Te vi pasar - Guillermo Fárber - E-Book

Te vi pasar E-Book

Guillermo Fárber

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Beschreibung

Todos han conocido alguna vez el amor. Tal vez la mayoría ha sentido la pasión en cualquiera de sus manifestaciones. El erotismo, no. Ésa es una práctica para pocos seres especiales, para espíritus sensibles, para jóvenes y adultos con una cierta cultura de la sensualidad y de la combinación de inteligencia con la agudeza de los sentimientos más profundos o con las terminales nerviosas más epidérmicas. Este libro es una prueba que el autor les pone a las mujeres frente a sus parejas y a los hombres frente a sus ilusiones de realización plena. Es un examen para quienes, desde los catorce años en adelante y quizás hasta los noventa, no han olvidado para que sirven los cinco sentidos. En el erotismo más antiguo, como en el de hoy, Fárber confirma que si no se utilizan todos y cada uno de ellos en ese gran momento, no hay erotismo real, sino rituales truncos o falsos.

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Primera edición, octubre de 2007

Director de colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Diseño de portada: Luis Rodríguez

Tipografía y formación: Rosa Virginia Cruz

Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Laetitia Thollot

Este libro se desprende del proyecto fotográfico titulado “La escritura y el deseo” en el que Alejandro Zenker convocó a novelistas, poetas, cuentistas y creadores para fotografiarlos frente, detrás y alrededor de una mujer desnuda, como encarnación de sus deseos, como provocación, como estímulo.

© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

[email protected]

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com

ISBN 978-607-8312-61-0

Hecho en México

Un hombre vive con placer en su

hogar. Ve a una mujer que le

agrada. Juega placenteramente

cinco o seis días. Helo aquí

miserable si regresa a su ocupación

primera. Nada más común que eso.

Pascal

Los amantes, cogidos por el rabo

—como los perros en su afán—

se buscan sin encontrarse nunca.

Raymundo Ramos

Me tuve que tragar mi sentimiento.

No supe de tu aliento.

Nomás te vi pasar.

Índice

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1

—Ven —dijo ella secamente, y colgó.

Sólo eso dijo. Ni buenas tardes, ni su nombre, ni por favor. Pero Martín reconoció la voz y olfateó, como perro de presa, la urgencia. Y en un relámpago premonitorio ancestralmente anhelado, todos sus instintos, sus nervios, sus reflejos más elementales, se enardecieron con la alerta.

Era Fernanda.

La inaccesible Fernanda del final de su adolescencia. Fer­nanda la etérea, la sutil, la lejana, que había quedado registrada en la historia de Martín como una asignatura pendiente muy lejos de sus posibilidades. De las muchas, de las demasiadas cosas que Martín sabía para siempre fuera de su alcance, Fernanda se contaba entre las pocas a cuya renuncia aún se rebelaba: el zen perdía eficacia en su trayecto entre el cerebro y el corazón, entre sus neuronas y sus hormonas.

Se la había reencontrado por casualidad, un par de años atrás, en el parque en el que él trotaba entonces. Era un atarde­cer nublado, melancólico, con una concentración de esmog que según los siempre serenos reportes oficiales “bordeaba el límite de lo tolerable”. Cualquier día, iba pensando Martín al trote, comenzaría la gente a caer muerta en las calles mientras el gobierno tranquilizaba a la población con el anuncio de que “la atmósfera presenta ligeras alteraciones que eventualmente pueden llegar a provocar algunas molestias leves y pasajeras en personas susceptibles”. Aunque lo que fastidiaba a Martín no era que la gente se desplomara muerta en el arroyo. De hecho consideraba tal posibilidad una sana medida profiláctica que convendría realizar periódicamente en toda gran urbe. Lo intolerable era que ese incidente seguramente tomaría por sorpresa a las burocracias de la limpieza, incapaces de despejar con eficacia las aceras de cadáveres, con las incomodidades del caso para los sobrevivientes (entre los cuales, dicho sea en su favor, no le preocupaba demasiado estar o no estar).

En su programa de entrenamiento Martín tenía previsto para ese día un footing ligero de diez kilómetros en cincuenta minu­tos. Programó su jogger-watch, se calzó los Nike nuevos taiwaneses, que estaban aún un poco duros, y cumplió religio­samente el ritual de calentamiento con calistenia suave, flexio­nes, sentadillas, inspiraciones. Era curioso. Jamás en su vida le había concedido a nada ni a nadie el quisquilloso cuidado que ponía en la carrera. Ni un escrito, ni una mujer, ni una cantina, ni una canción, le habían merecido nunca semejante interés obsesivo. Era curioso.

Al doblar la primera esquina del parque se topó como siem­pre con la mole de bronce dedicada a los próceres de la Revo­lución. Esbozó una mueca sarcástica: ni siquiera los más grandes héroes se merecían tanta ignominia, y lo pensaba no sólo por los blancuzcos y reiterados churretes de paloma. Y fue al bajar la vista de ese bronce deplorable cuando percibió a lo lejos, en la esquina opuesta del parque, una figura esplendo­rosa. Martín normalmente corría con la mirada fija en el piso, como en carrera de obstáculos, para estimular la concentración sorteando las inevitables excrecencias caninas, plantadas en la vía pública menos como demarcaciones territoriales que como insolencias solapadas de dueños desaprensivos. Pero algo lo impulsó en ese instante a levantar la vista, y entonces la descu­brió.

Era como un bello espectro que avanzaba pausadamente, flotando, hacia él.

Al principio, la distancia y la miopía le impidieron distin­guir detalles y mucho menos facciones. No sospechó siquiera que semejante criatura pudiera ser parte de su pasado —ese pasado de lo que no pudo ser, siempre más real que el pasado ocurrido.

El primer golpe de vista a la tenue aparición tan sólo le advir­tió, con la languidez de un reconocimiento que le llenó de vapores el corazón: “Dama a la vista”.

Eso era insólito. Por lo común, el mensaje combinado de sus ojos débiles, sus testosteronas amotinables y su cultivada ordinariez verbal era “Hembra a la vista”. O, en días particu­larmente profanos, “Pellejo a la vista”. Así, por primera vez desde su olvidable infancia de monaguillo emergente, Martín Cortés validó el refrán castizo de que lo cortés no quita lo valiente, sobre la plebeya versión de que lo cortés no quita lo caliente.

Con deliberado deleite aflojó el paso para demorar el cruce con la inesperada aparición: uuuuuno… dooooos… uuuuuno… dooooos… Cambiar el ritmo del trote era un honor que a nada ni a nadie concedía Martín. Durante el mismísimo gran terre­moto, por ejemplo, entre edificios crujientes, aullidos humanos y perrunos, diluvios de cristales y latigazos de cables enfureci­dos, primero terminó sobre asfalto movedizo su sprint final de diez minutos, como estaba marcado en el programa, luego ejecutó su rutina de enfriamiento y sólo después de eso se unió, sin demasiado entusiasmo, a las cuadrillas de rescate. Salvar gente, pensó entonces, qué futilidad; pero también, qué remedio.

Pero esto era algo mucho más raro que un terremoto. Se trataba de una dama, especie prácticamente extinta del Jurásico dorado. De manera que aflojó el paso en su honor, mirándola con fijeza: el talento rindiéndose a la belleza.

De pronto, como un lancetazo en el rincón más íntimo de la memoria, un destello de sospecha le atravesó la mente. Al acortarse la distancia la sospecha se convirtió en turbación, y la turbación en sorpresa.

Sí, era ella.

Ella, ocho años después, ocho siglos más bella, ocho megatones más sugerente. Martín detuvo en seco su trote metros antes de alcanzarla y esperó, menos jadeante que azorado, a que terminara de encontrarlo el destino. Fernanda empujaba una sofisticada carreola de bebé que más bien parecía un modelo en miniatura de un módulo lunar. El resto de su porte hacía juego: impecable, original, caro. Pero no vestía de blanco, como el deslumbramiento le había hecho creer a Martín en un principio, sino de varios tonos de gris claro sabiamente combinados. Al levantar la mirada y verlo, ya muy próximo, ella lo reconoció al instante y sus rasgos exquisitos se iluminaron con una sonrisa de rostro completo. Él sintió como un escopetazo de algodones en el esófago. Fue un encuentro breve, en el que sólo habló ella. De lo obvio: su marido, llamado Rogelio, sus dos bebés, su casa: la charla previsible de una mamá flamante cuyo horizonte de preocupaciones comenzaba en la oportunidad de una vacuna y terminaba en la higiene de una papilla.

Todavía Dios protege la inocencia, pensó Martín, en los minutos en que oyó sin escuchar la vida y milagros de las dos musarañas ajenas, las dos carnitas de su carne producidas por su añoranza imposible. Minutos que Martín no sintió pasar, mientras se le enfriaban a lo salvaje los músculos de las pier­nas, el incipiente sudor de las sienes era absorbido por la cinta de apache en su cabeza, y el pulso, alterado menos por el esfuerzo que por la emoción, regresaba con disciplina a su fre­cuencia normal.

Cuando Fernanda terminó el recuento descriptivo de sus dos engendros ahí presentes, irremediablemente comenzó el retrato épico del papá de los engendros, por fortuna ausente. Martín se quedó en que era un hombre divino, muy sencillo a pesar de su estirpe aristocrática, con cuatro larguísimos apellidos de tal abolengo que era imposible no decirlos completos. Por lo cual, sin un gesto que traicionara su pensamiento, bautizó in pectore al miserable, en ese momento y para siempre, como Rogelio Cuatro.

Y así siguió Fernanda otro largo rato, en un tiempo agrade­cido por Martín, segundo a segundo, detallando el inventario de nimiedades que una mujer más o menos recién casada conside­ra definitorias de su existencia. Pero Martín puso oídos sordos a todo ese caudal informativo, y el único dato descriptivo que guardó del usurpador fue uno que ella no mencionó explícitamente, pero que se infería sin remedio: al canalla del marido se le salía el dinero por las orejas.

Fue un parloteo, en suma, tan trivial que sólo impresionó a Martín por el tono socarrón de quien lo decía. Evidentemen­te algo valioso e inquietante latía por debajo de ese disfraz cotidiano y previsible. Había un espíritu por ahí, una rebeldía refrenada, algún anhelo en espera.

Hasta que vino, como la apertura súbita de una ventana a la playa de un mediodía cegador, la oportunidad imprevista: ellos, dijo Fernanda, estaban provisionalmente en esa colonia, en el penthouse prestado por un amigo de su esposo, mientras los arquitectos terminaban de remodelar la casa familiar. ¿Por qué no iba cualquier día de éstos a cenar? Seguramente Rogelio y él se caerían bien, y a ella le encantaría recordar la época tan agradable que habían pasado juntos en la universidad.

Sin confesar que la última frase él la habría por lo menos matizado con media docena de asegunes, Martín propuso, titubeante y puramente al azar, una fecha para una semana después, que ella aceptó con la parsimonia de quien se sabe dueño absoluto de su entorno.

Al verla alejarse al frente de una estela de enigmas, Martín evocó la estrofa de Agustín el inmortal:

Quisiera el sortilegio

de tus verdes ojazos

y el nudo de tus brazos,

Señora Tentación.

2

En los años transcurridos desde aquel encuentro providencial, Martín los visitó con cierta frecuencia, siempre mediante invitación expresa y siempre procurando sepultar entre cinis­mos e indiferencias —y él invariablemente temía que sin éxi­to— las frenéticas turbaciones que la cercanía de Fernanda le despertaba sin remedio.

A lo largo de esas visitas, paradójicamente, amistó con Rogelio y se estrelló con Fernanda. Él lo dejaba llegar; ella se parapetaba en su disfraz —que cada vez Martín sospechaba más falso y endeble— de señora-joven-tonta-pero-insulsa.

En el decurso de ese paciente y solapado cortejo, varias veces la observó mientras estaba desprevenida y advirtió en ella algunas reacciones espontáneas, palabras sueltas, gestos distraídos, reveladores de una realidad abismalmente distinta de la máscara anodina que mantenía por educación, por cos­tumbre, por recelo, quién sabe por qué. Al instante retomaba ella su careta de insípida profesional, pero él fue guardando esos indiscretos atisbos en su memoria como indicios de que la hermosa mujercita no se agotaba en la trivial apariencia. Poderosas corrientes se agitaban en el fondo de ese aparente lago suizo, y el tufo abominable del desperdicio vital se insi­nuaba en Dinamarca.

En virtud de esas señales dispersas —que él fue coleccio­nando cual codicioso gambusino de promesas enmascaradas, aparentando en todo momento una indiferencia que le producía un extraño deleite—, al cabo estuvo Martín convencido de la existencia, en las honduras de Fernanda, de un hervidero de ansiedades en espera de una grieta en la costra para derramarse como lava por la superficie del decoro y la formalidad.

Eran esas ansiedades, quiso él creer, el origen de la orden escueta: “Ven”, y quiso en ese momento, extasiado, creer que en efecto:

Si nos dejan,

haremos un rincón

cerca del cielo.

3

Con esa absurda idea, con esa loca esperanza en mente, mo­viéndose a velocidades desusadas en él, Martín se puso su mejor chaqueta de gamuza, sirvió en el patio la copiosa ración para el fiel de Schopenhauer, llamó por teléfono a Robelo para avisarle que una vez más lo iba a usar de tapadera con Gabrie­la, con quien era miembro fundador y presidente vitalicio de ammasijos: Asociación Méxicana de Matrimonios Sin Hijos, y garrapateó con su lasallista caligrafía de rasgos arcaicos una nota que fijó con un imán en forma de fresa en la puerta del refrigerador: “Fui con Robelo. Un enredo. Me tardo”.

Nunca pudo imaginarse Martín cuán proféticas iban a resul­tar esas palabras, mientras cerraba con llave la puerta de la calle y tarareaba una deliciosa samba argentina que le ense­ñaron con aceptable puntualidad dos desinhibidas azafatas con las que había pasado hacía poco un alucinante fin de semana en ménage à trois:

No tengo miedo al invierno,

con tu recuerdo lleno de sol.

4

La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renova­da de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.

Los contrastes resultantes de la remodelación eran eviden­tes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruen­tes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estu­vo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fon­do, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revis­tas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las com­pras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible perfil de la antena parabólica recordaba que, después de todo, éstos eran, en efecto, los tiempos de la masa.

En las anteriores ocasiones en que había estado en esa casa, desde su reinauguración hacía más de un año, Martín había husmeado cuanto había podido por todos los rincones del jardín, por las construcciones anexas para el servicio, por la planta baja y el húmedo sótano. Había percibido o imagi­nado, muy tenues, las vibraciones de existencias transcurridas dentro de esos muros, unas algo venturosas, la mayoría desdi­chadas. Había valorado el gasto colosal invertido en esa remodelación que más parecía la reafirmación de un orgullo que la restauración de un hogar. Había disfrutado el discreto encanto de la cantera atravesada por cables coaxiales; del azulejo mon­tado en aleaciones insólitas que amortiguaban los movimientos sísmicos; del adobe penetrado por bien disimuladas vigas de acero que multiplicaban su resistencia en puntos clave; de la añosa piedra de los muros, recorrida en sus intersticios más angostos por los sutiles alambres del sistema de alarma; de la luz infrarroja para secarse las manos en los baños de visitas, reflejada en antiguos emplomados de catecismo barroco y elemental.

Pero jamás había subido la monumental escalinata rumbo a las habitaciones de la planta alta, el ámbito privado, el lugar donde en realidad ocurrían o no ocurrían las cosas. En ese lugar intrigante pensaba cuando, haciendo una profunda aspira­ción, tocó el timbre incrustado en la pilastra-nicho. Al hacerlo, brotó en su memoria el verso de un bolero surrealista cuya exacta puntuación él nunca había podido desentrañar:

En el joyel de oro

de mis recuerdos eres.

Mientras esperaba recordó que el paraíso musulmán prome­te a cada varón un contingente de ochenta mil huríes siempre vírgenes y siempre dispuestas para su uso exclusivo; y una potencia sexual inextinguible para atender como Dios manda rebaño tan abundante. Pero él desconfiaba de las promesas religiosas. De todas las promesas, de todas las religiones. Aunque no se oponía de ninguna manera a la compilación administrativa de recibir después de la muerte su correspon­diente hato de ochenta mil ovejas complacientes, pensaba que nada malo podía haber en ir tomando en esta vida cuantas se fueran pudiendo, a cuenta del premio mayor. Y en cuanto a la pure­za, tenía la consoladora teoría de que todas las mujeres de la tierra eran de hecho vírgenes mientras no lo conocieran a él. Lo cual era estrictamente cierto. Para él.

5

La voz que llegó por el interfón era la de ella, y fue ella misma quien acudió a abrirle la puerta. Estaba deslumbrante, como siempre, pero quizás había llorado, y su atuendo era de intimidad. Unas incipientes ojeras, en el rostro limpio de maquillaje, le daban un cierto aire de Dolorosa medieval, y su esbelta silueta se recortaba en contornos difusos contra las penumbras del jardín antiguo sobre el que comenzaba a caer la noche.

De ser interrogado por el adjetivo que mejor describía a Fernanda, Martín habría contestado sin vacilar: distinguida. Y en ese momento de revelación, envuelta en una pálida y ligera túnica que ondeaba levemente, su distinción adquiría un cierto aire fantasmal: “¿Quién es ésta que se descubre como el alba?”

Confundido en sus entrañas como no recordaba haberlo estado nunca, Martín cerró lentamente la puerta a sus espaldas e intentó el principio de una torpe plática convencional. Ella no dio muestras de escucharlo. Mirándolo a los ojos, impávi­da, como hablando desde el fondo de un túnel, pronunció con mucha suavidad la frase que volvía superflua cualquier otra palabra.

“No hay nadie” dijo, y Martín no necesitó más para enten­der en un flamazo que ceder a la tentación es siempre un acto de humildad.

6

Al escuchar la perentoria declaración de una Fernanda conteni­damente febril, Martín sintió un violento hervor de su sangre en la palma de las manos, en la nuca, en la garganta, en toda su piel al mismo tiempo. Todavía vaciló un instante infinitesi­mal en el que se conjugaron todas las dudas de su existencia, y luego se abalanzó sobre ella, con un jadeo sordo de animal sofocado. Abarcó con un abrazo furioso los gráciles y firmes contornos del cuerpo apenas cubierto por la seda, e incrustó el rostro en el pelo negrísimo y oloroso a milenios de tentación.

Acaso complacida por la ruda vehemencia, Fernanda le indicó, con suavidad en la voz y languidez en el cuerpo, la primera norma de conducta.

—No —murmuró dejándose estrujar pasivamente por el abrazo—. Aquí no.

Martín, sintiendo que le explotaba la fiebre en el pecho, no supo ni le importó saber si estaba de acuerdo. Lo único en que pudo pensar fue en la desesperada urgencia de llegar inmedia­tamente a donde fuera “aquí sí”

Movido menos por un impulso romántico, ciertamente im­propio de él, que por la necesidad imperiosa de no perder el contacto con ese cuerpo tan esperado, Martín la alzó en brazos y echó a andar a grandes trancos hacia la casona en penumbras que parecía contemplar la escena con la displicencia de quien ya lo ha visto todo..

Fernanda cedió a ese gesto febril como antes al abrazo, sin compartirlo del todo ni resistirlo en absoluto. Pasó los brazos indolentes por el cuello de Martín, cerró los ojos en un abandono sin reservas, y un principio de sonrisa pareció esbozarse en su rostro perfecto. La espesa mata de su cabellera acarició el rostro de Martín y ondeó al viento como una gloriosa bande­ra de liberación.

Cruzó como un ciclón el jardín, provocando rumores de rocío a su paso, y penetró en la casa por la puerta principal, que no se distrajo en cerrar. Atravesó el vestíbulo, el corredor abovedado, la sala de recibir, la sala del piano, y desembocó resoplando en el salón de los antepasados, espacioso galerón desde el cual tres docenas de aburridos óleos de los Cuatro Apellidos y Algunos Más atestiguaban el arranque hacia las alturas de los escalones de mármol, de amplia huella y escaso peralte, entre gruesos barandales de hierro forjado con roseto­nes de bronce encajados en los huecos de las caprichosas volu­tas.

Ahí Martín sufrió un momentáneo titubeo: era la antesala de la verdad. Fernanda, que percibió su vacilación, hizo una lánguida señal con la mano: “Sube”.

Era el salvoconducto supremo y él evocó mentalmente el inocente alarde del valsecito peruano:

Mi sangre,

aunque plebeya,

también tiñe de rojo.

Manteniendo su languidez, Fernanda lo guió por los veri­cuetos de los aposentos privados, menos numerosos que am­plios, hasta entrar en lo que evidentemente era la recámara de ella, fiel reflejo de la levedad que sin remedio transmitía a todo cuanto la rodeaba. Absorto en Fernanda, apenas si captó Martín el ambiente general, vaporoso, de la habitación.

Lo que no pudo dejar de percibir fueron los espejos. Una profusión de espejos de todos tamaños, colgados, empotrados, remetidos, colocados, puestos, pegados, que creaban con su perpetuo intercambio de engaños un inquietante juego de pers­pectivas. Entre esa multiplicación de imágenes, dominaba la recámara en su centro, como un lujurioso altar de la molicie, una alta y enorme cama montada sobre una tarima de dos escalones y cercada por velos que descendían desde las alturas de un baldaquino de rebuscadas columnas salomónicas de madera.

Martín la depositó sin demasiadas ceremonias sobre el mullido edredón de plumas de ganso, y con un sofoco que ya no era solamente de pasión, la miró extasiado, todavía sin creerlo del todo. Recordó la sentencia de san Pablo, que tan eficazmente solía calmar su conciencia en tales ocasiones: “Los pecados de la carne serán perdonados, mas no los del espíritu”. Y él menos que nunca ponía en duda en tales mo­mentos la sabiduría teológica.

Ella, siempre sin abrir los ojos, levantó los brazos como en ofrenda y él entendió lo que quería decir. Tomó el borde infe­rior de la túnica y lo enrolló poco a poco, con manos ligeramente temblorosas, sobre el cuerpo que se fue arqueando a su paso. Bajo la túnica, sin transición de ropajes intermedios, estaba ella en estado de gracia. La piel tersa y de color unifor­me. La cintura estrecha, apretada. Las levantadas nalgas eran duras, pequeñas, y con una suave depresión en su cara exter­na. Los muslos, fuertes, pero no musculosos. Los senos, de cáliz de orfebre veneciano, no admitían otro adjetivo que el insatisfactorio, pero inevitable “turgentes”, y vibraban con firmeza siguiendo la cadencia pausada que Fernanda imponía al descubrimiento de su cuerpo. Y el velloncito minucioso, parejo, como trazado a regla, añadía al casi doloroso deseo de Martín, el puro deleite de la contemplación: “Tu vientre, un montón de trigo cercado de violetas; los dos pechos tuyos como dos cabritos mellizos de una cabra”.

Era la clase de cuerpo compacto, él lo sabía muy bien, que no viene tan sólo de la relativa juventud, los genes selectos y las proteínas abundantes desde la cuna, sino también de la discipli­na y el ejercicio implacable. Estaba enterado de que ella iba al gimnasio con frecuencia, pero nunca sospechó que lo tomara tan en serio.

El olor de su desnudez era a cosa fresca, a fruta sin cortar, a aparato electrónico recién desempacado. Mientras Fernanda mantenía los ojos cerrados y se arqueaba calmosamente sobre la cama como gata golosa, Martín adivinó de algún modo lo que ella deseaba y comenzó a recorrerla entera con la lengua.

De pronto, al levantar la vista mientras lamía el tobillo, su mirada tropezó consigo misma: la base inferior del dosel, es decir el techo de la cama, era un gran espejo que no podía ser, como acaso los demás, para la práctica de la vanidad, sino para las artes del amor. Y desde ese nuevo ángulo, la arrebatadora belleza de Fernanda resultaba aún más enajenante. Martín no quiso especular de quién podría haber sido la idea sorprendente de tan obvia; simplemen­te la agradeció desde el fondo de su corazón.

Ésa era para Martín la prueba de fuego de toda experiencia: si lograba capturarla en el aquí-y-ahora. Porque siempre su mente tendía a fugarse, a separarse de lo que él estuviera haciendo, para juzgar y evaluar el acto desde la fría distancia del pensamiento, en vez de actuarlo simple, espontáneamente. Sus clases de budismo zen le prevenían enfáticamente contra ese perverso desvío de la atención. Tienes que concentrarte, le decían una y otra vez, en lo que estás haciendo, sea lo que sea. Todo tu ser debe estar en lo que estás, o no estás en ninguna parte.

En ese momento, en ese lugar, que eran todo el tiempo y todo el espacio, él estaba con Fernanda, y por una vez parecía estar logrando la concentración absoluta en el acto presente.

En esa cama, se dijo, instante por instante comenzaban y terminaban el universo y la eternidad. Y al momento se dio cuenta de la contradicción: otra vez estaba pensando lo que estaba haciendo, no lo estaba haciendo sin más. Se exigió, abatido, borrar toda idea, poner su mente en blanco y hundirse entero en la experiencia. ¡Pero ya! Y se puso talmúdico: Si no él, ¿quién? Si no entonces, ¿cuándo?

Sin interrumpir el meticuloso recorrido de su lengua por las inacabables sinuosidades del cuerpo que se cimbraba como bambú al paso de la caricia, Martín fue despojándose de sus ropas con movimientos bastante desaliñados, pero eventualmen­te efectivos, hasta que su desnudez acompañó a la de Fernanda en el estanque ilusorio del espejo en el dosel.

Se dejó sin embargo los gruesos lentes de fino arillo metáli­co, porque quitárselos era tanto como sacarse los ojos. Al ver su propio cuerpo reflejado arriba junto al otro espécimen soberbio, debió Martín reconocer que no obstante su pasado no tan remoto de gimnasta universitario, y a pesar de las dietas, los ayunos y los trotes diarios que lo conservaban en un estado físico superior al normal de su edad, no eran ellos dos animales comparables.

Ante la deslumbrante turgencia de carnes y perfección de líneas de Fernanda, su propia figura con lentes justificaba el concluyente dictamen del espejo: no eran, él y ella, animales equivalentes. Ya ni siquiera sus glúteos, construidos en la última adolescencia a punta de ejercicio implacable, y antaño reputados como “sexys” por algunas amigas de buena volun­tad, eran lo que habían sido.

En muchos aspectos había él llegado tarde a Fernanda. Unas mil canas y desveladas tarde; cientos de libros y botellas tarde; docenas de frustraciones y colesteroles tarde; dos o tres arrugas y gonorreas tarde.

Su mente había olvidado muchos de esos agravios, pero su cuerpo guardaba, en testimonio de un deterioro acumulado, eficaz memoria de todos y cada uno de ellos. Era, en fin, ese cuerpo sombra de aquel otro menos dañado, el que había conservado encendido un fuego ante el altar de Fernanda, y el que ahora llegaba como buenamente podía a esa cita tan largamente deseada.

Pero él sabría, se prometió recuperando el ánimo, compen­sar con ardor, con experiencia, con entrega, lo que ella le aventajaba en estética. Así que redobló la demora, la tardanza provocativa y esmerada de su lengua en cada milímetro del cuerpo fogoso que comenzaba ya claramente a acelerar sus ondulaciones.

Aspirando con fruición los diversos aromas de cada región de la piel explorada, Martín empezó a entender la maliciosa sabiduría de los espejos repartidos por la recámara. Desde la cama, y solamente desde ella, se descubría que la distribución de los espejos no era caprichosa. Estaban perfectamente orien­tados para crear en su conjunto una escenografía despiadada y simultánea, desde todos los ángulos posibles, de cuanto en la cama ocurría. Así, formaban una suerte de ojo de mosca del erotismo doméstico, una especie de foro a la impudicia, dise­ñado para el exclusivo solaz de los ocupantes de ese mullido tabernáculo de voluptuosidad. Lo cual le hizo recordar aquella falsa cita de Borges sobre lo abominables que son la cópula y los espejos, porque multiplican y divulgan el visible universo, que es una ilusión o más precisamente un sofisma.

Fernanda, siempre con los ojos cerrados y siempre cule­breando el cuerpo, comenzó a gemir cuando la lengua de Martín bajó de los pezones inflamados al clítoris tirante. Fue al principio un gemido quedo, como de cachorro desamparado. Y cada vez más alto. Y cada vez más rápido. Y cada vez más potente. Y a la lengua de Martín se unieron sus labios y sus dientes. Y las imágenes en los espejos se desbocaron. Y Mar­tín se retorcía de furor con el rostro remachado en la viscosa entrepierna, y las uñas de sus manos se clavaban sin misericor­dia en las nalgas endurecidas del cuerpo ajeno fuera de con­trol. Fernanda, además de agitarse como traspasada por brutales choques eléctricos, comenzó a azotar el rostro de un lado a otro y a morderse sin piedad el labio inferior, mientras sus manos afianzaban encarnizadamente la cabeza de Martín con­tra su ávida ranura.

El primer grito de Fernanda fue como el bramido único de una fiera herida. Los siguientes, que pusieron a Martín en un estado de fiebre enloquecida, llegaron a confundirse con la espeluznante serie de alaridos de quien es torturado por un experto.

Martín, con su ansiosa boca prendida al capullo de Fernan­da como a su última esperanza, pensó que no podría soportarlo más. Mil generaciones de antepasados varones le pateaban el cerebro con la orden fulminante de montar en ese mismo instante esa atroz cabalgadura. Era un apremio de barbarie, absoluto y tajante, el más primario e irracional de todos, que él supo de algún modo que debía resistir hasta que brotara de ella la exigencia de consumar el rito.

De pronto Fernanda lo jaló rabiosamente hacia sí, y de un zarpazo preciso aferró con violencia la erguida heráldica de Martín —su ya a esas alturas muy adolorida heráldica— y la encajó de golpe y sin miramientos en el húmedo vellón que se convulsionaba como yegua salvaje.

Gritando y sacudiéndose como endemoniada, Fernanda se encargó de pulverizar en un par de minutos la tremebunda erección de Martín, quien sin poder contenerse derramó bien adentro de ella tres caudalosas oleadas de tributos estupefactos, en un síncope de agonía y dando gracias a Dios por el milagro de estar vivo.

No era eso a lo que estaba acostumbrado Martín. Para él la mecánica del amor exigía perpetuarse en la refriega del balanceo a cualquier ritmo, con el sexo pausado de un dinosaurio, hasta que su compañera, saturada de crestas y valles de emo­ción, le suplicara entre quejidos lastimeros concluir por favor la tortura. Y aun entonces él se complacía en demorar el clí­max con saña de verdugo distraído, satisfecho de un dominio que en más de una ocasión le había dejado las rodillas irritadas por el frote excesivo con las sábanas.

Era así como su marca, como de hierro al rojo, solía gra­barse en el alma de sus inspiraciones. O al menos eso prefería él creer.

Y era así como Martín obedecía su vocación de apóstol del erotismo y de maestro de la dilación en un paraje estadístico donde tres cuartas partes de la población masculina en edad de merecer sufrían de eyaculación precoz.

Fernanda, jadeante debajo de él, comenzó a pasar de la crispación al relajamiento. Su respiración se fue aquietando, y minúsculas gotas de sudor brillaron en su cuello y en sus axilas de durazno. Martín sentía su progresivo aflojamiento como un triunfo de la paz, en tanto que la espesura del vellón minucioso aprisionaba aún su heráldica con pastosa tenacidad. Era sorprendente la fuerza que tenía Fernanda en los músculos vaginales; no guardaba él memoria, en su extenso catálogo de nidos, de ningún otro nido tan vigoroso.

Tampoco recordaba otro sabor íntimo como el suyo. La experiencia le había permitido verificar a Martín un conoci­miento confidencial transmitido con celo por los varones de su familia desde tiempos remotos, según el cual si las cosas se parecen a sus dueños y los perros se comportan como sus entrenadores, las vaginas exhiben a sus dueñas. Puesto en la fórmula escueta que utilizó su padre al comunicarle el secreto el día en que él cumplió 18 años: igual que su lubricante, es la mujer.

Para Martín esa regla había demostrado ser artículo de fe. Como una denuncia insobornable, como una confesión bajo drogas, como una evidencia más fiel que una huella digital, así había llegado él a considerar al elíxir de bienvenida, que reve­laba la cruda verdad de su propietaria con un veredicto sin apelación. Amarga, ácida, dulce, agria, insípida, melosa, espesa, picante, tibia, escurridiza, generosa… Como fuera una, era la otra. Todo el secreto estaba ahí.

Ese sencillo conocimiento ancestral le había ahorrado a Martín muchos desengaños, y gracias a él ahora estaba seguro de dos cosas: Fernanda era mucho más de lo que aparentaba ser, y no iba a desengañarlo. Su linfa era distinta a cuantas él recordaba. Grata y serena, incitante al olfato y placentera al gusto, tierna al tacto y sugerente a la vista, era una linfa hospi­talaria, amable y a la vez tentadora, de una feminidad altiva y confiada: la linfa de una real y apasionada dama. Tenía razón la serenata reiterada:

Nuestras almas se acercaron tanto así,

que yo guardo tu sabor

pero tú guardas también

sabor a mí.

7

Después de un largo rato de quietud sabiamente concedido a la sedimentación del amor, ella abrió los ojos, con indolencia suprema, y le sonrió como somnolienta. Tomó el rostro de él y lo besó suavemente en los labios. No parecía sorprenderle su breve desempeño. Quizá creía que siempre era así. Sin duda, con otro —¿o con otros?—, pero no con él. Ya se encargaría de desengañarla. Y se juró a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez…

Mientras tanto, una inquietud lo acosaba. Se apoyó en los codos para separarse unos centímetros de Fernanda y la miró a los ojos. La pregunta era obvia: ¿por qué él?

“¿Por qué no?”, contestó ella. Era su primera vez, es decir, la primera ilegal, y muy probablemente la última, aunque no se arrepentía. No es que le diera culpa. Era algo que tenía que hacer desde hacía mucho. Se lo debía a sí misma. Además él y ella eran antiguos conocidos, y ella sabía que lo atraía. Además él era discreto. Y…, continuó con una sonrisa mali­ciosa, Rogelio le había dicho que tenía fama de buen amante.

De modo, pensó Martín, que el miserable de Rogelio Cua­tro le había contado de él. ¿Qué más le habría dicho? ¿Que eran compinches del metódico libertinaje corporativo, pagado siempre por la constructora? ¿Que en sus fiestas privadas frecuentemente rivalizaban en la alfombra de la sala, entre el coro de aduladores, duraciones sobre sus respectivas cabalgaduras, y que casi siempre ganaba Martín? ¿Que en el asoleade­ro de algún penthouse ellos dos habían servido de panes del sándwich a cierta actricita que gustaba de actuar en esa clase de rodajes como rebanada de jamón? ¿Que una atlética negra fisicoculturista por poco estrangula a Rogelio con los muslos en una apartada playa de Oaxaca, mientras él y su vedette panameña los rociaban a chorros con champaña tibia? ¿Que en una suite de Cancún compartieron el mismo lecho con dos monumentales canadienses de ocho metros de altura, a las que montaron cuatrapeados sobre ellas mientras se saboteaban mutuamente el entusiasmo haciéndose uno al otro cosquillas en las plantas de los pies con plumas de ganso de un edredón destripado? ¿Le habría informado que esas experiencias eran divertidas, pero no excitantes? ¿Que eran más demostraciones de poder que búsquedas del placer? ¿Que el propósito de toda bacanal era alimentar el olvido y no la memoria, la trivialidad y no la hondura? ¿Que esos juegos tribales no alcanzaban la categoría de pecados sino, cuando mucho, de travesuras? ¿Podría adivinar Fernanda que en esos retozos simplemente no era posible alcanzar las conmociones telúricas que él acababa de experimentar con ella en ese lecho megalómano? ¿Qué tanto sabría ella, contado por Rogelio?

Martín quiso saber si había estado a la altura de sus reco­mendaciones, y en respuesta la risa de Fernanda esta vez casi pareció franca y sonora. Para deleite de Martín, se confirmaban a gran velocidad sus hallazgos vaginales. Mientras la fingida pazguatez de ella para consumo social se desgarraba a jirones, Fernanda estaba revelando, minuto a minuto, facetas nuevas y fascinantes. Sobre todo, un agudo sentido del humor, la única cualidad que para Martín distinguía a los seres huma­nos de los primates y de las estatuas.

Algún comentario hizo él en ese momento sobre la esceno­grafía de espejos, y ella le preguntó si le gustaba ver.

El asintió con la cabeza, y entonces ella estiró un brazo hacia atrás. En una esquina de la cabecera un tablero mostraba varios controles manuales. Fernanda hizo girar una perilla para que todas las luces de la recámara disminuyeran de intensidad hasta casi desaparecer. Luego oprimió uno de los botones, y el gran espejo superior se iluminó desde su parte posterior con una enorme imagen de televisión.

8

Era una escena clásica de película porno. Mejor dicho, pensó Martín, era La Escena, la ineludible culminación de las pobrezas imaginativas de esa artesanía menor: un titánico pene profesional llenaba toda la pantalla y era masajeado con maes­tría por dos muchachitas rubias puestas de rodillas y destinadas sin remedio al inminente estertor pringoso del momento del aleluya. Una vez más observó él que para Fernanda sus ojos y el estímulo sexual tenían un pacto de no agresión, pues ella no le concedió a la fálica techumbre ni siquiera una ojeada de lástima. Así que de nuevo lo asaltó la pregunta: ¿de quién habría sido la idea de poner esa pantalla ahí?

Nuevamente se esforzó por borrar esa inquietud recordando la receta preferida de ese inmenso bohemio que fue su padre: si quieres ser feliz, como me dices, no analices, no analices. Y recordó, como le ocurría con frecuencia en esos casos su­brepticios, el señero ejemplo de George Washington: primero en la guerra, primero en la paz, primero en el corazón de sus compatriotas y segundo en la cama de su mujer, que era viuda.

En general, las mujeres que conocía en el sentido bíblico, seres esencialmente táctiles, no encontraban mayor excitación en contemplar imágenes, ya fueran fijas o en movimiento. Para él, voyeurista militante, eso era un perpetuo manantial de frustración. Pero Fernanda era el caso más grave de insensibi­lidad visual que había conocido. Para todo efecto práctico, la industria de la pornografía podía contabilizarla como ciega.

En el cine cómico, se dijo, los gags eran esencialmente unos cuantos y se conocían todos desde la época muda. En el cine porno ocurría algo parecido. Las imágenes estimulantes eran unas pocas y se usaban completas, una y otra vez, en cada “nueva” producción. Ahí sí que se aplicaba la cretina frase: cuando has visto una, las has visto todas. Si hasta los penes eran los mismos; muy probablemente el colosal ariete que en el techo estaba a punto de estallar en una efusión de dólares por onza fuera el de John Holmes, estrella de la especialidad y, por supuesto, víctima del sida.

Georges Simenon también acababa de morir, recordó Mar­tín, de puro viejo, en su cama. Según sus propias cuentas, el caudaloso novelista se pasó por las armas, a lo largo de su vida, a unas diez mil doncellas, casi todas ellas prostitutas, salvo su propia hija. Holmes presumía de tres mil de las mismas y murió antes de cumplir los cuarenta, de esa deplorable manera. Destinos distantes o la diferencia entre un garañón genial y un garañón nomás genital. Ahora ambos estarían quizá cumpliendo el resto de su tarea pendiente con las ochenta mil huríes que según la promesa islámica le tocaban a cada uno.

Regresando a lo otro, pensó Martín que eso era lo único la­mentable del cine pornográfico: su reducido catálogo, su po­brísimo lenguaje, su tartamudez narrativa. Todo lo cual, con franqueza, a él le tenía perfectamente sin cuidado, pero sólo porque era un caso extremo de pornoconsumismo indiscrimi­nado, un fanático de la feminidad al natural como fuera y donde fuera. Reconociéndose como devoto voyeurista, aprecia­ba con igual fervor cualquier estampa obscena, exactamente de la manera en que una beata desconocedora de Mishima venera con idéntica unción catorce muy diferentes versiones de San Sebastián y las flechas.

9

No tuvo que preguntar por la ubicación del cuarto de baño. Todo en esa casa estaba donde naturalmente tenía que estar. Era una de las perversiones propias de la arquitectura de los antiguos, se dijo, obedecer al sentido común.

En el camino, entre la penumbra y la gruesa alfombra que le hacía caminar como pelícano, estrelló un pie contra un objeto que casi derriba. Se quejó, doblado sobre sí mismo y sobándose el pie lastimado.

Fernanda lo contemplaba sonriendo mientras arriba el olvi­dado superfalo profesional, como estaba previsto desde el principio de los tiempos, rociaba en technicolor el rostro de las dos candorosas muchachitas con su abundoso manantial de promesas despilfarradas. Es correcto, diría tal vez un cosmetó­logo: es un buen nutrimiento para el cutis.

El objeto causante del tropiezo de Martín, recitó ella de corridito, emulando el tono de los guías de turistas, era un aguamanil o lavamanos o más propiamente jofaina, voz árabe desde luego, cuyo uso era evidentemente la higiene corporal en las épocas sin agua corriente; montada en un mueble tripié de ébano, que es una madera dura oriunda de África, la palangana es de cerámica poblana y los percheros colocados en su parte superior servían para sostener los retazos de tela basta empleada entonces como toalla, invento éste, por supuesto, muy posterior; de elevado precio, había pertenecido al virrey Mel­chor Portocarrero y formaba parte del patrimonio familiar desde hacía poco más de dos siglos.

Martín miró un momento el trebejo con evidente admiración y en seguida con gran formalidad, descansó cuidadosamente en el piso el pie lastimado y orinó sin miramientos en el tesoro familiar.

Desde ese instante, declaró al terminar su desahogo en la palangana de cerámica invaluable, el trasto quedaba elevado a la categoría de bacinica real.

Ella frunció divertida los labios en un mohín despreocupado y comentó que, conociendo la estirpe de locos dueña de esa antigüedad, podía asegurarle que no era el primero en hacer eso, o algo peor.

Martín no le contestó porque estaba levantando la ropa del suelo. Era una de sus manías. No podía soportar ver ropa fuera de lugar, en el cuerpo o fuera del cuerpo. La suya, menos que ninguna otra. Así que tomó varios ganchos del clóset de Fernanda y fue colgando en ellos las prendas que había botado antes por la alfombra, en el arrebato de la pasión.