Señales en la noche (AdN) - Dani Shapiro - E-Book

Señales en la noche (AdN) E-Book

Dani Shapiro

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Beschreibung

Una constelación de vidas alteradas para siempre por una decisión fatídica. Señales en la noche comienza una noche de verano de 1985. Tres adolescentes han estado bebiendo. Deciden coger un coche y, en un instante, todo cambia en Division Street. Cada una de sus vidas y la de Ben Wilf, un joven médico que acude al lugar del accidente, se hacen añicos. Para la familia Wilf, las circunstancias que rodean este terrible accidente se convertirán en un secreto insondable, tan grave que no volverán a hablar de ello. En Division Street ha pasado el tiempo. Cuando llegan los Shenkman -un matrimonio joven que espera un bebé-, la vida sigue como si el accidente nunca hubiese ocurrido. Pero Waldo, el hijo solitario y especial de los Shenkman, un chico fascinado por la belleza del mundo y con una habilidad innata para encontrar conexiones en todas partes, se hace amigo del doctor Wilf, que ya está jubilado y sufre por el deterioro de su esposa, y el pasado se precipita en su vida de formas que nadie esperaba. En su primera obra de ficción en quince años, Dani Shapiro retoma el género con el que se inició como escritora, con una novela fascinante y extremadamente sensible que profundiza en los vínculos que unen a las familias, y también en los secretos que pueden destrozarlas. Señales en la noche es una historia de una inquietante belleza, salida de la pluma de una hábil narradora.

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Seitenzahl: 355

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Este libro es para Jacob

Si la tierra es un cementerio y el marun osario de almas, encended señales en la nocheallá donde estéis.Al alba, echad las barcas al mar.

CAROLYN FORCHÉMourning

27 de agosto de 1985

Sarah y Teo

Y en realidad no es nada, o podría no ser nada, o debería no ser nada, el hecho de inclinar la cabeza hacia delante para presionar la punta del cigarro contra el encendedor del coche. Crepita al contacto, con un sonido particular de este fugaz momento en la historia en que los coches tienen mechero y los quinceañeros, por otra parte, sensatos, fuman Marlboro Reds y conducen el Buick de su madre sin carné de conducir. Hay una chica a la que quiere impresionar. Se llama Misty Zimmerman y, si sobrevive a esta noche, de mayor será editora de una revista o profesora de instituto o abogada. Será madre de tres hijos o no tendrá ninguno. Morirá joven de cáncer de ovarios o vivirá hasta conocer a sus bisnietos.

Pero estos son solo los posibles arcos de una vida, un puñado de estrellas fugaces en el cielo nocturno. Si cambia una cosa, todo cambia. Un temblor aquí provoca un seísmo allá. Una falla se hace más profunda. Alguien tropieza con un cable. Él pisa el acelerador. No sabe muy bien lo que hace, pero eso no va a detenerlo. Está crecido, como cualquier chaval de quince años. Tiene que demostrar algo. A sí mismo. A Misty. A su hermana. Como si siguiera un guion escrito en braille, pasa los dedos por encima de un código que no comprende.

—Theo, más despacio.

Es su hermana, Sarah, desde el asiento trasero.

Misty va de copiloto.

Ha sido Sarah quien le ha tirado las llaves del coche de su madre. Sarah tiene diecisiete años. Después de esta noche, se convertirá en un misterio para él. El cielo estival es un velo que alguien ha echado sobre la luna y las estrellas. Las calles están en silencio, la buena gente de Avalon lleva ya un rato en casa. Sus padres están dormidos en su cama de matrimonio bajo la colcha de ganchillo tejida por una paciente de su padre. Su madre tiene el sueño profundo, pero su padre está entrenado por toda una vida de médico para despertarse a la mínima. Siempre está preparado.

Los adolescentes no buscan problemas. Son buenos chicos… Todo el mundo diría eso de ellos. Pero están aburridos; el verano toca a su fin; las clases empiezan la semana siguiente. Sarah va a cursar su último año de instituto y después se irá. Es una superestrella, su hermana. Practica varios deportes, saca sobresaliente en todo. Rezuma potencial. A Theo aún le quedan tres años y no destaca en nada. Es un chico rellenito, más bien callado y tímido. Se sonroja con facilidad. Nota que se le ponen las mejillas coloradas mientras sostiene el mechero e inhala, oye el chisporroteo, aspira el humo hasta el fondo de los pulmones. Su padre —cirujano neumólogo— lo mataría. Quizá por eso Sarah le ha dado las llaves. Quizás esté intentando ayudarle; conseguir que haga algo, joder. Que corra algún riesgo. Mejor ser malo que no ser nada.

Misty Zimmerman solo pasaba por allí. Es Sarah quien le ha dicho que se venga. Sarah, que hace por Theo lo que Theo no puede hacer por sí mismo. Si cambia una cosa, todo cambia. El Buick baja a toda velocidad por Poplar Street. Misty se despereza y bosteza en el asiento del copiloto. Theo gira a la izquierda y luego a la derecha. Va cogiéndole el tranquillo. Pone el intermitente y se dirige a la autopista. Cuando pasan por delante del centro comercial, mira a ver si el Burger King sigue abierto.

—¡Cuidado! —chilla Sarah.

Él da un volantazo y vuelve a su carril, con el corazón a mil por hora. Ha estado a punto de chocar contra el guardarraíl. Abandona la autopista por la siguiente salida y levanta el pie del acelerador. Quizá no haya sido buena idea. Quiere irse a casa. También quiere otro cigarro.

—Para —dice Sarah—. Yo conduzco.

Theo busca un lugar donde parar. No tiene ni idea de cómo se aparca. Sarah tiene razón: esto es una estupidez.

—Bueno, mejor no, déjalo. No puedo —dice.

Ya están casi en casa. Es como una canción dentro de su cabeza: «casi en casa, casi en casa, casi en casa». Solo quedan unas cuantas manzanas. Pasan por delante de la casa de los Heller y luego por la de los Chertoff.

Cuando se inclina hacia delante, a Theo se le resbala el mechero de los dedos y se le mete por el cuello abierto de la camiseta. Deja escapar un grito e intenta cogerlo, lo que solo consigue empeorar las cosas. Arquea la espalda para que el cacharro de metal ardiendo se suelte, pero se ha quedado atrapado entre los pantalones y el ombligo. Huele a carne chamuscada. Le dejará una cicatriz en forma de medialuna perfecta y brillante. Años después, cuando una amante repase la marca en su vientre con el dedo y le pregunte cómo se la hizo, él se dará media vuelta. Pero ahora… Ahora su futuro sale disparado como rayos gamma desde dentro del coche en movimiento. Tres estudiantes de instituto. ¿Y si Sarah hubiese salido con sus amigos aquella noche? ¿Y si Misty hubiese puesto cualquier excusa? ¿Y si Theo hubiese sucumbido a lo que le pedía el cuerpo y se hubiese hecho un bocata de salami con mucha mostaza y se lo hubiese subido a la cama?

El volante da vueltas sin parar. Los gritos de los adolescentes en mitad de la noche. «Theo no para Dios joder ayuda» y no se oye el chirriar de frenos… Nada que amortigüe el impacto. El impacto del metal contra un viejo roble: el sonido de dos mundos colisionando entre sí.

El guardabarros y el lado derecho del Buick se estrujan como si fuera un coche de juguete y todo fuese una simulación. Arriba, en el primer piso de la casa de Benjamin y Mimi Wilf, una luz se enciende. Una ventana se abre. Ben Wilf contempla la escena durante una fracción de segundo. Cuando llega a la puerta de la casa, su hija, Sarah, está de pie frente a él —«gracias a Dios gracias a Dios gracias a Dios»— con la camiseta y la cara salpicadas de sangre. Theo está a cuatro patas en el suelo. Parece ileso. «Gracias a Dios gracias a Dios gracias a Dios.» Pero entonces…

—Papá, hay una chica en el coche…

Misty Zimmerman está inconsciente. No lleva cinturón —¿quién se pone el cinturón?— y tiene una brecha en la frente por la que brota sangre. No hay tiempo de llamar a una ambulancia. Si esperan a que lleguen los servicios de emergencia, la chica morirá. Así que Ben hace lo que tiene que hacer. Se cuela por la puerta del conductor, coge a la chica por las axilas y la saca.

—¡La camiseta, Theo! —vocifera.

A Theo se le revuelve el estómago. Va a vomitar. Se quita la camiseta y se la lanza a su padre. Ben le levanta la cabeza a Misty y se la envuelve con la camiseta, tensándola para hacer un torniquete. Su mente se ha puesto en modo lento y silencioso. Es muy buen médico. Le toma el pulso a la chica.

Mimi está en los escalones del porche, con el camisón ondeando al viento que parece haber empezado a soplar de la nada.

—¿Qué ha pasado? —grita Mimi—. ¿Sarah? ¿Theo?

—He sido yo, mamá —dice Sarah—. Yo conducía.

Theo mira a su hermana.

—Eso ahora no importa —dice Ben en voz baja.

Por toda Division Street, los vecinos se han despertado. El golpe, las voces, la electricidad en el aire. Alguien debe de haber llamado a la ambulancia. A lo lejos se oye una sirena. Ben lo sabe antes de saberlo, de esa forma tan instintiva. No veía bien cuando ha sacado a la chica del coche porque estaba oscuro. Solo se ha fijado en la herida de la cabeza, en la hemorragia incontrolable. Ahora ya lo sabe: tiene el cuello roto. Y ha hecho lo peor que podía hacer. La ha movido. En los días posteriores, contará la historia a las autoridades, al equipo de emergencias, a los padres de Misty. La historia —que Sarah conducía, que Misty iba de copiloto y Theo detrás— no se cuestionará. Ni esta noche ni nunca. Se convertirá en un profundo secreto familiar tan peligroso que nunca será verbalizado.

21 de diciembre de 2010

Benjamin

El niño está en la ventana otra vez. Son las once menos cuarto de la noche, una hora a la que sin duda un chaval de su edad —está a punto de cumplir once años— debería estar en la cama, teniendo sueños nerviosos y desbocados. Pero, en lugar de eso, está allí como un reloj: su pelo oscuro brilla a la luz de la luna llena, sus manitas agarran el alféizar, su cuello fino está levantado mirando por la ventana abierta, escudriñando el cielo. La respiración del muchacho forma nubes de vaho en el aire frío. Ahora coge su artilugio y lo dirige a un lado y a otro como una brújula, de forma que el resplandor tétrico y azulado ilumina su rostro pálido. ¿Qué demonios hace? Ben no puede aguantarse las ganas de abrir la ventana y gritarle al niño que está al otro lado de Division Street: «¡Ten cuidado!». Las palabras se le quedan atascadas en la garganta.

«¿Dónde están tus padres?»

Pero también ve a los padres, la casa entera, excepto el dormitorio del niño, iluminada en mitad de la noche como una carta de amor a la compañía eléctrica Con Ed. La madre está sentada a la mesa de la cocina, inclinada sobre una revista, con una copa de vino junto al codo. La silueta del padre se adivina en el gimnasio que han construido sobre el garaje. El hombre rema como un loco, como si se propulsara hacia alguien que se estuviera ahogando.

La casa de enfrente antes pertenecía a los Platt, y antes de eso, a los McCarthy. Cuando él y Mimi se mudaron al barrio, cuando Division Street dividía de verdad (aunque estaba mal visto hablar de ello) la parte más deseable de la ciudad de las casas que estaban más cerca de la estación de tren, no había gimnasios anexos, no había casas con piscina como la que parecía haber surgido de la noche a la mañana detrás de la vieja casa de los Berkelhammer, no había chimeneas al aire libre ni elaborados sistemas de sonido construidos en muros de piedra cubiertos de musgo.

Un coche solitario baja despacio por Division y gira en Poplar. A lo lejos se oye el maullido de un gato. Las hojas rígidas del acebo raspan la ventana de la cocina abajo. Ben quería haberle pedido al jardinero que le diera un repaso en otoño antes de que se pudrieran más tablones viejos de la casa, pero con todo el jaleo se le había olvidado. Los nuevos dueños, una pareja a la que no ha visto en persona, se mudan desde Cleveland. Con dos niños pequeños. Y uno de esos basset hounds de ojos tristes.

Entonces, ¿así es como va a pasar su última noche aquí? ¿Enfundado en su bata de franela, mirando por la ventana de su habitación, absorbiendo todo lo que se ve y se oye en este lugar donde ha vivido más años que en ningún otro? Lo está memorizando todo.

Cuarenta años.

Mimi y él solían burlarse de la gente que decía ñoñerías absurdas como eso de que «el tiempo pasa volando». Pero míralo ahora. Cuarenta años desde que se mudó con Mimi a esta casa. Mimi estaba embarazada de Theo, y Sarah aún llevaba pañal. Probablemente no fueran tan distintos de la pareja de Cleveland y se preguntaran cómo iba a ser su vida. En la planta baja, todas las habitaciones están llenas de cajas. Están apiladas del suelo al techo y etiquetadas en función de su destino:

«S. W.» para la vajilla, la cubertería de plata de Mimi, la mayoría de las sábanas buenas. Todo eso va para Sarah, a Santa Mónica, aunque él no entiende cómo puede querer más trastos de los que ya tiene. Su hija nunca ha sido una persona muy sentimental, pero quizás ahora que ha alcanzado la mediana edad se esté ablandando.

«T. W.» para los miles de discos —vinilos— para los que Theo ha comprado y restaurado un tocadiscos en su ático de Brooklyn. También le enviarán a Theo las cajas con la etiqueta «DOCUMENTOS B. W.», que contienen todos los archivos médicos de Ben desde que hizo la residencia. ¿Qué iba a hacer si no con todos esos ficheros? ¿Quemarlos? No. Los dejará al cuidado de su hijo.

El niño lo ha visto. Igual que las últimas noches, levanta la mano y lo saluda…, con un saludo infantil, moviendo los dedos arriba y abajo. Ben descorre el pestillo de la ventana y la abre. El aire frío le golpea el pecho.

—¡Hola, muchacho!

Sabe perfectamente cómo se llama el niño. Waldo, un nombre difícil de olvidar; pero llamarlo por su nombre le parece tomarse demasiadas confianzas. Aunque la familia lleva una década viviendo enfrente, siempre han sido más bien reservados. Cuando se mudaron, Mimi nunca encontró el momento de cruzar la calle con su habitual bandeja de galletas y una notita para darles la bienvenida al barrio. Tenía varias copias de una lista con indicaciones útiles: el A&P de Grandview recibe el pescado fresco de Fulton Street; el profesor de segundo es bastante flojo, pero la señorita Hill, que da clase en tercero, es una joya. Ben recuerda perfectamente a Mimi en aquella época de lo que ahora llaman crianza como si describieran una actividad, como salir a correr o al monte. Su pelo oscuro y ondulado recogido en un moño despeinado. Sus piernas largas embutidas en las botas de esquí. Su risa fácil.

Esta gente sale por la mañana temprano —el padre, en un híbrido nuevo marca Lexus, la madre en un Prius; coches que no hacen ruido— y vuelven de noche, se cuelan en silencio en el garaje y la puerta automática se cierra tras ellos. El niño no juega en la calle como hacían Sarah y Theo. Los niños del barrio no salen ya al jardín de las casas. Los pasean sus padres o sus niñeras, acarreando violines o chelos dentro de su funda, arrastrando una mochila que pesa más que ellos. Visten equipación de fútbol o kimono blanco impoluto, con la cintura diminuta ceñida por un colorido cinturón de kárate o jiu jitsu.

—¡Eh, muchacho! —lo llama Ben—. ¿Qué haces?

El joven Waldo levanta su cacharro —parece un libro negro, ligeramente más grande que uno de bolsillo, excepto por el resplandor— hacia el cielo, como pidiéndole a Dios que le lea un cuento antes de dormir. Ben rebusca en el bolsillo de la bata sus gafas de lejos. Ahora ve mejor las letras de la sudadera del chaval. Es de los Red Sox. Sorprendente, dado que están en territorio de los Yankees. No debe de tenerlo fácil en el colegio. Sobre todo, este año en que el cántico «¡Los Red Sox apestan!» ha resultado ser cierto. El flequillo largo le tapa los ojos.

—¡Siento lo de Pedroia! —grita Ben.

—Y lo de Youkilis. Y lo de Ellsbury.

El chico habla como si fuera un agravio personal. Su voz es inesperadamente aguda y musical, como una flauta. Sigue con el libro negro levantado hacia el cielo.

—¿Qué es eso? —le pregunta Ben.

—Star Walk —contesta el niño.

—¿Es un juego?

El muchacho le lanza una mirada (en parte de decepción, en parte de incredulidad) que Ben acierta a interpretar desde el otro lado de Division Street.

—No —dice—. No es un juego.

—Ah, vale.

—¿Quiere verlo?

—Bueno, es que…

Ben duda. Aunque lleva años viendo al muchacho, en realidad no lo conoce.

—Venga, se lo enseño.

Por la ventana de la cocina, la silueta de la madre del niño se recorta contra las luces intermitentes de la pantalla del televisor. El padre sigue en la máquina de remo.

—¿No deberías estar durmiendo?

—No tengo sueño.

A Ben Waldo le recuerda un poco a Theo a esa edad. Theo era más grande, más corpulento y, cuando no podía dormir, bajaba a la cocina, metía salami y mostaza de Dijon entre dos rebanadas de pan y se servía un vaso de leche, como si necesitara el peso de la comida para conciliar el sueño. Mimi regañaba a Theo por no lavarse los dientes y luego, en privado, se preocupaba por si el chico estaba engordando demasiado. Ahora Ben piensa que ojalá hubiesen sabido entonces siquiera una mínima parte de lo que sabe ahora. Que aquellos agobios (¡caries!, ¡unos kilos de más de grasa infantil!) no eran nada en comparación con lo todo lo demás.

—Nos vemos en el árbol mágico —grita el muchacho—. ¡Dentro de dos minutos!

Mete la cabeza en la habitación y baja el cristal de la ventana para desaparecer dentro, a oscuras.

Ben cierra los ojos un momento. «El árbol mágico.» Sabe que así es como lo llaman los niños del barrio de esta generación. ¿Por qué no? Se trata de un majestuoso roble de la esquina de Division con Birch (‘abedul’ en inglés, porque todas las calles al oeste de Division tienen nombre de árbol), con un tronco de casi un metro y medio de diámetro. Está rodeado —según la estación del año— de decenas de especies de flores silvestres y hierbas altas y fragantes. El resto de las zonas verdes del barrio las arreglan y las podan con regularidad los jardineros, pero el roble preside su pequeño trozo de jungla, un bien raíz primigenio. La gente que no conoce la historia —los recién llegados al barrio— supone que la familia del número 18 de Division Street, la casa de Ben, debe de ser la dueña del árbol. No pueden estar más desencaminados. Pero Ben no va a enmendarles la plana.

Baja atravesando el estrecho pasadizo que queda entre las cajas apiladas a ambos lados del vestíbulo. Coge su vieja parka del perchero junto a la puerta y se la pone encima de la bata. ¡Menuda pinta debe de tener! Un anciano saliendo al porche vestido con algo que parece una falda larga, unos mocasines con borreguito por dentro y un anorak raído que ha conocido días mejores.

El muchacho ya está esperándolo junto al árbol. Ahora él también se encuentra en la posición ventajosa que le permite ver a su madre sirviéndose otra copa de chardonnay en su casa, al otro lado de la calle, y a su padre en la máquina de remo. Pero no está espiando la vida secreta de sus padres como si los viera por televisión. No, está más interesado en el cacharro ese, cómo se llamaba… Star no sé qué. Lo tiene abierto hacia el cielo.

—Hola. —Ben extiende la mano para estrechársela—. No nos han presentado formalmente. Soy el doctor Wilf.

—Lo sé —dice el muchacho.

Claro que lo sabe. De lo contrario, no habría abandonado la seguridad de su casa en plena noche para quedar con un perfecto desconocido, ¿no? Ben siente una necesidad imperiosa de proteger al chico. Quiere cruzar la calle y llamar a la puerta de su casa. «Son las once de la noche. ¿Saben dónde está su hijo?» El rostro del niño, de cerca, es hermoso, como el de todos los niños de su edad, con una piel suave y luminosa. Tiene las pestañas tan largas que casi proyectan sombras sobre sus mejillas. El cuello fino y los hombros estrechos. Diez años para once. Un niño a punto de experimentar grandes cambios. Un niño (Ben se estremece al pensar en Theo) a punto de aventurarse en un mar ignoto del que tardará años en regresar.

—Yo soy Waldo.

—Hola, Waldo.

Ben mira el aparato. La pantalla parece reflejar el cielo despejado e iluminado por la luna. Las estrellas brillan sobre el fondo negro purpúreo. Del dispositivo sale música, una música extraña, como de otro mundo. Ben ve que se trata de uno de esos dispositivos electrónicos nuevos y sumamente atractivos, aunque no se acuerda de cómo se llama. Ha visto en las noticias a la gente haciendo cola a la puerta de las tiendas durante toda la noche solo para gozar del privilegio de poder comprar uno antes que nadie. Se pregunta si el padre del muchacho habrá hecho cola. Por la intensidad con la que entrena en la máquina de remo, a Ben le parece, quizás injustamente, un hombre de esos que necesitan ser los primeros en todo.

Cuando Waldo inclina la pantalla, se forman líneas y surgen formas, como si el cielo se abriese ante ellos. Un toro. Una serpiente. Un cangrejo. Un niño con un arpa.

—Mire.

Waldo desliza el dedo índice por un lado de la pantalla. Las estrellas-pantalla giran por el cielo-pantalla mientras encima de ellos, sobre Division Street, un avión surca la noche. Las luces de las alas parpadean a un ritmo regular. Seguramente se dirija al JFK. Las estrellas de verdad parecen curiosamente inmóviles, menos persuasivas que el avión o la simulación estelar de la pantalla de Waldo.

—¿Cuándo es su cumpleaños? —le pregunta Waldo de pronto.

—El dieciséis de enero.

—¿De qué año?

—¿Me estás preguntando mi edad?

—No, ¡no es por eso!

El chico siempre parece al borde de una frustración extrema, casi explosiva, como si el mundo a su alrededor no pudiera —y no puede— cumplir sus expectativas.

—1936 —dice Ben—. El 16 de enero de 1936.

—¿Sobre qué hora?

Ben tiene que pensárselo. ¿Acaso lo sabe? La última persona que probablemente pudiera recordar la hora de su nacimiento era su madre, que murió hace mucho. Pero, de pronto, se acuerda.

—Sobre las nueve de la noche.

—¿Y dónde?

—En Nueva York. Bueno, en Brooklyn.

El muchacho activa algo, la galaxia se pone a dar vueltas y la fecha que aparece en pantalla empieza a retroceder a un ritmo vertiginoso. Aunque el suelo está frío y húmedo, pero sin helar todavía, y a pesar de que sabe que mañana lo sufrirá en los huesos, Ben se sienta entre dos de las enormes raíces del roble. Sus esqueléticas piernas de anciano asoman por debajo de la bata y se las tapa con el suave tejido de franela a cuadros. El niño se arrodilla a su lado con su pijama de los Red Sox y su anorak. Las fechas en la pantalla siguen pasando y las formas del cielo van mutando de una a otra. Ben apenas puede seguirles el ritmo. Un oso. Un león. Un barco de vela.

Ben recorre Division Street con la mirada y contempla las pocas luces encendidas en casas cuyos habitantes no conoce. Antiguamente lo sabía casi todo sobre las familias que vivían en el barrio. Para bien o para mal —para bien y para mal— sabía de la leve adicción de Jimmy Platt, de la aventura de Karen Russo con Ken, el golfista profesional, y del problema de ludopatía que acabó provocando el embargo de los Gelfman. Sabía que Julie Heller se fumaba un porro cuando sacaba a su caniche a pasear por la noche y que Eric Warner había estado en una clínica de desintoxicación, aunque nadie había llegado a saber el porqué.

Aquel era un barrio como cualquier otro, con los secretos, las penas y las mentiras, los triunfos y los momentos de gracia que se viven en todas las comunidades. A menudo, se había sentido ahogado por todo —y Dios sabe que a Mimi la había vuelto loca—, pero, aun así, le daba cierta paz saber que aquel era su barrio. Su gente. Al tomar la decisión de instalarse en una casa en particular en una calle concreta, todos habían unido su suerte a la de los demás. Sus hijos se pasaban el día entrando y saliendo unos en las casas de otros. Se habían fumado juntos sus primeros cigarros, habían sido mejores amigos, luego archienemigos y luego amigos otra vez. Los padres habían sido testigos, espectadores, habían aprendido a llevarse bien («por el bien de los niños», que decía siempre Mimi) y a veces se habían caído lo suficientemente bien como para irse de vacaciones juntos.

Ahora, el barrio ha bajado las persianas para pasar la noche. Las alarmas están activadas. El Lipitor tomado, o el Prozac, o el Klonopin. Quizás, en el caso de unos pocos afortunados, la Viagra. Las parejas, en su mayoría hombres y mujeres de entre treinta y cuarenta años —casi la mitad que él—, están acostadas juntas o en camas separadas, leyendo o quedándose dormidas mientras ven una serie de médicos en la televisión. Los bebés, los niños pequeños, los niños mayores y los adolescentes han dado el día por terminado y se han abandonado al mañana.

Todos menos Waldo.

—Tiene setenta y cuatro años —dice Waldo.

—Has hecho la cuenta de cabeza.

—Mire. —Waldo le pasa a Ben el cacharro, que pesa más de lo que parece—. Aquí está.

Ben tarda unos segundos en darse cuenta de lo que tiene delante: es el cielo del día que nació.

—El Can Mayor —dice Waldo—. Una constelación chulísima. En el Can Mayor está Sirius, la estrella-perro. La estrella más brillante del cielo.

Ben toca la pantalla y recorre el perro con el dedo índice: un animal con las patas grandes, sentado, con la cabeza erguida, como esperando órdenes. Waldo se inclina sobre el aparato y toca un círculo que hay en la esquina superior izquierda de la pantalla.

—El Can Mayor es una constelación incluida entre las cuarenta y ocho catalogadas por el astrónomo del siglo II P… Ptol… Ptolomeo —lee Waldo en voz alta— y sigue figurando entre las ochenta y ocho constelaciones modernas. Su nombre, del latín canis maior, significa ‘perro mayor’ y suele rep… rep…

—Representarse —acucia Ben.

—¡Ya lo sé!

—Perdona.

—… representarse como uno de los perros que siguen a Orión, el cazador. También existe el Can Menor.

—Pues la verdad es que prefiero haber nacido bajo el influjo de un perro mayor que de un perro menor —dice Ben.

Waldo lo fulmina con la mirada.

—Se está burlando de mí.

—No.

—Entonces está de broma.

—Bueno, sí.

—Esto no es una broma.

A la luz que desprende el artilugio, Ben ve que Waldo tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Tranquilo, amigo. —Ben le da una palmada incómoda en la mano—. Lo siento. No quería…

—Todo el mundo piensa que esto es una estupidez o algo así.

El niño se está esforzando mucho por no llorar, pero le tiembla la barbilla diminuta y puntiaguda.

—¿Quién es todo el mundo? —le pregunta Ben.

—No sé.

—Cuéntame.

Hace una pausa larga, durante la cual Ben se fija en que el muchacho tiene la piel de alrededor de las uñas en carne viva, arrancada, mordida y destrozada.

—Mi padre —dice por fin Waldo.

Por primera vez, mira al otro lado de la calle, a las ventanas de encima del garaje, donde se ha apagado la luz.

—No, hombre, seguro que no piensa eso —dice Ben, aunque no lo sabe.

Waldo se encoge leve e involuntariamente de hombros, vuelve a centrar la atención en la pantalla y toca otra constelación.

—Pyxis —dice con voz entrecortada.

La forma de una brújula aparece en el cielo debajo del Can Mayor.

—Pyxis —lee Waldo— significa ‘caja’ en latín y es una constelación pequeña y débil al sur del firmamento. Su nombre en latín también significa ‘brújula del marinero’. No debe confundirse con Circinus, que rep…

Ben deja que Waldo se pelee con la palabra, con el ceño fruncido por la concentración. Le da mucha pena el niño, tan pequeño, intentando cargar con esa palabra tan grande sobre sus hombros estrechos.

—… representa una brújula —Waldo termina la frase. Está llorando.

Ben quiere abrazar al muchacho, pero se limita a pasarle un brazo por encima de los hombros. Waldo apoya la cabeza en Ben en un gesto tan sencillo y dulce que este casi no se da cuenta. El pobre niño está temblando de la cabeza a los pies.

—No pasa nada, amigo —le susurra Ben—. Todo va a ir bien.

Sin pensarlo, empieza a balancearse adelante y atrás, como hacía con Theo y con Sarah no solo de bebés, sino hasta que llegaron a esta edad, a este precipicio. Los abrazaba con fuerza y siempre acababa moviéndose de un lado a otro, meciéndose, como si estuvieran en una pista de baile y hubiesen quitado la música.

—Mi padre no quiere que hable de estas cosas —dice Waldo. Mira su casa al otro lado de la calle—. Me ha dicho… —Respira muy hondo, casi en un suspiro—. Me ha dicho que, si sigo hablando de esto, me va a quitar el Star Walk y el telescopio.

—¿Por qué crees que no quiere que hables de esto? —le pregunta Ben.

—Dice que pierdo el tiempo con cosas que no son importantes. Dice que vivo en un mundo imaginario.

Waldo inclina el dispositivo de un lado a otro y el cielo, lleno de estrellas, con toda la miríada de constelaciones y sus siluetas y formas, se expande en ambas direcciones.

—¿Y por qué es tan importante para ti? —pregunta Ben.

¿Alguna vez fue así de paciente con su propio hijo? En los años previos a que Theo se volviera inaccesible, aquellos preciosos años cuando todavía se dejaba ver y conocer, ¿se tomó Ben el tiempo de hacerlo? La respuesta no es un simple sí o no, pero, aun así, duele demasiado contemplar las oportunidades perdidas. No puede recuperar ese tiempo. No tiene una segunda oportunidad.

—Supongo que me hace sentir mejor —contesta Waldo.

—¿Cómo?

—Cuando tengo miedo… Cuando pienso en cosas feas… La idea de que ahí arriba…

Se interrumpe como si la sola pronunciación de todas esas palabras lo hubiese agotado.

—¿Qué tipo de cosas feas? —pregunta Ben.

—Bueno, ya sabe.

—No, no lo sé. Cuéntame.

—Pues en morirme y todo eso.

Ben asiente. Morirse y todo eso. Claro.

—El caso es que eso —Waldo no señala el cielo sobre su cabeza, sino la pantalla, y Ben se da cuenta, sobresaltado, de que aquello es más real para él que las estrellas de arriba— es enormísimo y nosotros solo somos…

—¿Qué? —pregunta Ben.

El chico tiene una curiosa combinación de expresividad y retraimiento, como si su alma luchara contra todo lo que se supone que es.

Waldo se pone en pie de un salto.

—Andromeda, Antlia, Apus, Aquarius, Aquila, Ara, Aries, Auriga —recita—. Y esas son solo las de la «a». Solo hay una con la «b»: Bootes. Pero hay muchas con la «c»: Caelum, Camelopardalis, Cancer…

—Te sabes las constelaciones de memoria.

—Ahora estoy con las estrellas.

A Ben le recorre un escalofrío y se levanta despacio, apoyándose contra el tronco del árbol mágico para mantener el equilibrio. ¿Cuánto tiempo llevan allí fuera con ese frío helador? Apenas nota las yemas de los dedos. Cierra ambas manos en sendos puños y las vuelve a abrir. Enfrente, la madre apaga la luz de la cocina.

—¿Waldo? Creo que deberíamos irnos los dos a dormir, muchacho.

—Solo una cosa más —dice Waldo—. Deje que le enseñe una cosa más, por favor.

Ben no está seguro de poder aguantar una cosa más, pero qué le va a hacer. Waldo pulsa la esquina inferior derecha de la pantalla y entonces sobrevuelan la superficie de océanos y continentes hasta que el planeta entero retrocede y dos líneas verdes fluorescentes se cruzan para señalar su ubicación exacta en el globo. Una figurita de neón se sitúa en el centro de un círculo en el borde más oriental de los Estados Unidos, en el estado de Nueva York, en la localidad de Avalon, en la calle… En su calle. Division Street.

—Ahí estamos —dice Waldo, apuntando al muñequito fluorescente—. Esos somos nosotros.

Ben toca la pantalla. Desplaza mínimamente el dedo a la derecha. Los nombres de los pueblos, las ciudades y los estados pasan a toda velocidad: Danville, Ohio; Roseville, Michigan; Erie, Pensilvania; Concord, Carolina del Norte. Los continentes se pliegan sobre sí mismos. Lyon, Estambul, Phuket, Taipéi, El Cairo, Tel Aviv. Desde aquí, todo está conectado. La costa este con el medio oeste y con el sur de Estados Unidos. América con Europa y con Asia. El cielo de 1936 con el cielo de 2010. Desde aquí, parece posible que todo esté sucediendo a la vez: esta vida, aquella vida… Un número inconmensurable de vidas desarrollándose en paralelo. Él mismo es, a la vez, un recién nacido en el hospital judío de Brooklyn, un niño jugando al béisbol en la calle en Classon Avenue, un chico haciendo su bar mitzvá con un traje nuevo que le queda grande, balbuciendo el pasaje de la Torá que le toca recitar. Es un estudiante universitario, un médico residente en vela, un marido joven. Está asistiendo al nacimiento de su hija. Se está mudando con su familia a Division Street. Está oyendo el primer llanto vigoroso de su hijo. Mira la pantalla y ve la cara de Mimi como si ella misma fuera una constelación. «Cariño. Ya voy.»

Shenkman

Empuja con las piernas, con suavidad pero con fuerza. Piensa en la palabra que utilizaba su viejo entrenador: «fluidez». Dobla la parte superior del cuerpo y luego se desliza hacia delante con los brazos extendidos. Una breve pausa para recuperarse, mientras el volante de inercia gira. Empujar, recuperar. Empujar, recuperar. Cuenta. «Uno, dos.» Los pulmones llenos al principio y vacíos al final. Echa un vistazo rápido al RowPro. «Joder.» Lleva seis mil metros de carrera y tiene dos botes por delante. Mejor no pensar en eso. En la pared de enfrente, el televisor de pantalla plana muestra la superficie de un lago. En su cabeza está allí y no aquí. Surcando el lago Winnipesaukee. Lo ha intentado con música, pero resulta que no le gusta escuchar música. Ha probado con esas series de las que todo el mundo habla en el trabajo. Pero no puede ver una serie ambientada en una agencia de publicidad en los sesenta mientras está en la máquina de remo. Es una locura. Meshugenah. Le ha llevado un tiempo darse cuenta de que esto —el azul oscuro crepuscular del lago, las ondas que imagina que provoca con sus remos— es lo que él buscaba. Aquí, en su gimnasio encima del garaje, pagado a crédito, aquí es donde se olvida del resto de su vida.

Alice está al otro lado de la casa y Shenkman sabe que se siente sola y que está un poco enfadada, porque a estas horas le gustaría pasar tiempo con él y hablar de…, bueno, de lo que sea. Del trabajo. De su madre. De sus planes para las vacaciones de primavera. De Waldo. Ese, por encima de todos, es el tema que él quiere evitar.

«Uno, dos.» Le arden los trapecios.

Hace casi una hora que metió a Waldo en la cama, pero está seguro de que su hijo no está durmiendo. Sabe que Waldo se levanta y abre la ventana; Shenkman puede ver cualquier puerta o ventana abierta en su casa en el monitor de la alarma antirrobo. Intenta no darle importancia. Espera que a Waldo se le pase. El asunto ya roza la obsesión, y si él y Alice empiezan a hablar de ello, acabará quitándoles el sueño. No, mejor esto. Mejor surcar las aguas heladas de Winnipesaukee hasta que no sienta los brazos.

Como mínimo una vez al día, Shenkman mantiene una larga conversación consigo mismo. Se promete no ser tan duro con Waldo. Oye su propio tono de voz criticando a su hijo. Lo que de verdad quiere decir, lo que siente, es: «Te quiero y quiero serlo todo para ti». En lugar de eso, lo que le sale se parece más a: «Dios santo, ¿puedes dejar de morderte los dedos?» o «Ponte la servilleta en las malditas rodillas». Hay algo en su hijo que le resulta extremadamente imposible, indescifrable, inalcanzable. Trata de no pensar demasiado en ello, pero lo contamina todo, cada minuto del día mientras está despierto. Ha dejado de intentar que Waldo haga las cosas de padre e hijo que Shenkman cree que deberían hacer. No juegan al balón, por ejemplo. Y el capítulo en el que Shenkman, en contra de la opinión de Alice, obligó a Waldo a apuntarse a los Avalon Astros, ha quedado enterrado hace tiempo en los anales de la historia familiar y nunca nadie lo menciona. Todavía recuerda a Waldo de pie en mitad del campo de fútbol, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo —su niño prodigio—, completamente perdido y confundido, mientras sus compañeros de equipo zigzagueaban a su alrededor.

A Shenkman le quedan doscientos metros para acabar. En la pantalla del RowPro, ve que solo va cuatro metros por detrás del líder. Lindgren, por supuesto. Lindgren le va ganando y otros ocho les pisan los talones. Shenkman entrenó duro ayer, hizo intervalos durante cuarenta minutos de reloj. Quizá se pasara un poco. «Uno, dos.» En la pantalla sigue haciendo un día perfecto, el cielo es de un azul sobrenatural. Una arboleda reluce como un puñado de esmeraldas. Su pulso cardíaco es un poco más alto de lo que le gustaría, pero acelera el ritmo un pelín más. Adelanta por los pelos a Lindgren. «Jódete, Lindgren.» Faltan cincuenta y ocho metros. Shenkman vuelve a Winnipesaukee. «Uno, dos.» Detrás de él, visualiza las boyas de la línea de meta, fluorescentes a lo lejos. Oye el sonido de las palas de los remos al chocar, planas, contra la superficie del agua, luego las pone en vertical y se hunden en silencio. Se obliga a no mirar el monitor, a pensar solo en la línea de meta.

La cruza jadeando. El sudor le cae por la espalda. El corazón le martillea el pecho. Solo entonces mira los resultados en el RowPro. El último bote —un tipo de Nueva Zelanda— se desliza sobre la línea de meta y ahora todos los botes están alineados como soldaditos perfectos. Se frota los ojos con una toalla y los entrecierra para enfocar la parte inferior de la pantalla y ver quién ha sido el ganador. Lindgren. Por un octavo de segundo.

Shenkman se desviste y echa la ropa empapada en el cesto del gimnasio. Se pone unos pantalones de chándal limpios y desea, no por primera vez, haber invertido en un baño cuando construyeron el anexo. Una sauna, vapor, esas cosas. Pero aquello ya de por sí era un lujo —un gimnasio en casa que solo usaría él— y no podía justificar lo del baño de ninguna manera ante Alice. Al principio había intentado que ella se aficionara al deporte también, sobre todo para no sentirse tan culpable, pero Alice no quería ni oír hablar del tema. Su «guarida», lo llamaba. Y le puso allí un cesto para que pudiera gestionar él mismo su ropa de deporte apestosa. Alice jamás pisa el gimnasio. No sabe nada del RowPro, ni mucho menos de Lindgren.

Abajo, la puerta principal se abre y se cierra. Shenkman cruza la galería techada justo a tiempo de ver el azul marino de una sudadera de los Red Sox desapareciendo escaleras arriba.

—¡Waldo!

Waldo se detiene en seco.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Nada, papá.

—¿Estabas fuera?

—No.

—No me mientas.

—¡No te estoy mintiendo!

Shenkman intenta cumplir la promesa que se ha hecho a sí mismo, pero es como intentar agarrar el aire con las manos. Siente que su temperamento se dispara de cero a mil kilómetros por hora. Respira hondo. Sigue sudando. Se ordena a sí mismo no ser demasiado duro con Waldo. Así solo conseguirá empeorar las cosas. Está a punto de dejarlo pasar —con la mandíbula apretada del esfuerzo—, pero entonces ve el iPad bajo el brazo de Waldo.

—¿Estabas…?

—¡Papá! ¡Papá, lo siento!

—Vale. —Shenkman sube los escalones de dos en dos. Le arranca el iPad a Waldo de debajo del brazo. Es lo único que puede hacer para no tirarlo por las escaleras y hacerlo pedazos—. Se acabó.

—Por favor, no me lo quites. Por favor.

—No dirás que no te lo advertí.

Waldo parece más pequeño y pálido de lo normal; su tez tiene un tono blanco verdoso. ¿Cuánto tiempo ha estado fuera? ¿Y cómo ha podido escabullirse sin que ni Shenkman ni Alice se dieran cuenta? ¡Si no tiene ni once años, por Dios! ¿Qué niño de once años se escapa de casa en mitad de la noche? Alice sale del dormitorio en el piso de arriba. Tiene las gafas de leer en la punta de la nariz y un taco de informes legales en la mano.

—¿Qué pasa? ¿Waldo?

Él sube corriendo, se abraza a ella y hunde la cabeza en su pecho.

—¡Dios mío, estás helado!

Le lanza una mirada fulminante a Shenkman por si fuera culpa suya.

—Mamá, dile a papá que no me quite el Star Walk —llora Waldo con la cara en la chenilla gruesa de la bata de Alice.

—Cariño, ya hablaremos de eso luego —dice ella acariciándole el pelo—. Cuando nos hayamos tranquilizado todos.

Siempre está calmando a Waldo, intentando arreglar las cosas a corto plazo, pero Shenkman lo ve de otra manera. Está convencido de que están mimando a Waldo: no solo en el sentido en que se mima a todos los niños hoy en día, sino que lo están arruinando, poco a poco, por dentro, erosionando su carácter por la falta de convicción de sus padres. Shenkman aferra el iPad con fuerza en la mano y se recuerda a sí mismo que el cacharro le ha costado por lo menos quinientos dólares.

—Estaba fuera, Alice.

—Eso es imposible.

—Pregúntaselo a él.

Alice agarra a Waldo por los hombros y se lo aparta del pecho, lo mantiene a la distancia de sus brazos estirados y escudriña su rostro como si fuera a encontrar allí un mapa de la verdad.

—¿Waldo?

Él pestañea para contener las lágrimas.

—¿Es verdad? ¿Has salido de casa?

Waldo asiente imperceptiblemente con la cabeza.

Shenkman ve que Alice acaba de entrar derrapando en el peligroso territorio donde él se pasa la mayor parte del tiempo. La ira —tarda más en enfadarse que Shenkman, pero el miedo le acelera el enfado— se apodera de ella. Un círculo rojo aparece en cada una de sus mejillas.

—¿Qué estabas haciendo fuera?

—Solo estaba mirando las…

—¿En qué estabas pensando? —Sacude al niño por los hombros con un movimiento rápido, casi violento—. ¿No sabes que es peligroso…?

—¡Lo siento!

—¡Deja de disculparte! —explota Shenkman.

La erupción de su propia voz lo sorprende. Iba a dejar que Alice lo gestionara todo durante un rato y evitar ser el malo por una vez. Pero no. El amor que siente por su hijo es enorme y contundente; cualquier cosa que represente una amenaza para Waldo debe ser destruida. Pero, dado que es el propio Waldo quien parece hacerse daño a sí mismo, ¿qué va a hacer Shenkman? ¿Qué va a hacer?

—¡Estás castigado! —grita Shenkman. Oye el eco de la voz de su padre en su cabeza. Esas palabras y frases que nunca pensó que diría ahora forman parte de su vocabulario diario: «Porque yo lo digo», «ahora vas a escucharme, jovencito» y «mientras yo te mantenga».

Dios, cómo se odia.