Sulliat - Esteban Schezzler - E-Book

Sulliat E-Book

Esteban Schezzler

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Beschreibung

Verónica recibió la invitación de su novio, Ignacio, para pasar tiempo y ayudar en las labores de su campo familiar. En el viaje, ella se cruza con Marco: un joven intrigante con quien comparten mucho en común. En el campo la esperarán personas y situaciones de lo más inesperadas. Eso incluye a Gladys, la madre de Ignacio, que sufre una enfermedad en secreto y no quiere que su hijo lo sepa. Juntos deberán atravesar más de un desafío. Mientras tanto, a todos los atraviesa una pregunta: ¿Quién es realmente Marco y por qué aparece justo en ese momento? Es la incógnita que Verónica e Ignacio desean desentrañar.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Dome, Carlos Esteban

Sulliat / Carlos Esteban Dome. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

202 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-646-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Costumbristas. 3. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Dome, Carlos Esteban

© 2020. Tinta Libre Ediciones

Sulliat

1

Sin despuntar todavía, el sol mostraba su indicio en colores anaranjados sobre el horizonte, desvelando un cielo pulcro de nubes. Y en el otro extremo, las últimas estrellas dejan su brillo apagarse lentamente en la bruma de luz que asoma en el levante.

Una brisa fresca alza un poco de polvo que rápidamente se asienta sobre la broza a un costado del camino, donde el asfalto de la ruta hace contacto con la calle de tierra que une al pueblo con el resto del mundo. Solo un cartel y una garita son la prueba de su existencia.

El colectivo detuvo su marcha frente a aquella parada. Verónica esperó a que la puerta se abriera para subirse. Tomó la mochila negra y la cargó al hombro, pagó el pasaje y se sentó del lado de la ventanilla. Ese día el colectivo estaba particularmente vacío, pero al acercase las vacaciones se encontraría abarrotado de pasajeros con diversos destinos y procedencias. Echó un vistazo al resto de los ocupantes: además del chofer, una señora mayor se encontraba unos asientos a su derecha, dos asientos más atrás se encontraba Osvaldo Almeida, a quien conocía por su abuelo. En la misma fila que ella, tres asientos más adelante, se encontraba una pareja, ella recostada sobre él, y ambos dormían profundamente; detrás de ellos, Gladys, a quien saludó con un movimiento del brazo. Completaban la lista una familia con una nena pequeña algo inquieta y un joven que venía durmiendo y a quien Verónica le pareció familiar.

Se levantó del asiento buscando la compañía de Gladys. El viaje sería largo y un poco de conversación lo acortaría. Tomándose de los asientos, avanzó hacia ella y, luego de besarle la mejilla, se acomodó a su derecha.

—¿Cómo estás, Gladys? Hermosa mañana. Se nota que empiezan los días de verano —comenzó Verónica.

—¡Hola, Vero! Sí, preciosa... Igual, espero que llueva. Estamos cerca de fin de año y hay poco pasto. No sabés cómo está Fabo, enloquecido. Si no llueve...—respondió juntando las manos y mirando hacia arriba. Fabián Acosta, su marido, tenía un pequeño campo cerca de donde Verónica había vivido en su niñez. De tez quemada por el paso del tiempo y de manos callosas, Fabo no conocía otra labor que el campo: amaba su trabajo, sus tierras, pero, sobre todo, amaba a su familia.

Verónica miró hacia afuera, hacia las sierras que asomaban y a los campos sembrados con trigo que empezaban a mostrar la falta de agua.

—Siempre que llovió, paró. Y volvió a llover... —sentenció—. ¿Y cómo está Ignacio?

—Nacho, bien. Pronto por irse. Dijo que ayudaba en la cosecha y se ponía a estudiar —Gladys guiñó el ojo, como dando a entender que sabía que ellos habían estado saliendo.

Verónica se sonrojó, miró hacia otro lado e intentó cambiar de tema. Por dentro se reprochó haber preguntado por él. Al desviar la vista, vio que el muchacho que hasta ese momento se encontraba dormido miraba fijamente hacia el exterior. Notó su semblante meditabundo, como preocupado, absorto en pensamientos qué solo él sabría. Advirtió que la cara estaba surcada por pecas, apenas visibles salvo que uno observara con más atención. Ella tenía las mismas pecas, heredadas de su padre. Como experiencia personal, sabía que no muchos se percataban de ellas. Pero lo que más le impactó fueron sus ojos grises. Nunca había visto ojos así, tan claros, y hacían que su mirada fuera aún más llamativa.

—¿Te pasa algo? —La pregunta de Gladys hizo que volviera la vista hacia adelante.

—Nada —respondió en voz baja, como buscando que aquel joven no la escuchara. Volvió a cambiar de tema hacia cuestiones más banales.

El colectivo continuó su marcha, mientras las sierras proyectaban su sombra en el camino. Pasando por un par de despeñaderos, en un andar sinuoso que atravesaba aquel paisaje de ensueño, bordeado por arroyos, se encontraba el campo donde vivían Gladys, su marido y, quien más le interesaba a Verónica, Ignacio. Un par de puentes más adelante y luego de un giro a la izquierda divisarían la entrada. Verónica conocía bien el camino.

Al acercarse a su destino, Gladys comenzó a levantar los bolsos, mientras la velocidad del colectivo iba aminorando poco a poco.

—Aquí me bajo, querida —le dijo a Verónica mientras se despedía con un beso—. ¿Te veo pronto?

—Tengo que ir a la ciudad. Es breve. Antes de volver, iré un par de días al campo, a visitarlos. —Gladys entendió quién la había invitado, simplemente sonrió y bajó del colectivo. Apoyada sobre la ventanilla, vio como la saludaba agitando la mano de un lado hacia otro y devolvió el efusivo saludo. Antes de reanudar la marcha, un auto gris se aproximó a la tranquera y un joven bajó a recibir a la recién llegada.

Verónica se recostó sobre el asiento, imaginando la silueta de Ignacio. No pudo verlo, el colectivo había arrancado antes de que él descendiera del vehículo. Ya tendría tiempo, en unos días lo tendría para ella, por lo menos antes de que se fuera. Pensar en la partida la apesadumbraba. Antes de que la tristeza la invadiera, borró los pensamientos e intentó descansar. Se recostó sobre la ventanilla, acomodando la cabeza sobre una pequeña campera que serviría de almohada, y adaptó los pies aprovechando la ausencia de acompañante, de forma tal que estos quedaron sobresaliendo sobre el pasillo del transporte. Cerró los ojos y buscó dormir un poco.

Las imágenes se iban sucediendo en su mente: el campo donde conoció a Ignacio, la nieve del primer día, el arroyo... De repente, apareció su padre: los abrazos, los juegos, el último adiós. Una angustia grande la invadió mientras los pensamientos se agitaban: felicidad, tristeza, niñez, amor… Y de la mezcla amorfa de sensaciones, sentimientos y recuerdos, una figura emergió como confluencia de alucinaciones, una silueta con ojos grises.

Se sobresaltó. El colectivo había arribado a destino y el freno abrupto la había despertado. El roce de la pequeña niña sobre sus elongados pies y el apuro de los padres al seguirla logró despabilarla. Instintivamente miró hacia atrás, donde aquel joven se había situado, pero ya no estaba. Se incorporó moviendo el cuello de un lado hacia el otro, sintiendo el malestar producto de su improvisada cama, estiró la espalda, colgó la campera en el bolso negro y se dirigió hacia la salida del colectivo.

La terminal era una estructura rectangular, totalmente vidriada. Unas columnas sostenían el tinglado que daban refugio a los colectivos. Las bolsas de cemento y montañas de arena acompañaban la postal. El lugar se encontraba en reforma. Hacía un tiempo que se buscaba restaurar la estación, tarea que se descubría en curso.

Verónica se dirigió enseguida hacia el puesto de ventas a buscar una botella de agua, el viaje había sido largo y no había tomado nada desde que partió de su hogar en el campo donde vivía con su madre. Lo primero que iba a hacer era aprovechar a visitar a su padre. Iría caminando, en parte para sacarse los calambres ganados en el viaje y, por el otro, la proximidad de la terminal. Pagó con un billete, calzó su mochila sobre su espalda y se encaminó a la salida.

Al cruzar la puerta, vio como aquel intrigante joven se encontraba auxiliando al señor Almeida a subir al taxi. Mientras lo tomaba el brazo y lo acondicionaba en el asiento del vehículo, Verónica revivió las imágenes que antes habían irrumpido su sueño. Se quedó unos segundos en trance, sin moverse, hasta que la pareja de jóvenes que en el colectivo se encontraban durmiendo cruzó frente a ella. Abrió la botella de agua, bebió un sorbo y, volviendo en sí, emprendió la marcha.

La calle, casi avenida, tenía dos manos separadas por una línea de arbustos en su centro. Más adelante, las calles se unían en una sola, y era la línea verde la que se dividía, ahora en pares de árboles que custodiaban el sendero, mientras sus sombras proporcionaban un excelente refugio al sol que poco a poco iba ganando más altura en el cielo. Verónica caminaba sumida en sus pensamientos. Intentaba desentrañar por qué ese joven le era familiar y de dónde lo conocía.

El camino terminaba unas cuadras más adelante, frente a la necrópolis local. Tras los enormes portones negros, el ambiente se llenaba de cruces, santos y lápidas. Un precario puesto de flores reposaba a un costado de la entrada. Una señora de baja estatura se encontraba armando ramilletes de crisantemos monocromáticos. Verónica eligió unas margaritas que se hallaban en un tarro color verde en el suelo. Al incorporarse, tropezó con la persona que se encontraba detrás de ella.

—Disculpe. —La voz sonaba suave—. La vengo siguiendo desde que salió de la terminal. Se le ha caído esto. —El joven le extendió la campera. Verónica lo contempló un rato. Aquellos ojos grises la miraban con una mezcla de alegría y pena, de familiaridad. Notó nuevamente las pecas en aquella piel blanca, unos puntos pálidos que surcaban su cara. Su pelo, oscuro a primera vista, poseía unas tonalidades rojizas contra el reflejo de la luz.

—Gracias. No me había percatado de que se había caído. —Tomó la prenda, abrió el bolso y la metió rápidamente. El joven asintió con la cabeza, dio medio giro y emprendió la retirada.

Motivada por un impulso desconocido, o tal vez para agradecer aquel gesto, Verónica lo detuvo.

—¿Sos de por acá?

—Estoy de paso. Es la primera vez que vengo —respondió el joven.

—Entonces, vení. Tengo algo para almorzar; no es mucho, pero servirá. Además, te has tomado muchas molestias para alcanzarme la campera. —Hizo un ademán como dando a entender que no era una opción. De repente se sintió jovial, alegre—. Solo tengo que hacer algo acá y vamos. Si no te molesta esperar —sentenció.

Él asintió con la cabeza sin pronunciar una palabra. Un rubor le coloreó el rostro, lo que hizo que aquellos puntos en su cara resaltaran aún más.

Ambos entraron en aquel lugar de reposo de los que ya no estaban, en un sinfín de mausoleos y nichos. Verónica giró un par de veces, hasta llegar frente a un cartel tapado por un ligustro. Una sepultura simple contenía una placa con un nombre: Valentino M. Vilar. Con delicadeza, apoyó las flores sobre la lápida.

—Hoy hubiera sido su cumpleaños. Hace ya cinco años falleció. —La alegría que hacía unos momentos había mostrado se había convertido en una lágrima a punto de marcharse de sus ojos.

—Lo lamento —atinó a responder el joven—. ¿Puedo preguntarte algo? —Verónica asintió con la cabeza—. ¿Qué es la M?

—Marco.

Por alguna razón, la respuesta pareció sorprender al joven.

—Es mi nombre —caviló.

Verónica se reincorporó, llevó su mano derecha hacia la boca y se besó la punta de los dedos, luego giró la mano en dirección a donde reposaba su padre, despidiéndolo. Marco cerró los ojos e inclinó levemente la cabeza, presentando respeto.

Se fueron del lugar desandando el recorrido previo. Cruzaron el camino y retomaron el sendero de los árboles custodios, se detuvieron frente a una pequeña capilla que tenía a su lado una plazoleta. Entre los juegos infantiles, había unos asientos hechos de concreto debajo de un gran sauce. Por su altura en comparación a otros árboles y al estado del lugar, se apreciaba que este había estado mucho antes de que la plazoleta se hubiera construido. Verónica sacó de la mochila unos sándwiches guardados cuidadosamente en un táper. Lo abrió y le ofreció uno a Marco, tomó otro para ella y lo engulló. Colocó el táper entre ambos, tomó un segundo sándwich, pero lo comió con más pausa.

—Servite, sin miedo. Merecés dos sándwiches, uno por la campera y otro por ayudar al señor Almeida en la terminal. —Verónica señalaba la pila de alimento con una sonrisa, mientras Marco asentía con rubor—. ¿Tenés familia aquí?

—Sí. A mi madre. Vine a conocerla. —Verónica sintió que había algo en la respuesta que prohibía a indagar más. Marco notó el confuso semblante de Verónica, agarró un segundo sándwich y continuó—: Tengo contacto con ella, pero algo me decía que tenía que verla, es por eso que vine.

—Lo siento —respondió—. Uno pregunta, ya sabés...

—Es como tu padre. Tal vez no están con uno, pero siempre se siente su presencia.

Verónica estuvo de acuerdo, sacó la botella de agua y le convidó a Marco lo poco que quedaba, pero la rechazó—. Gracias por el almuerzo, pero debo continuar. Fue un gusto. —Se incorporó del asiento y la despidió con un beso en la mejilla. Verónica tomó con naturalidad el beso, respondiendo del mismo modo.

—Gracias, un placer y suerte.

Durante unos minutos, Verónica se quedó sentada en el lugar, desorientada en sus pensamientos. Ella sentía que lo conocía, «¿Por qué me importa tanto?» pensó. Se levantó de su asiento y continuó su propio camino.

2

—Otro día seco —sentenció Ignacio mientras miraba por la ventana. El sonido de la pava en el fuego indicaba que el agua estaba casi al punto de ebullición. Volcó la yerba sobre el mate de madera, lo giró tapando la boca con la palma de la mano derecha, lo agitó un poco y puso la bombilla en su lugar. Volcó el agua y sorbió un poco. Volvió a meter agua y pasó el mate.

—Si sigue así, vamos a tener que vender. No hay pasto, tampoco rollos. Y el cuadro que queda es el último. Hoy trasladamos las vacas —resolvió Fabián. La falta de lluvia no solo hacía que la tierra fuera adusta, sino que el ambiente estuviera tenso—. Sabés qué hacer. —Ignacio aprovecharía las horas matinales para empezar el traslado; más avanzado el día, el calor sería sofocante.

Gladys se encontraba lavando los platos de la noche anterior. Mientras enjuagaba, Ignacio le acercó un mate, lo consumió rápidamente y continuó la labor.

—Me voy a caballo ahora —dijo dejando abruptamente el mate.

—Te acompaño —respondió Gladys mirando a su hijo, pero sin dejar de fregar—. Solo unos mates no es desayuno. Termino acá, preparo el equipo y unas galletitas y vamos los dos. Te doy una mano. —Había buscado un momento para hablar a solas con su hijo, pero siempre estaba ocupado. El traslado tomaría casi una hora para ir y otra más para volver, y todo eso si no había ninguna complicación.

—Está bien por mí —respondió Ignacio. Instantáneamente se dio cuenta de que quería algo de él. Era inútil persuadirla de lo contrario. Cebó unos mates más, luego lo vació y lo limpió. Volvió a poner la pava sobre el fuego y salió de la cocina para prepararse para el trabajo.

Los dos se miraron. Fabián fue el que rompió el silencio.

—Sabés que necesito su ayuda, ¿verdad?

—Tiene que terminar de estudiar. Nacho siempre te ayuda, pero es momento que haga lo que quiere para su vida. ¿Has hablado con él?

—Sí, y no dice mucho. Solo responde que me da una mano ahora y luego se vuelve a ir. Y siendo sincero, las cosas no están bien y necesito la ayuda. Él sabe manejarse solo y no tengo que estar pendiente de cómo hace el trabajo.

—Se atrasa —replicó Gladys mientras secaba los utensilios—. ¿Y si buscás a alguien para el trabajo, Fabo?

Ya habían tenido esa conversación muchas veces. Y cada argumento fue luego refutado por su compañera y, aunque hasta ahora él salía victorioso, era evidente que las cosas estaban cambiando y no podía depender de su hijo más tiempo. Gladys retiró el agua del fuego y vertió el líquido en el termo, lo cerró y lo guardó en el estuche, junto con la yerba y las galletitas. Fabián resopló. Cualquier idea que pudiera tener para conservar a su hijo en el campo sería un motivo de conflicto y, resignado, reconoció su derrota.

—En la semana iremos al pueblo. Veremos si encontramos a alguien que lo reemplace. —En su voz había una especie de enojo y claudicación.

—Yo hablaré con él. Está confundido y quiere hacer lo mejor para nosotros, aunque signifique dejar de lado hacer lo que él quiere.

Fabián hizo un gesto como entendiendo de qué hablaba, se levantó y la besó.

—Voy a preparar la máquina. Los espero con la comida para cuando vuelvan. Hoy yo preparo el almuerzo —dijo con aire de importancia y se fue. Gladys aguardó a que su hijo terminara de prepararse. Luego, ambos se dirigieron hacia donde tenían los caballos.

Recientemente habían mejorado el lugar. Las maderas aún mantenían el colorado del quebracho y los alambres se encontraban tirantes. Lo único que se mantenía original era la tranquera, hecha de caños, que se encontraba oxidada por el paso del tiempo. Ignacio subió por encima de uno de los palos, mientras Gladys le acercaba los pertrechos para los animales. Se dirigió al ejemplar negro, con crines del mismo color. El caballo, ya presintiendo el trabajo, agachó levemente la cabeza, mientras le colocaban el bozal.

—Vamos, Morocho —le dijo suavemente, mientras lo atraía hacia donde Gladys se ubicaba—. Mientras lo ensillás, busco la yegua.

De pelaje lobuno, Gris era la madre de todos los equinos del campo. De carácter dócil, muchos habían aprendido a montar en su lomo, incluso alguien sin experiencia era experto jinete sobre ella. Mientras acondicionaban los animales, Ignacio les hablaba, como tranquilizándolos. Él subió sobre Morocho con una agilidad increíble, mientras que Gladys usó el alambrado para montar la yegua.

Trotaron hacia la salida, y tomaron el camino hacia su destino. El andar de los caballos hacía levantar un fino polvo que luego se asentaba nuevamente en el lugar. Guiada por Gladys, Gris empezó a tomar velocidad, lo que hacía que la tierra empezara a subir, estorbando la visión de Ignacio. Entendió inmediatamente lo que buscaba su madre. Cuando era chico, le gustaba montar a caballo y hacerlos correr. A su padre nunca le gustó que galopara tan rápido, mientras que su madre era la que incentivaba.

—En los caballos están nuestros antepasados, nos ayudan, nos cuidan. Solo que ellos no lo recuerdan —le contaba de chico. Por esa razón, cuando conoció a la familia de Verónica, quedó perplejo de saber que no era el único que pensaba como él. Su padre, Valentino, criaba caballos criollos, igual que su padre antes que él.

Taloneó al suyo, empezando a aumentar la velocidad. Al mismo tiempo, Gladys aflojaba más su rienda, intensificando la diferencia entre ambos. Se acomodaron para la carrera. Los corceles comprendieron enseguida la orden y avivaron el paso, mientras sus jinetes incitaban la competencia dando chasquidos y orientando los movimientos. El polvo levantado moldeaba como la cola de un cometa suspendido en el aire, visible incluso a una gran distancia. Una perdiz revoloteó fuera del sendero, apartándose del riesgo de ser pisoteada por aquella estampida hecha de dos. Al aproximarse el cruce de caminos, Ignacio tensó las riendas, haciendo que su caballo aminorara la marcha sutilmente. Gris se adelantó y, al llegar a la confluencia, se detuvo en seco, respondiendo a la orden de su jinete.

—Has ganado —dijo Ignacio fingiendo indiferencia. Su madre lo miró y le siguió el juego.

—Otra vez. Todavía me mantengo, al igual de Gris. —Acarició el grueso cuello del animal, mientras este mordía el bozal—. Pero temo que pronto ya no será así.

—Falta mucho para eso. —Ignacio soltó un chasquido, agarró las riendas y dirigió a Morocho hacia la derecha. Gladys hizo lo mismo, poniéndose a su izquierda.

—En el colectivo me encontré a Verónica. ¿La invitaste al campo? —Sabía la respuesta, pero esperaba la confesión de su parte. Sin dejar de mirar al frente ni expresar algún asombro, Ignacio asintió con la cabeza—. Se ha convertido en toda una mujer. Es hermosa, ¿no?

Un rubor se presentó abiertamente en la cara del muchacho. El calificativo no hacía justicia a lo que Ignacio sentía que era Verónica. Cuando la conoció, apenas era la hija de unos amigos de su padre. Una chiquilla a la que le gustaba andar a caballo. Él constantemente la molestaba asustándola con historias de miedo sobre espectros que deambulaban en la llanura o de brujos en las sierras. Pero sabiendo el cariño que tenía a los caballos, disfrutaba más atemorizándola con la llegada del ánima del caballo blanco, aquel espíritu fantasmal de mal augurio. Cuando falleció su padre, ella aseguraba haberla visto en la noche, lo que provocó en él un fuerte remordimiento.

—Es verdad, es hermosa. Lástima que sea tan brava —dijo sin darle mayor importancia. Pero en su mente no dejaba de pensar en ella, en su cuerpo, en su bravura.

—Decime, ¿están saliendo? —la pregunta sacudió a Ignacio. ¿A qué se debía aquel interrogatorio?

—Es cosa nuestra... —respondió ofuscado.

—Simplemente me llama la atención. Faltando poco para terminar la carrera, aparecés a la menor insistencia de tu padre. Si estás acá por cómo van las cosas en el campo, podemos buscar la forma de arreglarnos, pero si has venido por ella... —Gladys hizo una pausa.

—Si es por ella... —Ignacio hizo un ademán para que continuara con lo que iba diciendo. La realidad es que no sabía por qué regresó. Su madre decía la verdad, faltaba poco para terminar sus estudios y una mañana, luego de una charla cotidiana por teléfono con su padre, había decidido volver, como si una fuerza extraña lo incitara a hacerlo.

Gladys se adelantó unos pasos, mientras contemplaba el valle que se extendía enfrente.

—Si es por ella, solo vos tenés la última palabra. —Giró la cabeza y le sonrió.

Continuaron manteniendo el paso. El camino subía y bajaba, giraba hacia un lado y otro, hasta llegar a un nuevo cruce. A su derecha, un canal artificial se bifurcaba en la confluencia y, sobre la línea de los alambrados, un bajo marcaba un afluente natural.

—Mirá —dijo Ignacio señalando un sector donde la tierra estaba barrosa—. Hay agua en la vertiente. Papá siempre dice que si ahí aparece agua, está pronta la lluvia —sentenció.

—Esa sería una muy buena noticia. —El pasto bajo los pies de los caballos crujía bajo la sequía reinante. El sol seguía encendiendo el ambiente, y el calor bronceaba la tierra, mientras el abrazo de su luz alertaba algún riesgo latente de fuego.

Al terminar el camino, una tranquera estropeada recibía a los recién llegados. Un candado y una cadena de anchos eslabones era el único sistema de cerrado. Ignacio bajó hábilmente de Morocho, abrió sobre su derecha y dejó pasar a su madre. Luego agarró las riendas de su caballo y tiró para que este entrara dentro del campo. Revoleó el pie sobre el lomo y avanzaron hacia donde se encontraban los bovinos.

Debajo de una arboleda, cerca del bebedero, se encontraban los animales buscando refugio del incandescente ambiente. Aquel cuadro ya no contaba con pastura, y las pocas hierbas apetecibles estaban perdiendo la poca humedad que quedaba. Al contar las vacas, notaron la ausencia de dos. Recorrieron el lugar antes de arriarlas hacia un nuevo emplazamiento. Encontraron la primera en el cuadro contiguo, había roto el alambrado buscando mejor alimento. Dirigieron al animal junto con el resto de la manada. La segunda vaca la encontraron muerta en la esquina sur del cuadro, hinchada. La dejaron en el lugar, la trasladarían cuando regresaran con algún vehículo, y la depositarían en el cerro, su destino final. Al abandonar el lugar, un par de caranchos sobrevolaba aquel sitio donde yacía el cadáver.

Comenzaron el éxodo. Como entendiendo el porqué de la marcha, los animales comenzaron a moverse en conjunto, lentamente, levantando el polvo del suelo, provocando una nube de tierra visible a la distancia. Mansamente marchaban hacia su nueva morada, con la promesa de pastura. Ignacio meditaba sobre su futuro, sobre sus opciones. Sus estudios estaban próximos a culminar, pero ahora su padre necesitaba su ayuda, de toda la ayuda que pudiera tener. Y estaba Verónica. Quería pasar más tiempo con ella y no separarse jamás. Podría posponer sus estudios, pero existía el riesgo de no volver, de aclimatarse. Pero eso significaba tirar por el piso todo el sacrificio que sus padres hicieron con él. Su futuro, su familia, su amor.

—Hablaré con tu padre —Gladys rompió la meditación en la cual se encontraba Ignacio—. ¿Cuándo es que viene Vero?

—Dentro de dos días —respondió.

—Bien. Dentro de dos días iremos al pueblo a ver si conseguimos alguien que nos dé una mano para el trabajo. En esos días, podrán estar a solas los dos, lo que te dará tiempo de hablar con ella. Pasado ese tiempo, espero que puedas tener las cosas aclaradas. Y sea lo que decidas, nosotros te apoyaremos, siempre y cuando respetes al resto —las últimas palabras resonaban hacia Verónica.

Ignacio aprobó la idea. Condujeron los animales hacia el cuadro destinado. Allí se encontraba la última pastura para ellos. Dejaron el ganado en el lugar, controlaron que el bebedero tuviera agua, recorrieron el alambrado verificando que todo estuviera en su lugar, para luego volver hacia el casco del campo. Al llegar, Fabián había cumplido su palabra, el almuerzo estaba hecho y los esperaba en la mesa. Al finalizar la comida, Ignacio tomó la vajilla y comenzó a limpiarla. Gladys, mientras tanto, se retiró junto a su marido a descansar del calor reinante. Antes de reposar, se escuchaba el murmullo que salía de su habitación. Ignacio solo podía imaginar lo que hablaban, pero no era curioso, así que salió a buscar algo de frescura.

Al marchar hacia el exterior, sintió la abrasadora caricia de la tarde naciente. Se dirigió hacia el molino y hacia el tanque. De deshizo de su ropa y se zambulló en el agua. Y, mientras flotaba y se sumergía, su mente flotaba en el mismo mar de dudas que tenía al traer las vacas. El tiempo se acercaba y él tenía que decidir.

3

Verónica vio partir al muchacho. Por un momento pensó en seguirlo, pero luego desistió. Resultaría raro que lo hiciera, además no tenía ningún sentido, pero había algo en él que la intrigaba. Decidió seguir su rumbo y visitar a Clemente, su abuelo.

Sus pies ya estaban mostrando fatiga por la caminata cuando llegó a su destino. Una reja blanca separaba la casa de la vereda, abrió la pequeña tranquera a su izquierda e ingresó. Un árbol podado era lo único verde que quedaba en su frente, el resto estaba cubierto totalmente con cemento. La puerta había sido recientemente barnizada, mientras que, sobre su lateral, una ventana con postigo ofrecía una vista hacia su interior. Verónica tocó el timbre, que sonó sin ganas. Unos pasos arrastrados se sintieron desde el interior y la puerta se abrió pesadamente.

—¡Pequeña!

—Avi, tanto tiempo. —Verónica abrazó al anciano frente a ella. Y este la envolvió de la misma forma.

—Pasá, pasá. Te estaba esperando —le dijo mientras daba lugar—. Me encontré a Osvaldo, quien me dijo que habías llegado, pero eso fue... ¿hace cuánto? ¿Tres, cuatro horas? —Miró el reloj que tenía en la muñeca—. Fue en el banco, me lo encontré cuando fui al banco.