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Hacía tres años que Sanchia no lo veía. Sin embargo, Caid Hunter aún tenía el poder de dejarla sin aliento, pero él reaccionaba ante ella con un férreo control... nacido de la época en que Sanchia huyó de su lado por el temor que le producía ser incapaz de liberar la pasión que despertaba en ella. Pero Sanchia sabía que en aquella ocasión no habría escapatoria. ¡Caid erosionaría sus defensas hasta lograr desvelar el terrible secreto que contenía la llave para abrir su corazón!
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Seitenzahl: 202
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Robyn Donald
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin ambición, n.º 1217 - noviembre 2015
Título original: Sanchia’s Secret
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7334-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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CÓMO que no vende? ¿Por qué? –rugió Caid Hunter junto al teléfono. De pie, apoyado contra su escritorio, miró sin ver las torres gemelas que dominaban el distrito empresarial de Kuala Lumpur.
–No sé. Su carta solo decía que Waiora Bay no está en venta –el director de la sucursal en Nueva Zelanda parecía sorprendido; su jefe no solía reaccionar de forma tan exagerada ante los contratiempos.
Recurriendo a la fría inteligencia con que había logrado ganarse el respeto de los empresarios principales de la costa del Pacífico, Caid reprimió su enfado y se inclinó para pulsar dos teclas de su ordenador.
–¿Cuánto tiempo ha pasado desde que murió su tía? ¿Dos meses? –preguntó tras consultar su agenda en la pantalla.
–Asistí al funeral de la señora Tregear el veintiocho de septiembre, así que un poco más. Pero la señorita Smith deja muy claro en la carta que no piensa vender. Si quieres, te la envío por fax.
Una ardiente urgencia agitó los sentidos de Caid mientras visualizaba la terca barbilla de Sanchia Smith, su pelo negro sobre sus pálidos hombros, y un cuerpo que, de una navidad a otra, había pasado de ser larguirucho y desgarbado a elegante y seductor.
Una chica que lo había besado como un ángel pecador para luego quedarse helada entre sus brazos.
Necesitó hacer un esfuerzo titánico para hacer regresar sus recuerdos al pasado, donde debían estar.
–No hace falta. Me ocuparé de ello cuando vuelva.
Colgó el auricular y volvió a mirar por los ventanales del despacho. Probablemente, Sanchia esperaba una oferta mejor. Caid sonrió. Cuando averiguara que no iba a sacarle un centavo más de lo que valía su propiedad, ¿centellearían sus apasionados ojos verdes?, ¿se tensaría en un gesto de rabia su boca carnosa y sensual?
Sanchia entrecerró los ojos contra el intenso sol de enero mientras esquivaba los baches de la carretera de Waiora Bay.
Medio kilómetro después, llegando a los límites de las tierras de Caid Hunter, la grava y los baches daban paso a una carretera bien asfaltada. En la explotación de ganado de Caid, todo destilaba buena administración y grandes sumas de dinero.
Sanchia relajó sus tensas articulaciones. Desde el funeral de su tía abuela, Kate había hecho varias veces el viaje de cuatro horas de Auckland a Waiora Bay, de manera que la soledad no era nada nuevo para ella, y tampoco la aprensión que se iba acumulando en su interior según se acercaba. Siempre temía que Caid Hunter estuviera allí.
Cosa que era pura paranoia; después de lo sucedido tres años atrás, lo más probable era que Caid no quisiera verla, de manera que no había motivo para esperar que estuviera por allí.
Y Sanchia no tenía intención de volver después de pasar sus últimas vacaciones en Bay.
Tal vez debería haber cedido a su primer impulso de ir allí a pasar las navidades, pero sus amigas la convencieron para que se quedara en Auckland durante las fiestas.
–Aunque comprendo perfectamente por qué quieres ir –dijo una de ellas mientras miraba embobada un programa de televisión sobre hombres de negocios de altos vuelos–. Yo iría volando si tuviera un vecino como Caid Hunter –se abanicó vigorosamente con un periódico–. ¡Menudo ejemplar! Juraría que a la entrevistadora se le han nublado las lentillas cuando le ha sonreído.. ¿Es tan sexy como parece?
La risa de Sanchia sonó bastante poco convincente, pero ninguna de sus amigas pareció darse cuenta de ello.
–Aún más.
–Seguro que no para de quitarse mujeres de encima.
–Así es.
Todos los veranos, las chicas revoloteaban en torno a Caid, preciosas criaturas seguras de sí mismas con bonitas risas, rostros y cuerpos. Sin poder evitarlo, Sanchia bajó la mirada hacia las delicadas curvas que ocultaba su blusa. ¡Cómo envidiaba a aquellas chicas y sus voluptuosos pechos! Y la confianza que mostraban en su sexualidad.
Su compañera de piso suspiró.
–Sí, casi podía verse la testosterona circulando por sus venas. No es justo que un hombre lo tenga todo; una indecente cantidad de dinero, un rostro lo suficientemente atractivo como para que la boca se te haga agua, y un cerebro brillante para los negocios –caminó sensualmente por la habitación agitando su pelo como si estuviera haciendo un anuncio de un champú–. Además, fue capaz de tomar las riendas de la empresa Hunter cuando apenas era un muchacho hasta convertirla en uno de los negocios más florecientes del mundo. ¿Dónde vive ese hombre increíble? Puede que decida ir a buscarlo.
Rose, la dueña de la casa, rio.
–¿No han dicho que reside en Australia?
Sanchia se encogió de hombros.
–Tiene casas por todo el mundo.
–Creo que podría aguantar sin problemas a un hombre con casas por todo el mundo –decidió Jane generosamente–. Y me gusta que Caid Hunter tuviera que luchar para volver a poner en pie la empresa de su padre. No me gustan los herederos mimados. ¡Me encantan los hombres poderosos y dinámicos!
–No creo que nunca lo mimaran –dijo Sanchia en tono irónico.
–Debe tener algún defecto –dijo Jane, frunciendo el ceño–. ¿Hace trampas jugando al Monopoly?
–Nunca he jugado al Monopoly con él –replicó Sanchia. Habían jugado por apuestas mucho más peligrosas–. Nos saludábamos cuando nos veíamos en la playa, y su madre solía invitarnos a cenar cada vez que íbamos de vacaciones, pero los Hunter estaban más allá de nuestras posibilidades.
Hasta el verano en que ella terminó sus estudios universitarios...
–¿Es probable que esté en Bay? –preguntó Rose.
El estómago de Sanchia volvió a encogerse.
–Posiblemente.
–Y si no está, ¿te importará estar allí sola y sin teléfono?
–No estaré sola –dos interrogantes miradas persuadieron a Sanchia para que se explayara–. El encargado de la hacienda y el vigilante viven cerca. No os preocupéis por mí. Estaré bien. Solo quiero pasar allí unas últimas vacaciones, eso es todo.
–¿Una especie de peregrinaje? –preguntó Rose.
–Exacto –respondió Sanchia, agradecida. Un peregrinaje para despedirse en privado y para siempre de su tía abuela Kate, la única persona del mundo que la había querido incondicionalmente.
Y un peregrinaje para dejar definitivamente zanjada la aventura amorosa que en realidad nunca llegó a tener.
De manera que, en aquellos momentos, su viejo coche abandonó la suave carretera de los dominios de Caid para empezar a descender la colina entre arbustos y helechos hacia la pequeña casa que siempre había considerado su único hogar verdadero.
Finalmente, con un suspiro de alivio, detuvo el coche. Pequeña, inquebrantable, exhibiendo sus ochenta años con garbo, la casita contrastaba descaradamente con la opulenta mansión que se erguía en la ladera oeste. A pesar de sí misma, Sanchia sintió que su corazón latía más deprisa.
–Estuviste enamorada de él siendo una adolescente, pero ya lo has superado –se dijo en voz alta con firmeza y apartó la mirada de los árboles que rodeaban la mansión Hunter.
Aunque sus compañeras de piso sintieran admiración por un hombre capaz de sobrevivir y triunfar en el duro mundo de los negocios, ella sabía que los hombres así eran peligrosos. Caid Hunter quería hacerse con Waiora Bay, y tenía el poder y los recursos suficientes como para oponerse a los planes que su tía abuela Kate quería para su tierra.
Tratando de ignorar el vacío que sentía en su interior, Sanchia apagó el motor del coche y permaneció un momento sentada, dejando que sus cansados ojos disfrutaran con el paisaje que se extendía ante ella.
Unos enormes árboles de fruto rojo se extendían entre un césped recién cortado, cosa que debía agradecer a Will Spence, el vigilante de los Hunter, y el brillante mar. Bajo el intenso sol, la arena brillaba, incandescente y blanca.
Con las lágrimas atenazándole la garganta, Sanchia abrió la puerta del coche. Sabía que acabaría por recordar los viejos tiempos sin pesar, pero sospechaba que no iba a suceder de la mañana a la noche.
Respiró profundamente para alejar las lágrimas y salió del coche.
El intenso calor la golpeó de lleno en el pecho, dejándola momentáneamente sin aliento. En pocos segundos, la camiseta que llevaba puesta se pegó a sus pechos y a su espalda debido al sudor. Tras tirar de la tela, aceptó los pródigos rayos del sol en sus hombros y cabeza y se dispuso a abrir el maletero del coche. Al tocar el metal, retiró bruscamente la mano a la vez que daba un grito.
–¿Qué diablos...? –preguntó una voz enérgica y áspera a sus espaldas.
Unas fuertes manos la apartaron del coche y Caid Hunter interpuso su cuerpo grande y ágil entre ella y el vehículo en un movimiento tan inesperado como protector
–¿Qué ha pasado? –preguntó mientras alzaba la mano de Sanchia para examinarla.
La aprensión que Sanchia había sentido durante las pasadas semanas, sobre todo desde que había recibido la oferta de Caid para comprarle las tierras de su tía abuela, se expandió hasta convertirse en un iceberg. Fue incapaz de pronunciar palabra mientras miraba sus ojos, de un intenso azul cobalto.
Caid frunció el ceño.
–¿Te has quemado?
Sanchia negó con la cabeza.
Los antepasados de la madre de Caid eran griegos, y este parecía haber heredado de sus dioses su atractivo y su oscura aura de poder. Durante su adolescencia, Sanchia solía observarlo con auténtica fascinación, y fantaseaba sobre él sin apuros porque era inalcanzable.
Pero tres años atrás había chocado contra la diferencia entre las fantasías románticas y la realidad. Desde entonces, solo lo había visto en fotos o en la televisión, normalmente con alguna belleza colgada de su brazo.
Aunque aún la dejaba sin aliento, alzó la barbilla y se enfrentó a su mirada. Caid Hunter podía poseer belleza y poder, pero para ella no era más que un obstáculo.
No, no «un» obstáculo, sino «el» obstáculo; la única persona que se interponía entre ella y los deseos de su tía abuela.
–Si no te ha pasado nada, ¿por qué has gritado? –insistió él.
–Estoy perfectamente –replicó Sanchia–. Ya puedes soltarme.
Caid la miró, sonrió y le soltó la mano.
–Ya te he soltado –dijo en tono lacónico–. Puedes relajarte.
Sanchia se fijó en el pulso que latía con fuerza en la columna de su cuello, en la ligera capa de sudor que cubría su piel morena.
Su corazón latió más deprisa, y se alegró de llevar puestas las gafas de sol. En un tono de voz más grave de lo normal, dijo:
–El coche me ha dado un susto.
Caid miró el coche.
–¿Qué le sucede?
–No es el coche. Soy yo. A veces suele darme una especie de descarga eléctrica cuando salgo y lo toco. Creo que tiene algo que ver con la electricidad del cuerpo. Estoy en una longitud de onda diferente a la de los coches, y me lo hacen saber.
Caid era demasiado sofisticado como para mirarla con descaro de arriba abajo, pero su preciosa boca se curvó satíricamente.
–Eso debe hacer que la vida resulte más interesante.
Aquella sonrisa hizo que Sanchia perdiera la poca compostura que le quedaba.
–Más bien electrizante –dijo, despreciándose por su total falta de calma–. No esperaba verte por aquí. ¿Cómo estás... –dudó un segundo antes de concluir–... ahora?
–Estoy bien, Sanchia –un inconfundible tono burlón matizó las palabras de Caid–. ¿Y tú? –en esa ocasión, sus ojos azules la miraron de arriba abajo.
Aterrorizada y a la vez estimulada, Sanchia lamentó no llevar unos vaqueros en lugar de los pantalones cortos que había decidido ponerse para el viaje.
–Estoy muy bien, gracias –contestó, en un tono deliberadamente formal.
–Lamenté mucho la muerte la muerte de tu tía abuela.
La voz grave y sensual del Caid sonó realmente sincera. Los Hunter habían sido muy amables; su madre envió unas flores con una nota que hizo llorar a Sanchia, Caid le escribió una breve pero genuina carta de condolencia, y el director de su empresa en Auckland asistió al funeral.
–Se fue como habría elegido hacerlo.
–Morir en paz durante el sueño la noche en que cumples ochenta años es la forma en que todos elegiríamos morir –dijo Caid–. Pero es duro para los que quedan atrás.
–Yo estoy bien –dijo Sanchia, como si a base de repetirlo a menudo fuera a ser cierto.
–El dolor es intenso, pero acaba siendo soportable –tras una pausa, Caid añadió–. Así que aquí estás, Sanchia, crecida y más encantadora que nunca.
Una vez más, dejó vagar su mirada por el cuerpo de Sanchia, y ella sintió una mezcla de hielo y fuego recorriéndola entera.
Aparte de una buena piel, unas largas piernas y unos ojos grandes y verdes enmarcados por unas pestañas largas y negras, Sanchia sabía que no era ninguna belleza, de manera que el interés que reflejaban los ojos de Caid tenía que ser falso. Aunque él no podía adivinar los dardos de excitación que la estaban atravesando, sí era consciente del efecto que ejercía sobre el sexo opuesto. Aquello era patente en su postura, imponente y confiada, en la sonrisa de su boca, en la diversión que brillaba en el fondo de sus ojos azules.
–Tú también –replicó con dulzura–. Me refiero a que también has crecido. Y muy bien, por cierto. Tú madre debe de estar muy orgullosa.
–Las madres suelen enorgullecerse de sus hijos –la mirada de Caid se oscureció al ver que Sanchia se retraía–. ¿Qué he dicho?
Aquel hombre veía demasiado. Sanchia bajó la mirada y habló en un tono burlonamente inocente.
–Simplemente que las madres se enorgullecen de sus hijos. Estoy de acuerdo.
La expresión de Caid se endureció.
–¿Sabías que al hablar en ese tono burlón tu boca hace un mohín muy seductor? ¿Por qué te has retraído cuando he dicho eso? ¿Acaso tu madre no estaba orgullosa de ti?
En una acción refleja tan automática como la emoción que la había causado, Sanchia tensó la espalda.
–Murió antes de que yo pudiera interesarme en algo más que en su amor.
Caid asintió lentamente y decidió dejar el tema, aunque ella intuyó que volvería a sacarlo. Se volvió hacia el maletero del coche y preguntó:
–¿Puedo ayudarte a llevar dentro el equipaje?
Sanchia sonrió.
–No te molestes, Caid; no voy a venderte Waiora Bay.
Se produjo un momento de silencio. Caid le dedicó una mirada tan letal como el filo de una espada. A pesar del escalofrío que la recorrió, Sanchia añadió:
–Ni ahora, ni nunca.
–¿Por qué no?
Sanchia reprimió las palabras que tenía en la punta de la lengua.
–Por que no está en venta –contestó en tono inflexible.
–Te he hecho una oferta justa. No pienso subirla –la voz de Caid hizo que a Sanchia se le erizara el vello de la nuca.
–Da lo mismo que la subas o no. No quiero que esta preciosa bahía sea divida para que la gente rica pueda construir ostentosas casas que solo utilizarán un par de semanas al año.
–Mi madre y yo pasamos más de dos semanas al año aquí.
Sanchia se ruborizó.
–Lo sé. No me refería a...
Caid la interrumpió.
–No importa. No tengo intención de urbanizar la bahía.
–No vas a urbanizarla porque yo no voy a vendértela.
–¿Planeas quedarte a vivir aquí? –Caid dedicó una penetrante mirada a las cajas de cartón que había en el asiento trasero del coche.
–Trabajo en Auckland –replicó Sanchia con toda la claridad que pudo–. Solo he venido de vacaciones.
–¿Por qué no olvidamos que hace tres años quise hacer el amor contigo y huiste como si hubieras descubierto de pronto que querías acostarte con un hombre lobo? –el tono de Caid ejerció un efecto inmediatamente erótico en Sanchia–. Tu carta dejó bien claro que no querías seguir por aquel camino. Aquello pasó y no te guardo ningún rencor. ¿Qué te parece si empezamos de cero? –preguntó a la vez que alargaba una mano hacia ella.
Aunque Sanchia siempre había sabido que solo fue una diversión pasajera para Caid, el hecho de que este aceptara su repentina decisión de marcharse destrozó una parte muy vulnerable de sí misma. Durante casi un año esperó que estuviera lo suficientemente interesado en ella como para seguirla. Pero no lo hizo.
Sin embargo, aquello era diferente; aquello era un asunto de negocios, y Caid quería algo más que su cuerpo.
Reacia, aceptó su mano. El contacto con aquellos dedos largos y poderosos le produjo una descarga que alcanzó los lugares más secretos de su cuerpo.
«¡Maldición!», pensó, frenética. Estaba volviendo a suceder, y a pesar de que sabía que la respuesta de su cuerpo solo era un sendero hacia la desilusión, no pudo controlarla.
Cuando Caid le soltó la mano, se sintió a la vez liberada y abandonada.
Sanchia lo miró a los ojos y vio que los tenía posados en sus labios.
–Tengo el extraño deseo de oírte decir mi nombre –murmuró Caid, y de inmediato se preguntó qué diablos le estaba pasando.
Pero en realidad sabía muy bien lo que le estaba pasando. En el momento en que había visto las magníficas y largas piernas de Sanchia, se había visto consumido por un deseo tan brutal que apenas había podido contenerse.
¿Y por qué no se quitaba las gafas? Ocultando aquellos ojos verdes, los lentes oscuros le hacían concentrar la atención en su boca carnosa y sensual.
¿A qué sabría? ¿A qué sabría ella? Esforzándose por contener la necesidad que amenazaba con anular su inteligencia en una avalancha de lujuria, esperó su respuesta.
Y esta llegó con una irritante dignidad que debería haber bastado para apagar el calor acumulado entre sus ingles.
–Caid –dijo Sanchia con frialdad–. ¿Satisfecho?
–No, pero me conformaré con tu firma en un contrato de opción a compra –replicó él, mirándola intensamente.
La tentadora boca de Sanchia se tensó en una mueca de duda.
Cínicamente consciente de que se había expuesto a un intento de extorsión, Caid esperó. Sería interesante comprobar qué haría Sanchia si le ofrecía una buena cantidad de dinero en aquel mismo momento.
–Te pagaría por ello, por supuesto –añadió.
Sanchia alzó levemente la barbilla.
–¿Qué se suele pagar por un contrato de opción a compra?
Un dólar.
Negligentemente, en tono despreocupado, Caid mencionó una cantidad de dinero suficiente como para producirle un sobresalto.
Shantia volvió la cabeza hacia el mar. Tenía un atractivo perfil, no exactamente bello, ni siquiera bonito, aunque sus rasgos eran refinados y equilibrados. A Caid siempre le habían gustado las mujeres serenas, contenidas, pero lo que activaba sus hormonas cuando miraba a Sanchia Smith era la pasión reprimida que sabía que existía bajo aquella reserva.
Con su pelo negro, su piel traslúcida y una boca que le hacía evocar fantasías prohibidas, siempre le había parecido una mujer peligrosamente exótica de algún antiguo cuento de hadas.
Caid se encontró preguntándose si aún sería virgen. No era probable, pero, ¿qué más le daba? Nunca había exigido que sus amantes fueran vírgenes.
¿Pero en qué diablos estaba pensando? ¡Aquello era un asunto de negocios, no de sexo!
–Eso es un montón de dinero por nada –dijo Sanchia finalmente–. Firmaré si eso te hace feliz, pero no voy a vender.
Algo en su tono, en sus hombros, en su barbilla, recordó a Caid a la adolescente que tan poco caso le hizo en el pasado. Una fantasía a todo color de Sanchia haciéndole feliz en la cama bloqueó por unos momentos su proceso mental. Enfadado por el esfuerzo que le costó recuperar el control, dijo en tono seco:
–Piénsalo bien antes de tomar una decisión.
–No necesito pensarlo, porque la decisión ya está tomada.
Sanchia lo miró y su expresión reveló claramente que estaba esperando a que se fuera.
–Traeré los papeles esta tarde –dijo Caid.
–¿Acaso sueles viajar con esa clase de contratos encima? –preguntó ella en tono irónico–. Por si no lo recuerdas, estamos en periodo de vacaciones y todos los abogados de Nueva Zelanda estarán en la playa hasta mediados de enero.
–Siempre llevo esos contratos conmigo –contestó Caid, y antes de volverse, añadió–: Nos vemos esta tarde.
SANCHIA permaneció inmóvil hasta que Caid desapareció de su vista. Luego, suspiró.
Habría sido mucho esperar que sus visitas a la bahía no hubieran coincidido.
Sacó la primera caja del coche pensando que le había bastado con mirar una sola vez a Caid para revivir de inmediato la peligrosa mezcla de deseo, anhelo y abyecto terror que ya creía superada.
Mientras llevaba la caja a la casa, pensó que en aquellos momentos era más capaz de enfrentarse a aquellos sentimientos que tres años atrás.
Una oleada de aire caliente y viciado la recibió al abrir la puerta. ¿La desearía aún Caid? Su boca se curvó sarcásticamente. ¿Por qué iba a hacerlo si podía elegir las mujeres más bellas y sofisticadas del mundo? Sin duda, se había tomado su tiempo para mirarla, pero eso no significaba nada.
¿Se estaría vengando? Era de suponer que muy pocas mujeres le habrían dicho «no» a Caid Hunter.
Tras dejar la caja en la encimera de la cocina, encendió el gas para tener agua caliente y luego abrió las puertas que daban a la parte trasera de la casa. Una oleada de aire fresco y salado barrió enseguida el olor a cerrado.
Miró de frente, pero al cabo de unos momentos notó que había desviado la mirada hacia la casa de los Hunter. Girando un poco más el cuello, pudo ver el borde de la amplia terraza que daba al mar.
Nada había cambiado; aún respondía a la poderosa presencia de Caid con el aplomo y el control de un niño en una heladería.
–¿Y qué haces aquí pensando en él? –preguntó en voz alta antes de volver al interior.
Tras sacar todo el equipaje, quitar el polvo a la casa y ducharse, se preparó un sándwich vegetal y un café.
Solo entonces se sintió capaz de salir al amplio porche de madera de la casa, cruzar la extensión de césped y acercarse a la densa sombra de los árboles pohutukawa.
Se detuvo junto al que Caid la besó por primera vez.
Un intenso dolor se agitó en su interior. Apoyó la frente contra la corteza del árbol para sentir la fuerza de su savia ascendiendo el tronco. ¿Cuántas veces había visto a su tía abuela haciendo aquello para extraer la fuerza de un árbol?
Apretó la mandíbula y se recordó que estaba allí para cumplir la misión que le había encargado Kate. Giró sobre sí misma y se encaminó hacia la empinada colina que había tras la bahía.
Otro antiguo pohutukawa marcaba la frontera entre la tierra de su tía abuela y la propiedad de los Hunter. Cada invierno, miles de mariposas monarca volaban hasta aquel árbol para refugiarse entre sus ramas y beber del riachuelo cercano.
Aún quedaban algunas. El color naranja y negro de sus alas punteaba los tonos verdes del árbol. Sanchia permaneció un buen rato contemplando la escena, recordando.