Su mayor pecado - Maisey Yates - E-Book

Su mayor pecado E-Book

Maisey Yates

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Había tenido una hija con él, ¿pero podía aceptar la corona? Marissa nunca olvidaría la primera vez que vio al príncipe Hércules Xenakis… más un dios pagano que un hombre. Y no podía creer que un príncipe de verdad quisiera estar con ella. Aunque todo cambió cuando descubrió que estaba embarazada. Marissa se vio obligada a mantener el embarazo en secreto, convencida por los hombres de palacio de que el príncipe no quería volver a verla. Cuando volvieron a reunirse, años después, descubrió que Hércules era inocente y estaba decidido a convertirla en su esposa. Pero aquella historia de Cenicienta era solo por su heredera. ¿O no era así?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 169

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Maisey Yates

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su mayor pecado, n.º 2840 - abril 2021

Título original: Crowned for My Royal Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-341-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Marissa

 

Nunca olvidaré la primera vez que vi al príncipe Hércules.

Un nombre ridículo, más apropiado para un dios que para un mortal. La clase de dios al que mi padre hubiera llamado falso y del que me habría advertido que debía apartarme.

Si él supiera.

De haber sabido lo dispuesta que estaba a caer en la tentación me habría encerrado en mi cuarto, pero en mi fuero interno debía saber que aquello era especial porque Hércules se convirtió en un secreto.

En mi familia no se permitían los secretos porque un secreto significaba que estabas escondiendo la verdad. Y si escondías la verdad, tenía que ser por un pecado.

Hércules se convirtió en un pecado para mí.

La primera vez que lo vi tenía dieciséis años. Era verano y los ricos turistas ya habían invadido la pequeña isla de Medland, Massachusetts, como hacían cada año, bienvenidos aunque abrumadores.

La isla vivía de los negocios estivales, ahorrando el dinero que ganaban en esos meses para vivir el resto del año. Desde luego, los cepillos en la iglesia de mi padre se llenaban en verano. Pero, aunque yo sabía que los turistas eran necesarios para la economía de la isla, seguían pareciéndome un fastidio.

Había bajado a la playa un domingo después de ir a la iglesia, como era mi costumbre. Nunca iba a las playas de arena más concurridas sino a otras escondidas y rocosas, demasiado salvajes para atraer a los turistas.

Los sábados era más difícil encontrar un sitio tranquilo, pero yo había vivido allí toda mi vida y conocía cada rincón.

Y fue entonces cuando lo vi por primera vez.

Estaba de pie en la orilla, con los pantalones enrollados por encima de los tobillos, sin camisa. Estaba rodeado de gente, mujeres en concreto, todas riendo, charlando, chapoteando alegremente.

Pero yo solo podía mirarlo a él. Solo podía mirar ese rostro como tallado en granito.

Sus ojos me recordaban la obsidiana, esa piedra negra brillante que refleja la luz y la consume al mismo tiempo.

Podría perderme en esos ojos. En esa oscuridad.

Me habían enseñado a huir de la oscuridad, pero no podía apartarme. Sentía como si hubiera descubierto a una criatura extraña, única.

Y él parecía perdido en esa oscuridad, perdido dentro de sí mismo, hasta que una de las mujeres tocó su brazo y esbozó una sonrisa que pareció eclipsar el sol.

De repente, experimenté un sabor amargo en la boca, una tensión extraña por todo mi cuerpo.

Y salí corriendo.

Al día siguiente volví al mismo sitio y, de nuevo, él estaba allí. Solo en aquella ocasión.

Y me vio.

–¿Vas a quedarte mirándome todo el día? –me espetó.

–No estaba mirándote a ti –repliqué–. Solo estaba mirando el paisaje.

–Te vi ayer –dijo él–. Saliste corriendo.

–Sabía que mi padre estaría buscándome. ¿No has ido a la iglesia? –le pregunté.

Una pregunta tonta, claro. Si hubiera ido a la iglesia lo habría visto. Todo el mundo lo habría visto.

–No –respondió él, riendo–. Si tengo que hacerlo, prefiero rezar al aire libre. ¿Y tú?

–Mi padre es el pastor anglicano y se enfada si no voy a la iglesia.

–¿Y se enfadaría si supiera que estás aquí?

Era más apuesto de cerca. Por suerte, aquel día llevaba puesta la camisa o me habría desmayado.

Era una debilidad. No podía dejar de admirar cada centímetro de esa bronceada piel bajo el cuello abierto de la camisa blanca.

Sabía que estaba mal, que era perverso, pero no podía evitarlo y, en realidad, no quería hacerlo.

Su rostro me resultaba familiar, pero no era capaz de ubicarlo. Esa mandíbula cuadrada, esos labios firmes, esos ojos tan intensos, tan oscuros.

–Posiblemente –respondí–. Dice que no debo hablar con la gente que viene aquí en verano porque son personas importantes y también… de dudosa moralidad.

–¿Mujeriegos, depravados? –sugirió él, con un brillo burlón en los ojos.

Sentí que me ponía colorada.

–Sí, algo así.

–Tristemente, en mi caso es verdad, así que tal vez deberías salir corriendo.

–Muy bien –respondí, antes de darme la vuelta, dispuesta a hacer lo que había sugerido.

–¿Siempre haces lo que te dicen? –me preguntó él entonces.

–Yo… sí.

–Pues no deberías. Decide qué es lo que quieres, no esperes que te lo digan los demás. ¿Qué planes tienes para el futuro?

–Seguramente encontraré un trabajo aquí y me casaré.

Mencionar esa palabra delante de él hacía que se me encogiese el estómago.

Él enarcó una ceja.

–¿Pero eso es lo que tú quieres?

Me miraba tan intensamente. Yo no podía entender por qué un hombre como él miraría a una chica como yo de esa manera.

Por supuesto, entonces no entendía esa mirada. Aparte de intercambiar algún saludo, nunca había hablado con un hombre al que no conociese de la iglesia. Pero no conocía a aquel hombre de nada, no sabía su nombre y él no sabía el mío.

Había admitido ser un mujeriego, pero allí seguía, hablando con él, clavada al suelo por la intensidad de su mirada.

–La verdad es que no lo había pensado.

–Pues hazlo. Y cuando lo hayas hecho, vuelve aquí.

No lo vi en unos días porque tenía muchos deberes que hacer. Era verano, pero mi padre era mi profesor, y no me importaba porque estaba a punto de graduarme, aunque no sabía bien para qué. Había pensado irme a las misiones, algo que mis padres aprobaban.

Volví a la playa el sábado para ver a mi hombre misterioso. No lo encontré, pero volví de nuevo el domingo y allí estaba.

–¿Has pensado ya lo que quieres hacer con tu vida? –me preguntó.

Lo miré con gesto de sorpresa porque no lo había pensado. Había pensado mucho en él, eso sí.

Y así empezó nuestra extraña amistad.

Charlábamos a la orilla del mar sobre el mundo, sobre la vida. Él había estado en todas partes, lo había visto todo, yo no había visto nada. Y eso era fascinante para los dos.

No intercambiamos nuestros nombres.

Él me dio una caracola y me dijo que el remolino en el centro le recordaba a cómo se rizaba mi pelo. La guardé en una caja y la escondí debajo de mi cama.

Cuando terminó el verano y él se marchó, el mundo se volvió gris. Era una bobada llorar por un hombre cuyo nombre no conocía siquiera, pero no podía evitarlo.

Unos meses después, una fotografía en la primera página de una revista de cotilleos llamó mi atención en el supermercado.

Era él. Era él con una mujer preciosa del brazo y cuando vi su nombre en el titular tuve que preguntarme cómo podía haber sido tan tonta.

Yo no leía revistas de cotilleos porque no me interesaban. Además, mi padre me lo había prohibido. Por eso no había sabido inmediatamente quién era mi amigo misterioso.

Y no era solo alguien importante sino un príncipe. El príncipe Hércules Xenakis de Pelion, uno de los playboys más famosos del mundo.

Esa noche saqué la caja de debajo de la cama y miré la caracola, pensando que debería tirarla.

No volvería a verlo. Nuestro encuentro, nuestra amistad, había sido fruto de la casualidad, nada más. Yo no significaba nada para él. Era una cría vulgar y él uno de los hombres más deseados del mundo.

Pero no era capaz de tirar la caracola.

Llegó el verano y, con él, mi cumpleaños y el regreso de los turistas.

Y allí estaba él. Un domingo por la tarde.

Intenté no sonreír como una tonta al verlo, pero no pude evitarlo y él me devolvió la sonrisa.

–Sigues aquí –me dijo, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón.

–Vivo aquí –le recordé–. Pero has vuelto. Y eres un príncipe.

–Ah, así que has descubierto mi secreto –dijo él, apesadumbrado.

–Si apareces en las portadas de las revistas no debía ser un gran secreto.

Él levantó mi barbilla con un dedo para mirarme a los ojos y el impacto de su mirada me robó el aliento.

–¿Eso cambia algo?

–¿No debería ser así?

–No, no lo creo –respondió él–. Que no supieras quién soy es precisamente la razón por la que me gusta pasar tiempo contigo.

Le caía bien porque no sabía que era un príncipe y no pensaba que era una boba. Me quedé con eso.

La semana siguiente le dije mi nombre.

–Me llamo Marissa. Yo sé tu nombre, así que tú debes saber el mío. Aunque imagino que la gente te llama por tu título, ¿no?

–Sí, claro, pero prefiero que tú me llames Hércules.

Era un nombre tan raro, y no solo porque fuese extranjero.

–Muy bien.

Sabía que era mayor que yo, que era un príncipe, que era rico, que tenía más experiencia que yo, que era imposible para mí en todos los sentidos, pero cuando lo vi sonreír me enamoré de él.

Y cuando me dio otra caracola pensé que tal vez sentía algo por mí.

Cuando se marchó después del verano, no pude evitar informarme sobre su vida a través de las revistas. Me ponía enferma leer los artículos.

Porque allí estaba, siempre con mujeres bellísimas del brazo, y si sintiera por mí una fracción de lo que yo sentía por él, no podría estar con nadie más.

Había comprado una revista con su fotografía en la portada, pero sabía que me metería en líos si mi padre la encontraba, así que la guardé en la caja, con las caracolas que me había regalado.

Me sentía culpable porque ahora tenía secretos, porque ahora no quería hacer lo que mis padres me pedían.

En cambio, parecía hacer las cosas por Hércules, siempre pensando en él.

Terminé el curso, pero decidí no ir a las misiones porque sabía que Hércules volvería ese verano, así que empecé a trabajar como camarera en un café de lunes a sábado.

No podía trabajar en domingo porque mi padre lo prohibiría y, básicamente, vivía para los domingos porque era entonces cuando me veía con Hércules.

Solo me importaba él.

–Has vuelto –le dije, como había hecho el año anterior.

Tenía dieciocho años y una extraña convicción quemaba en mi pecho. Ya no me sentía tan impotente como antes. Era como si no hubiese tantas barreras entre nosotros.

Sí, claro, seguía siendo un príncipe que salía con modelos y viajaba en jets privados, pero ahora yo era una mujer, no una niña, y tenía la impresión de que eso tenía que cambiar algo.

–Por supuesto que he vuelto.

–Me alegro –le dije.

–Yo también.

Él alargó una mano para tomar la mía.

–¿Quieres que demos un paseo?

–Sí, claro.

Era la primera vez que un hombre me tocaba y sus dedos eran tan cálidos, tan fuertes, que mi estómago dio un vuelco y mi corazón latía como si quisiera salirse de mi pecho.

Él no parecía afectado en absoluto, pero no soltó mi mano.

Me besó uno de esos domingos por la tarde y todo mi cuerpo pareció estallar en llamas.

Sus labios eran firmes y era tan imposiblemente guapo. Me habían enseñado a identificar esos sentimientos como un pecado, pero era tan atractivo que no podía apartarme. Al contrario, le eché los brazos al cuello y abrí los labios para él.

Permití todo tipo de cosas esas tardes de domingo porque sus caricias se habían vuelto lo más precioso del mundo para mí.

Quería decirle que no debía contenerse, pero no encontraba las palabras. No tenía vocabulario para pedir lo que quería.

–¿Podemos vernos esta noche? –me preguntó una tarde.

Era casi el final del verano y yo quería decir que sí. Desesperadamente. Pero sabía que me metería en un lío si mi padre me pillaba.

«¿Siempre haces lo que te dicen?».

No dejaba de recordar la pregunta que me había hecho el primer día. Y no, no hacía siempre lo que me pedían. Ya no.

Ahora vivía para Hércules.

No pensaba en casarme con él y convertirme en una princesa. Nunca pensaba en el futuro. Solo pensaba en nosotros así, en la playa. Su vida fuera de Medland no importaba, así que tomé la decisión de arriesgarme.

–Sí, podemos vernos.

Salté por la ventana de mi habitación esa noche y bajé a la playa, donde habíamos quedado.

Él llevaba una manta y una botella de vino. Yo nunca había probado el alcohol, pero no me hacía falta porque me emborraché de su boca, de sus caricias. Y, sin darme cuenta, las cosas fueron mucho más lejos de lo que esperaba.

Seguimos viéndonos durante semanas, hasta que dejó de importarme lo que estaba bien o mal. Solo quería estar entre sus brazos y cuando le entregué mi virginidad lo hice alegremente, sin complejos. Y él me mostró lo que era el placer y por qué la gente estaba dispuesta a arruinar su vida con total abandono para conocerlo.

Fue la víspera de su partida cuando ocurrió.

Tenía que irse. No podía estar lejos de casa por más tiempo, me dijo. No me pidió que fuese con él, y yo imaginé que tenía que ser así.

Pero nos olvidamos de todo esa noche. Hicimos el amor en la playa, sobre una manta, hasta quedarnos sin aliento y ni siquiera se me ocurrió pensar que no habíamos usado protección.

Él se marchó al día siguiente.

Y tres semanas más tarde, supe que mi vida había cambiado para siempre.

No sabía cómo ponerme en contacto con Hércules, pero al principio no era eso lo que me preocupaba. Lo que temía era contárselo a mis padres, pero sabía que antes debía hablar con él.

Llamé al palacio y dejé un mensaje, pero no recibí respuesta. Volví a llamar. Una y otra vez. Por fin, en mi desesperación, le conté a la persona que respondió al teléfono que debía ponerme en contacto con el príncipe Hércules porque estaba esperando un hijo suyo.

Al día siguiente, varios hombres con traje de chaqueta oscuro aparecieron en el café. Me llevaron al almacén y me dijeron que no volviese a llamar al palacio, que si aceptaba firmar un montón de documentos legales y nunca revelaba el nombre del padre de mi hijo recibiría suficiente dinero como para vivir cómodamente el resto de mi vida.

Se me rompió el corazón en mil pedazos. Desesperada, les tiré los papeles a la cara y volví corriendo a casa. Y allí, llorando de angustia, le conté a mis padres que estaba embarazada.

El rostro de mi padre se volvió de piedra. Me preguntó si pensaba casarme con el padre y cuando respondí que no podía hacerlo porque me había abandonado no tuvo que decir nada más. Su encolerizada expresión lo decía todo.

Era perversa como el resto y no quería saber nada de mí. Se lavaba las manos porque su hija no podía entrar en la iglesia el domingo visiblemente embarazada.

No había sitio para mí en su casa y debía irme inmediatamente.

Salí de allí aturdida, temblando de arriba abajo, pero los hombres de Hércules estaban esperando y cuando me hicieron señas para que entrase en el coche obedecí porque había vuelto a ser la chica que hacía lo que le mandaban.

–¿Qué exigen esos documentos? –les pregunté, intentando disimular mi vergüenza.

Los hombres me miraron sin ninguna compasión.

–No debe intentar ponerse en contacto con el príncipe de ningún modo y no debe volver aquí. A cambio, recibirá una gran suma de dinero.

Cuando vi la cantidad me quedé atónita. No tendría que trabajar, a mi hijo no le faltaría nada. Pero solo podía pensar en una cosa.

–¿Cuántas veces han tenido que hacer esto?

–Eso es confidencial. ¿Va a firmar los documentos o no?

No tenía alternativa. Un seductor se había llevado mi virginidad y se había ido porque yo no le importaba. Sencillamente, había esperado hasta que cumplí los dieciocho años y luego me había enviado a unos extraños para deshumanizarme, para convertir lo que había sido tan bonito en algo sórdido y vulgar.

–Sí, voy a firmar.

Y eso hice. Embarazada, en la calle, sin dinero ni trabajo, ¿qué otra cosa podía hacer?

Conocer a Hércules Xenakis había sido la perdición para mí, pero había algo precioso en medio de esa desgracia: nuestra hija.

Mi hija.

Había respetado los términos del acuerdo durante cinco años, pero había vuelto a Medland por primera vez después de mi exilio y había rumores de que él estaría allí celebrando su compromiso.

Me decía a mí misma que solo iba a dar un paseo, pero el paseo terminó en un sitio donde sabía que podría encontrarlo.

Y allí estaba, en la terraza del club de campo, mirando el mar. La mujer que estaba a su lado llevaba un enorme anillo de diamantes en el dedo.

Yo sabía quién era, por supuesto. Y sabía que iba a casarse.

Me pregunté entonces si había ido a Medland por un verdadero deseo de reconciliarme con mi madre, ahora que mi padre había fallecido, o si había ido con la esperanza de volver a verlo.

Porque él seguía yendo a Medland en verano, el sitio donde me había traicionado, el sitio donde había arruinado mi vida.

Y estaba con ella.

Había habido muchas «ellas» en esos años y yo siempre me preguntaba qué mentiras les estaría contando, pero verlo en persona, tan cerca…

Se me encogió el corazón y deseé tener a Lily conmigo porque al menos podría haberme agarrado a algo…

No.

Hércules jamás conocería a mi hija. La había rechazado, no quería saber nada de ella y no merecía ver el milagro que habíamos creado, lo único bueno y hermoso que tenía en mi vida.

Pero entonces, como si una mano invisible lo hubiese tocado en el hombro, él se dio la vuelta y nuestros ojos se encontraron.

Y el brillo de sus ojos oscuros era de puro odio.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Hércules

 

Marissa.

Su nombre hacía eco dentro de mí, como siempre. Y, por un momento, me quedé completamente inmóvil. Por un momento me sentí transportado en el tiempo, al momento más extraño de mi vida.

Había pasado tres veranos obsesionado por una chica morena a la que no había visto nunca y que no sabía quién era yo. Eso fue lo que me intrigó al principio. Las mujeres usaban todo tipo de tretas para acercarse a mí, para entrar en mi círculo, pero ella no.

Al principio no había creído esa expresión inocente. Había esperado que enseñase sus cartas en algún momento, pero no había cartas que enseñar.