Sinsonte - Walter Tevis - E-Book

Sinsonte E-Book

Walter Tevis

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Beschreibung

Con ecos de Fahrenheit 451, Un mundo feliz o Blade Runner, Sinsonte es una de las novelas de ciencia ficción más míticas de nuestro tiempo, que se lee como una elegía a los olvidados y un viaje de autodescubrimiento.

Han pasado cientos de años y la Tierra se ha convertido en un planeta sombrío y distópico en el que los robots trabajan y al ser humano solo le queda languidecer, arrullado por la dicha electrónica y la felicidad narcótica. En semejante mundo sin arte, sin lectura y sin niños, la gente opta por quemarse viva para no soportar la realidad. Y es en este escenario donde Spofforth, la máquina más perfecta jamás creada, un androide de duración ilimitada que ha vivido siglos y que en la actualidad es decano de la Universidad de Nueva York, acaricia su máximo anhelo: poder morir. El único problema está en que su programación le impide suicidarse. Hasta que en su vida se cruzan dos personajes: Paul Bentley, un humano que ha aprendido a leer tras descubrir una colección de viejas películas mudas; y Mary Lou, una rebelde cuya mayor afición consiste en pasar horas y horas en el zoo de Brooklyn admirando a las serpientes autómatas. Pronto, Paul y Mary, como dos modernos Adán y Eva bíblicos, crearán su propio paraíso en medio de la desolación.

CRÍTICAS

«Sinsonte se ha convertido en uno de esos libros que las generaciones venideras redescubrirán periódicamente con asombro y deleite.» —The Washington Post

«Sinsonte, un comentario sobre el menguante interés de la humanidad por la lectura, desde su publicación se ha posicionado como un libro de culto.» —The New York Times

«Una parábola sobre cómo liberarse de la adicción y luchar por la autosuperación. Un canto a la alfabetización.» —The Washington Post

«Walter Tevis escribe con poder, poesía y tensión.» —The Washington Post

«El mejor libro sobre un futuro distópico en el cual el ser humano ha perdido la capacidad de leer.» —Salon

«Representa un futuro distópico al nivel de los más grandes.» —Salon

«Una historia moral que tiene elementos de Un mundo feliz, Superman y Star Wars de Aldous Huxley.» —LA Times

«Un examen conmovedor de personas que descubren las maravillas del pensamiento y el amor humano.» —Publishers Weekly

«Tevis entiende el oficio de contar historias mejor que muchas otras figuras ilustres del firmamento literario. Sinsonte es puro ingenio y comprensión.» —The Times

«Walter Tevis escribe con una prosa tan cruda y rigurosa que es digna de admiración.» —Irish Times

«Un poco 1984, un poco Fahrenheit 451, y un poco WALL-E, si Disney hubiera incluido un androide melancólico y suicida.» —The Washington Post

«El gran maestro olvidado de la ciencia ficción. Uno de los puentes definitivos entre la ciencia ficción y la literatura.» —Al Sarrantonio

«Secuela no oficial de Fahrenheit 451, porque su evento central y símbolo es el redescubrimiento de la lectura.» —The San Francisco Chronicle

«He leído otras novelas sobre los peligros de la computerización, pero Sinsonte me ha impresionado en todos los sentidos. Tanto su escritor, como su dureza. Darte cuenta de repente de que la posibilidad de que la gente pierda su habilidad para leer o peor, su deseo de leer es altamente probable.» —Anne McCaffrey

«Sinsonte, en su narrativa de humor negro del deseo de muerte de un robot, colapsa toda la historia perversa, autodestructiva e indomable de la humanidad, la crueldad y la bondad por igual.» —James Sallis

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Una de las más míticas novelas de ciencia ficción jamás escritas. La obra maestra del autor de «Gambito de Dama», «El buscavidas» y «El hombre que cayó en la Tierra».

 

 

 

 

 

«Un poco 1984, un poco Fahrenheit 451, y un poco WALL-E, si Disney hubiera decidido incluir en su película un androide melancólico y suicida.»

The Washington Post

 

«Una novela que, desde su publicación en 1980, se ha posicionado como un clásico de culto.»

The New York Times

Para Eleonora Walker

«La vida interior de un ser humano es un reino

vasto y diverso, compuesto no solo de estimulantes disposiciones de color, forma y diseño.»

EDWARD HOPPER

Spofforth

Mientras recorre a pie la Quinta Avenida a medianoche, Spofforth arranca a silbar. Desconoce el título de la melodía y tampoco le interesa; es compleja, la silba a menudo cuando está solo. Lleva el torso desnudo y los pies descalzos, solo viste unos pantalones caquis; siente el pavimento viejo y deteriorado bajo los pies. Camina por el centro de la ancha avenida; hay parches de hierba y maleza alta a ambos costados, donde las aceras se agrietaron y luego se deshicieron hace ya mucho tiempo, y así continúan, a la espera de unas reparaciones que no llegarán nunca. En los parches de vegetación, Spofforth oye un variopinto coro de chasquidos y del roce de las alas de los insectos. El sonido lo inquieta, como siempre en esa época del año: la primavera. Hunde sus grandes manos en los bolsillos. De inmediato, incómodo, las vuelve a sacar y comienza un trote largo, ligero, atlético, en dirección a la enorme silueta del Empire State.

El portal del edificio tenía ojos y boca; su cerebro era el de un imbécil, cabezota e insensible.

—Cerrado por obras —le dijo la voz a Spofforth cuando este se acercó.

—Cállate y abre —dijo Spofforth. Y a continuación—: Soy Robert Spofforth. Máquina Nueve.

—Lo siento, señor —dijo la puerta—. No había visto que…

—Muy bien. Abre. Y di al ascensor exprés que me espere abajo.

La puerta permaneció en silencio durante un momento. Luego dijo:

—El ascensor no funciona, señor.

—Mierda —dijo Spofforth. Y luego—: Subiré a pie.

La puerta se abrió y Spofforth entró y atravesó el vestíbulo a oscuras en dirección a las escaleras. Silenció los circuitos del dolor de las piernas y de los pulmones, y acometió el ascenso. Había dejado de silbar; su compleja mente se centraba ahora en su intento anual.

Cuando llegó a la azotea, tan alto sobre la ciudad como le era a uno posible hallarse, Spofforth envió una orden a los nervios de sus piernas y el dolor las recorrió en oleadas. Se tambaleó un poco, alto y a solas en la oscura noche, sin luna, nada más que unas tenues estrellas. La superficie bajo las plantas de sus pies era suave, pulida; años atrás, Spofforth casi se había resbalado. De inmediato, pensó, presa de la decepción: «Ojalá volviera a pasar, justo en el borde». Pero no sucedió.

Caminó hasta estar a medio metro del borde, y sin que interviniese ninguna orden mental, ninguna volición, ningún deseo de que tal cosa sucediera, sus piernas dejaron de moverse y se vio, como siempre, paralizado, mirando hacia la parte alta de la Quinta Avenida, más de trescientos metros de altura lo separaban del duro y acogedor suelo. Con una triste y lúgubre desesperación, instó a su cuerpo a avanzar, concentrando toda su voluntad en el deseo de caer, en nada más que inclinar su cuerpo pesado y fuerte, su cuerpo manufacturado, hasta perder contacto con el edificio, hasta perder contacto con la vida. En su interior, gritó solicitando moverse, se vio a sí mismo caer a cámara lenta, con dignidad y convicción, hacia la calle. Anheló que sucediera.

Pero su cuerpo —como bien sabía él— no le pertenecía. Había sido diseñado por seres humanos y solo un ser humano podría conseguir que muriera. Gritó ahora en voz alta, abriendo los brazos, chilló con rabia hacia la ciudad silenciosa. Pero no fue capaz de avanzar.

Spofforth se quedó allí, él solo en la cima del edificio más alto del mundo, inmovilizado, para lo que restaba de aquella noche del mes de junio. De cuando en cuando veía los faros de un autobús mental a sus pies, apenas más brillantes que las estrellas, recorriendo despacio, arriba y abajo, las avenidas de una ciudad vacía. No había luces en los edificios.

Y cuando el sol comenzó a iluminar el cielo más allá del East River, a su derecha y por encima de Brooklyn, hacia donde no discurría ningún puente, su frustración empezó a menguar. Si lo hubieran dotado de conductos lacrimales habría dispuesto del alivio del llanto; pero era incapaz de llorar. El brillo de la luz creció poco a poco; vio los autobuses vacíos por debajo de él. Vio un diminuto coche-detector recorrer la Tercera Avenida. Y el sol, pálido en el cielo de junio, reventó sobre un Brooklyn vacío e hizo destellar el río con tanta pureza como en el amanecer de los tiempos. Spofforth retrocedió un paso, apartándose de la muerte que buscaba y que había anhelado durante toda su larga vida, la ira que lo había poseído mermó con el ascenso del sol. Continuaría viviendo, y él podría soportarlo.

Al principio, bajó despacio la escalera polvorienta. Pero para cuando llegó al vestíbulo, sus pies se movían con brío y seguridad, henchidos de vida artificial.

Al salir del edificio dijo hacia el altavoz del portal:

—No dejes que reparen el ascensor. Prefiero subir a pie.

—Sí, señor —dijo la puerta.

Fuera, el sol brillaba con fuerza y había unos pocos humanos en la calle. Una negra vieja con un vestido azul descolorido rozó sin querer el codo de Spofforth y alzó la cara para dirigirle una mirada distraída. Al ver la señal que lo identificaba como un robot Máquina Nueve, la mujer desvió su mirada y masculló:

—Lo siento. Lo siento, señor.

Se quedó inmóvil, sin apartarse, no sabía qué hacer ni qué decir. Seguramente aquella mujer nunca había visto un Máquina Nueve y sobre ellos solo conocería lo que había aprendido en sus primeros años de formación.

—Circule —dijo él con amabilidad—. No pasa nada.

—Sí, señor —dijo ella. Rebuscó en el bolsillo del vestido, sacó un sopor y se lo tomó. Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies.

Spofforth echó a caminar con paso vivo, a la luz del sol, de nuevo hacia el sur, hacia Washington Square, hacia la Universidad de Nueva York, donde trabajaba. Su cuerpo no se cansaba nunca. Tan solo su mente —su elaborada, laberíntica y lúcida mente— sabía lo que era la fatiga. Su mente estaba siempre siempre cansada.

El cerebro de Spofforth era metálico y su cuerpo se había desarrollado a partir de tejido vivo en una época, mucho tiempo atrás, en la que la ingeniería se hallaba en declive, pero la fabricación de robots era todavía un arte elevado. Este arte entraría asimismo en declive y se extinguiría poco después; Spofforth había sido su mayor logro. Era el último de una serie de cien robots designados como Máquina Nueve, las criaturas más fuertes y más inteligentes jamás fabricadas por el ser humano. Él era asimismo el único de todos ellos programado para continuar con vida pese a sus deseos.

Existía una técnica para llevar a cabo una copia de cada vía nerviosa, de cada patrón de aprendizaje de un cerebro humano adulto, y transferir la copia al cerebro de metal de un robot. La técnica se había empleado nada más que para la serie Máquina Nueve; todos los robots de esa serie habían sido equipados con copias modificadas del cerebro vivo del mismo hombre. El hombre era un ingeniero brillante y melancólico llamado Paisley, aunque Spofforth nunca llegaría a saberlo. La red de bits de información e interconexiones que conformaba el cerebro de Paisley se había grabado en cintas magnéticas y almacenado en una cámara acorazada en Cleveland. Lo que sucedió con Paisley después de que su mente fuera copiada nadie lo supo nunca. Su personalidad, su imaginación y todo cuanto había aprendido quedaron grabados en cintas cuando él tenía cuarenta y tres años, y luego el hombre cayó en el olvido.

Las cintas se editaron. La personalidad fue borrada de ellas en la medida de lo posible sin causar daño a las funciones «de utilidad». La decisión de qué era «de utilidad» en una mente había sido tomada por unos ingenieros menos imaginativos que Paisley. Los recuerdos de su vida fueron eliminados, y junto con ellos gran parte de sus conocimientos, aunque la sintaxis y el léxico inglés permanecieron en las cintas. Estas contenían, incluso después de la edición, una copia casi perfecta de un milagro evolutivo: un cerebro humano. Ciertos elementos indeseados de Paisley pervivieron. La habilidad de tocar el piano continuaba en las cintas. Pero para cuando se construyó el cuerpo ya no había pianos que tocar.

No obstante, lejos de los planes de los ingenieros que efectuaron la grabación, fue inevitable que también pervivieran fragmentos de viejos sueños, de anhelos y de angustias. No existía modo de erradicarlos de las cintas sin dañar otras funciones.

La grabación se transfirió electrónicamente a una esfera plateada, de nueve pulgadas de diámetro, consistente en miles de láminas de níquel-vanadio, devanadas y conformadas por maquinaria automatizada. La esfera se emplazó en la cabeza de un cuerpo que había sido clonado específicamente para ella.

El cuerpo había crecido, bajo atenta supervisión, en un tanque de acero, en lo que antaño había sido una planta de fabricación de automóviles en Cleveland. El resultado fue perfecto: alto, fuerte, atlético. Era un hombre negro en la flor de la vida, con hermosos músculos, unos pulmones y un corazón potentes, pelo negro rizado, ojos claros, una hermosa boca de gruesos labios, y manos grandes y poderosas.

Ciertos elementos humanos habían sido modificados: el proceso de envejecimiento se programó para detenerse al alcanzar el desarrollo físico correspondiente a una edad de treinta y tres años, punto al que el cuerpo llegó al cabo de cuatro años en el tanque de acero. Se lo equipó para controlar sus respuestas al dolor, y poseía, dentro de ciertos márgenes, la capacidad de autoregenerarse. Era capaz, por ejemplo, de producir nuevos dientes, así como dedos, tanto de las manos como de los pies, llegado el caso de necesitarlo. Nunca se quedaría calvo ni perdería capacidad visual ni padecería cataratas ni arterioesclerosis ni artritis. Era, como se enorgullecían en decir los ingenieros genéticos, una mejora de la obra de Dios. Pero dado que ninguno creía en Dios, su autoelogio era poco sólido.

El cuerpo de Spofforth no tenía órganos reproductivos. «Para evitar distracciones», dijo uno de los ingenieros. En los laterales de su magnífica cabeza, los lóbulos de las orejas eran de un negro azabache, con el fin de informar a cualquier ser humano que pudiera sentirse intimidado ante aquella imitación de que esta era, al fin y al cabo, nada más que un robot.

Al igual que al monstruo de Frankenstein, se le dotó de vida y de movimiento mediante una descarga eléctrica; emergió del tanque completamente desarrollado y con la capacidad de hablar, aunque al principio con una voz un poco pastosa. En la fábrica enorme y atestada de objetos donde se le dotó de consciencia, recorrió con la vista cuanto lo rodeaba, excitado y pleno de vida. Estaba tendido en una camilla cuando experimentó por primera vez cómo el poder de la consciencia envolvía su naciente ser igual que una ola, cómo la consciencia se convertía en su ser. Su garganta estrangulada jadeó y gritó obligada por semejante fuerza: la fuerza de estar en el mundo.

El nombre de Spofforth se lo asignó uno de los pocos hombres que aún sabían leer. Fue escogido al azar, de una vieja guía de teléfonos de Cleveland: Robert Spofforth. Era un robot Máquina Nueve, la herramienta más sofisticada jamás concebida por la ingenuidad humana.

Parte de la formación que recibió en su primer año consistió en ejercer de vigilante de pasillos en una residencia de estudiantes para seres humanos, donde también realizó otras tareas menores. Era un lugar donde a los jóvenes se les enseñaban los fundamentos de su mundo: la Introspección, la Realización Personal, el Placer. Fue allí donde vio a la chica del abrigo rojo y se enamoró.

Durante aquel invierno y el comienzo de la primavera, la chica llevaba siempre un abrigo escarlata con cuello de terciopelo negro, tan negro como la antracita, tan negro como su pelo en contraste con su blanca piel. El pintalabios rojo hacía juego con el abrigo. En aquella época ya nadie usaba pintalabios y era asombroso que hubiera conseguido uno. Estaba espléndida con él. Cuando Spofforth la vio por primera vez, en su tercer día en el complejo de la residencia, ella tenía casi diecisiete años. Su mente de robot la fotografió en aquel instante, de manera indeleble. Tal imagen tendría, en gran medida, la culpa de la tristeza que, en primavera, en junio, calaría hondamente en su manufacturada y poderosa naturaleza.

Al cumplir su primer año, Spofforth poseía conocimientos de mecánica cuántica, de ingeniería robótica y de la historia de las corporaciones estatales de Norteamérica —adquiridos a través de medios audiovisuales y de tutores robóticos—, pero no sabía leer. Tampoco sabía nada sobre la sexualidad humana, no de manera consciente; pese a que, en lo que antaño se habría denominado su corazón, albergaba unas tenues ansias. A veces, cuando estaba a solas y a oscuras, el estómago se le encogía, dejándolo inquieto por unos momentos. Empezaba a sospechar que en algún lugar dentro de él había una vida enterrada, una vida llena de emociones. En las primeras noches cálidas de su primer mes de junio fue algo que lo empezó a preocupar muy seriamente. Mientras iba a pie de un edificio de la residencia a otro, bien entrada la calurosa noche de Ohio, oía a los saltamontes en los árboles y experimentaba una presión extraña e incómoda en el pecho. Trabajaba mucho en la residencia, realizando labores de limpieza y mantenimiento como parte de lo que se denominaba su «formación»; pero el trabajo rara vez exigía toda su atención y la melancolía se había comenzado a adueñar de su espíritu.

Los trabajadores Máquina Cuatro se averiaban de cuando en cuando; parecía no haber nunca suficiente servicio de mantenimiento para hacer frente a los fallos menores. Unos pocos ancianos se ocupaban de tales tareas. Uno de ellos era Arthur, una ruina humana que olía a ginebra sintética y no usaba calcetines. Siempre hablaba con Spofforth, en un tono entre amistoso y burlón, cuando se cruzaban en los pasillos de la residencia o en los senderos de grava del exterior. Una vez, mientras Spofforth estaba vaciando ceniceros en la cafetería y Arthur barría, este hizo una pausa, se apoyó en la escoba y dijo:

—Bob, eres un tipo deprimido. No sabía yo que hicieran robots deprimidos.

Spofforth no tenía claro si estaba bromeando o no. Llevó una pila de ceniceros, repletos de la producción matutina de colillas de porro, al cubo de la basura en el rincón de la amplia sala. Los estudiantes acababan de irse a una clase televisada de yoga.

—Nunca había visto un robot triste —dijo Arthur—. ¿Es por esas orejas negras?

—Soy un Máquina Nueve —dijo Spofforth a la defensiva. Era muy joven aún y a veces las conversaciones con los humanos lo incomodaban.

—¡Nueve! —dijo Arthur—. Eso es mucho, ¿no? ¡Demonios! El andi que dirige este centro solo es un Siete.

—¿Andi? —dijo Spofforth mientras sostenía la pila de ceniceros.

—Sí, androide. Era como os llamábamos a los trastos mecánicos… a vosotros, cuando yo era niño: andis. Entonces no erais tantos. Ni tan listos.

—¿Te molesta eso? ¿Que sea listo?

—No —dijo Arthur—. Joder, claro que no. Hoy en día la gente es tan estúpida que te dan ganas de echarte a llorar. —Apartó la mirada y volvió a barrer el suelo—. Está bien que haya alguien listo, sea quien sea. Me alegro de que quede alguno. —Volvió a detenerse e hizo un gesto flojo con la mano abarcando la gran sala vacía, como si los estudiantes siguieran allí—. No me gustaría que estos imbéciles analfabetos dirigieran el cotarro cuando salgan de aquí. —Su rostro arrugado transmitía desprecio—. Bichos raros hipnotizados. Pajilleros. Habría que ponerlos en coma y alimentarlos a base de pastillas.

Spofforth no dijo nada. Había algo en el viejo que lo atraía: un minúsculo asomo de afinidad. Sin embargo, no albergaba ningún sentimiento hacia los jóvenes humanos a los que se formaba y culturizaba allí.

No tenía ningún sentimiento consciente hacia ellos, hacia los silenciosos grupos de jóvenes de mirada vacía y de movimientos lentos que se desplazaban de forma pacífica de una clase a otra, ni hacia los que se sentaban a solas en las salas de Intimidad para fumar porros y ver patrones abstractos en pantallas de televisión que abarcaban toda una pared y para escuchar una música sin sentido e hipnótica. Pero en su cabeza casi siempre se hallaba presente la imagen de una de ellos: la chica del abrigo rojo. Ella había usado aquel abrigo antiguo a lo largo de todo el invierno y aún continuaba llevándolo en las noches de primavera. No era lo único que la diferenciaba de los demás. A veces tenía una expresión —coqueta, narcisista, vanidosa— distinta a la del resto. A todos se les decía que desarrollasen su «individualidad» pero todos tenían el mismo aspecto y actuaban de igual manera, con sus voces serenas y sus caras inexpresivas. Ella meneaba las caderas al andar y a veces se reía, ruidosamente, absorta en sí misma, mientras los demás estaban callados. Su piel era blanca como la leche y su pelo negro como el carbón.

Spofforth pensaba a menudo en ella. Cuando la veía dirigirse a alguna clase, rodeada por otros, pero sola, deseaba acercarse a ella y tocarla suavemente, nada más que apoyar su gran mano en el hombro de ella y dejarla allí un momento, sintiendo su calor. A veces le parecía que ella lo observaba con la mirada gacha, risueña, riéndose de él. Pero nunca hablaban.

—¡Demonios! —estaba diciendo Arthur—. En otros treinta años, vosotros, los robots, al final estaréis al mando de todo. La gente ya no es capaz de hacer una mierda por su cuenta.

—Ahora mismo me están formando para dirigir empresas —dijo Spofforth.

Arthur le dedicó una mirada severa y rompió a reír.

—¿Vaciando ceniceros? ¡Hay que joderse! —Siguió barriendo, sacudiendo la gran escoba vigorosamente sobre el suelo de permoplástico—. No sabía yo que se podía engañar a un puto robot. No digamos a un Máquina Nueve.

Spofforth se quedó plantado mientras sujetaba los ceniceros durante un minuto entero, mirándolo. «Nadie me está engañando —pensó—. Soy dueño de mi vida.»

Una noche de junio, más o menos una semana después de la conversación con Arthur, Spofforth pasaba junto al edificio de Audiovisuales a la luz de luna y oyó susurros procedentes de detrás de los densos arbustos que crecían a la vera del edificio. Le llegó un gruñido masculino y más susurros.

Se detuvo a escuchar. Algo se movía, pero ahora era más sutil. Retrocedió unos pasos hasta un arbusto alto y lo apartó con mucho sigilo. Y cuando vio lo que estaba sucediendo al otro lado, se quedó paralizado, incapaz de dejar de mirar.

Detrás del arbusto, la chica yacía de espaldas, con el vestido subido por encima del ombligo. Un joven sonrosado, desnudo, rollizo, estaba arrodillado entre sus piernas; Spofforth distinguió un grupo de lunares en la piel rosada entre los omóplatos. Vio el vello púbico de la chica bajo el muslo del hombre: pelo rizado, negro azabache en contraste con la pura blancura de las piernas y las nalgas, tan negro como el pelo de su cabeza, tan negro como el fino cuello del abrigo rojo sobre el que estaba tumbada.

Ella lo vio, y la expresión se le endureció de repugnancia. Le habló por primera y última vez.

—Largo de aquí, robot —dijo—. Puto robot. Déjanos solos.

Spofforth, una mano contraída sobre su clonado corazón, dio media vuelta y se alejó. Acababa de aprender algo que recordaría el resto de su larga vida: en realidad, él no quería vivir. Lo habían engañado —engañado cruelmente— privándolo de una vida humana real; algo en su interior se rebeló entonces contra esa vida que le había sido impuesta.

Volvió a ver a la chica alguna vez más. Ella evitaba su mirada. No por vergüenza, eso lo sabía bien él, ya que para ellos el sexo no era motivo de vergüenza. «El sexo rápido es el mejor» les enseñaban, y ellos se lo creían y así lo practicaban.

Él fue transferido de la residencia a un trabajo de mayor responsabilidad, en Akron: decidir los patrones de distribución de los productos lácteos sintéticos. De allí pasó al sector de producción de pequeños automóviles, para presidir la fabricación de los últimos millares de vehículos privados que conduciría una población antaño chiflada por los coches. Zanjada esa misión, se convirtió en director de la compañía que manufacturaba los autobuses mentales, los robustos vehículos de ocho pasajeros pensados para una población humana que no cesaba de decrecer. Después fue director de Control de Población, para lo que fue transferido a Nueva York, donde trabajaba en una oficina en lo alto de un edificio de treinta y dos plantas, supervisando los vetustos ordenadores que efectuaban un censo diario y ajustaban en consecuencia las tasas de fertilidad humana. Era un trabajo fatigoso: controlar unos equipos que no cesaban de averiarse, encontrar formas de reparar ordenadores que ya ningún humano sabía reparar y que ningún robot había sido programado para comprender. Finalmente, se le asignó otro trabajo: decano de las facultades de la Universidad de Nueva York. El ordenador que había dirigido la institución había dejado de funcionar; pasó a ser tarea de Spofforth —tratándose de un Máquina Nueve— sustituirlo y encargarse de la toma de decisiones, en su mayor parte menores, requeridas para el funcionamiento de la universidad.

Se había clonado, consiguió averiguar, un centenar de Máquina Nueve, todos provistos de una copia de la misma mente humana original. Él era el último, y se realizaron ajustes especiales en su cerebro metálico para prevenir lo que les había sucedido a los demás de la serie: se habían suicidado. Algunos se habían fundido el cerebro, reduciéndolo a una negra masa informe al usar equipos de soldadura de alto voltaje; otros habían ingerido productos corrosivos. Unos pocos habían enloquecido completamente antes de ser destruidos por los humanos, habían corrido desbocados por las calles en plena noche, mientras sembraban destrucción y gritaban obscenidades. Utilizar un cerebro humano auténtico como modelo para un robot sofisticado había sido todo un experimento. Pero el experimento se juzgó fallido y no se llevó a cabo ningún otro. Las fábricas aún producían robots imbéciles, así como unos pocos Máquina Siete y Máquina Ocho, para hacerse cargo de las labores de gobierno, educación, sanidad, justicia, planificación y producción que los humanos iban abandonando; pero todos tenían cerebros sintéticos, no humanos, sin el menor asomo de emoción ni de introspección ni de cohibición. Eran meras máquinas —inteligentes, de apariencia humana, bien fabricadas— y hacían lo que se esperaba que hicieran.

Spofforth había sido diseñado para vivir eternamente, y había sido diseñado para no olvidar nada. Los responsables de tal diseño no se detuvieron a considerar cómo sería una vida semejante.

La chica del abrigo rojo envejeció, engordó, mantuvo relaciones sexuales con diez docenas de hombres, tuvo hijos, bebió demasiada cerveza, vivió una vida trivial y sin objetivos y perdió su belleza. Y al cabo murió, fue enterrada y olvidada. Y Spofforth continuó viviendo, joven, completamente sano, bello, recordándola con diecisiete años mucho tiempo después de que ella misma hubiera olvidado, cuando era una mujer de mediana edad, a la chica sexy y coqueta que fue una vez. La recordaba, la amaba y deseaba morir. Pero algún ingeniero humano descuidado había hecho que eso fuera imposible.

El rector de la universidad y el decano de estudios lo estaban esperando cuando volvió tras pasar su noche de junio a solas.

El menos brillante de los dos era el rector. Se llamaba Carpenter y llevaba un traje de synlon marrón y unas sandalias que se caían a trozos, y la panza y la carne de los costados del cuerpo le temblaban visiblemente bajo la tela ceñida cuando caminaba. Se hallaba de pie junto a la gran mesa de teca de Spofforth, fumando un porro, cuando el robot entró y caminó a paso vivo en su dirección. Carpenter se apartó con nerviosismo a un lado para que Spofforth tomara asiento.

Al cabo de un momento, Spofforth alzó la vista, no un poco hacia la derecha de donde se encontraba el rector, como dictaba la Cortesía Preceptiva, sino que lo miró directamente.

—Buenos días —dijo Spofforth con su voz fuerte y controlada—. ¿Hay algún problema?

—Bueno… —dijo Carpenter—, no estoy seguro. —Parecía angustiado por la pregunta—. ¿Tú qué opinas, Perry?

Perry, el decano de estudios, se restregó la nariz con el dedo índice.

—Ha llamado alguien, decano Spofforth. Por la línea de la universidad. Ha llamado dos veces.

—Ah, ¿sí? —dijo Spofforth—. ¿Qué quería?

—Quiere hablar con usted —dijo Perry—. Acerca de un trabajo. Un curso de verano…

Spofforth lo miró.

—¿Sí?

Perry continuó nervioso, mientras evitaba la mirada de Spofforth.

—Quiere hacer algo que no entendí por teléfono. Es algo nuevo, algo que descubrió hace uno o dos amarillos, dice él. —Buscó a su alrededor hasta encontrar la mirada del gordo con el traje marrón—. ¿Qué fue lo que dijo exactamente, Carpenter?

—¿Leer? —respondió Carpenter.

—Sí —dijo Perry—. Leer. Dijo que sabía leer. Algo que tiene que ver con palabras. Quiere enseñar eso.

Spofforth se puso en pie.

—¿Alguien ha aprendido a leer?

Los dos hombres apartaron la mirada, avergonzados por la sorpresa manifiesta en la voz de Spofforth.

—¿Grabaron la conversación? —preguntó Spofforth.

Los hombres se miraron entre sí consternados. Finalmente, Perry habló.

—Se nos olvidó —dijo.

Spofforth reprimió el enojo.

—¿Dijo si volvería a llamar?

Perry pareció aliviado.

—Sí, lo hizo, decano Spofforth. Dijo que intentaría contactar con usted.

—Muy bien —dijo Spofforth—. ¿Algo más?

—Sí —dijo Perry, volviendo a restregarse la nariz—. Los habituales currículums en BB’s. Tres suicidios entre los estudiantes. Y en alguna parte hay grabado un procedimiento para clausurar el ala este de Higiene Mental, pero ningún robot lo encuentra. —Perry parecía complacido por informar de un fallo entre el personal robótico—. Ninguno de los Máquina Seis sabe nada al respecto, señor.

—Sí, eso es porque soy yo quien lo tiene, decano Perry —dijo Spofforth. Abrió el cajón de la mesa y sacó una de las pequeñas esferas de acero (conocidas como BB’s) que se usaban para hacer grabaciones de voz. Se la tendió a Perry—. Ponga esto en un Máquina Siete. Él sabrá qué hacer con las aulas de Higiene Mental.

Perry tomó la grabación un tanto avergonzado y salió. Carpenter lo siguió de inmediato. Una vez a solas, Spofforth se sentó a su mesa, dándole vueltas a la noticia de que un hombre sabía leer. Había oído hablar con frecuencia sobre la lectura cuando era joven, y sabía que se hallaba extinta desde hacía mucho tiempo. Había visto libros; objetos muy antiguos. Aún quedaban unos pocos sin destruir en la biblioteca de la universidad.

La oficina de Spofforth era grande y muy agradable. Él mismo la había decorado con grabados de aves marinas y un aparador de roble tallado que había rescatado de un museo demolido. Sobre el aparador había una fila de pequeños modelos de ingeniería robótica que reflejaban, de manera sucinta, la evolución de las formas antropoides empleadas a lo largo de la historia de aquel arte. La más temprana, al comenzar por la izquierda, correspondía a una criatura provista de ruedas, con cuerpo cilíndrico y cuatro brazos, muy antigua, que surgió en algún momento entre los servomecanismos y el ser mecánico autónomo. El modelo estaba fabricado en permoplástico y tenía unas seis pulgadas de alto. El robot, durante su breve período de uso, se había conocido como Wheelie; no se fabricaba ninguno desde hacía siglos.

A la derecha del Wheelie había otro modelo con un diseño más próximo a la figura humana, más o menos similar a los robots imbéciles contemporáneos. Las estatuillas iban volviéndose más detalladas, más humanas, hacia la derecha de la fila, hasta concluir en una miniatura del propio Spofforth; impecable, completamente humana en apariencia, serena, en posición firme y con unos ojos que incluso parecían dotados de vida.

Una luz roja parpadeó sobre la mesa de Spofforth. Presionó un botón y dijo:

—Spofforth.

—Me llamo Bentley, decano Spofforth —dijo entonces la voz al otro extremo del hilo—. Paul Bentley. Le llamo desde Ohio.

—¿Es usted el que sabe leer? —dijo Spofforth.

—Sí —dijo la voz—. He aprendido yo solo. Sé leer.

El enorme mono se sentó sobre el autobús volcado. La ciudad estaba desierta.

En el centro de la pantalla surgió un remolino blanco que creció sin dejar de girar. Cuando se detuvo, ocupaba más de la mitad de la pantalla. Se hizo entonces evidente que se trataba de la primera plana de un periódico, con un titular inmenso.

Spofforth paró el proyector y el titular quedó congelado.

—Lea eso —dijo.

Nervioso, Bentley se aclaró la garganta.

—Mono monstruoso aterroriza la ciudad —leyó.

—Bien —dijo Spofforth. Volvió a poner en marcha el proyector.

En el resto de la película no aparecían palabras escritas. La vieron en silencio: el arrebato final de destrucción del mono, su patético intento de expresar amor hasta el mismo momento de su muerte, al caer, como si flotara, desde el edificio de altura imposible a la calle ancha y desierta.

Spofforth pulsó el interruptor que encendía las luces de su oficina y volvió transparente de nuevo la ventana salediza. La oficina ya no estaba a oscuras, ya no era una sala de proyección. En el exterior, entre las coloridas flores de Washington Square, unos cuantos estudiantes de posgrado de edad avanzada, vestidos con tela vaquera, estaban sentados en círculo sobre la hierba sin segar. Todos tenían una expresión alelada. El sol se hallaba alto, lejano, en el cielo de junio. Spofforth miró a Bentley.

—Decano Spofforth —dijo Bentley—, ¿podré impartir el curso?

Spofforth lo contempló pensativo por espacio de un momento, y luego dijo:

—No. Lo lamento. Pero en esta universidad no deberíamos enseñar a leer.

Bentley se puso en pie con torpeza.

—Lo siento —dijo—, pero yo pensaba…

—Siéntese, por favor, profesor Bentley —dijo Spofforth—. Creo que podremos dar utilidad a sus conocimientos este verano.

Bentley volvió a tomar asiento. Estaba visiblemente nervioso; Spofforth era consciente de que su presencia resultaba apabullante.

Spofforth se reclinó en la silla, se estiró y sonrió amigablemente a Bentley.

—Dígame, ¿cómo aprendió a leer? —preguntó.

El hombre se quedó mirándolo mientras parpadeaba. A continuación, dijo:

—Con unas tarjetas. Tarjetas para aprender a leer. Y cuatro libros pequeños: El lector principiante;Roberto, Consuela y su perro Biff y…

—¿Dónde consiguió todo eso? —preguntó Spofforth.

—Fue extraño —dijo Bentley—. La universidad tiene una colección de películas porno antiguas. Yo estaba buscando material para un curso cuando me encontré con una película vieja dentro de una caja precintada. Con ella estaban los cuatro libros y el juego de tarjetas. Cuando proyecté la película vi que no se trataba de porno ni mucho menos. En ella aparecía una mujer que se dirigía a unos niños en un aula. Detrás había una pared negra, sobre la que la mujer trazaba marcas blancas. Por ejemplo, ella trazaba lo que luego aprendí que era la palabra «mujer», y a continuación todos los niños decían a la vez «mujer». Repitió lo mismo con «profesor», «árbol», «agua» y «cielo». Me acordé de que al examinar las tarjetas había visto el dibujo de una mujer. Debajo figuraban las mismas marcas que ella había hecho. En la película salían más dibujos, más marcas blancas sobre la pared negra, más palabras pronunciadas por la profesora y por los alumnos. —Bentley parpadeó varias veces al recordar—. La profesora llevaba un vestido de color azul y tenía el pelo blanco. Parecía sonreír todo el tiempo.

—¿Y qué hizo usted después? —preguntó Spofforth.

—Bueno. —Bentley meneó la cabeza, como si tratara de desembarazarse del recuerdo—. Proyecté la película una y otra vez. Me tenía fascinado, me fascinaba lo que mostraba. Me parecía que era… que era… —Se detuvo, incapaz de dar con la palabra adecuada.

—¿Importante? —preguntó Spofforth.

—Sí. Importante. —Bentley miró a Spofforth un instante a los ojos, contraviniendo la norma de Cortesía Preceptiva. Apartó la vista dirigiéndola hacia la ventana, al otro lado de la cual los estudiantes colocados seguían sentados en silencio, asintiendo de cuando en cuando.

—¿Y luego? —preguntó Spofforth.

—Proyecté la película de cabo a rabo, hasta perder la cuenta. Poco a poco empecé a comprender, como si lo hubiera sabido desde el primer momento, pero sin saber que lo sabía, que la profesora y los alumnos miraban las marcas y decían las palabras que las marcas representaban. Las marcas eran como retratos. Retratos de palabras. Era posible mirarlas y decir las palabas en alto. Más adelante aprendí que se pueden mirar las marcas y oír las palabras en silencio. Las mismas palabras y otras similares aparecían en los libros que había encontrado.

—Y entonces ¿aprendió usted a comprender otras palabras? —dijo Spofforth. Su voz era neutra, serena.

—Sí. Me llevó mucho tiempo. Tuve que darme cuenta de que las palabras se componen de letras. A las letras les corresponde un sonido, siempre el mismo. Era placentero descubrir lo que los libros podían decir dentro de mi cabeza… —Bajó la vista al suelo—. No me detuve hasta haber aprendido todas y cada una de las palabras de los cuatro libros. Fue más tarde, después de encontrar tres libros más, cuando supe que lo que estaba haciendo se llamaba leer.

Se quedó en silencio y, tras unos instantes, alzó con timidez la mirada hacia Spofforth.

Spofforth lo contempló largo rato y a continuación asintió levemente.

—Entiendo —dijo—. Bentley, ¿ha oído usted hablar de las películas mudas?

—¿Películas mudas? —dijo Bentley—. No.

Spofforth sonrió brevemente.

—No creo que mucha gente sepa lo que son. Son muy antiguas. Gran cantidad de ellas se descubrieron hace poco, durante una demolición.

—Ah, ¿sí? —preguntó Bentley con educación, sin entender nada.

—El problema con las películas mudas, profesor Bentley —dijo Spofforth despacio— es que lo que dicen los actores no se oye, sino que aparece por escrito. —Sonrió de nuevo, cortésmente—. Para comprenderlo, hay que saber leer.

Bentley

DÍA UNO

Spofforth me sugirió que hiciera esto. Hablar a la grabadora por la noche, después del trabajo, y analizar lo que he hecho durante el día. Me dio BB’s extra solo para esto.

A veces el trabajo es aburrido, pero tiene sus recompensas. Llevo cinco días haciéndolo; este es el primero en el que me he sentido lo bastante cómodo con la pequeña grabadora como para empezar a hablar de mí mismo. ¿Y qué se puede decir sobre mí? No soy una persona interesante.

Las películas son quebradizas y hay que manipularlas con el mayor de los cuidados. Cuando se rompen —lo que pasa con frecuencia— pierdo un buen rato pegándolas, y eso siempre es laborioso. He intentado que el decano Spofforth me asigne un robot técnico, a lo mejor un robot idiota con formación en odontología o en alguna otra variedad de trabajo de precisión, pero se limitó a responder: «Demasiado caro». Y estoy seguro de que tiene razón. Así que monto las películas en unas máquinas extrañas y viejas llamadas «proyectores», me aseguro de que estén bien ajustadas y las proyecto en una pequeña pantalla en mi cama-y-mesa-de-trabajo. El proyector es muy ruidoso. Pero hasta mis pasos suenan muy fuerte aquí abajo, en el sótano de la vieja biblioteca. Nadie viene nunca por aquí; las paredes de acero inoxidable están cubiertas de musgo.

Cuando en la pantalla aparecen palabras impresas, detengo el proyector y las leo en voz alta ante la grabadora. A veces esto no requiere más que un instante, por ejemplo, en casos como «¡No!» o «Fin», donde solo vacilo un poco antes de pronunciarlas. Pero otras veces aparecen frases más complejas, con combinaciones difíciles de letras, y entonces las debo estudiar largo rato para estar seguro de cómo se pronuncian. Una de las más difíciles estaba en uno de los fondos negros que aparecen en la pantalla, después de una escena muy emotiva donde una joven había manifestado preocupación. Leí, sin pausas: «Si el doctor Carrothers no llega pronto, madre se volverá loca». ¡No cuesta mucho imaginar los problemas que me dio! Y otra: «Solo el sinsonte canta en la linde del bosque», esta se la dice un anciano a una niña.

A veces las películas son fascinantes. He visto tantas que he perdido la cuenta, y todavía quedan más. Todas son en blanco y negro, y en ellas la gente se mueve de la misma manera espasmódica que el mono gigante en El regreso de King Kong. Todo es extraño, no solo la manera de moverse y de actuar de los personajes. También está —¿cómo puedo decirlo?— tu implicación con ellos, la impresión de que las grandes olas que son tus sentimientos podrían inundarlos. Aun así, a mi entender, a veces están tan vacíos y carentes de sentido como la pulida superficie de una piedra. Por supuesto, no sé lo que es un «sinsonte». Ni lo que significa «doctor». Pero hay algo que me desconcierta y me altera más incluso que la extrañeza y la impresión de antigüedad que desprende el tipo de vida que muestran. Se trata de las manifestaciones de unas emociones que para mí son completamente desconocidas; emociones que todos y cada uno de los integrantes del antiguo público de las películas sentían y que ahora se hallan perdidas para siempre. Tristeza es lo que siento con más frecuencia. Tristeza. «Solo el sinsonte canta en la linde del bosque.» Tristeza.

A menudo almuerzo en mi cama-y-mesa-de-trabajo. Un tazón de sopa de lentejas y tocino de mono. O una barrisoja. El servo-conserje está programado para traerme lo que le pido de la cafetería del centro. A veces, me siento y proyecto un fragmento de película una y otra vez, mientras como despacio y tanteo el camino hacia ese borroso pasado. Algunas de las cosas que veo no podré olvidarlas nunca. Puede ser la escena de una niña llorando sobre una tumba en mitad de un campo. O la de un caballo en la calle de una ciudad, con un sombrero arrugado en la cabeza y las orejas asomando a través de él, o la de unos viejos que beben en grandes jarras de cristal y se ríen en silencio. A veces, veo cosas así y lloro sin darme cuenta.

Y luego, durante varios días, las emociones desaparecen y me limito a trabajar como un esclavo y veo de un tirón películas de dos rollos, de forma mecánica: «Biograph Pictures presenta El lamento de Margaret. Dirigida por John W. Kiley. Protagonizada por Mary Pickford…». Y así hasta el rótulo de «Fin». Luego apago la grabadora, extraigo la pequeña esfera de acero y la coloco en su compartimiento en la caja negra y hermética de la película. Y paso a la siguiente.

Esa es la parte más pesada, y cuando siento que ya no puedo soportarlo, entonces recurro a la marihuana y a echar una siesta.

DÍA TRES

Hoy, por primera vez en mi vida, he presenciado una inmolación colectiva. Dos chicos y una mujer se habían sentado delante de un edificio de la Quinta Avenida donde se fabrican y expiden zapatos. Se habían vertido por encima algún líquido inflamable, porque estaban mojados. Los vi en el preciso instante en el que la mujer acercó la llama de un encendedor al dobladillo de su falda vaquera y unas llamas pálidas los envolvieron como los pétalos de una gran flor de gasa amarilla. Debían de haberse atiborrado de drogas porque sus expresiones no mostraban ningún indicio de dolor —nada más que una suerte de sonrisa— mientras las llamas, pálidas bajo la luz del sol, les enrojecían la piel y luego se la volvían negra. Varios transeúntes se detuvieron a mirar. Poco a poco, un mal olor llenó la zona, y me fui.

Había oído hablar de inmolaciones así, siempre en grupos de tres, pero nunca había presenciado una. Se dice que en Nueva York suceden con frecuencia.

He encontrado un libro, ¡uno de verdad! No uno de esos delgados, para principiantes, con los que estudié en Ohio y que solo hablaban de Roberto, Consuela y su perro Biff, sino un libro auténtico, grueso y pesado.

Fue fácil. Sencillamente abrí una de los cientos de puertas que hay a lo largo del pasillo de acero inoxidable donde está mi oficina y allí mismo, en el centro de una pequeña habitación vacía, en una vitrina de cristal, aguardaba un libro grande y grueso. Levanté la tapa de la vitrina, cubierta por una espesa capa de polvo, y lo cogí. Era pesado y las páginas estaban amarillentas y quebradizas. Se titula Diccionario. Y contiene un bosque de palabras.

DÍA CINCO

Ahora que llevo este diario presto más atención que antes a los sucesos raros del día; supongo que para poder grabarlos llegada la noche, con fines de archivo. Fijarse en las cosas y pensar en ellas supone a veces esfuerzo y desconcierto, y me pregunto si los diseñadores lo tuvieron en mente cuando hicieron que fuera casi imposible para el ciudadano de a pie hacer uso de una grabadora. O cuando nos inculcaron a todos aquella enseñanza básica: «Cuando dudes, olvídate del asunto».

Por ejemplo, me he fijado en algo extraño en el zoológico del Bronx, en varias cosas extrañas. Llevo más de un mes yendo todos los miércoles al zoo en un autobús mental y cuando llego nunca hay ni más ni menos que cinco niños, y me parece que son siempre los mismos cinco. Todos llevan camisa blanca y siempre están comiendo un helado de cucurucho y —quizá lo más raro de todo— siempre parecen muy emocionados y contentos de estar en el zoo. Los otros visitantes, de mi edad o mayores, a veces los miran distraídamente y sonríen, y, cuando notan que los miran, los niños señalan hacia un animal, un elefante, por ejemplo, y gritan: «¡Mira qué grande es ese elefante!», y las personas mayores se sonríen entre ellas, como si se sintieran tranquilizadas, como si sintieran que todo va bien. Hay algo siniestro en todo esto. Me pregunto si los niños son robots.

Y algo más siniestro incluso: si son robots, ¿dónde están los niños de verdad?

Siempre que entro en la Casa de los Reptiles veo a una mujer con un vestido rojo. A veces está tumbada en un banco cerca de las iguanas, dormida. Otras veces deambula sin hacer nada. Hoy tenía un sándwich en la mano y observaba cómo la pitón se deslizaba sobre las ramas de un árbol sintético, tras el cristal de su jaula. Ahora que hablo de ello, me surgen preguntas sobre la pitón. Siempre se está deslizando por las ramas. Sin embargo, creo recordar que hace mucho, cuando yo era niño (cuánto tiempo ha pasado desde entonces, claro está, no tengo forma de saberlo), las grandes serpientes de los zoos solían estar dormidas, o enroscadas formando un montón inmóvil en algún rincón de su jaula, casi como si estuvieran muertas. Pero la pitón del zoológico del Bronx siempre se está moviendo, saca su bífida lengua y causa escalofríos a la gente que entra en la Casa de los Reptiles para verla. ¿Acaso podría ser un robot?

DÍA ONCE

Las cosas empiezan a superarme. Tiemblo mientras dicto esto, tiemblo al registrar mis pensamientos sobre el día de hoy. No obstante, fue tan obvio, estaba tan claro una vez que lo vi. ¿Por qué nunca lo había pensado?

Pasó mientras veía una película. Una vieja estaba sentada en un porche delantero (si es que es esta la forma correcta de llamarlo) de una casa pequeña y anodina. Estaba sentada en lo que antes se conocía como una «mecedora» y sostenía a un bebé diminuto en el regazo. A continuación, aparentemente preocupada por algo, alzó el bebé y las imágenes cesaron momentáneamente, como suelen hacer, y en la pantalla aparecieron las siguientes palabras: «¡El bebé de Ellen tiene difteria!». Y cuando la palabra «bebé» apareció en la pantalla me di cuenta de pronto de que ¡no puedo recordar la última vez que vi un bebé de verdad! Amarillos, azules y rojos: más años de los que se pueden contar, y no he visto ningún bebé.

¿Qué ha pasado con los bebés? ¿Alguien más se ha hecho esta pregunta?

Y entonces, una voz dentro de mí, que posiblemente provenía de mi formación cuando era niño, dice: «No preguntes, relájate».

Pero no me puedo relajar.

Voy a olvidarme de esto y a tomar unos sopores.

DÍA DIECINUEVE

Diecinueve. Sí, es el número más alto que recuerdo haber usado jamás. Nada en mi vida me ha hecho contar hasta tan alto.

Sin embargo, sería posible, supongo, contar los azules y los amarillos de tu vida. No tendría ninguna utilidad, claro está, pero se podría hacer.

Con frecuencia, en las películas veo números elevados. Y con frecuencia, guardan relación con la guerra. El número 1918 es especialmente habitual. No tengo ni idea de lo que puede significar. ¿Ha habido una guerra que duró 1918 días? Pero nada dura tanto tiempo. La cabeza te empieza a fallar cuando piensas en algo tan duradero, tan largo o tan amplio.

«No preguntes, relájate.» Sí, tengo que relajarme.

Que no se me olvide tomar unas barrisojas y salsa de carne antes de un sopor. Las dos últimas noches se me ha olvidado comer.

Por la noche, estudio Diccionario para aprender palabras nuevas, y a veces eso me ayuda a conciliar el sueño. Pero otras veces encuentro palabras que me emocionan muchísimo. Con frecuencia son palabras cuya definición se me escapa, como «enfermedad» o «álgebra». Les doy vueltas en la cabeza y releo la definición. Pero esta casi siempre contiene otras palabras incomprensibles, que me emocionan más aún. Y después no me queda más remedio que tomarme un sopor.

No sé relajarme.

El zoo me relajaba, pero últimamente no he ido por culpa de esos niños. No tengo nada en contra de los robots, por supuesto. Pero esos niños…

DÍA VEINTIUNO

Hoy he ido al zoo y he hablado con la mujer de rojo. Estaba sentada en el banco junto a las iguanas, y yo me senté a su lado y le pregunté:

—¿La pitón es un robot?

Me miró. Había algo extraño, místico en sus ojos, como en los de alguien bajo el efecto de la hipnosis. Supe, no obstante, que ella estaba pensando y que no estaba drogada. Durante largo rato no dijo nada y yo creí que no iba a responder y que iba a retirarse a su Intimidad, tal y como a todos nos enseñaron a hacer cuando un desconocido nos molesta. Pero cuando yo ya empezaba a levantarme, dijo:

—Creo que todos son robots.

La miré pasmado. Ya nadie habla de esa manera. Y, sin embargo, yo llevaba días pensando de esa manera. Fue tan perturbador que me levanté y me fui sin darle las gracias.

Al salir de la Casa de los Reptiles vi a los cinco niños. Estaban juntos, todos comiendo helados de cucurucho, los ojos desorbitados por la emoción. Todos me miraron, sonrientes. Aparté la vista…

DÍA VEINTIDÓS

Algo fascinante que no cesa de aparecer en las películas es un conjunto de personas al que llaman «familia». Parece haber sido una organización muy común en la antigüedad. Una «familia» es un grupo de personas que están a menudo juntas, que hasta parecen vivir todas juntas. Hay siempre un hombre y una mujer, salvo que uno haya muerto; e incluso en esos casos se habla mucho del que ya no está, y los vivos tienen a su alrededor imágenes del fallecido («fotografías»), en las paredes y en otros sitios. Y están también los más jóvenes, niños de diferentes edades. Y lo sorprendente, lo que parece caracterizar a las «familias», es que ¡el hombre y la mujer son siempre la madre y el padre de todos los niños! Y a veces también hay personas de mayor edad, ¡y siempre parecen ser las madres y los padres bien del hombre o de la mujer! No sé cómo interpretarlo. Todos parecen estar emparentados.

Y, por si fuera poco, gran parte de la emoción que debían provocar estas películas parece profundamente relacionada con ese parentesco. Que, además, las películas presentan como algo bueno.

Sé, por supuesto, que no debo hacer juicios de valor. Y menos juzgar a personas de otra época. Sé que la vida que se muestra en las películas es contraria a la sentencia «Estar solo es mejor»; pero no es eso lo que me incomoda. Al fin y al cabo, he pasado intervalos de varios días con otras personas; hasta he visto a los mismos estudiantes a diario durante semanas. En las «familias», lo que me incomoda no es el Error de Cercanía. Me parece impactante que la gente corra semejantes riesgos. Parecen quererse mucho unos a otros.

Me impresiona y me entristece.

Y siempre hablan mucho entre ellos. Sus labios están todo el tiempo moviéndose, aunque de ellos no salgan palabras audibles.

DÍA VEINTITRÉS

Anoche me fui a la cama pensando en los riesgos que antiguamente corrían las personas en sus «familias» y lo primero que he hecho esta mañana ha sido ver una película que mostraba precisamente lo graves que aquellos riesgos podían llegar a ser.

En la pantalla había un viejo agonizante. Estaba tumbado en una cama rara y anticuada, en su casa —no en un centro hospitalario para fallecimientos—, y estaba rodeado por su familia. En la pared había un reloj con un péndulo. Había niñas, niños, hombres, mujeres, gente vieja, más de los que pude contar. Y todos estaban tristes y lloraban. Y cuando murió, dos de las niñas más pequeñas se arrojaron sobre él y se mecieron mientras lloraban en silencio. Al pie de la cama había un perro, y cuando el hombre murió, el animal apoyó la cabeza sobre sus patas como si estuviera apenado. Y el reloj se detuvo.

Semejante exhibición de sufrimiento innecesario me alteró tanto que dejé la película sin terminar y me fui al zoo.

Me dirigí directamente a la Casa de los Reptiles, la mujer estaba allí. Estaba sola en el edificio, salvo por dos viejos con jersey gris y sandalias que fumaban porros y meneaban la cabeza frente a los cocodrilos, en el estanque del centro de la sala. Ella se paseaba con un sándwich en la mano y, en apariencia, sin fijarse en nada.

Yo seguía alterado —por la película, por todo lo que ha sucedido desde que empecé este diario— e impulsivamente me acerqué a ella y dije:

—¿Por qué estas siempre aquí?

Se detuvo y me miró de esa manera tan suya, penetrante, mística. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que estuviera loca. Pero eso era imposible, los Detectores habrían dado con ella en tal caso, y la habrían mandado a un campo donde la habrían atiborrado de Valium Inhibidor de la Noción del Tiempo y de ginebra. No, tenía que estar cuerda. Todos los que están en la calle están cuerdos.

—Vivo aquí —dijo.

Nadie vive en zoológicos. Nadie que yo sepa. Y todas las labores del zoo las realizan, como en todas las instituciones públicas, robots de un tipo u otro.

—¿Por qué? —pregunté.

Eso era Invasión de la Intimidad. Pero, por alguna razón, me parecía que el edicto no se podía aplicar en aquel caso. A lo mejor, por todos los reptiles que se deslizaban y se retorcían en las jaulas de cristal a nuestro alrededor. Y por el follaje denso, verde, artificial y aparentemente húmedo de los árboles sintéticos.

—¿Por qué no? —dijo ella. Y a continuación—: Tú pasas mucho tiempo aquí.

Noté que me ruborizaba.

—Es cierto. Vengo cuando estoy… disgustado.

Me miró fijamente.

—¿No tomas pastillas?

—Claro que sí —dije. Y luego—: Pero vengo al zoo de todos modos.

—Bueno —dijo ella—, yo no tomo pastillas.

Ahora fui yo el que la miró a ella fijamente. Era algo increíble.