio. Creo que hoy voy a descubrir cuál es el mío.

—¿Quieres que asuste a alguien?

Sonríes. Parece que no esperabas que yo también tuviera sentido del humor. Miro hacia abajo, no quiero que te des cuenta de que yo también lo hago. No sé cómo lo has hecho, pero jamás pensé que una situación así pudiera parecerme divertida.

—De momento, no. Si me hace falta, te daré los detalles vía ouija.

Tengo que rodar los ojos hacia arriba para no sonreír más.

—¿Entonces...?

Mi mano se siente extraña ahora que la has soltado, como vacía. No sé por cuánto rato lo habrás estado haciendo, no hay relojes en esta casa, y si los hay, no me cabe duda de que están rotos. Ahora que te has apartado, siento que ha sido el apretón más corto del mundo, juraría que ha durado menos que un latido. Deslizas los dedos sobre el piano, pero no tocas nada. No necesitas música para crear tensión.

—Déjame pintarte.

Tu voz me golpea como una bofetada con la mano abierta. Había esperado de todo menos eso. Eres una pintora y quieres pintarme. ¿Eso es lo que me estás pidiendo a cambio? Empiezo a pensar que no eres rara, eres tonta. Pero, en cierta medida, agradezco que seas así. Siempre se ha dicho que todos los artistas lo sois. Sois raros, Amelia. ¿Eres tan extraña como el resto de artistas? ¿O ellos lo son como tú?

—¿Cómo?

—Pintarte —me repites, como si no conociera la palabra—. Ya sabes, posar para mí. Igual te resulta un poco pesado e incómodo, tendrás que tirarte un buen rato en la misma postura y sin moverte porque tengo la capacidad de concentración atrofiada. La verdad es que no se me dan bien las personas. —No sé si te refieres a los cuadros o es en general—. Pero como eres el fantasma que viene con la casa...

—Pensaba que los artistas sabíais pintar de todo.

Mi respuesta te suaviza la sonrisa y te hace levantar la barbilla. Creo que te das cuenta de que yo sé de arte lo mismo que tú de pianos.

—Entonces no seríamos artistas si todo se nos diese bien.

No capto qué quieres decirme, pero suena tan profundo que en ese instante me pareces inteligente y todo. Me rasco el brazo y me pregunto por qué me siento tan cómoda contigo cuando solo eres una extraña que ha comprado mi casa y que podría echarme en cualquier momento.

—¿Qué me dices, Silvia? ¿Puedo?

Por un momento siento que vuelven a ser mi piano, mi sillón y mi casa. Y que mi nombre vuelve a ser mío. Un montón de interrogantes se despliegan en mi mente, pero no soy capaz de verbalizar ninguno salvo el principal.

—¿Solo vas a pedirme eso?

—¿Por qué? ¿Quieres que te pida algo más?

Miro hacia otra parte, has vuelto a ponerme nerviosa. Aprieto mi brazo, repaso el triángulo de lunares por encima de la tela y me muerdo el labio cuando no miras. De alguna forma tengo que disimular lo seca que se me ha quedado la boca.

—No, no. —Mi mano se mueve a través de un gesto que es tan rápido como patético—. Creo... que está bien así. Es un buen trato: pintarme a cambio de que no me eches.

—Pensaba pedirte también que me enseñases el resto de la casa, no he podido ver más que la primera planta. ¿Sería mucho pedir que me hicieras una visita guiada? Desde luego que promete ser más interesante que tener que verla sola.

—¿Segura de que quieres ver el resto de plantas? Pensaba dejar que te llevases la sorpresa, pero… supongo que no me queda más remedio que confesártelo: hay más fantasmas. De hecho, la última vez que subí conté unos… cinco o seis.

—¿Y son tan encantadores como tú?

Tengo que dar gracias a la oscuridad otra vez para que no veas que me he ruborizado. Yo, ruborizarme por una idiotez así. No, no debe de ser por eso. Debe de ser porque llevo mucho tiempo sin hablar con nadie. La soledad pasa factura. Casi que había olvidado cómo era el sonido de mi voz dirigiéndose a otra persona. Y creo que, en el fondo, muy pero que muy en el fondo, me ha gustado que me lo recuerdes. Aunque me hayas descolocado el sillón.

—Bien. —Evado tu halago lo mejor que puedo mientras jugueteo con el fruncido de las mangas de mi larguísimo vestido blanco—. ¿Tienes velas? Si no has traído, creo que me quedan algunas, tendría que mirar en el cajón de la cocina...

—He traído, he traído.

—Pues... ve a buscarlas, yo te esperaré aquí. Y no tardes, tengo mucho que enseñarte.

Amelia

Mi habitación parece más grande de día que de noche.

Y han tenido que pasar tres días para darme cuenta. Tres días, tres noches. Bueno, supongo que también influye que por fin he terminado de limpiar, de poner un poco de orden en este bosque de entropías, de volver habitable esta casa. O no del todo, porque al parecer, ya lo era. Todavía sigue costándome creerlo. Aunque hayan pasado tres días, me cuesta hacerme a la idea de que voy a tener que vivir a medias. Compartir. Nunca me ha supuesto un problema hacerlo. Lo único que jamás presto son mis pinceles, el resto de cosas son pasajeras, banales, prescindibles. Me da igual irme a dormir sabiendo que dos habitaciones más allá de la mía hay un fantasma. Porque sigo pensando que Silvia tiene que ser un fantasma. Y lejos de aterrarme la idea, me hace gracia. No sé, parece una chica bastante agradable, no podría darme miedo ni queriendo. Tiene la voz bonita, sería impensable que los espíritus malvados tuvieran una voz tan dulce. Aunque no he hablado mucho con ella, la casa es lo suficientemente grande como para no coincidir ni poniéndonos de acuerdo. Solo me la he cruzado dos veces y las dos han sido pasadas las doce.

Me dio las buenas noches rápido y entre dientes y, antes de que pudiese decir nada, ya se había marchado a encerrarse en su habitación. Todavía no he tenido el placer de verla y mucho menos de limpiarla, pero al menos el resto de la casa ha quedado bastante aceptable. Ya no huele a humedad, ayer puse a quemar unas pastillas de incienso en el pebetero de cobre de la entrada y ahora flota por todas partes un tenue aroma a vainilla.