Somos las hormigas - Shaun David Hutchinson - E-Book

Somos las hormigas E-Book

Shaun David Hutchinson

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Beschreibung

Henry Denton lleva años siendo abducido por unos alienígenas que aparecen cuando el mundo se queda en sombras. Un día, estos le dan un ultimátum: el mundo se acabará en 144 días... a menos que él, Henry, pulse un botón rojo para evitarlo. Pero Henry no tiene razones suficientes para hacerlo. Su novio, Jesse, se suicidó el año pasado, dejando una estela de dolor y preguntas. Las cosas con su familia no es que vayan muy bien, y el chico con el que pasa el rato es uno de los matones que lo acosan en el instituto. Salvar el mundo no parece la mejor opción. ¿O sí? La decisión, como todo lo que lo rodea, es compleja.   "Esta excelente novela de ideas invita a los lectores a preguntarse por su lugar en un mundo que a menudo parece indiferente y sin sentido. No es didáctica; al contrario, es invariablemente dramática y repleta de personajes que cobran vida sobre las páginas". Booklist "Un retrato valiente del dolor y la confusión del amor y la pérdida en la juventud". Publishers Weekly  

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Índice
Trabajo de Química para subir nota
7 de septiembre de 2015
8 de septiembre de 2015
El meteorito
10 de septiembre de 2015
11 de septiembre de 2015
La Tercera Guerra Mundial
14 de septiembre de 2015
22 de septiembre de 2015
4 de octubre de 2015
16 de octubre de 2015
Los nanobots
20 de octubre de 2015
30 de octubre de 2015
El viaje en el tiempo
3 de noviembre de 2015
4 de noviembre de 2015
10 de noviembre de 2015
Ctrl+Alt+Supr
14 de noviembre de 2015
24 de noviembre de 2015
26 de noviembre de 2015
El Ojo Mental
30 de noviembre de 2015
5 de diciembre de 2015
18 de diciembre de 2015
19 de diciembre de 2015
El sol de medianoche
21 de diciembre de 2015
22 de diciembre de 2015
23 de diciembre de 2015
24 de diciembre de 2015
¿Abejas?
25 de diciembre de 2015
28 de diciembre de 2015
31 de diciembre de 2015
1 de enero de 2016
6 de enero de 2016
Superbichos
7 de enero de 2016
10 de enero de 2016
15 de enero de 2016
16 de enero de 2016
19 de enero de 2016
21 de enero de 2016
23 de enero de 2016
28 de enero de 2016
Señora Faraci
Agradecimientos
Notas de la traducción
Créditos

Para Matt, mi alienígena favorito

Este libro es una obra de ficción. Cualquier referencia a hechos históricos, personas reales o lugares reales es ficticia. Otros nombres, personajes, lugares y acontecimientos son producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con acontecimientos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Existen dos posibilidades: o bien estamos solos en el universo o no. Ambas son igualmente aterradoras.

(Arthur C. Clarke)

Trabajo de Química para subir nota

La vida es una mierda.

Párate un momento a considerar tu vida. Piensa en todos esos pequeños rituales que te sustentan durante el día, desde el momento en que te levantas hasta la solitaria medianoche, cuando te bebes cuatro litros de jarabe para la tos para sofocar la insistente voz que oyes en la cabeza. La voz que te susurra que deberías rendirte, que mañana no será mejor que hoy. Piensa en la absurdidad de lavarte los dientes, de discutir con tu madre sobre si la ropa que llevas a clase es apropiada, de los deberes, de las notas y de los novios y de la comida que llevas al instituto.

Y de la vida.

Piensa en la absurdidad de la vida.

Cuando desmontas lo que hacemos cada día y examinas las piezas que conforman nuestros actos, empiezas a entender lo ridículas que son. Los besos, por ejemplo. No dejarías que un desconocido que pasa por la calle te escupiera en la boca, pero intercambias saliva con el chico o la chica que te pone el corazón a mil, que provoca que te suden las axilas y que te empalmes en los momentos más inoportunos. Meterías la lengua en su boca y dejarías que te hiciera lo mismo sin pararte a pensar dónde ha podido estar su lengua, si te está pegando un herpes labial o una mononucleosis, o si está pasándote un trozo del sándwich de atún que tenía entre los dientes.

Nos depilamos las piernas y las cejas y untamos nuestros cuerpos en cremas y lociones. Nos matamos de hambre para poder entrar en los vaqueros perfectos, y contaminamos nuestros cuerpos con drogas para desarrollar la musculatura y que nos vean fibrados sin camiseta. Conducimos rápido, nos pegamos fiestones y estudiamos para exámenes que no significan una mierda en el gran conjunto del cosmos.

Algunos físicos han postulado que vivimos en un universo infinito que se expande infinitamente, y que todo lo que hay en él se acabará repitiendo. Hay infinitas copias de tu madre, de tu padre y de tu hermanita que te roba la ropa. Hay infinitas copias de ti. A pesar de que te has pasado la vida creyéndolo, no eres un copito de nieve especial. En alguna parte, hay otro tú viviendo tu vida. Y es posible que la esté viviendo mejor. Está aprendiendo francés o usando el cerebro en vez de estar tirado en gayumbos en el sofá, comiéndose un bol tras otro de Aritos de Avena con Fruta mientras se pregunta por qué está solo un viernes por la noche. Pero eso no es lo peor. Lo que realmente hará que te tires del puente más cercano es que nada de eso importa. Tú morirás, yo moriré, todos moriremos; y las cosas que hemos hecho, las decisiones que hemos tomado, no importarán absolutamente nada.

Ahí fuera, cerca de algún pueblo de mierda con un nombre como Shoshoni o Medicine Bow, hay una hormiga. No eras consciente de ella. No sabes si es una hormiga soldado, una obrera o la reina. No te importa si está buscando comida para arrastrarla de vuelta al hormiguero o construyendo túneles nuevos para las larvas que se retuercen. Hasta ahora, esa hormiga simplemente no existía para ti. Si no la hubiera mencionado, habrías seguido con tu vida, yendo de una tarea tediosa a otra, metiendo la lengua en el pozo de bacterias que es la boca de tu novia, garabateando variaciones de vuestros nombres en la cubierta de tu libreta y esperando a que las ondas electrónicas viajaran por el aire y te dijeran que alguien estaba pensando en ti. Que, durante un instante, tú has sido la persona más importante en la insignificante vida de otra persona. Pero, lo supieras o no, esa hormiga está ahí fuera haciendo cosas hormiguiles mientras tú esperas el siguiente mensaje que demuestre que, de los siete mil millones de personas egocéntricas que hay en el mundo, tú eres importante. Toda tu autoestima se basa en que crees que importas, que le importas al universo.

Pero no importas.

Porque somos las hormigas.

Yo no perdía el tiempo pensando en el futuro hasta la noche en que los limacos me abdujeron y me dijeron que el mundo se iba a acabar.

No estoy loco. Cuando te digo que la raza humana está condenada, no lo hago hiperbólicamente, como la gente que dice que todos estamos muriendo desde el momento en que nuestras madres nos expulsan de sus cuerpos y nos dejan en un mundo donde todo es más pesado, más brillante y demasiado ruidoso. Yo lo que te digo es que mañana, 29 de enero de 2016, más vale que te despidas de la salsa de chipotle y de los frapuchinos.

Seguramente no me crees (yo tampoco me lo creería si estuviera en tu lugar), pero he tenido ciento cuarenta y tres días para aceptar nuestra destrucción inevitable, y me he pasado la mayor parte de esos días pensando en el futuro. Me preguntaba si tenía algún futuro o si quería tenerlo, e intentaba decidir si el fin de la existencia es una tragedia, una comedia o algo tan irrelevante como el trabajo de Química que se me olvidó entregar la semana pasada.

Pero lo más gracioso no es que los limacos me revelaran la fecha del fin del mundo, sino que me dieron la opción de evitarlo.

Querías una historia, y aquí está. Empezaré con la noche en la que los limacos me dijeron que el mundo se iba al carajo y, cuando termine, podremos esperar el final juntos.

7 de septiembre de 2015

La mayor decepción cuando te abducen los alienígenas es la abundancia de gravedad en la nave. Nos pasamos los primeros nueve meses de nuestra vida flotando en un saco amniótico, ciegos y sin peso que cargar, antes de convertirnos en esclavos de la gravedad, y la atracción seductora de viajar al espacio es la promesa de regresar a ese estado de perfección. Pero es una estafa. La gravedad es celosa, sádica e infinita.

A veces pienso que la gravedad puede ser la muerte disfrazada. Otras veces pienso que la gravedad es amor, porque nos exige que caigamos rendidos a sus pies.

Los limacos no son grises como las babosas. No tienen ojos enormes ni una boca fina sin labios. Hasta donde yo sé, ni siquiera tienen boca. Tienen la piel irregular, como si fuera cuero húmedo, y es de todos los colores de una proliferación de algas. Sus ojos negros y esféricos son los extremos de una especie de tallos bamboleantes que les brotan de la parte superior de la cabeza. En lugar de brazos, tienen como apéndices que les crecen del cuerpo cuando hacen falta. Si las llaves de su ovni se les caen al suelo, ¡bum!, brazo al instante. Si necesitan sujetarme o acallar mis gritos de terror, pueden generar una docena de tentáculos para cumplir con la tarea. Es de lo más eficiente.

Por raro que parezca, los limacos tienen pezones. Son unos botoncillos marrones que parecen tan inútiles como los de la mayoría de hombres. Consuela saber que, a pesar de las grandes diferencias y de los años luz que separan nuestros mundos, siempre tendremos los pezones en común.

Debería poner esa frase en una pegatina para el coche, © Henry Jerome Denton.

Antes de que lo preguntes: no, los limacos nunca me han metido nada por el recto. Estoy bastante convencido de que se reservan ese trato especial para la gente que habla por el móvil en el cine o escribe mensajes mientras conduce.

La cosa va así: las abducciones siempre empiezan con sombras. Incluso en una habitación oscura, con las ventanas cerradas y las cortinas echadas, las sombras descienden dando vueltas en círculos, como si fueran buitres que sobrevuelan una comida apestosa.

Después, noto un peso en la entrepierna, como si tuviera que ir a hacer pis; un peso dolorosamente insistente, por mucho que le suplico a mi cerebro que no le haga caso.

Luego, llega la indefensión. La parálisis. La imposibilidad de defenderme. De luchar. De respirar.

La imposibilidad de gritar.

En algún momento, los limacos me llevan a una sala de examinación. Me han abducido ya más de diez veces, y todavía no sé cómo me transportan desde mi habitación hasta su nave. Ocurre en la oscuridad, entre parpadeos, en el vacío entre respiraciones.

Una vez a bordo, empiezan con sus experimentos.

Eso es lo que supongo yo que hacen. Intentar comprender los motivos de una raza alienígena que cuenta con la tecnología para viajar por el espacio es como si la rana que diseccioné con catorce años intentara entender por qué la abrí en canal y deposité sus entrañas sobre la mesa. Los limacos podían estar exponiéndome a radiación letal o llenándome de huevos de limaquito simplemente para ver qué pasaba. Vamos, que puede que yo sea el proyecto de ciencias de una cría de limaco.

Dudo que llegue a saberlo con certeza.

Los limacos no hablan. Durante los largos ratos en que no puedo controlar mi cuerpo, a menudo me he preguntado cómo se comunican. Quizás segregan sustancias químicas como los insectos, o quizás los movimientos de sus tallos oculares son algún tipo de lenguaje, como las danzas de las abejas. O puede que sean como mi madre y mi padre, que se comunicaban exclusivamente dando portazos.

Yo tenía trece años cuando los limacos me abdujeron por primera vez. Mi hermano mayor, Charlie, roncaba en la habitación de al lado y yo estaba en mi cama, traduciendo mentalmente la pelea de mis padres. Quizás creas que todas las puertas suenan igual cuando las cierras de golpe, pero te equivocarías.

Mi padre daba portazos clásicos: mantenía el contacto con la puerta hasta que estaba totalmente cerrada. Esto le daba un control sobre el volumen y el tono, y producía un golpe profundo, sólido y capaz de hacer temblar la puerta, el marco y la pared.

Mi madre prefería la variedad. A veces empujaba las puertas de manera dramática y, otras veces, prefería cerrarlas con un golpe de talón. Aquella noche prefirió un multigolpe, que era ruidoso y efectivo, pero le faltaba sutileza.

Los limacos me abdujeron antes de que pudiera enterarme de por qué se estaban peleando. La policía me encontró dos días después vagando por las sucias carreteras al oeste de Calypso, llevando una bolsa de la compra a modo de ropa interior y lleno de chupetones que no era capaz de explicar. Mi padre se marchó tres semanas después de aquello, dando un portazo tras él por última vez. No hizo falta ninguna traducción.

Nunca me he acostumbrado a estar desnudo delante de los alienígenas. Jesse Franklin me veía desnudo a menudo y aseguraba que le gustaba, pero él era mi novio, así que no cuenta. Creo que estoy demasiado delgaducho y me da corte, e imagino que los limacos me juzgan por mis defectos: la mancha que tengo en medio del pecho con forma de Abraham Lincoln, la manera en que me sobresalen las clavículas o el culo trágicamente plano que tengo. Una vez, mientras estaba haciendo cola en la cafetería para recibir mi plato de carne picada con puré de patatas, Elle Smith me dijo que tenía el culo más plano que había visto en su vida. Yo no sabía a cuántos culos había estado realmente expuesta una niña de doce años de Calypso, pero el comentario me infectó como una calentura que de vez en cuando resurgía a la superficie y se aseguraba de que nunca olvidara mi lugar.

Una parte de mí se pregunta si los limacos envían a su planeta fotos pervertidas para que sus colegas alienígenas se rían. «Mira el mutante que hemos pillado. Lo llaman un “adolescente” y tiene cinco brazos, pero uno es diminuto y deforme».

No es deforme de verdad, lo juro.

Cuando los limacos terminaron de experimentar conmigo aquella noche, el bloque sobre el que estaba tendido se transformó en una silla mientras yo aún estaba encima. En abducciones anteriores, los alienígenas me habían encerrado en una sala totalmente oscura, habían intentado ahogarme y una vez liberaron una especie de gas en el aire que me hizo reír hasta que vomité, pero nunca me habían dado una silla. Eso me hizo sospechar al instante.

Uno de los limacos se quedó después de que los otros desaparecieran en las sombras. La sala de examinación era la única sección de la nave que había visto, pero su verdadera forma y tamaño quedaban oscurecidos por la negrura a mi alrededor. La estancia en sí era sencilla: un suelo gris con espirales que dan la impresión de movimiento y con cuatro o cinco luces que emergían de las sombras. El bloque que se había convertido en una silla era de color negro obsidiana.

Noté un hormigueo en los brazos y las piernas, y así fue como me di cuenta de que podía moverme de nuevo. Me sacudí para deshacerme de aquella sensación desagradable, pero no podía librarme de la impotencia que campaba a sus anchas dentro de mí; me recordaba que los alienígenas podían desollarme vivo, diseccionar mis músculos para ver cómo funcionaban, y que yo no podía hacer absolutamente nada para detenerlos. Como seres humanos, nacemos creyendo que somos la cumbre de la creación, que somos invencibles, que no existe ningún problema que no podamos resolver. Pero, inevitablemente, morimos con todas nuestras creencias hechas pedazos.

Tenía la garganta seca. Incluso a las ratas enjauladas les dan agua y comida.

—Si estáis poniendo a prueba mi paciencia, debo advertiros que una vez me pasé tres semanas con mi familia en una caravana infestada de cucarachas. El viaje fue infernal. Veintiún días de mi padre perdiéndose, de mi madre saltando por todo y de mi hermano encontrando cualquier excusa para darme puñetazos, y todo ello acompañado de la maravillosa melodía que provenía del tabique nasal desviado de mi abuela.

Nada. Ninguna reacción. El limaco que tenía al lado agitó sus tallos oculares y sus canicas vidriosas lo observaron todo a 360 grados. Eran como esas cámaras de seguridad que se esconden bajo una cúpula oscura; era imposible saber qué estaban mirando exactamente.

—De verdad, fue el peor viaje de mi vida. Cada noche teníamos que quedarnos quietos y fingir que no oíamos a Charlie sacudírsela en la cama de arriba. Estoy bastante seguro de que batió el récord mundial de veces que un chico se ha masturbado mientras comparte espacio con sus padres, su hermano y su abuela.

Un haz de luz pasó sobre mi hombro y proyectó en el aire una imagen tridimensional de la Tierra a poca distancia de mí. Me volví para ver el origen, pero el limaco generó un apéndice y me dio una colleja.

—Espero que eso fuera un brazo —dije restregándome la roncha que me había dejado.

La imagen del planeta estaba meticulosamente detallada. Unas nubes esponjosas surcaban la superficie mientras la imagen rotaba lentamente. Grupos apretados de luces desafiantes relucían en todas las ciudades, tan brillantes como cualquier estrella. Al cabo de unos instantes, un pilar liso de más o menos un metro emergió del suelo al lado de la imagen de la Tierra. Sobre él había un botón rojo.

—¿Quieres que lo pulse?

Nunca tuve la impresión de que los alienígenas entendieran lo que yo decía o hacía, pero supuse que no me habrían puesto ahí un botonazo brillante si no quisieran que lo pulsara.

En cuanto me puse en pie, una corriente eléctrica viajó desde mis pies hasta todo el cuerpo. Me desplomé en el suelo con espasmos. Un chillido ahogado se me escapó de la garganta. El limaco no se ofreció a ayudarme, a pesar de que podía generar brazos a voluntad, y esperé a que las convulsiones se pasaran antes de sentarme de nuevo en la silla.

—Vale, no tocaré el botón.

La proyección de la Tierra explotó y me bañó de destellos y luces. Alcé los brazos para protegerme la cara, pero no sentí ningún dolor. Cuando abrí los ojos, la imagen volvía a estar entera.

—Vamos, que de verdad no queréis que pulse el botón.

Bajo la atenta mirada de mi amo alienígena, vi cómo el planeta explotaba siete veces más, pero me negué a moverme del asiento. A la octava explosión, los limacos me electrocutaron otra vez. Perdí el control de la vejiga y me caí en un charco de mi propia orina. Tenía la mandíbula dolorida de tanto apretarla, y no sabía cuánto más podría aguantar.

—¿Sabes? Si simplemente me dijeras qué quieres que haga, podríamos saltarnos la parte del dolor insoportable de este experimento.

Volvieron a restaurar la imagen del planeta, pero, cuando intenté sentarme, me dieron otro chispazo y explotó otra vez. La siguiente vez que la imagen estuvo completa, me arrastré hasta el botón y lo pulsé con fuerza. Se me recompensó con una intensa explosión de euforia que empezó por los pies, me subió por las piernas y se extendió hasta los dedos y las orejas. Era puro júbilo, como si hubiera eyaculado un coro de angelitos bebé por cada poro de mi cuerpo.

—Eso no ha estado mal.

Perdí la cuenta de las veces que pulsé el botón. A veces me electrocutaban, a veces me inundaban de éxtasis, pero nunca sabía qué esperar. Al menos, hasta que noté un patrón. Eran tan sencillo que me sentí superimbécil por no haberme dado cuenta antes. Que me electrocutaran hasta mearme probablemente no había mejorado mis habilidades de resolución de problemas.

La electricidad y la euforia no eran castigos y recompensas, ni tampoco sucedían de forma aleatoria. Simplemente, eran una forma de hacerme ver que había una relación causal entre si pulsaba el botón y si el planeta explotaba. Los limacos estaban intentando comunicarse conmigo. Habría sido un momento mucho más emocionante de la historia de la humanidad si mi ropa interior no hubiera estado empapada.

Decidí poner a prueba mi teoría.

—¿Vais a destruir el planeta?

ELECTRICIDAD.

—¿Voy a destruirlo yo?

ELECTRICIDAD.

Al final me rendí y me quedé en el suelo.

—¿Algo va a destruir la Tierra?

EUFORIA.

—¿Podéis evitarlo?

¡ALELUYA!

Puse los ojos en blanco cuando un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo.

—¿Cómo lo evitamos?

Miré al limaco en busca de una pista, pero no se había movido desde la colleja. Lo que sabía era lo siguiente: si pulsaba el botón, la Tierra no explotaba. Cuando no lo pulsaba, sí que explotaba. Pero no podía ser tan sencillo.

—¿Pulsar el botón evitará la destrucción del planeta?

JÚBILO ABSOLUTO.

—¿Y entonces? ¿Todas esas veces que lo he pulsado han sido de práctica?

ANGELITOS BEBÉ POR TODAS PARTES.

—Muy bien. ¿Y cuándo sucederá este apocalipsis?

Yo no sabía cómo los alienígenas iban a responder a una pregunta abierta, ya que nunca antes me habían contestado, pero eran seres capaces de viajar por el espacio; darme una fecha debería estar chupado para ellos. En pocos instantes, la proyección del planeta se transformó en un reality que se llama El búnker y la voz sobreactuada del presentador me llegó de todas las direcciones a la vez:

—Este grupo de quince desconocidos lleva seis meses encerrado en un búnker. Ahora que solo quedan ciento cuarenta y cuatro días, no querrás perderte ni un solo minuto. Sé testigo de cómo compiten por la comida, el agua, el papel higiénico y por los corazones de unos y otros.

—Vaya mierda de canales os llegan aquí arriba, chavales. —La imagen del programa se desvaneció y la Tierra volvió a aparecer—. ¿Así que quedan ciento cuarenta y cuatro días? —Hacer el cálculo mental me llevó más tiempo de lo que pienso admitir—. ¿Eso significa que el mundo se acabará el 29 de enero de 2016?

EUFORIA MÁXIMA.

Nunca me canso de tener razón.

Cuando se me aclaró la cabeza, llegué a la conclusión de que los limacos me estaban tomando el pelo. Era la única explicación lógica. Me negaba a creer que tuvieran el poder para evitar el fin del mundo, pero que hubieran elegido que la decisión la tomara un don nadie de dieciséis años.

Pero si no era una broma, si la decisión era mía, tenía el destino del mundo en la palma de mi sudorosa mano. A los alienígenas seguramente les daba igual una cosa que otra.

—Solo para que quede claro: ¿tengo hasta el 29 de enero para pulsar el botón?

EUFORIA.

—Y si lo pulso, ¿evitaré la destrucción del planeta?

EUFORIA.

—¿Y si elijo no pulsarlo?

La imagen de la Tierra explotó, la proyección desapareció y las luces se apagaron.

8 de septiembre de 2015

Crucé corriendo el césped bañado en rocío de delante de mi casa, sudando como un cerdo por el calor húmedo de Florida y cubriéndome mis partes con la tapa de un cubo de basura que había robado de una casa dos calles más allá. Esperaba que el señor Nabu, que estaba sentado en su porche leyendo el periódico como cada mañana, estuviera demasiado ocupado buscando los nombres de sus amigos y enemigos en las necrológicas como para darse cuenta del paso de mi culo pálido.

Después de mi segunda abducción, empecé a dejar escondida una bolsa de deporte con ropa de recambio detrás del aparato de aire acondicionado que había debajo de la ventana de mi dormitorio. Los limacos no siempre me devolvían totalmente desnudo, pero supongo que lo hacían porque les divertía verme corretear de una punta a otra de Calypso, escondiéndome para que no me detuvieran por exhibicionismo.

Mientras me vestía, intenté comprender la posibilidad de que el mundo fuera a acabarse, y también lo absurdo que era que los alienígenas me hubieran escogido a mí para decidir si el apocalipsis ocurriría como estaba previsto o si se retrasaría. Simplemente, yo no era una persona lo bastante importante como para tomar una decisión tan crucial. Tendrían que haber abducido al presidente, al papa o a Neil deGrasse Tyson.[1]

No sé por qué no pulsé el botón en serio cuando tuve la oportunidad; quizás porque dudaba que los alienígenas me hubieran dado tanto margen de tiempo si no quisieran que meditase bien mi elección. Seguramente, la mayoría de gente cree que habría pulsado el botón en mi situación (porque nadie quiere que el mundo se acabe, ¿verdad?), pero lo cierto es que nada es tan simple como parece. Pon las noticias o léete algunos blogs. El mundo es un pozo de mierda, así que tengo que considerar si quizás es mejor borrarlo todo y dar la oportunidad de hacer las cosas bien a la civilización que evolucione de las cenizas de nuestros huesos.

Usé la llave de repuesto que había debajo de la begonia muerta junto a la puerta y entré en casa en silencio. Me saludó el olor a humo de tabaco y a huevos fritos, y entré lentamente en la cocina como si acabara de salir de mi cuarto todavía medio dormido. Mi madre levantó la mirada de lo que fuera que estuviera leyendo en su móvil; sostenía un cigarrillo con la punta de los dedos y llevaba sus rizos decolorados recogidos en una coleta despeinada.

—Ya era hora. Te estaba llamando, Henry, ¿no me oías?

Mi madre tiene forma de berenjena y suele tener ojeras bajo los ojos del mismo color.

Me apoyé en la puerta, pero no pensaba quedarme mucho rato allí. Las abducciones alienígenas siempre me hacen sentir como si necesitara una ducha de lejía hirviendo.

—Perdona.

La abuela me sonrió desde los fogones. Dejó sobre la mesa un plato de huevos fritos con pimienta por encima y colocó la mayonesa al lado.

—Come, que estás muy flaco.

La abuela es brusca y dura; luce sus arrugas y sus manchas de la piel como cicatrices de una guerra en la que jamás dejará de luchar. Es como un trozo de ternilla entre los dientes del tiempo, y la quiero por ello.

Mi madre dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo en mi dirección:

—Te he llamado cien veces.

Antes de que pudiera contestar, Charlie entró en la cocina dando zancadas y me robó el plato. Se comió un huevo con la mano mientras se dejaba caer en una silla, y luego se puso a engullir el resto de mi desayuno. A veces es difícil creer que Charlie y yo tengamos los mismos padres: yo soy alto, él es bajo; yo soy delgaducho, él era musculoso, aunque casi todo se había convertido en grasa después del instituto; yo puedo contar hasta cinco sin usar los dedos… Charlie tiene dedos.

—Henry no te ha oído porque no estaba en casa. —Charlie me dedicó una sonrisa burlona mientras agarraba un puñado de beicon de un plato que había en medio de la mesa, y después le hizo una mueca a mi madre—. ¿Tienes que fumar mientras estoy comiendo?

Ella lo ignoró:

—¿Dónde estabas, Henry?

—Aquí.

—Mentiroso —dijo Charlie—. Tu cama estaba vacía cuando llegué a casa anoche, después de ver a Zooey.

—¿Y qué coño hacías tú en mi cuarto?

Mi madre le dio otra calada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero. Tenía la boca fruncida y apretada, como si fuera un esfínter rosa brillante, y su silencio hablaba más alto que cualquier portazo. Lo único que se oía en la cocina eran los huevos que se estaban friendo y a la abuela, que silbaba la canción de El búnker.

—No podía dormir, así que salí a dar un paseo. ¿Qué problema hay? —insistí.

Charlie soltó un «y una mierda» por lo bajo, y yo le contesté con una peineta.

—No estarás… caminando sonámbulo… otra vez, ¿verdad?

—Estaba caminando, mamá, pero despierto.

Charlie me tiró un trozo de tostada que me dio justo debajo del ojo:

—¡Dos puntos!

—¿Has intentado dejarme tuerto con una tostada? ¿Pero a ti qué coño te pasa?

Cogí el trozo de tostada del suelo para tirarlo, pero Charlie me tendió la mano y dijo:

—No lo malgastes, hermanito.

Mi madre se encendió otro cigarrillo y dijo:

—Nadie me culparía si os asfixiara a los dos mientras dormís.

Creo que mi madre fue guapa alguna vez, pero los años devoraron su juventud, su belleza y su entusiasmo a cambio de cualquier cosa que tenga menos de un 12% de alcohol.

La abuela me dio una bolsa de papel manchada de grasa:

—No te olvides la comida, Charlie.

Eché un vistazo dentro de la bolsa; la abuela había metido dos huevos fritos, tres tiras de beicon y unas tortitas de patata en el fondo.

—Soy Henry, abuela.

En cuanto se dio la vuelta, tiré la bolsa de la comida a la basura.

—¿Quieres que te acerque al instituto, Henry? —preguntó mi madre.

Ojeé el reloj del microondas. Si me daba prisa, tendría tiempo de darme una ducha y de ir andando al instituto.

—Es tentador. Leí que empezar el día haciendo algo absolutamente aterrador es bueno para la salud, pero creo que voy a decir que no.

—Listillo.

—¿Podrías llevarme a mí a lo de Zooey? —Charlie rebañó lo que quedaba de mis huevos con la tostada-proyectil y se la metió en su enorme boca.

—¿No tienes clase esta mañana? —pregunté, aunque sabía perfectamente que Charlie había abandonado el centro de enseñanza superior, pero aún no se lo había dicho a nuestra madre.

—Puedo acercarte a clase de camino al trabajo —dijo ella.

—Guay. Gracias. —Charlie fingió una sonrisa con los dientes apretados, aunque sabía que estaba imaginando cien maneras de causarme un dolor horrendo, la mayoría de las cuales seguramente tendrían sus puños y mi cara como protagonistas. Mi hermano no es una persona muy creativa, pero sí efectiva.

Que conste: si los limacos abdujeran a Charlie, estoy seguro de que se merecería la exploración rectal.

—Henry, necesito que hoy vengas directo a casa después de clase —dijo mi madre.

—¿Por qué? —Detuve mi salida de la cocina extremadamente lenta, aunque sabía que tenía que irme y ducharme si no quería llegar tarde.

—Hoy haré dos turnos en el restaurante, así que esta noche tendrás que cuidar de la abuela.

Charlie me hizo burla a espaldas de mi madre y deseé borrar esa expresión de superioridad a puñetazos.

—¿Y si tengo planes? —No, no los tenía, pero el lamentable estado de mi vida social no era asunto suyo.

Ella dio una calada al cigarrillo y la punta se iluminó:

—Mira, vuelve directo del instituto y ya, ¿vale? ¿No puedes hacer ni una puta cosa que te pido sin protestar?

—Esa boca, jovencita —pio la abuela desde los fogones—. Cuidadito o te irás directa a tu cuarto sin cenar.

—Vale —dije—, lo que tú digas.

El día en que nací, fotones de la estrella Gliese 832 empezaron su viaje hacia la Tierra. Yo era poco más que un monstruito arrugado, cagón y chillón cuando esa luz empezó su viaje de dieciséis años por el vacío del espacio para llegar al vacío de Calypso, Florida, donde he pasado todos los años de mi vida vacía. Desde el punto de vista de Gliese 832, sigo siendo un monstruito arrugado, cagón y chillón recién nacido. Cuanto más lejos estamos los unos de los otros, más lejos vivimos en los pasados de cada uno.

Cinco años atrás, mi padre solía llevarnos a Charlie y a mí a pescar al océano los fines de semana. Nos despertaba horas antes de que saliera el sol y nos invitaba a desayunar en un restaurante grasiento llamado Spooners. Yo me ponía hasta arriba de gachas y huevos con queso. A veces, me daba el gusto de pedirme una montaña de tortitas con trocitos de chocolate. Después de desayunar, íbamos al muelle donde Dwight, un amigo de mi padre, tenía su barco, y zarpábamos hacia el gran azul.

Yo siempre me sentaba en la proa, con los pies colgando por fuera, para que el agua me hiciera cosquillas en los dedos mientras nos alejábamos de la costa y salíamos a mar abierto. Me encantaba cómo el sol y la sal que llegaba del agua me bañaban la piel. El recuerdo es dorado, luminoso. Seguramente, Dios había tenido la intención de que los humanos viviéramos así, y no que nos marchitáramos hasta convertirnos en cáscaras disecadas delante de pantallas que devoran nuestros días de verano a base de memes.

Los días de pesca empezaron bastante bien. Contábamos chistes guarros por los que mi madre nos habría matado; Dwight echaba el ancla en algún buen sitio; mi padre ponía el cebo en mi anzuelo y me explicaba pacientemente lo que hacía mientras clavaba el calamar o el pececillo; y después lanzábamos nuestros sedales y esperábamos a que los peces picaran. Ni siquiera los constantes puñetazos en los huevos y los pellizcos en los pezones de Charlie conseguían estropear el ambiente. Esos momentos fueron de los más perfectos que he vivido, pero los buenos tiempos nunca duran.

Mi médico me contó una vez que tenía un problema en el oído interno, algo que tenía que ver con el equilibrio y que afectaba a mi orientación espacial. La verdad, no entiendo cómo el oído afectó a mi estómago, pero le creo. Yo estaba allí, riéndome, sonriendo y disfrutando del día con la caña entre las manos y los pies descalzos apoyados en la barandilla, y entonces comenzaron a llegar las náuseas. El barco se ladeó, la cubierta se fundió bajo mis pies y sentí que me escurría hacia el agua. La piel me quemaba y tenía la boca llena de saliva. Intentaba respirar con normalidad, pero me faltaba el oxígeno.

Me encontraba en un barco que naufragaba en medio de un océano enorme, y yo estaba aterrorizado, malísimo y no podía hacer absolutamente nada al respecto. El barco se mecía arriba y abajo con las olas, y yo luchaba contra el mareo. Negocié con Dios. Le recé a cualquiera, ángel o demonio, para que hiciera desaparecer ese malestar, pero nadie me escuchó o, si lo hizo, le daba igual. Acababa vomitando en el agua (todavía se podían reconocer trozos de mi desayuno). Alguien, normalmente Charlie, hacía un chiste sobre cebos, y yo me metía en la cabina y me hacía un ovillo en el banco durante el resto de la expedición de pesca.

Al final, mi padre se cansó y empezaron a irse de pesca sin mí. Un sábado por la mañana, me levanté y vi que el coche no estaba y que la cama de Charlie estaba vacía. Después, Charlie empezó el instituto y era demasiado guay para ir a pescar. Era demasiado guay para todo. Dividía su tiempo entre ver porno, masturbarse y buscar la forma de conseguir alcohol para impresionar a los palurdos de sus amigos. Yo estaba convencido de que el instituto transformaba a los chicos en alcohólicos masturbadores crónicos adictos al porno.

Me equivocaba. Los transforma en algo muchísimo peor.

La mayor parte de Calypso es un paraíso, y aquí viven algunas de las familias más ricas del sur de Florida. Los adolescentes ricos también son alcohólicos masturbadores crónicos adictos al porno, pero tienen acceso a mejor porno y mejor alcohol. También tienen coches y dinero. Yo no tengo ni una cosa ni la otra, lo que significa que empecé en el Instituto Calypso con dos strikes en mi contra.

El instituto es como esos días de pesca con mi padre: quiero estar allí, quiero divertirme como todos los demás, pero siempre acabo retorciéndome en el suelo y rezando para que se acabe.

Una vez, Jesse me dijo que, si me concentraba en un punto fijo del horizonte, estaría bien. Pero Jesse se ahorcó en su habitación el año pasado, así que el valor de sus consejos es, como poco, dudoso.

La señora Faraci estaba delante de la pizarra digital intentando explicarnos los enlaces covalentes, que en teoría debíamos haber repasado la noche anterior. A juzgar por los ojos caídos y las expresiones aburridas que tenían la mayoría de mis compañeros, yo era el único que sí lo había hecho.

A la señora Faraci no le importan las convenciones sociales. Pocas veces se maquilla, suele presentarse en clase con zapatos que no casan y tienen una pasión casi obscena por la ciencia. Todo la emociona: el magnetismo, las dinámicas newtonianas, las partículas extrañas… Ella misma es una partícula bastante extraña, y nunca deja que nuestra apatía la desanime. Nos enseñaría química con grandes gestos de manos o con títeres de dedos si creyera que así nos podría inspirar. A veces, su entusiasmo me da un poco de vergüenza, pero sigue siendo mi profesora favorita. Hay días que su clase de Química es la única razón por la que soporto el instituto.

—Eh, Chico Cósmico —me susurró Marcus McCoy desde la parte de atrás de la clase. Él tenía dinero y un coche. Yo pasé de él—. Tú, Chico Cósmico, ¿has hecho los ejercicios?

Una risa ahogada siguió a la pregunta, de la que también pasé.

Me quedé mirando las ilustraciones de moléculas en mi libro, admirando cómo encajaban. Tenían un objetivo, un destino que cumplir. Yo tenía un botón. Me desconcentré y fantaseé con el fin de todo, con ver a todos los Marcus McCoys del mundo sufrir unas muertes sangrientas y horribles. No mentiré: me dieron hasta ganas de masturbarme.

—Chico Cósmico… Chico Cósmico… —Sus risitas sádicas me irritaban casi tanto como el mote.

A mi izquierda, Audrey Dorn estaba sentada en su pupitre y me observaba fijamente. Ella era de sonrisa sureña fácil, ojos calculadores y normalmente vestía como si fuera a una reunión de negocios. Es el tipo de chica a la que no le vale que una cosa sea «más o menos buena». Una vez fuimos amigos. Cuando se dio cuenta de que la había pillado mirándome, se encogió de hombros y volvió a escuchar a la señora Faraci.

—Venga, Chico Cósmico, solo necesito un par de respuestas.

Miré hacia atrás por encima del hombro. Marcus McCoy estaba inclinado hacia adelante, apoyándose sobre los codos para que sus bíceps destacaran bajo su polo ajustado y todo el mundo pudiera admirarlos. Llevaba su abundante pelo moreno peinado hacia la izquierda con raya, y me dedicó una sonrisa engreída. Para Marcus, la palabra «no» no significa lo mismo que para la gente sin coche ni dinero.

—Haz tus deberes solo, Marcus.

Adrian Morse y Jay O., dos de los amigotes de Marcus, se rieron por lo bajo. Pero esa risa iba por mí, no por él.

—Yo no tengo hombrecillos verdes que me hagan los deberes —dijo Marcus, llamando todavía más la atención.

—¿Qué tiene tanta gracia? —nos dijo la señora Faraci a Marcus y a mí con el ceño fruncido. Ella se tomaba muy en serio la existencia de pares de electrones compartidos.

—Nada —murmuré.

—Nada, señora Faraci —dijo Marcus, aunque apenas pudo acabar la frase sin que se le escapara la risa.

La persona que me dejó en evidencia delante de todo el instituto fue Charlie. Él estaba en el último año cuando yo entré, y consideraba su mayor logro haberle contado a todo el mundo que me habían abducido unos extraterrestres. Así me convirtió en un paria. No sé a quién se le ocurrió el apodo de Chico Cósmico, pero caló. La mayoría de compañeros de clase ni siquiera saben cómo me llamo, pero seguro que saben quién es el Chico Cósmico.

Cuando por fin sonó el timbre de la hora de comer, la señora Faraci me detuvo en la puerta y me llevó a un lado. Yo me quedé mirándome los zapatos cuando Marcus pasó, y Adrian susurró al salir:

—El Chico Cósmico come pollas de extraterrestres.

Hasta donde yo sé, los limacos no tienen polla, lo cual probablemente les complica las cosas para masturbarse. La gente tiene muchas teorías sobre por qué los chicos empiezan a ir peor en los estudios cuando llegan a la adolescencia, y yo lo que digo es que seguramente me lo curraría mucho más si no tuviera polla.

La señora Faraci se sentó en el borde de su escritorio y me preguntó:

—¿Has tenido un día duro?

—No más que otros.

Su preocupación me incomodaba. Una cosa era que los compañeros de clase se burlaran de mí, y otra darle lástima a una profesora.

—Eres un chico listo, Henry, y la ciencia se te da muy bien. Algún día pondrás a esos chavales en su sitio.

Quizás fuera verdad, pero los tópicos trillados pocas veces ayudan.

—¿Sería posible que el mundo se acabara de repente?

La señora Faraci echó la cabeza a un lado:

—Pues sí. Hay varios casos que podrían llevar a la extinción de la vida en la Tierra.

—¿Como qué?

—El impacto de un asteroide, la radiación gamma de una supernova cercana, un holocausto nuclear… —Fue contando los casos con los dedos antes de detenerse y entrecerrar los ojos—. Sé que la vida en el instituto puede ser difícil, Henry, pero destruir el planeta nunca es la respuesta.

—Está claro que se ha olvidado de cómo es el instituto desde un pupitre.

Marcus me empujó hacia el interior de uno de los cubículos del baño. Los tabiques endebles temblaron, los tornillos repiquetearon y él invadió mi espacio personal. El borde del dispensador de papel higiénico se me clavó en los muslos a través de los vaqueros. Él me empujó con la palma de la mano en el pecho y apoyó todo su peso sobre mí. Su colonia me llenó la nariz del olor a césped recién cortado. Marcus McCoy siempre olía a verano.

Pensaba que había oído la puerta e intenté echar un vistazo, pero Marcus me agarró la mandíbula y me silenció. Clavó un pulgar en mi mejilla y eliminó el espacio que quedaba entre nuestros cuerpos con un beso tosco e impaciente. Su barba incipiente me rascó los labios, y sus manos me recorrieron la espalda, me acariciaron las nalgas y luego se dirigieron hacia la parte delantera de mis pantalones tan rápidamente que apenas pude reaccionar:

—¡Manos frías! ¡Manos frías!

Conseguí escabullirme del abrazo constrictor de Marcus y eché una ojeada por encima de la puerta del cubículo para asegurarme de que estábamos solos. Me ajusté el tema y me abroché los pantalones. Cuando me volví, Marcus estaba meando en el váter. Me sonrió por encima del hombro, como si fuera un honor verle mear.

—Mis padres están en Tokio este fin de semana.

—¿Otra vez?

—Mola, ¿eh?

Se subió la cremallera y me agarró de la nuca para besarme otra vez, pero casi parecía que estuviera intentando excavarme la cara con la lengua. De todas formas, yo estaba paranoico por si alguien nos pillaba, así que me aparté y salí del cubículo.

—¿Adónde vas, Chico Cósmico?

—Quedamos en que dejarías de llamarme así.

—Es mono. Tú eres mono, Chico Cósmico.

Nos quedamos frente a los lavabos y ambos admiramos el reflejo de Marcus en el espejo: era de piel morena y suave, su nariz aguileña combinaba con sus hoyuelos y tenía unos músculos que lo hacían insoportablemente guapo. Lo peor de todo es que él lo sabía. Y luego estaba yo: mejillas redondas, labios gruesos y un grano horrible al lado de la nariz que se resistía a cualquier intento de erradicación. No podía entender por qué Marcus quería enrollarse conmigo, aunque fuera solo en secreto.

Marcus sacó una pastilla alargada de su bolsillo y se la tragó sin más.

—¿Qué me dices?

—¿De qué?

—De quedarte en mi casa este finde.

—No sé. Mi madre quiere que cuide a mi abuela y…

—Tú te lo pierdes, Chico Cósmico —dijo, y me dio tal palmada en el culo que casi pude notar cómo me empezaba a salir un moratón.

Me aparté el pelo ondulado de los ojos y de la frente. Odio mi pelo, pero me lo dejo larguillo porque odio todavía más mis orejas.

—Podrías pasarte por mi casa. Estará mi abuela, pero le diremos que eres el chico de la piscina.

Marcus arrugó la nariz como si hubiera entrado por accidente en un todo a cien y estuviera rodeado de pobres.

—Pero si no tenéis piscina.

Me pregunto cómo reaccionaría él al fin del mundo, al descubrir que su maravillosa vida estaba a punto de acabar. Desde que se terminaron las vacaciones de verano, me había estado manoseando a la menor oportunidad, pero solo quedábamos en su casa cuando sus padres no estaban. Imagino que su reticencia a que lo viesen conmigo en público tenía menos que ver con que sus amigos descubriesen que estaba liado con un tío y más con que descubriesen que estaba liado con el Chico Cósmico.

Me estaba engañando a mí mismo. Nunca tendríamos nada más que esto… fuera lo que fuera esto.

—Si supieras que el mundo se va a acabar, pero pudieras evitarlo, ¿lo harías?

Marcus estaba ocupado mirando su reflejo:

—¿Qué? —Probablemente se clonaría y se follaría si existiera esa tecnología.

—Que si…

La puerta del baño se abrió y entró un chaval fornido con el pelo rapado. Nos saludó con la cabeza y se acercó a un urinario.

Marcus me empujó contra el secamanos, y yo solté un quejido cuando se me clavó en el hombro el borde de metal. Él simplemente salió por la puerta diciendo:

—Nos vemos, Chico Cósmico.

El chico del urinario se rio:

—Qué mariconazo.

El meteorito

El día empieza con entusiasmo. La fecha es 24 de enero de 2016. Frieda Eichman, de Grünstadt, es la primera en identificar el asteroide usando un telescopio que le regaló su padre cuando cumplió trece años. Él lleva veinte años muerto, pero se habría sentido orgulloso. Aunque al asteroide lo designan provisionalmente 2016BA11 hasta que se pueda confirmar su órbita, Frieda sabe que lo llamará Jürgen Eichman en honor a él.

Las agencias espaciales de todo el mundo (NASA, UKSA, CSA, CNSA, ISRO, CRTS, ROSCOSMOS) lanzan comunicados asegurando a los ciudadanos que, aunque la trayectoria del asteroide 2016BA11 lo hará pasar cerca de la Tierra, no supone ninguna amenaza. En los niveles más altos de los gobiernos se sabe que eso es mentira.

La noche del paso del Jürgen Eichman, las familias se reúnen para verlo surcar el cielo nocturno. Se abrazan unos a otros, comentan su belleza y lo afortunados que son de presenciar esa maravilla cósmica única en la vida. Se tuestan malvaviscos, se consumen cantidades excesivas de vino, se comparten historias. Algunos de los que saben la verdad cenan balas.

A medida que el Jürgen Eichman se vislumbra más claramente en el cielo, cada vez más grande, tan grande como la luna y después más grande aún, la gente de todo el mundo empieza a darse cuenta de que algo va mal. El asteroide no va a pasar de largo sin causar daños. Se va a convertir en un meteorito. La mayoría de gente está paralizada del miedo. ¿Qué pueden hacer? ¿Adónde pueden ir? No puedes huir de la mano de Dios.

Frieda Eichman está sola en medio de un campo vacío y, mientras observa cómo arde el firmamento, susurra:

—Ich habe dich so sehr verpasst, Papa.

El 29 de enero de 2016, a la 1:39 UTC, el Jürgen Eichman impacta en el mar Mediterráneo. Tiene aproximadamente el diámetro de Londres. Todo aquel que está a menos de tres mil kilómetros del impacto es testigo de una bola de fuego más grande que el sol en el horizonte. En menos de un minuto todo arde, gente incluida. Después llegan las ondas sísmicas. Irradian desde el epicentro, sacudiendo la superficie como truenos, y cruzan todo el mundo en menos de veinte minutos. Los terremotos llegan acompañados de una ráfaga de aire que vaporiza todo lo que encuentra en su camino. Casas destrozadas, gente muerta, árboles antiguos arrancados de raíz. Horas más tarde, un tsunami de cientos de kilómetros de altura barre todo el planeta.

Las cenizas y el polvo oscurecen el cielo y tapan la luz del sol. Los pocos que sobrevivieron al impacto inicial mueren lentamente, congelados y solos.

10 de septiembre de 2015

De las cuatro fuerzas fundamentales, la gravedad se considera la más débil, a pesar de que su alcance es hipotéticamente infinito. La fuerza de la gravedad atrae los objetos físicos unos a otros. Cuanto mayor es la masa, mayor es su atracción. La gravedad nos empuja hacia el suelo, la gravedad mantiene la luna en órbita alrededor de la Tierra, y el Sol mantiene cautivo a nuestro planeta con su gravedad. Pero la gravedad no se limita a los cuerpos celestes, sino que también se aplica a la gente. Aunque, en vez de estar determinada por la masa, su fuerza se determina por la popularidad.

La popularidad es la heroína de los adolescentes. Los que la han probado ansían más, a los que la tienen en abundancia se les venera como a dioses, y los que nunca se han bañado en la luz de su gloria la desean en secreto, por mucho que aseguren lo contrario. La popularidad puede convertir a un chaval cualquiera en un gilipollas narcisista, egocéntrico y materialista.

No hablo por experiencia. Nunca he sido ni he querido ser popular. La popularidad es el motivo por el que Marcus me ridiculiza en público y se enrolla conmigo cuando estamos solos. Me escribió un par de veces intentando convencerme de que pasara el fin de semana en su casa, pero no le contesté.

Marcus fingía no mirarme desde su taquilla mientras yo esquivaba a otros estudiantes que estaban demasiado ocupados mirando el móvil como para darse cuenta de que estaban en medio. Me pregunté cómo reaccionaría él si me acercara y lo besara delante de todo el instituto. Aunque jamás me atrevería.

La clase de Química es mi oasis y normalmente soy el primero en llegar, pero ese día Audrey Dorn se me adelantó. Estaba sentada en su pupitre, mirando el móvil y la puerta alternativamente.

Saludé a la señora Faraci cuando entré, pero ella estaba dibujando estructuras químicas en la pizarra y no se dio cuenta.

—Tienes que ver esto. —Audrey me enseñó su móvil cuando llegué a mi pupitre—. Es uno de esos programas japoneses de bromas. Meten a un tío en un ataúd con un montón de calamares muertos y lo dejan ahí.

Yo me senté y dije:

—Sí, la claustrofobia es descojonante.

—Bueno, te lo enseñaré otro día. —Entraron dos chicas y Audrey se encogió como por acto reflejo, pero ni siquiera nos miraron. Después, se inclinó hacia mí y susurró—: Oye, Henry… Ayer te vi salir del baño.

—¿Llevaba la bragueta abierta? ¿Se me olvidó ponerme los calzoncillos otra vez? Qué rabia me da cuando me pasa.

—Sé lo que estabas haciendo allí. —Los ojos de Audrey recorrieron el aula entera—. Y sé con quién lo estabas haciendo.

Seguían llegando estudiantes mientras sonaba el timbre que anunciaba que quedaban dos minutos para el inicio de la clase.

—Buen intento, Veronica Mars, pero no tengo ni idea de qué hablas.

—Te muerdes el labio cuando mientes, Henry.

—Y tú cuando te comportas como una puñetera metomentodo.

—¿Me acabas de llamar «metomentodo»?

—Si puedes meter las narices en algo, las metes.

Audrey se puso tensa y sentenció:

—Pues vale. Yo solo quería ayudar.

—Me conmueve tu preocupación por mí. Lástima que no sea sincera.

Los rezagados llegaron corriendo mientras sonaba el último timbre y se sentaron en los pupitres vacíos. La señora Faraci empezó a repasar el contenido que entraría en el siguiente examen, pero yo no podía concentrarme en nada que no fuera Marcus. A menos que Audrey tuviera una cámara espía secreta colocada en el baño de los chicos, lo único que podía saber es que ambos habíamos estado en el baño a la vez. Además, ella era la única persona de todo el instituto lo bastante cotilla como para fijarse en dónde y cuándo voy a mear.

El móvil me vibró en el bolsillo y di un respingo que distrajo a la señora Faraci. Ella perdió el hilo de lo que estaba diciendo y comenzó un discurso sobre la importancia de comprender las estructuras atómicas. En cuanto se volvió, eché un vistazo al móvil. Era un mensaje de Marcus, aunque en mi teléfono aparecía como Fontaneros Estelares. Fue idea suya.

FONTANEROS ESTELARES: gradas. ora de comer. yo traigo lo ke te comeras

Era arriesgado encontrarme con él mientras Audrey jugaba a detectives, pero quería verle, sobre todo porque había rechazado su oferta para el fin de semana. Aunque odio a Marcus, lo echo de menos cuando no estamos juntos. Él no llena el enorme hueco que dejó Jesse, pero a veces hace que duela un poco menos.

Le escribí rápidamente y me guardé el móvil.

Faraci estaba repasando los distintos tipos de reacciones químicas cuando la puerta de la parte delantera de la clase se abrió de golpe y entró un tío que no conocía. Era alto, de aspecto peligroso, con el pelo de punta negro y una sonrisilla de «que os den por culo». Tenía unos músculos esbeltos que danzaban bajo su camiseta ceñida y los pulgares metidos en las trabillas de sus pantalones cortos grises. El chico se detuvo en el umbral hasta que toda la clase se quedó mirándolo.

—¿Alguien ha pedido un modelo al natural?

La señora Faraci balbució intentando responder. Los alumnos que no miraban con la boca abierta al desconocido cuchicheaban sobre él. Marcus lucía una sonrisa lupina que hizo que algo salvaje me gruñera en el pecho.

—Disculpa —dijo la señora Faraci—, pero ¿quién eres?

—Diego, obviamente. —Habló con una soltura que seguramente había ensayado; nadie podría estar tan tranquilo bajo el escrutinio avasallador de veinte pares de ojos—. La verdad es que no soy modelo al natural. Aún.

Me pregunté si a la señora Faraci le estaba costando hablar porque la interrupción la había descolocado y estaba intentando recordar de lo que hablaba o porque también se estaba imaginando a Diego desnudo. Finalmente, salió deprisa de detrás de su escritorio y sacó a Diego al pasillo. Yo intenté escucharlos, pero no oía nada debido al escándalo de las muchas conversaciones.

Unos momentos después, la señora Faraci se asomó por la puerta y dijo:

—Henry, ¿puedes venir? Trae tus cosas. —Recogí mis libros deseando, no por primera vez, poder volverme invisible. La señora Faraci me dio unas palmaditas cuando llegué a la puerta y dijo—: Henry es uno de mis mejores alumnos. Él te llevará a tu clase.

—Ah, ¿sí?

—Diego es nuevo. —La señora Faraci me dio un impreso arrugado—. Se ha perdido un poco.

A nuestras espaldas, en la clase sin supervisión se estaba desatando el caos.

—Lo llevaré a la cam… —farfullé—. ¡A la clase! Llevaré a Diego a su clase.

En ese momento, deseé ser un alienígena sin polla para poder hablar de forma normal, pero mi diarrea verbal solo hizo que Diego sonriera. Era una sonrisa mona, torcida y encantadora.

La señora Faraci articuló un «gracias» y entró a toda prisa en la clase, justo cuando Dustin Collier se caía de su pupitre y se estampaba contra el armarito que contenía las sustancias químicas volátiles.

Me puse la mochila al hombro y llevé a Diego hacia la salida.

—Se supone que a esta hora tienes clase de Historia con la señora Parker. Tienes que ir al edificio de sociales; está al otro lado del campus.

Diego le echó un vistazo a su horario, lo dobló con cuidado y se lo metió en el bolsillo trasero de su pantalón:

—Guíame, Sacajawea.[2]

—¿Qué?

—Hombre, eres mi guía, ¿no? Y vamos a clase de Historia… Bah, da igual. —Diego tenía una voz profunda que resonaba como la vibración constante de la nave de los limacos.

Un aire húmedo nos golpeó en cuanto salimos del edificio de ciencias y dejamos atrás su aire acondicionado, pero agradecí igualmente tener una excusa para escapar del aula. Tomé el camino largo para ir al edificio de sociales.

—Tu profesora de ciencias es un poco rara, ¿no?

—Sí.

—Pero parece buena tía.

La confianza que Diego había exudado cuando entró en mi clase parecía estar menguando: jugueteaba con los dedos, se metía las manos en los bolsillos, luego se cruzaba de brazos, después se volvía a meter las manos en los bolsillos… A mí nunca se me han dado bien lo de charlar así porque sí, y prefería quedarme callado. Hablando es como pasan cosas malas. Pero Diego parecía incómodo con el silencio, así que lo intenté:

—Las asignaturas de ciencias son mis favoritas. La ciencia es precisa y todo tiene una explicación. Además, a veces podemos hacer explotar cosas.

—Entiendo el atractivo, sí.

—Es superraro. —Una vez que empezaba a hablar, ya no podía parar—. Cuanto más pequeño es algo, más loca se vuelve la ciencia, ¿sabes? Cuando empiezas a hablar de p-branas y de inmortalidad cuántica y de entrelazamiento… Bueno, que mola.

Diego me miró con sus ojos de rayos X. Era como si pudiera ver a través de la ropa y de la piel; como si viera directamente mi carne. Cambié de tema enseguida:

—¿Acabas de mudarte aquí o algo?

—O algo.

Diego aceleró el paso. La manera en la que evitaba mirarme me recordó a Jesse en sus últimos días; la vacilación extraña antes de cada sonrisa, los silencios repentinos que surgían entre nosotros… En su momento, no le di muchas vueltas a esas señales, pero eso es lo que hace que entender las cosas a toro pasado sea una puta mierda.

—No era mi intención fisgonear.

—No es culpa tuya —dijo Diego—, es solo un reflejo. Vengo de Colorado.

Lo primero que me vino a la cabeza fue:

—Jack Swigert era de Colorado.

—¿Quién?

—Jack Swigert, el astronauta del Apolo 13. ¿El que casi murió en el espacio intentando llegar a la luna? —Me metí las manos en los bolsillos cuando Diego negó con la cabeza—. Leo mucho.

—Los libros son para los feos.

—Y para las viejas. Mi abuela se lee un libro cada día, pero claro, como tiene Alzheimer, podría leerse el mismo libro una y otra vez y a ella le daría igual. Antes escribía cada día en un diario, y yo al final cogí la misma costumbre.

—¿Entonces eres escritor?

—A veces escribo, pero sobre todo acerca de cosas que me pasan y, a veces, sobre distintas formas en las que podría acabarse el mundo… pero no soy escritor.

Diego se rio. El sonido generoso y sincero que emitió me hizo sonreír.

—Eso suena… rarito. Yo pinto.

—¿Paisajes?

—De muchos tipos.

—Yo no sé ni dibujar un monigote. Hace unos años, me sentaba al lado de un niño que era especialista en convertir las ilustraciones de los libros de texto en penes y vaginas. Dudo que eso tenga alguna aplicación en el mundo real. —No podía dejar de hablar, así que me mordí el labio por dentro para callarme.

Llegamos al edificio de sociales: era un edificio de mierda de dos plantas que pedía a gritos una demolición. La pintura estaba desconchada y las aulas olían a moho y humedad.

—Es aquí. La clase 219 está en la segunda planta.

—Gracias por hacerme de guía.

—De nada. Ah, por cierto, deberías evitar sentarte en la primera fila; la señora Parker es de las que escupen.

Diego se dio unos golpecitos en la sien.

—Lo recordaré. Ya nos veremos, Henry…

—Denton.

—Diego Vega. —Él subió las escaleras y yo caminé en dirección al campo de fútbol—. ¡Oye, Henry! —Me detuve y me giré; Diego estaba inclinado en la barandilla del segundo piso y tuve que alargar el cuello para verle—. ¿Crees que algún día tú irás al espacio?

—Diría que es bastante probable.

Veinte minutos después, Marcus me estaba sobando debajo de las gradas mientras yo vigilaba que no hubiera arañas e intentaba no sentirme un estereotipo andante. Ni siquiera me dijo «hola» cuando me vio porque estaba demasiado ocupado metiéndome la lengua en la boca y las manos en los pantalones. Habría sido bonito si pensara que de verdad se alegraba de verme, y no que simplemente estaba cachondo.