Tan cerca del paraíso : cartas en alemán - S. V. Moraq - E-Book

Tan cerca del paraíso : cartas en alemán E-Book

S. V. Moraq

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Beschreibung

En Tan cerca del paraíso la vida de Julián se entrelazará en una intensa trama de amor, espionaje y búsqueda de la verdad. El joven ingeniero mexicano que en Anhelos opuestos, la primera novela de la trilogía, había sufrido la represión del movimiento de 1968 en México, en esta segunda novela, logrará llegar a Suiza y por fin se reencontrará con Maarit, la estoniana que había conocido en St. Paul, Minnesota para nunca dejar de amarla. Llegará al clímax de su romance en el chalet de los bosques del Jura, en la isla de Creta y en Leningrado. Su apasionada historia de amor la vivirá en medio del torbellino del choque de los colosos de la guerra fría que lo obligarán a graves decisiones. En Tan cerca del paraíso, su vida y la de Maarit tendrán un vuelco inesperado. Los acontecimientos lo obligarán a seguir los rastros del profesor Füssli, al principio un personaje misterioso, casi un fantasma, para luego descubrir que las hazañas del profesor marcarán fascinantes hitos de las luchas libertarias y fracasos de la epopeya del siglo XX. Años después, la caída del Muro de Berlín le enseñará amargas lecciones. Entre otras, comprenderá el Efecto Goethe, que el insigne sabio formularía dos siglos atrás en su búsqueda de la luz del entendimiento, sin que alcanzara a prever en esa época, que una de sus frases caracterizaría en algún momento a buena parte de la sociedad: "Nadie está más desesperadamente esclavizado que aquellos que erróneamente creen ser libres". Julián buscará las causas por las que el capitalismo posindustrial habría fallado en crear el bienestar para toda la población. También intentará desentramar las causas por las que el socialismo se convirtió en lo contrario a sus propósitos iniciales y tuviera que desaparecer de la faz de la tierra. Los ideales de Julián lo llevarán a situaciones extremas hasta alcanzar un desenlace inesperado. Tan cerca del paraíso es la segunda novela histórica de la trilogía Todavía hay tiempo de S. V. Moraq.

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Tan cerca del paraíso. Cartas en alemán.

Primera edición impresa: 2024

Edición ePub: mayo 2024

De la presente edición:

D. R. © 2024, S. V. Moraq

D. R. © 2024, Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #116, Barrio del Niño Jesús,

Tlalpan, 14080, Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8956-13-5 (impreso)

ISBN: 978-607-8956-14-2 (ePub)

ISBN: 978-607-8956-15-9 (pdf)

Cuidado editorial: Bonilla Artigas Editores

Responsable de la edición: Priscila Pacheco

Diseño de portada e interiores: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javierelo

Hecho en México / Made in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Contenido

I La persecuciónEl señor de los espías

II Ella debe llegarIlusión o persistencia

III Un verano desoladoDesentramar el pasado. La identidad

IV Un fantasma recorre EuropaSolo un recuerdo

V Cartas del silencioEl regreso. Las puertas se cierran

VI El muro de las paradojasEl paraíso se desmorona

VII La pasión puede vivir dentro de un DiarioHistoria de dos vidas

VIII El hundimientoLa última puerta

IX TestimoniosLa duda más allá de lo razonable

Sobre el autor

 

Nadie debe atentar contra

la dignidad de un ser humano.

Sarah Addison Allen

I La persecución El señor de los espías

No hay lugares sagrados y no sagrados solo hay lugares sagrados y lugares profanados.

Wendell Berry.

–¡Cuidado Maarit!

La voz de Julián se extingue con el estrépito del cristal al estallar, al tiempo que vuelan trozos y astillas. La protege con su cuerpo y la jala hacia una de las paredes del pasillo en tinieblas. Sin poder creerlo, quedan acorralados. No hay por dónde huir. Los esbirros de Fiódor los van a atrapar.

Julián acababa de lanzar contra un ventanal la banca desvencijada de metal que yacía entre bultos de escombro debajo de una de las bombillas apagadas del corredor. Vio en el trebejo la última esperanza. El ventanal de piso a techo podría ser la vía de escape. La ruptura con la banca no resultó como esperaba. Quedó cerrándoles el paso un hueco irregular con aristas filosas y demasiado estrecho para pasar. Mortales fauces al acecho. En eso se transformó el ventanal.

La lluvia y los destellos de luces exteriores en la lejanía les hace difícil ver qué hay al otro lado del ventanal roto. El edificio, construido en una colina, tiene desniveles y todavía se encuentran en uno de los pisos altos. Distinguen una cornisa angosta que no saben a dónde conduce. Es incierta la profundidad que tendrían que desafiar. No parece siquiera ser el lado del edificio abandonado por donde habían entrado en la mañana temprano.

Franquean las astillas del quicio. La agilidad de su juventud los aleja de las fauces. Llegan a la cornisa y avanzan en la semioscuridad. Los pies apenas les caben en el borde. De espaldas, se pegan a la pared. El milagro ha ocurrido, la cornisa los lleva a un terraplén.

En su huida, confundieron cuál era una salida de emergencia que detectaron casualmente en su ingreso al edificio. La buscaban en la planta baja, pero el cubo de la escalera, casi a oscuras, no les permitió ubicarla. Nunca supieron a qué piso los habían subido en contra de su voluntad con los ojos vendados.

Se precipitan a la terraza medio derruida que vislumbraron al caminar a tientas por la cornisa. Cada segundo desaprovechado los puede aniquilar entregándolos a los captores, quienes, antes de amordazarlos, ya habían mostrado su sadismo.

La noche está cayendo sobre la ciudad de Ginebra, no es la más helada que han vivido en Suiza, pero sí la más siniestra. Sienten el calor de sus manos entrelazadas. A sus espaldas escuchan una cascada de cristalazos. Oyen el chirriar de vidrios triturados por botas pesadas. El crujir de astillas de cristal sobre el suelo hace cobrar mayor presencia a una cercanía ciega, pero que los acosa.

Julián, conociendo la buena condición de Maarit, decide una opción extrema. Con un ademán le indica que, en lugar de seguir de frente varios metros hasta la escalera, salten por un barandal que da a una especie de entrepiso. Cuando se dan cuenta, por ese atajo tienen que brincar una altura considerable. Julián no lo imaginó tan alto. Salta antes que Maarit. El piso lo recibe con dolor. Sin perder tiempo, ella salta también. En el aire, la toma por el talle. Roza el cuerpo de Maarit, quien también siente el de Julián al bajar apoyándose en sus hombros antes de llegar al suelo. Al lanzarse con rapidez por ahí, como un giro de gacelas antes de perecer, cambian por completo su trayectoria. Así, recuperan algo de la ventaja que les había concedido su inesperada decisión a fugarse:

La sorprendente noticia que emitió la radio sobre Nixon distrajo a sus captores de la decisión que estaban tomando de separarlos y transferirlos a dos casas de seguridad para liquidarlos. La distracción permitió a los reos segundos de adrenalina para emprender el camino sin retorno.

En medio de charcos y promontorios de tierra que apenas pueden sortear, siguen corriendo con la incertidumbre de que pueda ser una engañosa ley fuga, tan solo el pretexto para provocar su muerte. La información que poseen es demasiado incómoda para el grupo de espías de Fiódor que opera en Suiza y, por lo tanto, perturbadora para las relaciones entre Suiza y la urss que inéditamente están tomando el giro de una frágil distensión, muy en consonancia con la cumbre de Helsinki a realizarse en fechas próximas.

Debido al pasto mojado, resbalan varias veces hasta caer. Es la noche del 9 de agosto, el cumpleaños de Maarit. Por primera vez, no lo podrán celebrar.

Para Julián, oriundo del México distante y meridional, era extraña una noche así de fría en pleno verano. No para ella, pues le había contado que, en su Estonia nórdica, aun en la temporada en que el sol dura semanas prácticamente sin ocultarse, suele haber noches veraniegas frías. A decir verdad, se lo dijo poéticamente y omitió mencionar que el sol de medianoche también ocurría en otras partes de la Unión Soviética.

Cuando se vuelven a tomar de la mano, la calidez que esperaban se ha convertido en fría humedad. Sin hablarlo, lo explican por el césped empapado.

En sus oídos resonaba todavía la noticia de la dimisión de Nixon que les propició la evasión. Tres meses antes, la renuncia de Willy Brandt, de Alemania Federal, también había sacudido al mundo. En esos días, Julián y Maarit, aunque avizoraban tormentas en su propio futuro, preparaban el viaje a Leningrado esperanzados en retomar la tranquilidad de sus vidas. Sin embargo, al final de estos pocos meses sufrirían reveses más duros que en años enteros. Las cosas empeoraban, desde hacía unos minutos, huían de la muerte.

Siguen descendiendo por la ladera de la colina, la oscuridad que los desorienta, a la vez les protege el rastro. Cada paso es más incierto, pero los aleja del peligro. Una detonación los intimida. De pronto, pueden ver mejor en dónde van a pisar, la penumbra que los rodeaba no se los permitía. Un interruptor ha activado el alumbrado externo del inmueble. La gente de Fiódor piensa que así los cazarán mejor.

Maarit, con las zapatillas en la mano, corre a la par de él, quien la percibe por su transpiración que lo embriaga.

–Du riechst so gut –le decía Julián al captar el aroma de Maarit cuando hacía ejercicio vigoroso.

La inconfundible emanación de ella disparaba los sentidos de Julián fuera de lo racional. Al notarlo turbada le decía:

–Ich nehme sofort eine Dusche… quiero irme a duchar.

–Aber natürlich nicht –Julián de inmediato replicaba que no.

Le fascinaba quedar impregnado en la ropa o en el cuerpo, por horas, con ese aroma peculiar de ella.

Huyen siguiendo la disposición semicircular del estacionamiento desierto. A lo lejos, en una calle solitaria, ubican el Mazda fuera de las instalaciones del complejo de edificios.

En la mañana, al llegar y ver los edificios donde los había citado Fiódor, tuvieron la impresión de estar abandonados. Por dentro, estaban en ruinas, salvo dos o tres habitaciones que los del grupo de Fiódor habían habilitado con muebles precarios. Una de ellas la convirtieron en una especie de mazmorra, donde los retuvieron muchas horas sometiéndolos a interrogatorios al borde de la tortura física y sicológica.

Vadean los últimos charcos. Jadeantes, llegan al Mazda. La calle parece más lóbrega que cuando lo estacionaron con la luz de las primeras horas de la mañana. Maarit y Julián están dispuestos a todo, menos a caer en poder de los agentes de Fiódor.

Escuchan que se encienden los motores de vehículos. Maarit ve bañados en sangre el puño de la camisa y el pantalón de Julián, quien rodea el Mazda y lo aborda. Julián gira la llave del switch. El motor no arranca. Echa un vistazo al marcador de la gasolina. El tanque está casi vacío. Luego de varios intentos, el motor ruge por la sobre revolución.

La lluvia hace la visibilidad casi nula. Lo primero es alejarse de ese suburbio. En el volante percibe la extrema velocidad como un vértigo que lo hundiera en el torbellino de un túnel.

–¡Rayos! –frena bruscamente.

Tras el enfrenón, rodea el camión que se había atravesado. Desemboca en una avenida, vira para alejarse de los edificios donde los tenía Fiódor. Reconoce la calle, podría ser la de Nant-d’avril.

Ambos se encuentran demasiado agitados. Apenas si pueden discurrir los pensamientos sin organizarlos, menos aún traducirlos en palabras coherentes para compartirlos.

–Estoy herida –dice Maarit con voz apenas audible.

–¿Tú también? –le pregunta Julián al tiempo que mueve la palanca para cambiar de velocidad. Roza la falda de Maarit. Cree percibir sangre.

–¿Estás lastimada de la pierna? –musita, sin querer alarmarla.

–No lo sé –titubea.

–¿Dónde te duele?

–No siento ninguna molestia, pero tengo sangre en la mano… en la ropa… y la tuya también está ensangrentada.

–Ah, entonces soy yo –una punzada en la manolo regresa al momento en que se descubrió la lesión:

Todavía jadeante, metió la llave en la cerradura para abrir la portezuela del Mazda y vio que la uña del pulgar se le estaba desprendiendo. Con la urgencia de abordar el auto no pudo prestarle atención. Entonces el dolor era menos agudo…

–Mira –le muestra la carne viva sangrando al blandeársele la uña.

–¡Ouch! –Maarit exclama asustada. Luego entona la voz, cariñosa– mi amor…

–No sé en qué momento me lo hice…

–Pudo ser cuando pasamos por los filos…

–O cuando salimos al laberinto de espejos en el vestíbulo y buscaba la puerta tanteando la pared, algunos espejos estaban rotos… –se interrumpe por el dolor.

–Mein Schatz –sufre como si ella fuera la que estuviera herida. Solícita lo asiste con su pañuelo– mein Liebling, te debe doler.

–No te preocupes –Julián la tranquiliza esforzándose por reprimir el malestar.

Ambos se decían “Liebling” o “Schatz”, en alemán mi amor; o “Schätzli” la modalidad suiza de amorcito. Maarit, más serena, empieza a comprender qué rumbo está tomando Julián. Entiende que va a evadir el centro de la ciudad que podría tener calles más congestionadas. Se están alejando de la frontera con Francia que está muy cerca de donde los tenían secuestrados. Francia rodea prácticamente a la ciudad de Ginebra, con excepción del lado noreste. En esos momentos no pueden escapar de Suiza, los papeles de Maarit los retiene Fiódor. Julián tal vez quiere escapar por el flanco noreste y tomar la autopista número uno que pasa por el aeropuerto de Cointrin, para ir a su departamento de Zúrich.

La autopista número uno fue por la que habían llegado en la mañana cuando venían del chalet del Jura, después de regresar del viaje a Leningrado.

Mientras, Julián piensa en buscar un destino seguro:

[¿A dónde ir? No a Zúrich. Nos podrían encontrar fácilmente en mi departamento]

Por los acontecimientos, Julián está convencido de que Maarit se verá obligada a defeccionar de la Unión Soviética, lo cual no es sencillo, considerando que sus padres viven en Estonia, además, es hija única.

Julián no podía leer el nombre de las calles por la velocidad y le pide:

–Schätzli, tenemos que salir de esta zona. Fíjate si vamos por una calle paralela a la que veníamos esta mañana. Me dices en cuál nos salimos...

–Vamos por Nant-d’avril –lee un letrero, en medio de la lluvia que arrecia– te aviso cuando podamos virar para entroncar con la Avenida de Meyran que es la que conduce al cern y nos va a sacar de estos rumbos.

Maarit, al mencionar el cern se refería al acelerador de la Organización Europea para la Investigación Nuclear con sede en Meyran, la comuna municipal ginebrina que estaban atravesando. En 1969, hacía cinco inviernos, el eth, Instituto Tecnológico de la Federación Suiza, donde estudiaba Julián, fue invitado por el cern a participar en la investigación más ambiciosa hasta el momento en materia de partículas subatómicas.

El profesor Fink, jefe del laboratorio envió a Ulrich, un experimentado físico alemán; Urs, un ingeniero maestro en electrónica; Konrad, un avezado matemático; Biggi, una ingeniera química, y a Julián, quien al igual que la ingeniera hacía su doctorado, ambos se especializaban en superconductores.

El joven equipo del eth al llegar a Ginebra participó con científicos de otros países en los cálculos de construcción y puesta en marcha de una bobina superconductora gigante que se estaba montando en el cern en una caverna circular de decenas de kilómetros a más de cien metros de profundidad. El mayor segmento de la circunferencia se encontraba en territorio francés.

Julián empezaba sus estudios de posgrado en el eth, recién llegado en calidad de exiliado político. El gobierno de la Federación Helvética lo había recibido a petición del Partido Social Demócrata Suizo al que habían contactado amigos de Julián para sacarlo de Lecumberri, donde estaba encarcelado por la represión al movimiento del 68 en México.

En el instante en que Maarit pronuncia cern, impactan la memoria de Julián recuerdos como si fueran millones de micropartículas que lo trasladan a velocidades de relámpago a aquellos días cuando trabajó en el acelerador atómico. Maldice, sin proferir sonido alguno:

[¡El sudanés! Verdammte Scheisse!]

Por esa época, ocurrió el confuso incidente del africano. Quizá meras sospechas, no obstante, las habría querido sepultar en el túnel del cern a cientos de metros de profundidad y no volverlas a recordar jamás.

La voz de Maarit lo regresa al momento que están viviendo.

–¡Sí!, acabo de ver la torre iluminada de la iglesia de Meyran –exclama Maarit al distinguir a lo lejos la antigua abadía católica en la Ginebra protestante.

–¿Te acuerdas cuando venías al cern? –lo vuelve a meter en recuerdos, que parecen opacar el dolor de la herida.

–Julián, en la calle del semáforo tienes que girar a la izquierda –la voz de Maarit le resulta distinta, lejana como nunca. Como si estuviera afuera, ingrávida, en las alturas y él en lo más profundo del túnel.

–¡Aquí, gira aquí!

No percibe a tiempo la señal apresurada de Maarit para virar.

–Julián, te dije en el semáforo. ¡Ya te pasaste y, además, con la luz roja! –disgustada, hace una pausa obligada para recalcular la ruta– Ahora tendremos que dar vuelta hasta la calle de las vías.

–Una vez que vayamos por la Avenida de Meyran –continúa Maarit todavía molesta– debemos continuar hasta la autopista uno, la del aeropuerto.

Esa avenida prácticamente colinda con una de las cabeceras de las pistas del aeropuerto. Maarit, ajena al desastre que abruma la mente de Julián, ve su mano ensangrentada e insiste, con un tono muy dulce:

–Mein Schatz, envuélvete el dedo con el pañuelo para contener la hemorragia.

–Te repito, ¡no es nada! –responde enfadado, más por los recuerdos que le rasgan las entrañas, que por el dolor de la herida en la piel. El tono de su voz lastima a Maarit, quien interpreta la insólita brusquedad de su amado como consecuencia de lo presionados que se encuentran. Julián se arrepiente y trata de ser más comedido, suaviza el tono:

–Ya está disminuyendo el dolor, Schätzli.

Se concentran en delinear un plan de escape. Coinciden en descartar Zúrich. Necesitan encontrar un refugio seguro. En vez de pasar por el departamento de Julián para recoger algunas cosas necesarias y dinero, deciden ir directamente a “su” chalet, como le dicen al que le alquilan a Monsieur Pregny en los bosques del Jura, una especie de edén para ellos, donde vivieron grandes momentos.

–Sí, ése será nuestro objetivo, unser kleines Nest… –afirma Maarit. Está de acuerdo en ir a refugiarse a su pequeño nido en medio de las montañas. Súbitamente se interrumpe:

–¿Ya viste? –casi gritando, señala el marcador de gasolina.

El propósito de Julián era cargar combustible antes de encontrarse con Fiódor. Tuvo problemas: una estación estaba cerrada y a otras dos se les había agotado la gasolina, como lo anunciaban sendos letreros para prevenir a los usuarios. Lo tranquilizó que se trataba de algo meramente casual que no tenía nada que ver con los problemas que sufrieron para comprar gasolina el año anterior. La crisis de la opep había provocado medidas de racionamiento de combustible en Europa que ya habían terminado en Suiza. Por lo que no se sintió en una situación de apremio.

–No tenemos ni la reserva completa –añade intranquila.

–Vamos a encontrar una estación –le responde con voz serena, convencido de la urgencia de abastecerse.

–La aguja engaña desde donde la estás viendo –agrega para tranquilizarla– en realidad, todavía no estamos consumiendo la reserva.

Esa mañana, dirigiéndose a la cita con Fiódor, no imaginaban que el encuentro iba a durar tanto, concluir tan mal y que se iban a meter en el peor predicamento imaginable: en el caso de encontrar una estación abierta y con gasolina, decidir hacer una escala y exponerse a ser capturados o seguir y quedar varados en cualquier momento.

Ignoraban si podrían arreglárselas para abandonar Suiza y luego, de algún modo, viajar a México. Sería ilegalmente, ya que Maarit no contaba con documentos. Václav, un compañero del eth que huyó de Checoslovaquia por la invasión soviética, hacía tiempo, les había ofrecido contactar a disidentes en Francia a fin de adquirir documentación para Maarit, pero en aquel entonces ni Julián ni Maarit quisieron infringir la ley y valerse de documentos falsos. En la mañana temprano lo habían querido contactar, sin éxito, para explorar esa solución.

–¡Demonios!

Antes de que puedan afinar el plan, las cosas se complican. Julián ve por el espejo retrovisor cómo se acerca a toda velocidad un vehículo rojo, probablemente un Peugeot. Señalándolo, le advierte a Maarit:

–Nos están alcanzando.

Julián intenta no perder la calma. No puede dejar de pensar en la aguja del marcador de gasolina.

–Tenemos que ocultarles a estos tipos nuestras verdaderas intenciones, que es dirigirnos hacia el noreste, hacia el Jura –a Maarit se le ocurre una idea para engañar a sus perseguidores– hay que hacerles pensar que queremos enfilar a un rumbo distinto... creo que te heriste cuando agarraste la banca para arrojarla contra el ventanal.

–Ya no pienses en eso. Como dices, nos dirigiremos en la dirección opuesta, hacia el sur de la ciudad, como si fuéramos a Grenoble y luego a Marsella que sería el trayecto más adecuado para embarcarnos sin documentos en el Mediterráneo, viéndolo bien tendría sentido hacerlos creer que queremos escapar por ahí –Julián delinea la segunda parte de la ruta de escape.

–Además, Fiódor me instruyó en cierta ocasión que, en un caso desesperado, podía encontrar refugio por esos rumbos, en Barcelonette, donde hay una comunidad de mexicanos.

A Maarit le causó extrañeza la existencia de tal comunidad de mexicanos, al igual que se la había causado a Julián hasta que supo la curiosa historia, que no la tendría que compartir todavía con Maarit.

Aunque intuían que cierta parte del trabajo de ambos tenía que ver con el espionaje, nunca habían intercambiado comentarios al respecto y mucho menos datos de sus respectivas actividades.

–Tenemos que cruzar el Ródano en dirección al sur, hacia Eaux Vives… –se concentran en el plan de cómo simular un derrotero creíble.

Ambos conocen los puentes que cruzan el Ródano en la zona urbana ginebrina y sus cercanías, solo dos les pueden servir en este momento. El largo tiempo que Julián lleva visitando a Maarit en Ginebra para pasar fines de semana juntos, además de las semanas de trabajo en el cern, los hacen conocer los alrededores de la capital del cantón más cosmopolita de Suiza. En plena emergencia, esa prolongada estancia en Ginebra les permite evaluar las opciones para moverse por la ciudad y sus alrededores, aunque el tanque, casi vacío, les prohíbe dar amplios rodeos.

Pisa el acelerador a fondo, pero a pesar de la velocidad a la que está forzando al Mazda, ve en el espejo que el Peugeot les sigue ganando terreno, incontenible. No puede permitir que los alcance. Ya resienten la vibración y el ruido del motor, la aguja del tacómetro se interna en la zona roja.

Las alternativas que se le ocurren para perder a sus perseguidores, los harían cruzar sectores de la ciudad con más tránsito. No quiere correr el riesgo de volver a pararse como cuando se le atravesó el camión. Unas cuadras adelante ven que los vehículos se están deteniendo por una luz en rojo. Nota los latidos en las sienes. Le dice a Maarit:

–¡Sostente!

Ya no tiene ángulo para escapar doblando a la derecha. A pesar de todo lo logra intempestivamente, mediante una maniobra jalando a fondo el freno de mano, sin tocar el pedal del freno. Solo quita el pie del acelerador en las fracciones de segundo en que hace el cambio a primera. El sobre viraje del Mazda lo interrumpe con el volante justo para entrar barriéndose de lado por la callecita que, además, es estrecha, no sin subirse a la banqueta y arrollar alguna de las bicicletas reclinadas sobre un muro.

–¡Uf! –exclama reprimiendo un gruñido de dolor, pues se hace daño en la herida con las maniobras que realiza. Recuperado de la punzada y ya en el arroyo de la callejuela, acelera a fondo, tanto que cree haber perdido al coche rojo, que ya no ve por el retrovisor...

–¡Julián! –grita Maarit, al tiempo que se aferra al asiento, previniéndolo cuando, por una calle lateral, sale otro vehículo con el propósito de embestirlos.

Más por reflejo que por decisión consciente, Julián apenas pudo librarlo, metiéndose en una calle diagonal. Aquel auto, falló la embestida, venía con los fanales apagados, su silueta inconfundible lo delató, era un Volga soviético. Parecía que había salido del averno. El vehículo ruso, giró en redondo para sumarse a la persecución.

El Volga intenta emparejarlo, su construcción es robusta y de suspensión notoriamente alta. Julián ve la carrocería del auto ruso con abolladuras. Nuevamente hace rechinar las llantas del Mazda al virar de improviso, para retomar la Avenida de Meyran con lo que deja atrás al Volga. Los daños en la carrocería del Volga negro le indican a Julián que sus perseguidores también están dispuestos a todo, menos permitirles escapar.

En un par de cuadras, aparece otro vehículo en el retrovisor del lado derecho, un Mercedes de color oscuro.

Tal vez la adrenalina hace que Julián sienta los músculos diestros, se le agudiza el oído y la profundidad visual, no así el campo de visión que lo percibe reducido.

Anatoly, otro de los de Fiódor, en los tiempos en que estaba en buenas relaciones con los espías, lo sometió durante semanas en las explanadas cercanas al poblado de Flawil, entre Zúrich y Sankt Gallen a lo que llamó курсы вождения в экстремальных ситуациях, adiestramiento para conducir autos en condiciones extremas.

Por paradójico que le pareciera, esas tácticas y trucos le estaban sirviendo precisamente para enfrentar a los sicarios que el jefe de los espías soviéticos ha enviado para atraparlo.

Aunque Maarit no quiere voltear, le es imposible no percibir cómo los tipos que van a bordo del Mercedes, empuñando armas, hacen señas amenazantes para que frenen.

–Tengo miedo, Julián. Esos hombres… parecen poseídos por un amok, dispuestos a aniquilarnos.

Julián desconoce la palabra:

[No sé qué es eso de Amok]

–Schätzli –responde con determinación– todo tiene que salir bien. Te juro que voy a liberarte de esta persecución por infernal que sea. No se atreve a decirle cómo la aguja del marcador de gasolina se desplaza lenta, pero inexorablemente hacia el cero absoluto del tanque.

A la primera oportunidad, gira repentinamente para perder a sus perseguidores y se mete en sentido contrario por una calle estrecha. Ante aquella inesperada maniobra, el Mercedes no tiene tiempo de girar limpiamente y al frenar, derrapa en un doble trompo que, totalmente fuera de control, lo estrella contra un kiosco de periódicos al que derriba con estrépito. Julián ve por el espejo un flamazo. No tardan en sentir su onda expansiva y el calor que por segundos los rebasa; luego los envuelve el estruendo de la explosión. Un fragor sofocado, sordo.

Vuelve a aparecer el Peugeot rojo. El acoso parece no tener fin, la mortal persecución turba las calles de la ciudad, proverbialmente tranquila. Julián, antes de llegar a Eaux Vives, los pierde por unos momentos. Nadie sabe por cuántos…

Julián busca por el retrovisor si sus perseguidores vuelven a aparecer. Delinea una variante al plan original, se lo trata de comunicar a Maarit, pero lo interrumpe:

–Liebling, debo curarte esa herida– insiste obsesiva.

–Olvídate de eso, por favor. Nos va a ser muy difícil perderlos definitivamente. Es probable que los estén dirigiendo desde un centro de comunicación. Como tenemos el problema de tu pasaporte, no podemos ir a la policía ni cruzar la frontera con Francia.

–Nuestro destino tiene que seguir siendo el chalet –Maarit no lo deja continuar– ya casi no tenemos gasolina.

–Por lo de la gasolina, acuérdate de que la reserva del Mazda es enorme –le cuesta trabajo decirlo sin inquietarse.

–¿Cómo vas a alejarlos de esa salida de Ginebra? Es imposible.

–Por eso no te preocupes. Esa etapa del plan sigue igual. Acabamos de cruzar el Ródano. Vamos rumbo a Grenoble –los enfrenones que da y los virajes le impiden comunicar la variante del plan. Por fin, puede continuar.

–Estamos ya en Eaux Vives. Voy a tomar el Boulevard Helvétique. En lugar de seguir de frente, voy a virar en la primera callecita y voy a pretender que enfilo hacia el sur, ahí tendremos que separarnos…

–¡No, Julián! –Maarit se siente desamparada.

–Ya lo tengo, mira, ¿recuerdas la iglesita de la calle Hodler?

–No me importa qué iglesia es.

–Créeme, todo va a salir bien. Es la que está cerca de la Place de la Madeleine, a una calle de la universidad.

–Te digo que no. No debemos separarnos jamás –conoce bien la ubicación, pero su tono de voz denota que no quiere aceptar el plan.

–En la esquina de esa iglesia es precisamente en donde voy a entrar en sentido contrario por la calle de Jean Calvin, luego me voy a meter por la callejuela de atrás…

–Ésa es solo peatonal…

–No tendré más remedio que hacerlo. Al dar vuelta, como el giro será muy cerrado, voy a tener que frenar y entonces, aprovecharás para descender. Ahí la banqueta es angosta, donde bajes, la podrás cruzar rápidamente. Te vas a ocultar en el quicio del portón frente al que me detenga, esperas a ver pasar los autos persiguiéndome.

–No Julián, ¡no quiero! –se niega a aceptar ese plan que juzga descabellado.

–Cuando estés segura de que han pasado... –Julián continúa, a pesar de que también para él resulta dolorosa la separación.

–Todavía esperas hasta cerciorarte que no falta ningún vehículo que se haya añadido a la persecución. Vas al sitio de taxis que está en la Universidad a una cuadra de ahí. La oscuridad de la noche nos ayudará, más aún si sigue lloviendo. Para nosotros será la bendición de la bella anciana Myrta.

Recordó el barco de Creta, cuando un temporal les hizo temer el naufragio.

–Por lo que más quieras Schätzli convéncete. Te tengo que liberar de este infierno. Los de Fiódor no podrán saber que voy solo –ve que mueve la cabeza en señal de desaprobación, quiere que se mantengan juntos a toda costa. Pero Julián piensa:

[Si Schätzli baja del auto, seguro queda a salvo]

–A esta hora salen estudiantes por todos lados –sufre por la renuencia de Maarit, pero es la única forma de librarla de la cacería.

–Siempre hay taxis haciendo fila en espera de pasajeros. Le pides al conductor que te lleve al chalet. Con estos francos llegaríamos hasta Estonia –después de la broma involuntaria de llegar a Estonia, le alarga un fajo de billetes suizos.

–Julián… –Maarit intenta persuadirlo de no separarse. Ni siquiera acepta el dinero. Julián tiene que meterlo en la bolsa de la gabardina que le indica ponerse.

La persecución prosigue implacable. El Peugeot acorta la distancia y todavía falta un buen trecho para entroncar con el Boulevard Helvétique y ver realizados sus planes. Los perseguidores están cada vez más cerca. El copiloto asoma un arma. El semáforo en luz preventiva está a punto de ponerse en rojo. Julián acelera, no está dispuesto a detenerse. Alerta a Maarit:

–Agáchate –no le dice por qué. Le toma la cabeza por la nuca para ayudarla en el movimiento que debe hacer para protegerse. Solo espera el disparo de un arma de alto calibre. Escuchan un estruendo. Instintivamente también se agacha, lo que permite a Maarit flexionarse aún más. No percibe que el Mazda haya sido impactado por el primer disparo.

El estruendo que escucharon fue del Peugeot que, en su enloquecida persecución, no respetó la luz roja y se estrelló contra una camioneta de carga, que cruzaba en la bocacalle en su pleno derecho ya con la luz verde. Julián ya no vio el auto rojo de los rusos, solo la camioneta volcada sobre la acera, echando una fumarola de polvo o humo.

Le narró a Maarit parte de lo ocurrido, sin mencionarle lo del arma del que los tuvo en la mira. Ella no mostró ningún alivio. Al contrario, su insistencia en que no se separaran, se convirtió en un absoluto rechazo al plan de Julián. Sollozaba, pero Julián no podía encontrar otra forma de salvarla.

Siguiendo su plan, gira y entra barriéndose a la callecita con la técnica de Anatoly. En el retrovisor no detecta ningún vehículo. Busca en qué portal sin luminaria detenerse para que Maarit pueda descender protegida por la oscuridad y culminar el plan de liberarla de la persecución.

Mas no contaba con que, precisamente en esa callecita, la de Jean Calvin, donde pretendía perderlos, está dando vuelta en la otra esquina, un vehículo blanco acercándose a velocidad, que por lo visto se ha añadido a la cacería e imposibilita que Maarit descienda. El auto recién aparecido va en trayectoria directa de colisión frontal contra el Mazda, se mantiene en medio de la calle sin ceder ni un ápice. Julián aprecia hasta los detalles del radiador, la parrilla muestra la inconfundible moldura diagonal de un Volvo. Acciona a fondo el freno de mano con el truco de Anatoly, gira en redondo.

Antes de que siquiera piense en acelerar, el Volga negro aparece llegando desde la otra esquina, por donde había entrado Julián. El auto ruso gira aparatosamente para atravesarse a lo ancho de la calle. Julián lo esquiva y se detiene en seco, no sin antes subirse al filo de la banqueta. Mueve la palanca para dar marcha en reversa, pero el Volvo, que se acerca cierra la ruta de huida por detrás. El Volga, en acecho, permanece con las luces apagadas.

Definitivamente la idea de hacer descender a Maarit con el viraje cerrado al entrar en la callecita de Jean Calvin no funcionó. Han quedado atrapados entre los dos vehículos:

–Julián, es inútil… –Maarit apenas puede articular, se suelta a llorar. Luego, habla entrecortada por el llanto– estamos perdidos.

Julián, sin decir palabra, tiene que compartir la misma sentencia de desahucio. Hubiera querido vivir él solo ese último momento, cuando ya no hay nada que hacer. Lo que no quería es que Maarit estuviera también ahí.

Escuchan portezuelas, voces y exclamaciones violentas. Los tipos descienden de los vehículos. La hora ha llegado. Maarit deja de llorar.

Golpes de gotas de la lluvia sobre el toldo del Mazda irrumpen demasiado cerca. La exigua luz de alguna farola distante y el cristal semiempañado por dentro no les permite ver si han desenfundado las armas.

En la mazmorra, donde los secuestraron, ya habían visto que los secuaces tenían las armas listas en espera de la orden. Hacía minutos, desde el Peugeot les apuntaban.

Entre las columnas de agua que crean las gotas de lluvia al escurrir sobre el parabrisas, se distinguen contornos distorsionados que no acaban de cobrar aspecto humano. La cacería ha terminado. El final se acerca con los pasos de las siluetas que se convertirán en sus verdugos. Las ventanillas cerradas del Mazda no los protegen de escuchar un chasquido rasgando el silencio que los enfrenta a la muerte.

[¿Habrán cortado cartucho? ¿Aquí mismo nos ultimarán?]

No puede compartir sus pensamientos con Maarit. Imagina cómo lo someten con rudeza y en medio de un tropel de cuerpos, forcejeos y golpes, le arrebatan a Maarit. El vigor de sus brazos cuando arrojó la banca para romper el ventanal o para sostener a Maarit cuando saltó de la terraza, ese vigor le hace cobrar aliento. Su desventaja patética en lugar de avasallarlo le impone la voluntad de intentar lo imposible e impedir una atrocidad.

Fiódor sentenció tajante con su estilo brutal: en su organización no hay retiro y la deserción recibe el castigo máximo. Los fanáticos lo interpretarían con fidelidad antes de la fuga de los cautivos:

–Para los traidores solo hay un camino…

Para los verdugos que se acercan, Maarit y Julián eso son: traidores. Las sombras que se aproximan, más que una fraternidad de espías, les parecen una sociedad de fanáticos. El castigo está a punto de cumplirse. No hay salida ni a quién pedir auxilio. Todo ha terminado.

Se despiden con un abrazo, donde sus cuerpos cálidos son uno solo en medio de la noche helada. Un beso sella su despedida.

Julián vuelve a ver determinación en la profundidad de los ojos de Maarit, al igual como en la mazmorra, hacía unas horas. Tiene que haber algo que encare al poder siniestro. No es posible que su juventud se extinga ahí. Al salir al laberinto de espejos Maarit creyó en él. Ahora, ante lo inminente, la mirada de Schätzli le dice que tiene que haber un cómo…

De súbito, aparecen por ambos costados los del Volvo con rapidez de comando. Los reos abrazados oyen con aterradora cercanía que les ordenan en ruso apagar el motor y bajar de inmediato. Ven la mano de un verdugo. Empuña una pistola oscura con la que golpea el cristal de la ventanilla exigiéndoles que desciendan, la otra mano rompe la última distancia que los alejaba del fin, y jala violento la manija de la portezuela del Mazda…

El brusco crepitar metálico de la manija lo sienten tan próximo como si hubiera herido su propio cuerpo. Lo intolerable del asedio dispara algo en la mente de Julián, que lo obliga a una insensatez. En medio del Volga negro, del Volvo y de los tipos que los rodean: pisa el acelerador a fondo. Arranca desde cero en reversa, los neumáticos chirrian para subirse a la banqueta y escapar atravesando por el único resquicio por inimaginable que pareciera. Esquiva por milímetros al Volvo. Trepado en la acera se guía por el espejo retrovisor. Algo golpea la suspensión y sienten un impacto que cimbra al Mazda. Ruega que lo que haya sido le permita continuar. No sabe qué fue, pero el golpe es de tal fuerza que abre la tercera portezuela del Mazda o escotilla trasera como él le llamaba.

La apertura accidental de la escotilla y quedar levantada causa desconcierto en todos, menos en Julián que controla el Mazda en reversa siguiendo lo que adivina como el filo de la banqueta. La escotilla abierta luce grotesca apuntando al cielo y le reduce la visión en el retrovisor. Tiene que abandonar ese espejo y para guiarse se encarama con el brazo sobre el respaldo. Así puede ver mejor hacia atrás. Una bocanada de lluvia y viento helado entra con una dureza desconocida por la escotilla trasera abierta. Así, de reversa, gira en la bocacalle. La sacudida del trompo y el golpe al caer de la banqueta al arroyo para circular en la dirección normal del auto cierran la escotilla, tan intempestivamente como se había abierto. Apenas se ha metido en la callejuela, le dice a Maarit con determinación:

–¡Ahora!

La voz de Julián cobra una firmeza insólita. Maarit, presa de temor, no aceptaba la idea de separarse. Sin embargo, la seguridad de Julián le infunde energía. Cruzan una mirada que, más que verla, la intuyen. Desciende furtiva. Julián comparte el miedo de ella y alarga el brazo como queriendo detenerla. Apenas la roza, es demasiado tarde. Verla partir sola le advierte a lo que la expone. La ve correr, resuelta, con los zapatos en la mano hacia el quicio de la primera puerta que le queda enfrente. Como la mayoría de esa callecita, no tiene luminaria, apenas un farol a la distancia no alumbra por la lluvia. Atraviesa la banqueta con rapidez. Su gabardina oscura y la cortina de agua que cae la ayudan a esfumarse. Julián mismo, al cerrar la portezuela, a escasamente un metro de distancia de donde ella acaba de descender, no puede distinguir a dónde se mete. Desaparece como una exhalación de pánico. Para ella es el último recurso de esperanza, él no tiene grandes expectativas.

Todo transcurre en segundos. El Mazda estuvo fuera de la visión de los perseguidores, que tardan en volver a abordar los vehículos y las maniobras que requieren hacer los del Volga para no obstruir la calle al otro vehículo, ése es el intervalo preciso que la huida concede a Maarit para ponerla a salvo. Antes de que Julián cese de percibir el aroma de Maarit que saturaba el auto, vuelve a aparecer el Volvo doblando la esquina de la calle como un espectro. No obstante, Julián ya se ha alejado lo necesario para no descubrir la huella de su escala clandestina.

Paradójicamente, lo angustia no ver todavía el otro vehículo que vaya en su persecución también. Por fin, aparece la sombra del Volga negro. Siente un alivio al constatar que los dos vehículos lo persiguen. Le muestran que no se han percatado de que Maarit ha descendido. Se aleja veloz para protegerla, resguardada por las tinieblas. Enfila hacia el rumbo falso, a la autopista sur, a Grenoble, como lo había convenido con ella. Su velocidad es vertiginosa. Sin Schätzli en el auto extraña su presencia, pero también se encuentra más libre para hacer movimientos intempestivos, sin descartar el temor de que la portezuela trasera se vuelva a abrir. Tiene que mantenerlos en la creencia de que ella va en el Mazda. No reduce la velocidad ni al cruzar las avenidas, desafiando la forma como se estrelló el Peugeot rojo en una bocacalle.

No logra alejarse en definitiva del Volvo antes de resolver el problema de la gasolina. La avenida de acceso en ese tramo cruza las vías del ferrocarril por un puente elevado y transcurre paralela a un paso inferior. Avista al Volga a punto de cruzar las vías por abajo.

El Volga negro ahora lleva los fanales encendidos, quieren cortarle el paso cruzando por las vías. Escucha las campanas que anuncian la cercanía del tren. La barra va bajando. Los del Volga desatienden y quieren pasar antes. Lo consiguen, pero no del todo. La barra rompe el medallón del Volga. Segundos después, alguno de los neumáticos del auto ruso explota. Se escucha el ruido de la herrería del Volga impactado por la locomotora y luego el arrastrar de fierros retorcidos. Un auto menos, pero el Volvo se sigue acercando.

Se aproxima a cruzar el último puente elevado antes de ingresar a la autopista. Las ventanillas ya no están tan empañadas y aumenta la eventualidad de que vean que va sin Maarit. El Volvo, en lugar de seguir por la avenida principal, sale a la lateral. Julián recuerda demasiado tarde que la avenida más adelante estaba sin terminar. Los rusos del Volvo deben estar avisados de que el camino está cerrado.

[Debí salirme a tiempo como hicieron los del Volvo]

Sin embargo, la obra está concluida. Los soviéticos pretenden coparlo reingresando a la autopista más adelante en sentido contrario donde está la salida en trébol del nuevo puente. Así ganan distancia. Se pasan una luz roja del crucero. Julián los ve desde arriba. Una patrulla está cerca del semáforo y detiene al Volvo. Además, pretendía ingresar a la autopista por una salida.

La lluvia cesa. Ve mejor delineado lo que hará. El plan de burlar a los agentes de Fiódor llegando al Jura suizo a través de Francia depende de eludirlos antes de llegar a la frontera con Francia. El auto se jalonea, como si el suministro de combustible del carburador estuviera fallando. Ve de reojo el marcador de gasolina. Teme que ha llegado el momento. El motor del Mazda recupera su funcionamiento normal.

Su intención es regresar a Suiza por otra carretera más al norte, tal vez cerca de La Chaux-des-Fonds, ya por los rumbos del chalet.

El nerviosismo de Julián va cediendo. Qué equivocado estaba Anatoly en las explanadas de Flawil al decirle que el Mazda no cumplía con ciertos requisitos mecánicos. Lo asalta la idea de que podría tener problemas en el cruce fronterizo.

[La sangre en la ropa ]

Lee un letrero que indica la proximidad de Bardonnex, pero antes de ver ninguna estación de gasolina, el motor entra en los estertores de la agonía. La reserva del Mazda ha quedado agotada. Pone la palanca de velocidades en punto muerto y la inercia le permite recorrer un trecho más. Los empleados de la gasolinera lo ayudan a hacer llegar el auto hasta una de las bombas.

Aprovecha la escala para asegurar la escotilla trasera. Advierte que el empleado que lo atiende, al devolverle el cambio se fija en su ropa ensangrentada.

Ningún perseguidor ni patrulla le ha dado caza en la gasolinera. Su plan se mantiene, cruzar la frontera y luego, en territorio francés, virar al norte y regresar a Suiza en un punto lo más alejado de Ginebra. No sabe ni por dónde ni si le será fácil orientarse en la oscuridad al transitar por caminos montañosos desconocidos. Los letreros le indican la cercanía de la frontera. No ha solucionado el problema que le reveló como urgente, la mirada del empleado de la gasolinera.

Pasando Bardonnex, el último poblado suizo antes de la frontera, el acotamiento de la autopista se ensancha, decide estacionarse. Las fortificaciones de los guardias fronterizos suizos no deben estar lejos, quizá en la siguiente curva las pueda ver. Va a la cajuela para sacar ropa limpia de su maleta.

Los guardias le ordenan que salga del auto, después de indicarle donde aparcar dentro del perímetro de la garita fronteriza. Le piden el pasaporte y le inquieren si tiene algo que declarar. Revisan el vehículo. Algo anda mal. Había cruzado por diferentes puntos fronterizos. Nunca le pedían que saliera del cauce normal para estacionarse y mucho menos usar espejos en pértigas para ver la carrocería por debajo. Le piden que abra la cajuela y las maletas. Celebra haber tirado la ropa con sangre en los arbustos cercanos a la autopista.

La revisión por dentro es minuciosa. Está preparado para mostrar su dedo ya sin uña, aunque no para explicar por qué quiso esconder la ropa y el pañuelo ensangrentados en los arbustos, si los llegaran a encontrar. Valora qué respuesta dar a la pregunta de traer maletas con ropa de mujer.

Las faltas administrativas que cometió no calificarían para su arresto. Sería distinto si tuvieran información cruzada sobre sus actividades de espionaje. No tiene cómo justificar que personal soviético lo persiguiera en la ciudad. Ellos, con su inmunidad diplomática, solo serían expulsados del país en un plazo perentorio, mas para él todo habría acabado. Y lo peor, no podría reunirse con Maarit. Un guardia le pregunta en un tono rudo:

–¿A qué se debe la sangre en los asientos y el piso? Cree salir a flote cuando les muestra su dedo desuñado. Sin embargo, su confianza se va demoliendo al pasar los minutos y no devolverle los documentos. La boca la siente seca. Pide agua. Nadie atiende su petición.

El reloj no miente, ya pasa de medianoche. La tranquilidad que lo hizo sentirse ligero desde que se convenció que había burlado a sus raptores, lo fue abandonando después por los interrogatorios en el puerto fronterizo. Irrumpe un oficial con una actitud intimidatoria, el de mayor jerarquía hasta el momento. Por las insignias de su uniforme es un capitán. Unos bigotillos retorcidos y extremadamente cuidados le dan, según Julián, un aire de crueldad. Le espeta, altanero, sin dirigirse a él con el acostumbrado “Monsieur” que estaban utilizando al hablarle. Ni siquiera levanta la vista, mantiene su mirada escrutadora sobre los documentos. Quiere descifrar hasta el último detalle de los datos:

–¿A qué se debe que su vehículo esté golpeado?

Las fuerzas lo han abandonado, busca una buena respuesta, quiere saber qué va a pasar con él.

–Mon Capitan… en Francia… conozco… un taller, donde me lo van a reparar el fin de semana a muy buen precio…

Se da cuenta de que su respuesta no tiene ni pies ni cabeza. Pasan segundos interminables hasta que el capitán rompe el silencio. Sin mirarlo, le devuelve sus documentos y bruscamente le indica que se marche. Julián se retira, aunque perplejo de que su respuesta tan sin sentido no tuviera un efecto adverso. Busca la salida a través de un laberinto de pasillos. Por lo visto ese día tiene que salir de laberintos, primero, el de espejos, escapando con Maarit de las mazmorras de Fiódor y ahora, en los separos del puesto fronterizo. No se detiene a pensar qué fue lo que lo libró de ser detenido. Ya tendrá tiempo de imaginarlo.

Aborda el Mazda. A unos cuantos metros cruza la frontera, todavía confundido por su repentina liberación, cuando todo apuntaba a su encarcelamiento. Tal vez fue su pasaporte mexicano que por lo general causaba un efecto positivo. El país se reconocía con respeto. Se recordaba por haber sido sede de los Juegos Olímpicos de 1968 y del campeonato mundial de fútbol de 1970. Nadie recordaba la cruel represión del espurio Díaz Ordaz ni la masacre del 2 de Octubre, ni el Halconazo de 1971 del gobierno de Echeverría, que asesinó a más estudiantes. El pasaporte, además, mostraba sellos de acceso a diferentes países, no así a la urss, por su reciente viaje a Leningrado. El gobierno soviético no dejaba rastros de sus visas.

Quizá fueron las credenciales que mostró, una acreditaba su calidad de doctorando en el eth, institución de prestigio, otra credencial le daba acceso al laboratorio del profesor Fink, otra más era de la Asociación Internacional de Estudiantes de Posgrado o la del Instituto Internacional de Termodinámica, incluso un pase, que encontró refundido en su cartera y mostró hasta la segunda o tercera revisión, el acceso privilegiado al cern de investigaciones nucleares, que tanto malestar le causaba su recuerdo, que, por lo visto, le daba prestancia ante las autoridades suizas, pero lo principal, no lo relacionaron con ninguna falta grave.

Del lado francés solo le piden el pasaporte y no le hacen ningún cuestionamiento. A partir de ahí circula a una velocidad moderada. Ya es la madrugada del sábado. Hasta después de casi media hora de adentrarse en territorio francés decide detenerse y consultar el atlas de carreteras. Lo primero es determinar la mejor ruta para encontrarse pronto con Schätzli.

Busca su ubicación en la guía. Termina de definir su itinerario de regreso a Suiza y llegar al chalet del Jura. Quiere moverse de ese lugar, aunque por varios minutos, permanece inmóvil, estacionado ahí en la cuneta, frente a una entrada de autos de algo que parece ser un taller abandonado. Los letreros viales anuncian las direcciones a Chamonix-Mont Blanc, Grenoble, Lyon y la de Besanzon, que es la que debe tomar. Cobra consciencia de los riesgos en que incurrió. La velocidad suicida a la que corrió. Haber puesto en peligro no solo su vida sino la de Maarit. Tiene que descender del Mazda para serenarse.

Camina unos pasos, se va sosegando, se aclaran sus pensamientos y desfilan los detalles del escape:

Antes de que se rompieran las negociaciones, sí así se le podía llamar a las amenazas estridentes de Fiódor, Julián habló de su retiro. En esos momentos nadie imaginaba que faltaban horas para que ocurriera la caída de Nixon, ni mucho menos lo importante que iba a ser en facilitar la fuga de Julián y Maarit. Lo que sí se sabía era cómo se estaba cerrando un cerco del poder judicial en contra del presidente que inevitablemente lo habría conducido a ser destituido por el poder legislativo, lo que se añadiría a la dimisión de Willy Brandt en Alemania Federal tres meses antes. El canciller alemán gozaba de prestigio mundial debido a sus logros en la distensión en Europa por los que fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1971. También estaba el hecho de Charles de Gaulle que en abril de 1969 había tenido que dimitir por la presión social.

Esos casos le hacían ver que en los países comunistas cambios de ese tipo eran simplemente impensables.

Ahí encontraba otro de los motivos por los que no estaba dispuesto a colaborar más con el servicio de inteligencia soviético a costa de su probidad ante el eth, el profesor Fink y sus compañeros del laboratorio.

Todavía faltaba abordar la situación de Maarit y que le devolvieran sus documentos para poder viajar. La reacción visceral de Fiódor fue suspender la reunión y, sin más, mandarlos confinar. Luego vendrían los interrogatorios.

Horas después, ya con ellos en la mazmorra, Fiódor afirmó:

–No podemos tolerar la falta de compromiso.

De pronto, autoritario, se impuso sobre los subordinados que discutían el destino de los prisioneros. Dio la orden de subir el volumen del aparato y guardar silencio al escuchar un anuncio extraordinario de Radio Moscú en cadena con la televisión soviética de Ostánkino.

Sintonizada en frecuencia de onda corta la emisora informaba en un flash de último minuto sobre la renuncia presidencial. En un discurso televisado desde la Casa Blanca, el trigésimo séptimo mandatario de los Estados Unidos se dirigía a la Nación. En medio de las frases en ruso del comentarista de Radio Moscú, se distinguían breves fragmentos en inglés de lo que decía el propio presidente, el primero de ese país en renunciar. Con los procedimientos judiciales de destitución en su contra por su participación en el escándalo Watergate, irremisiblemente cedía ante la presión pública, el Congreso y los jueces de la Suprema Corte:

–“Al tomar esta acción –desde la habitación contigua Maarit y Julián atados boca abajo escuchaban el discurso ensayado de Nixon– espero haber acelerado el inicio del proceso de curación que se necesita tan desesperadamente en Estados Unidos”.

El locutor soviético, también transmitiendo para la televisión soviética, reseñaba en ruso lo dicho por Nixon al término de su mensaje, mientras las cámaras presentaban el documental editado siguiéndolo al dirigirse con su comitiva al helicóptero a través de los jardines de la residencia presidencial en Washington. Radio Moscú hablaba del origen cuáquero del ahora ex presidente, y añadía que esa religión no observa un credo oficial y sus seguidores podían tener diferentes creencias:

…Es una iglesia pacifista. Condición que Nixon negó reiteradamente desde sus inicios como legislador macartista, persiguiendo a los defensores de la paz y después, a lo largo de su mandato presidencial por su alianza con los fabricantes de armamento y su participación en múltiples conflictos bélicos, Vietnam, el más grave. Ahí, fue implacable con los bombardeos que asesinaron a miles de civiles y no tuvo escrúpulos en extender la guerra de destrucción indiscriminada a otros países vecinos, como Laos y Cambodia. Su indolencia fue perversa respecto a los abusos y las masacres contra la población civil.

Según Radio Moscú, hasta la fecha habían muerto cerca de 5 millones de patriotas vietnamitas, en cambio, Estados Unidos, retirado del conflicto después de las pláticas de paz en París el año pasado, el 27 de enero de 1973, tuvo menos de 58 mil bajas en sus tropas invasoras.

Radio Moscú describía cómo Nixon se despidió desde la portezuela del helicóptero. El locutor enfatizó que el presidente, el verdugo de Vietnam, sonreía y levantaba los brazos en señal de victoria. Con un enfático comentario el locutor reseñó: ¿Victoria? Se trata de una renuncia, la más vergonzosa, solo para evitar la destitución formal.

La voz de Radio Moscú continuó: La puerta del aparato se cerró con estrépito y la familia Nixon iniciaba el viaje sin regreso a su mansión en San Clemente, California.

Julián camina alejándose más del Mazda en una pequeña carretera de Francia. Vuelve a vivir cómo inició la vorágine:

…los guardias se apiñaban con curiosidad en torno al aparato de transistores en la habitación contigua. La imaginación de los custodios los perdió en las ilustraciones que les dibujaba Radio Moscú, sumergiéndolos en un hecho tan singular en la historia del mundo. Maarit fue la primera en regresar a la realidad. Los guardias que los debían custodiar habían abandonado sus puestos para ir a reunirse donde se agrupaba el resto…

Era el momento de escapar. Dimitri, al que los demás llamaban Dimska, uno de los guardias más crueles, los había conminado con rudeza a tenderse en el suelo con la cara al piso. Les amarró las manos a la espalda. Sin embargo, uno de los cordeles de las muñecas de Maarit quedó un tanto flojo. Aprovechando la ausencia de los guardias que los custodiaban, desató sus manos y luego las de Julián. Sin decir palabra, se desataron los tobillos. Al sentirse libres, su impulso fue evadirse. Con ademanes, compartían el recelo de que quisieran tener el pretexto de dispararles en su huida, ambos poseían información que no convenía al grupo de Fiódor que saliera de ese inmueble. Aun así, la mirada de Maarit se lo decía, era el momento, ahora o nunca. A una señal se atrevieron a girarse boca arriba y a ponerse de pie.

Antes de salir a un corredor semioscuro, quedaron confundidos sin saber si los habían descubierto al verse reflejados en los espejos que los exponían. Del lado del vestíbulo, la puerta de la habitación ahora mazmorra, donde los recluían, tenía espejos de piso a techo que los podían haber delatado. Sin embargo, los espejos estaban divididos en rectángulos biselados que distorsionaban sus imágenes, y a la distancia se veían como manchas de colores difusos, hermosos como un caleidoscopio desenfocado, pero ininteligibles para ubicar a los cautivos.

Agazapados en el quicio, vieron que no era un corredor. Nada les era familiar, pues la reunión con Fiódor había sido en un sótano. Después de encapucharlos fueron trasladados a la mazmorra en un piso superior. Cuando salieron de la habitación donde los tenían, quedaron ante los vestigios de un amplio vestíbulo recubierto de espejos. Probablemente iba a ser la recepción de alguna gran compañía. Bajo un reloj inmóvil de una marca suiza que les era conocida, se adivinaban los restos de doce grandes letras. Julián infirió cuáles eran. Concebida en días de bonanza sería la sede de la filial de la financiera Merrill Lynch, para aprovechar las ventajas del secreto bancario en Suiza para sus clientes inversionistas de todo el mundo. Aunque seguramente para fines de evasión de impuestos con domicilio en algún paraíso fiscal cercano como Liechtenstein o San Marino.

El vestíbulo se había diseñado como un campo de espejos. Buena parte estaba vandalizada. Los remanentes irregulares de los espejos aumentaban la complejidad del laberinto de multitud de imágenes que, dando la impresión de reflejar claramente la posición correcta de los objetos, en realidad les ocultaban a Maarit y Julián, con magia de ilusionista, su ubicación verdadera.

El toro del emblema de la compañía en una de las paredes los obligó a recordar el laberinto del Minotauro de Cnosos en Creta, la isla a donde habían ido el verano anterior. Al fondo había cuatro elevadores. Tres tenían las puertas entreabiertas, que los delataban como inservibles. Su interior tenía espejos. El espejo del cuarto elevador también descompuesto, pero completamente abierto, reflejaba una de las columnas, produciendo el efecto de una sucesión infinita de imágenes que se perdían en una lejanía ficticia.

En el mundo ilusorio de los mercados de valores, con el campo de espejos del vestíbulo los clientes podrían interpretar a la compañía como la guía magnánima y experta que debería ofrecerles carteras con rendimientos prometedores para orientarlos con falsa certeza en una jungla repleta de acechanzas.

La penumbra los hizo tardar en ubicar, a través de los espejos, dónde se encontraba la puerta de disimulados contornos en la pared de espejos que debería conducir hacia las escaleras de servicio, su única vía de escape, si es que siquiera estaba ahí. Por alguno de los juegos de espejos virtualmente formados y los sonidos, ubicaron la habitación donde Fiódor y sus espías escuchaban el asunto de Nixon. Desde donde atisbaban Maarit y Julián, en lugar de la voz del locutor de Radio Moscú, escuchaban una que otra risotada o comentario en un ruso soez. Luego se convencieron de que la localización que creían de la habitación de los soviéticos era falsa. Lo mismo les pasó con la ubicación del único guardia que los custodiaba. Tropezaron con algo e hicieron un ruido apenas perceptible. El guardia, armado, escuchó y como resorte brincó de su asiento. Regresaron a esconderse detrás de un viejo estante de madera.

El guardia se dirigió al mueble desvencijado, aunque no suficientemente alto para ocultarlos, Maarit se petrificó al suponer que los había descubierto. Se guareció encogida detrás de Julián, quien también agachado, sintió las manos febriles de ella que se aferraban a su cintura. Casi arrastrándose rodearon sigilosamente el estante burlando al guardia, quien no acababa de llegar, trastabillando por la confusión de espejos, mas no le impidió dar la voz de alarma:

–Внимание! –en su exclamación de alerta hizo una pausa y continuó con el aliento recobrado:

–Заключенные не где оставили! ¡Los presos ya no están!

Habían desaparecido, a pesar de estar maniatados en el suelo. Por la puerta que descuidó el guardia, por ahí escaparon. Tentaleando en los espejos como si estuvieran queriendo encontrar la abertura entre las cortinas de un telón de un escenario inexistente, pues, como lo habían supuesto, la ubicación de la puerta difería de lo que habían previsto por el juego de espejos y sus imágenes ilusorias.

Así había iniciado la primera etapa de una cacería que estaba lejos de terminar. No obstante, después de la persecución por las calles de Ginebra habían conseguido darse un respiro, Maarit, guareciéndose en un quicio oscuro para llegar a salvo al chalet, y Julián cruzando la frontera francesa. Lo primero era reunirse con ella en el bosque del Jura.

Bien sabían que tendrían que seguir a salto de mata. La amenaza de Fiódor era de un alcance desconocido. Lo que era un hecho, es que Julián ya no colaboraría con los espías.

El edificio en ruinas de un gran banco internacional de donde habían escapado quizá era una metáfora indicativa de la debacle económica que se cernía sobre el mundo capitalista en 1974. Julián creía que el abandono del patrón oro tres años atrás por la administración Nixon, las devaluaciones del dólar, el alza del precio del petróleo y las falsas burbujas de bonanza llevaban a la economía mundial capitalista a una recesión más y, tarde o temprano, los ciclos erráticos acabarían con el sistema.

Por otra parte, en vista del fracaso del sistema socialista, le mencionó a Fiódor una Tercera Vía, como la propuesta por el economista Ota Šik durante la Primavera de Praga.

Después de caminar, no sabe cuánto, Julián siente las gotas heladas de la lluviecita incesante. Regresa sobre sus pasos. Se apresura, Maarit lo espera. Sube al Mazda y reanuda la marcha.

La orografía escarpada de esa región de Francia le obliga a dar un rodeo más amplio de lo que hubiera previsto para regresar a Suiza. Al llegar a Champagnole, tiene que buscar el entronque a Pentralier para no alejarse demasiado de la frontera suiza. Sin faros apropiados para la niebla, encuentra bancos que de tan densos no le permiten ver siquiera la línea de la carretera.

Supera el cansancio al notar que está amaneciendo. Ve una imponente fortaleza en lo alto de una colina, es Pentralier, quizá la última población de importancia por la que pasará en Francia. En unos cuantos minutos más se aproxima a la frontera, para reingresar a Suiza. El guardia fronterizo que tiene su pasaporte, le pregunta con suspicacia:

–La fecha del sello del puesto aduanal Bardonnex / Saint-Julien-en-Genevois indica que usted ingresó hoy a Francia por la carretera de Ginebra. ¿A qué hora lo hizo?

–En las primeras horas de la madrugada –no sabe la hora, es más, nunca la supo. La última vez que vio el reloj pasaba de la media noche y todavía transcurrió tiempo hasta que en la aduana suiza apareciera aquel capitán de los bigotillos retorcidos, extremadamente cuidados que le dieron la impresión de crueldad. Todo lo contrario, el capitán fue quien lo dejó partir.

El policía de la crs francesa todavía tarda en dejar de hacer miramientos. Finalmente, no encuentra ninguna razón para impedirle la salida del país.