Siempre serás tú - Michelle Major - E-Book

Siempre serás tú E-Book

Michelle Major

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Beschreibung

Tal vez ahora la felicidad estuviese al alcance de sus manos… Solo una llamada de emergencia podía hacer que Lainey Morgan regresara a su pueblo. Había huido de allí dejando al hombre al que adoraba plantado en el altar. Pero ni siquiera su fama mundial como fotoperiodista lograba borrar el dolor que sentía por la pérdida del bebé por el que Ethan Daniels había estado a punto de casarse con ella. Aun así, él era el mejor veterinario de la zona, y el perro abandonado que se había pegado a ella necesitaba atención. Casi tanto como ella… En cuanto a Ethan, Lainey estaba volviéndole loco de nuevo, y diez años separados únicamente habían servido para que la deseara más…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Michelle Major

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Siempre serás tú, n.º 2043 - junio 2015

Título original: Still the One

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6352-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Lainey Morgan agarró la bolsa de papel y evitó la esquina que ya estaba manchada de grasa.

—Por favor —susurró—. Necesito esta comida.

La camarera arrojó la bolsa sobre la barra y señaló a Lainey con un dedo.

—No sé cómo funcionan las cosas en el lugar del que vienes, cariño, pero aquí la gente paga por lo que come.

—No tengo dinero en efectivo. Si me dejara pagar con tarjeta de crédito…

Cuando sonaron las campanillas situadas encima de la puerta de la cafetería, Lainey miró por encima del hombro. Al ver al hombre que le hacía gestos exagerados al joven ayudante de camarero, se acercó hacia la pared opuesta como si le hubieran dado un puñetazo. Lo último que necesitaba era ver una cara conocida, y mucho menos a su exprometido. Sabía que había sido un error regresar a su pueblo natal, y lo había confirmado tan solo cinco minutos después de llegar.

Si acaso era posible, aquellos diez años habían servido para potenciar el atractivo salvaje de Ethan Daniels. El joven había desaparecido y había sido reemplazado por un hombre que encajaría mejor en las planicies desérticas de Nuevo México a las que ahora llamaba hogar que en aquel pueblo tranquilo de Carolina del Norte.

Él señaló hacia el ventanal delantero y Lainey siguió el gesto con la mirada.

—No deberían dejar a un animal con este calor…

El torrente de sangre que Lainey sentía en la cabeza le impidió seguir oyendo su voz.

Tenía que salir de allí. Ya.

—¿Estás bien, cariño? —la camarera la había seguido hasta el otro extremo de la barra—. No aceptamos tarjeta para cantidades tan pequeñas. Pero supongo que, por esta vez, puedo hacer una excepción. Parece que te vendría bien una comida decente.

Lainey miró la chapa con el nombre de la mujer.

—Gracias, Shelly —se caló la gorra de béisbol hasta las orejas, se apartó la cámara que colgaba de su cuello y deslizó su tarjeta de crédito hacia la camarera.

La voz de Shelly resonó por encima del alboroto del restaurante.

—Eh, Doc, ¿qué te tiene tan enfadado un domingo por la mañana?

—Algún idiota se ha dejado a su perro tostándose al sol —sonaba frustrado y acalorado—. ¿Me das un vaso de agua, Shelly? La gente se cree que dos piernas y medio cerebro les da derecho a tratar a un animal como les venga en gana.

—¿De quién es? —preguntó Shelly.

Por el rabillo del ojo, Lainey vio una mano bronceada apoyarse en la barra. Rezó para que se la tragara la tierra.

—No lo sé —respondió Ethan con un soplido—. Todos los perros de los alrededores han pasado por la clínica, pero nunca había visto a ese chucho.

Lainey garabateó el total más una generosa propina sobre la cuenta y agarró la bolsa. La camarera la sujetó con fuerza.

—¿Tú sabes algo sobre un perro abandonado?

—No está abandonado —murmuró Lainey. «Aún no», se dijo a sí misma. Tiró bruscamente de la bolsa y se tambaleó cuando Shelly la soltó. Al sentir un brazo que se estiraba para enderezarla, Lainey miró hacia arriba y se encontró con los ojos oscuros de Ethan. Nada más reconocerla, su mirada se llenó de rabia. Tal vez se la mereciera. En vista de cómo se había marchado del pueblo diez años atrás, ¿por qué iba a mostrarse amable ahora?

—Dios mío —murmuró él.

—No —Lainey levantó ligeramente la barbilla con el poco orgullo que le quedaba—. Solo soy yo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Mi madre…

—Sé lo de Vera —se pasó una mano por el pelo—. No creí que fueras a venir.

—Le ha dado un derrame, claro que he venido.

—Un momento —Shelly parpadeó varias veces con sus ojos pintados—. ¿Tú eres…? —miró la tarjeta de crédito antes de devolvérsela a Lainey—. Melanie Morgan —exclamó en voz alta.

Todos en la cafetería se quedaron callados.

Shelly miró entonces a Ethan.

—Es Lainey Morgan. Tu Lainey.

—No es mía —respondió él—. No es más que la hija de Vera.

—Tengo que salir de aquí —dijo Lainey a nadie en particular.

—No tan deprisa, nena —Shelly se apoyó en la barra—. Tu madre está en un estado delicado. No necesita que nadie le dé disgustos.

—He venido para ayudar —respondió Lainey con los dientes apretados.

—Vera Morgan es una santa —comentó una mujer mayor sentada a dos taburetes de distancia.

Lainey miró a su alrededor. Si las miradas matasen, ya la habrían matado cien veces. Aquellas miradas de rabia eran lo que le había mantenido alejada tanto tiempo. Y la razón por la que lamentaba haber vuelto. Apretó la bolsa de comida contra su tripa y corrió hacia la puerta.

Cuando se cerró la puerta de Carl’s, Ethan resopló.

—Necesito el agua para llevar —se obligó a hablar con tono neutral y arqueó las cejas para que Shelly se mantuviese callada.

Ella no dijo nada. Todo el local se había quedado en silencio, pero la compasión de su mirada le hizo apretar los dientes. Ya había tolerado suficiente compasión. Había pasado de ser el chico de oro del pueblo a ser el hazmerreír humillado por culpa de Lainey Morgan, y no tenía intención de repetir ese error.

Salió a la calle, donde el perro se encontraba tumbado bajo un banco de hierro. El agua se derramó por encima del borde del vaso y le mojó los dedos mientras el animal bebía con ansia.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Lainey tras él. Llevaba un pequeño cuenco de agua en una mano y hacía equilibrios con la bolsa de comida en el otro brazo.

—¿No deberías estar ya cruzando la frontera del estado?

—No es que te importe, pero mi madre me llamó. O le dijo a Julia que me llamara. No voy a huir.

—Veremos cuánto dura.

—Necesita ayuda…

—He trabajado con Vera mucho tiempo. Sé lo que necesita —hizo una breve pausa—. Ha sido duro, entre el derrame y la rehabilitación. No está acostumbrada a hacer lo que le dicen los demás.

—Eso es quedarse corto —contestó ella con un suspiro triste.

Ethan examinó el cuello peludo del perro y después la miró.

—No tiene collar —murmuró—. Qué idiota…

Ella cruzó y descruzó los brazos por encima del pecho sin mirarlo a los ojos. Finalmente, se acercó y le acarició la cabeza al perro.

—Yo soy la idiota. Esta perra es mía. Más o menos. En realidad no —un rubor tiñó sus mejillas.

—¿Tuya? —el animal apretó la cabeza contra la mano de Lainey mientras ella le rascaba detrás de las orejas.

—Se llama Pita. Por ahora.

—¿Y la has dejado a pleno sol? —Ethan agarró la cuerda azul atada al reposa brazos del banco y empezó a desatarla—. ¿No aprendiste nada de tu padre?

Lainey dio un paso atrás como si la hubiese golpeado. Sus ojos brillaron con arrepentimiento antes de volverse fríos.

—Estaba comprando una hamburguesa para la perra e iba a sacar su cuenco de agua del coche. Habría vuelto hace diez minutos si la camarera no hubiera insistido en que pagase en efectivo.

—Y encima le das de comer comida grasienta. Genial.

Ella le clavó el dedo en el pecho.

—Perdone usted, doctor Doolittle, pero me quedé sin comida para perros y no he encontrado nada en la autopista esta mañana durante el camino. Por si no lo sabías, Piggly Wiggly no abre hasta dentro de una hora, y tengo que ir al hospital.

Se dio la vuelta, tiró con fuerza de la correa de la perra y se alejó en dirección a un viejo Land Cruiser aparcado junto al bordillo.

Él le tocó le brazo, pero ella se apartó.

—Lainey, espera…

Ella se dio la vuelta y le apuntó a la cara con un dedo.

—Y una cosa más antes de que me eches encima a los de la protectora de animales. He dicho que la perra era mía más o menos. Lleva dos semanas dando vueltas alrededor de mi casa. He pegado carteles por todo el barrio, pero los perros vagabundos son como el perro oficial de Nuevo México.

Siguió apuntándole con el dedo y acercándose a él hasta que se vio acorralado contra la pared de ladrillo de la cafetería.

—Se metió en la parte de atrás de mi camioneta y no me he dado cuenta hasta cruzar la frontera de Oklahoma. Ya era tarde para darme la vuelta. Créeme, Ethan, soy muy consciente de que ni siquiera puedo ser una madre decente para un perro.

Él no entendió la tristeza que enturbió su mirada. Habría apostado la granja a que no tenía nada que ver con Pita, que la miraba con esa adoración descarada de la que solo eran capaces los perros y los adolescentes.

—Yo no he dicho que…

—Llevo dos días conduciendo. Me voy al hospital y me llevo a la perra conmigo. Si tan mala te parezco, búscale un hogar. Por el momento, soy lo único que tiene.

Se quedó mirándolo con una actitud desafiante y, a la vez, desconfiada, como si esperase que fuese a poner en duda su derecho a quedarse con la perra.

Se levantó una leve brisa y ella se apartó un mechón de pelo que se había escapado de su gorra de béisbol. Incluso su cara había cambiado. La suave redondez de la juventud había dado paso a unos pómulos marcados y a una mandíbula angulosa que le hacían parecer guapa, pero ya no era la chica que conociera en otra época. Sus ojos seguían siendo los mismos. De un verde que se volvía gris tormentoso cuando se enfadaba. Y las mismas pestañas largas.

Tal vez hubiera reaccionado exageradamente con lo del perro. ¿Y qué? No iba a permitir que Lainey le hiciese sentir como un imbécil. Él no era el imbécil de los dos.

A pesar de sus errores, había intentado hacer lo correcto. Se había ofrecido a casarse con ella, a darle la familia que sabía que deseaba. Era ella la que le había dejado plantado en el altar frente a Dios y la mayor parte del condado. Había aprendido la lección sobre exponer sus sentimientos, sobre preocuparse demasiado por las personas. Fuera lo que fuera lo que Lainey se encontrara en Brevia, lo tendría merecido.

—Entonces, buena suerte —se llevó una mano a la cabeza y echó a andar, sin atreverse a volver a hablar. Tenía que recuperar la compostura o sería un verano muy largo.

Lainey no le vio marchar. No quería volver a ver cómo sus vaqueros gastados se ceñían sobre su trasero perfecto. Verle agacharse sobre la perra había hecho que esa imagen en particular se quedase grabada en su cabeza.

Se agachó y estuvo manipulando la correa de Pita durante varios segundos antes de mirar por encima del hombro. Una pareja mayor caminaba por la acera hacia ella; aparte de eso, la calle estaba desierta.

Hizo equilibrios con la bolsa de comida sobre una cadera y abrió la puerta del maletero de su coche. Pita se subió de un salto y se acomodó sobre la cama azul marino que Lainey había comprado en una tienda de animales a las afueras de Memphis.

El perro gimoteó cuando Lainey abrió la bolsa de papel, sacó dos hamburguesas y las despedazó sobre un plato de plástico.

—Mira el lío en el que me has metido —murmuró mientras, con dedos temblorosos, le quitaba el tapón a una botella y servía el agua en otro cuenco.

Cuando Pita se terminó la comida y el agua, Lainey guardó los platos en un rincón y cerró el maletero. Cuando se sentó tras el volante, la perra ya estaba allí esperándola, sentada en el asiento del copiloto.

—Espero que haya merecido la pena —giró la llave y sintió el aire caliente que salía de la rejilla de ventilación. Se recostó sobre el asiento de cuero y tomó aire.

Pita le acarició el brazo con el hocico.

—Las babas no ayudan —pero, aun así, estiró el brazo y se dejó calmar con las caricias de la perra.

—Dame un minuto para recomponerme. No esperaba…

¿Qué? ¿Que el hombre que le rompió el corazón fuera la primera persona con la que se encontrara en Brevia? ¿Que nada más verlo la cantinela de «lo que pudo haber sido» sustituyera a la letanía de «era lo mejor» que se había repetido a sí misma durante diez años? Negó con la cabeza. Ya era suficiente. La perra no era su psicóloga.

No se sentía lo suficientemente fuerte para revivir todos esos recuerdos. Desde que recibiera la llamada de su hermana Julia tres días atrás, no se había permitido pensar en nada que no fuera llegar allí. De lo contrario, nunca habría podido obligarse a poner el pie en el acelerador.

Giró el espejo retrovisor y contempló su reflejo con desdén. Se había duchado en el cochambroso motel de carretera, pero nada más. No se había puesto maquillaje ni se había molestado en domarse el pelo.

Sintió la lengua de Pita en el brazo desnudo.

—Lo sé. Estoy sudada —no tenía la energía necesaria para apartarla—. Pareces tan asqueada como me siento yo.

Pita ladró en respuesta.

Capítulo 2

Quince minutos más tarde, Lainey entró en el aparcamiento del hospital. Como norma, evitaba los hospitales. Llevó a Pita consigo, porque necesitaba la distracción y la compañía que el animal le ofrecía. Tras un rápido discurso sobre la importancia de los perros de terapia en los pacientes en rehabilitación y tras ofrecerle un billete de veinte a la muchacha de la recepción, Pita y ella atravesaron el estrecho pasillo.

Subió las escaleras hasta la tercera planta y se detuvo frente a la habitación de Vera. Pita tiró de la correa, como si sintiera que ocurría algo extraño.

—Ambas estamos atrapadas aquí —susurró Lainey.

Oyó a su madre antes de verla. Respiraba con dificultad, no era un ronquido, pero aquel ritmo anunciaba que estaba durmiendo. La luz del sol se filtraba a través de las persianas venecianas situadas al otro lado de la cama.

Vera estaba tumbada boca arriba, con el lado izquierdo de la cara notablemente caído y un brazo colocado en un ángulo antinatural apoyado sobre las sábanas.

Su madre era una fuerza de la naturaleza, un torbellino que lograba hacer más cosas antes de mediodía que la mayoría de la gente en toda la semana. En aquella cama grande parecía diminuta y frágil, con la piel pálida como las sábanas blancas del hospital.

—Oh, mamá —había susurrado las palabras, pero Vera abrió los ojos.

—Has venido —murmuró con voz confusa. Solo se movía un lado de su boca y era evidente que le costaba trabajo formar palabras.

Lainey se inclinó hacia delante y le estrechó la mano a su madre.

—He venido lo antes posible —le dio un beso en la mejilla y sintió su piel como papel de lija bajo los labios—. No hables si te resulta difícil.

Con la mano sana, Vera palpó la correa que Lainey tenía agarrada.

—Tengo una perra. De momento.

Como si supiera que hablaba de ella, Pita se subió al pie de la cama y, con cuidado, se acercó a Vera.

—Pita, bájate —susurró Lainey con severidad.

La perra no era enorme, era un cruce entre pastor australiano y otras razas más indefinidas, pero tampoco era lo suficientemente pequeña como para subirse encima de alguien. En vez de bajarse, Pita olisqueó las sábanas, después se hizo un ovillo y apoyó la cabeza en la cadera de Vera.

—Pita, no —pero, cuando Lainey intentó empujar a la perra, su madre le dio un manotazo con la mano sana y después la apoyó en el lomo de Pita. Cerró los ojos y respiró profundamente. La perra suspiró y se acurrucó mejor contra su costado.

Lainey negó con la cabeza. La habilidad de Vera con los animales era legendaria. Era lo que había convertido su libro sobre adiestramiento de perros abandonados en un éxito de ventas. Incluso Oprah le había pedido ayuda con un spaniel adoptado.

Rescatar y rehabilitar animales no deseados se había convertido en la gran pasión de su madre después de que su padre muriera. Lainey sabía que esa sería la parte más difícil de su derrame, dejar de lado el trabajo hasta que recuperase la fuerza, si acaso la recuperaba.

Se quedaron sentadas en silencio mientras Vera acariciaba a Pita. Su voz parecía más fuerte cuando finalmente habló, aunque su discurso seguía interrumpiéndose.

—Me alegra que estés aquí. Te necesito.

—Me encargaré del papeleo de la terapia, llamaré al seguro.

—La feria de adopción…

Un escalofrío recorrió su espalda al oír hablar del acontecimiento que el refugio de animales celebraba todos los años.

—¿Qué?

—Mucho por hacer —Vera cerró los párpados y empezó a respirar con dificultad—. No puedo…

Pita gimoteó y Lainey se incorporó en su silla.

—Mamá, cálmate. El fin de semana de adopciones saldrá bien. Julia puede encargarse de…

—No —Vera golpeó el colchón con su mano sana—. No puede… bebé… te necesito…

Lainey apretó el botón para llamar a la enfermera en el mismo momento en que se abría la puerta y su hermana entraba corriendo hacia la cama.

—¿Qué has hecho?

—Nada —respondió Lainey—. Ha empezado a hablar sobre la feria de adopción y se ha vuelto loca.

Julia le acarició un brazo a su madre.

—No pasa nada, mamá. Relájate. Yo se lo explicaré.

Vera miró a sus dos hijas, pero Lainey no pudo evitar quedarse mirando a Julia.

Se le secó la boca y su hermana le dirigió una sonrisa vacilante.

—Has llegado a tiempo.

—Estás embarazada —dijo Lainey con la voz temblorosa.

Julia se llevó la mano a la tripa.

—De unos siete meses.

—Bebé —repitió Vera—. Te necesito, Lainey.

Aquello era demasiado. La última vez que Lainey había estado en ese hospital, ella era la que estaba embarazada. Una planta más arriba estaba la habitación donde había perdido a su bebé. Al bebé de Ethan. Donde las complicaciones del aborto habían cambiado su vida para siempre. Se obligó a mirar de nuevo a su madre.

—¿Qué es lo que quieres, mamá?

Vera miró a Julia, quien asintió y se volvió hacia Lainey.

—Casi todos los planes para «Patas para la causa» están listos. Quedan algunos cabos sueltos, cosas de prensa y de patrocinadores, y también organizar la página web. Yo puedo ayudarte, pero tengo riesgo de parto prematuro. Si no me lo tomo con calma, tendré que hacer reposo absoluto.

—¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada? ¿Creías que no vendría?

—No fue así —respondió Julia—. Cuando te llamé por lo de mamá, hacía siglos que no hablábamos.

—Diez años.

—Sí. Y no me pareció el momento más oportuno para ponerte al tanto de mi vida, ¿entiendes?

Lainey lo entendía, pero eso no disminuía el impacto de la noticia.

—¿Cuándo es lo del refugio de animales? —preguntó para intentar centrarse en lo que tenía entre manos.

—El quince de septiembre.

—Queda más de un mes —empezó a dar vueltas por la habitación—. No puedo quedarme seis semanas. Tengo un encargo a finales de mes —la idea de quedarse en un lugar, en aquel lugar, durante todo el verano hacía que se le formara un nudo en el estómago.

—Te necesito —repitió Vera—. Todos te necesitamos.

Lainey centró su atención en Pita, que seguía acurrucada junto a su madre. La perra la miró a los ojos y ladeó la cabeza como diciendo: «Si tú te vas, yo me voy también».

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Julia.

Lainey se encontraba de muchas formas, pero «bien» no era de las primeras cosas que había en su lista.

—¿Estabas intentando quedarte embarazada? Mamá no me había dicho que…

—No lo estaba intentando —su hermana frunció ligeramente el ceño—. No exactamente. Digamos que estoy empezando la casa por el tejado, pero Jeff y yo nos casaremos en cuanto se asienten las cosas en su trabajo.

Lainey no conocía al novio de Julia, profesor de antropología, pero los informes que Vera había insistido en darle durante los últimos tres años no eran muy buenos. Sabía que no estaba bien buscar pelea solo para poder canalizar todas sus emociones, pero no pudo evitarlo.

—Está demasiado ocupado para casarse —respondió lentamente—. Claro, lo entiendo.

Julia tensó los hombros, pero, para sorpresa de Lainey, no contraatacó.

—Lo del bebé ha sido una sorpresa, pero agradable. Simplemente… ocurrió.

Claro. Simplemente ocurrió. Desde la infancia, todo en la vida había sido fácil para su hermana; los amigos, las notas, la aprobación de sus padres. Que Ethan Daniels se enamorase de ella mientras Lainey, que estaba loca por él, se veía obligada a presenciarlo. ¿Por qué iba a ser diferente un bebé?

—No puedo rechazar el encargo… —empezó a decir Lainey.

Vera negó con la cabeza.

—Quédate aquí. Es por tu padre, por su recuerdo. Te necesito, Melanie.

Lainey sabía lo que significaba aceptar aquello, pero entendía todavía mejor la vergüenza que supondría marcharse. La última vez que se había ido de Brevia fue el día de su boda. Cuando no pudo soportar la idea de casarse con un hombre que sabía que no la amaba. La idea de no poder tener nunca la familia con la que había soñado desde la infancia. Sí, Lainey había huido. Había recorrido el mundo en busca de la foto perfecta, y los viajes constantes que exigía su trabajo le ayudaban a fingir que su vida tenía un objetivo.

Su madre la miró a los ojos y el silencio se alargó durante tanto tiempo que fue Julia la que finalmente lo rompió.

—Si no puedes hacerlo, supongo que yo podré…

—Me quedaré.

No podía decirle que no a su madre. Su relación con Ethan había destrozado a su familia y aquella podría ser su única oportunidad de enmendar sus errores. No le quedaba más remedio que intentarlo.

Su madre le dedicó una sonrisa torcida, estiró el brazo y le cubrió la mano.

—Ve a por café —le dijo Vera—. Pareces cansada. Mucho que hacer.

Aquella noche, Lainey subió los peldaños del porche trasero de casa de su madre. Pita olisqueó los rosales que rodeaban la casa.

—No te imaginas las pocas ganas que tengo de estar aquí.

La perra le acarició la rodilla con el hocico.

—Por favor, no hagas pis en el jardín de Vera. Nos matará a las dos.

Se detuvo al llegar al último escalón y acarició el poste blanco con la mano. ¿Cuántas veces había salido corriendo de casa para ir al bosque situado en la parte de atrás, deslizando siempre la mano por la barandilla para no perder el equilibrio?

Demasiadas como para llevar la cuenta. Se había sentido tranquila explorando el bosque; por entonces era tan ermitaña como ahora. Las cosas eran más fáciles así, sin tantos líos.

Agarró el picaporte de la puerta y, a través de la ventana, vio a un hombre sentado a la mesa, rodeando con sus manos grandes el vientre hinchado de la mujer que tenía delante: Julia.

El corazón le dio un vuelco en el pecho al recordar el dolor.

Ethan no tenía manera de saber que Lainey había estado enamorada de él desde que era poco más que una niña. Había empezado a salir con Julia en el instituto y habían sido la pareja perfecta de Brevia. Todos se quedaron de piedra cuando Julia se marchó a Nueva York durante el primer año de Ethan en la escuela de Medicina. Se había llevado consigo sus sueños y su corazón.

Devastado, Ethan recurrió a Lainey, que estudiaba en el mismo campus, como amiga. Aquello pronto se convirtió en algo más y ella no pudo resistirse; estar en brazos de Ethan le hacía sentir como si todos sus sueños estuviesen haciéndose realidad.

Ella pensaba que era seguro porque su hermana había puesto fin a la relación y había seguido con su vida. Pero, meses después, Lainey se quedó embarazada, Julia regresó para retomar su relación con Ethan y ella se dio cuenta de lo estúpida y egoísta que había sido. No importaba que Julia y Ethan hubieran roto, o que ella lo hubiese amado secretamente durante años. Jamás debería haber cedido a su corazón.

Se hizo el caos en su familia cuando Ethan eligió su deber para con ella en vez de su historia con su hermana. Al final, la historia de amor de Lainey había estado abocada al fracaso de todos modos.

Julia había vuelto a marcharse al descubrir que Lainey estaba embarazada de Ethan. No tenía ni idea de lo que Lainey había perdido ni del daño físico y emocional que había sufrido.

Lainey pensaba que había superado la pena, pero la imagen que tenía ante sus ojos era justo lo que había imaginado para sí misma. Contemplar aquel momento entre Julia y Ethan era demasiado. Abrió la puerta de golpe.

Pita corrió hacia Ethan y apoyó la cabeza en su muslo.

—Siento interrumpir… —dijo Lainey.

—No interrumpes —dijo Julia mientras se dirigía hacia el otro extremo de la cocina—. El bebé se está moviendo. Quería que Ethan, o alguien, sintiera las patadas que da —se acercó más—. ¿Quieres probar?

Lainey retrocedió hacia la puerta.

—¡No! —le temblaban las manos, así que se cruzó de brazos—. Ahora no. Ha sido un día muy largo.

—Claro, lo entiendo —Julia pareció confusa, pero se entretuvo recolocando las manzanas de un cuenco que había sobre la isla de la cocina—. ¿Qué tal estaba mamá cuando te has ido?

—Durmiendo.

—Se alegra de que estés aquí —dijo Julia riéndose sin gracia—. No le gustaba la idea de que yo intentase hacerme cargo de la feria de adopciones y la fastidiara.

Antes de que Lainey pudiera responder, Ethan arrastró su silla por el suelo.

—¿Tienes maletas en el coche? Puedo meterlas.

—Está abierto.