Soy también la memoria - Jorge Castelli - E-Book

Soy también la memoria E-Book

Jorge Castelli

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Beschreibung

Soy también la memoria, la primera obra póstuma del reconocido escritor Jorge Castelli, explora el tema de la persistencia de la memoria en diferentes contextos históricos y relaciones humanas. Los relatos nos sumergen en momentos de la última dictadura cívico militar en Argentina y en otros eventos oscuros de la historia de la humanidad, como la Guerra Civil Española o el Nazismo. Los protagonistas, desde individuos solitarios hasta testigos del horror y sobrevivientes, enfrentan desafíos emocionales y psicológicos que ponen a prueba su resiliencia. Cada cuento ofrece giros sorprendentes y alegorías, destacando el talento narrativo del autor. Con maestría, Jorge Castelli entrelaza elementos realistas y fantásticos, creando una experiencia literaria cautivadora que invita a los lectores a un encuentro esencial con la literatura donde la memoria colectiva prevalece como pilar fundamental de nuestra existencia.

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Soy también la memoria

Jorge Castelli

Créditos

Soy también la memoria

© de los textos: Jorge Castelli y herederos, 2023

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2023

Coordinación editorial y Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1ª edición: diciembre de 2023

Editorial Tequisté:

[email protected]

www.tequiste.com

IG: @tequiste

YT: @tequiste

FB: @tequisteeditorial

WP: AR +54 9 11 6154 5552

ES +34 657 20 65 99

ISBN: 9789878958514

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, auditiva, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

Castelli, Jorge

Soy también la memoria / Jorge Castelli. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8958-51-4

1. Cuentos Fantásticos. 2. Cuentos Históricos. I. Título.

CDD A863

Sobre el autor

Jorge Castelli, Buenos Aires (1956-2019). Fue poeta, cuentista, novelista y dramaturgo, así como coordinador de talleres literarios. Obtuvo múltiples premios nacionales e internacionales, entre los que se destacan el Premio La Nación de Cuento(1986), Premio Narrativa Ciudad de Alcalá(2000) y Premio La Nación de Novela(2000).

Además, obtuvo el Premio de Cuentodel Consulado de Italia de la República Argentina(1984), Premio Juan Rulfode Radio Francia Internacional Centro Cultural de México en París (1985), Premio de Cuento Hispanoamericano Horacio Quirogade la Sociedad Argentina de Escritores (1987), Premio de Poesíade la Universidad de Belgrano (1987), Premio Mi querido Borgesdel Liceo Internacional de Cultura de Los Ángeles, USA (1987), Faja de Honorde la Asociación de Escritores Argentinos(1991).

Hijo único de una familia de clase media, se destacó desde la infancia por su capacidad de observación y sensibilidad por las cosas que lo rodeaban. Ávido de aprender, desde pequeño se interesó por todo tipo de lectura que llegaba a sus manos. A partir de la adolescencia notó su vocación de escribir, privilegiando siempre el tono de compromiso social con su entorno, al igual que el humor que siempre lo caracterizó.

Siendo pequeño aún, armó una serie de cuadernos que popularizó entre sus compañeros, a los que llamó Los pintorescos, en los que escribía todos los días poemas, canciones, cartas de amor, acompañándolos con fotos y collages que armaba con comentarios y chistes políticos, ironizando sobre el clima social de la época. También durante este período se destacó como acampante del Grupo Andino Santa Julia, yendo en varias ocasiones de campamento al sur del país, y recorriendo las picadas del sur, cruzando ríos y subiendo montañas. También en esta etapa se destacó por su solidaridad con los demás, dando una palabra de aliento en los momentos necesarios o recurriendo al humor, siempre con la palabra justa en el momento justo.

Fanático de River Plate, supo encontrar el equilibrio entre fútbol y literatura, lo que se observa en varios de sus escritos.

Siempre tuvo una mirada crítica sobre la sociedad, lo que lo llevó a interesarse por la Historia, intentando encontrar fuentes alternativas para explicar la realidad y poder entender el mundo que lo rodeaba. Si bien tuvo ocupaciones diversas a lo largo de su vida, nunca dejó de escribir, siempre priorizando el mensaje detrás de la palabra y el compromiso social. Admirador de grandes poetas, se perfeccionó en la escritura de sonetos, entre otras cosas.

Durante el colegio secundario fue alumno del Instituto Dámaso Centeno, en el cual hubo casi una veintena de alumnos y exalumnos detenidos desaparecidos durante la dictadura militar. Así, y hasta sus últimos días, Jorge fue uno de los incansables redactores del Blog que Homenajea a los Detenidos Desaparecidos por Memoria Verdad y Justicia del Colegio.

Es autor de los libros de cuentos El lugar de Fanny (Torres Agüero, 1989) y Aquella Flor en el Centro del caos (Fundación Colegio de Rey, España, 2002); y de las novelas El delicado umbral de la tempestad (Sudamericana, 2001), Las campanas de la Revolución (Sudamericana, 2003) y El purpurado cuello (Ramdom House Mondadori, 2012). En 2008 su obra teatral Whitelocke, un general inglés fue estrenada en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires con gran recepción por parte del público y de la crítica.

Jorge Castelli o la persistencia de la memoria

por Victoria Mora

Conocí a Jorge Castelli gracias a Laura Galarza. Laura había escrito la reseña de El purpurado cuello y me lo recomendó con cierto énfasis. Sabía de mi interés por leer buena literatura vinculada a la última dictadura cívico militar. Yo participaba de su taller y tomé la sugerencia en ese mismo momento. Me encontré con una novela fuerte, poderosa, pero sobre todo, muy bien escrita. A partir de entonces, se inició entre Jorge y yo un diálogo a través de Facebook. Siempre recuerdo sus comentarios, sus generosas palabras de aliento, su mirada sobre nuestra querida Argentina.

Nos conocimos, un tiempo después, en un bar de Palermo porque lo entrevisté para Revista Kundra. Volvimos entonces a hablar, entre otras cosas, de El purpurado cuello, una lectura imprescindible para todos los que seguimos la pista de lo mejor de nuestra nueva narrativa. Siento que hay cierta injusticia que recae sobre esa novela, por eso, insisto en recomendarla y regalarla cada vez que me encuentro con algún ejemplar.

Jorge es un grande. Y esta conjugación en presente está lejos de ser un error. Se lo extraña, claro. A veces me encuentro, en ciertas coyunturas que seguimos padeciendo, imaginando qué hubiese publicado en sus redes, qué manifestación lúcida nos regalaría.

Frente a esa ausencia nos quedará siempre su literatura. Este libro es una prueba de lo que escribo, porque Jorge no es solamente un gran novelista, es también un enorme cuentista.

Soy también la memoria recupera, entre otras cosas, cierta operación que Jorge ya había hecho en su mencionada novela: poner en diálogo los distintos genocidios que pesan sobre nuestra historia, la humana. Hay una dimensión que contempla el dolor más allá de las fronteras y que a gritos dice que no podemos/debemos olvidar.

Los dos primeros cuentos “Detrás de las cortinas” y “El cruce” nos presentan personajes solitarios que devienen testigos del horror de la historia que los circunda. Recupera así la mirada de los testigos.

“Identidad de las flores azules”, por su parte, muestra la complejidad de la relación de un padre con un hijo al que no puede entender, que nos trae un final que, además de estar cargado de un sentido de la sorpresa, sostiene una poética hermosa. Un final que nos dice que no hay forma de reprimir ciertas fuerzas del deseo.

“Gente tranquila” vuelve sobre los lazos entre un padre y un hijo, pero esta vez en el momento del nacimiento. Breve y contundente da cuenta de manera brutal de la complejidad de este lazo.

Los protagonistas de “Morir es un juego inaceptable” y “El motor de los verdugos” se encuentran atravesados por la certeza de la inminencia de sus muertes. Esa certeza motoriza las historias. En el segundo caso, recupera la trayectoria de vida de Joseph Swartz, un hombre que decidió escribir para que los horrores de la historia, que son los que sufren los hombres y las mujeres de carne y hueso, no se olviden. Suma libretas que recorren la Guerra Civil Española y sus traiciones, los barrancones nazis, el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955, transmitiendo así que hay horrores que no cesan.

“Informe sobre novias perdidas” es un cuento también sobre la memoria y el olvido, pero esta vez sobre los amores perdidos y una ingeniosa forma de recuperarlos que idea un grupo de hombres, no ajenos a las sensaciones de nostalgia que sostienen quienes participan en su particular emprendimiento.

En “La ejecución” Castelli muestra con astucia como el lenguaje puede guiarnos en un sentido, aunque la verdad que revela el final resignifique la historia. Solo alguien que escribe muy bien sabe elegir las palabras que construyen equívocos.

Lo fantástico asalta a las parejas protagonistas de “Madrid como arribo” y “Óleo con hombre desnudo”. Con distintas manifestaciones, la realidad se rasga para mostrarnos que en cualquier momento lo inesperado puede asaltarnos. Formas de lo extraordinario no ajenas a posibles lecturas alegóricas.

Al final nos encontramos con “Soy también la memoria”. El último cuento de esta serie nos presenta en primera persona a Mariana, una sobreviviente de Cromañón que está dispuesta a ocupar el lugar que le tocó, pero elegirá no ser solo una víctima, sino también una voz que siga gritando que no debemos olvidar.

El “Epílogo” es un elogio a la noche, es la escritura de un hombre que dice “no puedo dejar de soñar con un mundo donde todos nos busquemos dentro de nuestra propia noche y, luego, ya fortalecidos, ya conociéndonos, ya hablando seriamente, nos dediquemos, como sociedad humana, a forjar el verdadero día”.

Es imposible leer a Jorge Castelli y no pensar en Julio Cortázar. El azar que deja huella en los destinos los ubica compartiendo mucho más que las iniciales de sus nombres. Castelli es un ejemplo claro de la idea de los mejores cuentos que tenía Cortázar. Esas historias esféricas que nos llenan a los lectores de incertidumbres, que nos conmueven, nos obligan a hacernos preguntas, buenas preguntas. Incluso el uso de la ruptura de las rutinas en los cuentos fantásticos es muy cortazariano. Entonces, como decía Cortázar: “(…) vayamos a la literatura —seamos autores o lectores— como se va a los encuentros más esenciales de la existencia, como se va al amor y a veces a la muerte, sabiendo que forman parte indisoluble de un todo, y que un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página”. Leer Soy también la memoria se vuelve así un encuentro esencial.

Me llevó mucho tiempo concluir estas líneas. Tengo que reconocer que se debe al dolor aún vigente por la pérdida de un gran escritor, de un hombre imprescindible. A la resistencia a despedirme.

Finalmente, el acto de leer estas páginas y escribir este prólogo me obligó a reconocer que estaba equivocada, no nos despedimos: acá habita Jorge, así lo recordamos y lo recordaremos, siempre volveremos a sus libros, y me atrevo a creer que es lo que él hubiera querido.

Detrás de las cortinas

Su cadáver estaba lleno de mundo.

César Vallejo

Lo sé muy bien, Luis: son asuntos de vieja loca, así que ni me hagas demasiado caso ni vayas a preocuparte mucho por mí. Lo cierto es que ya aquella primera vez que te vi en el balcón de tu casa pensé que te llamabas Luis. Supongo que para esto no hay explicación lógica: por qué Luis y no Esteban o Joaquín o Guillermo o cualquier otro nombre. Luis.

Seré franca: no tengo respuesta para esa pregunta; estas cosas llegan siempre de golpe, sin razones, sin sensatez aparente. Digamos que Luis venía justo, un nombre breve, sencillito, apenas una sílaba que te contenía entero; una palabra casi cordial, adaptada perfectamente a tu barba rubia y a tu pipa y a esos ojos cuyo color jamás pude definir con claridad (aunque nunca aprendí a imaginarlos de otro tono que no fuese marrón claro), todo por culpa de los quince o veinte metros que siempre nos separaban y de, por supuesto, aquella sombra de miopía que comenzaba a regir implacablemente mis días de mujer madura. Eran los años del país de las masacres y el plomo; los muertos nos rodeaban y había muchas cosas que era preferible no ver.

Iré, con respecto a tu nombre, aún más lejos: tu verdadero nombre nunca importó. Luis era tan exacto, tenías tanta cara de Luis, que hubiese sido una verdadera lástima saber que no te correspondía, que tus amigos te llamaban de otra manera, con algún nombre por cierto ajustado a tu documento de identidad, aunque evidentemente impreciso, erróneo, limitado. A veces pienso que quizás, por obra de alguna de esas casualidades que nunca llegan a ser del todo casuales, Luis pudo haber sido, sí, real y mágicamente, tu verdadero nombre.

Pero debo insistir: no me hagas mucho caso, por favor. Son especulaciones de vieja aburrida, nomás; operaciones de la imaginación por no encender el televisor, por no releer alguna revista, por no terminar con todo de una buena vez.

Te pido disculpas. Veo de pronto que me he puesto melodramática y esa, lo juro, no es mi intención. Mejor repito entonces que tu nombre verdadero no importaba, así como tampoco importaban muchas otras cosas. A decir verdad, solo bastaba con que estuvieses allí, en tu balcón, cada sábado a partir de las cuatro de la tarde con la persiana levantada hasta los topes, la biblioteca como fondo, la alfombra gris perla de pared a pared, el living siempre tan ordenadito, vos regando los malvones o las begonias o el rosal pequeño, o trasplantando algún gajo; todo ello siempre con ese raro cariño que solamente algunas personas sienten por las plantas, cariño que reconocí fácilmente al verte por primera vez aquella mañana, primera mañana tuya en el nuevo departamento, tiestos y canteros dispuestos en tu balcón como lo más urgente, todavía más urgente que desembalar canastos o acomodar muebles, actividades desarrolladas por vos sin siquiera sospechar que, calle de por medio, desde otro tercer piso enfrentado al tuyo, desde detrás de unas cortinas, espiaba tu ir y venir una mujer largamente viuda y casi cuarentona, empleada administrativa en Matías Valente & Compañía, buena tipa en el fondo, amante también de las plantas, aunque esto último sobre todo a partir de tu llegada al nuevo hogar.

Perdón, Luis, pero siempre he sido un poco dispersa y me voy y me voy y no dejo de irme por las ramas, mientras descubro que no te cuento las cosas que realmente quiero contarte; porque quiero contarte, por ejemplo, que desde mi ventana yo veía de qué manera tu actividad de lunes a viernes era casi maniáticamente repetitiva: temprano, por las mañanas, resultaba imposible entrar en contacto con vos; la persiana siempre baja, nunca pude descubrir si salías antes o después que yo, vaya una a saber si no dormías hasta bien tarde. Lo concreto es que a las ocho en punto me iba a la oficina, inmediatamente después del cotidiano, acelerado y tranquilizador vistazo hacia tu ventana, vistazo con evidentes reminiscencias maternales que me permitía verificar que todo se hallaba en orden. Pero a las siete de la tarde, media hora después de mi regreso, se encendían las luces interiores de tu departamento y se levantaba la persiana. Llegabas, pues, de la calle, seguramente de la facultad, a veces con algún amigo, a veces con esa chica de pelo negro y falda eternamente breve a la cual bauticé Marcela, aunque a decir verdad lo usual era que aparecieras solo y que te desplomaras en el sofá de tres cuerpos con un libro en una mano y un vaso de líquido oscuro en la otra, encendiendo al rato la pipa de un modo algo ceremonioso, para quedarte finalmente así por un buen rato, reconcentrado en la lectura. Como seguramente habrás advertido ya, ese era el momento cumbre de mi día: ingresaba con los ojos en tu living, lo que equivale a decir que ingresaba un poco en tu vida. Tu living, Luis, un lugar decididamente sobrio: al centro, una mesita ratona; a la derecha, el sillón de tres cuerpos color habano, sillón que podía presumirse bastante antiguo; algunos almohadones aquí y allá; en síntesis, nada espectacular pero todo bien pulcro, aplicado, todo casi insólito para la casa de un hombre joven y soltero.

La biblioteca del fondo, debo reconocerlo, era aquello que más me atraía. ¡Tantos libros! Por supuesto, resultaba inútil intentar descubrir algún título, algún autor: yo estaba bien lejos, y no sé si ya te he mencionado que estaba recién ingresando en los inicios del mundo de los miopes. Sin embargo, ya que eras estudiante de psicología (juro que nunca pude imaginar otra carrera para vos) deben haber sido obligatorios los Freud y los Lacan y los Piaget. Quién sabe por qué, también pensaba en Tólstoi y en García Márquez, aunque básicamente me inclinaba por la poesía, mucha poesía, de Verlaine a Neruda, de Whitman a Machado. Cosas de vieja loca, Luis, ya te dije, no me hagas mucho caso.

¿Tendrías algún tipo de militancia política? No lo sé, es posible. Tal vez alguna clase de militancia estudiantil, quizás delegado de alguna agrupación en la facultad, asuntos de poco peso, minucias, aunque por supuesto en aquellas épocas atroces no eran necesarias ni la militancia política ni la estudiantil para que pudiera suceder aquello que finalmente sucedió.

Así, entonces, transcurrían los días de semana: metódico vos en tus amigos, en Marcela, en tu escrupulosa quietud de lector fanático; metódica también yo, en mi casi infantil posición de espía desde detrás de las cortinas. Pero la verdadera fiesta llegaba los sábados: todo comenzaba a las cuatro de la tarde, jamás pude explicarme por qué tanta puntualidad. Era hermoso —no hay otra palabra: hermoso— verte ir y venir por tu balcón con la regaderita azul, tocar las hojas, remover a veces la tierra con una cuchara grande. Tu barba brillaba un poco con el sol de finales de invierno, existía en vos algo que me acercaba, que rompía en pedazos aquellos quince o veinte metros de distancia; algo que sin duda se generaba en el amor a las plantas, pero que se estiraba hasta mucho más allá, hasta una indefinible zona donde ya no importaban ni la botánica, ni los libros, ni tus amigos ni las breves faldas de Marcela.

Debo admitir, eso sí, que antes de tu llegada mi balcón no acumulaba demasiadas plantas: apenas un helecho algo caído, unos malvoncitos achaparrados, un par de cretonas, lo suficiente sin embargo como para darle un poco de sentido al asunto, como para vestir aunque más no fuese de modo ligero mi correspondiente porción de cemento. Pero llegaste, Luis, llegaste… y entonces comencé a comprar azaleas y prímulas y calceolarias, adornos naturales para significar que allí también había una persona viva, la primavera a un paso y la sangre deseando girar de una forma más rápida.

Notaste el cambio, seguro notaste el cambio en aquel oscuro tercer piso de aquella oscura vecina de la cual te separaba, entre muchas otras cosas, una calle; sé bien que notaste el cambio, el aumento de verdes y de amarillos y de rojos ganándole al gris, derrotándolo para siempre, volviéndolo recuerdo, crucificándolo.