Silencio y daño en la poesía colombiana (1985 - 2020) - Daniel Clavijo Tavera - E-Book

Silencio y daño en la poesía colombiana (1985 - 2020) E-Book

Daniel Clavijo Tavera

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Beschreibung

Explorar el silencio, en tanto fenómeno de la dimensión audible de las violencias en Colombia, es atender a una práctica íntimamente vinculada con la interioridad de la experiencia, así como con la afectividad política del conflicto armado y con el papel del lenguaje en el entramado simbólico de la violencia. Y hacerlo desde la producción literaria, poética en este caso, es atender a una de las formas en que la palabra se inscribe –responde y actúa– en el tejido público del daño; una palabra que particulariza desde la imaginación para decir la experiencia colectiva.

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Clavijo Tavera, Daniel

Silencio y daño en la poesía colombiana (1985-2020) / Daniel Clavijo Tavera. – Medellín :

Editorial Eafit, 2023.

274 p. ; 24 cm. -- (Académica).

ISBN: 978-958-720-873-3

ISBN: 978-958-720-874-0 (versión EPUB)

1. Poesía colombiana – Siglo XX – Historia y crítica 2. Poesía colombiana – Siglo XXI –

Historia y crítica. 3. Silencio en la literatura. 4. Violencia en la literatura. 5. Conflicto

armado - Colombia. I. Tít. II. Serie

C861.009 cd 23 ed.

C617

Universidad EAFIT - Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Silencio y daño en la poesía colombiana (1985-2020)

Primera edición: diciembre de 2023

© Daniel Clavijo Tavera

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial

Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-873-3

ISBN: 978-958-720-874-0 (versión EPUB)

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587208733lr0

Editor: Cristian Suárez Giraldo

Diseño: Margarita Rosa Ochoa Gaviria

Diagramación: Ana Milena Gómez C.

Imagen de carátula: https://www.freepik.es/

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A Mónica

Contenido

Agradecimientos

Introducción

Reflexiones teóricas: el silencio, en relación

Entre el silencio y los silencios

Los silencios y el daño

Tipologías del silencio: hacia una desambiguación del silencio en relación con la experiencia del daño

Acerca de la noción de daño

Silencio y decir poético

Silencio y tradición poética

El silencio en el poema: entre una pragmática del texto lírico y una retórica del silencio

Del estruendo de la guerra al silencio de su rastro

Las violencias en Colombia: de La Violencia al posconflicto

La poesía y La Violencia

Héroes y gestas

El efecto reflejo

La poesía y la “nueva violencia”

Espacios de silencio: la imagen poética del daño

Hablar desde la ausencia

El campo vacío

La casa en ruinas

La ciudad en penumbra

La naturaleza callada

Los silencios del daño: la tematización del silencio en el poema

El silencio frente al acontecimiento

El silencio de la ausencia

La imposición del silencio

La palabra equivocada

La poesía silenciada

La palabra imposible

La palabra ignorada

Los silencios del discurso: el decir poético frente a la palabra pública sobre la experiencia del daño en Colombia

El desmontaje del eufemismo

Atenuación del sentido: apropiación del eufemismo por parte del decir poético

Inversión del sentido: la ironía y la parodia frente al discurso público

El daño evocado: el acento de (en) lo no-dicho

El parlache: la oralidad urbana ingresa al poema

El silencio de la escucha

La escucha en el poema

Presencia y proyección del tú

La escucha de la madre

La escucha del poema

Consideraciones finales: decir la ausencia

Referencias

Referencias teórico-conceptuales

Referencias contextuales

Referencias crítico-interpretativas

Referencias literarias

Notas al pie

Índice de figuras

Figura 1. Tonalidades afectivo-políticas del silencio

Figura 2. Las políticas del silencio

Figura 3. Daño y silencio

Figura 4. Silencio múltiple

Figura 5. Silencios vinculados al poder

Agradecimientos

Este trabajo fue posible gracias a una beca de investigación de la Escuela de Artes y Humanidades de la Universidad EAFIT, asociada al proyecto titulado “Del canon a las márgenes: revisión crítica de la poesía en Colombia en el siglo XX”. Agradezco a la profesora Alejandra Toro Murillo el haber incentivado aún más mi interés por la poesía colombiana, así como por su orientación y confianza a lo largo de este proceso. Agradezco al profesor Carlos Thiebaut por sus atentas lecturas, por sus aportes en un momento clave de la investigación y por su generosidad al invitarme a hacer una pasantía bajo su supervisión en su seminario de Teorías del Sujeto, en la Universidad Carlos III de Madrid; las formulaciones y los desarrollos del profesor Thiebaut sobre el silencio y la experiencia del daño resultaron fundamentales para el componente teórico del trabajo. Mis agradecimientos, también, para los profesores Juan Pablo Pino, Miguel Alirangues y Pablo Cuartas por el interés en el tema, por sus juiciosas lecturas parciales y sus enriquecedores comentarios a versiones preliminares de algunos de los capítulos. Agradezco a los profesores Patricia Cardona, Juan Manuel Cuartas y Mauricio Uribe por sus aportes en etapas tempranas del proceso de investigación. Agradezco a Leonor Tavera por su riguroso trabajo en la revisión de los textos. Y, por último, a mi familia, por el apoyo y el acompañamiento en todas las decisiones que tomo; incluida, por supuesto, esta.

Introducción

Pues el silencio,

que no el bullicio de los días,

atraviesa.

Andrea Cote

La poesía insiste en volver al silencio

cada vez que la voz se ha hecho

en contra suya

dura piedra

Luis Arturo Restrepo

A finales del año 2020, en una conversación sobre el papel que han jugado los medios de comunicación en el conflicto armado colombiano, Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, afirmaba que si los colombianos dedicáramos un minuto de silencio a cada una de los nueve millones de víctimas del conflicto tendríamos que permanecer callados durante diecisiete años.1 Además de lo ilustrativo del dato con respecto a la magnitud de lo ocurrido en el país, el enunciado alude a una ritualidad2 que plantea algunas preguntas respecto de las posibilidades de significación del silencio, los límites del lenguaje frente al sufrimiento y la dimensión audible de la experiencia del daño, entre otras; cuestiones que se posicionan como punto de partida de esta investigación, en la que se articulan las nociones de silencio, daño y poesía, con el propósito de analizar la manera en que esta última ha dialogado con la experiencia del daño en Colombia.

Dicha articulación sugiere tomar distancia de la comprensión del silencio como una esencia; y propone asumirlo, en cambio, desde su carácter relacional (Le Breton, 2016, p. 57). En cuanto relación, sus posibilidades de significación se hacen dependientes tanto de las condiciones de la interacción comunicativa como de coordenadas históricas y culturales. Justamente, uno de los escenarios de mayor presencia e influencia del silencio tiene que ver con el de la violencia y las experiencias del daño. Así lo expresaron en su momento voces como las de Walter Benjamin (2010) o Theodor Adorno (1962), en relación, por ejemplo, con la imposibilidad, la inutilidad o los límites éticos de la articulación del lenguaje frente a experiencias como las de la Primera Guerra Mundial o los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. De igual forma, voces más recientes han aportado a la profundización de este vínculo, tanto con interpretaciones sobre los planteamientos de Benjamin y Adorno (Felman, 2017; Martin, 2011, respectivamente) como con consideraciones alrededor del trauma (Caruth, 1996; Acosta, 2017) o sobre el papel de los silencios en la experiencia y el trabajo del daño (Thiebaut, 2017), entre otras perspectivas.

Algunos avances en esta dirección tienen que ver también con la elaboración de tipologías que intentan desambiguar las posibles significaciones del silencio en contextos de violencia. En este sentido, es posible afirmar que existen silencios vinculados con las instancias del daño, con quienes los experimentan o los promueven –víctimas, perpetradores o terceros–, así como con la intencionalidad misma del callar o del silenciar. Si el mencionado gesto del minuto de silencio alberga intenciones de homenaje o de compenetración con el ausente, así como de acompañamiento a familiares y allegados, una manifestación como, por ejemplo, la Marcha del Silencio que tuvo lugar el 7 de febrero de 1948 en Bogotá, promovida por Jorge Eliécer Gaitán, además de expresar el duelo colectivo, movilizó emociones como la rabia y la indignación. Es decir, el silencio se ha constituido también en vehículo de reacciones y expresiones de protesta y resistencia. De hecho, en la “Oración por la paz” (1948/2000), que el propio Gaitán pronunció en esa marcha, se encuentran desplegadas a lo largo del discurso ejemplos de la polisemia del silencio.3

Una de las expresiones que más se ha aproximado a la relación silencio-daño, tanto temática como expresivamente, ha sido la lírica. De ahí la relevancia, para la tradición poética occidental, de autores como Paul Celan o Nelly Sachs, voces que han rozado los límites de la palabra: “[…] una poesía que por su hermetismo parece callar, ser poesía de la mudez o del silencio, poesía que lleva el sello del silencio que impone la barbarie de la Europa que posibilitó Auschwitz”, dice sobre el primero Rafael Gutiérrez Girardot (2004, p. 220). Estas expresiones han hecho parte de lo que Hans-Georg Gadamer (2004) denominó como el enmudecimiento de los poetas o de lo que George Steiner (2013) entendió como un abandono de la palabra: es decir, el reconocimiento que hace la palabra poética de sus propios límites, tanto representacionales como éticos –y, por tanto, de su orientación hacia el silencio–, en el diálogo que entabla con las experiencias de violencia.

Desde sus propios desarrollos y particularidades, este desplazamiento hacia el silencio o, si se quiere, el ingreso del silencio al poema se ha presentado de distintas maneras en la poesía colombiana, que en las últimas décadas se ha ocupado de las diversas violencias. Si tradicionalmente la literatura del conflicto bipartidista de los años cincuenta –La Violencia– se caracterizó por una confianza en las “posibilidades miméticas de la palabra” (Reati, 1992, p, 12), expresiones más recientes, en algunos casos, han tomado conciencia de los riesgos éticos de la representación –por ejemplo, tomar distancia de cualquier posibilidad de que la representación artística del sufrimiento genere algún tipo de placer (Martin, 2011, p. 66)– o han asumido en sí mismas los quiebres de las posibilidades de significación del lenguaje, a partir de mecanismos como la elipsis, la reticencia, el lenguaje fragmentado, los encabalgamientos o la disposición espacial del texto, entre otros procedimientos. Como se verá a lo largo de estas páginas, además de estos mecanismos, la presencia del silencio en los poemas analizados se materializa también, entre otras maneras, en la configuración de la imagen poética, en la tematización emprendida por cada texto o en la evocación a la escucha y la invitación a la lectura lenta, concernida y reflexiva a la que convoca el discurso lírico.

En la mencionada atención a los procedimientos del decir poético se ubica otro de los propósitos de este libro. Según lo reconocen autores como Fernando Reati (1992), Selnich Vivas (2001) o Iván Padilla Chasing (2017), para el caso de la literatura, o Elkin Rubiano (2019), para el caso del arte, el privilegiar el contenido referencial de las obras por encima de sus alcances formales o materiales ha sido una constante en las creaciones colombianas que se han acercado a la violencia. En este sentido, el silencio no es solo una posibilidad temática del contenido de los poemas sino que se posiciona como fundamento expresivo de la propia palabra poética, que se ubica, a su vez, como afirma Luis Villoro (2016), en la tensión existente entre la palabra discursiva y su negación (p. 62). Asimismo, como lo reconoce Padilla Chasing (2017), también la crítica literaria ha limitado las perspectivas de análisis de los textos a la dimensión constatativo-referencial y a las coordenadas histórico-sociales del acontecimiento empírico, en aproximaciones que obvian los alcances y las posibilidades de sentido que se desprenden de la materialidad de la palabra.4

Es la pragmática del texto lírico, en tanto instrumento empleado por la investigación para el análisis de los poemas, una de las alternativas que permite profundizar en las mencionadas particularidades expresivas del poema para dar cuenta de los mecanismos de los que este se vale para la producción de sentido en el proceso comunicativo. Aportes como los de José María Paz Gago (1999), Ángel Luis Luján (2005, 2007) o Rafael Núñez Ramos (2008) resultan fundamentales para la comprensión de los procedimientos de enunciación y recepción, así como del funcionamiento de los códigos poéticos y de los campos semánticos en el texto, instancias que configuran las especificidades comunicativas del decir lírico. Precisamente, es en estas instancias en las que, de múltiples maneras, ingresa el silencio para operar también como signo en el poema, dispuesto para la interpretación, en la medida en que confiere multiplicidad de sentidos al texto (Boves Naves, 1992, p. 101). Para ello, los aportes de la pragmática del poema serán puestos en relación con lo que autores como Ramón Pérez Parejo (2013) o Juan Manuel Ramírez Rave (2016) han entendido como una retórica del silencio: “claves estilísticas” o “procedimientos expresivos, recursos fono-simbólicos, léxicos, sintácticos y metafóricos” (Pérez Parejo, 2013, p. 26), propios de la creación poética que busca hacer decir al silencio.

Claramente, en los poemas estudiados en la investigación hay un diálogo con el contexto colombiano, pero se trata de un diálogo construido a partir de la discursividad propia del texto lírico:

La poesía habla del mundo a través de sus palabras y de su estructuración compleja y característica, comunicando su reflexión inédita y originalísima sobre ese universo de sensaciones y emociones, una metáfora del mundo real que nos rodea, solo descifrable para el lector que es capaz de adentrarse en ella. (Paz Gago, 1999, pp. 115-116)

El corpus del trabajo está integrado por diversas voces, poemarios y poemas publicados en las últimas cuatro décadas en Colombia. Como se profundizará en el capítulo 2, la delimitación temporal obedece tanto a criterios historiográficos de la evolución del conflicto colombiano como a criterios estéticos relacionados con algunos desplazamientos en la creación y en las prácticas propias del campo poético. Con respecto al primer criterio, coinciden diferentes fuentes –Camacho (1991); Blair (2009); Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) (2013)– al señalar que es a partir de la segunda mitad de la década de los años ochenta cuando fenómenos como la irrupción del narcotráfico, el incremento de las acciones de la guerra en las áreas urbanas, la emergencia y consolidación de los grupos paramilitares y el fortalecimiento de las guerrillas, entre otros, implicaron modificaciones estructurales en las dinámicas del conflicto. Con respecto al segundo criterio, son identificables tanto el mencionado giro hacia el silencio –Luque Muñoz (1996); Jiménez (1997)– como cambios en la focalización, en el tratamiento de los temas y las reflexiones sobre el lenguaje con el que tradicionalmente se han nombrado las violencias en el país, entre otros aspectos que abren nuevas perspectivas para el estudio de la relación entre poesía y violencia. Asimismo, es a partir de esa misma década cuando comienza a diluirse la tradicional agrupación de poetas en generaciones, que rigió durante muchos años el panorama de la poesía colombiana, para dar paso a una multiplicidad de voces y tendencias que obedecerán desde ese momento a trayectorias y agendas individuales.

Justamente, el abandono de esta manera de asumir las dinámicas tradicionales del campo poético, así como el abordaje de un fenómeno –en este caso, el silencio emparentado con la experiencia del daño– que permea la obra de distintos autores, permite no solo establecer un encuentro entre expresiones que bajo el esquema de los movimientos o generaciones no podrían relacionarse, sino que abre la posibilidad de atender a voces que de una u otra manera han estado al margen de las instancias de legitimación y consolidación de la práctica poética en Colombia. En este sentido, la investigación tiene en cuenta y pone en diálogo poemas y poemarios de autores como José Manuel Arango, Juan Manuel Roca, Helí Ramírez, María Mercedes Carranza, Horacio Benavides, Piedad Bonnett, Ómar Ortiz, Pedro Arturo Estrada, Fredy Chikangana, Jorge Mejía Toro, Mery Yolanda Sánchez, Néstor Raúl Correa, Hellman Pardo, Andrea Cote, Luis Arturo Restrepo y Camila Charry Noriega, entre otros, algunos de los cuales han sido incluidos en antologías temáticas sobre el fenómeno de la violencia en el país, como La casa sin sosiego. La violencia y los poetas colombianos del siglo XX (2007/2018) o Entre el miedo y el mal. El género negro en la poesía colombiana (2014). Es en la creación de estas voces –así como en la de algunas otras que son referenciadas a lo largo del trabajo– en la que se evidencia de diversas maneras el ingreso al poema de los silencios emparentados con el daño.

Explorar el silencio, en tanto fenómeno de la dimensión audible de las violencias en Colombia, es atender a una práctica íntimamente vinculada con la interioridad de la experiencia, así como con la afectividad política del conflicto armado y con el papel del lenguaje en el entramado simbólico de la violencia. Y hacerlo desde la producción literaria es atender a una de las formas en que la palabra se inscribe –responde y actúa– en el tejido público del daño (Thiebaut, 2017, p. 225); una palabra que particulariza desde la imaginación para decir la experiencia colectiva. En este sentido, la necesidad de indagar en la paradójica situación en la que el poeta escribe sobre o desde el silencio no es otra que la de reconocer en el poema la responsabilidad de tomar distancia del mutismo cómplice de la barbarie. Hablar de la relación silencio-daño y de la manera en que las particularidades del discurso lírico hacen del poema un espacio fecundo para el despliegue de dicha relación es, siguiendo a Giorgio Agamben (2010, p. 32), contribuir a la desmistificación del horror. Y es, también, reconocer que no todo silencio es negativo, que no todo silencio es ausencia u olvido: que reivindicar y dirigir la atención hacia el silencio –como lo hacen poetas y poemas– es restablecer el valor de la palabra a partir de la conciencia de sus posibilidades y de sus límites.

Este trabajo se compone de seis capítulos. El primero de ellos, “Reflexiones teóricas: el silencio, en relación”, aborda justamente la mencionada relacionalidad del silencio, con el fin de delimitar la aproximación al concepto a partir de los dos ámbitos de significación que entran en diálogo: el discurso lírico y la experiencia del daño. Para ello, se profundiza en dos perspectivas teóricas: de un lado, se exploran algunas ideas sobre lo que sería una ontología del silencio, enfoque que asume este último como espacio pre-lingüístico o pre-comprensivo, como aquello que, más que concepto, es la presencia in-mediata que se muestra cuando se elimina ese filtro que implica la palabra, cuando se quiebra la distancia del “conocimiento-representación” del que habla Teresa Guardans (2012, p. 13). Se trata, a la vez, de un silencio relacionado íntimamente con la palabra poética, al que esta, por decirlo de alguna manera, aspira: “Empieza la palabra poética en el punto o límite extremo en el que se hace imposible decir. Es necesario llegar al borde, al precipicio donde comienza lo imposible” (Valente, 2006, p. 26). De otro lado, el capítulo indaga en la pragmática del silencio, que entiende el silencio como una práctica propia de la interacción comunicativa. Aquí, el abstracto concepto de silencio pasa al ámbito concreto de los silencios, acciones que albergan, como se mencionó al comentar el gesto y las palabras de Jorge Eliécer Gaitán, diferentes posibilidades de significación, en particular, con la experiencia del daño. Aquí se abordan las distintas clasificaciones que, desde la filosofía, la filosofía política y la sociología, han emprendido autores como Alfredo Fierro (1992), David Le Breton (2016), Rigoberto Reyes Sánchez (2017), Carlos Thiebaut (2017) y Wolfgang Heuer (2017), para intentar desambiguar aquello que el silencio podría significar. Posteriormente, el capítulo profundiza en la noción de daño y en los motivos que llevan a privilegiarla por encima, por ejemplo, de la de violencia, en la medida en que atiende no solamente al acto de “dañar” sino a las respuestas y a la atención que dicho acto genera en el tejido social. Por último, el apartado final del capítulo se enfoca en la relación silencio-poesía, tanto desde la concepción de dicha relación en diversas expresiones de la tradición poética como en los mecanismos mediante los cuales el silencio suele hacerse presente en el poema.

El segundo capítulo, “Del estruendo de la guerra al silencio de su rastro”, se enfoca en algunos de los desplazamientos que ha experimentado la poesía que ha puesto la mirada en las violencias en Colombia. Se constituye, principalmente, en un capítulo contextual que alberga al mismo tiempo la construcción del estado del arte sobre el objeto de estudio, en relación también con perspectivas historiográficas sobre la periodización del conflicto armado. Inicia con algunos antecedentes internacionales sobre la poesía de la guerra (war poetry) –con énfasis en los conflictos del siglo XX– para identificar ciertos rasgos a partir de los cuales es posible establecer una conversación con los caminos que ha transitado la poesía colombiana en el abordaje de la experiencia del daño; un abordaje que, como se constata, ha ido creciendo en los últimos años. Si bien autores como Juan Manuel Roca (2002) o Juan Esteban Villegas (2016), entre otros, se refirieron en su momento a la poca atención que tradicionalmente ha recibido esta relación por parte de la crítica literaria y académica en el país, es perceptible, también, cierto incremento en el interés por estudiar estas expresiones, aunque se trate todavía de un campo por explorar. En medio de este contexto, se profundiza en la delimitación del corpus de poemas y poemarios que será analizado a lo largo del libro.

El capítulo 3 es el primero de los cuatro capítulos analíticos del trabajo. Titulado “Espacios de silencio: la imagen poética del daño”, indaga en la manera en que la poesía de la violencia configura en los textos una especie de atmósfera de silencio desde la que brota la palabra poética, o sobre la que reflexiona propiamente el poema, para instalar la ausencia, el vacío y la quietud como rasgos característicos de los “no-lugares del daño” (Thiebaut, 2016); rasgos que, a su vez, eliminan toda posibilidad de porvenir. Se asume en este caso la construcción de la imagen del espacio –que alberga en sí misma valoraciones simbólicas e ideológicas– como una totalidad silenciosa que asigna unidad al poema y que relaciona directamente el espacio dañado con un espacio de silencio. Para evidenciar esta presencia constante del silencio en la imagen poética, el capítulo establece una tipología de cinco espacios recurrentes en el corpus analizado: hablar desde la ausencia, el campo vacío, la casa en ruinas, la ciudad en penumbra y la naturaleza callada.

También construido desde una estructura tipológica, el capítulo 4, “Los silencios del daño”, dialoga directamente con los esfuerzos de desambiguación del silencio discutidos en el capítulo 1, para analizar la manera en que el silencio es tematizado en el poema y se constituye en el propio objeto de reflexión del texto. En este sentido, son identificables algunas recurrencias de significación que los poemas asignan al silencio en el contexto del daño, entre las cuales se destacan: el silencio frente al acontecimiento, el silencio de la ausencia, la imposición del silencio, la palabra imposible y la palabra ignorada.

Además del accionar bélico, el conflicto armado colombiano ha sido un espacio de disputa simbólica y de lucha por la imposición de los sentidos. El capítulo 5, “Los silencios del discurso: el decir poético frente a la palabra pública sobre la experiencia del daño en Colombia”, ahonda justamente en esta dimensión cultural de la violencia, con el fin de analizar las formas en las que la poesía no solo ha puesto su mirada en las acciones de la guerra, sino que ha producido un cuestionamiento sobre el lenguaje con el que se han nombrado las violencias. Se trata de una indagación sobre el carácter subversivo de la palabra lírica en relación con los discursos sociales establecidos, y de los mecanismos mediante los cuales el poema revela los silencios que subyacen en el discurso público. Para ello, el capítulo se estructura en tres momentos relacionados con el funcionamiento de las maneras en que el decir poético reflexiona sobre aquello que el discurso público calla: primero, el desmontaje del eufemismo, a partir, por un lado, de la apropiación o del cuestionamiento del lenguaje eufemístico que hacen los poemas; por otro, de procedimientos como la ironía y la parodia, que responden, entre otras, a retóricas instauradas como la belicista, la periodística y la publicitaria; segundo, el funcionamiento de la elipsis, en tanto vía para aludir –desde lo no dicho– a la experiencia del daño; tercero, la presencia del parlache –fenómeno sociolingüístico, principalmente oral, propio de los sectores marginales de la ciudad de Medellín– en el poema, como mecanismo de respuesta al español, que se asume como lengua dominante y excluyente.

Por último, el capítulo 6, “El silencio de la escucha”, profundiza en la escucha como espacio de encuentro y reconocimiento de la alteridad. A partir de los planteamientos de Carlos Thiebaut (2017), relacionados con los silencios positivos –duelo, reconocimiento y atención–, el capítulo asume las particularidades de la palabra poética como un espacio dispuesto para la escucha. En términos descriptivos, en el apartado “La escucha en el poema”, se analiza cómo buena parte del corpus de poemas se estructura enunciativamente a partir de la presencia, la evocación o la búsqueda de un otro; asimismo, se profundiza en la pregunta por quién escucha en el poema. En el apartado “La escucha del poema”, se indaga en la disposición textual del poema como espacio de silencio y de escucha, que a la vez escucha y permite escuchar. En pocas palabras, se trata de reflexiones relacionadas con el lugar que ocupa el poeta como tercero interpelado por determinado contexto y su papel en la elaboración colectiva del daño.

Así, este libro traza un recorrido que abarca desde lo abstracto del concepto de silencio –y su vínculo con la palabra poética– hasta la disposición a la escucha a la que son convocados autores y lectores de la poesía de la violencia; un recorrido que abre a la vez rutas de indagación relacionadas con la propia comprensión del fenómeno del silencio, con las posibilidades de la literatura en relación con experiencias límite y con la dimensión verbal de las violencias.

Reflexiones teóricas: el silencio, en relación

Hablo del silencio del hombre

Eduardo Cote Lamus

Entre el silencio y los silencios

Tal vez una de las primeras formas de aproximación que se puede establecer para el análisis del silencio es la distinción, establecida por autores como José L. Ramírez González (1992) o Thomas Bruneau (1988) e Ishii Shatoshi (1988), entre una dimensión pre-verbal o pre-comprensiva del silencio y una que asume los silencios –en plural– como prácticas.

Con respecto a la primera de estas dimensiones, la pre-verbal o pre-comprensiva, abordada en particular por aproximaciones ontológicas al silencio, una de las constantes es la de tomar distancia de la idea de entender el silencio desde la negatividad implícita en la ausencia y, en cambio, asumirlo desde la positividad de lo total. Max Picard (2002), por ejemplo, lo considera como el más básico de los fenómenos; es decir, que por su carácter primario u originario no podría ser reemplazado ni rastreado hacia algo más allá (p. 21).

Buena parte de los desarrollos de lo que sería una ontología del silencio –Rivera (1998), Colodro (2014), Muñoz (2006), Martínez (2008, 2012)– se desprende de los planteamientos de la ontología fundamental de Martin Heidegger.5 Si bien el silencio no aparece tematizado directamente en su obra, sí se constituye como un fenómeno transversal a su pregunta por el ser. En términos generales, en la perspectiva heideggeriana, el silencio puede entenderse como “el marco originario del que brotan todas las cosas y al que tras su existir todo vuelve a retornar de nuevo” (Muñoz, 2006, p. 21). Para Max Colodro (2004), existe una distinción inicial entre las cosas y su horizonte de ocurrencia; así, las palabras hablarían de las cosas y de los hechos que ocupan el mundo, “pero el mundo en cuanto horizonte temporal y pre-comprensivo, donde los entes tienen ocurrencia, queda obligado a permanecer innombrable” (p. 15). Desde esta concepción, se entiende el silencio como aquello que abarca la totalidad profunda y preverbal, como ese lugar ilimitado e incondicionado en el que “el sentido plural e infinito puede descender de la altura y denigrarse a la condición de palabra inteligible” (Colodro, 2004, p. 17). Un denigrarse que tiene que ver con el contenido fundante que se pierde con el sentido que no puede ser nombrado, cuya naturaleza indeterminada e infinita se resiste a la limitación de los términos o a manifestarse en un único sentido (Colodro, 2004, p. 18).

Es en esta medida que se reconoce la incapacidad de la palabra para abarcar el sentido completo de aquello a lo que hace referencia: “la totalidad de sentido queda retenida en el silencio que da origen a la palabra. Solo en el silencio se encuentra la totalidad del sentido de las cosas” (Muñoz, 2006, p. 59). Si bien el silencio asume significaciones cambiantes a lo largo de la obra de Heidegger, Rubén Muñoz elabora una clasificación de ellas a partir de cuatro constantes: el silencio hermenéutico, el silencio etimológico, el silencio meditativo y el silencio poético. El silencio hermenéutico tiene que ver con aquello no-dicho que se encuentra en lo dicho; de acuerdo con Muñoz, la actividad interpretativa en Heidegger está estrechamente relacionada con la escucha –una escucha que alude más a una atención pensante que a la mera percepción audible– y, en ese contexto, el silencio hermenéutico “atiende al ‘resonar silencioso’ de las palabras antes que al ‘sonar sonoro’ de las mismas. Lo fundamental es lo que la palabra calla en su sugerir y no lo que afirma en su decir” (Muñoz, 2006, p. 65). De hecho, para Ramón Xirau (1993), ya en la propia palabra se encuentra el silencio: “solamente podemos hablar si antes, después, aun y, acaso sobre todo, durante el proceso de hablar estamos habitados por silencio” (p. 144). El silencio etimológico tiene que ver con el velo que las traducciones han representado para el sentido originario de las palabras, un sentido que, para Heidegger, se hallaba en la palabra griega, “designación plena de la cosa” (Muñoz, 2006, p. 69). El silencio meditativo está vinculado con la manera en que Heidegger entiende la actividad del pensamiento, en la que, antes que la asignación de conceptos para la aproximación a determinada realidad, prima una escucha que permite el acaecer de las cosas; es decir, que estas se muestren en su decir silencioso: “El silencio meditativo es el que se produce cuando el pensador calla, se recoge en sí mismo y desde ese silencio deja libre el camino al ser para que se manifieste” (Muñoz, 2006, pp. 72-73). Por último, el silencio poético es aquel que se genera cuando

el poema “trae a presencia” aquello de lo que el poema nos habla sin nombrarlo. En este “sin nombrarlo” es donde se encuentra la clave de toda la cuestión, ya que ese “sin nombrarlo” es la mayor posibilidad de acercamiento que el hombre puede llevar a cabo en torno al ser […] “El silencio poético” es, pues, aquel tipo de silencio que trae a presencia la cosa de la forma más absoluta posible. (Muñoz, 2006, p. 77)

Paloma Martínez, por su parte, dedica dos reflexiones al silencio en dos momentos distintos de la obra de Heidegger: la primera, “Hablar en silencio, decir lo indecible. Una aproximación a la cuestión de los límites del lenguaje en la obra temprana de Martin Heidegger” (2008), centrada específicamente en Ser y tiempo (1927/2014), y la segunda, “Hölderlin y lo no-dicho: sobre la cuestión del silencio en la interpretación de Martin Heidegger de su poesía” (2012), dedicada justamente al decir poético. En Ser y tiempo, el silencio aparece ligado al fundamento mismo del habla, entendida como la “articulación significante de la comprensibilidad del estar-en-el-mundo” (Heidegger, 2014, p. 180). De acuerdo con Heidegger, al habla pertenecen las posibilidades de escuchar y de callar: la primera, como un estar abierto al otro, en un co-estar; la segunda –que solo podría darse en quien tiene algo que decir– apunta al silencio como forma del habla que “articula en forma tan originaria la comprensibilidad del Dasein [ser-ahí], que es precisamente de él de donde proviene la auténtica capacidad de escuchar y el transparente estar los unos con los otros” (Heidegger, 2014, pp. 180-183). La pregunta que orienta las aproximaciones de Martínez (2008) es: “¿Cómo decir el ser sin que esa misma operación del decir cancele su diferencia respecto del ente?” (p. 114), cuestión que encontrará respuesta, precisamente, en su reflexión sobre el decir poético, cuya singularidad radica en que se dirige “hacia algo que, dotado del carácter de lo indecible, de lo que por naturaleza se sustrae al decir, ha de aparecer, paradójicamente, en el medio mismo del decir siendo dicho en su imposibilidad de ser dicho” (Martínez, 2012, p. 39). En otras palabras, para Martínez –a partir de la interpretación que hace Heidegger de la obra de Hölderlin–, el lenguaje poético es el espacio en que a través del decir hace aparición lo indecible –el ser– como no-dicho. Entendido desde la perspectiva ontológica, el silencio no es la mera ausencia de palabra; es presencia que abarca por completo los espacios en los que aparece (Picard, 2002, p. 17), incluida la palabra misma. Es, también, totalidad de sentido.

De otro lado, desde la perspectiva pragmática6 que se enfoca en la dimensión del silencio vinculada con la interacción comunicativa, en tanto manifestación relacionada con la comunicación no-verbal (Poyatos, 1994; Ephratt, 2008), se encuentra que el silencio puede asumirse como un acontecimiento (Labraña, 2017), una acción (Ramírez González, 1992) o una conducta (Fierro, 1992). En pocas palabras, es posible afirmar, con Carlos Castilla del Pino, que el silencio es un hacer (1992, p. 80). De hecho, de acuerdo con autores como Luis Villoro o Ramírez González, es precisamente en ese hacer donde radica la significación general que acompaña a todo silencio. Así, para el primero:

[…] el silencio significa en cada contexto algo distinto, pero además añade a ese significado un matiz propio: que la palabra no es adecuada al modo como las cosas en torno se presentan, que no puede figurarlas con precisión. Esa es la significación propia del silencio. (Villoro, 2016, p. 67)

Y para el segundo:

Preguntarse lo que significa el silencio en un caso determinado no equivale a preguntar qué significa una cosa determinada sino qué significa el hecho de que alguien, en un momento determinado, no diga nada. Qué quiere decir el no decir nada en ese caso concreto. (Ramírez González, 1992, p. 20)

O, en palabras de Castilla del Pino (1992): “en el silencio no se dice (verbalmente) nada, pero se dice (extraverbalmente) que no quiero, o no debo o no puedo decir aquello que callo […] con el silencio, comunico que no quiero, no debo o no puedo comunicar” (p. 80). No hay, entonces, un significado preciso y estable del silencio –se trata, tal vez, del más ambiguo de los signos (p. 83)–, pero sí hay significación en ese hacer, en el hacer silencio.

De acuerdo con Dennis Kurzon (1998), para que el silencio albergue algún tipo de sentido –siempre ambiguo–, es necesario que el hablante tenga una intención;7 los silencios involuntarios son, por tanto, linguistically meaningless (p. 8). Para Muriel Saville-Troike, cuando existe esta intención comunicativa, el silencio toma distancia de las simples pausas del discurso; así, el primero operaría como parte del componente verbal de la comunicación mientras que las segundas integrarían aspectos de lo no-verbal (citada por Ephratt, 2011, p. 2296). Ephratt (2011), por su parte, asume esta distinción a partir de las categorías de silencios comunicativos y silencios no-comunicativos (p. 2298). En este sentido, el silencio puede ser asumido como un acto de habla, en la medida en que es portador de una función ilocutiva, porque obedece a una intención, y de una función perlocutiva, porque con él se producen determinados efectos (Castilla del Pino, 1992, p. 83). Así, tal como ocurre con la palabra, con el silencio se trasciende el ámbito de la lingüística8 y se inscribe en el de la vida práctica:

Las mismas claves analíticas útiles para explorar los significados de la palabra permiten adentrarse en los sentidos del silencio […] El efecto de sentido [de la palabra] se produce porque la palabra humana no reside o permanece estática en sí misma, antes bien, sale de sí, en movimiento o éxtasis, hacia otras realidades asimismo humanas. En ese movimiento, o, más bien, en los distintos movimientos, por lo que la palabra sale hacia –y enlaza con– esas otras realidades diferentes de ella, se descubre el sentido, la significación. En esos mismos movimientos yace la posible significación del silencio. (Fierro, 1992, pp. 50-51)

La ambigüedad inherente al silencio exige de los participantes de la interacción comunicativa, en particular del oyente, un mayor esfuerzo en la efectuación de operaciones cognitivas como el reconocimiento, la evaluación o la inferencia, con el fin de “desentrañar la intención comunicativa” o “recuperar un pensamiento del hablante” (Méndez, 2016, p. 172). Al referirse a las maneras en que es posible acceder a los espacios de indeterminación del silencio, Constanza Moya profundiza en las nociones de implicatura e inferencia. Si bien ambas se constituyen como dimensiones pragmáticas de la comunicación, se diferencian en que corresponden a fases distintas del proceso: la implicatura se inscribe en la fase de producción y pertenece al contexto del habla y del emisor; la inferencia se presenta en la fase de recepción y obedece al nivel cognitivo del receptor (Moya, 2012, p. 78). Sobre esta última, Moya (2016) aclara: “[l]a inferencia no es exclusivamente un procedimiento lógico. Su naturaleza discursiva supone condiciones contextuales relacionadas con factores socioculturales, históricos y psicológicos que influyen en los supuestos compartidos por los interlocutores” (p. 81).

El hecho de que la inferencia dependa de las condiciones contextuales y de factores socioculturales compartidos por los hablantes, en los procesos de desambiguación del silencio, permite considerar que, desde el punto de vista de la interacción comunicativa, existen mecanismos para distinguir unos silencios de otros: the sameness of silence is superficial (Jack Bilmes, citado por Ephratt, 2011, p. 2298). Justamente, una de estas distinciones contextuales está marcada por lo que se ha entendido aquí como una dimensión política del silencio y su relación con la experiencia del daño.

Los silencios y el daño

Pensar la relación del silencio con respecto a la experiencia del daño es, antes que nada, atender a un cambio en la perspectiva con que ha sido comúnmente abordada la violencia: se trata de un desplazamiento del régimen de lo visual al régimen de lo audible (Acosta, 2020).9 De esta manera, se asume cierta distancia frente al oculocentrismo que ha dominado la cultura occidental desde los griegos hasta hoy (Maurette, 2015, p. 49) y se emprende un esfuerzo por escuchar aquello que revelan otros sentidos, así como por intentar desentrañar nuevas posibilidades de sentido en relación con situaciones de violencia. De hecho, es justamente la escucha la que permite atender a los silencios, a los vacíos y quiebres de sentido, propios de la experiencia traumática, y para cuya atención María del Rosario Acosta (2019) propone lo que denomina gramáticas de la escucha, entendidas como “sistemas alternativos de significación, móviles, articulados alrededor de la singularidad que en cada caso demanda la voz única proveniente del testimonio, capaces de enfrentarse tanto al quiebre completo del sentido producido por la violencia, como a la posibilidad de comunicar” (p. 75). Claramente, en esta investigación, más que un desplazamiento total al campo de lo audible, se plantea la atención al régimen de lo audible en permanente diálogo con la reflexión sobre el régimen de lo visual, que juega un papel preponderante en la configuración textual de la imagen poética.

Es Walter Benjamin, en El narrador, publicado originalmente en 1936, quien formula uno de los planteamientos más relevantes con respecto a la relación entre silencio y daño. En términos generales, a partir de un análisis sobre la obra del escritor ruso Nikolai Leskov, el texto de Benjamin alerta sobre la pérdida del arte de narrar, cuyas causas encuentra en la extinción de la sabiduría, el crecimiento de fuerzas productivas históricas seculares –es decir, la consolidación del dominio de la burguesía y, con ella, de la información como nueva forma de comunicación– y, en especial, el impacto de la Primera Guerra Mundial en la gente, lo que ocasionaría una caída en la cotización de la experiencia y en su comunicabilidad: “Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse: ¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? No más rica, sino más pobre en experiencia comunicable” (Benjamin, 2010, p. 60). En palabras de Shoshana Felman (2017), quien reflexiona justamente sobre el silencio en la obra de Benjamin:

En un mundo en el que el discurso público es usurpado por los fines comerciales y por el ruido de la información, los soldados que regresan de la Primera Guerra Mundial no encuentran ningún espacio social o colectivo en el que puedan insertar su experiencia de la muerte. Su trauma se queda como algo privado que no puede ser simbolizado colectivamente. (p. 37)

Además de El narrador, el análisis de Felman se ocupa de otro texto de Benjamin, “Tesis sobre el concepto de historia” (2018), publicado inicialmente en 1941, en el que encuentra –menos explícita, si se quiere–una doble aparición del silencio, con la que respondería a la pregunta de cuál es la relación entre historia y silencio: de un lado, la tradición de los oprimidos, que históricamente han sido despojados de la voz y reducidos al silencio; de otro, la historia oficial, construida exclusivamente a partir del relato de los vencedores. Así, “la tarea del historiador será la de reconstruir lo que la historia ha silenciado, dar voz a los muertos y a los vencidos y resucitar el relato no registrado, silenciado, oculto, de los oprimidos” (Felman, 2017, p. 49). La lectura que hace Felman de Benjamin inscribe la perspectiva de este último en una teoría de la historia como trauma, entendida como una especie de encadenamiento de interrupciones traumáticas, más que en la idea de una lógica de continuidad causal. Y es justamente en dichas interrupciones donde aparece el silencio: aquellos “traumatizados […] carecen de un lenguaje para hablar de su victimización […]. Las teorías tradicionales de la historia tienden a despreciar este enmudecimiento del trauma: por definición, lo que queda por fuera del registro de los hechos es el enmudecimiento” (Felman, 2017, p. 48).

En el artículo “Hacia una gramática del silencio: Benjamin y Felman”, María del Rosario Acosta parte justamente de la lectura de Benjamin como teórico del trauma –específicamente, a partir de El narrador– para establecer dos desafíos que la estructura traumática le plantea a la reflexión filosófica: de un lado, la pregunta por la representación, por la producción de una narrativa de “aquello que la mente experimenta como ese encuentro paradójico entre un exceso y una ausencia de experiencia” (2017, p. 92);10 de otro, la pregunta por las posibilidades de hacer memoria que surgen al atender a los quiebres de sentido propios del trauma (p. 95). Para Acosta, el arte de narrar de Benjamin “no solo propone un lenguaje capaz de hacer audibles los silencios provenientes de la experiencia traumática, sino que además ofrece una posibilidad de hacer memoria de aquella audibilidad e inscribirla en la historia” (p. 95). En este sentido, de acuerdo con Acosta, la narración benjaminiana es una experiencia del lenguaje que toma distancia de la “tendencia lineal y progresista a la clausura del sentido” y permite atender múltiples circunstancias de silenciamiento histórico (p. 100).

Con respecto al enmudecimiento del que habla Benjamin al referirse a los soldados que regresaban mudos de los combates durante la Primera Guerra Mundial, advierte Acosta que no se trata simplemente de la descripción de la incapacidad del lenguaje para dar cuenta del horror, sino que debe leerse como un quiebre radical en el ámbito de lo simbólico, en las posibilidades mismas de significación del lenguaje:

No se trata aquí de insistir, sin más, en la imposibilidad de representar y de dar nombre a la violencia, y de caer por tanto en una actitud melancólica que “sacraliza” el evento traumático al insistir en su esencial irrepresentabilidad […] Se trata más bien de aquello que Nelly Richard, siguiendo los trabajos de Benjamin sobre esta relación de ruptura y pliegue entre lenguaje, representación y violencia, ha descrito como una “catástrofe del sentido” […]. La violencia, destaca Richard, desencadena el “derrumbe de los ordenamientos categoriales” tradicionales, ocasiona un estremecimiento de todos los contornos habituales de pensamiento y de nuestros modos usuales de comprensión. (Acosta, 2017, p. 93)

Dicho quiebre radical en lo simbólico es concebido por Carlos Thiebaut (2017b) como un fracaso epistémico, propio de las experiencias del daño. Con base en el mismo Benjamin, Thiebaut entiende la experiencia tanto como la relación objetiva y subjetiva vivida con el mundo como la conciencia de lo vivido, planteamiento que pone en primer plano al lenguaje. Sin embargo, aclara Thiebaut, una experiencia fracasada en términos de comprensión –es decir, de lenguaje– no deja de ser una experiencia fáctica de daño: “[n]o por no poder nombrar o elaborar […] la experiencia deja esta de ser un núcleo de demandas normativas (de reconocimiento de su verdad, de atender a su cuidado y reparación, de imputación a quienes la causaron)” (p. 16).

En “Gramáticas de la escucha. Aproximaciones filosóficas a la construcción de memoria histórica”, Acosta se acerca a los mismos problemas sobre los que reflexiona en el trabajo sobre Benjamin y Felman pero los enmarca en el contexto colombiano, caso en el que, dice, a los silencios propios de la guerra se ha sumado una historia de silenciamiento institucional de oídos sordos, borramiento de huellas y acallamiento de las voces de quienes sufren la violencia (2019, p. 61). Se refiere a dos desafíos –no solo éticos sino epistemológicos– que tienen que ver, de un lado, con la construcción de memoria en entornos donde la producción misma del sentido –“esto es, lenguajes, formas de percepción y marcos conceptuales” de los sobrevivientes, requeridos para la elaboración del recuerdo (p. 62)– se ha visto afectada; de otro, con la experiencia de la escucha y la responsabilidad de atender a fragmentaciones de sentido, y con los riesgos que implica “intentar reintroducir el lenguaje dislocado de la memoria traumática en un contexto que permite darle visibilidad desde una perspectiva jurídica, política e histórica” (p. 63).

Tras advertir sobre los riegos de caer en un optimismo epistemológico de la memoria (Acosta, 2019, p. 69) –una memoria archivística, orientada a la clausura de sentido a partir de una versión oficial que se anteponga a la pluralidad de voces– o en el pesimismo de una perpetuación del trauma por la insistencia en la “imposibilidad radical de su resolución y elaboración” (2019, p. 68), Acosta se inclina por un ejercicio de memoria –como lo había propuesto en el texto sobre Benjamin– capaz de atender a los silencios de lo que ha sido históricamente excluido: “El desafío, pues, como también lo señala Richard, es tratar de pensar qué tipo de lenguaje es capaz, no de sobrevivir dicha ‘catástrofe del sentido’, sino de relatarla, de dar testimonio de su profunda y devastadora inaudibilidad” (p. 72). Se trata de lo que Nelly Richard (2007) entiende como una narrativa del residuo (p. 124), atenta a la discontinuidad, a los vacíos de sentido, al fragmento, a los restos.

Otro de los planteamientos relevantes –de los más citados también– con respecto a la relación entre silencio y experiencia del daño –y que, en este caso, involucra también a la creación poética–, a partir del repertorio de horror a lo largo del siglo XX, ha sido lo que se ha denominado el díctum adorniano; es decir, el enunciado de Theodor W Adorno (1962) sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz: “La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema” (p. 14). De acuerdo con Elaine Martin (2011), la afirmación de Adorno aceleró el debate sobre los peligros morales de la representación de la violencia, debate que continúa actualmente y que, si se quiere, se inscribe en clave de dilema –o de aporía–, entre la necesidad de dar cuenta del horror y la imposibilidad de hacerlo de manera adecuada, “due to the constraints which this event of unimaginable magnitude [el Holocausto] imposed upon conventional language” (p. 49).

Tras ofrecer un amplio listado de autores que malinterpretaron a Adorno, señala Martin que es equivocado reducir el mencionado enunciado a un llamado al silencio;11 de hecho, el propio Adorno aclararía después su posición a favor de la tarea artística frente al sufrimiento.12 La lectura que Martin hace del díctum apunta entonces a indicar una serie de obstáculos o peligros que hacen de la representación de la Shoah un esfuerzo problemático, mas no –reitero– un imperativo hacia el enmudecimiento. Entre estos obstáculos se encuentran, principalmente, tres: primero, la lengua alemana, la misma que sirvió para justificar la ideología del exterminio; segundo, el riesgo de que algún grado de placer pudiera derivar de la representación artística del sufrimiento o que, de una u otra manera, pudiera falsificarse o trivializarse el horror del evento; tercero, el peligro de que la forma artística pudiera dotar de algún sentido al sinsentido de la masacre (Martin, 2011, pp. 66-67). Con respecto al primero de estos peligros, también Nelly Richard (2007) alude, en el marco de la dictadura en Chile, a la ruptura que implicaba nombrar la experiencia “en el idioma que sobrevivió a la catástrofe del sentido”; se trataba no solo de la lengua empleada por el poder oficial, sino prácticamente cooptada por otras fuerzas en disputa: la ideología tradicional de la izquierda militante y la “racionalidad explicativa de las ciencias sociales alternativas”, ninguna de las cuales sería apta para dar cuenta de la ruptura del sentido (p. 113).

En concordancia con las lecturas sobre las formulaciones de Benjamin, previamente comentadas –Felman (2017), Acosta (2017) y Richard (1996)13–, la aproximación que hace Martin tanto a la obra adorniana como a sus críticos se aleja de una especie de sacralización que rodea la idea de cierta inefabilidad de la experiencia y se centra, en cambio, en la advertencia de los riesgos de la estilización estética del sufrimiento. Asimismo, de acuerdo con Martin, se encuentra también en Adorno la búsqueda o el llamado por un arte capaz de evocar a partir de la ausencia:

For Adorno art’s task is to say the “unsayable” or to think the ineffable. He calls for a form of negative representation that presents the existence of the “extremity” that defies representation; he calls for evocation through absence. Representation must be austere; it must avoid the possibility that pleasure or positive meaning be “squeezed” from it. He warns against self-complacent, untroubled narrative that avoids dealing self-reflectively with the problematics of representing the ineffable. It must be anti-redemptory in nature to avoid a repetition of the violations of the victims. It must avoid “making sense” of the event through the imposition of coherent formal structure or by incorporating it into any positive fable of progress. In Adorno’s view art regains validity by reflecting and engaging with its own impossible status even if the extremity of the reification process means that this reflection cannot be carried out in any meaningful way. He calls for art to be self-referentially wary of itself, of its form and of its means of representation. (Martin, 2011, p. 65)

En relación con la sacralidad a la que remite la idea de una inefabilidad de la experiencia, en línea con las lecturas a los planteamientos de Benjamin y Adorno, Giorgio Agamben (2010) cuestiona la afirmación de que Auschwitz sea entendido como indecible, en la medida en que conduciría los campos de concentración y exterminio al ámbito de la mística (p. 31). Agamben parte del verbo griego euphemein que quiere decir adorar en silencio, por tanto “[d]ecir que Auschwitz es ‘indecible’ o ‘incomprensible’ equivale a euphemein, a adorarle en silencio, como se hace con un dios; es decir, significa, a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir a su gloria” (p. 32). El planteamiento de Agamben se inscribe en la idea de que los testimonios de Auschwitz son siempre los testimonios de una ausencia, dado que los verdaderos testigos –los llamados testigos integrales– no pudieron testimoniar: “Quien asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar” (2010, p. 34). La palabra del testigo se reconoce así como surgida de un silencio.

Tanto en sus reflexiones sobre el lenguaje y lo inhumano –en Lenguaje y silencio– como en sus ensayos sobre el diálogo entre filosofía y decir poético –en La poesía del pensamiento–, también George Steiner se ha referido a la relación entre daño y silencio, producto de la barbarie de los totalitarismos en Europa en el siglo XX. Si bien su formulación abarca una amplia gama de fenómenos que llevarían a un abandono de la palabra –el desgaste, la pérdida de autoridad y de espacios de la palabra, el vaciamiento del lenguaje, la reducción lexical, las limitaciones de la sintaxis tradicional, la hiperespecialización de las jergas o la manipulación política de la lengua–, afirma Steiner que las experiencias totalitarias representaron una alteración en las capacidades del lenguaje para asimilar e interpretar la realidad; de ahí que afirme que “[s]olo el silencio puede aspirar a la perdida dignidad del significado” (2016, p. 209). Tal como se anotó en las reflexiones sobre Adorno, Steiner alude también al quiebre –“la deshumanización”– del alemán nazi y destaca la obra de Paul Celan –quien escribió en alemán, la lengua de los perpetradores– como la de un poeta que forzó el lenguaje “hasta llegar al borde de lo indecible”. El encuentro que traza Steiner entre filosofía y poesía –a la luz del análisis de la relación entre Celan y Heidegger– deja ver las posibilidades que atribuye a esta última como lenguaje capaz de atender a lo no dicho, de alternativa para evitar la banalidad y el anquilosamiento a los que conduce el habla convencional; por ello, al hablar de la insistencia de Heidegger en el papel creativo de la escucha, afirma Steiner (2016): “Los ojos del lector tienen que escuchar” (p. 214).

Las lecturas mencionadas a los planteamientos de Benjamin y de Adorno, así como las reflexiones de Steiner sobre las posibilidades del decir poético en relación con la barbarie, apuntan tanto a advertir sobre el quiebre del sentido que sobreviene a los contextos de experiencias límite de violencia como a pensar en la búsqueda de prácticas del lenguaje –producción y escucha– capaces de atender a dichas rupturas. El breve recuento, además del perdido arte de narrar en Benjamin, da cuenta de cómo el arte –buena parte de los argumentos de Acosta, Adorno, Martin, Richard y Steiner se construyen a partir de referencias directas a manifestaciones artísticas–, gracias a la exploración de lenguajes y a los múltiples mecanismos de producción de sentido, opera como vehículo habilitado para atender y hacer audibles los quiebres, las ausencias y los vacíos. De manera explícita, Jacques Rancière (2013) había reaccionado ya en estos términos al díctum adorniano:

Hay que invertir, entonces, la por demás célebre frase de Adorno que decretaba la imposibilidad del arte después de Auschwitz. Es lo contrario lo que es verdadero: después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz, solo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver algo invisible, a través de la potencia regulada de las palabras y de las imágenes, juntas o disjuntas, porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano. (2013, p. 47)

Tipologías del silencio: hacia una desambiguación del silencio en relación con la experiencia del daño

A partir de las posibilidades de significación del silencio en relación con la experiencia del daño, diversos autores se han aproximado a una desambiguación del silencio por medio de la formulación de tipologías que intentan delimitar diferentes alcances de la ausencia de palabra en el marco de la violencia política. Estos esfuerzos clasificatorios apuntan a describir escenarios de aparición del silencio y su relación con los agentes que lo experimentan o lo imponen –víctimas, perpetradores, terceras figuras–, así como con la intencionalidad misma del callar o del silenciar, entre otras prácticas o condiciones. A continuación, se presentan las propuestas tipológicas que desde la sociología y la filosofía política han emprendido autores como Rigoberto Reyes Sánchez (2017), David Le Breton (2016), Carlos Thiebaut (2017), Wolfgang Heuer (2017) y Alfredo Fierro (1992). Cabe aclarar, no obstante, que la idea de una desambiguación no pretende de manera alguna eliminar la ambigüedad inherente al fenómeno del silencio, razón por la cual no es posible identificar correspondencias exactas al cruzar las tipologías. De igual forma, vale la pena mencionar que, si bien algunos de los autores proponen rangos más amplios de significaciones para el silencio, se incluyen en esta aproximación únicamente aquellas vinculadas con el ámbito de lo político y la experiencia del daño.

Tal vez el autor que plantea la tipología más general del silencio en relación con el daño es Rigoberto Reyes Sánchez en su trabajo “Enmudecer, acallar, guardar. Violencia y silencio en el México contemporáneo”, en el que busca aproximarse al silencio de los cuerpos con el fin de “contribuir a comprender de otro modo tanto las dinámicas de las distintas expresiones de violencia como las formas de insubordinación y resistencia que surgen contra ellas” (2017, p. 259). En la medida en que, dice Reyes, el silencio absoluto se presenta únicamente en el cuerpo muerto, prefiere hablar de “tonos y acentos afectivo-políticos del silencio” para referirse a lo que les sucede a los cuerpos vivientes (p. 261). Su énfasis en trabajar el silencio de los cuerpos –o en los cuerpos– reduce, en cierta medida, las posibilidades del silencio a quienes lo padecen, excepto en las dos manifestaciones que desarrolla en la última tonalidad, en la que incluye las voces de terceros –poeta y sociedad–. A pesar de esta focalización, las categorías sugeridas por Reyes constituyen una importante aproximación para la comprensión de que los silencios de la víctima abarcan diversos ámbitos, relacionados principalmente con los motivos que los generan, así como con quién los impone o con el marco en que se producen. Entre estos, como se observa a continuación, se encuentran el acallamiento, el silenciamiento y el guardar silencio.14

Figura 1. Tonalidades afectivo-políticas del silencio

Fuente: Elaboración propia con base en Reyes Sánchez (2017).

El desarrollo de lo que Reyes denomina silencio poético podría entenderse desde dos perspectivas: de un lado, como el trabajo que debe hacer el poeta al intentar nombrar el mundo con las ruinas del lenguaje, “usar el lenguaje de un modo distinto al de los perpetradores”, como lo hizo Paul Celan, y que alude, como se mencionó arriba, a los riesgos del uso de la lengua alemana advertidos por Adorno (Martin, 2011, p. 66) o a lo ocurrido en Chile, de acuerdo con Richard (2007, p. 113); de otro, más que un silencio poético, sería más preciso hablar del silencio del poeta, pues Reyes (2017) se refiere al caso del poeta mexicano Javier Sicilia, quien, tras enterarse del asesinato de su hijo, escribió un último poema15 y abandonó el oficio, a manera de protesta política contra la violencia (pp. 280-281).

Desde una perspectiva sociológica, David Le Breton elabora un amplio estudio del silencio y dedica uno de sus capítulos a lo que denomina como las políticas del silencio, donde se centra en las manifestaciones del silencio impuesto por la violencia, aquel que, dice, destruye el vínculo social. Si bien en esas páginas incluye una variedad de apariciones, no todas están relacionadas en forma directa con el problema de esta investigación, por lo que –como se detalla en el diagrama a continuación– se presentan únicamente las que resultan pertinentes para el diálogo con la experiencia del daño (ver figura 2).

Sin que la propuesta de Le Breton esté organizada con relación al agente que produce o experimenta el silencio, es claro que las categorías de oposición y mutismo se configuran como espacios del silencio como una forma de respuesta, mientras que la categoría de reducir al silencio