Siria Rostov - Camila Grundwald - E-Book

Siria Rostov E-Book

Camila Grundwald

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Beschreibung

Siria Rostov, una híbrido demoníaca, mitad vampiro y mitad demonio, deberá enfrentarse a la dura tarea de salvar el mundo. Su padre, el diablo, sabe que solo ella tiene el poder para matarlo. Pero… ¿podrá hacerlo? ¿Cuánto estará Siria dispuesta a perder para cumplir su objetivo? En esta historia donde no hay héroes, en la que lucha la oscuridad contra la oscuridad, se pondrán en juego las emociones y la capacidad de sentir de seres por completo insensibles. Con un estilo dinámico, la autora busca retratar la presión que exige el rol del héroe en una historia y como este puede dudar constantemente. Para conocer la luz, es necesario estar en la oscuridad…

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Magdalena Gomez.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Grunwald, Camila María Alejandra

Siria Rostov : el legado de los siete / Camila María Alejandra Grunwald. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

260 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-308-5

1. Narrativa. 2. Novelas. 3. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD A863.9283

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Grunwald, Camila María Alejandra

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Siria Rostov

El legado de los siete

En él estaba la vida y la vida era la luz de la humanidad.

Juan 1, 5.

Contenido

Introducción Pág. 11

Capítulo 1 Pág. 13

Capítulo 2 Pág. 29

Capítulo 3 Pág. 47

Capítulo 4 Pág. 63

Capítulo 5 Pág. 75

Capítulo 6 Pág. 87

Capítulo 7 Pág. 99

Capítulo 8 Pág. 109

Capítulo 9 Pág. 123

Capítulo 10 Pág. 137

Capítulo 11 Pág. 147

Capítulo 12 Pág. 153

Capítulo 13 Pág. 173

Capítulo 14 Pág. 199

Capítulo 15 Pág. 217

Capítulo 16 Pág. 235

Capítulo 17 Pág. 249

Introducción

No llevaba apellido ni segundo nombre.

Una noche del 13 de abril, un hombre vestido como cazador, con una capucha que, aunque ocultaba su rostro, dejaba ver sus brillantes ojos azules, golpeó asustado la puerta del orfanato Saint Martin. Se lo notaba nervioso, cubierto de pequeñas gotas de sangre. Sostenía algo en los brazos, algo que abrazaba con fuerza: una bebé cubierta por una sábana blanca, sucia y mojada producto de la lluvia, que parecía no querer disminuir.

Volvió a tocar la puerta, esta vez con más fuerza. La bebé comenzó a moverse más.

—Shh —le dijo con suma delicadeza. La balanceó mientras temblaba—. Ya llegamos —le susurró.

Luego de golpear tres veces, una monja apareció. No mediaron palabra porque sabían ambos qué era lo que debían hacer.

Entregó a la bebé en los brazos de aquella mujer, pero antes de que se fuera, él la detuvo. Quería despedirse. Se acercó tímidamente y besó la frente de la bebé mientras una lágrima la mojaba.

—Vendré por ti —sollozó.

Hizo un paso hacia atrás y dejó a la monja cerrar la puerta y desaparecer en la oscuridad de aquel lugar.

No sabía qué sucedería ahora con la bebé, si sería feliz, si haría amistades. Solo sabía una cosa: que, cuando cumpliese dieciocho años, él la sacaría de allí.

Siria era su nombre, escrito con sangre en la sábana que la cubría.

Capítulo 1

—¡Siria! ¡Siria!

Ella abrió los ojos asustada. Su profesora la miró con desaire.

—¿Estabas dormida, Siria? —le preguntó con enojo. La joven solo sonrió—. ¿Puedes decirme de qué estábamos hablando?

—La Segunda Guerra Mundial, profesora —Siria dijo sin estar muy segura.

La profesora cruzó los ojos y siguió hablando; ella se tumbó sobre su silla y dio un largo suspiro.

Nuevamente había soñado con ese castillo, uno enorme, de ladrillo gris, rodeado de vegetación. Pero su sueño siempre acababa con una mujer de cabello negro que salía de las grandes puertas de hierro. Ya les había preguntado varias veces a las monjas qué podía significar, y para todas era una fantasía de niña, en la que la mujer era ella misma saliendo de su castillo al encuentro de su príncipe, tal vez. Pero no se sentía así. Solo la monja Margarita la escuchaba con atención y trataba de darle una respuesta más formada.

“No es un sueño feliz”, Siria insistía. Margarita cerraba su Biblia y le dedicaba toda su atención. “Se siente más como si estuviera huyendo”. “¿De qué?”, Margarita le preguntaba. Siria nunca podía responder, siempre despertaba antes de siquiera verlo.

—Siria —la profesora le dijo. Ella la miró—. Retírate, espérame afuera.

Ella asintió, de mala gana se puso de pie y salió del salón. La profesora no tardó en aparecer.

—¿Qué sucede contigo? —le preguntó en tono reproche—. ¿Acaso quieres salir del orfanato sin un título?

—Sabes que estoy medicada —Siria le dijo—. Me duermo a menudo.

—No soy tu psiquiatra, Siria; soy tu profesora. Te necesito con el cerebro aquí, no en tus…

—Demonios —Siria completó.

La profesora dio un largo suspiro y miró por el pasillo. Unas monjas pasaban, el resto era silencio.

—Te doy la hora libre hoy, ve al patio y relájate. Mañana te necesito aquí, ¿okey?

Siria solo asintió y se apoyó contra la pared. La profesora volvió a entrar al salón.

No solo era la alumna más vieja, sino también la única con las peores notas. De por sí era difícil enseñarle, pero el hecho de que fuera la única de diecisiete años lo complicaba el triple.

El orfanato Saint Martin pocas veces había estado tan silencioso. Al año recibía alrededor de cien niños, la mayoría bebés. Como orfanato, era el mayor de la ciudad y, probablemente, de esa parte del país. Tristemente, los fondos que recibía de la Iglesia eran cada vez más acotados. Cargaba con más de setenta años de historia y muy pocas remodelaciones.

Solo tenía días de nacida cuando Siria fue llevada al orfanato, una pequeña bebé envuelta en una sábana repleta de suciedad y barro, con un nombre escrito. Cada noche, Siria tocaba la sábana e inevitablemente se preguntaba el porqué, la pregunta de todos los huérfanos allí dentro: ¿por qué fui abandonado? En sus momentos de tranquilidad, le gustaba imaginar a su madre o a su padre. Ella tenía el cabello muy oscuro, los ojos verdes y la piel excesivamente blanca. Sabía que su madre debía de ser parecida, tal vez una adolescente, y quizás por eso había decidido dejarla. ¿Una monja? El estado mental de Siria se hallaba resquebrajado, roto. Tomaba pastillas desde la infancia, pastillas para la esquizofrenia.

Siria aspiró todo lo que pudo y luego exhaló lenta y pausadamente. Salió al patio. Estaba risueña, confundida, repetía en su mente el sueño que había tenido minutos atrás. Trataba de ver partes que no estaban ahí, o tal vez sí.

Ignoró el frío que hacía afuera y caminó hacia uno de los árboles que relucían en el centro del patio. Se dejó caer y apoyó su cabeza contra el árbol. Cerró los ojos, volvió a quedarse dormida.

***

—La fiesta es excelente, ¿no lo crees? —una pelirroja le preguntó a otra mujer de cabello negro, largo hasta la cintura.

El lugar estaba claro, un amplio salón en forma circular, grandes arañas colgaban del techo en forma de cúpula de vidrio. Era fácil perder la mirada en tanto lujo y excentricidad. Aun así, la castaña no parecía disfrutarlo. Veía constantemente a cada lado, buscando… ¿Qué buscaba?

Siria trató de verla más claramente, pero no lo consiguió, parecía borrosa. Usaba una máscara para la fiesta del lugar

Un caballero esbelto y bien vestido la invitó a bailar, ella aceptó de mala gana. Se podía sentir la tensión entre ellos, castaña lo percibió cuando el joven la tomó de la cintura. El tacto la erizó por completo. Lo conocía, una mirada atrayente, unos ojos tan negros como ruinas.

—¿Qué haces? —ella le preguntó. La música comenzó a sonar; el baile era simple, coordinado, suponía que no se soltaran de las manos, por más que la castaña intentase.

—Ven conmigo —él le dijo al oído. Ella negó, pero no podía decirle que no, Siria sintió su desesperación.

El baile siguió con normalidad, pero la joven consiguió liberarse y salir corriendo. El joven sonrió y miró a Siria.

***

Siria abrió los ojos, tenía las manos y los ojos negros. Trató de controlar la respiración, hacer los ejercicios que su psiquiatra le había enseñado. Puso las manos en el suelo y miró hacia arriba.

Creyó por un momento que había vuelto a la normalidad. Lo que vio la dejó sin aliento: una rama negra comenzaba a nacer de la nada.

—Dios mío. —Se puso de pie de un salto.

La rama negra se detuvo y de ella surgieron unas hermosas hojas del mismo color.

—¿Alguien más puede ver esto? —murmuró.

Vio en dirección al orfanato, quedaban unos minutos para que las clases terminaran. Las monjas apenas veían al patio.

Siria se acercó con timidez a la rama y la tocó: era fuerte, se sentía real. Trató de cortarle un pedazo; el primer intento fue fallido, al igual que el segundo y el tercero. Al final se rindió, supuso que era solo su esquizofrenia.

—Qué bonita rama —Mía canturreó. Siria casi la golpeó.

—Apareciste de la nada —se rio sosteniendo su pecho—. Qué silenciosa eres.

—Es que estabas concentrada mirando eso, no me escuchaste llegar.

Ella asintió, se puso de cuchillas y abrazó a Mía.

—¿Cómo estás, pequeña? —le preguntó.

—Algo cansada —le respondió la niña. Siria la miró confundida—. No me gustan las matemáticas —se sinceró. Eso hizo a Siria reír.

—A nadie le gustan, cariño.

Siria notó que Mía llevaba abierto su libro de dibujos, tuvo curiosidad de preguntar qué había hecho esa vez.

—Si prestaras más atención a las clases, tal vez se te haría más fácil realizar un par de cuentas —Siria bromeó, la niña corrió los ojos.

—Es que sabes cómo somos los artistas, Siria: si viene la inspiración, debemos dibujar.

—¿Y qué inspiración llegó hoy, pequeña Frida Kahlo?

Mía le mostró el dibujo orgullosa; para su edad, la niña era verdaderamente hábil en eso. El dibujo, esta vez tan real, le generó un nudo en la garganta.

—¿Un dragón? —le preguntó confundida. Mía asintió.

—Un dragón rojo.

—Siempre dibujas princesas o a las monjas. ¿Por qué un dragón? ¿Lo viste en una película?

—Solo lo dibujé.

Mía era realmente una niña muy especial. Cuando tenía diez años, Siria recibió a la pequeña bebé en la puerta del orfanato. Se encariñó tanto que suplicó a las monjas que la dejaran cuidarla. Ellas sabían que era un riesgo, pero también notaban que el humor de Siria mejoraba cuando estaba con la bebé, entonces aceptaron. Desde ese día, no se habían separado. Al contrario de las demás chicas del orfanato, a Mía no le asustaba dormir en el mismo cuarto que Siria, por lo que las pusieron juntas en la misma habitación desde que Mía tuvo edad para dormir en una cama.

Una puntada en la cabeza sorprendió a Siria, que se echó para atrás. Mía la miró. El dolor era tan fuerte que apenas podía mantenerse de pie.

—¿Estás bien? —le preguntó Mía asustada.

Siria asintió. Se puso de pie, señaló el libro para que la pequeña lo levantara.

—Entra al orfanato —le pidió. Mía negó.

Las puntadas se intensificaron y los susurros aparecieron.

—Siria, ¿qué sucede? —Mía volvió a preguntar—. ¿Quieres que llame a alguien?

Siria negó nuevamente, abrió los ojos y trató de mantenerse erguida. Se sentía muy cansada, como si estuviera ahogándose a sí misma. Sus manos temblaban, las guardó en los bolsillos.

—Entra, cariño, yo te sigo.

Antes de que Mía pudiese caminar hacia el orfanato, Siria vio a una de las monjas observarlas fijamente desde la puerta. Tomó los hombros de la niña y la atrajo hacia sí, sin saber específicamente por qué lo hacía. Mía se sacudió ligeramente por el empujón.

—¡Ey! —le dijo—. ¿No querías que me fuera?

Siria no le respondió, mantuvo la mirada fija en la monja, que comenzó a avanzar en dirección a ellas. Sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y, sobre todo, sintió miedo. Decidió no ignorar ese sentimiento y mantener aferrada a Mía.

—Hermana —Siria la saludó.

La mujer sonrió extrañamente. Miró a Siria y después a Mía.

—¿Cómo se encuentran? —les preguntó.

—A Siria le dolía un poco la cabeza —Mía soltó. Siria le dio un ligero golpe, no tenía que decir eso.

La monja dio unos pasos al frente hasta quedar a centímetros de ella. Levantó la mano y tocó la mejilla de Siria, ella retrocedió instintivamente. Tenía las manos muy calientes.

—¿Tiene fiebre? —le preguntó Siria. La mujer sonrió.

—Creí que yo debía preguntarte eso —le dijo sonriendo—. Ve a la enfermería después de clases para que te den algo para el dolor.

La mujer miró la rama directamente, Siria tragó saliva. Levantó la mano y tocó la rama gris.

—Qué especie de árbol más rara —dijo soltando una carcajada terrible. Miró fijamente a Siria—. ¿No lo crees?

—Coincido completamente, hermana —Siria le dijo.

La hermana miró a los lados.

—Es un hermoso día, ¿no creen?

—Hace bastante frío —dijo Mía. Siria le dio por segunda vez un ligero golpe, la niña se quejó—: No he dicho nada malo, Siria.

En el rostro de la madre superiora se formó una sonrisa torcida no necesariamente amistosa, el nudo en la garganta de Siria pareció crecer. No parecía que tuviese a una monja normal en frente, pero ¿quién podría ser? O quizás solo ella estaba teniendo un mal día y todo le parecía extraño.

—Qué nombre más bonito —le dijo dulcemente.

Siria tragó saliva y volvió a empujar a Mía.

—Tenemos que irnos —le dijo a la pequeña y luego a la mujer—: Nos vemos más tarde.

Prácticamente arrastró a Mía por el patio. La niña trataba de hablarle, pero no pudo hasta que entraron al orfanato y cerraron la puerta de vidrio detrás de ella. Siria miró y la monja seguía ahí, parada en medio del verde jardín. Volvió hacia Mía y la llevó hasta el comedor.

—Ya para, Siria —le pidió. Ella se detuvo—. Me duele el brazo.

—Lo siento, es que me asusté —acabó diciendo sin pensar. Mía asintió.

—Actuaba como si no te conociera —le dijo confundida, acomodándose la campera que traía puesta—. Y el día está horrible.

—Me alegra que también lo notaras. —Siria volvió a repetir sin pensar—: Digo, estaba rara. A veces creo que solo yo veo esas cosas.

Los gritos de las niñas interrumpieron su conversación. Comenzaron a llegar en bandadas, riendo y diciendo cosas que ella no conseguía descifrar, emocionadas y hambrientas. Siria recordó que era día de tacos, apenas podía pensar en comer. Este era el primero de sus ataques que la dejaba exhausta.

Las monjas entraron al comedor. Cargaban las bandejas en las manos, pero se negaron a ponerlas en las mesas hasta que las niñas se sentaran. Mía soltó la mano de Siria y corrió hacia la mesa. Ella simplemente retrocedió y trató de irse, pero la madre Teresa se interpuso en su camino.

—Pequeña, ¿no vas a comer?

—No tengo hambre, madre.

—Te ves cansada. ¿Qué sucedió esta vez?

—Me quedé dormida en clases y en el patio. Creo que eso es señal de que debo dormir en mi cama —se rio con nerviosismo.

Siria en serio quería contarle lo que acababa de suceder. Confiaba en Teresa, pero no lo suficiente. «Evitaré la iglesia esta vez», pensó y sonrió.

—Iré a descansar y estaré perfecta para la tarde de juegos

Le dio un golpe en el hombro a la monja y se escabulló rápidamente.

—Que descanses entonces —Teresa murmuró, pero Siria ya no estaba allí. Los ojos de la monja se encontraron con los de la hermana que estaba en el patio—. Qué extraño.

Subió las escaleras, siguiendo el mismo camino que había hecho por diecisiete años, y se internó en su cama tibia y suave. Sus músculos le dolían y tenía un leve malestar. Cerró los ojos y dejó que el sueño se abriera paso, lo último que escuchó fueron unos leves pasos en la escalera.

***

Siria había sido adoptada por una familia preciosa cuando tenía siete años, una madre amorosa y un padre atento y honesto: Margarita y Héctor Botton.

Cuando los Botton la adoptaron, vieron en ella una niña tranquila y muy hermosa, como una muñeca. La llevaron a su hogar y la presentaron al resto de la familia con un gran almuerzo de domingo. La madre de Héctor había jugado con ella hasta muy tarde ese día. Siria acabó tan cansada que no había escuchado la tormenta formarse.

Llovía y el viento azotaba la ventana del cuarto. Unas gotas chocaban con el vidrio, haciendo un sinfín de sonidos apacibles y relajantes, hasta que una piedra pareció chocar y un sonido como de un golpe despertó a Siria. Ella abrió los ojos y se levantó a cerrar el postigo de la ventana. A la mitad del camino, algo la hizo detenerse. Los susurros comenzaron. Corrió de nuevo a su cama tapando con fuerza sus oídos. No funcionó, los susurros se habían convertido en gritos y ya no podía contenerse. Vio sus puños, tenía las venas negras. Negó y lloró desesperada. Pero el susurro se había convertido ya en un llamado. Ella levantó la vista y vio en el espejo a una figura que ya nunca olvidaría: un joven con el cabello rizado y los ojos azules. Recordaba su sonrisa escalofriante y el aspecto enfermizo que tenía. El hombre del espejo había dibujado con sus dedos un círculo y casi al unísono la ventana se abrió con tanta intensidad que asustó a Siria. Ella vio muda que un remolino de agua entraba y se volvía una figura esbelta; estaba tan asustada que no dijo palabra alguna.

A lo lejos, Margarita luchaba con todas sus fuerzas para abrir la puerta. Siria podía oírla, pero no conseguía hablar. El extraño sacó una daga de su bolsillo y la apuntó hacia la niña. Ella estaba apoyada contra la pared, temblando.

—¡Siria, cariño!, ¡¿qué sucede?! —le gritaba la mujer, ajena a lo que allí adentro ocurría.

El hombre del espejo iba a matarla. La forma se acercaba lentamente hasta que, de repente, se detuvo. Se cristalizó como si se hubiese congelado y explotó. Siria cubrió su rostro, aunque un pequeño pedazo de cristal alcanzó a lastimar su piel. La mujer logró abrir la puerta.

Podría haber corrido hacia ella, abrazarla, pero se quedó en el marco de la puerta, viendo anonadada la habitación destruida.

Siria, al no escuchar nada, se sacó las manos de la cara y vio el espejo hecho pedazos. No había rastro alguno de la figura, solo vidrios desparramados por toda la habitación y la ventana cerrada. Giró hacia la mujer y vio la forma en que esta la miraba. Se tocó la cara y sintió el corte en su mejilla. Sabía perfectamente cómo se veía la situación.

La pareja no se atrevió siquiera a moverla de allí, la dejaron en la habitación y llamaron a las monjas. Siria conseguía escuchar cómo Margarita les gritaba a las hermanas que ella estaba poseída. Héctor las amenazaba con demandar al orfanato por no haberles hablado de la situación.

Siria escuchó los pasos de una de las monjas, que subía por las escaleras. Cuando abrió la puerta, era la madre Teresa; sonreía. Caminó lentamente hacia ella y se sentó a su lado.

—¿Puedes decirme qué sucedió? —le preguntó con dulzura acariciando sus rodillas—. Déjame verte, Siria.

La niña se sentó con la cabeza baja.

—Tienes un corte —le dijo tocando su mejilla—. ¿Te lo hiciste tú?

—Me lo hizo el hombre —respondió suavemente. Teresa la vio confundida.

—¿Tú papá adoptivo? —Siria negó.

—El hombre del espejo. —Lo señaló con su dedo aún temblando.

—¿Cómo era ese hombre?

—Tenía rulos y el pelo negro, muy delgado, parecía enfermo —sollozó—. Tengo miedo.

Siria abrazó a Teresa. La mujer acarició su pelo y notó que estaba húmedo.

—Nos arriesgamos mucho al traerte aquí —susurró.

Si la ventana jamás se había abierto y todo había sido imaginación de Siria, que su pelo estuviera mojado era muy extraño. Teresa más que nadie conocía que las extrañezas con la pequeña no existían.

Una vez que hubieron regresado al orfanato, Teresa evitó en todo lo que pudo que enviaran a Siria al hospital, pero las demás monjas consideraban que la niña tenía un trastorno mental. La psiquiatra no hizo más que confirmar esa aseveración y comenzó su tratamiento al poco tiempo. Las pastillas no le hacían absolutamente nada. Pero su magia huía asustada, se había reprimido ella sola. Hasta que Siria tuviera que necesitarla.

***

Escuchó gritos. Abrió los ojos rápidamente, una nube la estaba rodeando, a ella y a toda la habitación. Tardó unos segundos en entender lo que estaba sucediendo. El orfanato se estaba incendiando. Se levantó de un salto, vio hacia afuera: el sol estaba brillando aún, no debían ser más de las cinco de la tarde. Se acercó a la ventana; cuando trató de abrirla, esta la quemó. Se echó para atrás con un quejido. Vio la yema de sus dedos, rojos y palpitantes. Algo no andaba bien allí. «¿Qué rayos está sucediendo?», pensó.

La puerta de su habitación se abrió casi sin necesidad de que ella la golpeara. Afuera todo era un caos. Las niñas y las monjas se amontonaban en la puerta principal. Teresa estaba intentando abrir la entrada con un trapo; desde allí Siria podía oler la sangre que salía de sus manos.

—¡Siria! —gritó una de las niñas. Teresa se volteó y la vio, sus ojos lagrimeaban.

El humo estaba por todos lados y el piso comenzaba a quemarse, el sector de las monjas ya estaba completamente en llamas. La escalera parecía estar sobreviviendo hasta ese momento. Siria bajó rápidamente y llegó donde todas estaban. Se dio cuenta de algo sumamente triste al llegar: ella era la única mayor de ahí. Las monjas eran solamente tres, mayores de entre sesenta y setenta, muy cansadas y sin fuerzas. Las niñas eran seis, todas menores de diez años. Tenía que ayudar de alguna forma, era la única que podía.

—Vamos a morir aquí —lloró una de las niñas.

—¿Qué está sucediendo? —Siria les preguntó a las monjas mientras abrazaba a una de las niñas.

—Todo está quemándose —Teresa lloró. Perdió el equilibrio y fue agarrada por una de las monjas. Siria negó.

—Veo el fuego, pero ¿por qué se quema de manera tan extraña?

Ellas no pudieron responderle. El fuego estaba expandiéndose por el piso y las paredes, casi alcanzaba a las niñas. El techo crujía y una de las vigas comenzó a desintegrarse dejando caer pequeños pedazos de madera. Iban a morir quemadas, era la realidad.

Siria vio sus manos, las quemaduras de hacía solo momentos ya no estaban. No pensó la razón, debía actuar rápidamente. Miró la puerta y se abalanzó a ella. Las monjas no dijeron nada cuando apretó con fuerza el picaporte. Gritó de dolor, podía sentir fuego en sus manos y en sus muñecas, lo podía sentir expandiéndose. Siguió tirando a pesar del dolor, dos veces más hasta que finalmente se abrió.

Retrocedió unos pasos mientras veía que su piel relucía en el interior. «No puede ser», pensó; trató de no desesperarse. Las monjas no dijeron nada y menos las niñas. Corrieron rápidamente a la salida y dejaron solamente a Siria y Teresa adentro.

—¡Vámonos! —exclamó la mujer. Un grito irrumpió en la habitación. Era un llamado suave que provenía de la habitación de Siria.

—¡Ayúdenme! —gritaba desesperada. Siria reconoció la voz: Mía. Notó que no había salido con los otros niños, ella no estaba allí.

—¡Iré por ella! —le vociferó a Teresa. Con el sonido de las vigas, apenas podían oírse—. ¡Usted tiene que irse!

—No conseguirás salir —graznó la monja, que aún sangraba.

—No la dejaré.

Retrocedió y se volteó para subir a las escaleras. Teresa había salido. Cuando se giró para ver si la monja estaba allí, tuvo que cubrirse los ojos. La viga finalmente cayó justo delante de la puerta. «Encontraré otra manera de salir», se dijo a sí misma.

—Voy por ti, Mía.

Subió los escalones, crujían y comenzaban a incendiarse; estaba quedándose sin tiempo.

Los gritos se desvanecieron cuando ella tocó el suelo del segundo piso, que ahora parecía cada vez más débil. Un silencio inundó el aire.

—¿Mía? —la llamó.

Unos pasos fuertes irrumpieron, salían de la habitación.

—Ayúdenme —susurraba con la misma voz que Siria había escuchado. Sonaba como Mía, pero no era ella.

La figura soltó una carcajada seca, Siria contuvo la respiración. Era un hombre de contextura delgada, de ciento ochenta centímetros de alto, el cabello rojo como el fuego que los rodeaba y la piel casi tan blanca como una hoja. Tenía los rasgos finos, como si estuvieran dibujados con el más mínimo cuidado. Y sus ojos eran celestes o azules tal vez. La vio con cierta curiosidad.

—Eres casi tan linda como te imaginé, jovencita —exclamó en tono coqueto y sonrió.

Automáticamente Siria recordó el encuentro que había tenido esa misma mañana con la monja. El joven sonrió de la misma forma que ella lo había hecho, y ahí comprendió que se trataba de la misma persona. Siria tenía muchas preguntas, pero solo pudo formular una, que era la que más le importaba.

—¿Dónde está Mía? —le preguntó. El joven se mordió el labio y asintió.

—Está afuera —le dijo tranquilamente—. Ella nunca entró al edificio. No soy un monstruo, no mato niñas —rio.

—¿Quién diablos eres, entonces?

El joven levantó las manos. Siria vio las líneas rojas que las cubrían, parecían latir. ¿Eran cortes o sus venas? Hizo un leve círculo que le resultó familiar y el fuego que los estaba por alcanzar se detuvo, se paralizó. Siria se volteó y lo vio anonadada. «Esto no puede estar pasando», pensó confundida.

—Tú no eres real —le dijo sollozando—. Esto debe ser un sueño o algo así.

—¿La rama también es un sueño? —le preguntó con ironía. Siria tragó saliva—. Pensé que serías diferente.

—¿Por qué estás haciendo esto? —Pareció hasta sollozar. Su mente estaba dando mil vueltas. Retrocedió cuando él avanzó hacia ella, pero se detuvo. Todo estaba sucediendo demasiado rápido y apenas le estaba dando tiempo de pensar.

—No es personal, hermosa —sonrió—, pero debes morir.

El suelo de Siria comenzó a rechinar. Ella se sacudió. El fuego volvió a funcionar y a cubrir el piso por completo.

—Los vampiros no son inmunes al fuego, Siria Rostov.

El joven se chasqueó los dedos y el piso se rompió. Todo se destrozó, ella cayó. Por un momento perdió el conocimiento, un corto momento.

***

Abrió los ojos nuevamente. Había demasiado humo, tenía el piso encima, presionando sus pulmones. Podía sentir el sabor de su propia sangre y la debilidad de sus piernas, ahora atrapadas por mucha madera quemada. Iba a morir y lo sabía; pero, al contrario de lo que había pensado, ella tenía miedo. «No quiero morir», lloró.

Trató de mover los brazos, tenía pedazos de madera clavados. Era inevitable. Cerró los ojos, se concentró en el sonido de la madera. Un sonido similar a un crac fue lo último que escuchó. Una leve sensación de frío la cubrió por completo y ya no supo más.

Capítulo 2

Palpó una sábana suave debajo de sus dedos. La presionó con fuerza, sintiendo el algodón entre las comisuras.

Cuando abrió los ojos, sintió que la luz la encandilaba; los volvió a cerrar. Tenía suero en el brazo derecho y una máquina conectada a su corazón. El sonido le molestaba. Entreabrió los ojos y se acostumbró poco a poco al foco fluorescente que tenía encima. El techo era blanco, al igual que las paredes. Trató de sentarse como pudo y notó que tenía la mano izquierda esposada. Estaba en un hospital. «Estoy viva —pensó—. Encadenada, pero viva».

Trató de pensar, tenía recuerdos confusos: el orfanato incendiándose, el joven pelirrojo y principalmente el piso encima de ella. Usó la mano libre y tocó su pecho, no tenía nada. El dolor había desaparecido. «¿Cuánto tiempo estuve dormida?». Las niñas y todo lo demás parecía tan lejano en ese momento. Pero no era un sueño.

Escuchó voces detrás de la puerta. Miró hacia allí. Había una ventana que separaba la habitación del pasillo, cerrada con una cortina. Se podía ver a dos personas hablando; una mujer de baja estatura y un hombre que la doblaba en altura, vestidos con bata: eran médicos.

—Llame a la central —la mujer le dijo. Se la escuchaba nerviosa y tenía un incómodo tic con su cabello—. Te recomendaría que no ingreses ahora.

—Necesito saber cómo está —le dijo él en tono cortante, casi sin escuchar lo que la mujer decía.

—¿Acaso no viste los estudios? —le preguntó—. Ella está completamente bien.

—Sigo pensando que algo podría haber salido mal —replicó con tono algo cansado en su voz, estaba deseoso de ver a Siria.

—Ingresó con múltiples fracturas, en costillas, en piernas y en uno de sus brazos —dijo con voz baja—. Hasta tenía quemaduras graves.

El médico suspiró. Vio por la ventana y se encontró con Siria, que observaba desde su camilla. Ella se asustó y volvió a acostarse. Esperaba que no la hubiese visto. Estaba nerviosa. La mujer tenía razón, ella recordaba la sangre.

—Ve y lleva las muestras a la central para que allí las examinen —el médico le dijo. La mujer asintió y desapareció en el pasillo.

El hombre abrió la puerta y la cerró detrás de él. Vio que Siria estaba acostada y sonrió.

—Sé que estás despierta, Siria —le dijo dulcemente.

Ella maldijo internamente, abrió los ojos y volvió a sentarse. Vio al hombre, que estaba en la puerta, y por un momento sintió que su corazón se detenía, el contacto con sus ojos le erizó la piel. Era alto, de contextura atlética, su cabello era castaño claro, rizado. Sus rasgos eran muy finos y delicados. Joven, parecía no tener más de treinta, y unos imponentes ojos celestes casi grises.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó. Siria tragó saliva.

—Cómo debería.

Él sonrió. Siria lo vio con confusión. «¿Quién es?», pensó.

—¿Le dije algo gracioso, doctor? —le preguntó. Intentó no sonar arisca, pero fue inevitable.

—Depende a quién se lo digas. —Volvió a sonreír.

Ella trató de levantarse, pero las esposas se lo impidieron. Las miró y luego al médico.

—Estoy esposada —Siria le dijo con molestia—. ¿Por qué?

Él pareció recordar lo que venía a hacer. Entonces, sacó de su bolsillo una llave y caminó hacia ella. Siria retrocedió el cuerpo cuando él se acercó.

—No tienes que temerme —le dijo tranquilamente—. Solo déjame que te quite eso.

Siria lo vio un momento más hasta que decidió relajar la postura del cuerpo y dejar que él quitara la esposa. Le dolía la muñeca izquierda, vio la cicatriz que tenía hasta que la ocultó con su otra mano. El joven también la notó.

—¿Qué te pasó en las muñecas? —le preguntó. Siria se cubrió como pudo.

—No sé quién eres, no te diré nada —replicó fríamente. El suero que tenía en el brazo comenzó a molestarle, le picaba—. Contesta a mi pregunta.

—Por lo que escuché —él suspiró—, es por tu rápida mejoría de ayer a hoy.

—¿De ayer a hoy? —le preguntó sorprendida. Volvió a tocar su pecho—. No pudo haber pasado un día.

—El incendio fue ayer, Siria.

—Es imposible, yo… —ella tartamudeó.

Recordó lo que había pasado con la puerta, la forma en que sus dedos se habían curado o sus brazos brillaban. «Esto no puede estar pasando», pensó.

—Es lo mismo que dicen los médicos aquí —le dijo.

Luego él se mordió el labio y volvió a suspirar. Miró la hora, se le estaba acabando el tiempo.

—Además, las monjas declararon que abriste una puerta que estaba demasiado caliente y tus brazos parecían haber absorbido el calor —dijo dubitativo.

Él sabía perfectamente lo que significaba, solo que no estaba seguro de si debía decírselo de esa forma y en ese momento.

—Una de las monjas había tratado de abrirla y se quemó por completo las manos, tuvieron que trasplantarle piel.

Siria estaba en verdad muy confundida. Las escenas desfilaban por su mente como una película de ciencia ficción, irreal, repleta de situaciones incoherentes. El médico la miró y luego su reloj; el tiempo de rememorar se estaba acabando.

—Había un chico pelirrojo —le comentó y volvió a mirarlo—. ¿Lo encontraron?

El joven negó.

—Sé que va a sonarte raro, pero tenemos que irnos ahora. —Empezaba a sonar más nervioso—. Te lo explicaré cuando estemos lejos, no estás segura aquí.

Siria negó rápidamente.

—¡No me iré contigo a ninguna parte, no te conozco!

—No estás segura aquí, tendrás que confiar en mí —volvió a repetirle. La puerta comenzó a sonar. Estaba la enfermera con más personas alrededor.

—¡Abran la puerta! —gritó desde el pasillo—. La policía está aquí.

Siria terminó por quitarse el suero que tenía en el brazo, el pinchazo de la aguja desapareció instantáneamente. Acabó por no sorprenderse. La primera opción que se le ocurrió era que estaba teniendo un ataque esquizofrénico o algo peor.

—Ni siquiera sé tu nombre —le dijo ella finalmente, se había bajado de la cama. Tenía dos opciones: caminar hacia la puerta o irse con el desconocido de ojos grises.

—Marco, mi nombre es Marco —respondió.

Buscó por la habitación una silla. Vio una que estaba al lado de la camilla, serviría para romper el vidrio de la ventana.

—Confía en esto entonces: te curas con mucha rapidez, ellos te llevarán a hacerte miles de estudios, si es que el joven pelirrojo no te mata antes.

Caminó hacia ella y tomó sus manos, que estaban apoyadas en su abdomen.

—Ven conmigo. —Lo dijo casi tan lento que parecía hablarle a un niño pequeño.

El contacto con la piel de Marco erizó a Siria. Ella le quitó las manos al cabo de unos segundos, pero acabó por asentir. «Confía en el desconocido —se dijo a sí misma—, es mejor que miles de personas clavando agujas en tu cuerpo».

Él sonrió y tomó la silla con ambas manos. De un solo golpe, rompió la ventana. Miles de vidrios se esparcieron por la habitación. Los policías ya habían intentado tumbar la puerta dos veces, no fallarían.

—Tendrás que correr —le dijo. Se escuchaba nervioso y emocionado a la vez. Había esperado tanto por ella y, aunque no era la mejor forma, era la única.

Siria ignoró la alegría de su secuestrador y cruzó rápidamente la ventana seguida por Marco.

Para la suerte de ambos, la habitación de Siria estaba en la planta baja. Comenzaron a correr desesperados por ese patio; estaba casi todo cubierto de pasto, con excepción de algunos árboles, que estaban distribuidos simétricamente. Desde donde estaban, se podía ver la reja que marcaba el fin del terreno junto a un inmenso agujero, que era su salida. El resto de los pacientes que paseaban por el lugar ignoraron inclusive a los policías que los perseguían.

Llegaron al final del amplio patio. Había un amplio orificio hecho de una manera particular, no parecía quemado o cortado. Siria trató de ignorar ese punto y lo cruzó.

El bosque que estaba allí era más denso y con más cantidad de vegetación. Siria se preguntó qué clase de hospital era ese y por qué la habrían llevado allí, estaba alejado y era muy inhóspito.

Cuando dejaron de escuchar a los policías, ella detuvo el paso y trató de no tumbarse en el suelo. Le costaba respirar y probablemente nunca había corrido tanto y tan rápido. Marco hizo lo mismo, solo que no estaba cansado.

—Eso fue demasiado —dijo tratando de respirar—. ¿A dónde me llevarás ahora?

—A un lugar seguro —volvió a decir.

Se quitó la bata de médico que tenía y se la entregó a Siria. Ella la tomó apenas hubo conseguido erguirse.

—Estás desnuda —le dijo sonriendo.