Sinatra, de aquí a la eternidad - JUANITA y JARAMILLO, MARIO SAMPER OSPINA - E-Book

Sinatra, de aquí a la eternidad E-Book

JUANITA y JARAMILLO, MARIO SAMPER OSPINA

0,0

Beschreibung

La 'sinatramanía', fenómeno frenético entre las mujeres de la época de la posguerra, es relatado con chispa e ingenio en este libro escrito a cuatro manos por la periodista Juanita Samper Ospina y el escritor Mario Jaramillo. Hábil y detalladamente asumieron el reto de resumir este movimiento cultural, que comenzó hace exactamente 80 años, sin dejar por fuera un solo resquicio de la vida y la influencia artística de una de las figuras más importantes de la escena musical de todos los tiempos, Frank Sinatra. Desde su debut en la industria del disco, pasando por su trayectoria cinematográfica, hasta su supuesto vínculo con la Cosa Nostra (la mafia norteamericana) y sus dotes de donjuán son reconstruidos en este relato que sumerge al lector en una acompasada biografía del más legendario artista de Estados Unidos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 292

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

 

Sinatra, de aquí a la eternidad

© 2022, Juanita Samper Ospina

Mario Jaramillo

© 2022, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, julio de 2022

Edición

Pilar Bolívar Carreño

Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación

Alexánder Cuéllar Burgos

Equipo editorial Intermedio Editores

Imagen de portada

iStockphoto

Intermedio Editores S.A.S.

Avenida Calle 26 No. 68B-70

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:

ISBN: 978-958-504-076-2

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Capítulo I. Sinatramanía

Capítulo II. Chico de barrio

Capítulo III. El zumbido de la música

Capítulo IV. Lío de rejas

Capítulo V. Entonación política

Capítulo VI. Los muchachos

Capítulo VII. La chispa de la vida

Capítulo VIII. De Frank a la eternidad

Capítulo IX. La famosa pandilla de ratas

Capítulo X. 36 tragos al día

Capítulo XI. Entre los Kennedy

Capítulo XII. La bomba rubia

Capítulo XIII. Hola, papá

Capítulo XIV. Mia mía

Capítulo XV. A Mia no le toman el pelo

Capítulo XVI. No, señor

Capítulo XVII. Adiós, Frank

Capítulo XVIII.Omelette con tomate

Capítulo XIX. ¿Para qué sirve un destornillador?

Capítulo XX. Amén

Capítulo XXI. Estoy esperando a que termine su masaje

Capítulo XXII. El rey del entretenimiento mundial

Capítulo XXIII. Dejen a mamá en paz

Capítulo XXIV. La vida en piyama

Capítulo XXV.The end

Capítulo I.

Sinatramanía

Frank Sinatra vivió en los tiempos en que los aplausos eran de carne y hueso. Lejos de un celular por donde hoy se cuelan los youtubers, influencers o los videos de cantantes fugaces, la tarima era el lugar donde se probaba el talento y se jugaba la suerte. El espectáculo en vivo permitía errores incorregibles e improvisaciones temerarias. El público castigaba: al de turno no le quedaba más remedio que abandonar el escenario. Pero, si se lo ganaba, tocaba la gloria.

Fue lo que le sucedió a Frank Sinatra en aquel diciembre de 1942, hace ochenta años, cuando su vida cambió. Se disponía a presentarse en el teatro Paramount, tras salirse de la orquesta de Tommy Dorsey, de la que hacía parte. Iba a cantar en el imponente teatro de Nueva York. “Asomé la cabeza y un pie por las cortinas de organdí y… ¡me congelé! Las chicas soltaron el alarido más alto que usted se imagine. No podía mover ni un músculo; estaba más nervioso que quién sabe qué”, recordó después.

Sinatra ni siquiera era la estrella de la noche. Lo habían contratado como una atracción añadida a la inauguración del espectáculo de Benny Goodman, un músico consagrado que ya llevaba una hora de concierto. “Benny, que tampoco había oído un griterío igual, se congeló también y levantó luego los brazos al ritmo de la música” contó Sinatra. “Se volteó por encima del hombro y preguntó: ‘¿Qué diablos fue eso?’. De alguna manera así rompió la tensión y yo no pude parar de reírme durante los tres primeros números”. Sin dejar la sonrisa, corrió hasta el micrófono y empezó a cantar For Me and My Gal (Por mi chica y por mí).

No era para menos: había nacido la Sinatramanía.

Las miles de adolescentes que estaban enloquecidas dentro del recinto resultaron un espectáculo paralelo. Ellas contaron con suerte porque pudieron entrar al teatro durante las semanas que duró la temporada, pero otras tantas que no lograron acceder se encargaron de delirar por las calles de la ciudad. Eran las bobby-soxers —denominadas de tal manera por llevar medias hasta los tobillos y zapatos planos bicolor, según dictaba la moda—, que se desmelenaban ante el atractivo de Sinatra.

Empezaron a aparecer frases escritas con pintalabios de todos los colores sobre paredes: “Te amo, Frankie”. Mujeres de diversos lugares del mundo no dejaron de repetirle lo mismo. Para ellas, el joven de sensuales ojos azules, de mirada directa, que cantaba melodiosamente, dejó de ser ese día Frank para convertirse en Frankie. Treinta años después, en un concierto en el Madison Square Garden, esas mismas seguidoras, ya de mediana edad, seguirían confesando su amor con las mismas palabras.

El espectáculo, que continuó durante dos meses, reunió cada vez más fanáticas que se mostraban aún más enloquecidas. Muchas bailaban, todas gritaban y algunas se desmayaban: eran las conocidas como swooners, algo así como “desmayadoras”. El término viene del nombre que se daba a ciertos intérpretes de baladas populares (crooners), como Bing Crosby, mezclado con el verbo to swoon, desmayar, y aludía al efecto emocional tan fuerte que provocaban algunos cantantes y que conducían al desvanecimiento de sus seguidoras. Y Sinatra demostró provocar ese choque contundente en decenas de ellas. Tampoco faltaban las que lo perseguían con la esperanza de conseguir fragmentos de su ropa: una camisa, un corbatín, una mancorna, un botón… lo que fuera. Ellas, por su parte, eran desprendidas: le tiraban brasieres y besos, y le dejaban todo tipo de mensajes de amor escritos con pintalabios en las paredes, los espejos y los corredores. Hacían cola durante horas; llegaban a pasar la noche junto a la puerta a la espera de que abrieran. Frank, agradecido con tanto aguante, les enviaba sánduches que a ellas les sabían a gloria.

El desenfreno que causó Sinatra sin la orquesta llevó a un cambio de agente: George Evans pasó a encargarse de la imagen y las relaciones públicas del cantante. Una rosa le indicó lo que debía hacer. Fue una rosa que una seguidora de Sinatra le tiró al cantante, mientras otra suspiraba a su lado. “Pensé que si metía en el teatro a un grupo de niñas que suspiraran y dijeran ‘Oh, Frankie’, habría conseguido algo importante”, contaría Evans después. Contrató, pues, a una docena para que, camufladas, se mostraran eufóricas dentro del público e incluso se desmayaran.

Evans era un hombre audaz, de unos cuarenta años, que bautizó a Sinatra como “La Voz”, un mote que se hizo conocido en todo el mundo. También le dio indicaciones para ser aún más atractivo ante las chicas. Le dijo que cogiera el micrófono como si lo acariciara y montó una escena en la que cuando él cantaba “I’m not much to look at, nothing to see” (No soy mucho para ver, nada para mirar) de She´s Funny that Way (Ella es graciosa de esa manera), una de las niñas contratadas gritaba “Sí, Frankie, sí lo eres”. De la misma manera, en Embraceable You (Abrazable tú) debía extender los brazos al pronunciar la frase “Ven a donde papá, ven a donde papá”. Las chicas contestarían algo como “Oh, papi” y él murmuraría “¡Caramba, son muchas niñas para una sola persona!”.

Lo cierto es que doce jóvenes estaban contratadas, pero se desmayaron treinta. Y de ahí en adelante el fenómeno crecería. Las presentaciones de Sinatra en el Paramount se extendieron y la prensa registró el éxito.

La revista Life habló de la “proclamación de una nueva era” y la publicación Variety aseguró que era “la cosa más sexi de la industria del entretenimiento”. Metronome lo nombró como mejor vocalista masculino del país. Time dijo que “desde los días de Rodolfo Valentino las mujeres norteamericanas no mostraban de manera tan desvergonzada su amor hacia un artista”.

Martha Weinman Lear lo vivió en carne propia y lo recordó años después, en 1974, en The New York Times: “ ‘¡Frankie!’, le gritaba desde el balcón porque para conseguir sitio más cerca de la orquesta había que hacer fila desde el amanecer, y ¿quién podía explicarle a la mamá que se iba al colegio antes del amanecer?. ‘¡Frankie, te amo!’. Y ese glorioso espagueti con hombros allá abajo, alumbrado por los focos, nos hacía un gesto, nos dirigía una sonrisa o, como bono extra, un pequeño temblor del labio inferior. Yo llevaba binóculos para alcanzar a verlo. Y también estaba otra cosa: la voz tenía un truquito, ya sabes, una especie de deslizamiento que arrastraba al final de la nota. Nos volvía locas. Era una invitación a la histeria. Arrastraba la voz: ‘All... or nothing at all’ (“todo o nada”) y empezábamos a desmayarnos en todas partes: en los corredores, en los hombros de las demás, en los brazos de los policías, pobres hombres de azul. Adorábamos desmayarnos. Nos encerrábamos en cuartos cuyos papeles de colgadura de rosas cubríamos con fotos de La Voz para practicar los desmayos. Nos quitábamos los zapatos planos bicolores, poníamos sus discos y suspirábamos durante un rato. Cuando terminaba la canción nos tirábamos al suelo. Hacíamos eso a lo largo de una hora más o menos y después, antes de ir a comer a casa, falsificábamos notas de nuestros padres: ‘Por favor disculpen la ausencia de Martha ayer, que no pudo ir al colegio porque estaba enferma’ ”.

Llovieron las explicaciones. Algunos creían que eran cuestiones de la adolescencia. Otros lo achacaron al instinto maternal que despertaba ese ser delgado, suave, casi angelical. Decían que su manera de cantar se podía asemejar al llanto de un niño, al que cualquier mujer reaccionaba con proteccionismo. No faltó quien tildara la actitud como digna de fanatismo religioso. Para Weinman solo había una explicación: “Frankie era sexi. Era emocionante. Era increíble”.

El argumento del propio Sinatra fue sencillo. En plena época de la Segunda Guerra Mundial, un alto número de hombres norteamericanos estaba fuera del país. “Había mucha soledad”, dijo tiempo después. “Yo era el chico que estaba en todas las droguerías de la esquina y el chico que se había ido a la guerra”, sin haber ido. Frank había sido rechazado para prestar el servicio militar por un problema que tenía en un oído.

A partir de ese concierto de finales de 1942 arrancó una ola de éxitos para Sinatra que cubrió precisamente la época del conflicto mundial. La influencia internacional de los Estados Unidos se afianzó. Los soldados llevaron su música y costumbres más allá de las fronteras. Fueron, sin saberlo, los embajadores de Frank.

Y, de puertas para dentro, también se presentaba un panorama que ayudaba a subir a Sinatra a un escenario cada vez más alto. En medio de las tensiones que se vivían en el país, el entretenimiento era el único medio de desfogue. Había tanta necesidad de distracción que los teatros abrían a todas horas y la música en vivo constituía la mayor diversión.

El sentimiento, el romanticismo y las lágrimas eran los ingredientes preferidos del público, y Sinatra los servía en cada menú. No solo mediante su actitud y su figura, sino con las letras de las canciones que entonaba.

Según J. Randall Taraborelli, autor de una biografía del cantante, en una época en la que los padres de las chicas estaban en la guerra y ellas eran demasiado jóvenes para tener novio (no se usaba entonces antes de los quince años), Sinatra se convirtió en el hombre número uno de sus vidas. “Era la figura ideal de la fantasía: vulnerable, pero con cuerpo y sangre eróticos”.

Y, al mismo tiempo, inalcanzable. Sabían que era esposo y padre, y así lo aceptaban y querían. Era una apuesta segura. Sin embargo, su físico delgado y juvenil lo convertía en uno del grupo. Uno como ellas.

Era uno más, pero no como los demás. Ejercía un magnetismo especial. Un no-sé-qué que tuvo durante toda la vida.

Los ojos. La mirada de esos ojos azules hipnotizaba. Y tenía la habilidad de fijarse en alguien del público y hacerlo sentir que cantaba solo para él.

La sonrisa. “Esa sonrisa tímida y con cierto desdén, con un ligero temblor en la esquina de la boca, hace que las chicas jóvenes se desmayen y que el público mayor se deleite”, como la describió Harold Hobson, crítico de The Sunday Times de Londres.

La Voz. La voz emanaba algo de soledad, de orfandad, de abandono y fragilidad. Era un llamado de ayuda. Quería demostrar el sentimiento con ella y, como señaló un psicólogo de la época, desvestirse melódicamente hasta exponer el alma.

Y la actitud. Sinatra se mostraba amable y jovial. Atendió a todos los medios que Evans contactó para promocionarlo. Contestó entrevistas y posó para los fotógrafos.

En apenas unas semanas nacieron más de mil clubes de fanáticos a lo largo y ancho de Estados Unidos: el Club de la Luna de Sinatra, el Club de las Esclavas de Sinatra y el Club de las Chicas que Darían su Vida por Sinatra fueron algunos de ellos.

Pasó a ser un tipo muy conocido. Se destaparon detalles de su vida. Y Evans, agente dedicado, fabricó un perfil basado en la realidad pero con algunas modificaciones. Para empezar, le quitó dos años: dijo que había nacido en 1917 en lugar de 1915, con lo cual lo acercaba en edad a sus seguidoras. Ocultó sus malos resultados en el colegio y su desdén hacia las actividades extracurriculares y lo convirtió en un graduado con buenas calificaciones, jugador de fútbol y baloncesto, y miembro del coro. Lo mostró como reportero, cuando en realidad no había pasado de ser repartidor de periódicos. De sus padres, que eran inmigrantes, dijo que habían nacido en los Estados Unidos. A Dolly, su madre, la puso como enfermera de la Cruz Roja. En general, ofreció la imagen de Frankie como un niño que se crió en el vecindario de Hoboken, lleno de pandillas y peligro. Un hijo de la Gran Depresión que creció en la pobreza y austeridad, y que se esforzaba para salir adelante. Sinatra era la personificación del Sueño Americano.

La realidad era mucho más apasionante que ese perfil de cartón.

Capítulo II.

Chico de barrio

Un chorro de agua fría. Eso fue lo que salvó a Frank Sinatra, que estuvo a punto de morir cuando nació.

Fue una tarde de un domingo de invierno. El 12 de diciembre de 1915. El aire olía a carbón y hacía frío. En la cocina de un apartamento de Hoboken, pueblo de Nueva Jersey cercano a Nueva York, un grupo de mujeres rodeaba a una jovencita de 19 años que estaba a punto de dar a luz. Se quejaba y las demás revoloteaban sin saber bien qué hacer mientras esperaban al médico. Le pasaban una toalla por la frente; le cogían la mano. Finalmente, el doctor llegó a ese hogar de la calle Monroe. Supo que iba a ser un parto complicado. Abrió el maletín y sacó unos fórceps. Los utilizó para extraer al bebé. Lo logró con dificultad. Luego lo puso a un lado para atender a la madre que estaba medio inconsciente.

De pronto una señora se dio cuenta. El niño no reaccionaba. Lo alzó y, sin dudar, lo metió bajo la llave de agua helada. Frank Sinatra lloró y así empezó su vida. La heroína fue Rosa Garavanti. “Me dejaron a un lado para salvar la vida de mi madre”, contaría años después el cantante. “Mi abuela tuvo más sentido que cualquiera del cuarto. Siempre he bendecido ese momento en su honor porque, de otra manera, no estaría aquí”.

Fue la mamá de su mamá. La misma que, pocos años después, rezaría a todos los santos de su educación católica italiana para que su nieto no sufriera graves consecuencias de una operación en el hueso mastoideo. Para que no le diera meningitis, una complicación derivada de ese tipo de intervenciones. Se recuperó bien, aunque le quedó una cicatriz en el oído izquierdo. Y perdió audición: una paradoja en un cantante, que no afectó su carrera.

Los fórceps también le dejaron una marca en la oreja y la mejilla izquierdas que no le producía mayor inquietud. Alguna vez comentó que la gente le sugería que la escondiera, pero que él creía que no era preciso. “Eso es como es. ¿Para qué molestarme?”.

Los primeros minutos de vida de Frank Sinatra no fueron, pues, sencillos. Tampoco lo fue su infancia, que transcurrió en las calles de Hoboken. Un puerto sobre el río Hudson, cercano a la ciudad de Nueva Jersey y a un tiro de piedra de la de Nueva York. Ahora hace parte de los suburbios de Manhattan y es lugar de residencia de miles de oficinistas que trabajan en la capital del mundo. Las casas, nuevas o reformadas, cuestan casi tanto como las que quedan al otro lado, y los turistas se echan el paseo de quince minutos para ver el perfil de los edificios de la Gran Manzana. El cambio de Hoboken comenzó en la década de los sesenta; cuando Sinatra nació era otra historia.

Era un pueblo humilde, al que llegaron diferentes grupos de inmigrantes a partir de 1800, impulsados por las situaciones en sus lugares de origen y las posibilidades que ofrecía una zona inmersa en un proceso de industrialización, ávida de mano de obra. Algunos —suecos, ingleses, finlandeses— arribaron antes, en 1700. A mediados del siglo XIX el proceso fue más rápido porque, con canales y vías férreas a lo largo y ancho del estado, se montaron fábricas que trabajaban todo tipo de productos: vidrio, hierro, cuero, aceite, municiones, ropa, sombreros, sillas y otro mobiliario. En 1845 la gran hambruna de la papa indujo a miles de irlandeses a atravesar el océano y buscarse la vida en la costa este de los Estados Unidos. En 1848 fue el turno de los alemanes, expulsados por las dificultades provenientes de la revolución que buscaba la unificación de su patria y libertad política.

En 1861 un proyecto impulsado por Charles K. Landis abrió la puerta a los italianos. Construyó un pequeño pueblo —una aldea— con el propósito de crear una comunidad ideal en la que terminó viviendo un buen porcentaje de veteranos de Nueva Inglaterra. Necesitaba abrir espacios, talar árboles, ofrecer material a los nuevos habitantes. Landis consideraba que los italianos eran buenos trabajadores, así que repartió avisos en ciudades de la bota europea en los que prometía buen clima y buenas condiciones de trabajo. Muchos respondieron al llamado, aunque no encontraron tanta maravilla prometida. Dos de ellos fueron John y Rosa Sinatra, los abuelos de Frank. Salieron de Agrigento, en su querida Sicilia, y llegaron a Hoboken con un cargamento de ilusiones y su pequeño hijo, Anthony Martin.

No encontraron, precisamente, un paraíso. Los trabajos que, con dificultad, conseguían los italianos eran duros: barrenderos, basureros. Algunos montaron sus propios negocios de barbería, una tradición perdurable. Muchos regresaron a sus lugares de origen. Otros sobrevivieron con tenacidad.

John Sinatra, que no hablaba ni escribía en inglés, sostuvo su hogar a punta de fabricar lápices. Ganaba once dólares semanales en la Compañía Americana del Lápiz. Le sacó punta a la situación y comenzó a escribir la historia de uno de los más grandes cantantes que ha dado su país de adopción.

Cuando llegó a Hoboken (de la palabra indoamericana hobocan: pipa de tabaco), John lo encontró habitado por varios grupos étnicos: judíos, polacos, suecos, finlandeses, ingleses, escoceses, irlandeses, armenios, españoles, turcos, rusos, sirios, italianos... Los alemanes eran los extranjeros mejor situados. Muchos tenían estudios y contaban con periódicos en su idioma. Su reinado social duró hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y empezaron a ser mirados con suspicacia (varios fueron apresados tildados de espías). Subieron en la escala, entonces, los irlandeses, que, aunque no eran ricos, se habían organizado políticamente. Les seguían los italianos. Vivían en casas humildes y los miraban como si fueran inferiores intelectualmente, pero eran orgullosos. Se agruparon en un barrio, la Pequeña Italia, donde mantuvieron su propio respeto y educaron a sus hijos.

Aunque la vida no era un infierno, sí se presentaban enfrentamientos entre los jóvenes. “Fui criado en un territorio que alimentaba la delincuencia juvenil”, alguna vez comentó Frank y recordó que eran frecuentes las peleas entre pandillas. “Todos los muchachos cargaban tubos de metal, y no estaban preparándose para ser plomeros”, agregó con ironía.

Pero eso sería después. Antes tuvieron que conocerse Natalie Catherine Garavante y Anthony Martin. Dolly y Marty.

Dolly llegó a los Estados Unidos cuando tenía dos años, con sus padres, provenientes de Génova. Era una niña rubia, con ojos azules y piel muy blanca, a la que a veces confundían con una irlandesa. Marty también tenía los ojos azules, llevaba tatuajes y sufría problemas asmáticos. Y eran, digámoslo así, el agua y el aceite. Él era silencioso y reflexivo, mientras ella era extrovertida e impulsiva. Ella tenía las de ganar en las discusiones, no hay duda. Él era ambicioso, pero más fácil de tratar.

Las familias de las que provenían también eran muy distintas. La de Dolly había estudiado; eran litógrafos. Ella misma había tenido educación (hasta la primaria: tampoco era demasiado). La de Marty se había dedicado a cultivar uvas y era analfabeta. Además, no le gustaban los genoveses, a los que consideraba elitistas. Querían que su niño se casara con una siciliana, como debía ser. Su antipatía era correspondida: a la familia de Dolly tampoco les simpatizaban ellos. Estimaba que eran de una clase más baja.

Al principio esa reticencia caló en la relación de los jóvenes enamorados, pero poco después Dolly dio un paso adelante y presionó a su novio para que se casaran. Él no estaba seguro: quería darles un tiempo a sus padres para que asimilaran la situación. Ella no se rendía fácilmente y cuando alguien se oponía a sus deseos, más se empeñaba en conseguirlos. Dolly triunfó. ¡Y de qué manera!

La pareja se fugó y se casó a escondidas en el City Hall de la ciudad de Nueva Jersey. Y no pudo hacerlo en fecha más propicia: el 14 de febrero de 1913. Día de San Valentín.

Los padres, por supuesto, se molestaron mucho. Dolly accedió a presentarse ante el altar para no “vivir en pecado”, y eso ayudó a suavizar la situación. Pero el argumento definitivo llegó un año después, cuando quedó embarazada.

Los recién casados se acomodaron en un edificio de cuatro pisos en plena Pequeña Italia de Hoboken, exactamente en el número 415 de la calle Monroe, donde otros miembros de la familia también vivían. La construcción original ya no existe. Hoy en día se levanta allí una moderna estructura de ladrillo y de cinco alturas. A pie de calle, una placa grande con una estrella azul que luce un micrófono en el medio anuncia que en ese punto nació Francis Albert Sinatra.

Dolly quería una hija y había preparado su llegada con base en esa esperanza. “Había comprado una cantidad de ropa rosada cuando nació Frank”, contó años después. “No me importó. Lo vestí de rosa en todo caso. Después, mi madre le cosió vestidos Fauntleroy”. Era un tipo de prenda que estuvo de moda a finales del siglo XIX, que consistía en una chaqueta y unos pantalones hasta la rodilla, usualmente de terciopelo. La camisa solía tener cuellos grandes y sueltos que colgaban sobre los hombros. Lo más parecido a un pequeño muñeco de virrey.

Dolly esperaba, pues, una niña y tuvo un niño. Quiso, además, ponerle Martin y resultó bautizado como Frank. En varias biografías cuentan que hubo un malentendido. Si el nacimiento de Frank fue complicado, el bautizo no iba a ser más fácil. Los padrinos elegidos por los padres fueron Anna Gatto, una buena amiga de Dolly, y Frank Garrick, un trabajador del periódico Jersey Observer muy cercano a Marty: jugaban béisbol juntos y de vez en cuando bebían algunas copas. Era irlandés y su tío Thomas era capitán de la policía de Hoboken, lo que fascinaba a Dolly porque pensaba que de alguna manera beneficiaría a su hijo. El hecho es que Marty llevó al bebé de cuatro meses a la iglesia de St. Francis —la mamá no pudo asistir porque se estaba recuperando del parto— y se lo entregó a la madrina. Era el 2 de abril de 1916. El sacerdote le preguntó al padrino cuál sería el nombre del niño y este, que pensó que se refería al suyo, contestó: “Frank”. El cura, pues, lo bautizó Francis en lugar de Martin.

Marty no señaló el error en el momento y a Dolly no le importó cuando se enteró de la confusión poco después: lo tomó como un nexo más entre su hijo y el padrino irlandés. Le pusieron de manera no oficial el segundo nombre de Albert. En un certificado corregido, 23 años después, aparecía como Francis. A. Sinatre. Más errores. Sin embargo, la historia es justa: ahora nadie guarda dudas sobre quién era Frank Sinatra.

Resultó ser el hijo único de la pareja, que, tras el difícil nacimiento del niño, no pudo tener más.

Marty pasó por varios trabajos, en los que no duró mucho. Sabía, en todo caso, que siempre podía ir al pequeño mercado de su madre por comida. Fue boxeador, bajo el nombre de Marty O´Brien (adoptó el apellido irlandés de su agente porque le facilitaba entrenar en los gimnasios, que en esa época no abrían las puertas a todos los italianos), pero nunca ganó grandes combates.

Dolly, por su parte, muchas veces se presentó como la “señora O´Brien”, a sabiendas de que así parecía de mejor estatus. El físico le ayudaba. Tenía un don especial con los idiomas: entendía todos los dialectos italianos del barrio y, como es obvio, dominaba el inglés. No era extraño que los inmigrantes acudieran a ella para que les ayudara a entender las regulaciones locales. Se convirtió en una autoridad en el noveno distrito, algo que ninguna mujer había conseguido. La nombraron intérprete oficial de la Corte municipal. No se intimidaba ante los hombres ni ante funcionarios, curas o agentes. Así que los necesitados acudían a ella cuando requerían ayuda en cuestiones públicas. Y tampoco tenía pelos en la lengua. No solo decía las cosas como creía, sino que usaba un lenguaje poco fino. Las groserías eran parte de su léxico. Al mismo tiempo, era cariñosa: no pocos disfrutaron de su pasta y durante las fiestas preparaba un postre de masa frita con azúcar que les encanta a los italianos y lo distribuía entre los vecinos de la cuadra. Era una mujer divertida, que bailaba en todos los matrimonios.

Hasta mediados del siglo era común que los nacimientos fueran asistidos por parteras, y Dolly comenzó a trabajar como tal poco después de dar a luz a Frank. Aprendió con rapidez y pronto pudo recibir niños sola. Tiempo después practicaría abortos clandestinos; sobre todo a hijas de familias italianas avergonzadas por embarazos inesperados.

El mundo, por otro lado, estaba a punto de cambiar. El 2 de abril de 1917, el presidente Woodrow Wilson le declaró la guerra a Alemania. Cuando Frank daba sus primeros pasos, este hecho cambió la situación de todo el país, como es lógico, pero en Hoboken produjo un impacto categórico porque lo convirtió en el centro del movimiento de embarcaciones durante el conflicto. Llegaron tropas y la ciudad permaneció bajo control militar. Los soldados buscaban con resquemor simpatizantes alemanes.

Con todas sus actividades, Dolly necesitaba ayuda para criar al pequeño Frank. Y la tenía: su madre Rosa y sus tías Mary y Rosalie le echaban una mano. También lo cuidaba una mujer judía a la que él alguna vez se refirió como Mrs. Golden y a quien visitó hasta que murió en 1950.

El pequeño Frank entró a la escuela primaria y cuando terminaba la jornada pasaba la tarde con su abuela hasta que lo recogían por la noche.

En 1926 Marty se partió las muñecas y tuvo que dejar los combates. Con la economía familiar resentida, Dolly se vio obligada a trabajar los sábados en una heladería. Su madre le llevaba al pequeño, al que le daba todo el chocolate que quería. Luego, en muchas ocasiones, la abuela y el nieto iban al cine.

Marty no tardó demasiado en conseguir trabajo como calderero en el astillero, un oficio duro y mal pagado. La influencia de Dolly, entonces, se hizo palpable cuando le pidió al asistente del alcalde que consiguiera un cupo para su marido en el departamento de bomberos. El 1 de agosto de 1927 Marty ingresó al equipo. Gracias a las influencias de su esposa, le ahorraron la vergüenza de someterse a un examen escrito para el ingreso.

Estados Unidos, por su parte, miraba hacia el cielo. Charles Lindbergh había logrado la odisea de atravesar el Atlántico desde Nueva York hasta París sin parar. Era el héroe de todos los muchachos. También se hablaba de la brillante carrera de Babe Ruth en el béisbol y de Jack Dempsey en el boxeo.

Cuando entró en vigor la Prohibición de tomar bebidas alcohólicas, se cerraron los 237 bares de Hoboken. Fue la primera ciudad donde la medida se llevó a la práctica. O se intentó. Porque la gente no quería dejar el trago y las autoridades locales miraban para otro lado. El norte de Nueva Jersey se convirtió en el paraíso de la ilegalidad y el dinero se movía rampante. Sin embargo, no estaba en manos del hampa: gente respetable vio cómo hacerle el quite a la ley y se las arregló para preparar y vender alcohol. Algo de efectivo o algún favor ayudaba al silencio de los oficiales.

Así nació Marty O’ Brien’s, el bar que abrieron los padres de Frank. Dolly lo atendía mientras seguía creando o estrechando relaciones con los vecinos. Muchas personas le pedían consejo o trabajo. Conocía a todo el mundo y sabía resolver problemas mediante favores. Era alegre, determinada. En términos de hoy, echada para adelante.

La gente que conoció a Frank en aquella época ha contado que era un niño suave y sensible, lo que no impedía que peleara cuando alguien lo insultaba. Bueno, pero no bobo. De su padre sacó la amabilidad y la lealtad para con sus amigos. De la madre, la obsesión por la limpieza, la terquedad y cierto genio que se le despertaba con alguna frecuencia. Cuando nació, era un bebé de tamaño mayor que el promedio. Luego la velocidad del crecimiento se ralentizó, pero siempre mantuvo la misma mirada de ojos azules que se reconocería luego en todo el mundo y que heredó de Dolly.

En aquellos años duros para los padres, cuando trataban de conseguir el pan de cada día, los niños solían jugar y andar por las calles. Hoboken no era un sitio fácil. Los chicos eran traviesos y algunos cometían ilegalidades como robar bicicletas. Había pandillas. Peleas. Frank no las buscaba, pero tampoco les huía. Varias veces incluso las comenzó, especialmente cuando se referían a él de manera peyorativa por su origen extranjero. Y no dudaba en defender a otros que fueran víctimas de racismo o xenofobia. En general, era un chico educado, con buenos modales y siempre iba bien vestido, algo en lo que su madre se esmeraba.

En 1928 Frank asistió al colegio David E. Junior High School, donde brilló más por sus imitaciones de las estrellas de cine y de radio, que de verdad le interesaban, que por su rendimiento académico.

Por esa misma época murió su abuela Rose, lo que significó un duro golpe para él.

La situación económica había mejorado y llegó el momento de trastearse a una zona mejor del vecindario. El apartamento de tres cuartos quedaba a solo diez cuadras del anterior, pero ya no se situaba en la Pequeña Italia, sino más cerca del río Hudson, donde residía gente más acomodada: en el 703 de Park Avenue. El edificio sigue en pie y hoy se encuentran avisos en internet que advierten que es el lugar de la infancia de Frank Sinatra. En 2021 se vendió un dúplex allí por 700.000 dólares.

Vida nueva, armario nuevo. Dolly compró ropa para los tres. Frank, que por entonces tenía trece años, era uno de los niños mejor vestidos del barrio. Tenía tantos pantalones o slacks, que algunos lo llamaban Slacksey. También tenía juguetes y otros objetos deseados, como bicicletas. Su madre le daba dinero para que se divirtiera con sus amigos y él no reparaba en gastos: era muy generoso. Era un chico travieso y divertido, de los que toca por detrás del hombro y finge no haber sido él o lanza crispetas a la cabeza de una persona distraída.

A los catorce ya tenía una personalidad definida. Era individualista y bien educado. Físicamente era delgado. Y ya tenía el porte que lo caracterizó toda la vida.

Con el transcurso del tiempo, Frank desarrolló una buena amistad con Billy Roemer, que vivía cerca. Después del colegio solían ir a su casa. Y entonces sucedió: sintió un flechazo por Marie, la hermana de este. Ella le llevaba seis meses y no parecía impresionada por él. El chico pidió consejos a otra niña y entre los dos ingeniaron todas las piruetas de conquista posibles. Avanzaron tanto que en el Día de San Valentín le dio un anillo; le siguieron un collar y aretes, dos pares de zapatos, cuatro sacos, un vestido de baño, una cartera y un atrevido conjunto negro. Este fue el regalo de los 16 años de Marie, una fecha clave en la vida de las jóvenes americanas.

¡Los 16 años! La fiesta de Marie fue un enorme acontecimiento para Frank, que tenía quince. Le dijo a todo el mundo que debía ir elegante e incluso le compró la ropa a un amigo que no tenía recursos para ello. Se le fue un poco la mano, es verdad: los dos aparecieron con pantalones de cuadros —como un tablero del juego de damas, irónicamente— y unos relucientes zapatos tan puntudos que pronto los dejaron cojos.

“Él hacía lo que fuera por Marie”, contó su amiga Agnes Hannigan. “Estaba loco por ella, pero ella no estaba interesada en él porque no parecía ir a ninguna parte. No era muy inteligente en el colegio y no trabajaba como otros chicos, así que creíamos que no llegaría muy lejos”.

¡Cuántos errores en tan pocas líneas! No tenían idea entonces de que Frank no solo conquistaría los corazones de millones de chicas —sin olvidar las que se desmayarían por solo verlo cantar—, sino que se convertiría en uno de los cantantes más famosos del mundo. Para eso, sin embargo, faltaba un trecho largo y apasionante.

Capítulo III.

El zumbido de la música

Esa era la impresión que Frank daba en aquella época. Nadie daba un peso por él.

Por un lado, parecía que tendría poca suerte en el amor. Su relación con Marie Roemer no progresó, a pesar de que contó con la alcahuetería de doña Dolly. Cuando Frank la invitó al baile de su colegio, ella les compró a ambos unas pintas maravillosas. Él la recogió en un Chrysler verde que había comprado por 27 dólares con su grupo de amigos, pero ella no se mostró impresionada. Terminó casada con un hombre mayor que poseía un Cadillac negro y la llevaba a menudo a la ciudad de Nueva York.