Sombra del pasado - Sombras en el paraíso - La sombra del triunfo - Liz Fielding - E-Book

Sombra del pasado - Sombras en el paraíso - La sombra del triunfo E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Sombra del pasado Romana Claibourne estaba totalmente decidida a demostrar que ella y sus dos hermanas eran capaces de dirigir Claibourne & Farraday, unos exclusivos grandes almacenes de Londres. Y que podían hacerlo con más éxito que los hombres del clan Farraday. Romana pensaba que aquello era bien fácil... Pero no lo era tanto. Tendría a Niall Farraday pisándole los talones durante un mes para aprender de su gestión en el negocio. ¿Cómo iba a poder impresionarlo si era tan atractivo que la desconcentraba? Estaba enamorándose de su enemigo... Sombras en el paraíso Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla. En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo... en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué. La sombra del triunfo India Claibourne era inteligente, bella… y además dirigía unos importantes grandes almacenes londinenses. Jordan Farraday era un magnate increíblemente guapo cuya mayor ambición era absorber aquellos grandes almacenes. Quizá Jordan hiciera que se le acelerara el corazón con solo mirarla, pero de ningún modo se iba a rendir ante él. La guerra había comenzado y en ella se iban a descubrir secretos del pasado que pondrían sus vidas patas arriba. Aunque se suponía que solo podía haber un vencedor, quizá esta vez hubiera dos...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 54 - julio 2021

 

© 2002 Liz Fielding

Sombra del pasado

Título original: The Corporate Bridegroom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2002 Liz Fielding

Sombras en el paraíso

Título original: The Marriage Merger

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2002 Liz Fielding

La sombra del triunfo

Título original: The Tycoon’s Takeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin

Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española

de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-982-1

Índice

 

Créditos

Índice

Sombra del pasado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Sombras en el paraíso

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

 

La sombra del triunfo

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

NOTA DE PRENSA

 

Claibourne & Farraday se complace en anunciar que la señorita India Claibourne ha sido nombrada Directora de la empresa.

Las señoritas Romana y Flora Claibourne serán

designadas miembros permanentes del Consejo de Administración.

 

 

LONDON EVENING POST

SECCIÓN DE ECONOMÍA

¿Habrá llegado por fin la igualdad a los grandes almacenes más antiguos y elegantes de Londres?

 

El anuncio hecho hoy de que India Claibourne, de veintinueve años, va a ocupar el puesto de su padre como directora de Claibourne & Farraday, supone el fin de una era. Uno de los últimos bastiones de dominación masculina ha sido derrotado.

Las guapísimas hermanas Claibourne han pertenecido al equipo de dirección desde que tuvieron edad suficiente para disfrazarse de ayudantes de Santa Claus. Ahora han decidido que ya es hora de acabar con el imperialismo masculino de sus antepasados.

En 1832, los fundadores de C&F, un ayuda de cámara llamado Charles Claibourne y un mayordomo de nombre William Farraday, llegaron por fin a un acuerdo de sucesión que otorgaba una participación mayoritaria al primogénito varón de cada familia. Desde entonces, la autoridad masculina nunca había sido cuestionada.

¿Qué opinarán los hombres de la familia Farraday de los nuevos nombramientos? Sigan al tanto en esta sección.

 

 

MEMORANDUM

De: JORDAN FARRADAY

Para: NIALL FARRADAY MACAULAY y BRAM FARRADAY GIFFORD

 

Supongo que ya habréis leído el recorte de periódico que os adjunto. Antes que nada, quiero que sepáis que he cursado una recusación legal contra el nombramiento de India Claibourne como directora.

La respuesta de las Claibourne me ha parecido interesante. Yo pensaba que adoptarían una postura feminista o que recurrirían a las leyes contra discriminación sexual. Pero en lugar de eso, parecieron sorprenderse de que, según sus palabras, «tres hombres tan ocupados encontraran tiempo para dedicarse al día a día de una tienda».

Es posible que sospechen que nuestra intención es liquidar el activo y las propiedades y venderlo todo, algo que no podrán evitar cuando nos hagamos con el control. Tenemos que convencerlas de que nada hay más lejos de nuestra intención y por eso he aceptado su propuesta: cada uno de nosotros pasará algún tiempo supervisando su trabajo durante los próximos tres meses.

Al parecer, las hermanas Claibourne quieren demostrarnos que su experiencia de base supone para Claibourne & Farraday una ventaja mayor que nuestros conocimientos financieros. Un paréntesis de tres meses fingiendo tener espíritu de cooperación no nos hará ningún daño. Si todo sale como espero, este asunto acabará en los tribunales, y toda la información que hayamos obtenido nos servirá en el juicio como arma para apartarlas del Consejo de Administración.

Hemos quedado en que Niall supervisará a Romana Claibourne durante el mes de abril; Bram hará lo mismo con Florence Claibourne en marzo y yo trabajaré con India a lo largo del mes de junio. Os adjunto un dossier de vuestras respectivas compañeras para que lo estudiéis. Por favor, dedicadle a este asunto todo el tiempo que podáis sin que parezca que os aparta de vuestra actividad normal.

Me doy cuenta de que es una imposición, pero, como accionistas, os pido que recordéis cuál será la recompensa: el control absoluto de un negocio de primera magnitud y uno de los patrimonios más valiosos de todo el país.

 

***

E-MAIL

Para: [email protected]

Copia: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: Niall Farraday Macaulay

 

Romana:

Los abogados han solicitado tres meses para presentar un recurso contra la demanda de los Farraday para hacerse con la empresa. Para ganar tiempo, he tenido que fingir que estaba dispuesta a colaborar, y les he ofrecido a los Farraday la oportunidad de ver desde dentro cómo trabajamos.

Niall Farraday Macaulay se pondrá en contacto contigo para iniciar la supervisión de tu trabajo durante el mes de abril. Niall es un inversor bancario, y no tengo ninguna duda de que le encantaría meter mano en los activos de Claibourne & Farraday. Necesito que lo convenzas de que lo que más le interesa es dejar todo en nuestras manos.

Creo que los Farraday han aceptado supervisarnos para conseguir sacarnos información. Por favor, mantén la guardia bien alta.

India

Capítulo 1

 

Romana Claibourne hacía malabarismos con un vaso de cartón lleno de café, una pequeña maleta de cuero y varias bolsas de plástico. El pánico se iba apoderando de ella mientras buscaba su bolso. No solo no encontraba la cartera, es que además, entre todos los días posibles, Niall Farraday Macaulay había decidido presentarse justo aquel.

Romana nunca había llegado a tiempo a ningún sitio, y eso que el mensaje de India había sido muy claro: la puntualidad era esencial. Niall Macaulay quería concretar el tema de la supervisión con ella a las doce en punto, y Romana tenía que dejarlo todo y llegar a tiempo. No había nada más importante, ni siquiera la inauguración de la semana solidaria que cada año se celebraba en Claibourne & Farraday.

—Perdón —dijo lanzándole al taxista una mirada de disculpa—, tiene que estar en alguna parte. La tenía cuando me subí.

—Tómese su tiempo, señorita —replicó el hombre—. Yo tengo todo el día.

Romana esbozó una mueca ante el sarcasmo del taxista y redobló sus esfuerzos para encontrar la esquiva cartera. Estaba segura de que la tenía al ir a recoger su vestido, porque había usado la tarjeta de crédito. Luego, tras recibir el mensaje de India, había sentido la imperiosa necesidad de tomarse un café… y había necesitado cambio para pagarlo.

Revivió la escena en su cabeza. Había pedido el café, pagado y guardado la cartera… en el bolsillo.

El alivio fue momentáneo. La búsqueda en las profundidades del abrigo resultó demasiado exhaustiva, y el vaso de café decidió ir a recorrer mundo.

El envase cayó sobre la acera, rebotó y la tapa salió volando, liberando de su interior una ola de capuchino caliente. Como si lo estuviera viendo a cámara lenta, Romana observó cómo la ola manchaba los relucientes zapatos de un peatón antes de estrellarse espectacularmente contra los pantalones.

Los zapatos se pararon en seco.

—Esto es suyo, supongo —dijo el dueño de los pantalones.

Romana agarró el vaso. Craso error. Estaba húmedo y pegajoso, y la disculpa que comenzaba a surgir de sus labios se transformó en una expresión de asco.

Y entonces, error número dos, levantó la vista y casi volvió a verter el vaso. Aquel hombre era todo lo alto y moreno que se podía y, por un momento, se quedó petrificada y literalmente sin palabras. Disculpas. Tenía que pedir disculpas. Y averiguar quién era él. Pero en cuanto abrió la boca se dio cuenta de que el desconocido estaba muy lejos de sentirse impresionado por su inesperado encuentro con una de las mujeres más solicitadas de Londres. La expresión de su rostro incluía palabras como «estúpida», «rubia» y «mujer». La disculpa de Romana murió en sus labios.

Daba igual. Estaba claro que a él no le interesaba nada lo que ella pudiera decir. Ya se había dado la vuelta y caminaba con prisa hacia el dorado portal de Claibourne & Farraday, dejándola en la acera con la boca todavía abierta.

 

 

Lo estaban esperando. Niall Macaulay fue rápidamente conducido al despacho de la planta superior. Le entregó el abrigo y el paraguas a la recepcionista, y se dirigió al servicio para limpiarse las manchas de café. Arrojó la toalla de papel a la basura y miró el reloj con irritación. Apenas había tenido tiempo para preparar la cita y, para colmo, esa estúpida lo había hecho llegar tarde.

¿Qué diablos estaría haciendo con un vaso de cartón lleno de café y las suficientes compras como para saldar la deuda externa de todo un país?

Bueno, no importaba. Romana Claibourne también llegaba tarde. Declinó el café que le ofreció la secretaria, pero aceptó la invitación de esperar en la exquisita oficina de la señorita Claibourne. Cruzó la estancia hasta llegar a la ventana, tratando de no pensar en la docena de cosas más importantes que debería estar haciendo en ese momento.

 

***

Romana continuaba mirando fijamente el lugar por donde aquel hombre se había ido.

—Hoy no es su día, ¿eh, señorita? —exclamó el taxista—. Menudo cascarrabias… ¿Quiere usted recibo?

—¿Cómo? Sí, claro. Quédese con el cambio.

Todavía llevaba en la mano el vaso pringoso. No había ninguna papelera en la calle, así que se vio obligada a cargar con él hasta la oficina.

Su secretaria la liberó del vaso y se hizo cargo de las bolsas y el abrigo.

—Estoy esperando a un tal señor Macaulay —comenzó a decir—. No puedo perder más de cinco minutos con él, así que espero que me rescates.

La mirada de advertencia de la joven la hizo detenerse.

—El señor Macaulay ha llegado hace un par de minutos, Romana —murmuró—. Te espera en tu despacho.

Romana se dio la vuelta y vio la figura de un hombre apoyado en la ventana, mirando por encima de los tejados de Londres. «Maldita sea», se dijo Romana. «Seguro que me ha oído». Magnífico comienzo. Echó mano de un pañuelo de papel, se limpió las manos y desechó la idea de pintarse los labios o arreglarse el pelo, para lo cual habría necesitado toda una vida. Se alisó la falda, se colocó la chaqueta en su sitio y se dispuso a entrar.

Niall Macaulay era impresionante, al menos por detrás. Alto, de pelo negro perfectamente peinado, y un traje hecho a medida que cubría sus anchos hombros.

—¿Señor Macaulay? —preguntó mientras cruzaba el despacho con la mano extendida para darle la bienvenida—. Siento haberlo hecho esperar.

Cuando estaba a punto de explicar el motivo de su retraso, sin mencionar el asunto del café, se dio cuenta de que sus explicaciones serían redundantes. Abrió la boca como un pez sorprendido mientras él se daba la vuelta para estrechar su mano.

Niall Macaulay y el cascarrabias al que había duchado con café eran la misma persona.

—¿Le ha ofrecido mi secretaria…?

—¿Un café? —completó la frase por ella.

Hablaba en un tono de voz bajo, y ella se dio cuenta de que nunca rebasaría aquel nivel suave y controlado, cualquiera que fuera la provocación. Ella misma había sido testigo de su extraordinaria capacidad para controlarse.

—Gracias, pero creo que ya he tomado todo el café que usted pueda ofrecerme en un solo día.

Mientras él le soltaba la mano, a Romana le pareció que todavía la tenía pegajosa.

¿Era aquel hombre uno de sus socios? Romana los había imaginado más mayores y tal vez no muy interesados en ponerse a trabajar, teniendo en cuenta que los dividendos de la empresa eran más que suficientes para mantener a tres millonarios perezosos.

Cuando su padre había sufrido aquel fatal ataque al corazón, sus hermanas y ella habían descubierto la verdad. Sus socios, el capitalista, el banquero y el abogado, estaban muy lejos de ser unos ricachones sin inquietudes. Estaban construyendo un verdadero imperio, y querían también el imperio de las Claibourne.

Tenía delante al banquero, un hombre que le había demostrado ser frío hasta llegar al punto de congelación. Y su objetivo era convencerlo de que ella era una mujer de negocios capaz de sacar adelante una gran compañía. De acuerdo, no había tenido un buen comienzo, pero recuperaría terreno enseguida para demostrarle que ella valía mucho. De hecho, hasta que ella no se había hecho cargo del departamento de Relaciones Públicas, los grandes almacenes habían sido tan divertidos como una duquesa viuda. Ella cambió las tornas, y podría manejar aquella situación también.

Romana intentó ponerse a la altura de aquel hombre de hielo con una sonrisa lo más fría posible, sin que dejara de parecer amable.

—Siento mucho lo del café. Me habría gustado disculparme si usted me hubiera dado la oportunidad.

Esperó a que él reconociera que tenía razón. Pero esperó en vano.

—Por favor, mándeme la factura de la tintorería —continuó ella.

Ni un asomo de emoción cruzó los fríos rasgos de aquel hombre, y Romana se encontró diciendo:

—O también puede quitarse los pantalones para que alguien del personal de limpieza les pase una esponja y…

Estaba intentando ayudar, pero tuvo una visión de Niall Macaulay paseándose por su despacho en calzoncillos y se puso colorada. Nunca se sonrojaba, solo cuando decía algo realmente estúpido. Como en esa ocasión. Echó una ojeada a su reloj.

—Tengo que estar en otro sitio dentro de diez minutos. Pero puede usted hacer uso de mi despacho mientras espera —añadió para que él entendiera que no le iba a hacer compañía mientras anduviera sin pantalones.

Niall Macaulay le dirigió una mirada capaz de congelar un volcán. Estaba claro que ella no podía competir con tanta sangre fría. Romana se ahuecó el cabello en un gesto muy femenino que no tenía término medio para los hombres: o lo adoraban o lo detestaban. Estaba claro que el señor Macaulay lo detestaba. Y como ella prefería cualquier tipo de reacción, aunque fuera negativa, volvió a arreglarse el pelo, aumentando el efecto con una sonrisa, una de esas que querían decir «ven por mí». Era el tipo de sonrisa que habría hecho que la mayoría de los hombres se pusieran a cuatro patas lloriqueando como cachorillos hambrientos. Pero no el señor Macaulay. Él no pertenecía a la mayoría. Seguía siendo hielo puro.

—Señorita Claibourne, mi primo me ha pedido que sea su sombra mientras usted trabaja. Siempre y cuando ir de compras le deje algo de tiempo para dedicarse al mundo laboral.

Romana siguió la trayectoria de su mirada, que se había detenido sobre en la pila de bolsas que ella había depositado en el sofá.

—No menosprecie las compras, señor Macaulay. Nuestros antepasados inventaron el ir de tiendas para divertirse. Se hicieron ricos con ello, y es la costumbre de ir de compras la que hace que el dinero siga entrando a raudales por nuestra puerta.

—Seguro que no por mucho tiempo —replicó él alzando una ceja—, si los directivos de esta firma compran en otras tiendas.

—Tiene usted mucho que aprender si piensa que los diseñadores importantes van a vender en los grandes almacenes otra cosa que no sea su línea prêt-à-porter. Ni siquiera en uno tan elegante como Claibourne & Farraday.

Romana exhaló un suspiro de satisfacción. Se sentía mucho mejor.

—¿Nos ponemos de acuerdo para la supervisión? —continuó ella—. ¿Tiene usted tiempo para esta nimiedad?

Por toda respuesta, él encogió levemente los hombros, un gesto que podía significar cualquier cosa.

—No puedo entender por qué usted y sus primos tienen tantas ganas de jugar a las tiendas —lo presionó ella—. ¿Tienen ustedes alguna noción de cómo llevar unos grandes almacenes? Este tipo de empresa no es para principiantes. Puede que usted sea el mejor inversor bancario del mundo, pero ¿sabe exactamente cuántos pares de calcetines hay que encargar para Navidad?

—¿Lo sabe usted? —respondió él.

Claro que ella lo sabía. Era una pregunta del trivial de la página web de la tienda. Antes de que pudiera darse el gusto de contestarle, él continuó:

—Estoy seguro de que usted no se implica tanto en las cuestiones cotidianas. Tiene responsables de departamento y jefes de venta que toman esas decisiones por usted.

—La responsabilidad está en los despachos de la planta alta, señor Macaulay. Simplemente quiero subrayar el hecho de que he estado en la planta baja y he trabajado en todos los departamentos, he conducido los camiones de reparto…

—Incluso ha hecho usted de ayudante de Santa Claus, según dice el Evening Post —la interrumpió él—. ¿Aprendió mucho de aquella experiencia?

—No volvería a hacerlo nunca más.

Romana le brindó una sonrisa auténtica, esperando que él la interpretara como una oferta de paz. Tal vez podrían dejar de lanzarse pullas y empezar de nuevo como iguales. Pero él esquivó el ofrecimiento y respondió lanzándose directamente a la yugular.

—¿No sabía usted que hay un acuerdo según el cual tenían que entregar la empresa cuando su padre se retirara? Supongo que no lo sabía. Su padre debió haber sido sincero con ustedes desde el principio. Habría sido lo mejor para todos. Pero no tenemos intención de entrar en detalles. Contrataremos al mejor equipo de dirección disponible para llevar los almacenes.

—Nosotras somos el mejor equipo directivo disponible —replicó ella.

Estaba segura de lo que decía. Ellas eran de la familia. No importaba cuánto se le pagara a un alto ejecutivo, seguro que no se tomaría el mismo interés.

—Déjelo en nuestras manos y seguiremos reportando los beneficios de los que ustedes han disfrutado durante años sin tener que levantar ni un dedo.

—Y sin poder intervenir en nada —respondió él—. Los beneficios no han aumentado en los últimos dos años. La empresa está estancada. Es hora de cambiar.

Vaya, el banquero había hecho los deberes. Seguro que podía calcular, hasta el último penique, cuánto habían ganado en el último ejercicio fiscal. Incluso en la última semana.

—El sector del comercio ha tenido dificultades en todas partes —replicó ella.

—Ya lo sé —contestó él, pareciendo incluso simpático—, pero me da la impresión de que Claibourne & Farraday está encantado en su papel de parecer los grandes almacenes más lujosos de Londres.

—Y lo son —declaró ella—. Puede que no sean los más grandes, pero tienen su propio estilo. Y es la tienda más acogedora de la ciudad.

—¿Acogedora? Querrá decir anticuada, aburrida y carente de ideas nuevas.

Romana se estremeció con la descripción. Deberían sentarse juntos y lamentarse de la negativa de su padre a modernizarse, a renunciar a la decoración de madera y alfombra roja del siglo pasado. Pero no le iba a contar eso a Niall Macaulay.

—¿Y tiene usted ideas nuevas? —le preguntó.

—Por supuesto que tenemos planes —contestó él, como si no pudiera ser de otra manera.

Con su camisa oscura abotonada hasta el cuello, y ningún asomo de pasión tras sus ojos grises de banquero, ¿qué creía que podía aportar a los mejores grandes almacenes de Londres?

—No he dicho planes. He dicho «ideas» —replicó ella—. Es totalmente distinto. Puede tener planeado vendernos a una gran cadena y dejarse de problemas, limitarse a recibir miles de millones que llevarse a su banco. Y como ustedes tienen la mayoría de las acciones, no podríamos hacer nada para impedírselo.

—Romana —dijo una voz a través del intercomunicador—, siento interrumpir, pero tienes que marcharte ahora mismo.

Niall Macaulay miró su reloj.

—Faltan cinco minutos para su próxima cita —dijo.

Cinco minutos eternos, pensó Romana.

—Lo siento, señor Macaulay. Ha sido fascinante intercambiar opiniones con usted, pero tengo que marcharme a ocuparme de mis asuntos en Claibourne & Farraday. Lo dejo con mi secretaria para que le diga a ella cuándo puede dedicarle algo de tiempo a la tienda, y yo me ajustaré a su horario.

Sin darle ocasión de hacer ningún comentario, Romana recogió sus bolsas y sin molestarse a esperar el ascensor se encaminó a las escaleras.

¿«Dedicarle algo de tiempo»? No estaba dispuesto a que una muchachita como aquella se saliera con la suya de esa manera. Era ella la que no se tomaba el asunto con la seriedad que merecía, y estaba dispuesto a demostrarlo. Recogió su abrigo y su paraguas y fue tras ella.

—¿Señorita Claibourne?

El portero uniformado de la entrada principal había parado un taxi y estaba sujetando la puerta. Ella entró. Tenía prisa y no necesitaba otra dosis de Niall Macaulay. Obviamente la había seguido escaleras abajo. Entonces, por educación, le preguntó:

—¿Puedo dejarlo en algún sitio, señor Macaulay?

—No —respondió él.

El alivio de Romana duró solo hasta que Niall se colocó a su lado en el taxi.

—Yo voy donde usted vaya, señorita Claibourne. Cuando dije que iba a invertir algo de tiempo en supervisar su trabajo, no me refería a alguna ocasión concertada previamente. Me refería a ahora.

—¿Ahora? —repitió ella estúpidamente—. ¿Se refiere a este preciso instante?

Romana se rio con una risa forzada, deseando que se tratara de una broma. Él no se rio con ella. No podía ser de otra manera: ese hombre no bromeaba.

—Discúlpeme —dijo, deseando parecer sincera—. Había entendido que tenía un banco que dirigir y estaba muy ocupado. Supongo que preferirá no implicarse en todas mis actividades —ni siquiera ella deseaba tal cosa ese día.

Seguro que él pensaba que estaba escondiendo algo. Romana se sintió tentada de decir que sí y dejar que él averiguara por sí mismo la razón, pero no sería un buen comienzo.

—Confíe en mí, hoy no es un buen día para ser mi sombra.

—Confíe usted en mí cuando le digo que yo creo que sí. Si no estoy con usted todo el rato, ¿cómo voy a aprender?

—No lo entiende. Yo no…

—¿No va a trabajar hoy?

La mirada que él lanzó a sus bolsas sugería que no necesitaba un mes para conocer lo que le hacía falta sobre ella. Sus ojos daban a entender que lo había adivinado todo en el momento en que un vaso de capuchino había dejado sin brillo sus zapatos.

—Sí, pero…

—¿No debería decirle al taxista dónde quiere ir?

—Sigo pensando que sería más lógico enviarle por fax una lista de mis actividades del mes —replicó ella.

—Seguro que sería una lectura muy constructiva, pero me interesa especialmente lo que vaya a hacer usted hoy. ¿Va a trabajar? —repitió él—. Porque cobra un sueldo de jornada completa, ¿no?

Parecía estar insinuando que Romana recibía un salario sin trabajar.

—Sí —contestó—. Mi sueldo corresponde a una jornada completa.

Y ese día iba a ganarse cada penique, pensó mientras se inclinaba hacia delante para decirle al taxista la dirección.

India se había mostrado sorprendida de que los Farraday aceptaran su estrategia para retrasar la expulsión de las Claibourne. Romana pensó en ese instante que tal vez las cosas no fueran tan simples como parecían a primera vista. ¿Por qué si no tres hombres ocupados dedicarían tanto tiempo a la supervisión de tres mujeres jóvenes que no tenían nada que enseñarles?

Niall Macaulay había admitido que ellos no dirigirían personalmente la empresa, sino que delegarían en un equipo de dirección. ¿Necesitarían demostrar que las hermanas Claibourne eran unas incompetentes, y así expulsarlas del consejo de administración sin problemas?

—¿Señorita Claibourne?

—¿Qué? ¡Ah! ¿Quiere usted saber como lo consigo? —preguntó.

—Hace un rato ha soltado un discurso sobre lo mucho que se esforzaba usted, asegurando que nadie más podría hacer su trabajo.

—No he dicho que nadie más pudiera hacerlo. Pero no creo que un inversor bancario pueda reemplazarme.

No aquel inversor bancario, desde luego. Las relaciones públicas requerían calidez, y la habilidad de saber sonreír aunque no se tuvieran ganas de hacerlo.

—Muy bien, tiene usted un mes para convencerme. Quizá debería dejar de perder el tiempo.

Ella lo miró, sobresaltada por el tono lúgubre que había utilizado. Aquel hombre era un rencoroso.

—¿Está usted seguro?¿No quiere reconsiderarlo? —preguntó, ofreciéndole la posibilidad de escapar de una experiencia que no le desearía ni a su peor enemigo.

Aunque en aquel caso no le importaba hacer una excepción, no quería que luego él pudiera decir que no se lo había advertido.

—Al contrario, estaré encantado de comprobar cómo se gana el sueldazo que cobra. No hay ningún problema, ¿verdad?

Fue la palabra «sueldazo» la que selló su destino.

—Ningún problema —contestó ella abrochándose el cinturón de seguridad—. Es usted mi invitado.

Romana sacó su teléfono móvil y marcó un número.

—Molly, ya estoy de camino. Asegúrate de que haya otra sudadera disponible.

Miró de reojo al hombre que estaba sentado a su lado.

—Talla cuarenta y cuatro.

Él no hizo ningún comentario, se limitó a mirarla de soslayo con el ceño fruncido.

—También necesitaré una silla en mi tribuna para otro invitado esta noche. Niall Macaulay. Inclúyelo en todos los compromisos de esta semana, por favor. Y tendrás que ajustar para dos personas toda la agenda del mes. Ya te lo explicaré cuando te vea.

—¿Esta noche? ¿Qué pasa esta noche? —preguntó Niall.

—Hay una gala. Hoy es la inauguración de la Semana de la Alegría, por eso su llegada ha sido tan inoportuna.

—¿Alegría? —Niall Macaulay pareció un poco confuso—. ¿Puedo saber qué es eso?

—Una palabra que expresa felicidad, placer, júbilo… —contestó ella—. También es el nombre de la semana solidaria que iniciamos en Claibourne & Farraday hace un par de años. Es una gran oportunidad para hacer relaciones públicas —añadió intencionadamente—. Conseguimos mucho dinero para los niños más desfavorecidos.

—Y, de paso, consiguen publicidad gratis —apostilló Niall.

—No es exactamente gratis. No se puede ni imaginar lo caros que resultan los globos y las sudaderas. Pero se hace un buen uso del dinero. Como ve, tenemos un departamento de relaciones públicas excelente —ella sonrió solo para molestarlo—. ¿No pensaría usted que este era un trabajo de nueve a cinco, verdad? Ya ve, yo no sigo el horario de los bancos. Así que lo siento si su esposa esperaba que llegara usted pronto a casa.

Se estaba contagiando de su sarcasmo, pensó Romana, y lo peor era que le empezaba a tomar gusto.

—Hace tiempo que no estoy casado, señorita Claibourne —replicó él.

A ella no le sorprendió en absoluto.

Capítulo 2

 

Niall sacó el teléfono móvil y llamó a su secretaria para reorganizar su agenda el resto del día. Al menos, a última hora no tenía compromisos profesionales ineludibles.

Romana también estaba haciendo llamadas, una detrás de otra, hablando con la interminable plantilla de colaboradores que ayudaban en la gala y comprobando los últimos detalles relacionados con las flores, los programas y los asientos.

Quizá estuviera tratando de impresionarlo, o tal vez quería evitar mantener una conversación. Al menos eso era de agradecer, pensó él.

Niall miraba fijamente por la ventanilla mientras el taxi enfilaba hacia el centro a través del atasco de mediodía. Tuvo tiempo de sobra para arrepentirse de haber seguido a Romana Claibourne cuando esta salió del despacho.

Solo Dios sabía por qué no quería pasar con ella ni un solo minuto más de los necesarios. No tenía tiempo para muñequitas rubias, y menos todavía para una que jugaba a ser directora entre compra y compra. Le echó un vistazo a sus bolsas de tiendas de lujo, desparramadas a sus pies, unos pies largos y estrechos encerrados en unos zapatos de diseño. No pudo por menos que reconocer la belleza de aquellos pies, la finura de sus tobillos y de las piernas a las que estaban sujetos. Había mucha pierna que admirar. Estaba claro que Romana Claibourne no era partidaria de esconder sus encantos.

Ella estaba colocándose su melena de rizos cuando se dio cuenta de que la observaba. Niall tendría que haber girado rápidamente la cabeza mientras ella lo interrogaba con la mirada. Pero en lugar de eso, hizo lo que sabía que más le podría molestar. Levantó una ceja con aburrimiento, mostrando la más absoluta indiferencia, y se dio la vuelta para contemplar el tráfico, a todas luces mucho más interesante.

Una gala solidaria no era la idea que él tenía de trabajar, por muy loable que fuera la causa. Tampoco lo encontraba divertido. Ese tipo de actos estaban situados al final de la lista de sus obligaciones. Prefería mil veces enviar un cheque y obviar la parte supuestamente festiva.

Ya era demasiado tarde para lamentarse de no haberle preguntado, simplemente, qué planes tenía para el resto del día. Pero había algo en ella, en aquellos ojos azules… Parecía que estaba acostumbrada a que los hombres dieran vueltas a su alrededor con solo mover un dedo. Pues bien, él estaba hecho de un material más duro, y quería hacérselo saber.

El taxi paró un poco más arriba de Tower Bridge. Los colores grana y oro de Claibourne & Farraday resaltaban más que nunca sobre los globos y las sudaderas, y una gran multitud se divertía ante la presencia de las cámaras de televisión.

—Ya hemos llegado, señor Macaulay.

—Llámame Niall, por favor —dijo.

No buscaba un trato más informal, pero todo un mes oyendo cómo ella lo llamaba «señor Macaulay» en ese tonito insolente sería todavía peor.

Niall se preguntó qué irían a hacer allí. Lo averiguó nada más bajarse del taxi y ver la bandera de C&F ondeando sobre una altísima grúa junto a un cartel que invitaba a los participantes a «saltar por la Alegría».

Se dio cuenta entonces de que las galas solidarias no estaban, después de todo, en el último puesto de su lista. El «puenting» se salía incluso de la página.

—No siempre es así —señaló Romana después de pagar al taxista—. Algunos días son muy aburridos. Aunque no muchos, si puedo evitarlo —añadió sonriendo levemente mientras guardaba la cartera en el bolso.

—¿Vas a saltar? —preguntó él.

—¿Te arrepientes de no haber regresado a tu oficina cuando tuviste la oportunidad, hombre-sombra?

—En absoluto —replicó—. Me parece una experiencia muy didáctica, pero me temo que has malinterpretado la palabra «supervisar». Te podías haber ahorrado la molestia de buscarme una sudadera. Solo estoy de observador.

—Asustado, ¿eh? —dijo ella, retadora.

Niall dejó pasar el comentario. No tenía nada que demostrar.

—¿Has hecho esto antes? —preguntó él.

—¿Yo? No, por Dios. Tengo pánico a las alturas —contestó ella.

Por un momento él creyó que era verdad. Romana continuó con una mueca burlona.

—¿Cómo si no crees que habría conseguido tantos patrocinadores? Mucha gente ha dado bonitas sumas solo para verme saltar desde ahí arriba.

—Podrías agarrar a tus víctimas y amenazar con arrojarles café encima si no firman un cheque —sugirió él.

Ella correspondió a la broma con una breve inclinación de cabeza.

—Me guardo la idea para el año que viene. Gracias por el consejo.

—No habrá año que viene.

—Bueno, no habrá puenting, pero…

De pronto se dio cuenta que no se refería al puenting, sino a la inminente expulsión de las Claibourne del consejo de administración.

—Pero ya se me ocurrirá algo igual de emocionante —continuó sin titubear—. Si quieres mostrar tu apoyo, aún hay tiempo para que telefonees a tu oficina y consigas algunos patrocinadores tú mismo. Es por una buena causa, y estoy segura de que habrá mucha gente dispuesta a pagar por verte saltar desde una altura de treinta metros con una banda elástica atada al pie.

Romana sonrió con aspereza mientras le ofrecía su propio teléfono móvil.

—Está siendo retransmitido por televisión, así que esas personas podrán verlo en directo y sentir que ha valido la pena pagar —añadió, sin poder resistirse—. Yo misma pagaré.

Estaba seguro de que ella sería capaz, pero negó con la cabeza.

—Me atendré al acuerdo al que hemos llegado. Tú haces lo que harías normalmente y yo te observo. ¿Vas a saltar?

—Una de las hermanas Claibourne tiene que hacer el salto de inauguración. India y Flora descubrieron de pronto que tenían compromisos ineludibles, así que… Pero es una pena, si llego a saber que estarías aquí lo habría arreglado para que hiciéramos juntos el salto inaugural. Ya tenemos asegurada la portada de la revista Celebrity de la semana que viene, pero contigo en la foto podríamos haber conseguido salir también en las páginas de economía.

—¿Cuánto habéis conseguido de los patrocinadores?

—¿Por mi salto? —preguntó mirando hacia la grúa—. ¿Crees que vale la pena jugarse el cuello por cincuenta y tres mil libras?

—¿Cincuenta y tres mil libras? —estaba impresionado, pero no tenía ninguna intención de demostrarlo—. ¿Hay tanta gente dispuesta a verte aterrorizada?

—¿Aterrorizada? —respondió Romana abriendo mucho los ojos.

—Se trata de eso, ¿no? Les haces creer que te dan pánico las alturas y así los patrocinadores pagan por oírte gritar.

—Tengo que asegurarme de que están satisfechos por lo que han pagado —contestó ella tras una pausa—. Gracias por recordármelo.

Una mujer joven vestida con una sudadera reclamó en ese momento la atención de Romana.

 

 

—¿Quién es ese hombre tan guapo?

¿Guapo? Romana no tuvo que seguir la ávida mirada de su ayudante. Molly solo podía referirse a Niall.

—No es guapo —dijo.

Pero era guapo hasta decir basta, el tipo de hombre que haría que una mujer se tropezara con él a propósito con tal de conseguir una sonrisa suya. A lo mejor por eso no sonreía. Sería demasiado peligroso.

—Caray, Romana, vete al oculista. No es frecuente encontrar un hombre alto, moreno y con esa mirada diabólica, todo junto.

La descripción lo definía perfectamente. A Romana se le formó de pronto un nudo en el estómago que nada tenía que ver con saltar al vacío.

—¿Tú crees que una mujer casada puede tener esos pensamientos con un hombre que no es su marido?

—Estoy casada, Romana, no muerta.

—Yo que tú miraría hacia otro lado. Puede que sea agradable por fuera, pero te aseguro que por dentro no lo es tanto. Es muy arisco. Se llama Niall Macaulay y es uno de los miembros del clan Farraday.

—No sabía que quedara algún Farraday vivo.

—Por desgracia sí. Este en concreto es un macho dominante que va a ser mi sombra durante todo el mes.

—¿Quieres decir que este es el hombre que se va sentar en tu palco en la gala de esta noche? ¡Afortunada tú! ¿Crees que querrá tomar un café? —preguntó Molly esperanzada.

—Lo que necesita es un implante de simpatía —dijo Romana convencida—, pero te aconsejo que no le ofrezcas café si en algo valoras tu vida. Y una de nosotras tiene que estar hoy en la gala —replicó mirando la grúa con un escalofrío.

—No te pasará nada. Acuérdate de sonreír a las cámaras. Esa será probablemente la foto de portada, así que cuando te pongas la sudadera, asegúrate de que el logo de C&F está centrado.

 

 

¿Sonreír a la cámara? Todo lo que era capaz de hacer era enseñar los dientes con una mueca mientras se retocaba los labios ante el espejo. Una cámara de televisión seguiría todos sus movimientos desde su salida de la caravana. Colocó el lápiz de labios en su bolsillo, junto a un espejito de mano, para darse luego un último retoque. Si no le temblaba el pulso, claro. Romana salió de la caravana para encontrarse con el realizador del programa de televisión.

—Estupendo —dijo cuando el realizador le comentó lo que tenía pensado hacer.

Pero su cabeza estaba en otra parte, en Niall Macaulay, que se había situado unos metros más allá. Sería difícil saber si se arrepentía de haber acudido, su expresión no reflejaba nada.

—¿Seguro que no quieres unirte a mí, Niall? Un Farraday saltando sería la guinda del pastel.

—No, gracias. Aquí sobra gente que desea saltar al vacío por una buena causa, y no me gustaría ser egoísta. Pero estaré encantado de patrocinarte.

Romana se quedó sin habla. Era la segunda vez que le sucedía en el mismo día, y no le gustaba nada.

Se dio la vuelta y recogió la tarjeta con sus datos que le permitiría reunirse con el equipo de salto. No tenía sensibilidad en las manos. Lo único que podía hacer era bromear con la cámara sobre el vértigo que sentiría cuando estuviese arriba. Eso la ayudaba a no pensar en lo que la esperaba. Tenía la mente en blanco, por eso no se percató de que el fotógrafo de la revista Celebrity quería hacerles una foto juntos.

—Las Claibourne y los Farraday trabajando codo a codo a favor de los niños —apuntó Romana, ofreciéndole su mano a Niall.

Este esbozó una sonrisa, como si supiera exactamente lo que ella estaba pensando.

—Pónganse muy juntos, en actitud cariñosa —los animó el fotógrafo.

Sorprendentemente, Niall se mostró muy colaborador, pasando el brazo por encima de sus hombros sin darle a Romana tiempo para reconsiderarlo. Casi se sentía bien estando tan cerca de él.

—Perfecto. Una sonrisa…

Extrañada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, Romana lo miró. La suave brisa del río despeinaba su cabello, alborotándolo. Y cuando le mandaron sonreír, quedó claro que aquel hombre lo tenía todo. físicamente hablando: estilo, buena planta y una dentadura por la que cualquier estrella de cine habría pagado una fortuna.

—Te están esperando —dijo él, dejando caer el brazo cuando terminó el fotógrafo.

Mientras subía al elevador de la grúa, Romana sintió que las piernas no le pertenecían. Se agarró con fuerza a la barandilla de seguridad cuando el elevador comenzó a subir. ¿Se habría dado cuenta Niall de lo asustada que estaba?

—¿Qué tal es la vista? —bramó la voz del realizador en su oreja.

La minicámara estaría grabando sus ojos cerrados, así que soltó lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Me reservo la sorpresa para cuando llegue arriba del todo.

El sonido de una risa le llegó a través del intercomunicador. El elevador se había detenido, y Romana abrió instintivamente los ojos mientras descendía de él. Su única vía de escape regresó a tierra firme a su espalda. Londres parecía girar bajo sus pies. Se puso pálida.

—Quiero irme a casa —susurró mientras se agarraba al primer objeto que encontró.

Todos rieron. Ella también, tratando de no parecer histérica. Pero estaba fuera de sí.

Oyó el sonido del elevador parando en seco detrás de ella. Tal vez algún espectador quería ver el espectáculo en primera línea.

—¿Puede alguien despegarme las manos? —preguntó con los nudillos blancos de tanto apretar la barandilla de metal de la plataforma.

—Se te ha caído esto.

Era Niall Macaulay acudiendo a su rescate. Seguro que había notado que estaba muerta de miedo.

—No quería que la perdieras entre tantas emociones —dijo él mientras le entregaba la tarjeta con su nombre y su peso.

Romana miró la tarjeta con el ceño fruncido. ¿Insinuaba que había pretendido librarse del salto? Debería darse la vuelta y lanzarle una mirada de odio por ser tan sabelotodo, pero no estaba preparada para moverse mucho. Además, estaban en directo.

—Gracias —dijo mientras Niall desprendía uno por uno sus dedos de la barandilla.

El equipo de salto estaba deseando empezar. Colocaron los arneses y, cuando acabaron, fue Niall el que le tendió una mano para ayudarla. Romana se sintió extrañamente cómoda y se quedó mirándolo fijamente. Así no pensaba en lo que la esperaba. Se dio cuenta de que Niall tenía pequeñas arrugas en los ojos, como si alguna vez sonreír no hubiera supuesto un esfuerzo para él.

—Es normal tener miedo —le dijo.

—¿Miedo? ¿Quién tiene miedo?

Romana se colocó los dedos de la mano que tenía libre en la boca e hizo una mueca ante la cámara. Hacer el payaso era la única manera de sobreponerse a todo aquello.

—Es más seguro que bajarse de la cama —aseguró Niall.

—¿Puedes garantizarlo? —preguntó ella—. ¿Lo has comprobado? ¿De cuántas camas te has bajado?

La multitud soltó una carcajada y Niall borró de inmediato la sonrisa de su rostro.

—¿Estás lista, Romana? —preguntó el monitor.

Ella recordó la recomendación de Molly de sonreír, retiró su mano de la de Niall, sacó su espejito y la barra de labios y se retocó el color haciendo grandes aspavientos.

—Tengo que salir bien en las fotos —dijo.

No sentía nada en absoluto, solo una especie de levedad. Enseñó los dientes tratando de componer una sonrisa.

—Ahora estoy preparada —afirmó entregándole a Niall la barra y el espejito—. ¿Alguna recomendación de última hora, hombre—sombra?

—No mires abajo.

La sujetó por detrás, manteniéndola por un instante pegada a su pecho. Romana sintió su calor y, por primera vez desde que se había subido a la plataforma, se sintió segura. Él dio un paso atrás y Romana ahogó un grito de terror.

—¿Vas a arrojarme al vacío? —dijo en un susurro.

Pero el micrófono que tenía enganchado en la sudadera recogió cada sílaba.

—Esta vez no —murmuró él con un amago de carcajada. Luego la colocó con cuidado al borde de la estructura.

Los dedos de sus pies se asomaban al vacío. Únicamente la mano de Niall, que permanecía en su hombro, evitaba que sufriera un desvanecimiento.

—A la de tres —le murmuró él al oído—, y no te olvides de gritar.

Capítulo 3

 

Niall observó a Romana volar por los aires. Había sido un salto espectacular en todos los aspectos. La sospecha de que ella estaba realmente asustada lo había impulsado a subirle la tarjeta. Viéndola en la plataforma, se convenció de que estaba completamente perdida, que las bromas eran solo para la cámara. Pero todo parecía formar parte de su actuación. Romana había dado un gran espectáculo a sus patrocinadores. Solo se le había olvidado gritar.

 

 

Alguien descorchó una botella de champán y le puso un vaso entre las manos. Romana no se atrevió a llevárselo a la boca: se habría estrellado contra sus dientes apretados. Se limitó a sujetarlo mientras la multitud coreaba a su alrededor la cuenta atrás para el siguiente salto. Empezaba a encontrarse mejor, pero cuando el siguiente participante se precipitó al vacío, su estómago se revolvió como si estuviera repitiendo la experiencia. Depositó el vaso en las manos de la persona que tenía más cerca y se encaminó hacia la caravana para dar rienda suelta a su mareo.

Después de lavarse la cara y la boca, se dio cuenta de que su teléfono, que seguía en la silla en la que ella lo había dejado, estaba sonando. Era Molly.

—Romana Claibourne, ¿estás bien? Tenemos una televisión aquí, y en cuanto te he visto me he preguntado sí…

—¿Si desayunar ha sido un error? Pues sí, lo ha sido. ¿Está pidiendo todo el mundo que le devuelvan el dinero? —acertó a decir con un escalofrío—. No los culpo. Ni siquiera he sido capaz de gritar como es debido. Parecía como si tuviera piedras calientes en la garganta.

—No te preocupes por eso. Has estado magnífica. Y las bromas han estado muy bien. No creo que nadie se haya ni imaginado lo asustada que estabas. No sé cómo vas a superarte al año que viene, a no ser que inventes algo para que Don Guapo se quite la camiseta —añadió esperanzada—. Yo misma lo patrocinaría.

A Romana se le secó la boca solo de pensarlo. Una oportuna llamada a la puerta le evitó tener que responder.

—Está abierto —dijo.

Se dio la vuelta y vio a Niall con un ceño que podría parecer de preocupación. No quería que se compadeciera de ella.

—¿Has venido a pagar? —preguntó.

Romana se arrepintió al instante de su falta de tacto cuando él depositó sobre la mesa un cheque, su barra de labios y el espejito.

—Muy generoso —le dijo—. Gracias.

Niall se encogió de hombros, quitándole importancia.

—No quisiera interrumpir tu conversación.

—Es Molly. Ha visto el salto y está pensando en la manera de superarlo el año que viene. Cree que si tú te quitaras la camiseta podría ser un buen reclamo —sugirió mientras escuchaba las protestas de su ayudante—. ¿Por qué no lo hablas con ella? Necesita también tu dirección para mandarte un coche esta noche. Seis en punto. Corbata oscura.

—¿A las seis? —repitió él—. ¿No es un poco pronto para ir al teatro?

—Estoy trabajando, no de fiesta. Me ocupo de la organización de la velada y de que todo transcurra en orden. Y, cuando ha terminado, procuro que la gente se marche contenta.

Niall no contestó, pero agarró el teléfono para facilitarle a Molly su dirección. Cuando acabó, Romana recogió sus bolsas y abrió la puerta de la caravana.

—¿Dónde vas ahora? —preguntó él mientras la seguía.

—¿Por qué no lo compruebas por ti mismo?

Él la miró dando a entender que había aprendido la lección: le estaba preguntando antes de actuar.

—Primero voy a ir a casa a colgar mi vestido. Lo habría hecho antes, pero estaba citada contigo. Luego voy a ir a la peluquería de los grandes almacenes a arreglarme el pelo —dijo mientras caminaba con paso ligero por la calle.

—¿Y la comida?

Solo de pensar en comer se ponía enferma.

—No hay tiempo —contestó mirando el reloj—. Tenemos que irnos.

—Gracias, pero creo que me voy a saltar la peluquería.

—Sabia decisión. Yo puedo prescindir de casi todo —dijo sonriendo—, pero no de un encuentro con George en una noche de gala. Te veré en el teatro.

—¿No crees que sería más lógico que compartiéramos coche?

¿Compartir? Trabajar con él ya era suficiente, no veía la necesidad de ampliar el tiempo que tenían que pasar juntos.

—¿Te preocupa el medio ambiente o es una cuestión económica?

—Ninguna de las dos cosas. Pensé que me podrías ir contando los pormenores de la gala por el camino. Por cierto, esta tarde has tenido una gran actuación. Casi haces que me lo crea.

—¿Casi?

—¿Cuántas veces has hecho «puenting»?

Ella sonrió mientras paraba un taxi. Le gustaba comprobar que no era tan inteligente como él se creía.

—Te veré en el teatro, Niall —dijo.

Romana subió al taxi y cerró con fuerza la puerta.

 

 

Envuelta en una bata de peluquería de color rojo oscuro, Romana se contempló en el espejo, buscando en vano qué había en ella que irritaba tanto a Niall Macaulay. No podía tratarse solo del incidente del café. Había sido un accidente, muy poco oportuno, es cierto, pero sin ninguna importancia. Eso era lo que habría dicho si hubiera sido un hombre amable, pero él no era amable, ni generoso. Pretendía serlo, como cuando se apresuró a patrocinar su salto, pero cuando se tenía dinero, esa clase de generosidad carecía de mérito. El padre de Romana estaba siempre dispuesto a estampar su firma en un cheque por Navidad o en su cumpleaños, cuando lo único que ella deseaba era que la abrazara y le dijese que la quería. Pero aquello era demasiado difícil para él.

George apareció detrás de ella.

—Un gran día, Romana —dijo.

—Un mal día. La primera vez que hago «puenting», ahora un corte de pelo… ¿Qué más me puede pasar?

—Ningún sacrificio es suficiente para promocionar la tienda.

—Esto es todo lo lejos que estoy dispuesta a llegar —le aseguró.

El corte de pelo formaba parte del programa de la semana, y había sido planeado hacía meses. Romana sabía que cortarse su famosa melena en la peluquería de los grandes almacenes sería la mejor demostración pública de su compromiso con la empresa.

El estilista vaciló. No tenía ganas de provocar un amargo llanto de arrepentimiento.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer? Te advierto que aunque a tus amigas les va a encantar…

—De eso se trata. Vamos allá.

Pero él seguía dudando.

—Venga, George. No tengo todo el día.

—¿Eres consciente de que a los hombres de tu vida no les va a gustar nada?

—¿Quién tiene tiempo para hombres?

—Amigos, conocidos, tu padre…

—Dejé de ser la niñita de papá cuando cumplí cuatro años.

Fue entonces cuando su madre conoció a un hombre más joven, más guapo y, además, con título nobiliario.

—Bueno, pues cualquier hombre que conozcas. Cualquiera que haya visto tu foto en las revistas del corazón. La mitad de los hombres de Londres están enamorados de tu pelo. Querrán lincharme.

—Todo sea por salir en los periódicos.

Pero él seguía dudando.

—Por el amor de Dios, George, es solo pelo. Córtalo.

Y por segunda vez en el mismo día, Romana cerró los ojos.

 

 

Niall Macaulay observó la impresionante fachada de Claibourne & Farraday. Lo que una vez fue una selecta cafetería reservada exclusivamente para la aristocracia, se había convertido con el tiempo en uno de los patrimonios más valiosos de Londres. Jordan estaba obsesionado con reclamarlo en aras del orgullo familiar.

Un acuerdo más justo podría poner fin a la disputa que había prevalecido en generaciones anteriores, desde que el control de la tienda había pasado de los Farraday a los Claibourne. Romana tenía razón. Ellos solo querían hacerse con el control para liquidar los activos y reinvertir el dinero en algo que dependiera menos del capricho del público.

Niall le hizo una breve inclinación de cabeza al portero y atravesó el umbral. Habían pasado más de cuatro años desde que pisara los grandes almacenes por última vez.

Había ido con Louise para elegir la vajilla, ropa de cama… Visitaron todos los departamentos haciendo la lista de boda. Él la había dejado tomar todas las decisiones. Iba a ser su casa y quería que todo fuera de su gusto. Lo único que deseaba era poder contemplarla, estar con ella, observar su maravilloso rostro cuando se giraba para preguntarle su opinión, sabiendo que su respuesta sería siempre la misma: «como tú quieras». Aquella felicidad había quedado muy atrás.

Esa era la última oportunidad que tenía de reencontrarse con los grandes almacenes y comprobar los cambios como si fuera un cliente más. A partir del día siguiente, todo el mundo sabría quién era.

Intentaría sacar provecho. Y, ya que se había quedado sin comer, comenzó por inspeccionar los restaurantes.

 

 

Romana se estremeció cuando su mano encontró el vacío en el lugar que antes ocupaba su pelo.

—Cómete esto y deja de preocuparte, Romana. Tu pelo está estupendo —la increpó Molly mientras le alcanzaba un sándwich, tratando de tentarla con un almuerzo tardío—. George es un genio.

—Ya lo sé. Me acostumbraré, supongo. ¿Hay algún imprevisto de última hora? ¿Cómo van las cosas en el teatro?

—Relajadas. Ya han llegado los programas, los floristas están ultimando detalles y los camareros están todos preparados. No ha habido ninguna cancelación. Todo va como la seda. Te preocupas demasiado.

—Nunca es demasiado.

—Por cierto, he visto a tu chico en la cafetería donde te he pedido el sándwich.

—¿«Mi chico»? —Romana frunció el ceño—. ¿Desde cuando tengo chico?

—Bueno, llámalo como quieras —replicó Molly con malicia—. Llámalo tu James Bond. Alto, moreno y guapísimo. Si me estuviera supervisando a mí, no habría comido solo.

—¿Cómo? —saltó Romana, cayendo en la cuenta—. ¿Me estás diciendo que Niall Macaulay está en la tienda?

—Sí. Creí que habíais venido juntos. ¿No sabías que estaba aquí?

—No, claro que no. ¿Te ha visto?

—No creo. Estaba hablando por su móvil.

—Llama a seguridad, Molly.

—No se te ocurrirá hacer que lo echen…

—Claro que no. Solo quiero saber qué pretende.

Romana sabía que seguramente estaba aprovechando su último día de anonimato para echar un vistazo por su cuenta. Después de todo, eso era exactamente lo que ella habría hecho en su lugar. Pero no quería llevarse ninguna sorpresa.

—Necesito saber dónde va, con quién habla y qué mira. Todos los detalles. Quiero un informe completo en mi mesa mañana a primera hora de la mañana.

 

 

Niall comprobó que cada restaurante y cada cafetería eran distintos. Había incluso un local japonés, y todos estaban llenos. Había comido en la cafetería más pequeña porque parecía la peor de las opciones. Puntuando, le daba un seis sobre diez. Luego comenzó a pasear por los grandes almacenes. No habían cambiado mucho desde la reforma de principios de siglo. Seguían anclados en el antiguo lujo de caoba y alfombra de color grana que los hacía inconfundibles. Sin embargo, la clientela era más joven de lo que había supuesto.

Las Claibourne debían estar haciendo algo bien. Pero Jordan no querría oír hablar de eso, solo le interesaban sus fallos.

Cuando llegó a la sección de libros, pensó que se hacía un uso muy pobre de un espacio tan valioso. Era un departamento que había sido en su momento muy popular, pero que estaba en franco declive. No podía competir con las grandes cadenas de librerías y sus precios rebajados.

Fue en esa sección cuando se dio cuenta de que llevaba una «cola» arrastrando. Se detuvo a escribir algo en su agenda y el hombre que lo seguía se giró demasiado rápido, llamando así su atención.

Había visto a la ayudante de Romana en la cafetería. Ella no pareció darse cuenta de su presencia, y él pensó que no lo había visto. Tal vez estaba dando demasiadas cosas por supuestas. La vida le había enseñado a fiarse de la primera impresión, ese destello de la verdadera personalidad que muestran las personas antes de darse cuenta de que están siendo observadas. Romana Claibourne se había bajado del taxi con un montón de bolsas, caminando sobre unos tacones demasiado altos y una falda demasiado corta para alguien que esperaba ser tomado en serio. Por no hablar de su mata de pelo, capaz de enmarañarse en cualquier momento. Lo primero que Niall había pensado era que se trataba de una atolondrada dispuesta a hacer uso de su aspecto para obtener lo que quisiera. Y seguro que lo conseguía.

En cualquier caso, no había dudado en enviarle un guardia de seguridad para que tenerlo vigilado. Sin duda, tenía valor.

Niall miró su reloj y se encaminó a la puerta de los grandes almacenes. Tenía que regresar a casa, ducharse y ponerse elegante en las dos horas que le quedaban libres antes de la gala. Pero el caso era que no podía permitir que ella creyera que había sido más lista que él…

 

***

Romana se estaba marchando cuando Molly se encontró con ella en el ascensor.

—Tengo que irme.

—Esto te interesa —dijo su ayudante mientras le extendía una caja envuelta en papel de regalo de Claibourne & Farraday.

—¿Qué es?

—El guardia de seguridad que mandaste a seguir a tu sombra acaba de traerlo a la oficina. El señor Macaulay le pidió que te lo entregara con un saludo de su parte.

—¿Lo ha descubierto? —preguntó Romana con un gruñido.

—Parece que sí —contestó su ayudante con una sonrisa burlona.

Abrió el paquete. En su interior había una caja con la nueva fragancia que habían estado promocionando esa semana: Sombra de verano.

—Me encantan los hombres con sentido del humor, ¿y a ti? —preguntó Molly.

 

 

Niall se abrochó los botones de la camisa y se colocó la corbata al cuello. Louise solía decirle en broma que solo se había casado con ella para que le hiciera el nudo.

Cuatro años. Hacía cuatro años que se había marchado. Cuatro años de un vacío tan intenso como el eco de una habitación sin muebles.

Tomó la fotografía del marco de plata que había sobre la mesilla y acarició suavemente el hermoso rostro que le sonreía. Morena, de porte aristocrático… El polo opuesto a la pequeña de las Claibourne en todos los sentidos, se dijo.

De pronto sintió los ojos azules de Romana inmiscuyéndose entre ellos. Y durante un segundo no supo a qué atenerse.

 

 

Romana se puso un collar de platino muy elegante alrededor del cuello y los brazaletes a juego, en las muñecas. Formaban parte de la colección africana que Flora había encargado tras su viaje de investigación por ese continente, y ahora se vendía en sus grandes almacenes. Su sencillez contrastaría con los diamantes que su Alteza Real llevaría en la gala, pero no había ninguna forma de competir con ellos.

Su vestido tampoco era ostentoso. Esa noche formaba parte del equipo de apoyo, pues India se ocuparía del papel principal. Aun así, tenía que estar impecable: manicura, peluquería y maquillaje. Todo de la tienda, menos el vestido.

¿Tendría razón Niall en ese punto? ¿Debería ponerse algo de su propia colección de moda? Los hombres lo tenían mucho más fácil: una chaqueta bien cortada y una corbata a juego… y listo. Podrían llevar el mismo traje durante años y nadie notaría la diferencia.

Romana había trabajado muy duro para crear una imagen más fresca de los grandes almacenes, y todavía le quedaba mucho por hacer. Por primera vez consideró la posibilidad de perderlos, y cómo le dolería si eso llegaba a ocurrir. No podía permitirlo.

Tomó en sus manos la colonia que Niall le había enviado y se preguntó si no lo habría subestimado. No intelectualmente, estaba segura de que era inteligente con mayúsculas. Pero ¿podría ser que además comprendiera el negocio? ¿Y que tuviera sentido del humor?

Siguiendo un súbito impulso, Romana roció sus muñecas con la fragancia. Era muy fresca, casi tanto como Niall Macaulay, pensó sonriendo. Desde luego, aquel hombre sabía ser muy sutil llegado el caso. Y no siempre se mostraba tan frío, pensó recordando lo segura que se había sentido con sus brazos alrededor en lo alto de la grúa.

El timbre de la puerta la devolvió a la realidad, y arrojó sobre la cama el frasco de colonia como si quemara. Lo cierto era que Niall Macaulay era un enemigo que reclamaba Claibourne & Farraday para él. Romana recogió el chal y el bolso y se encaminó a la puerta, diciendo en voz alta:

—No lo permitiré.

Capítulo 4

 

Niall atravesó la zona acordonada tras la que se habían instalado las cámaras de televisión y los paparazzi. Nadie reparó en su presencia. Enseñó el pase que Molly le había enviado con el chofer que habría ido a recogerlo, y entró en el teatro. Todas y cada una de las columnas del vestíbulo estaban adornadas con flores y pequeñas luces blancas. Era un prodigio de arte floral. Y en medio de la escena estaba Romana Claibourne, en el lugar exacto en el que suponía que estaría, dirigiendo la colocación de una mampara.

Llevaba puesto un sencillo vestido de satén azul oscuro, una pieza de alta costura que se ajustaba a sus curvas sin que pareciera que nada lo sujetaba. No necesitaba ningún adorno. Era impresionante en su sencillez; un diseño creado para volver locos a los hombres.

Niall había vivido en un limbo sexual desde la muerte de la mujer que amaba, indiferente a cualquier llamada del deseo. Pero los gráciles encantos de Romana Claibourne no le pasaron por alto, y eso le extrañó. No era solo su vestido ajustado, también le había llamado la atención su pelo. La melena rebelde había desaparecido y un manojo de suaves rizos enmarcaba ahora su rostro, dejando al descubierto una hermosa nuca. Romana realzaba su aspecto con una gargantilla formada por docenas de piezas de platino. Parecía una reina africana.