Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Tras 'Lo que hacen los mejores profesores universitarios' y 'Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad', Ken Bain pone con este libro la tercera pata al trípode en el que necesariamente deberá sostenerse cualquier educación superior en el futuro, muy especialmente la universitaria. Así mismo, puede ayudar a construir una forma distinta –y mucho más eficiente– de contemplar la educación y de ponerla en práctica, pues invita a los lectores a pensar en profundidad sobre la enseñanza y el aprendizaje, incluso sobre el papel que la educación puede y debe acabar jugando en nuestra sociedad. Sus útiles y concretos ejemplos de superasignaturas de muy diferentes disciplinas, además de promover un aprendizaje profundo y significativo, se fundamentan en la poderosa noción de que los estudiantes son curiosos, altruistas y sociables, y en que mantienen aspiraciones loables. Estas superasignaturas, sólidamente basadas en esta concepción, fomentan tanto el aprendizaje profundo como la prosperidad humana en su sentido más amplio.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 566
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
Título original: Super Courses. The Future of Teaching and Learning
© Princeton University Press. Princeton, 2021
© Ken Bain, 2021
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2023
© De la traducción: Óscar Barberá, 2023
puv.uv.es
Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero
Maquetación: Inmaculada Mesa
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: David Lluch
ISBN: 978-84-1118-120-4 (papel)
ISBN: 978-84-1118-121-1 (ePub)
ISBN: 978-84-1118-122-8 (PDF)
Edición digital
Dedicado a Adam, Nathan y Junhui
Índice
Agradecimientos
I.LA IDEA
Prefacio
Capítulo 1. Confiando en nuestras máquinas
Capítulo 2. Cómo aprendemos
II.LAS ASIGNATURAS
Prefacio
Capítulo 3. Un nuevo tipo de universidad
Capítulo 4. Libros entre Rejas
Capítulo 5. Clases diversas
Capítulo 6. De Charlottesville a Singapur y más allá: en busca de superasignaturas
Capítulo 7. Aprendizaje con iniciativa propia y grandes preguntas: de las chicas «Hágalo Ud. Misma» al huracán Katrina
Capítulo 8. Instrucción entre iguales y algo más
Capítulo 9. Rehacer una superasignatura
Capítulo 10. Sopa de aprendizaje interdisciplinar
Capítulo 11. Integración de Capacidades
Capítulo 12. Promover mentalidades de crecimiento
Capítulo 13. Un departamento de superasignaturas
Capítulo 14. Una odisea personal hacia una superasignatura
Capítulo 15. Todo el conocimiento está relacionado
Capítulo 16. La pedagogía de salir
Capítulo 17. Calificaciones
Epílogo
Apéndice
Índice analítico
Agradecimientos
Este libro comenzó con la idea que tuvo Marsha de analizar ejemplos de programas de asignaturas predilectas. Hemos recopilado un buen número de ejemplos brillantes por todo el mundo, y estamos muy agradecidos a todos aquellos que nos han ofrecido su trabajo. No obstante, la idea original fue tomando una forma diferente, y mejorada, después de que Peter Dougherty nos invitara a comer un día de agosto de 2017. Peter acababa de dejar la dirección de Princeton University Press y, tal como lo expresó, se había embarcado en un proyecto nuevo, la confección de una lista exhaustiva de libros sobre educación superior, y quería saber si nosotros teníamos algo que aportar.
Ese otoño condujimos hasta Princeton desde nuestro hogar en South Orange, en Nueva Jersey. Ante las ofertas culinarias «francesas, europeas, aptas para vegetarianos y sin gluten» de la Brasserie Cargot, situada en la antigua estación de trenes Dinky, anexa al campus universitario, comenzamos a explorar qué podíamos ofrecer a ese proyecto. Mencionamos el libro sobre programas de asignaturas, a lo que rápidamente añadió Peter: «Estamos buscando superasignaturas». Esta fue la primera de las muchas contribuciones del editor a nuestro propósito: un título que capturaba con intensidad y de manera espléndida nuestro trabajo y que cambió por completo la dirección de nuestras reflexiones. Estamos profundamente agradecidos por todo lo que Peter nos ofreció al guiarnos delicadamente hasta el libro que ahora tienes en tus manos.
Otras personas también han hecho aportaciones valiosas que han conseguido mejorar el trabajo. Queremos mostrar nuestro agradecimiento a todos los grandes educadores que han dedicado su valioso tiempo a comentar con nosotros sus imaginativas creaciones pedagógicas, incluidos aquellos cuyo trabajo no hemos llegado a incluir por limitaciones de espacio. En esas conversaciones, y en los valiosos materiales que los educadores compartieron con nosotros, hemos ido observando un patrón de trabajo que el entorno para el aprendizaje crítico natural y el encantador título de Peter han plasmado francamente bien.
No todas las sugerentes asignaturas con las que nos hemos encontrado son reflejo de este modelo de superasignatura, pero incluso las que no lo son nos han ayudado a comprender esa capacidad especial, esa singularidad, de las que sí lo reflejan. Además, nos ayudaron a percibir el alcance de los cambios que están gestando. Deseamos agradecer y aplaudir a todos los que han contribuido o contribuirán a esta revolución, tú incluido.
Debemos un agradecimiento especial a Sue Triplett por el aliento que nos ha ofrecido; a Brena Walker por su lectura de algunas partes del manuscrito y por la ayuda técnica que nos ofreció con el lenguaje; a Tonia Bain, Al Masino, Marshall Bain y Alice Yuan Bain por su motivación y apoyo; a Adam, Nathan y Junhui por sus relatos; a Anthony Rossi y Christopher Barker, médicos que, junto con sus equipos, defendieron a Ken en su batalla contra el cáncer, librada en plena dedicación a este libro; y a todas las fantásticas personas de Princeton University Press y sus asociados por una miríada de contribuciones. Para confeccionar un libro como este es necesaria una enorme comunidad.
I.LA IDEA
Prefacio
Estamos en medio de una profunda revolución en la enseñanza y en el aprendizaje. Este cambio ha llegado en forma de una nueva clase de «superasignaturas» que ha surgido en las humanidades, las ciencias naturales, los estudios sociales, las artes y los campos profesionales, entre otras áreas. Aunque estas nuevas experiencias han hecho su aparición en todos los niveles educativos, lo cierto es que las diferencias más grandes las han mostrado en los estudios universitarios de grado y posgrado, si bien también han podido apreciarse en bachillerato y en instituciones médicas.
Esta nueva clase de asignaturas está alterando la naturaleza de lo que los estudiantes se encuentran en las facultades. A la vez que promueven un aprendizaje más profundo y extenso, también han redefinido lo que significa conseguir una educación, así como las condiciones que facilitan su obtención. Cuando Harvard University Press publicó en 2004 nuestro What the Best College Teachers Do y en 2012 What the Best College Students Do,1 ya se veía bastante clara la naturaleza de esta revolución, pero ha seguido creciendo y transformándose tanto ella misma como su entorno.
HEMOS AVANZADO MUCHO
Un gran número de educadores se han centrado durante décadas en localizar «mentes superiores» y ayudar a que se desarrollen. Esos profesores asumían que la mejor manera de educar era dar al alumnado hechos que digerir. No obstante, las innovaciones que comentamos están demostrando que con demasiada frecuencia las aulas tradicionales han dejado muy lejos de su potencial a la mayoría de estudiantes, incluso a los que obtienen las calificaciones más altas. Además, nuestros métodos de medir el aprendizaje son inadecuados desde hace mucho tiempo. Detectar y apreciar los cambios que tienen lugar en las mentes de las personas cuando aprenden es algo francamente difícil. A menudo, se elogia al alumnado por logros completamente vacuos; en otras ocasiones, progresos sorprendentes pasan desapercibidos para nuestros anticuados métodos de evaluación.
En el aula tradicional, puede que los profesores elogien la capacidad de comprensión, el razonamiento crítico, la creatividad y la resolución de problemas, pero lo que examinan habitualmente es la memoria. Solo a través de una mejor comprensión de la evaluación, el profesorado de instituto y de universidad podrá centrarse en el aprendizaje profundo, en el dominio flexible y en la capacidad de adoptar una idea y darse cuenta de sus implicaciones en un amplio conjunto de escenarios, en ocasiones muy distantes unos de otros; eso que suele denominarse «transferencia lejana». Solo así seremos después capaces de apreciar la importancia de vivir en la frontera de nuestras perspectivas culturales y de explorar continuamente los problemas que se nos pueden presentar por el hecho de aceptar sea lo que sea que creamos.
Las nuevas tecnologías han influido en el cambio, sin duda, pero no han constituido ese impulso directriz que tantos observadores asumen. No ha sido la suya la mayor influencia, sino la que ha llegado desde la investigación sobre el aprendizaje humano. Cierto es que hemos confiado a menudo en nuestras máquinas, y que todo un conjunto de tecnologías ha hecho más sencillo crear entornos de aprendizaje transformadores. Los artilugios sofisticados no han creado escuelas mejores sin los avances en cómo entendemos y medimos el aprendizaje y la motivación. De hecho, el énfasis en la tecnología como salvadora de la educación ha dado lugar a algunos pasos en falso y unos cuantos callejones pedagógicos sin salida. Incluso en la primavera de 2020, cuando una pandemia obligó a que miles de clases se dieran a distancia, lo que determinó su éxito o su fracaso fue el conocimiento de cómo se desarrollan nuestras mentes, no los ordenadores ni tampoco internet.
Nuestros cerebros trabajan de formas elaboradas y a menudo misteriosas, pero una serie de estudios en varios campos que podríamos denominar del aprendizaje de las ciencias y las humanidades ha arrojado una luz intensa sobre estos procesos. Como resultado, hemos llegado a reconocer que el aprendizaje es mucho más que pura memorización. Sabemos que los profesores deben dominar su materia antes de que puedan enseñarla adecuadamente, pero no basta con ello. Pueden convertirse en expertos en, por ejemplo, biología, historia o cualquier otra disciplina, y aun así no llegar nunca a identificar lo que otras personas necesitan para conseguir un nivel equivalente de comprensión. Resulta difícil que quienes han demostrado excelencia en su campo acepten este hecho, pero reconocerlo es absolutamente necesario para poder beneficiarse de las nuevas superasignaturas.
El cambio radical en la formación llega en un momento de grandes promesas y con una creciente sensación de crisis. Son muchos los críticos que han perdido la confianza en la educación formal. Algunas personas, hasta han llegado a exhortar a los estudiantes, especialmente a los universitarios, a abandonar, a seguir ejemplos como el de Bill Gates o el de Steve Jobs y buscar su destino como empresarios. No obstante, las emergentes superasignaturas podrían resolver muchos de los problemas que desde hace tanto tiempo preocupan en todas las etapas de la enseñanza: primaria, secundaria y superior. Estas nuevas oportunidades son tan significativas que presagian un futuro brillante y productivo, siempre que no interfiera algún elemento que acabe por arruinar el proceso. Como mínimo, cambiarán el debate sobre escuelas y aprendizaje.
Son muchos los factores que amenazan el futuro de las superasignaturas. A pesar de sus logros, aún hay demasiados docentes aferrados a prácticas e ideas obsoletas, a menudo porque ignoran los avances conseguidos. Otros sí conocen estos métodos, pero no más que como una maraña de términos desconcertantes y espantosos como aulas invertidas, aprendizaje basado en equipos, ludificación y juegos de rol. Por otra parte, aún hay otros que, incluso habiendo intentado unirse a la revolución, no han entendido los secretos que impulsan sus logros, normalmente por centrarse en un único componente.
Para defender y hacer avanzar las virtudes de este progreso, debemos comprender qué hace que funcionen estas superasignaturas. ¿Cómo pueden replicar los profesores estos éxitos educativos, o, lo que es más importante, cómo pueden utilizar los conocimientos sobre el aprendizaje humano para concebir sus propias innovaciones? En las páginas que siguen exploraremos tanto algunos buenos ejemplos de estas extraordinarias creaciones como los principios en que se sustentan. Esperamos que este análisis acabe por inspirar la siguiente fase del movimiento.
Sin embargo, nuestro libro no está dedicado únicamente a los educadores profesionales. Incluso los lectores ocasionales pueden disfrutar comparando las superasignaturas con su propia experiencia universitaria. Progenitores y estudiantado deberían prestarle atención en la medida en que toman decisiones sobre los estudios, desde la escuela infantil hasta el posgrado. Cualquier joven que busque la universidad adecuada debería comenzar por familiarizarse con esta revolución y utilizarla como medida de las opciones que vaya a considerar. Cuando contribuyentes y líderes políticos se pregunten sobre el valor de los compromisos públicos con la educación, deben tener en cuenta estas innovaciones. El debate ha cambiado por completo.
Hay dos puntos importantes que conviene tener en cuenta antes de adentrase en la materia. El primero es que, aunque hemos elegido un número relativamente pequeño de ejemplos de superasignaturas, no queremos dar a entender con ello que constituyen las únicas posibilidades, ni tampoco que son necesariamente las «mejores» asignaturas de institutos y universidades del mundo. No se pretende ofrecer una clasificación. Podríamos haber elegido otros ejemplos para ilustrar nuestro propósito, pero la colección que ofrecemos ilustra algunas de las tendencias principales del movimiento, así como la rica diversidad de ideas que ha emergido en diversas facultades y disciplinas.
El segundo es que ninguna de estas asignaturas es perfecta. De hecho, sus arquitectos son perfectamente conscientes de la posibilidad de mejora continua que ofrecen los resultados de la investigación y la aparición de ideas nuevas. Analizaremos algunos de estos intentos de encontrar formas mejores de crear lo que denominamos un entorno para el aprendizaje crítico natural.
¿Y AHORA QUÉ?
Cuando la pandemia irrumpió en 2020, con el paso a la educación a distancia y el afloramiento de viejas debilidades de la docencia tradicional, el movimiento ganó adeptos y adquirió nuevos perfiles. Los profesores de universidad que nunca habían probado los fundamentos de las superasignaturas, solían hacerse una única pregunta: ¿cómo puedo grabar mis clases y enviarlas a la red? Era algo así como volver a los albores de la era del automóvil y preguntarse cómo enganchar al viejo caballo a ese nuevo vehículo. A los profesores que se limitaron a volcar en Zoom sus antiguos métodos de fomento del aprendizaje no les fue igual de bien. Sin el incentivo del contacto personal o el poder de una oratoria extraordinaria, las deficiencias del enfoque tradicional se hicieron notorias. Estudiantes y progenitores comenzaron a quejarse.
Para otros, la crisis ha supuesto una oportunidad para innovar. Los modelos que analizaremos aquí se han convertido en proyectos que seguir y en inspiración para el futuro de los estudios, tanto en las aulas, como en línea o en la comunidad; pero constituyen el inicio del proceso, no su final.
1. Hay traducciones de ambos al castellano en Publicacions de la Universitat de València: Lo que hacen los mejores profesores de universidad (2006) y Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad (2014) (N. del T.).
1Confiando en nuestras máquinas
Un día de 1999, unos niños que jugaban en las calles de Kalkaji, en Nueva Delhi, se encontraron con un ordenador fijado a un muro que separaba su barrio pobre de un rico distrito de oficinas. Para estos jóvenes que vivían en circunstancias tan desfavorecidas podría no haber sido más que una extraña aparición, pero en tan solo unas pocas horas llegaron a dominar el funcionamiento básico del aparato y comenzaron a navegar por la red.1 El hombre que colocó la máquina en el hueco del muro, el ingeniero educativo Sugata Mitra, más tarde contó al mundo en una serie de artículos en la red y charlas TED que «en seis meses los niños del barrio habían aprendido todas las acciones del ratón, sabían abrir y cerrar programas y se conectaban a internet para descargar juegos, música y vídeos». Cuando Mitra descubrió que los niños habían aprendido por sí mismos a manejar la «caja mágica», lo consideró una prueba de su teoría educativa favorita: si dejas que los niños se guíen por su curiosidad, aprenderán trasteando, descubriendo cosas nuevas y enseñándose unos a otros.
Mitra llamó a este proceso «educación mínimamente invasiva» y, después de mostrar su experimento «El hueco en el muro» ante las cámaras de televisión en 2007 y de nuevo en 2010 y 2013, más de siete millones de personas acabaron descargando y viendo al emocionado profesor indio rebosante de felicidad y entusiasmo. Mitra contó historias de niños de habla tamil en situación de pobreza que aprendían inglés y la bioquímica de la replicación del ADN en cuestión de meses. Mientras los niños jugaban con un ordenador que él había colocado a la sombra de un árbol, una mujer de veintidós años miraba por encima de sus hombros y de vez en cuando vocalizaba tenues señales de estímulo: «Vaya, ¿cómo has hecho eso?» (con las formas de una «abuela» cariñosa, como apuntó Mitra). Sin profesores convencionales, estos niños pobres con tan pocos medios materiales habían conseguido mejores resultados que niños ricos matriculados en una escuela tradicional.
Cuando el inquieto investigador explicó su experimento en una charla TED, el público jaleó, rio y aplaudió, y quienes lo vieron por internet desde todo el mundo comprobaron las maravillas que ocurren al permitir que los niños se dejen llevar por su curiosidad y por la presunta fascinación por los ordenadores. Uno de esos espectadores, en el lejano norte de México, daba clases en una escuela convencional situada junto a un maloliente vertedero de Matamoros, en Tamaulipas, justo al sur de Brownsville, Texas.
Sergio Juárez Correa, un profesor de treinta y un años que se había criado en circunstancias similares, se topó un día con los vídeos de Mitra y le cambiaron la vida. No obstante, la forma en que lo hicieron ha sido totalmente malinterpretada, incluso por los editores y el articulista de la revista Wired que de alguna manera hicieron famosos a Correa y a sus estudiantes. De hecho, como veremos, mucha gente no ha entendido lo que ocurrió tanto con Mitra como con Correa y el papel que desempeñaron los ordenadores en la enseñanza y el aprendizaje. En el proceso, estos comentaristas han generado un malentendido de enormes proporciones sobre la naturaleza de nuestras emergentes superasignaturas.
En una historia que ha pasado a formar parte del saber popular sobre la promesa que la industria informática hizo al mundo, Correa decidió hacer su propia versión del experimento de Mitra. Suponía todo un reto, pero iba a revelar las «extraordinarias capacidades» de un genio en ciernes en una niña de doce años. Paloma Noyola Bueno, una niña delgada de pelo largo y negro, vivía en un mundo en el que un olor nauseabundo «flotaba en las aulas de paredes de cemento», un mundo en el que su padre escarbaba en la basura buscando entre los restos trozos de chatarra que pudiera vender para ganarse la vida a duras penas, y en el que las casas de cemento y madera «tenían electricidad solo a ratos, pocos ordenadores, internet limitado y, en ocasiones, ni siquiera lo suficiente para comer». En su ruta diaria a la escuela, Paloma y sus compañeros caminaban junto a una zanja de aguas residuales, y a veces se encontraban con cadáveres en las calles que habían sido víctimas de algún tiroteo de la guerra del narcotráfico la noche anterior.2 No tenían un generoso e ingenioso benefactor como Mitra que les instalara una caja mágica.
En otoño de 2011, el primer día de clase, Correa colocó a sus alumnos en círculo, se sentó con ellos y les dijo que tenían tanto potencial como cualquiera. Los invitó a un mundo en el que podrían «construir robots y aviones» y «componer sinfonías». A continuación, el joven profesor les hizo esta poderosa pregunta: «Entonces, ¿qué queréis aprender?». Esto supuso un cambio radical. Ya no iba a seguir un plan de estudios fijo que venía de arriba. Esas lecciones tradicionales vestían a menudo los desgastados ropajes de sus orígenes en los siglos XIX y XX, y Correa no las volvería a dar más. A partir de ahora se limitaría a seguir los gustos y curiosidades de los alumnos de su clase. O así lo parecía.
Los resultados fueron asombrosos. En junio de 2012, cuando sus alumnos se presentaron a los exámenes nacionales normalizados que México utiliza para saber cómo van las escuelas y los niños, Paloma obtuvo la puntuación más alta del país en matemáticas, incluso mejor que los niños ricos de las principales ciudades que asistían a escuelas privadas y elitistas. Algunos de sus compañeros de clase lo hicieron casi igual de bien. Diez de ellos se situaron en el percentil 99,99 en matemáticas, y tres en el de español. En las semanas siguientes, los reporteros de televisión y prensa volcaron su atención en Paloma.
Un popular programa de televisión le envió una serie de regalos, e incluso un año después, Wired, la revista favorita de la industria tecnológica, la bautizó como «la próxima Steve Jobs», e ilustró su portada con una fotografía de la niña con un aspecto sombrío. Dado que Jobs no había hecho ninguna contribución importante a las matemáticas, no quedaba nada claro por qué la revista no la calificó como la próxima Albert Einstein o, mejor aún, la próxima Emmy Noether.3 Pero la comparación con el fundador de Apple se ajustaba a la narrativa que Wired parecía impulsar: quienes cambiaron las cosas fueron los procesadores de alta velocidad. Pero ¿fue así?
Es fácil leer estas historias y estar de acuerdo con esa valoración. Incluso Sugata Mitra cayó en esa trampa y en una ocasión declaró: «Si pones un ordenador delante de los niños y eliminas todos los condicionantes de los adultos, se autoorganizarán en torno a él, como abejas en torno a una flor». Debería haberlo comprendido mejor, y sospechamos que sí lo hizo. Al fin y al cabo, el académico del subcontinente indio no fue el primero en depositar sus esperanzas en nuestras máquinas. Pero el avance general en esa dirección no siempre ha ido bien. Aunque el artículo de Joshua Davis en Wired,4 que convirtió a Paloma en algo parecido a una celebridad internacional, contaba correctamente solo una parte de la historia, pues el relato estaba absolutamente contaminado por algo que nada tenía que ver con él, un ruido relacionado con ordenadores y progreso tecnológico, en lugar de centrar la noticia en los cambios en la forma en que se entiende y produce el aprendizaje.
EL DIABLO EN LA CIUDAD CONECTADA
Contrasta por un momento los relatos que acabas de leer con este otro. En los años ochenta, Jeffrey Hawkins soñaba con meter un ordenador en todos los bolsillos. Así nos lo dijo en una ocasión: hazlo lo suficientemente pequeño y se reducirán los costes, proporcionando un acceso casi universal al mundo entero.5 Seguramente esa visión podría respaldar la de Mitra. A principios de la primera década del 2000, ya existían estos ordenadores en miniatura, y la empresa de Hawkins, Treo, fue una de las primeras en construir este tipo de dispositivos. Se les denominó teléfonos inteligentes. Apple, Samsung y otras compañías han vendido miles de millones de ellos.
Sin embargo, el disponer de ellos no impulsaba siempre el aprendizaje. Los educadores empezaron a preocuparse por que los pequeños demonios distrajeran más que ayudaran. Los investigadores descubrieron que un teléfono móvil, incluso si solo está a la vista sobre una mesa, podía rebajar la calidad de las conversaciones y del aprendizaje. Si además alguien lo cogía y lo utilizaba, el daño era mayor. Un estudio reciente en las aulas reveló que el uso de teléfonos móviles no solo perjudicaba el aprendizaje del usuario, sino que también dificultaba la retención a largo plazo del resto de personas presentes en la misma sala.6 Estudios realizados con alumnos y trabajadores, como recogió James Lang para la revista Chronicle of Higher Education, han revelado que cuando las personas son interrumpidas por un teléfono móvil que suena, les lleva una media de casi treinta minutos volver a concentrarse plenamente en lo que estaban haciendo.7
Pero el daño potencial de los ordenadores de bolsillo es mucho más profundo. Dos neurocientíficos de California han desarrollado un método efectivo para entender cómo los dispositivos pueden perjudicar nuestro aprendizaje. Los seres humanos somos animales muy curiosos, explican Adam Gazzaley, neurólogo, y Larry Rosen, psicólogo.8 Esa sed de conocimiento forma parte de nuestro ADN ancestral, y no hay manera de evitarla. Consecuentemente, podría pensarse que los teléfonos inteligentes e internet alimentan esa hambre en todos. Pero no vayamos tan rápido. La velocidad de los nuevos dispositivos ha introducido un elemento que produce problemas inauditos.
Para entender esas dificultades y peligros, los neurocientíficos recurrieron a estudios sobre el comportamiento alimentario de los animales en la naturaleza. Argumentaron que los humanos buscamos información de la misma manera que los animales salvajes buscan comida. Por ejemplo, cuando las ardillas encuentran un árbol lleno de nueces, se quedan en ese lugar hasta que agotan las existencias. Pero ¿cuándo abandonarán un nogal y se dirigirán a una fuente de alimento nueva? Eso depende de cuántas nueces queden y de lo lejos que se encuentre el siguiente árbol. Si está cerca, los peludos roedores abandonarán el barco cuando a una rama todavía le queden algunos frutos porque hay una fuente de nueces aún mayor a un simple salto de distancia. Sin embargo, si la nueva fuente está al otro lado de un prado y hay que cruzar un río, agotarán todas las existencias antes de abandonar el primer árbol.
Lo mismo ocurre con los humanos que buscan conocimientos. Si es fácil acceder a una nueva fuente de información, iremos a ella incluso antes de agotar nuestra fuente actual. Alguien con un teléfono inteligente puede saltar rápidamente de un montón de información a otro, pero es la emoción de seguir adelante lo que agita las aguas, especialmente si lo nuevo con frecuencia resulta fascinante, sorprendente, llamativo, incluso violento. Como resultado, nos volvemos adictos a la sensación de encontrar algo nuevo, saltando continuamente de página en página en lugar de aprovechar todo lo que ofrece cada una.
Hemos heredado esa propensión a buscar comida como los animales a lo largo de millones de años, desde formas de vida ancestrales que evolucionaron a nuevas formas, y ahora la tenemos grabada en el núcleo de nuestro ser. Pero fueron nuestros teléfonos inteligentes, las redes sociales e internet los que reforzaron profundamente la práctica de saltar de un lado a otro. O eso es lo que sostienen estos investigadores.
Ese hábito de cambiar rápidamente se incrustó en nuestros cerebros a través de un proceso que el psicólogo del siglo XX Burrhus Frederic Skinner denominó «refuerzo intermitente».9 No todos los nuevos correos electrónicos o mensajes de Facebook aportan algo interesante y gratificante, pero la realidad es que es el patrón irregular de recompensas lo que nos hace volver y lo que incrusta en lo más profundo de nuestros cerebros el hábito de ir de aquí para allá. Si no sabemos qué nos deparará el siguiente clic, pero a veces nos proporciona una recompensa auténtica (refuerzo intermitente), seguiremos probando, sobre todo si no podemos predecir cuándo obtendremos el premio. El miedo a perderse algo (FOMO)10 realmente bueno nos conduce a un frenesí de rápidos clics, y esa adicción permanece con nosotros más tiempo de lo que lo haría si pudiéramos predecir cuándo conseguir las recompensas.
Pueden verse los resultados en el modo en que las personas utilizan continuamente sus teléfonos inteligentes y ordenadores. Por ejemplo, un estudio con alumnos de la Universidad de Stanford encontró que cambian de pantalla «aproximadamente cinco veces por minuto».11 Lo que resulta todavía más alarmante es que los investigadores tomaron esas mediciones mientras los alumnos estaban supuestamente estudiando. Otros investigadores han llegado a resultados similares. Nos hemos convertido en un mundo de usuarios de medios de comunicación que van saltando como jugadores de rayuela. Estos hábitos nos vuelven impacientes y ansiosos, nos obligan a perseguir constantemente el próximo hallazgo de interés en internet, nos tienen siempre temerosos de perdernos algo importante. Millones de estudiantes interrumpen su trabajo ellos mismos y rara vez permanecen el tiempo suficiente realizando una misma tarea como para llegar a disfrutarla o apreciarla. Se aburren fácilmente porque se han vuelto dependientes del cambio constante, y eso es una adicción. Como han constatado numerosos estudios, la calidad del aprendizaje disminuye.12 Los adictos al iPad y al teléfono inteligente entienden menos y recuerdan poco.
En este mundo acelerado intentamos hacer más cosas llevando a cabo dos tareas al mismo tiempo, pero nuestras vetustas estructuras cerebrales realmente no pueden leer el correo electrónico y aprender química simultáneamente. La multitarea es una colosal ilusión. No solo es difícil, como sostenía no hace tanto un estudiante; es imposible. En el mejor de los casos, nuestros cerebros no hacen realmente dos cosas a la vez; cambian con rapidez entre dos o más acciones mentales, lo que perjudica la calidad con que realizan cada una de ellas. Intenta escribir todas las letras del alfabeto y a continuación los números del 1 al 27; hazlo ahora en modo «multitarea»: escribe A1, B2, y así sucesivamente; comprobarás que la segunda forma es mucho más lenta y más propensa a cometer errores. Con episodios intensos de miedo a perderse algo, las personas se vuelven más ansiosas. No resulta en absoluto sorprendente que los niveles de depresión y ansiedad entre los estudiantes de todas las categorías se hayan disparado en los últimos años.13
Parte del incremento puede deberse a que cada vez más estudiantes de bachiller y de universidad creen que tienen poco control sobre sus vidas, una tendencia que comenzó mucho antes de que Steve Jobs incluso soñara con los iPhone.14 Pero si se consideran conjuntamente ambos acontecimientos históricos, la tecnología cambiante y la sensación creciente entre los estudiantes de que han perdido el locus de control, ese doble revés se mezcla como un cóctel molotov psicológico, listo para explotar en las vidas de millones de personas. De hecho, un estudio realizado en Taiwán reveló que la disminución de la sensación de control hace que las personas sean más susceptibles a la adicción a los teléfonos inteligentes y al «tecnoestrés». El resultado es más ansiedad y un uso más compulsivo de los teléfonos en un intento frenético de no sentirse desesperado, culpable y deprimido.15 Gazzaley y Rosen concluyen que, mientras tanto, «nuestros cerebros luchan por gestionar un río de información que brota sin cesar en un mundo de interrupciones infinitas y de tentaciones que desvían nuestra atención».16
¿CÓMO APRENDEN LAS PERSONAS?
¿Cómo explicamos entonces la investigación de Gazzaley y Rosen y la reconciliamos con los éxitos de Paloma y sus compañeros y con los niños que encontraron el ordenador de Sugata Mitra incrustado en un muro? La respuesta a esta pregunta puede decirnos mucho sobre la naturaleza de las superasignaturas que vamos a explorar, y quizá también protegernos de rendir culto a falsos dioses.
A pesar de la visión de Sugata Mitra de tarros de miel que atraían a los niños hacia el aprendizaje, los que hicieron el trabajo no fueron los ordenadores. Las cajas mágicas a veces se convierten en una tienda repleta de comestibles en la que los curiosos pueden encontrar aquello que ansían comer, pero lo que les atraía era la comida (o la información y las preguntas), no el sistema de distribución. De hecho, en el caso de Paloma, ni siquiera disponía de un ordenador.
En lugar de ello, Paloma y sus compañeros disfrutaron de la oportunidad de explorar, de hacer preguntas, de controlar su propia educación, de escuchar las cuestiones y los problemas que el maestro planteaba, de jugar con las ideas que implicaban. Sergio Juárez Correa ponía bocados deliciosos ante sus narices, oídos y ojos e invitaba a su alumnado a disfrutar, asegurándose de que la mejor comida llegara en las porciones adecuadas y en el momento oportuno (y sin coacciones, pero de eso hablaremos más adelante). Si Gazzaley y Rosen están en lo cierto, es posible que a Paloma le haya ido mejor sin un ordenador personal o un teléfono inteligente.
Correa planteaba preguntas y luego se sentaba a dejar que los alumnos se esforzaran con un problema y pensaran maneras de resolverlo. La posibilidad de especular se convirtió en parte del aliciente, como veremos en otros contextos. Mientras que su ideal de educador, Sugata Mitra, insistía en la necesidad de que las escuelas dieran a sus alumnos acceso a ordenadores, Correa no podía permitirse ese lujo. Nadie tenía una de esas máquinas mágicas en casa, excepto el profesor. Si los niños preguntaban sobre algo que él no sabía, buscaba la respuesta en internet esa misma noche y les informaba al día siguiente. El proceso resultaba algo más lento, pero tenía algunas ventajas, ya que sus alumnos esperaban ansiosos el resultado de sus indagaciones diarias.
Si se escucha con atención a Mitra, Correa y otros proveedores de educación mínimamente invasiva, se aprende que se comportan como quien rema en una canoa a favor de corriente, no como una embarcación sin timón ni tampoco como un desventurado espectador a la deriva en un mar de ignorancia.17 Correa metía el remo en el agua solo de vez en cuando para mantener la embarcación en el rumbo correcto y alejarla de los peligrosos bancos de arena, pero remaba. Guiaba la discusión sin confiar en ninguna mano invisible de la educación, planteando a menudo preguntas intrigantes que a sus jóvenes alumnos probablemente nunca se les habrían ocurrido por sí mismos.
Por ejemplo, un día retó a su alumnado a sumar todos los números del 1 al 100 lo más rápido posible. Paloma se dio cuenta enseguida de que si sumaba el número más alto y el más bajo consecutivamente (1 más 100, 2 más 99, y así sucesivamente), tendría 50 conjuntos de 101, es decir, un total de 5.050, y luego ayudó a sus compañeros a entender esa misma idea. Fue el primer día en que su profesor empezó a considerar el poder de los alumnos para fomentar el aprendizaje de otros compañeros. En los días siguientes provocó a la clase con juegos mentales fascinantes. Veremos en distintas superasignaturas cómo reman a su manera los diferentes instructores.
Sugata Mitra no dejó que sus niños tamiles vagaran sin rumbo en un mar de porno, leyendas urbanas e ignorancia estúpida. En lugar de ello, cargó su máquina con «todo tipo de cosas de internet relacionadas con la replicación del ADN».18 No se trataba de que estuviera todo, sino un conjunto limitado de información sobre el que quería que se centraran los niños. También planteó problemas, formuló preguntas e inventó juegos. Dio a algunos niños indios que hablaban telugu un ordenador con reconocimiento de voz que solo era capaz de entender acentos británicos neutros. Tras desafiar a los niños a que se hicieran entender por el aparato, se marchó, dejándolos con su propia curiosidad e ingenio. En dos meses cambió su pronunciación, y todos empezaron a hablar como un profesor de inglés de Newcastle.19
Incluso Mitra admitió que, a veces, «es necesario intervenir para plantar una nueva semilla de descubrimiento, como, por ejemplo: “¿Sabíais que los ordenadores pueden tocar música? Dejadme que os ponga una canción”».20 Eso que hizo el profesor indio lo llamamos «andamiaje», es decir, construir estructuras que faciliten la exploración del alumnado e incluso lo guíen en direcciones determinadas. Ahora nos queda imaginar cómo se podría hacer algo parecido con la historia, la química, la psicología, la ingeniería mecánica, la filosofía y un sinfín de otras materias. Volveremos al arte del andamiaje más adelante.
NO SON LAS ZAPATILLAS
Cuando tenía tres años, Adam se encaprichó del iMac de su madre y aprendió pronto a navegar por internet. Encontró un sitio llamado Starfall, que utilizaba la fonética para ayudar a los niños a aprender a leer. En pocas semanas, el niño avanzó rápidamente en las lecciones de aprendizaje de la lectura con sus encantadoras canciones y coloridos gráficos, y a los tres años y medio empezó a leer libros e incluso ayudó a escribir un poema sobre el origen de los macarrones con queso («¿Crecen en los árboles?»). En su centro de preescolar, a veces ayudaba a la maestra leyendo en voz alta a sus compañeros, y cuando entró en la escuela infantil continuó haciéndolo. Su progreso precoz les parecía bastante natural a él y a sus amigos, y cuando llegó a los siete años, expresó su preocupación por su hermano menor; un día le dijo a su padre: «Estoy preocupado, tiene cuatro años y no sabe leer ni una palabra». Para cuando Adam llegó a octavo,21 y de ahí en adelante, ya aplicaba esas habilidades de lectura a textos avanzados de matemáticas, ciencias e historia y a novelas y relatos breves.
Nate había aprendido a leer a los seis años, sin apenas recurrir a Starfall, y pronto comenzó a consumir libros con una pasión loca. A los diez años leía muy por encima de su nivel escolar, sumergiéndose en un nutrido conjunto de novelas, relatos cortos y obras de no ficción. En cuarto se enamoró del saxofón y todas las noches, después de la escuela, encontraba clases en YouTube para aprender a tocar el instrumento. Progresó rápidamente con esa tutoría asistida por ordenador y muy pronto dominaba toda una serie de canciones, reclamando el puesto de primer saxofonista de la banda de su escuela e inundando su casa con los sonidos de Charlie Parker. En quinto empezó a escribir una novela gráfica, un maravilloso relato con ilustraciones que había aprendido a dibujar con minuciosa precisión, de nuevo con la ayuda de tutoriales que encontró en la red.
Junhui llegó con dieciocho meses a Estados Unidos desde la China rural, y muy pronto quedó cautivado por los vídeos de YouTube sobre tractores y máquinas excavadoras. El iPad que encontró en el sofá de sus nuevos padres se convirtió en su juguete favorito, y pasaba largas horas con él, sentado en el regazo de alguien, viendo cómo las grandes máquinas iban transformando alguna obra en construcción. Si bien esa fascinación se desvaneció pronto, el inglés que comenzó a aprender durante el proceso se le quedó grabado y fue mejorando. También lo hizo su gusto por construir cosas. Para cuando cumplió los seis años, ya era capaz de manejar un martillo, un taladro y un destornillador como los maestros de la carpintería, y tenía su propio juego de herramientas profesionales y un banco de trabajo en el que fabricaba juguetes con trozos de madera. El niño vivía en un barrio antiguo que se encontraba en plena renovación. De los agujeros recién cavados surgían edificios nuevos, y en las casas viejas brotaban recambios para maderas podridas, ventanas rotas y ladrillos ausentes. Algunas de las casas adosadas de su manzana llegaron hasta los tres pisos y lucían en su pintura una rica paleta de colores. El desfile de cambios despertó su imaginación y su asombro. Se convirtió en un agudo observador de los pequeños detalles y podía discutir con los mejores constructores las complejidades de juntas y viguetas.
Sus padres le restringieron su «tiempo de iPad», pero encontraron otras formas de estimular su fantasía. Para su fiesta de cumpleaños siempre traían algo especial. Un año, un manipulador de serpientes exhibió una serie de reptiles. El siguiente, un espectáculo de «la ciencia es mágica» mostraba las maravillas de la naturaleza para deleite de los compañeros de juego del barrio.
El aprendizaje suele fluir en un entorno rico en el que un teléfono inteligente, un iPad o un ordenador podrían desempeñar un papel, pero no es el dispositivo electrónico el que hace o deshace la educación que tiene lugar, al igual que tampoco las zapatillas de Michael Jordan podían explicar su extraordinaria capacidad de salto. Las nuevas superasignaturas que vamos a examinar han sido construidas por algo mucho más sutil y complejo. Durante las dos últimas décadas, hemos explorado experiencias educativas muy atractivas y hemos encontrado en repetidas ocasiones un conjunto de prácticas y condiciones que hemos denominado «entorno para el aprendizaje crítico natural», y es ese ecosistema educativo el que debemos analizar y entender si queremos comprender y reproducir los éxitos de la fenomenal nueva generación de superasignaturas.
1. Sugata Mitra: «The Hole in the Wall Project and the Power of Self-Organized Learning», Edutopia, en línea: <https://www.edutopia.org/blog/self-organized-learning-sugata-mitra> (consulta: 14/2/2018).
2. Joshua Davis: «A Radical Way of Unleashing a Generation of Geniuses», Wired, octubre de 2013, en línea: <https://www.wired.com/2013/10/free-thinkers/> (consulta: 5/1/2018).
3. Amalie Emmy Noether (1882-1935) fue una matemática alemana que hizo contribuciones fundamentales al álgebra abstracta y a la física teórica. Su teoría de los invariantes cristalizó en el teorema Noether, clave para la comprensión de la física de partículas elementales y la teoría cuántica de campos, teorema que ha sido calificado en repetidas ocasiones como el más bello del mundo (N. del T.).
4. Davis: «A Radical Way of Unleashing a Generation of Geniuses».
5. Nuestras conversaciones con profesores y otros profesionales de diversos campos han tenido lugar en el transcurso de muchos años de investigación y enseñanza, vía correo electrónico y en persona.
6. Quan Chen y Zheng Yan: «Does Multitasking with Mobile Phones Affect Learning? A Review», Computers in Human Behavior 54, 1 de enero de 2016, pp. 34-42, en línea: <https://doi.org/10.1016/j.chb.2015.07.047>; Douglas K. Duncan, Angel R. Hoekstra y Bethany R. Wilcox: «Digital Devices, Distraction, and Student Performance: Does In-Class Cell Phone Use Reduce Learning?», Astronomy Education Review 11, n.º 1, diciembre de 2012, en línea: <https://doi.org/10.3847/AER2012011>; y Yu-Kang Lee et al.: «The Dark Side of Smartphone Usage: Psychological Traits, Compulsive Behavior and Technostress», Computers in Human Behavior 31, febrero de 2014, pp. 373-383, en línea <https://doi.org/10.1016/j.chb.2013.10.047>; y, por el contrario, «Some Schools Actually Want Students to Play with Their Smartphones in Class», NPR.org, en línea: <https://www.npr.org/sections/alltechconsidered/2012/10/03/162148883/some-schools-actually-want-students-to-play-with-their-smartphones-in-class> (consulta: 6/3/2018).
7. James M. Lang: «The Distracted Classroom: Transparency, Autonomy, and Pedagogy», Chronicle of Higher Education, 30 de julio de 2017, en línea: <https://www.chronicle.com/article/the-distracted-classroom-transparency-autonomy-and-pedagogy/>.
8. Adam Gazzaley y Larry D. Rosen: The Distracted Mind: Ancient Brains in a High-Tech World, Cambridge, MA, MIT Press, 2016.
9. Patrik Edblad: «Intermittent Reinforcement: How to Get Addicted to Good Habits», 6 de diciembre de 2019, en línea: <https://patrikedblad.com/habits/intermittent-reinforcement/>.
10. Síndrome FOMO, del inglés Fear Of Missing Out (N. del T.).
11. Gazzaley y Rosen: Distracted Mind, op. cit.
12. Véanse, por ejemplo, Jessica S. Mendoza et al.: «The Effect of Cellphones on Attention and Learning: The Influences of Time, Distraction, and Nomophobia», Computers in Human Behavior 86, 1 de septiembre de 2018, pp. 52-60, en línea: <https://doi.org/10.1016/j.chb.2018.04.027>; «Just Having Your Cell Phone in Your Possession Can Impair Your Learning, Study Suggests», PsyPost (blog), 15 de mayo de 2018, en línea: <https://www.psypost.org/2018/05/just-cell-phone-possession-can-impair-learning-study-suggests-51228>; Iqbal Ahmad Farooqui, Prasad Pore y Jayashree Gothankar: «Nomophobia: An Emerging Issue in Medical Institutions?», Journal of Mental Health 27, n.º 5, 3 de septiembre de 2018, pp. 438-441, en línea: <https://doi.org/10.1080/0963 8237.2017.1417564>; Seunghee Han, Ki Joon Kim y Jang Hyun Kim: «Understanding Nomophobia: Structural Equation Modelling and Semantic Network Analysis of Smartphone Separation Anxiety», Cyberpsychology, Behavior, and Social Networking 20, n.º 7, 26 de junio de 2017, pp. 419-427, en línea: <https://doi.org/10.1089/cyber.2017.0113>. Para un examen brillante sobre cómo y por qué las personas se distraen y cómo afectan las distracciones al aprendizaje, véase James M. Lang: Distracted: Why Students Can’t Focus and What You Can Do about It, Nueva York, Basic Books, 2020, en línea: <https://www.basicbooks.com/titles/james-m-lang/distracted/9781541699816/>. Lang insiste en que las mentes distraídas no se originan con los teléfonos móviles, internet o iPads. Véase también, Gazzaley y Rosen: Distracted Mind, op. cit.
13. Véanse, por ejemplo, Bernice Andrews y John M. Wilding: «The Relation of Depression and Anxiety to Life-Stress and Achievement in Students», British Journal of Psychology 95, n.º 4, 2004, pp. 509-521, en línea: <https://doi.org/10.1348/ 0007126042369802>; «Anxiety in Teens Is Rising: What’s Going On?», HealthyChildren.org, en línea: <https://www.healthychildren.org/English/health-issues/conditions/emotional-problems/Pages/Anxiety-Disorders.aspx> (consulta: 4/8/2020); Jocelyne Matar Boumosleh y Doris Jaalouk: «Depression, Anxiety, and Smartphone Addiction in University Students: A Cross Sectional Study», PLOS One 12, n.º 8, 4 de agosto de 2017, e0182239, en línea: <https://doi.org/10.1371/journal.pone.0182239>.
14. William Stixrud y Ned Johnson: The Self-Driven Child: The Science and Sense of Giving Your Kids More Control over Their Lives, Nueva York, Penguin, 2019.
15. Yu-Kang Lee et al.: «The Dark Side of Smartphone Usage: Psychological Traits, Compulsive Behavior and Technostress», Computers in Human Behavior 31, febrero de 2014, pp. 373-383, en línea: <https://doi.org/10.1016/j.chb.2013.10.047>.
16. Gazzaley y Rosen: Distracted Mind, op. cit., p. XV.
17. Vídeo «Game Changer: Teacher Sergio Juárez Correa», en línea: <https://www.youtube.com/watch?v=VLI0EXn2eSY> (consulta: 8/3/2018).
18. Sugata Mitra: «Build a School in the Cloud», en línea: <https://www.ted.com/talks/sugata_mitra_build_a_school_in_the_cloud> (consulta: 6/3/2018).
19. Sugata Mitra: «The Child-Driven Education», en línea: <https://www.ted.com/talks/sugata_mitra_the_child_driven_education> (consulta: 6/3/2018).
20. Mitra: «Hole in the Wall Project», op. cit.
21. En Estados Unidos los cursos de la enseñanza primaria y secundaria se numeran del uno al doce, y suelen comenzar a los seis años y finalizar a los diecisiete (N. del T.).
2Cómo aprendemos
Para entender el poder de los entornos para el aprendizaje crítico natural debemos, en primer lugar, explorar la investigación sobre cómo aprenden las personas y qué es lo que puede salir mal. A menudo actuamos como si el aprendizaje fuera un simple proceso para recordar ideas e información, pero no es tan sencillo. Incluso si añadimos la comprensión a la mezcla, todavía no habremos captado la complejidad de la labor que supone el aprendizaje humano. Aunque la amplia investigación sobre el cerebro y su funcionamiento ha ofrecido perspectivas nuevas, ni siquiera ese estudio mecanicista ha captado plenamente lo que significa aprender en profundidad. Llevamos más de un siglo descifrando información sobre lo que sucede. Vamos a hacer un recorrido rápido por algunos de los descubrimientos más importantes. Con esa excursión empezaremos a comprender la naturaleza y el poder de las superasignaturas que están transformando la educación superior e incluso remodelando algunos rincones de escuelas de secundaria y primaria.
Comencemos por cómo empieza nuestro aprendizaje. Cuando nacemos, la luz, el sonido, el tacto, el olor y el sabor bombardean nuestros sentidos. Son nuestro único contacto con el mundo exterior. Tomamos esa información e intentamos comprenderla, percibir patrones en ella y construir modelos mentales de la realidad a lo largo del proceso. Después, utilizaremos esos modelos resultantes para comprender los estímulos sensoriales nuevos que irán llegando.
Por ejemplo, alguien entra en una habitación y un campo electromagnético llamado luz estimula la retina de sus ojos. Denominamos a esa sensación «ver», pero no es el campo electromagnético el único que informa. Más bien, la persona recoge la información sensorial y la reviste siguiendo algunos modelos ya existentes, comprendiendo la habitación en términos de esos armazones construidos hace años. La persona ya posee un concepto de mesas y sillas, de alfombras y paredes, mucho antes de que la luz excite sus ojos. Los estudiantes escuchan una clase o leen un libro e interpretan los sonidos y las imágenes con algún paradigma ya existente, comparan y contrastan la nueva información con lo que ya «saben». Los recuerdos que guardan los seres humanos dan forma a lo que ven, oyen y aprenden.
Por consiguiente, entendemos el presente en términos de alguna experiencia previa, y esa capacidad y hábito nos resulta de mucha utilidad. Podemos ir a alguna parte en la que nunca hemos estado y aun así encontrar el sentido al lugar. De lo contrario, viviríamos como el personaje de Drew Barrymore en Cincuenta primeras citas, siempre obligados a empezar de cero en cada encuentro. Pero esa práctica de depender de experiencias previas también se ha mostrado como nuestro mayor reto a la hora de aprender y educar. ¿Por qué? Pues porque a menudo, sobre todo en el aprendizaje profundo, queremos que nuestros alumnos construyan modelos nuevos de la realidad, o como mínimo que tengan la capacidad de cuestionar los que ya poseen. En las humanidades solemos decir que las personas educadas se dan cuenta de los problemas a los que se enfrentan al aceptar aquello en lo que creen, sea lo que sea. Nuestros amigos de las ciencias a veces van más allá y animan a sus alumnos a abandonar ciertos modelos –por ejemplo, que la Tierra es el centro del universo– y a construir otros nuevos. En cualquier caso, estamos pidiendo a las personas que hagan algo muy poco natural. De hecho, cuando Sam Wineburg escribió sobre este fenómeno en su propio campo, tituló su libro Pensamiento histórico y otros actos antinaturales.1 Si bien su disciplina exige que se utilicen las pruebas del pasado para entender una época anterior, muchas personas dependen únicamente de los modelos mentales que han construido sobre su propio mundo.
Para cuando los estudiantes llegan a la enseñanza secundaria, al bachillerato y a la universidad, han construido miles de modelos que serán más influyentes que cualquier cosa que un profesor pueda decirles. Es posible que no sepan nada de un tema, pero si hacen cualquier intento por comprenderlo, utilizarán algo ya previamente construido en sus cerebros para conseguirlo. Compararán y contrastarán buscando analogías y diferencias.
Incluso si sus ideas resultan ser incorrectas, encontrarán muy difícil abandonar un concepto ya existente y ponerse a construir uno nuevo. Incluso puede que nos aferremos emocionalmente a nuestros modelos mentales, temiendo abandonarlos porque lo desconocido nos resulta un tanto intimidante y porque cualquier necesidad de cambio parece sugerirnos que hubo algo que no hicimos del todo bien en su momento. Pero estas dificultades no suelen aparecer cuando se hacen evaluaciones convencionales. Una historia que contamos en 2004, al principio del segundo capítulo de Lo que hacen los mejores profesores de universidad, ilustra este asunto.
A mediados de la década de los ochenta, dos físicos de la Universidad Estatal de Arizona se plantearon una pregunta importante: la asignatura de física básica, ¿cambia la manera en que los estudiantes comprenden el movimiento? Si no lo hace, tenemos dos posibles respuestas: bien no necesitaban estudiar esa parte de la asignatura porque ya lo comprendían, o bien cursar la asignatura no les había servido de nada.
Para valorar el aprendizaje en sus clases, Ibrahim Abou Halloun y David Hestenes idearon un instrumento que medía el concepto físico de movimiento. Lo llamaron inventario del concepto de fuerza y lo administraron a unos seiscientos estudiantes de cuatro grupos diferentes de una asignatura de introducción a la física. Descubrieron que la mayoría de los estudiantes llegaban a la asignatura con lo que los profesores de Arizona llamaban una teoría del movimiento basada en el sentido común, «un cruce entre las ideas aristotélicas y las del siglo XIV sobre el ímpetu».2 Sin entrar en detalle, digamos que, si esta fuera la manera predominante de entender el movimiento hoy en día, no podríamos poner un satélite en órbita, ni siquiera construir una curva de autopista sin enviar a los coches a la cuneta.
Pero eso era antes de que los estudiantes cursaran la asignatura. Una vez que lo hicieron, Halloun y Hestenes les volvieron a pasar el inventario del concepto de fuerza para ver cuánto había cambiado su comprensión del movimiento. Adivina qué ocurrió. En la inmensa mayoría de los estudiantes, el cambio fue pequeño, si es que hubo alguno. Incluso los que habían obtenido buenas calificaciones en la asignatura mantenían sus modelos mentales originales. Cuando los investigadores se dirigieron a algunos de los estudiantes para hacerles unas cuantas preguntas adicionales, muchos de ellos se negaron a cambiar su punto de vista, discutieron con los investigadores y realizaron todo tipo de acrobacias mentales para evitar desafiar algunos paradigmas profundamente sostenidos.
Esas personas habían construido un modelo mental del movimiento utilizando experiencias cotidianas y se negaban a abandonarlo. Este apego a los paradigmas existentes no se da únicamente en física. También pasa en historia y en cualquier otro campo de estudio, porque es un hábito humano. Rara vez reconstruimos conceptos básicos a menos que nos enfrentemos a desafíos repetidos a nuestros modelos en vigor. Limitarse a decir en una clase que las ideas de los alumnos son erróneas no suele funcionar. Los estudiantes deben llegar a introducirse en un espacio en el que sus paradigmas dejen de funcionar y en el que les preocupe que sus modelos no sirvan. Solo entonces podrán empezar a afrontar esos momentos significativos y construir formas nuevas de contemplar el mundo. Llamamos a esas experiencias «fracasos de los modelos». Antes las llamábamos simplemente «desafíos intelectuales», pero el nuevo término capta mejor lo que ocurre. Nuestros cerebros anticipan algo según los modelos que manejan, pero acaban por llevarse una sorpresa.
Es difícil conseguir que los humanos prestemos atención cuando algún paradigma deja de funcionarnos porque nos enfrentamos a tantas crisis que no conseguimos ser conscientes de todas ellas. Los fallos del modelo deben ser llamativos y un tanto impactantes. Deben preocupar, pero no en demasía; por ello, los entornos de aprendizaje exitosos suelen impactar a los estudiantes lo suficiente como para despertar su interés, pero sin llegar a sumirlos en un ciclo de preocupación, desesperación, ansiedad y depresión. Es una cuestión delicada que hace que la enseñanza se parezca más al arte de tocar el violín que a la ciencia de combinar productos químicos. Los mejores profesores plantean preguntas que desafían sin amenazar –o, al menos, no demasiado–. Intrigan y fascinan, si es posible al servicio de alguna necesidad de conocimiento. La sorpresa, el amor y el misterio suelen alimentar las emociones que motivan el aprendizaje profundo y cualquier cambio conceptual.
Sin embargo, muchos profesores no pueden plantear esas preguntas idóneas porque sufren lo que llamamos la «maldición del experto». Piénsalo así: como especialista en tu campo, actualmente estás interesado en determinadas cuestiones porque en el pasado te mantuvo intrigado otra investigación distinta. Te enfrentaste a ese problema previo tras batallar con una pregunta todavía anterior, y así sucesivamente, retrocediendo a lo largo de tu propia trayectoria intelectual, que puede que comenzara cuando preguntaste a tus padres por primera vez «¿por qué?».
Normalmente, mientras te encuentras excavando en las profundidades de una mina de lo que sabes que es un valioso mineral intelectual o profesional, tus alumnos permanecen en la superficie preguntándose por qué alguien en su sano juicio se pondría a excavar tan profundo. Para contactar con ellos, los expertos deben volver sobre sus pasos intelectuales y encontrar preguntas que logren captar el interés del alumnado y, en último término, que puedan estimularlos a mantener una conversación más avanzada. No es fácil de conseguir, pero aquello que impulsa el aprendizaje profundo es el poder de las preguntas y los problemas.
Cualquier estudiante debe mantener un alto grado de motivación para perseverar en el arduo proceso de construir un nuevo paradigma y razonar sobre sus implicaciones y aplicaciones. Para mantener una dedicación así, los estudiantes deben creer que ese aprendizaje supondrá una transformación en ellos mismos y en los demás, y ese cambio debería tener un propósito que satisfaga tanto intelectual como emocionalmente. Es más probable que las personas intenten mantener enfoques de aprendizaje profundo cuando prueben a responder preguntas o resolver problemas que consideren importantes, intrigantes, hermosos o divertidos. El altruismo, interesarse por los demás, puede desempeñar un poderoso papel para estimular el imprescindible trabajo duro.
Para aprender en profundidad debemos tener la intención de hacerlo. Los humanos nacemos con una curiosidad insaciable, pero hay un problema: las ganas de hacer algo disminuyen si tenemos la sensación de que alguien más nos controla. Entonces, todos los esfuerzos para obligar a los alumnos a prestar atención y reexaminar sus paradigmas existentes resultarán contraproducentes. Los motivadores extrínsecos –por ejemplo, las calificaciones– tienden a suprimir los deseos internos. Tal vez no seamos más que criaturas irascibles, pero no nos gusta perder lo que los psicólogos llaman locus de control, así como tampoco nos gusta ponernos a hacer algo cuando creemos que no podremos hacerlo. Una forma de considerar este proceso es que la motivación para aprender tiene al menos tres componentes: el propósito, la confianza en que podemos aprender y la convicción de que controlamos cuándo, dónde y qué decidimos aprender.
En clase, no todos los estudiantes tratarán siquiera de comprender y pensar en las implicaciones y aplicaciones, de teorizar sobre las distintas posibilidades. Muchos de ellos se centrarán únicamente en aprobar el curso («estudiantes superficiales») o en sacar la mejor nota («estudiantes estratégicos»), y ninguno de ambos tipos tendrá intención alguna de aprender en profundidad. Sin embargo, los estudiantes no se convierten en uno de estos tipos particulares por su personalidad o su inteligencia, sino como resultado del condicionamiento. Puede que no hayan tenido progenitores que invitaran a un encantador de serpientes a su fiesta de cumpleaños cuando estaban en primero de primaria o que les leyeran todas las noches. Tal vez, en lugar de ello, una tía, un tío o un profesor les machacó con eso de «ser inteligentes». Quizá tuvieron toda una serie de profesores que fomentaron que se centraran más en las notas que en el aprendizaje. En nuestra sociedad, el condicionamiento aparece en cualquier momento y situación. Un torrente de películas, canciones, programas de televisión, presiones económicas, incluso de amigos, puede estimular esos enfoques superficiales o estratégicos. El camino que toman los estudiantes no está escrito en su ADN ni es reflejo de sus capacidades. Algunos muy capaces pueden desarrollar propósitos predominantemente estratégicos o superficiales debido a malas experiencias vitales.
Las escuelas contribuyen en gran medida a este fenómeno. Algunos tipos de evaluación pueden producir la impresión de que el aprendizaje consiste en reconocer las respuestas correctas en los exámenes de opción múltiple. El énfasis altamente competitivo en las calificaciones puede privar a los estudiantes de la sensación de control sobre su propia educación y reducir su motivación para acometer el duro trabajo que supone el aprendizaje profundo. Sin propósitos profundos, recurren a la memorización de respuestas correctas y a procedimientos que tendrán poca influencia duradera, positiva o sustancial en la forma en que posteriormente pensarán, actuarán o sentirán.
Incluso cuando los estudiantes construyen modelos mentales perfectamente aceptables, el «aprendizaje» no siempre genera una buena capacidad para la resolución de problemas. Cuando las personas descubren informaciones o ideas nuevas no desarrollan necesariamente la capacidad de utilizarlas en diferentes tipos de situaciones. Los estudiantes de medicina, que memorizan cantidades ingentes de información sobre el cuerpo y que incluso pueden explicar las funciones físicas con todo lujo de detalles, no siempre son capaces de aplicar esos conocimientos para hacer un diagnóstico diferencial adecuado o para idear un tratamiento novedoso y eficaz para una enfermedad compleja. Este «problema de transferencia», como lo denominan los expertos del aprendizaje, puede atormentar a los estudiantes más aplicados. Conocer un corpus de información necesario para resolver un problema no incluye necesariamente la capacidad de descifrar su planteamiento.
Por supuesto, es más fácil resolver problemas que otras personas ya dominan. Podemos asistir a clases para estudiar su capacidad y aprender a aplicar respuestas estándar a tipos conocidos de dificultades, pero vivimos en un mundo de cambios rápidos en el que constantemente aparecen nuevos tipos de problemas que nadie ha resuelto antes. Ya en los años ochenta, algunos teóricos japoneses observaron que había dos tipos de expertos: los rutinarios, que conocen muchas de las respuestas estándar, si no todas, y los magos adaptativos, que también conocen esas rutinas comunes, pero además poseen facultades adicionales. Tienen tanto la capacidad y la actitud de reconocer y disfrutar de la oportunidad, como la necesidad de inventar. A los adaptativos les gusta asumir esas dificultades únicas, y son buenos haciéndolo.3
Entonces, ¿cómo se aprende a ser esa clase de experto? Con práctica y recibiendo críticas. Con multitud de oportunidades para especular sobre problemas con los que ellos jamás se han encontrado antes.
Imagina, por ejemplo, dos clases de matemáticas. En una, el instructor hace álgebra ante los alumnos, lo que suele ocurrir en la mayoría de clases de matemáticas. Los alumnos toman apuntes y luego tratan de aplicar esos procedimientos a las ecuaciones que les ponen en sus deberes y exámenes. En la otra, el profesor plantea a los alumnos problemas fascinantes y conceptualmente valiosos, ligeramente más avanzados que todo lo que han visto con anterioridad, y les invita a plantear sus propias soluciones, quizá trabajando en grupos. No se habían encontrado con el problema antes y no hay nadie que vaya a resolverlo por ellos. Se les invita a convertirse en expertos adaptativos. El profesor pasa de ser un sabio en el escenario a convertirse en un guía a su disposición, preparado y dispuesto a hacer preguntas que ayuden a los estudiantes a superar alguna dificultad conceptual, pero nunca a resolver el problema en su lugar.
Manu Kapur, del Instituto Nacional de Educación de Singapur, descubrió los secretos de lo que denomina «fracaso productivo».4 A partir de un elaborado estudio comparativo, concluyó que los alumnos «que se dedicaban a resolver problemas antes de que se les enseñara, demostraron una comprensión conceptual significativamente mayor» que los que recibían «instrucción directa» sobre cómo resolver tales problemas. Además, los alumnos de noveno curso que se esforzaron planteando soluciones, cometiendo errores y corrigiéndolos, resolvieron con mayor facilidad «problemas novedosos» que «quienes habían recibido instrucción previa al respecto».