Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad - Ken Bain - E-Book

Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad E-Book

Ken Bain

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Beschreibung

Diez años después de publicar el premiado libro "Lo que hacen los mejores profesores universitarios", Ken Bain realiza este nuevo trabajo que mereció en 2012 el Premio Virginia and Warren Stone de la Harvard University al libro más sobresaliente sobre educación y sociedad. Este volumen contiene una excelente investigación muy bien escrita, que examina el enigmático tema, mediante relatos fascinantes acerca de individuos creativos que han alcanzado el éxito y que pasaron por la universidad. El libro profundiza en las prácticas, en las formas de ver el mundo y la universidad, en los hábitos mentales y las maneras de aprender individualmente y en colaboración de otros estudiantes universitarios, que decidieron asumir el control y la responsabilidad de su propia formación y desarrollo en el marco de una carrera universitaria.

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Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad

KEN BAIN

Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad

Traducción

Óscar Barberá

Universitat de València2014

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Título original: What the Best College Students Do

© The President and Fellows of Harvard College, 2012

© Ken Bain, 2012

© Publicacions de la Universitat de València

Primera edición, 2014

© De la traducción: Óscar Barberá, 2014

puv.uv.es

[email protected]

Maquetación: Textual IM

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Communico, C. B.

ISBN: 978-84-370-9538-7

A dos futuros estudiantes de universidad,

Adam Bain y Nathan Bain,

a todos los futuros nietos,

y a Andra Looper,

la niña que tan fascinada estaba con la astronomía

Sumario

PRÓLOGO

1. Las raíces del éxito

2. ¿Qué convierte a alguien en un experto?

3. Organizarse uno mismo

4. Aprender a aceptar el fracaso

5. Problemas enrevesados

6. Ánimo

7. Curiosidad y educación sin límite

8. Tomar las decisiones difíciles

9. Epílogo

Agradecimientos

Índice

Prólogo a la edición en castellano

No se aprende de la experiencia. Se aprendereflexionando sobre la experiencia.

Frase multitudinariamente atribuida a John Dewey

Hace aproximadamente diez años Ken Bain publicó un libro titulado Lo que hacen los mejores profesores de universidad.1 Aquel libro, basado en un número importante de entrevistas a profesores y profesoras, y también a estudiantes, trataba de indagar en las prácticas, en los comportamientos y en las competencias profesionales de aquellos docentes que podían ser calificados de excelentes. ¿Que cuáles fueron los criterios que utilizó para definir la excelencia? Bain, en el capítulo introductorio de ese libro, explica el camino que siguió para concretar aquellos factores capaces de ir esbozando un modelo de excelencia docente que identificaba la enseñanza como una actividad que crea situaciones de aula con la potencialidad de generar tanto aprendizaje como entusiasmo por seguir aprendiendo en el mayor número de estudiantes.

Muchas de las entrevistas fueron dirigidas a estudiantes para indagar y delimitar puntos de vista diferentes sobre qué se considera un «buen docente». Lo cierto es que la figura del estudiante, desde su aparición en aquel capítulo introductorio de su primer libro hasta el protagonismo absoluto que cobra en el presente, surge como constructor o artífice de un tipo de aprendizaje que puede encuadrarse en alguna de las siguientes categorías: aprendices superficiales (reproducen lo que han leído o escuchado), aprendices estratégicos (cuyo objetivo se centra en las notas) y aprendices profundos (se introducen en la complejidad de las materias con la intención de entenderlas). Si gran parte de Lo que hacen los mejores profesores de universidad está dedicado a qué pueden hacer –y pensar– los docentes para diseñar situaciones de aula que deriven a sus estudiantes hacia un aprendizaje profundo, el libro que tiene en sus manos, Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad, viene justamente a profundizar en las prácticas, formas de ver el mundo –y, dentro de él, la propia universidad–, hábitos mentales y maneras de aprender, individualmente y en colaboración, de personas, hombres y mujeres, habitualmente jóvenes, en todo caso estudiantes universitarios, que decidieron asumir el control y la responsabilidad de su propia formación y desarrollo en el marco de una carrera universitaria.

Si la pretensión del lector fuera encontrar en un libro como éste un conjunto de reglas bien definidas, lo que podríamos llamar «trucos del oficio» para «sacar buenas notas», más vale que lo devuelva al estante de donde lo tomó, o que si acaba por comprarlo sea para regalarlo; pero aún le resultaría mejor si le diera una oportunidad, si lo leyera para descubrir lo mucho que de provechoso contiene. Y le garantizo que le cautivará, que lo encontrará altamente interesante, y ello porque habla de historias de vida, de personas que, en su momento, se detuvieron a pensar sobre sus intereses y, a veces con la ayuda de sus profesores (algunos incluidos en Lo que hacen los mejores profesores de universidad, o que merecían haberlo sido), a veces a pesar de ellos (¿quizás alguno de los que continúan pensando que aprender consiste básicamente en escuchar y repetir?), decidieron convertirse en protagonistas de su propio aprendizaje.

Si aprender es crecer, Ken Bain, de nuevo a través de sus relatos de un caso tras otro, va ofreciéndonos claves en la búsqueda de la excelencia... ¿académica?; bueno, quizás a fuerza de «manosear» el concepto de «excelencia académica» desde claves de eficacia y eficiencia por parte de las diversas estancias gestoras y evaluadoras de la universidad española, ahora se identifique más con «conseguir las mejores calificaciones» que con la idea que sobrevuela permanentemente todos los capítulos del libro de Bain: excelencia como capacidad de descubrir la complejidad del mundo a través de la parcela de la realidad que se está estudiando, de relacionar esa parcela con otras, de abordar lo desconocido, de reconocer fracasos y de emprender a partir de ellos búsquedas nuevas, de reconocerse y avanzar a través de la evaluación, de apreciar el trabajo de otros. En realidad, el libro de Bain no trata de «buenos estudiantes», sino de «buenas personas» y de cómo estas buenas personas y magníficos profesionales o, en su caso, grandes artistas, encararon su tarea de «hacerse estudiantes» en la universidad.

Para la investigación, Ken Bain, con la colaboración de Marsha Bain, ha buscado e identificado a sus protagonistas, que define como «altamente productivos» en los ámbitos social, académico y profesional, en su momento estudiantes que fueron a la universidad y que tras su paso por ella llegaron a ser personas creativas e innovadoras en sus ámbitos profesionales; pero no sólo eso, también se convirtieron en personas comprometidas con las desigualdades y con su entorno social, algo en lo que Bain pone un énfasis especial. El libro es un ejercicio de descripción e indagación sobre cómo fueron construyendo ese aprendizaje profundo mientras eran estudiantes en la universidad.

Lo cierto es que el estilo de aprendizaje profundo, cuando el estudiante toma el control de su propia educación, vincula lecturas, ideas, debates y lecciones a mil aspectos de la vida, del currículum y del propio desarrollo, es precisamente lo que nos hace apreciar como estudiantes, y también como profesores, que enseñar y aprender en una aula es una actividad compartida, asombrosa y con grandes dosis de creatividad, que tiene que ver con la vida y no tanto con el expediente académico.

Es un libro que al estudiante de universidad le puede ofrecer algunas de las claves para entender que una cosa es aprobar, sacar notables y sobresalientes –y que eso, por supuesto, está bien–, pero que otra distinta es convertir la experiencia del aprender, individualmente y con otros, en un proyecto con sentido, un proyecto presidido por la pasión, la curiosidad y la superación del fracaso, y que es posible que ambas puedan darse al mismo tiempo.

¿Que qué puede ofrecernos el libro a los docentes? A buen seguro nos recordará que delante nuestro, en el aula, se sientan personas que, además de escuchar, leer y repetir, tienen capacidad de pensar, de organizar ideas, de relacionar asuntos de asignaturas diferentes, de escucharse entre ellos, de equivocarse, de aprender de esas equivocaciones... ¿Nuestro problema?... el de siempre: crear situaciones, las mejores situaciones, para que todo ello resulte posible.

Bernardino Salinas,profesor de la Facultad de Magisterio de la Universidad de Valencia.

1.What the Best Teachers College Do, Harvard University Press, 2004. La Universitat de València publicó las traducciones al catalán y al castellano (El que fan els millors professors d’universitat, Publicacions de la Universitat de València, 2005 y Lo que hacen los mejores profesores de universidad, Publicacions de la Universitat de València, 1.ª ed. 2005, 2.ª ed. 2007), y la Universidade de Vigo publicó la traducción al gallego (O que fan os mellores profesores universitarios, 2007)

1

Las raíces del éxito

Sherry Kafka procedía de un pueblo pequeño de las montañas Ozark de Arkansas. Su pequeña comunidad rústica, perdida en un remoto lugar de ese estado básicamente rural, carecía por completo de los recursos artísticos que más tarde definirían su vida y harían de ella una de las más celebradas diseñadoras y urbanistas del país. De hecho, contó con posterioridad que en su pueblo ni siquiera había un cine. Semanalmente llegaba «un señor» con una tienda, la plantaba en la plaza y pasaba una película, «si es que esa semana no se emborrachaba».

Su familia no tenía mucho dinero, y a menudo cambiaba de residencia para buscarse el sustento. En doce años fue a dieciséis escuelas y, a mitad de su último curso, se cambió de un instituto bastante grande en Hot Springs a un caserío minúsculo que sólo tenía seis estudiantes a punto de graduarse. «Creo que al final únicamente cinco de nosotros lo conseguimos», contó más tarde. «Fui incluso a escuelas que ya ni existen, pues eran tan pequeñas que fueron incapaces de retener profesores suficientes». Pero todo ese ajetreo no la desalentó. «Hizo que me forjara mis propios métodos para poder aprovechar lo que las escuelas me ofrecían», concluyó. «Entendí muy pronto que cada escuela es una cultura, y que mi trabajo era entrar en esa escuela y comprender cómo funcionaba esa cultura».

Nadie de su familia había ido a la universidad1 directamente desde el instituto, si bien su padre sí que asistió ulteriormente a un seminario baptista. Rara vez leían algo distinto de la Biblia y, a excepción de las sagradas escrituras, en las casas en las que se crio no había libros –sólo relatos–. Cuando tenía cuatro o cinco años, su bisabuelo le contaba historias que él había escuchado de sus padres, o algunas que iba ideando directamente sobre la marcha. Tras inventarse una historia que dejaba encantada a la niña, la señalaba con su dedo y le decía: «Ahora cuéntame tú un cuento». Y ella empezaba. El anciano le hacía preguntas sobre los personajes y los animales que aparecían en sus cuentos, obligándola así a inventar más detalles acerca de ellos. Cuando Sherry estaba en octavo,2 algunos años después de que muriese su bisabuelo, decidió que ella era un «personaje del cuento» y que quería ser escritora. Se dio cuenta de que tenía que aprender más para llegar a ser escritora, y eso quería decir que finalmente tendría que ir a la universidad.

Como su familia era pobre, sabía que no sería fácil, y empezó a buscar la manera de poder pagarse su educación superior. En su último año de instituto ganó un concurso nacional de escritura que prometía correr con todos los gastos de su primer año de universidad. Cuando preguntó a sus padres a qué universidad podría ir con la beca, le dijeron que podría acudir a una universidad de Texas porque conocían allí al director de una residencia que cuidaría de ella si caía enferma.

Ese otoño se presentó en el campus, eufórica por su nueva aventura en esa distante ciudad, y le dieron una lista con las asignaturas obligatorias. No obstante, antes de irse de casa se había prometido a sí misma que cada semestre haría al menos una asignatura «sólo para mí», algo con lo que disfrutara. Cuando vio la lista de obligatorias encontró una feliz coincidencia, una asignatura que parecía interesante y que además era un requisito para los estudios de Bellas Artes.

Se trataba de una asignatura del Departamento de Teatro llamada «Integración de capacidades». Su nombre le traía a la memoria un recuerdo de la infancia. Cuando era pequeña, su padre le había dicho que la gente con más éxito, las personas «más interesantes», las personas que «logran más de la vida», son las «personas que están mejor integradas». Él le había dicho que debía establecer vínculos entre todas las asignaturas que cursase y que debía encontrar en qué coinciden, así como las maneras en que se solapan. «Cuando estudiaba», concluyó ella, «solía pensar en lo que pasaba en biología y cómo eso se podía aplicar en inglés o en música».

Decidió matricularse en ella, lo que cambiaría su vida.

Sus clases tenían lugar en un extraño teatro con escenarios en los cuatro costados y sillas que podían girarse en todas las direcciones. El primer día de clase, nada más sentase en una de esas sillas de respaldo alto, entró en la sala un hombre de pelo oscuro y rizado y se sentó en el borde de uno de los escenarios. Comenzó a hablar sobre creatividad y personas. «Esta es una asignatura para descubrir vuestra propia capacidad creativa –dijo a los estudiantes–, y toda la ayuda que tendréis en vuestro descubrimiento será vosotros mismos y lo que consigáis saber sobre cómo trabajáis».3

Sherry contó después que jamás se había encontrado con nada parecido a este hombre extraño que se sentó en el borde del escenario con su chaqueta y su corbata. «Vamos a plantearos algunos problemas –comentó–, y algunos de ellos son bastante disparatados, pero todos funcionan». Mientras Sherry se retorcía un tanto en su silla giratoria, él continuó: «Lo que traéis a esta clase es a vosotros mismos y vuestros deseos de participar, y lo que aquí haréis dependerá en última instancia de ello».

En ese primer encuentro y en los días que vendrían, su profesor, Paul Baker, invitó a Sherry y a todos los demás estudiantes a participar en una nueva clase de aprendizaje. «Para algunos –decía–, crecer consiste casi exclusivamente» en mejorar la memoria, nada más. Para otros, «es lo que hay detrás de cómo funcionan las cosas –cómo montar un motor, ajustar cañerías, combinar fórmulas, resolver problemas, etc.–». El propósito de ese tipo de crecimiento, seguía apuntando, «nunca es desarrollar un método nuevo sino convertirse en un gran experto en los métodos antiguos». Para un tercer grupo crecer significa desarrollar «cultos» y «sistemas» mediante los cuales se pueda apreciar «lo lejos que otros se encuentran de los niveles que ellos mismos establecen». «Se reúnen, dan órdenes, palmaditas en la espalda, fuman puros en trastiendas, pertenecen a comités importantes, se convierten en una especie de artistas, músicos, actores, profetas, predicadores, políticos... Dejan caer nombres de personajes importantes y se cubren a sí mismos de estatus».

Sólo para unos pocos, concluía Baker, «crecer es el descubrimiento del poder dinámico de la mente». Es descubrirse a uno mismo, quién eres y cómo puedes hacer uso de ti. Ese es todo tu bagaje personal. Baker enfatizaba que en toda la historia humana nadie ha tenido nunca tu conjunto de químicas corporales y experiencias vitales. Nadie ha tenido nunca un cerebro exactamente como el tuyo. Tú eres único en tu clase. Puedes contemplar los problemas desde un ángulo desde el que nadie más puede verlos. Pero debes descubrir quién eres y cómo trabajas si confías en poder liberar las facultades de tu propia mente.

Sherry Kafka seguía sentada en esa silla giratoria, escuchando muy atentamente, mientras su profesor la invitaba a penetrar en ese nivel de crecimiento, el más alto. «Todos sois únicos», seguía diciendo, y tenéis mucho que ofrecer a este mundo. «Cada uno de vosotros tiene su propia filosofía, su propio punto de vista, sus propias presiones materiales y su propia formación», enfatizaba. «Procedéis de un lugar determinado, de una familia concreta con o sin antecedentes religiosos; habéis nacido en un determinado hogar de una familia determinada en una determinada época. Nadie más en el mundo ha hecho eso mismo». «Podéis –aseguraba Baker–, crear de una manera como nadie más puede hacerlo».

Este es un libro sobre personas creativas y sobre cómo llegaron a serlo. Estas personas creativas fueron a la universidad y salieron de esa experiencia como hombres y mujeres dinámicos e innovadores que cambiaron el mundo en el que vivían. ¿Cómo sus experiencias universitarias, particularmente sus interacciones con los profesores, pudieron cambiar sus patrones de razonamiento? Si bien estas cuestiones pueden ser del máximo interés para actuales y futuros estudiantes universitarios, también profesores y padres encontrarán aquí soluciones para fomentar el desarrollo de la creatividad y el aprendizaje en profundidad.

¿A QUIÉN ESTUDIAMOS Y POR QUÉ?

He comenzado con la historia de Sherry Kafka porque su experiencia en ese curso de Paul Baker refleja muchos de los conceptos y enfoques básicos con los que nos encontraremos en repetidas ocasiones, y porque ese curso transformó la vida de cientos de personas que más tarde fueron científicos, músicos, médicos, carpinteros, historiadores, pintores, peluqueros, filántropos, editores, líderes políticos, profesores, filósofos, escritores, diseñadores, ingenieros, y toda una serie de personas creativas de cualquier tipo imaginable. Lo que hicieron aquellos que fueron los «mejores estudiantes» fue cursar una asignatura extraordinaria, frecuentemente muy alejada de su área de estudio principal, y utilizar las experiencias obtenidas en esas clases para cambiar sus vidas.

Persiguieron el desarrollo del poder dinámico de la mente –ni las matrículas de honor ni tampoco dedicarse simplemente a sobrevivir en la universidad– y ese objetivo se convirtió en su meta principal. En el curso de Baker aprendieron un lenguaje nuevo de creatividad que se centraba en lo que uno hacía con el espacio, el tiempo, el movimiento, el sonido y el contorno. Sherry y sus compañeros de clase llegaron a entenderse mejor a ellos mismos y, partiendo de ese conocimiento, consiguieron apreciar las cualidades y experiencias únicas que podían ofrecer a cualquier proyecto. A su vez, conforme iban sabiendo más sobre ellos mismos, más crecía su confianza y más estimaban las cualidades especiales y los logros de todos los demás. Se convirtieron en estudiantes de las historias de otras personas –en ciencias, en humanidades y en artes–. Y lo más importante, encontraron una manera de motivarse a sí mismos para trabajar.

Debería decir ahora que este libro no trata sobre personas que sacaron las notas más altas en la universidad. La mayoría de los libros y artículos escritos acerca de cómo ser el «mejor estudiante» se concentran únicamente en cómo conseguir buenas notas. Pero mi compañera entrevistadora, Marsha Bain, y yo íbamos detrás de un premio mayor. Queríamos saber cómo le iba a la gente después de terminar sus estudios en la universidad, y las personas que acabamos eligiendo lo fueron únicamente en el caso de que hubieran aprendido en profundidad y de que se hubieran convertido luego en individuos altamente productivos que continuaban creciendo y creando. Queríamos encontrar a personas interesantes conocedoras de este mundo, difíciles de engañar, curiosas, humanitarias, con pensamiento crítico, creativas y felices. Buscábamos a hombres y mujeres que disfrutaran de un reto, ya fuera aprender una lengua nueva o resolver un problema, que se sintieran cómodos con lo extraño y lo desafiante, que se divirtieran buscando soluciones nuevas y que se sintieran a gusto con ellos mismos.

Queríamos saber cómo habían llegado a ser así, cómo encontraron su pasión, cómo consiguieron lo máximo de su educación, cómo podemos aprender de ellos. En algunos casos, estos creativos en la resolución de problemas, absolutamente seguros de sí mismos, aprendieron a pesar de la universidad; en otros, prosperaron gracias a las maravillosas experiencias con las que allí se encontraron. Algunos de ellos tuvieron éxito siempre; otros pasaron la mayor parte de sus años de instituto sobreviviendo a duras penas para acabar escapándose del pelotón ya en la universidad, o incluso más tarde.

Buscábamos a personas que se hubieran distinguido por hacer grandes descubrimientos o por haber encontrado formas nuevas de pensamiento, que tomaran buenas decisiones y que tuvieran suficiente confianza en sí mismas para explorar, inventar, cuestionar... Un médico que hubiera puesto a punto una práctica pionera, un profesor capaz de transformar completamente las vidas de sus estudiantes, un actor que cambiara la manera en la que el público se ríe, un escritor que cautivara a sus lectores, un músico que redefiniera la música, un albañil innovador o un diseñador de moda, ejemplos todos de personas que se adaptan con facilidad a situaciones nuevas y que son capaces de resolver problemas que nunca antes se les habían presentado.

¿Amasaron una gran forturna? En algunos casos sí, pero eso no formaba parte de nuestros criterios. Si algunas de las personas que hemos entrevistado habían acumulado una riqueza considerable, pusimos interés en saber qué habían hecho con ella y cómo habían llegado a ser creativas, originales. En otros casos en los que la recompensa financiera se había ido acumulando con lentitud, queríamos saber a qué se habían dedicado en sus vidas y qué produjeron en ellas.

¿Consiguieron buenas notas en la universidad? La mayoría sí, pero también lo hicieron muchas otras personas que en realidad no consiguieron el mismo provecho a su educación. Las calificaciones altas, por sí mismas, no dicen demasiado. Consideremos por un momento la historia de las calificaciones. No siempre han formado parte de la escolarización formal. Hace unos doscientos años, la sociedad comenzó a pedir a los educadores que le contaran cuánto habían aprendido los estudiantes. Alguien en alguna parte –posiblemente en Oxford o en Cambridge a finales del siglo XVIII – dio con el sistema de poner a los mejores estudiantes una A, a los siguientes una B, etc. No se trataba más que de un sistema taquigráfico del que se pretendía que describiera lo bien que piensan las personas. A lo largo de casi todo el siglo XIX, las escuelas en Inglaterra y en Estados Unidos utilizaron únicamente dos calificaciones. O se superaba una determinada asignatura, o no. Pero hacia finales de ese mismo siglo, las escuelas ya habían adoptado un rango de calificaciones de la A a la F,4 o del uno al diez, o de alguna otra escala. En el siglo XX añadieron signos más y menos, o decimales.

¿Y qué nos dicen estas letras y símbolos? A menudo no mucho. Neil deGrasse Tyson, el astrofísico que dirige el Hayden Planetarium, nos comentó: «Ya de adulto, nadie te pregunta qué notas sacaste. Las calificaciones devienen irrelevantes». Y por buenas razones. Es muy difícil meterse en la cabeza de alguien y acabar sabiendo qué piensa, por no hablar de anticipar lo que será capaz de hacer con ese pensamiento. Como resultado, las calificaciones han sido con frecuencia pésimos predictores de éxitos o fracasos futuros. Por ejemplo, a Martin Luther King Jr. le pusieron una C en oratoria pública.5

Hace unos cuantos años, dos físicos de una universidad estadounidense llevaron a cabo un experimento que muestra el sinsentido en el que pueden llegar a convertirse las calificaciones y las puntuaciones en las pruebas.6 Querían saber si un curso de física básica en la universidad cambiaría la manera en que los estudiantes comprenden cómo se comporta el movimiento. Para averiguarlo, idearon una prueba que denominaron Inventario del Concepto de Fuerza. Ese examen medía la manera en que los estudiantes comprendían el movimiento, pero no era el tipo de examen que se acostumbraba a hacer para calificar a los estudiantes en física y, debido a múltiples razones que no trataré ahora, en realidad no podía utilizarse regularmente para ese propósito.

Pasaron esa prueba a seiscientos estudiantes matriculados en la asignatura «Introducción a la física». La mayoría de ellos la hicieron bastante mal debido a que no comprendían el movimiento. Sin entrar en demasiados detalles, digamos que jamás habrían podido poner un satélite en órbita dado como pensaban que se comportaba el movimiento. Pero eso fue antes de que cursaran la asignatura. Después, los estudiantes tomaron sus apuntes, y algunos sacaron una A, otros una B, otros una C, unos cuantos una D y algunos suspendieron.

Varios meses después de que terminase el curso, volvieron a pasar la misma prueba a los estudiantes. Unos cuantos demostraron que habían conseguido una mejor comprensión del movimiento. No obstante, la mayoría de ellos se aferraba a sus ideas antiguas. Y lo más notable fue que las calificaciones obtenidas por los estudiantes en la asignatura no predecían quiénes habían entendido los principios newtonianos del movimiento. Era igual de probable –o improbable– que hubieran cambiado su comprensión los estudiantes calificados con A que los estudiantes calificados con C. Consecuentemente, algunos de los estudiantes de A no habían aprovechado más de la asignatura que los que la habían suspendido. Los mejores de la clase sólo resultaban mejores memorizando fórmulas, colocando la cifra adecuada en la ecuación y calculando la solución correcta para el examen, pero todo eso no proporcionaba reflejo alguno de lo que habían entendido acerca de los principios del movimiento. Esto tampoco significa que las calificaciones bajas produzcan resultados mejores. Sólo quiere decir que, por lo general, las calificaciones nos dicen bien poco del aprendizaje de los estudiantes.

Hace no mucho comí con un destacado ingeniero químico que me contó que había cursado dos veces una asignatura, la primera vez en sus estudios de grado y otra vez más en una escuela de postgrado. «Aun hoy –me dijo–, no he entendido esa materia, pero saqué una A en las dos asignaturas. Aprendí a estudiar de la manera adecuada y a que me fuera estupendamente en los exámenes, pero en realidad no aprendí nada». En otras asignaturas aprendió con mucha profundidad, y en su campo consiguió un éxito notable. Pero imaginemos por un momento que su experiencia en esa asignatura en concreto hubiera resultado más frecuente, y que hubiera pasado por la facultad jugando a la estrategia de sacar buenas notas en todas las asignaturas: podría haber obtenido altas calificaciones sin haber aprendido absolutamente nada.

Puede que el interés se tenga en la ingeniería química, en la física o en poner satélites en órbita. Pero no es este el asunto. Independientemente de las metas personales que se puedan tener, las calificaciones altas no desvelan necesariamente lo que se sabe o lo que se podría hacer con esa comprensión. Más adelante, en el libro exploraremos cómo se puede sacar una A y seguir sin comprender el movimiento, pero, por ahora, limitémonos a mantener en mente que las buenas calificaciones no significan en absoluto que se haya comprendido algo. En la universidad se pide a menudo memorizar una gran cantidad de materia que no ejerce influencia alguna en las vidas futuras.

Imaginemos por un momento un mundo diferente, un lugar en el que los estudiantes encuentran significados profundos en todo lo que aprenden. En ese universo, el aprendizaje cambia la forma de ser de las personas y la manera en la que contemplan el mundo. Se convierten en individuos que resuelven mejor los problemas, que son más creativos y humanitarios, más responsables y más seguros de sí mismos. Los estudiantes son capaces de razonar sobre las implicaciones y aplicaciones de lo que aprenden. Sin temor a cometer errores y repletos de preguntas e ideas, los ciudadanos de ese lugar suelen disfrutar explorando con facilidad áreas nuevas, a la vez que experimentan un sentimiento de profunda humildad ante la complejidad que el mundo puede llegar a mostrar. El aprendizaje sigue siendo una aventura. Se pueden olvidar unos cuantos hechos y seguir sabiendo cómo encontrarlos de nuevo cuando hagan falta.

Para algunas personas existe un mundo así. Pero en la universidad y en la vida, todos sentimos cada vez más la presión para aprender únicamente con vistas al examen o para satisfacer a otra persona. Sacar A en el instituto o en la universidad es magnífico, pero –y esta sí que es una magnífica nota– dice poco sobre lo que tú eres, sobre lo que puede que hagas en la vida, sobre lo creativo que puede que seas o sobre lo que llegues a comprender. Por supuesto, también en el caso de que no te dieran buenas notas seguiríamos sin saber demasiado acerca de ti.

En la universidad hemos tipificado cinco categorías de estudiantes:

1. Los que reciben buenas notas, pero no llegan a ser más productivos que sus compañeros que sacan C o D.

2. Los que reciben buenas notas y consiguen aprender en profundidad, a ser expertos flexibles, a resolver problemas con solvencia y a ser personas muy creativas y humanitarias.

3. Los que reciben notas mediocres, pero que algún día consiguen un éxito fenomenal debido a que aprendieron en profundidad, a pesar de lo que dicen sus expedientes académicos.

4. Los que reciben malas notas, lo dejan y llevan una vida en gran parte dependiente de otros.

5. Los que reciben malas notas, pero que se dicen a sí mismos (a menudo sin demasiada evidencia disponible) que llegará el día en que brillarán.

Naturalmente, las calificaciones altas tienen su recompensa. Un expediente académico brillante puede ser de mucha utilidad a cualquiera en nuestra sociedad. Más adelante en este libro dedicaré un tiempo a ayudar a saber cómo sacar una A, pero si tuviera que elegir entre buenas notas y un aprendizaje en profundidad, siempre elegiría este último.

Básicamente, lo que deseamos es promover un aprendizaje profundo, apasionado, dichoso y creativo. Las calificaciones son importantes, pero cualquiera que se centre únicamente en conseguir Aes acabará muy probablemente sin aprender en profundidad. Sin embargo, cualquiera que se concentre en aprender de forma profunda podrá sacar calificaciones altas. Mostraremos cómo puede conseguirse.

Nuestro consejo se fundamenta en dos fuentes principales. La primera es una lectura atenta de la literatura sobre teoría e investigación acerca de los buenos estudiantes. Treinta o cuarenta años de investigación nos han revelado muchas cosas. Parte de esa literatura mide a los buenos estudiantes por la media de sus calificaciones y, como ya hemos visto, eso no nos dice demasiado. No obstante, otro conjunto de investigadores ha considerado a los estudiantes que consiguieron aprender en profundidad. Aquí encontrarás reflejo de esos estudios y de sus ideas.

La segunda fuente son las entrevistas que hemos realizado a varias docenas de personas que han llegado a tener mucho éxito y a ser creativas, que resuelven bien los problemas y que son humanitarias: médicos, abogados, líderes políticos y empresariales, expertos en informática y artistas, músicos, madres, padres, vecinos, laureados con el Nobel, beneficiarios de «Becas Genius» MacArthur, ganadores de premios Emmy y unos pocos aún hoy estudiantes de universidad. Compartiremos algunas de sus historias; unas divertidas, otras tristes, pero todas inspiradoras.

INTEGRAR TUS CAPACIDADES Y ENCONTRAR TU PASIÓN

«Este es un curso –siguió diciendo Paul Baker–, en el que se asume que vosotros estáis interesados en el trabajo de la mente». Sherry apenas era consciente del muchacho que se sentaba a su lado –un futuro jugador profesional de fútbol americano– dada la intensidad con que ambos atendían. La creatividad puede aparecer en cualquier área, explicó Baker, no únicamente en las artes. «Puede encontrarse en un sermón, en una fórmula científica o en un libro, pero también en algo que construyáis, en un trazado urbano bien planificado, en un plato maravilloso o en una gasolinera bien gestionada». Ingenieros, científicos, músicos, agentes de la propiedad, abogados, historiadores, estilistas del cabello y tantos otros, todos, han conseguido ser creativos en su campo. Un trabajo de la mente, concluyó Baker, podía ser cualquier cosa original e innovadora.

Su profesor dijo algo ese día que sorprendió a casi toda la clase, y que intrigó a Sherry. «Muchas personas que conozco estaban muertas ya antes de llegar al último curso del instituto», afirmó Baker. «Mantenían los mismos conceptos, las mismas formas de contemplar sus circunstancias, las mismas respuestas, las mismas imágenes emocionales y visuales de siempre; en la práctica, ninguna de esas personas ha experimentado cambio alguno».

Invitó a Sherry y a sus compañeros de clase a un futuro diferente, a uno en el que llegasen a conocerse a sí mismos y en el que gracias a ese conocimiento aprendieran a crear y a crecer. «Confío en que todos en esta clase os decidáis a tomar el control de vuestras vidas, a llegar al fondo de vosotros mismos, a explorar quiénes sois y qué tenéis, y a aprender a utilizar esas facultades interiores». Se detuvo y miró a los que estaban sentados en la última fila. «No por el éxito, no por hacerse notar; eso no es importante. Lo que es importante es que cumpláis con vuestra necesidad personal de seguir creciendo».

Para ser creativo, repetía una y otra vez, es necesario comprenderse a uno mismo, incluidas las fortalezas y debilidades personales. Se debe aprender a integrar las capacidades propias, a adiestrarlas para que se respalden unas a otras. Para ello, se debe abrir un diálogo con el yo interior. Baker pedía a los estudiantes que tuvieran siempre a mano un cuaderno para anotar sus reacciones a los ejercicios. «Escribid la historia de vuestra vida hasta hoy, y escribid vuestras reacciones a todo lo que hacemos». Escribid a lápiz, les decía, «o con ceras de colores. Con lo que queráis». Lo más importante es que os examinéis a vosotros mismos y la manera en que trabajáis. «Habituaos a las pautas que hacen que broten cosas de vuestra mente y de vuestra imaginación. Descubrid cuándo y en qué momentos del día trabajáis mejor y qué es lo que os motiva». ¿Es el enojo o el sosiego? ¿El deseo de demostrar que otro está equivocado? «¿Qué tipo de necesidades interiores queréis satisfacer?», les preguntaba.

Baker decía a la clase que todo lo que llegasen a crear procedería del interior de cada uno de ellos, y que por eso es por lo que debían conocerse a sí mismos. Esa era la razón por la que tenían que escribir la historia de sus vidas y aprender a conversar con ellos mismos, para así encontrar lo que hay en su interior; y para descartar las partes que se han hecho viejas y han quedado obsoletas; y para mejorar y poner en uso los elementos personales que son únicos, hermosos y útiles.

A partir de ahí, todos los días empezaban las clases con ejercicios físicos, «para hacer que fluya la sangre», les decía Baker. «No puedo trabajar con vosotros si estáis cansados y con desgana», añadía. «Quiero que la sangre fluya y que vuestra mente se muestre aguda».

Años más tarde, mucho después de que Sherry hubiera ayudado a rediseñar ciudades, publicado una novela, realizado documentales de televisión y trabajado en proyectos por todo el mundo, rememoró cómo había empezado a desarrollarse esta experiencia excepcional de aprendizaje. Baker hablaba a los estudiantes del trabajo y les decía que tenían que encontrar lo que provocaba que dejasen de trabajar. Escribid un ensayo, les decía, sobre vuestra resistencia a poneros a trabajar; sondead vuestras costumbres; pensad en alguna tarea realmente creativa que hayáis hecho anteriormente, y preguntaos qué tuvisteis que hacer antes de abordarla: ¿qué circunstancias os rodeaban?, ¿cuál era vuestro estado de ánimo?, ¿os tumbasteis a la bartola?, ¿os fuisteis a dar una vuelta?, ¿mirasteis por la ventana?, ¿os hizo falta un lugar cerrado, sin distracciones?, ¿un espacio abierto?, ¿a dónde fuisteis? Visualizaos trabajando y después poneos manos a la obra. «Yo lo primero que necesito es comerme un helado», confesó Baker.

«Faulkner –contó a la clase– se subía a menudo a un árbol. También pasaba horas con los zapatos quitados, sentado en la tienda local junto al mostrador de las revistas, escuchando a la gente entrar y salir. Y se cuenta que escribió entera Mientras agonizo tumbado sobre una carretilla puesta boca abajo que se hacía servir para transportar leña y alimentar una caldera en la University of Mississippi».

El objetivo no es hacer lo que Faulkner hizo, sino comprenderse a uno mismo: explorar quién eres, cómo funciona tu mente y lo que te aleja del trabajo. Decía a los estudiantes que el curso trataba fundamentalmente sobre ellos mismos; que en él se explorarían las formas en que reaccionaban al trabajo y que llegarían a familiarizarse con ellos mismos de manera que acabarían sabiendo lo que podrían aportar a la mesa de trabajo. «Muchas veces os despertaréis a las tres de la mañana, y deberíais levantaros y poneros a trabajar. Si vuestra mente se encuentra despierta y con energía, levantaos y trabajad. ¿Qué son unas horas de sueño perdidas comparadas con poder hacer algo?».

«Puede que incluso tengáis que llegar a amenazaros para poneros a trabajar», reflexionaba Baker. Pensad cómo será cuando seáis viejos, cuando os acerquéis a la muerte. ¿Ya habréis muerto en vuestro interior, o vuestra mente se mantendrá viva con ideas nuevas que sin lugar a dudas serán vuestras?

En primer lugar, debéis aprender sobre vosotros mismos. A continuación, encontrad una gran tarea creativa de vuestra mente que sea capaz de entusiasmaros: ved su reflejo en otros y en vosotros mismos, investigad lo que hay detrás de esa tarea, buscad su naturaleza interna y explorad las posibilidades que sugiere. Después, descubrid vuestra pasión y dejaos llevar por ella. «Si no sois capaces de entusiasmaros, nunca produciréis nada», les advertía Baker.

Sherry apenas se volvió en su silla giratoria para poder dar un vistazo fugaz al lugar extraño en el que se encontraba. En los años siguientes, sobre esos cuatro escenarios, ella llegaría a ver un deslumbrante despliegue de luces y sonidos, un popurrí de escenas capaz de hacer estallar las mentes y de agitar a la audiencia con una colección de colores y texturas, líneas y ritmos, contornos y sonidos. Esas actuaciones mezclarían películas y actores en directo, quebrantarían todas las reglas del teatro y distorsionarían sus sentidos. Hamlet aparecería como tres personajes, todos ellos trotando por esos escenarios girados que se levantaban desde el fondo y que permitían a los espectadores retroceder en el drama girándose a su vez en sus sillas para seguir el desarrollo de la obra. No caería telón alguno para detener el movimiento. No existirían barreras para el espacio o el tiempo, sólo acción derramándose sin parar sobre la sala.

Pero, por el momento, ella seguía absorta en las palabras de un único hombre, sentado en el borde de uno de esos cuatro escenarios y hablando de una forma que la incomodaba tanto como la complacía. Baker advertía a los estudiantes de que las buenas ideas o los buenos resultados no llegan pronto, y que si lo hacen es únicamente a unas pocas personas selectas. «Si queréis aprender algo –les confesaba–, debéis poneros a trabajar firmemente en ello. Debéis explorar, probar, cuestionar, relacionar, hacer caso omiso al fracaso y perseverar, para finalmente acabar rechazando las primeras respuestas fáciles y los enfoques sencillos. Debéis seguir buscando algo mejor. No os preocupe –continuaba– que vuestros primeros intentos resulten “raquíticos”. Cosas mejores llegarán con el trabajo». «Cuando era un chaval –les contó– jugaba de receptor en el equipo de béisbol del barrio. Antes de haber acabado en el instituto debí de haber efectuado cientos de lanzamientos a la segunda base para conseguir acertar en el sitio», con precisión. «Pero tuve que seguir practicándolo una y otra vez hasta que al fin eché músculos. Pensad la de veces que tiene que costar llegar a producir una obra valiosa y “auténticamente madura”».

Ese primer día, después de la clase, Paul Baker pidió a Sherry Kafka y a algunos estudiantes más que lo acompañasen a tomar un café. Fueron muy cerca, hasta una de esas tiendas pasadas de moda con un mostrador en forma de U, donde unos pocos estudiantes sorbían brebajes de soda sentados en taburetes redondos de color rojo.7 Baker sacó un formulario que Sherry había rellenado sobre ella misma. «Veo que quieres ser escritora», le comentó.

«No, señor –le replicó–. Soy escritora». Baker rio, pero no a modo de burla, sino sólo como reconocimiento y aprecio de la confianza mostrada por ella. «Yo no estaba intentando hacerme la estudiante sabelotodo ni nada parecido –declaró ella posteriormente–, sólo intentaba ser exacta. No fui yo la que escogió ser escritora; sencillamente es en lo que me había convertido».

Pero ¿cómo lograron Sherry y otros estudiantes que hicieron el curso convertirse en gente tan creativa? ¿Qué se puede aprender de sus experiencias sobre su yo creativo? Para Sherry y para cientos de estudiantes que pasaron por ese curso mágico, las ideas más poderosas surgieron de un nuevo vocabulario que Baker les había dado, de la validación de su propia singularidad y de los ejercicios que hicieron para explorar esas ideas. Compartiré contigo, lector, algunos de los detalles de esos ejercicios y conceptos para ayudarte a ver lo inusual que puede llegar a ser el camino que conduce al desarrollo creativo y para presentarte una sencilla pero poderosa forma de razonar sobre la creatividad. Lo que aprendieron los estudiantes en el curso de Baker resume algunas de las ideas principales con las que nos encontraremos a lo largo del libro.

Cada acto creativo, insistía Baker, trabaja con cinco elementos: espacio, tiempo (o ritmo), movimiento (dirección o línea), sonido (o silencio) y contorno (o color). «Estos cinco elementos siempre han formado parte de mi pensamiento en cualquier proyecto que desarrollo –comentaba–. Se convierten en un lenguaje universal para el proceso creativo». Veremos estos mismos elementos en el trabajo creativo de todas las demás personas que hemos estudiado, independientemente de que procedan de las artes, las empresas, las ingenierías, las ciencias o las leyes.

Para ayudar a las personas a explorar esos elementos y para comprenderse a sí mismas con respecto a ellos, el curso «Integración de capacidades» invitaba a los estudiantes a participar en una serie de ejercicios llevados a cabo durante un semestre de quince semanas, y en cada uno de los casos a escribir acerca de sus reacciones internas ante ellos. Para empezar, simplemente cruzaban andando el escenario dos veces, una vez expresando tragedia y la otra expresando comedia, utilizando los momentos de esa experiencia para reflexionar sobre cómo ellos mismos pensaban acerca de lo que estaban haciendo y cómo utilizaban el espacio. «No hay maneras correctas o incorrectas de hacerlo –informaba Baker–, y sólo fracasareis en el caso de que no utilicéis el ejercicio para aprender algo sobre vosotros mismos».

En segundo lugar, Baker daba a los estudiantes una palabra y solicitaba de ellos que escribieran cualquier cosa que les pasase por la cabeza: les pedía que dejaran fluir como una arroyada los pensamientos de su mente consciente y que recogieran esos pensamientos sin importarles las reglas de la escritura. También les mostraba un boceto muy simple y les decía que comenzasen a dibujar. «Haced ambas cosas todos los días –insistía–, y fechad las páginas de manera que podáis volver a ellas y estudiar vuestro patrón de razonamiento».

Para el tercer ejercicio, Baker pedía a los estudiantes que analizaran a alguien que conociesen desde hacía mucho tiempo. Los estudiantes debían examinar los antecedentes y orígenes de sus protagonistas, cómo vivían y cuál era su ritmo de vida y, por último, sus principios y filosofías básicas. ¿Procedían sus protagonistas de una ciudad o de una granja, de un pueblo grande o de uno pequeño? ¿Qué les hacía ser como eran? ¿Qué hacían para divertirse? ¿Cómo trabajaban, caminaban, se sentaban y hablaban? ¿Qué colores vestían? «Tomad todo lo que sepáis sobre esa persona –les pedía Baker– y reducidlo a un ritmo que podáis palmear con vuestras manos. La capacidad de comprender el ritmo ya la tenéis», recordaba a la clase. «Habéis estado haciéndolo toda vuestra vida; desde que estabais en la cuna, por el ritmo de cada persona ya sabíais cuál era la que acabaría cogiéndoos en brazos».

Pero no os limitéis a seguir el ritmo, advertía a la clase. Cualquiera puede dar palmas con sus manos de alguna forma. Eso es fácil. En lugar de ello, utilizad el estudio para explorar vuestra propia forma de pensar. ¿Cómo reaccionáis ante las personas, y cómo se integran todos los elementos que habéis descubierto en la vida de un individuo? Y lo más importante, ¿cómo creasteis algo original? Para poder avanzar en este cometido, debéis dejar de preocuparos por los resultados. Sumergíos en el proceso y construid mediante esta tarea una vida completamente nueva.

En el cuarto ejercicio, los estudiantes elegían un objeto natural inanimado y comenzaban a escribir adjetivos descriptivos sobre él –sobre su color, textura, líneas, masa y puede que hasta su ritmo–. Lo observaban desde diferentes ángulos y con estados de ánimo distintos, y escribían tantas palabras como podían imaginar. Desde ahí, empezaban a darle un ritmo y a partir de ese ritmo creaban un personaje, una persona que comenzaba a actuar. Escribían un diálogo para su personaje y creaban una escena con texto, un espacio que era reflejo de la naturaleza del personaje. «Después de someterlo quince o veinte veces a un proceso de destilación –les decía Baker– conseguiréis tener listo un resultado. Cada vez que lo proceséis, escribidlo, y retroceded obligándoos a empezarlo de nuevo». Les recordaba de nuevo que tenían que dejar de preocuparse por los resultados y comprometerse con el proceso. «Cuando se está construyendo una clase de vida nueva para uno mismo, este proceso de descubrimiento es la clave del crecimiento. No tengáis prisa por obtener una respuesta rápida o un resultado», concluía.

En el quinto y culminante ejercicio, los estudiantes descubrían un objeto que contenía muchas clases diferentes de líneas, y dibujaban en papel las que les gustaban; una rama de árbol, una piedra irregular o una flor, cualquier cosa con líneas complejas servía. Después empezaban a abandonar las líneas y a sentir el ritmo con el que se encontraban, y los colores y sonidos que eran capaces de asignar a los diferentes trazos. Comenzaban a descubrir qué líneas les complacían y cuáles podrían descartar. Puede que remarcaran algunas dependiendo de la respuesta de sus músculos a las líneas, y que abandonaran otras, las menos atractivas. Baker pedía a los estudiantes que prestasen atención a sus músculos, que dejasen que sus respuestas físicas a las líneas y al ritmo dominasen sus reacciones y que evitasen por completo cualquier tipo de intelección. Este ejercicio final duraba varias semanas, durante las cuales los estudiantes producían diversas obras de arte que eran derivaciones de esas líneas que ellos habían conservado y sobre las que hacían sus desarrollos. Unos escribían música, otros pintaban y otros esculpían. Pero no importaban los productos. «Es un ejercicio en el que vais a escuchar a vuestros propios músculos», les decía Baker.

En todos estos ejercicios, Sherry y sus compañeros de clase encontraron recompensas, no en los resultados que produjeron, sino en la oportunidad que cada ejercicio les proporcionó para explorar su propio pensamiento y la manera en que respondían al espacio, al tiempo, al color, al sonido y al contorno. A ninguno le importó lo que representaban sus ejercicios, pues sólo los utilizaban para mantener consigo una conversación interior. Gracias a estas actividades extravagantes, poco a poco se fueron dando cuenta de las cualidades únicas que podían aportar a cualquiera de estas dimensiones. Empezaron a valorar el proceso creativo como el núcleo central de su propia educación y a considerar que si bien puede expresarse mediante las artes, también puede aparecer en una fórmula química, en una nueva forma de contemplar la historia, en un método novedoso de proporcionar servicios médicos, en una nueva técnica quirúrgica, en una cura para el cáncer, en un parque bien diseñado, en un plato creativo e incluso en lo que haces con tu dinero.

Cada ejercicio ayudaba a los estudiantes a ver que el ingenio creativo comenzaba tanto en su interior como en su capacidad de reconocer las grandes obras de la mente de otros. «Me di cuenta –dijo años después uno de ellos– de que una parte importante de ser creativo era la capacidad de reconocer buenas ideas y bellas creaciones cuando te encontrabas con ellas y descubrías formas de apropiártelas. Pero eso también significaba –y esto era crucial– rechazar las primeras respuestas obvias que nos facilita lo convencional, y tomar impulso para poder ir más allá en la búsqueda de algo original».

En los ejercicios de Paul Baker los estudiantes cultivaban cierto sentido del asombro y del entusiasmo, cualidades que hemos encontrado repetidamente en las personas que entrevistamos. Estaban sencillamente embelesados por el mundo, por el aprendizaje, ante la posibilidad de alcanzar niveles nuevos de excelencia, de descubrir formas nuevas de comprender o de hacer. Y su entusiasmo no se extendía únicamente a un campo especializado de estudio o a una profesión, sino a cualquier conjunto de materias que combinara a menudo las artes y las ciencias, el latín y la medicina, la historia y la comedia o el periodismo y la justicia, por nombrar algunos de esos conjuntos. Con una fascinación prácticamente infantil, nuestros mejores y más creativos estudiantes abordaban lo desconocido, rechazaban lo banal e iban en busca de sus propias creaciones personales fruto de sus mentes. Encontraban la motivación para hacerlo en ellos mismos y asumían el control de su propio aprendizaje. Más adelante también exploraremos el poder de lo que los psicólogos denominan motivación intrínseca, eso que procede del fondo de uno mismo. Un poder así –y aquí reside el asunto– puede marchitarse y morir si permitimos que motivadores extrínsecos –calificaciones, recompensas, premios– nos abrumen y nos hagan sentir que somos manipulados.

Los mejores estudiantes aprenden también que no hay nada fácil. Crecer implica trabajar duro. El mundo es un lugar complejo. Todos nos convertimos en animales de costumbres en lo que concierne a las formas en que pensamos y actuamos. Aprender es arrancar esos hábitos mentales profundamente arraigados. Conseguirlo exige que nos esforcemos, que nos mantengamos construyendo y reconstruyendo, cuestionando, bregando y buscando.

De hecho, esta es una de las diferencias principales entre los estudiantes con mucho éxito y los mediocres: los estudiantes corrientes piensan que deben darse cuenta inmediatamente si van a ser buenos en algo. Si no, lo abandonan enseguida, bajan los brazos y se dicen: «No puedo hacerlo». Sus compañeros de clase más destacados muestran una actitud completamente diferente –y se trata sobre todo de un asunto de actitud, más que de capacidad–. Perseveran manteniéndose manos a la obra durante mucho más tiempo y siempre son reacios a abandonar. «Aún no lo he pillado», suelen decir, mientras que otros se desgañitan diciendo: «No valgo para» escribir, la historia, la música, las matemáticas, o lo que sea. La escolarización tradicional recompensa las respuestas rápidas –a quien primero levanta la mano–, pero un trabajo innovador de la mente, algo que perdura y que cambia el mundo, exige un progreso lento y firme. Requiere tiempo y devoción. No puedes saber qué podrás hacer hasta que te enfrentes a ello repetidas veces.

Las personas de mucho éxito que hemos estudiado aprendieron que para perseverar con lo que se proponían debían creer que podían conseguirlo –incluso se visualizaban a ellos mismos haciéndolo– y que debían comprenderse a sí mismos. ¿Cómo se trabaja mejor?, se preguntaban. ¿Cómo puede uno motivarse? Todos conocían el poder de la motivación intrínseca, muy superior al de trabajar para conseguir recompensas como calificaciones o títulos. «Los títulos nunca importaron», nos dijeron. Todo procedía de un deseo interior por aprender, por crear y por crecer. «Según mi experiencia en la vida –apuntó Neil deGrasse Tyson– la ambición y la innovación están siempre por encima de los títulos».

Sherry y sus compañeros de clase comenzaron a darse cuenta de que eran responsables de su propia educación. No lo hagas por el profesor, aprendieron, hazlo por ti mismo. Hazlo porque sirve para lo que tú necesitas, crecer. Años después ella nos dijo: «Salí de esa clase comprendiendo que no iba a la facultad por mis profesores. Ellos no vivían mi vida. Yo era la única responsable de aquello en lo que acabaría por convertirme».

CULTIVAR LA VIDA CREATIVA

Podemos comenzar a ver el desarrollo de esta vida creativa en personas que nunca asistieron al curso de Baker, pero que en última instancia experimentaron algo similar. Liz Lerman se convirtió en una de las más célebres e innovadoras coreógrafas del teatro estadounidense al combinar política y ciencias, introspección y construcción personal de significados, lo experimental y lo onírico. En miles de actuaciones de danza por todo el mundo, el Dance Exchange (Intercambio de Danza) borró las fronteras que separan las artes y las ciencias, el público y los intérpretes, el aprendizaje y el entretenimiento. Hasta hace poco ella no había oído hablar nunca de Paul Baker, pero ha desarrollado de manera independiente ejercicios parecidos para desatar la imaginación y la creatividad de líderes empresariales, políticos, educadores, etc. En el contexto de los ejercicios de Liz, tal y como lo expresó el premio Nobel de Economía Paul Samuelson, «las buenas preguntas tienen un rango muy superior al de las respuestas sencillas».

Liz procedía de un hogar determinado y de una tierra determinada, de una familia determinada y de una época determinada. Creció en Milwaukee, donde su padre le infundió el afán por ir en pos de la justicia, y donde aprendió danza y quedó fascinada por la historia de la política y por sus interminables disputas entre privilegios e igualdad. De niña, construyó un rico mundo de fantasía con muñecas y más tarde con personajes de novelas históricas. «Leía todos esos libros –nos dijo–, biografías y novelas históricas, y por la noche, antes de dormir, recreaba historias increíbles con sus personajes».

En ese mundo a lo largo de las orillas del lago Michigan, donde se amontona la nieve en invierno como el glaseado en un pastelillo, y donde también los niños juguetean en plena calle con los chorros de agua en un tórrido mediodía de agosto, Liz se esforzaba por encontrar sentido y propósito a la vida, por forjar sus propios principios y por encontrar un sitio y una forma de pensar que terminarían por llenar su vida de significado. Sus líneas vitales fueron casi siempre rectas, como la cuadrícula formada por las calles que se entrecruzan en Milwaukee, si bien en ocasiones se cortan en ángulos extraños, como en Muskego Avenue, o se curvan suavemente siguiendo las orillas de la bahía de Milwaukee. Sus ritmos procedían de las estaciones, del grupo de políticos del distrito electoral que mantenía ocupado a su padre, de los sonidos de la ciudad, de las clases de danza y de los ritos antiguos de preceptos religiosos.

Liz fue a la universidad con una beca de danza para el Bennington College en Vermont, donde las líneas corren colinas arriba, no como en el paisaje liso como una tabla de tierra y agua que acogió su juventud. Milwaukee y el lago habían sido como un escenario en el que los actores de su vida real y de la de fantasía bailaban al son de la política y la religión, donde Liz se había esforzado por averiguar cómo podría bailar a la vez que «hacer todas las cosas que mi padre esperaba que yo hiciera en este mundo, como combatir los problemas sociales o hacer justicia», donde había estado forcejeando durante «bastantes años» con «todo el asunto de Dios». En el Bennington College, las líneas y las pautas cambiaron, al igual que el espacio y el contorno, los sonidos y los ritmos.

«Tuve una carrera universitaria con altibajos –recordó–; a los dos años cambié a la Brandeis University, me casé y poco después me divorcié antes de dejar los estudios durante un año». Liz volvió a la University of Maryland, en la que se graduó después de otro año más, y posteriormente obtuvo un título de máster en la George Washington University. En el camino, se encontró con unas cuantas experiencias de aprendizaje memorables. En el Bennington College, un profesor de historia le planteó una pregunta y le proporcionó unas cuantas fuentes históricas, y le pidió que sacara sus propias conclusiones y que escribiera un ensayo sobre todo ello. «En eso consistió todo el curso», recordó ella. «Mi profesor quedaba conmigo dos veces a la semana para ver si tenía alguna pregunta que hacerle. Ahí es donde aprendí a coreografiar, a encontrar mi propia voz». Posteriormente, hizo un curso de improvisación en la University of Maryland que la ayudó a liberarse de sus errores y a aprender de ellos. Y por encima de todas las cosas, le encantaba explorar: «Solía pasar horas en las estanterías del fondo de la biblioteca sólo sacando libros de los estantes, dejándome llevar».

En los años posteriores a la universidad, Liz encontró su propia creatividad en las experiencias de su vida y en su capacidad para explorarlas. Reconoció la combinación única de líneas, espacio, movimiento, tiempo y contorno que se derramaba sobre su existencia y que le permitía abordar «asuntos de importancia cultural, social e histórica». Puso en escena aclamadas coreografías sobre «el presupuesto de defensa y otros asuntos militares», y su compañía celebró el centenario de la Estatua de la Libertad con una producción mastodóntica en un escenario al aire libre en Manhattan. En lugar de negar y reprimir el mundo de fantasía de su juventud, lo liberó definitivamente para que pudiera elevarse hasta lo más alto.

¿Cómo hizo todo eso? Exploraremos en los próximos capítulos la manera en que nuestros exitosos individuos hicieron realidad lo que habían imaginado.

En general, las personas que escogimos reconocieron su singularidad, definieron sus principios y encontraron un propósito y un significado para sus estudios y sus vidas. Veremos cómo utilizaron ese propósito y significado para construir motores de motivación poderosos que dieron resultados magníficos. Descubrieron en sí mismas una forma para motivarse en su trabajo. Esa motivación intrínseca se convirtió en su fuerza motriz. Llegaremos a entender el poder de los propósitos y hasta qué punto determinan los resultados en la vida. Desarrollaron para sí mismas una mentalidad flexible con la que llegaron a apreciar sus cualidades únicas, sus fortalezas y debilidades y su capacidad para crecer. Exploraremos cómo esas ideas sobre el crecimiento ayudaban a las personas a seguir probando, incluso tras cometer errores y dar pasos en falso. Veremos cómo llegaron a afrontar el fracaso y cómo consiguieron utilizarlo de forma productiva.

Estos individuos tremendamente productivos y creativos reflexionan sobre su propio razonamiento mientras están pensando. Ese proceso, denominado metacognición, facilita que entablen una valiosa conversación consigo mismos, que exploren su contexto, que cuestionen y corrijan su razonamiento sobre la marcha y que persigan las facultades dinámicas de sus propias mentes. También aprecian la complejidad de la vida y lo complicados que se muestran sus grandes interrogantes, así como las dificultades a la hora de sacar conclusiones sobre ellos. Examinaremos un enfoque de razonamiento crítico que permite a los mejores estudiantes enfrentarse a problemas difíciles y pensar en ellos comprendiéndolos, además de conseguir hacer flexible y adaptativa su pericia, y experimentar de esta forma el más alto nivel de crecimiento del que hablaba Baker.

Son capaces de confortarse a sí mismos y de encontrar tranquilidad personal, incluso frente a los acontecimientos más angustiosos y potencialmente depresivos. Poseen también una gran capacidad de empatía. La capacidad de hallar consuelo en sí mismos –superior a cualquier noción de autoestima– les permite enfrentarse a sus debilidades y buscar áreas de crecimiento. Todos llevan vidas equilibradas y aprenden de una rica variedad de campos, no de una única disciplina angosta. Analizaremos el poder de una educación amplia y general, y cómo nuestros protagonistas utilizaron esa clase de experiencias de aprendizaje para conseguir que crecieran sus mentes y convertirse en individuos muy creativos, humanitarios, curiosos y capaces de pensar de manera crítica, especialmente aptos para enfrentarse con flexibilidad a cualquiera de los desafíos de la vida.

Por último, las personas a las que hemos estudiado se enfrentaban siempre a las preguntas que a la postre acabarían haciendo que muchos de ellos brillaran en lo académico, jamás las evitaban. En un capítulo final indagaremos cómo las personas pueden aprender en profundidad a la vez que sacan calificaciones altas. Pero más que eso, examinaremos cómo leen, cómo estudian y cómo aprenden a escribir de forma que les capacite para conseguir que sus mentes crezcan, para hacer contribuciones importantes a este mundo y para encontrar significado en sus vidas.

ABRIR UN MUNDO NUEVO

Ernest Butler se crio en varios pueblos pequeños del centro y el este de Texas, donde sus padres daban clase en las escuelas municipales. Como muchos de los chicos de pueblos pequeños de ese estado, creció muy apegado a la tierra, ayudando a sus padres a cultivar unos cuantos acres en las afueras del pueblo. Cuidaba de una o dos vacas, y absorbía los ritmos, las líneas y las texturas de un territorio llano. Aprendió a levantarse temprano, para dar de comer a los animales y realizar demás quehaceres (un hábito, el de madrugar, que llevó consigo a la universidad), y también a tocar el clarinete porque le encantaba la música de Benny Goodman.

Sarah Goodrich creció en San Antonio, Texas, una ciudad con fuerte herencia y cultura españolas. Casi la mitad de la población de la ciudad habla español. Debido a ese ambiente, Sarah sintió mucha curiosidad por la cultura y la lengua españolas y quiso ser maestra de escuela, como su madre. Era hija única, y en los veranos solía viajar con sus padres bajando hasta Saltillo, en lo alto de las montañas de Sierra Madre, en el norte de México.

Cuando Sarah y Ernest acabaron en el instituto fueron a la universidad y se encontraron finalmente haciendo juntos el curso «Integración de capacidades» de Paul Baker. «Nos abrió a un mundo completamente nuevo», nos contaron. «Descubrimos el teatro, la música, la arquitectura y la creatividad». En la universidad, Sarah estudió educación y español. Ernest se centró en la química, se matriculó en más asignaturas de historia de las que le eran estrictamente necesarias y planeó entrar en la Facultad de Medicina. Finalmente, ambos encontraron en ese curso una experiencia capaz de cambiar su vida, una exploración de las artes y la creatividad que influyó en prácticamente todo lo que hicieron después. Como tantos otros estudiantes que llegaron a las clases de Baker, comenzaron a ver cómo una obra de arte desafía el pensamiento, cómo estimula la mente. Y lo más importante, empezaron a descubrirse a sí mismos y sus capacidades creativas.

Ernest acabó matriculándose en la Facultad de Medicina tras obtener su graduación en la universidad,8 y él y Sarah se casaron. Se hizo otorrinolaringólogo y abrió una clínica en Austin, Texas, donde crearía lo que se convirtió en la mayor clínica especializada en oído, nariz y garganta de la región. Tras unos años de ejercicio, compró una compañía en quiebra que se dedicaba a fabricar cámaras insonorizadas para explorar el oído de los pacientes, y llegó a convertirla en una de las mayores empresas del mundo en su clase. La compañía se diversificó fabricando cabinas de ensayo para músicos y cabinas de radiodifusión para emisoras. Sarah enseñó español en el instituto y llegó a pasar unos cuantos veranos en España. Ernest y ella mantuvieron en la comunidad local una actividad intensa relacionada con las artes; ambos disfrutaron analizando obras de arte que desafiaban su pensamiento. Ernest y Sarah, juntos, ayudaron a transformar el mundo de la música, la danza, el teatro, la ópera y los museos en el centro de Texas. Dedicaron su tiempo y gastaron su dinero, y anegaron con millones de dólares museos, fondos para becas, salas de conciertos y premios a la excelencia en la enseñanza de las ciencias, entre otras iniciativas. En un único y magnífico gesto filantrópico, donaron a la University of Texas en Austin cincuenta y cinco millones de dólares para dotar la School of Music (Facultad de Música). Regalaron gran parte de su fortuna para apoyar la belleza, la integración y el desafío que siempre proponen las obras de arte.