Silencio - Clyo Mendoza - E-Book

Silencio E-Book

Clyo Mendoza

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Beschreibung

Después de una jornada en el campo, lo que queda es Silencio. Parece que ya no sucede nada, pero en la intimidad de los hogares, en el recodo de los caminos y las orillas de los ríos, siguen pasando cosas. Águeda quiere saber dónde está el cuerpo de su madre, mientras intenta sostener el luto en un pueblo donde el crimen organizado mantiene a la muerte en perpetuo acecho. Su dolor es una afrenta y la rabiosa osadía con que reclama un sepulcro merece ser castigada. Como en un segundo nacimiento, la joven debe transformarse para seguir viviendo. Esa nueva gestación le brinda una posibilidad de percibir el mundo, de escuchar las historias que las aves cuentan; de amar y experimentar la belleza que sucede a pesar del horror. Reconocido con el Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 2017, Silencio narra la historia de una desaparición de entre las cuarenta mil registradas en México; cuenta el relato de un cuerpo no reconocido de entre los miles que han quedado sin nombre. Clyo Mendoza elige la poesía para revelar eso que pasa entre las sombras y construir un homenaje a los desaparecidos a través del esfuerzo de ver la vida en la muerte. Esta escritura no es solo una forma de acuerpar lo indecible, sino de ofrecer una sepultura que fue negada. Es la palabra como rito mortuorio. Una flama que enciende luz en la oscuridad.

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SILENCIO

Clyo Mendoza

DERECHOS RESERVADOS

© 2023Clyo Mendoza

© 2023Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2023

eISBN: 978-607-8851-42-3

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

A mis amistades vivas y muertas

y a todos los pueblos originarios que me han cobijado

Índice

No se puede nadar con armaduras

Definían la muerte con los pequeños finales que hay a lo largo de una vida: la ceniza del fuego, todas las flores recién cortadas

En el vientre sin olas del vacío

Incluso cuando creía que hablaba sola estaba teniendo una conversación

Un ave canta contra el mutismo de los árboles que, es obvio, están vivos

Las espuelas del hombre y el caballo

La arena son cientos de miles de huesos de hombres desterrados o huidos, la arena es el cuerpo que se ha olvidado de la herida

Primera tumba

Sus sombras respiraron juntas

De quién es esa sangre negra que envuelve a las estrellas

Epílogo

Nota aclaratoria

Nuestras sombras respiraban juntas.

Bajo nosotros, las aguas del río de los acontecimientos

corrían casi en silencio.

Nuestras sombras respiraban juntas,

y todo estaba por ellas recubierto.

HENRI MICHAUX, “NOSOTROS DOS AÚN”

Fue el tormento, los golpes y en pedazos nos rompimos.

Yo alcancé a oírte pero la luz se iba.

Te busqué entre los destrozados, hablé contigo.

Tus restos me miraron y yo te abracé.

Todo acabó. No queda nada.

Pero muerta te amo y nos amamos,

aunque esto nadie pueda entenderlo.

RAÚL ZURITA, “CANTO A SU AMOR DESAPARECIDO”

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

MIGUEL HERNÁNDEZ, “ELEGÍA”

En la cocina los muros se levantan. Mi madre muerde un pedazo de papa mientras llora. No me atrevo a mirarla. Si aquí no se llora por qué ella hunde su rostro en las lágrimas como en un sepulcro. Cállate madre, o vendrá él a callarte. No se lo digo.

Sorbo con ruido el agua para quitar el silencio de campo que nos ensarta.

No se puede nadar con armaduras

A esa hora en todas las grandes ciudades del mundo, en la prisa y en el anonimato, se desplazan cientos de personas arrulladas por el ruido del motor, cabeceando contra los cristales. A esa hora en todos los campos del mundo el viento dobla la hierba hacia la misma dirección y pareciera que esta respirase. En algún pueblo caen relicarios de flores y en el mar las cadenas se precipitan para encallar un navío feroz que ruge y se retuerce como cosa viva. En este país, en este mundo, la sed y el hambre se volvieron un arma. De norte a sur algún ser vivo busca dónde ocultarse. El cielo trae soldados. Los hombres platican: a qué sabe el pulmón de este animal sangrante. Ella, un punto diminuto en una Sierra, toma el veneno y se sienta para esperar a la muerte.

No habrá réquiem, no habrá elegía. En su mente no está la pregunta:

si este país ha dado un mesías, ya está muerto,

si ha dado un hombre de paz al menos, una mujer libre,

un genio sin avaricia,

una verdad,

ya están muertos.

¿Por qué sigo viva yo?

Solo silencio. El silencio corona su partida como la sangre coronó su nacimiento.

No grita, no llora. Aprieta las manos, la capa del aire cobra densidad. El mundo arremete contra ella en todo su espesor, la realidad es densa hasta el hartazgo. Hasta ayer ella se pensaba parte del mundo, pero mientras se ha ido separando la vida de su cuerpo (primero desde la idea de darse muerte) ha quedado claro que la realidad se había impuesto en ella, como a alguien a quien le cae encima un árbol a mitad del bosque, expuesto su grito de auxilio al más absoluto silencio.

Dentro de ella, joven pero mujer de muchos muertos, el veneno corre como la lumbre sobre un bosque marchito. En el dolor llega la ceguera, aparece después de sentir que su pupila es un grano de luz, una pequeña hormiga de fuego brillando al atardecer sobre el agua.

Se embota la sangre en la punta de sus dedos, cientos de cuerpos le nacen y le crecen dentro para reventarla. Cientos de mujeres como ella misma se enfilan para caer de una piel a otra, de una piel a otra, de una piel a otra, infinitamente.

Frente al espejo empuja la lengua afuera de la boca para mirarla. La lengua ennegrecida se estría y es claro que cientos de cuerpos le nacen copiosamente y se le enquistan, cientos de miles de mujeres vencidas se le acumulan dentro como almenas.

Poco a poco su cuerpo se convierte en la inmensa planicie de una playa y los cuerpos que le nacen y la hinchan son los montes y las hendiduras que forma con arena el viento. También le nace el mar, toma forma en ese territorio saturado. El mar le dice: entra. Abre bien los ojos.

Está ciega: solo mira hacia adentro, es como si nadase dentro de su propia sangre, un arrullo caliente en la mecida, el pulso constante del mar y las venas, un sol, un corazón calentando.

Morir es ahogarse en su mismo mar interno, gran mar, amplio. La sangre siempre estuvo enviando ese llamado fluvial, hubo siempre un rumor, a veces lejanísimo, otras veces gritando en ella, que de golpe, la agitaba. A ella no le hablaban seres imaginados, ni los animales, ni las flores del campo, a ella le hablaba el agua, el mar que siempre había querido ver y que a veces escuchaba correr junto a la espuma de las orillas. Días en los que llovía hasta humedecerse todo, la piel misma olía a enmohecida, el pelo se empapaba de ese olor a pared húmeda, casi lama el pelo, casi enverdecido.

Con vértigo, su vida se despliega ante ella como un carrusel donde todas las imágenes avanzan deshaciéndose. Un veloz carrusel que gira mostrando los recuerdos de una vida que desde ahí pierde toda importancia y todo sentido. En ese umbral solo reina la sensación de enumerar grano de arena tras grano de arena, hasta que las olas que lo acunaban todo como a cientos de hijos diminutos sacuden y rompen y el cálculo recomienza, angustiosamente, después de un millón de años contando.

Apenas si son estables sus huesos en medio de la turbulencia de la sangre.

Gira y gira el carrusel, hasta que su memoria se detiene el día de su boda:

no había dejado de lloviznar y cada charco de agua imponía un llamado, se asomó ahí para mirarse y, como en el reflejo del mar, nada estaba en orden. Lavó en el charco sus manos llenas de sangre, caminó mojándose hasta llegar a la iglesia. Llevaba un tocado de agua y de flores que había recogido del camino.

La perra la mira llorar, le duele, le duele y hasta parece que se está incendiando su nervadura, duele porque todas las tardes de su vida se queman otra vez en sus ojos.

Los muros guardan como espejos el gesto de su muerte: todas las piedras quebradas en los adobes miran, todas las piedras quebradas y enterradas en el piso de tierra recogen su caída y se empotran algunas en su cuerpo. Los ojos de las piedras leen en el pulso del mundo. Cuántos años aquí, gastándose, mirando, cuánto tiempo fue necesario para convertir una montaña en esta roca pequeña que le arranca un pedazo de piel a la mujer en su desplome. Las piedras, ajenas a la voluntad, leen el pulso de la mujer que cae y la conocen. Ya antes ha estado aquí, se dicen, ya antes esta mujer había caído aquí y había sangrado. Un hombre había escupido este suelo, su saliva cayó en nosotras y sobre ella. Esa mujer estaba hermanada con las piedras, siempre cercana al suelo, siempre cayendo, siempre cantando un silencio que solo su sangre comunicaba, pero nosotras escuchamos, sí, leemos en el pulso del mundo, dicen las piedras, cantamos aquí para esta mujer aunque nadie, como a ella, nos escucha.

La perra bebe otra vez la saliva y se echa. La perra se levanta a veces para rodear el cuerpo. La perra gime, vuelve, se echa. El único sonido que traspasa el silencio es su gemido. La perra se levanta, huele, se echa: poco a poco ambas serán músculos, piel, huesos y otras sustancias de las que nunca supieron, de las que nunca, ni sus heridas ni sus partos, las hicieron conscientes.

Qué densa era la carne.

Adiós piedra, adiós altares confusos, adiós masa, adiós animal testigo.

Después de tantos estallidos necesitaba despedirme en silencio. Qué pesado era llevar la sangre a todas partes.

Las piedras cantan, cantan fuerte, lo que la sangre de la mujer va diciendo. La perra escucha un ligero zumbido. Son las larvas o las moscas, los pájaros o los insectos que esperan con impaciencia la muerte. Mi carne va a distraer a los carroñeros de la carne de mi dueña, y quizá un hueso de ella se salve o ella perdure un poco más de tiempo en esta tierra, piensa la perra.

Ese olor, ese sonido en lo vivo de corriente y oleada, la sacudió desde siempre. Ella con la voz del mar era como los tristes que ansían comerse un bocado de tierra y las embarazadas que se llenan de piedritas la boca, también como los niños a los que excita el fuerte aroma a lluvia y esos pájaros a los que esa pesadez del aire guía como una lumbrera.

La perra se inclina sobre ella para lamerle más saliva. Se asusta la perra, empieza a oler el gozo de las larvas. Rodea el cuerpo la perra, sale corriendo hacia el campo. Cerca del arroyo hay una rajadura entre los árboles y es buen lugar para morir lejos de los otros, para morir tranquila.

Vómito y arcadas conforman en su muerte la marea. Ahí el latido que le queda se convierte en la voz de los animales de agua.

Su cuerpo cae en una riada o ella es un arroyo de jardín.

Ella es la lluvia o es la sangre.

Es el agua creciente que arranca árboles y ahoga a los caballos que beben en las orillas, el agua en la que se lava a un niño y el pequeño charco donde se refleja la noche.

En su muerte, de su pecho resbalan los peces y en sus senos termina la fuerza del estalle. Su vientre tiene nichos para los peces y en sus pies crecen los peces umbríos de las fosas.

Todo es más claro ahora: en el cuerpo hay más agua que concreto, pero la sangre es más fierro que lágrima. ¿Cómo decidir qué la define? Pesadez y ligereza, piel bajo llanto, agua y arena, todo es confuso y es claro en la materia hermanada del océano.

Cae en sí misma, cae fuera de sí misma, cae en el mar donde siempre es de noche. Ahí dentro los animales se llaman con nombres propios y se escuchan los resortes del agua al vencerse. Se escucha a la muerte, la única que sabe romper el músculo del mar y entrar y salir del mundo.

Alarga sus manos para ubicarse. Aprieta puños. Se agita y se merma, se hace habitar por pequeños seres, pequeños pájaros de la carroña que volaron desde siempre alrededor de ella como partículas de polvo, siempre pendientes, siempre ávidos.

Luego todo acabó. Sus venas se apagaron. Su vida se fue a la velocidad exacta con que arrancó un puño de espinas del labio de un perro, el día de la boda, el día de sus pechos y las azucenas, el amor y tantas flores recién cortadas.

Sus pulmones se habían llenado de pájaros arrancados del cielo. Qué fealdad y afuera los fuertes vientos, había sabor a naranja en el vómito y un sabor a flor comestible.