Su verdadero amor - Cathy Williams - E-Book
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Su verdadero amor E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

El ejecutivo italiano Bruno Giannella era la fantasía de cualquier mujer: guapo, sexy y rico. Por eso Katy creía estar soñando cuando él le pidió que fuera su secretaria. Seguramente, las chispas que saltaban entre ellos sólo eran producto de su imaginación. Después de todo, Bruno era un hombre de mundo y no podía querer nada de una tímida joven inexperta como ella. Sin embargo, Bruno parecía convencido de que, bajo la medrosa apariencia de Katy, se escondía una mujer ardiente y sensual… ¡y desatar sus deseos ocultos era el punto más importante de su agenda!

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Cathy Williams

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su verdadero amor, n.º 1521 - diciembre 2018

Título original: His Virgin Secretary

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-032-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

BRUNO estaba de camino, en un vuelo procedente de Nueva York, y Katy supo que en esa ocasión no podría, según su costumbre, ocultarse y desaparecer en cuanto llegara.

Bruno Giannella, en pocas palabras, le daba un miedo terrible. Hacía dieciocho meses que lo había conocido cuando se había sometido a una entrevista de trabajo. Entonces había asegurado que sólo deseaba conocerla un poco en virtud del importante papel que iba a desempeñar en la vida de su padrino. A partir de ese momento, se había iniciado la hora y media más penosa que había soportado jamás. Y había comprendido que la única manera en que podría sobrellevar la tarea pasaba por relacionarse lo menos posible con ese hombre.

Desde entonces, había alcanzado un dominio excelso en el arte de la evasión. Las visitas a su padrino eran fugaces, esporádicas y siempre estaban previstas de antemano. Había concluido hacía bastante tiempo que Bruno Giannella no era una persona espontánea. El impulso no jugaba un papel destacado en una vida que parecía programada hasta el mínimo detalle. Era una actitud que agradecía de corazón porque le permitía evitarlo con una precisión casi perfecta.

Ahora, sin embargo, no sería tan sencillo eludirlo.

Joseph, su padrino, había sufrido un amago de infarto la tarde anterior y lo habían trasladado al hospital. Se habían llevado un susto tremendo y, tan pronto como las cosas se habían calmado un poco, había telefoneado al ahijado para contarle lo ocurrido. Había tenido que marcar una docena de números hasta que había logrado localizarlo en su oficina de Nueva York y, cuando finalmente había contactado con él, había incubado un leve remordimiento. Apenas había tartamudeado una explicación cuando le había informado en tono enérgico que regresaría a Inglaterra de inmediato y que confiaba en que ella estuviera en la casa para recibirlo al día siguiente. El corte en la línea cuando ella estaba en mitad de una frase había sido un oportuno recordatorio de los motivos por los que ese hombre le desagradaba tanto.

Pensó que no había ninguna razón para que se sintiera amenazada mientras vigilaba la entrada con la expresión angustiada del condenado a muerte. Había instalado su puesto de vigilancia en una silla algo oxidada y no se había movido en la última hora. Había razonado que si disponía de un momento para fortalecer su ánimo frente a su intempestiva llegada, quizás pudiera sobreponerse a su desagradable impacto.

A todas luces, su estrategia no funcionaría. En el mismo instante en que el taxi subió por el camino de grava, su aparente calma se evaporó como una voluta de humo y sintió un espasmo en la boca del estómago.

En sus escasos encuentros con Bruno Giannella, siempre había considerado muy injusto que tanto poder, tanta riqueza y tanta inteligencia vinieran acompañados por un aspecto tan rotundo. Merecía un físico menos agraciado. Sin embargo, poseía esa clase de atractivo que hacía que las mujeres volvieran la cabeza para admirarlo, boquiabiertas. El pelo negro, brillante, los ojos del mismo color, la boca ancha y sensual. Y un cuerpo que parecía que hubieran esculpido a mano con una dedicación y un cariño semejantes.

Para Katy, no obstante, esa aterradora belleza venía marcada por una constante frialdad, su mirada resultaba distante y su boca reflejaba una severidad cruel.

Poco después de su llegada, Joseph le había asegurado con orgullo que su ahijado era todo un conquistador. Katy había guardado un prudente silencio mientras se preguntaba si sería la única mujer que había desarrollado una absoluta inmunidad frente a su legendario e irresistible encanto.

Observó cómo Bruno pagaba al taxista, cargaba la bolsa de viaje, su maletín de diseño y se volvía hacia la casa con expresión ceñuda. En la distancia, Katy casi podía imaginarse que era un hombre de carne y hueso. Se movía, hablaba, ganaba montañas de dinero y era, aparentemente, un empresario modélico. Y, por supuesto, adoraba a su padrino. Un sentimiento que había advertido en sus ojos en las pocas ocasiones en que había coincidido con él en la casa. No podía ser tan terrible.

Entonces, el insistente timbrazo hizo añicos sus ilusiones y Katy corrió hacia la puerta principal para dejarlo entrar. En el instante en que fijó sus ojos en él supo cómo se sentiría. Cohibida, torpe, desmañada e incómoda.

De hecho, nada más abrir la puerta apartó deliberadamente la vista de la abrumadora presencia masculina que se erigía frente a ella y se aclaró la garganta.

–Adelante, Bruno. Me… alegro de verte –se echó a un lado y Bruno pasó junto a ella sin molestarse en mirarle a la cara–. ¿Has tenido un buen viaje?

Katy cerró la puerta y se apoyó contra el marco mientras recobraba la entereza.

Bruno avanzó hacia el vestíbulo y se impregnó de la atmósfera de la casa. Se respiraba un cierto aire académico, ya que su padrino había sido catedrático. Después, dio media vuelta para enfrentarse a la figura acurrucada junto a la puerta.

Si había algo que irritase sobremanera a Bruno era que la gente se acobardase en su presencia. Y Katy West estaba acobardada. Su rizada melena castaña ocultaba su rostro. Tenía las manos a la espalda y parecía lista para emprender la huida.

–Tenemos que hablar –dijo con indiferencia, acostumbrado a que sus órdenes fueran cumplidas al instante–, pero no tengo la menor intención de que hablemos en medio del pasillo, así que ¿por qué no te despegas de la puerta y preparas un poco de té?

Joseph hablaba maravillas de ella y, en verdad, Bruno no lo entendía. La chica apenas balbucía alguna palabra. Si tenía chispa e inteligencia, se cuidaba mucho de mostrar esas virtudes siempre que coincidían. Estuvo a punto de chasquear la lengua en un gesto de disgusto cuando ella pasó a su lado camino de la cocina.

–Bien –retomó la palabra en la cocina–, cuéntame lo que pasó. Y quiero saberlo todo.

Se sentó en una de las sillas y observó cómo ella hervía un poco de agua y sacaba dos tazas del aparador.

Se sentía extraño sin la presencia de su padrino. Y eso no le gustaba. Tenía apartamentos en París, Londres y Nueva York, pero esa casa era un punto de referencia en su vida y su padrino formaba parte de ella. La idea de que su estado pudiera revestir más gravedad de lo que había supuesto, que pudiera morir, le infundía auténtico pavor.

Y ese estado de ánimo no le predisponía para comportarse con amabilidad con esa chiquilla que se demoraba tanto con el té.

–¿Qué fue lo que pasó… exactamente?

–Ya te lo dije por teléfono. Ayer –Katy no necesitó volverse, pero sentía su penetrante mirada clavada en su espalda.

–¿Podrías mirarme a los ojos mientras hablamos? ¡Resulta muy difícil mantener una conversación con alguien que se empeña en susurrarle a su taza de té!

Katy se giró, lo miró a la cara y sintió una inmediata debilidad.

–Acababa de tomarse el té…

–¿Qué?

–He dicho que Joseph se había terminado…

–¡No, no, no! –Bruno agitó la mano con impaciencia–. ¿Qué fue lo que tomó? ¿Algo que pudiera producirle un… infarto? ¿Acaso están convencidos de que fue un ataque al corazón en vez de, por ejemplo, veneno en la comida?

–¡Claro que están seguros! Son médicos, ¡por el amor de Dios!

–Eso no significa que sean dioses. Todo el mundo puede equivocarse –afirmó.

Sorbió un poco de té y se aflojó el nudo de la corbata con cierta ansiedad; luego se desabrochó los dos primeros botones de la camisa.

Katy lo observó con la fascinación perversa que provocaría un animal peligroso e impredecible. Igual que una cobra.

–La comida no estaba envenenada –replicó con firmeza, convencida de que de ese modo evitaría futuras críticas a su actitud–. Tomó un poco de pan que Maggie y yo habíamos horneado poco antes y una taza de té. Estaba bien, pero después dijo que se sentía raro y que necesitaba tumbarse un rato.

Katy notó cómo se le humedecían los ojos mientas recordaba que ese simple malestar se había desvelado como una dolencia mucho más siniestra. La manera en que se había tambaleado, mientras se llevaba las manos al pecho, incapaz de articular una sola palabra.

–¡Por favor, no te eches a llorar! Ya es suficientemente grave lo que ha pasado para que, además, te derrumbes ahora.

–Lo siento –musitó–. Es sólo que estaba tan asustada cuando… ocurrió. Fue tan inesperado… Ya sé que Joseph tiene cerca de setenta años, pero tampoco es tan mayor, ¿verdad? Y no había existido ningún síntoma… incluso el día antes habíamos dado un paseo por los jardines, hasta el invernadero. Está muy orgulloso de sus orquídeas. Acude cada día y, a menudo, habla con ellas.

–Ya lo sé –dijo Bruno con brusquedad.

Joseph le escribía una vez a la semana a su dirección en Londres, desde donde reenviaban sus cartas a la esquina del mundo en la que Bruno se encontrase en ese momento. Había hecho lo imposible para que se familiarizase con la tecnología punta y le había desgranado las infinitas ventajas del correo electrónico mientras su padrino asentía con indulgencia antes sus explicaciones con aparente interés frente a las posibilidades del ordenador, pero persistía en la comunicación epistolar. Bruno habría puesto la mano en el fuego, convencido de que el ordenador último modelo que había comprado a su padrino seguiría en su gabinete, intacto y cubierto de polvo.

Bruno lo sabía todo acerca de las orquídeas y las penurias que habían sufrido a lo largo del tiempo. Estaba al corriente de todo lo que pasaba en el pueblo. Estaba al tanto de todo lo que concernía a Katy West y su inapreciable ayuda a lo largo de los últimos dieciocho meses.

–Seguro que hubo alguna señal… –insistió, apartó la taza y puso más nerviosa a Katy al inclinarse hacia delante con los brazos apoyados en la mesa.

–Nada. Te habría avisado si hubiera detectado algo, cualquier cosa que hubiera supuesto una amenaza…

–¿Estás segura?

La preocupación por el estado de salud de su padrino afiló su tono de voz, impregnado de cinismo. Bruno Giannella no estaba acostumbrado al pánico que invadía su organismo como una marea. Las circunstancias de su vida le habían enseñado muy pronto que el control era una de las armas fundamentales en la consecución del éxito. Siempre había mantenido que el control de la propia vida pasaba por contenerlo todo en la palma de la mano.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Quiero decir –se levantó y merodeó por la cocina como un tigre al que hubieran liberado de su correa– que no he recibido excesiva información por tu parte acerca del estado de mi padrino, ¿verdad? De hecho… ¡creo que no he tenido una sola noticia sobre Joseph desde que estás aquí! Pese a que dejé muy claro cuando te contraté que una parte muy importante de tu trabajo consistiría en mantenerme permanentemente informado de su estado de salud.

–¡Eso no es justo! –la rabia sonrojó sus mejillas ante esa inesperada acusación–. Trabajo para Joseph y no creo… No me parece correcto que esperes de mí que te informe de todo lo que hace a sus espaldas.

Esperaba que continuase con su arenga, pero Bruno emitió un gruñido sordo y reanudó sus inquietos paseos de lado a lado de la cocina. Si esa situación se alargaba mucho más, Katy pensó que terminaría junto a Joseph en el hospital, víctima de un ataque de nervios.

–¿Cómo es el hospital? –preguntó tan repentinamente que sacó a Katy de sus lucubraciones acerca de su maltrecho sistema nervioso.

–Es muy bueno, Bruno. He ido esta mañana y, de momento, no me han permitido visitarlo. Pero me han asegurado que permanece estable.

–Bueno, supongo que es una buena noticia. ¿Está muy lejos de aquí?

–A cuarenta minutos en coche, depende del tráfico de entrada en la ciudad. Me dijeron que podríamos pasar a verlo más tarde.

–En ese caso, saldremos a las cuatro y media –señaló.

Katy asintió y se preguntó si sería el momento adecuado para abordar el tema que le había atormentado desde que Bruno le había informado, con su arrogancia habitual, que volaría de regreso. Quería saber cuánto tiempo pensaba quedarse.

Ya estaba en la puerta cuando reunió el coraje necesario y lo alcanzó a la carrera en el pasillo. Se frenó cuando llegó a su altura.

–Entonces… –dijo con brío a cierta distancia mientras él se agachaba y agarraba su bolsa de viaje, bastante pequeña.

–¿Sí? –arqueó las cejas negras cuando notó su incómoda presencia.

–Estás… Tienes lista la habitación de siempre. Ya sabes. Al final de la escalera, a la izquierda, al final del pasillo. He colocado un juego de toallas… –avanzó un paso, dubitativa–. El caso es que…

–¡Escúpelo de una vez, Katy!

–Bueno, se trata de… En fin, Maggie y yo nos preguntábamos… bueno, queríamos saber cuánto tiempo pensabas quedarte –se apresuró mientras un gesto de cierta curiosidad se transformaba en evidente disgusto–. Sería de gran utilidad para ella a la hora de… bueno, para ir a la compra y esas cosas.

Sintió cómo se ruborizaba cada vez más mientras Bruno escuchaba su interminable tartamudeo en un incómodo silencio.

–No tenéis que preocuparos por mí –le informó y subió las escaleras mientras ella lo seguía con la mirada, asumiendo que había evitado contestarle.

Impulsada por un aliento desconocido, corrió tras su estela y llegó a la puerta de su dormitorio sin aire en el momento en que Bruno dejaba la bolsa de viaje sobre la cama y se quitaba la corbata, que tiró sobre la bolsa.

–¿Y bien? –suspiró impaciente, vuelto hacia ella mientras se desabrochaba la camisa.

 

Katy mantuvo la mirada fija en su cara, alejada del torso bronceado que su despreocupada acción estaba revelando a sus ojos.

–Es sólo que… –carraspeó un poco y se miró la punta de sus mocasines marrones–… si has pensado quedarte… bueno, me resultaría de mucha ayuda que me dijeras que esperas de mí…

El silencio mortal que recibió su vacilante pregunta bastó para que asumiera las horribles connotaciones implícitas en su demanda y eso mortificó su ánimo.

–Me refería a las comidas –recalcó con premura–. Joseph y yo acostumbramos a desayunar y comer juntos. Yo…

–¿A qué viene todo esto?

–¿Disculpa? –levantó la vista hacia él y observó, consternada, que se había quitado la camisa y que ya no podría ahorrarse la visión de su musculoso pecho.

–¿Por qué insistes en comportarte como una ayudante contratada, arrastrándote por la casa como si tu mayor deseo fuera que se abriera la tierra bajo tus pies y te engullera?

–Soy una ayudante contratada –respondió Katy, cruzada de brazos y decidida a no sentirse intimidada por su asfixiante presencia.

–En el sentido estricto de la palabra, sí –reconoció–. Pero también eres una compañera para Joseph y, aparentemente, una parte muy importante de su vida. Pese a mis primeros… digamos, recelos… parece que has superado mis expectativas. En todo caso, no eres una criada. No hace falta que te preocupes por mi horario de comidas mientras esté aquí. Soy muy capaz de ocuparme de mí mismo.

–Joseph se sentiría horrorizado si pensara que… bueno, que te habías visto en la obligación de dedicarle parte de tu tiempo –apuntó Katy con sinceridad.

Pero no dijo que su padrino sentía un temor reverencial de ese hombre talentoso y carismático que había criado desde que fuera un adolescente.

–Se sentiría igualmente horrorizado si pensara que no podía dedicarle ni un minuto de mi tiempo siempre que lo necesitara. Bien, ¿algo más?

Katy se asombró de que un hombre tan perspicaz como Bruno, que había alcanzado tan altas cotas de poder, pudiera criticarla por comportarse como una criada y, por otro lado, tratarla exactamente como si lo fuera.

–No –masculló, sonrojándose mientras veía cómo se llevaba la mano a la hebilla del cinturón de cuero.

No iría a quitárselo, ¿verdad? ¿Hasta dónde llegaría antes de que su presencia en la habitación le resultase incómoda?

Su conocimiento de los hombres era realmente escaso. A sus veintitrés años, había tenido dos novios. Ambos habían sido dos jóvenes muy amables por los que había sentido un gran afecto. Todavía mantenía el contacto con los dos y eso era una señal inequívoca de su franca amistad. No podía imaginárselos en una situación parecida por nada del mundo.

–Bien –señaló en un tono despectivo–. En ese caso, te espero abajo a las cuatro y media en punto.

Se alejó de la tímida figura y sólo fue consciente de su partida cuando escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse.

Entre sus irritantes balbuceos y sus agónicos murmullos, la chica había apuntado un dato crucial que Bruno también había sopesado en su viaje.

Su trabajo. Sabía que no podía limitarse a una visita breve. Joseph, su padrino, era la única persona que significaba algo para él. El último año apenas se habían visto y eso le dolía profundamente. Si ahora también desaparecía y su padrino fallecía, Bruno nunca se lo perdonaría.

Reflexionó sobre el problema mientras se daba un baño. Pensó en acostarse un rato, pero la idea no le tentó demasiado. En general, consideraba que se trataba de una obligación y, por lo tanto, una pérdida de tiempo. La única atracción que encontraba en una cama solía relacionarse con la mujer que completaba el cuadro. Pero, incluso si la experiencia había resultado plenamente satisfactoria, eso no bastaba para que se entregase a la típica charla intrascendente entre las sábanas blancas.

Una vez que se había cambiado y había respondido algunos mensajes electrónicos, Bruno ya había ideado una solución para su problema. Sabía que no era perfecta, pero funcionaría. Salió de la habitación y fijó la mirada en la figura que lo aguardaba en el vestíbulo.

–Jimbo ha sacado el Range Rover del garaje –anunció Katy mientras Bruno se ponía la chaqueta.

Estaban en mayo. Un clima soleado, pero con una brisa que prometía escalofríos a cualquiera tan osado como para pasearse en manga corta. Katy pensó con cierta amargura que Bruno había acertado plenamente con su indumentaria. Pantalones marrones, una camisa de cuadros y una americana de ante que parecía tan desgastada como moderna, además de insultantemente cara. ¿Cómo lo conseguía? ¿Cómo lograba ese aspecto tan tosco y tan sofisticado a un tiempo?

Sintió esa acostumbrada timidez mientras asumía su aspecto. Llevaba una falda gris de vuelo hasta las rodillas, un suéter amplio beige y una chaqueta de pana gris muy poco vistosa. Bruno siempre lograba que se sintiera incómoda. A lo largo del año, esas mismas prendas le hacían un gran servicio. Eran funcionales, duraderas y ocultaban una figura que le avergonzaba, sobre todo en presencia de Bruno.

–¿Jimbo? –Bruno frunció el ceño y Katy asintió.

–Jim Parks, el hombre que se ocupa del jardín y arregla cualquier cosa en la casa. Ya os han presentado –aseguró.

–Me fiaré de tu palabra –dijo, ya que no lo recordaba.

–En cualquier caso, el coche nos espera fuera. Si te parece bien, yo conduciré –sugirió y Bruno, para su consternación, aceptó.

Katy era buena al volante y estaba acostumbrada al coche de Joseph. Se acercaba a la ciudad una vez por semana, en su tarde libre, para sus compras y acompañaba a Joseph siempre que se lo pedía. Nunca iban muy lejos, pero estaba hecha a la palanca de cambios. Incluso había conducido hasta Cornwall algunos fines de semana para visitar a sus padres.

Nada de eso calmó sus nervios mientras encendía el motor y salía despacio. Los ojos negros de Bruno vigilaban cada uno de sus movimientos. Era todavía peor que el día en que se había examinado. Al menos, su examinador había sido un hombre de cincuenta años que había procurado sosegarla con buenas palabras. Ahora, en cambio, actuaba bajo la estricta mirada de ese arrogante de origen italiano que no dudaría en atacarla con dureza si cambiaba de marchas con excesiva brusquedad.

Apenas podía concentrarse en su amable conversación mientras se interesaba por el tráfico en la ciudad y sus actividades en su día libre. Estaba demasiado pendiente de su vigilancia para relajarse. Soltó un suspiro de alivio cuando reconoció la fachada del hospital en la distancia en el momento en que Bruno le comunicó su decisión.

–He estado pensando en lo que me dijiste sobre el trabajo y estoy de acuerdo contigo. Creo que Joseph se entristecería si pensara que me quedo aquí a la fuerza, de brazos cruzados, por su culpa.

Katy lo miró subrepticiamente. El hecho de que hubiera pensado en algo que ella había dicho ya resultaba bastante sorprendente para que, además, admitiera que estaba de acuerdo con ella.

–Sí, lo lamentaría –suspiró aliviada, consciente de que eso implicaba su inminente partida, pero convencida de que antes deseaba expiar su culpa con ella–. Está muy orgulloso de ti, ya lo sabes. Odiaría la idea de que sientas tanta lástima por él como para… bueno, para dejar de lado tu trabajo.

Katy frunció el ceño y trató de imaginarse cómo sería la vida cuando todo ocupaba un segundo plano con respecto al trabajo.

–Tienes un apartamento en Londres, ¿verdad? –preguntó.

–Sí, por supuesto –replicó enojado–. Fíjate en este aparcamiento. No encontraremos un hueco libre en horas. Tendrías que haberme dicho que no habría plazas disponibles. Habría llamado a un taxi.

–Encontraremos un hueco –masculló Katy mientras buscaba una plaza que desmintiera el pesimista comentario de Bruno–. Pero tenemos que ser pacientes.

–La paciencia es una virtud sobreestimada –chasqueó la lengua y miró por la ventanilla–. Si esperas demasiado por algo, ten por seguro que habrá desaparecido antes de que lo consigas. Si siguiese esa filosofía en mi trabajo, pasaría hambre.

–Pero ahora no hablamos de negocios, Bruno. Sólo estamos buscando un hueco en el aparcamiento del hospital –su mirada se iluminó cuando observó un coche que salía marcha atrás de un hueco en el carril paralelo y aceleró para situarse delante de la plaza vacante–. ¡Mira! ¿No te dije que encontraríamos un sitio?

–Estaba hablándote de mi dilema… con relación al trabajo –replicó Bruno, de modo que la satisfacción de Katy por su mínima victoria se desvaneció al instante.

–Sí, claro. ¿Podríamos discutirlo después de la visita a tu padrino?

Ya se sentía más animada ante la idea de ver a Joseph. Para Katy, no era ninguna sorpresa que se hubiera convertido en una persona tan importante en tan sólo año y medio. Como hija única, siempre había tenido un don a la hora de relacionarse con los adultos y Joseph era un hombre especial. Esa mezcla de timidez, inteligencia y caballerosidad había cautivado su corazón desde el principio y no había tenido ningún motivo para reconsiderar su primera impresión. Disfrutaba de su compañía en la casa cuando discutían acaloradamente sobre algún acontecimiento de la actualidad tanto como cuando compartían el silencio del salón antes de acostarse.

Confiaba en que pudiera recibirlos e, incluso, charlar unos minutos con ellos. Se sentía mucho más inclinada a saborear en silencio ese pensamiento antes que verse forzada a contestar al hombre que caminaba a su lado.