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Las dos grandes obsesiones de Chesterton, el arte y la religión, se reúnen en esta colección de ensayos que nacieron como reseñas literarias y acabaron convirtiéndose en un recorrido por lo bueno y lo superior. Así, los personajes glosados por Chesterton en este volumen, se dividen en dos categorías, los "temperamentos artísticos" (Blake, Lord Byron, Charlotte Brontë, William Morris, Robert Louis Stevenson) y los "temperamentos religiosos" (Francisco de Asís, Savonarola y Lev Tolstói). Cada uno de estos retratos nos permite descubrir a un Chesterton capaz de aunar, de un modo magistral, biografía y ensayo. "Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo." Jorge Luis Borges "Chesterton merece una constante declaración de lealtad por nuestra parte." T.S. Elliot
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Veröffentlichungsjahr: 2018
G. K. CHESTERTON
ENSAYOS SOBRE ESCRITORES, ARTISTAS Y MÍSTICOS
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE JUAN ANTONIO MONTIEL Y NATALIA BARBAROVIC
William Blake habría sido el primero en entender que toda biografía debería empezar con las palabras: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Si nos propusiéramos contar la vida del señor Jones de Kentish Town, por ejemplo, habría que tener en cuenta muchísimos siglos. Para empezar, tendríamos que comprender que el apellido Jones, siendo tan común, no es por ello un apellido vulgar, sino todo lo contrario: su difusión da cuenta de la popularidad del culto a San Juan el Divino. Sin duda, el adjetivo Kentish es un misterio, dadas sus implicaciones geográficas,1 aunque de ningún modo es tan misterioso como la terrible e impenetrable palabra town [ciudad], cuyo significado sólo estará a nuestro alcance cuando hayamos hurgado en las raíces de la humanidad prehistórica y presenciado las últimas revoluciones de la sociedad moderna. Así pues, cada término nos llega coloreado por su deriva histórica, cada etapa de la cual ha producido en él por lo menos una leve alteración. El único modo correcto de contar una historia sería comenzar por el principio… del mundo; de modo que, en pos de la brevedad, la totalidad de los libros comienza del modo incorrecto. No obstante, si Blake escribiera su propia biografía, no empezaría hablando de su nacimiento o de sus orígenes nobles o plebeyos. Ciertamente, William Blake nació en 1757 en el mercado de Carnaby… pero la biografía de Blake escrita por él mismo no habría comenzado así, sino con una larga disquisición en torno al gigante Albión, los muchos desacuerdos entre el espíritu y el espectro de aquel caballero, las doradas columnas que cubrían la tierra en sus orígenes y los leones que caminaban ante Dios en su dorada inocencia. Habría estado llena de simbólicas bestias salvajes y mujeres desnudas, de nubes monstruosas y templos colosales; y todo habría sido decididamente incomprensible, pero en ningún caso irrelevante. Los mayores acontecimientos de la biografía de Blake habrían tenido lugar antes de su nacimiento.
En cualquier caso, creo que conviene contar la vida de Blake en primer lugar y sólo después ocuparnos de los siglos que la precedieron. Ciertamente, no es fácil resistir la tentación de contar todo lo que pasó antes que Blake existiera, pero resistiré y empezaré por los hechos.
William Blake nació el 28 de noviembre de 1757 en la calle Broad, en la zona del mercado de Carnaby; así que, como tantos otros grandes artistas y poetas ingleses, vio la luz en Londres. Y además en un comercio, al igual que muchos filósofos célebres y místicos ardorosos. Su padre fue James Blake, un próspero vendedor de calzas. Desde luego, resulta interesante comprobar cuántos ingleses de gran imaginación surgieron de un entorno como ése. Napoleón afirmó que Inglaterra era una nación de tenderos; de haber llevado su análisis un poco más lejos podría haber descubierto por qué es también una nación de poetas. Nuestra reciente falta de rigor en la poesía y en todo lo demás se debe a que ya no somos los dependientes de la tienda, sino sus propietarios. Sea como fuere, al parecer no hay duda de que William Blake se crió en la atmósfera típica de la pequeña burguesía inglesa. Se le inculcaron modales y moral a la vieja usanza, pero nadie pensó jamás en educar su imaginación, la cual probablemente se salvó gracias a ese descuido. Se conservan pocas anécdotas de su infancia. Un día se quedó hasta muy tarde en el campo y al volver le contó a su madre que había visto al profeta Ezequiel sentado bajo un árbol. La madre lo castigó. Así concluyó la primera aventura de William Blake en el país de las maravillas del que era ciudadano.
Mientras que su progenitora parece haber sido inglesa, prácticamente no hay duda de que su padre, James Blake, era irlandés. Algunos han encontrado en esa sangre irlandesa una explicación a la potencia de su imaginación. La idea parece plausible, aunque no podría aceptarse sin reservas. Quizá sea cierto que, de estar libre de la opresión, Irlanda produciría místicos más puros que Inglaterra, pero por la misma razón produciría menos poetas. Un poeta puede permitirse ser impreciso, mientras que los místicos odian la vaguedad. Los poetas mezclan inconscientemente el cielo con el infierno, mientras que los místicos los separan, aunque disfruten de ambos. Para decirlo sumariamente: un inglés típico asocia indefectiblemente a los elfos con los bosques de la Arcadia, como Shakespeare y Keats, mientras que el típico irlandés puede imaginar ambas cosas por separado, como Blake y W. B. Yeats. Si algo heredó Blake de su estirpe irlandesa fue la solidez de su lógica. Los irlandeses son lógicos en la misma medida en que los ingleses son ilógicos. Destacan en aquellos oficios para los que se requiere la lógica, tales como las leyes o la estrategia militar. Sin duda, Blake contaba entre sus virtudes la de poseer esa clase de raciocinio. Nada en su pensamiento era amorfo o inconexo. Poseía un esquema que explicaba el universo entero, sólo que nadie más podía entenderlo.
Entonces, si Blake heredó algo de Irlanda, fue su lógica. Tal vez en su elucidación del complejo esquema del misticismo hubiera algo de la facultad que le permite al señor Tim Healy comprender las reglas de la Cámara de los Comunes. Tal vez en la súbita beligerancia con la que echó al insolente dragón de su jardín hubiera algo de aquello que garantiza el triunfo al soldado irlandés. Pero esa clase de especulaciones son fútiles porque no sabemos si James Blake era irlandés por accidente o por verdadera tradición. Y tampoco sabemos lo que es la herencia: los más recientes investigadores se inclinan a pensar que no significa nada en absoluto. Y no sabemos lo que es Irlanda, y no lo sabremos hasta que, como cualquier otra nación, sea libre para crear sus propias instituciones.
Pero pasemos a cosas más indiscutibles y positivas. William Blake era bajito y delgado, pero tenía una gran cabeza y los hombros más anchos de lo que era natural para su estatura. Existe un bello retrato suyo que muestra un rostro y un cuerpo más bien cuadrados. Digamos que tenía algo del típico hombre cuadrado del siglo XVIII: se parecía un poco a Dantón, aunque sin su estatura; a Napoleón, aunque sin esa máscara de belleza romana; a Mirabeau, sólo que sin la disipación y la enfermedad. Tenía los ojos oscuros y extraordinariamente grandes pero, a juzgar por aquel retrato sencillo y honesto, sus grandes ojos eran aún más brillantes que oscuros. Si entrara de pronto en la habitación (y sin duda lo haría así: de pronto), creo que primero percibiríamos una amplia cabeza a lo Bonaparte y unos hombros anchos también a lo Bonaparte y sólo después nos daríamos cuenta de que el cuerpo que sostiene esos hombros y esa gran cabeza es frágil y delgado.
Su complexión espiritual era, de algún modo, bastante similar: era un tipo raro, pero de sólido carácter. Se podría decir que era decididamente maníaco o decididamente mentiroso, pero de ningún modo voluble o histérico: no era un diletante ni un aprendiz de cosas inciertas. Con su gran cabeza de lechuza y su pequeña figura fantástica debe de haber recordado a un elfo más que a un humano que viajara por la tierra de los elfos. Era, decididamente, un natural de ese plano sobrenatural. En su culto a lo sobrenatural no había fervores obvios ni superficialidades. Lo desconcertante no era su frenesí, sino su frialdad. Desde aquel primer encuentro bajo el árbol con Ezequiel, se refirió siempre a esa clase espíritus en un tono coloquial. En el siglo XVIII campeaba un sobrenaturalismo pomposo; en contraste, el de Blake era el único sobrenaturalismo natural. Muchas personas reputadas juraban haber presenciado algún milagro: él se limitaba a relatarlo. Hablaba de un encuentro con Isaías o con Isabel I no como hechos irrefutables, sino como algo tan obvio que ni siquiera valía la pena discutirlo. Los reyes y los profetas venían del cielo o del infierno a sentarse a su lado y él se quejaba de ellos con toda espontaneidad, como si se tratara de actores un tanto problemáticos. Se enfadaba porque Eduardo I lo interrumpía mientras intentaba conversar con sir William Wallace. Ha habido testigos de lo sobrenatural más convincentes, pero creo que jamás hubo uno más sereno.
Gracias a los cimientos con que la dotó en su juventud, su vida privada se nutría de la misma raíz indescriptible: una especie de inocencia abrupta. Todo lo que el destino le deparó, especialmente en sus primeros años, fue de una rareza plácida y prosaica. Vivió los pleitos y los coqueteos comunes de la infancia y un día cualquiera se puso a hablar con una chica sobre la actitud grosera de otra joven. La chica (su nombre era Katherine Boucher) lo escuchó con aparente paciencia hasta que Blake (según contó ella más tarde) repitió algo que la joven grosera le había dicho, o relató algún incidente que a la señorita Boucher le pareció patético o cruel. «¿De veras le parece cruel? —dijo de pronto William Blake—. Entonces estoy enamorado de usted». Después de una larga pausa, la chica le respondió: «Pues yo también». De este modo súbito y extraordinario se decidió un matrimonio cuya ternura ininterrumpida sería puesta a prueba por una larga vida de alocados experimentos y aún más alocadas opiniones, pero que no se ensombreció jamás hasta el día en que Blake, agonizante y en un insólito éxtasis, pronunció el nombre de ella sólo después del de Dios.
A este período temprano, infantil, romántico e inocente, correspondió la publicación del primero y más famoso de los libros de Blake: Canciones de inocencia y de experiencia. Estos poemas son los más juveniles y espontáneos que escribiera jamás; sin embargo, también resultan inusitadamente añejos y recompuestos tratándose de un hombre tan joven y espontáneo. Poseen la cualidad anteriormente descrita: un sobrenaturalismo maduro y consistente. Lo que al lector le resulta extraordinario parece, en cambio, bastante común para el escritor. Una de las características de Blake es que podía escribir poemas de gran perfección: una lírica absolutamente clásica. Ningún autor isabelino o de la época Augusta fue capaz de una precisión como ésta:
¡Ah, girasol, cansado del tiempo,
Que cuentas los pasos del sol …!
[O sunflower, weary of time, | That countest the steps of the sun].
Sin embargo, Blake también se caracterizaba por estar dispuesto a incluir en un poema —por lo demás bastante bueno— versos como los siguientes:
Y la modesta dama contrahecha, que está siempre en la iglesia,
No tendría hijos patizambos ni repartiría ayunos y latigazos
[And modest dame Lurch, who is always at church, | Would not have bandy children, nor fasting, nor birch],
que no tienen el menor sentido ni conexión alguna con el poema. Con relación a tal contraste existe un ejemplo aún más evidente: la bella y discreta estrofa en la que Blake describe por vez primera las emociones del aya, madre espiritual de muchos niños:
Cuando se oyen en el verde las voces de los niños
Y llegan a la colina las risas,
El corazón me descansa en el pecho
Y todo el resto está quieto.
[When the voices of children are heard on the green, | And laughing is heard on the hill, | My heart is at rest within my breast, | And everything else is still.]
Pero he aquí un fragmento igualmente discreto que Blake escribió más tarde:
Cuando voces infantiles se escuchan en el prado
Y susurros en el valle,
Los días juveniles surgen frescos en mi mente
Y mi rostro se torna verde y lívido.
[When the voices of children are heard on the green | And whisperings are in the dale. | The days of my youth rise fresh in my mind, | My face turns green and pale.]
El último verso, decididamente monstruoso, también es típico de William Blake. Era capaz de decir que el rostro de una mujer se tornó verde con la misma soltura y y el mismo énfasis con que habría dicho los campos se tornaron verdes bajo su mirada: ésa es la cualidad que resulta más personal e interesante en la inamovible psicología juvenil de Blake. Se enfrentó al mundo con un misticismo eminentemente práctico: vino a enseñar, más que a aprender. Ya de niño rebosaba de información secreta y a lo largo de su vida padeció las deficiencias del que siempre da sin permitirse jamás recibir. El caudal de su propio discurso lo ensordecía. Así se explica que careciera de paciencia aunque no le faltara caridad. Al cabo, la impaciencia le trajo todos los males que suele deparar la falta de caridad: la impaciencia lo hizo tropezar y caer veinte veces en su vida. El resultado fue la desafortunada paradoja de quien vive predicando el perdón y parece, sin embargo, incapaz de perdonar las más nimias afrentas. Él mismo afirmó en un sonoro epigrama:
Hayley dice perdonar a sus enemigos
Cuando nunca en su vida perdonó a un amigo
[To forgive enemies Hayley does pretend, | Who never in his life forgave a friend].
Pero esos versos, que sin duda contienen una buena dosis de verdad, pierden fuerza cuando se aplican al propio poeta: el desdichado William Hayley había sido amigo de Blake, que no supo perdonarlo. Aquello no se debió, sin embargo, a la falta de amor o de compasión, sino estrictamente a la falta de paciencia, que a su vez explica la desbordante y casi brutal solidez de convicciones con la que Blake se lanzó sobre el mundo como una bala de cañón al rojo vivo, tan súbitamente como hace un momento lo imaginábamos entrando en una habitación con su gran cabeza de bala por delante. Su cabeza era en efecto una bala: una bala explosiva.
Del resto de sus primeras relaciones sabemos poco. Los padres, a quienes menciona con frecuencia en sus poemas tanto para elogiarlos como para hacerles reproches, son el padre y la madre abstractos y eternos: carecen de características propias. Puede inferirse un singular vínculo emocional con su hermano mayor, Robert, que apareció constantemente en sus visiones y que, al parecer, le enseñó una nueva técnica de grabado. Pero incluso esta inferencia es dudosa, puesto que Blake se topó en sus visiones con la gente más variopinta, gente con la que ni él ni nadie tuvo jamás la menor relación personal, y en este sentido bien pudo aprender la técnica de grabado de Bubb Doddington, o del preste Juan, o del decano de los panaderos de Brighton. Ése es uno de los motivos por los que las visiones de Blake nos parecen genuinas. En cualquier caso, sin importar quién le enseñara una nueva técnica de grabado, no hay duda de que fue un grabador mortal y ordinario el que le enseñó en primer lugar la técnica mortal y ordinaria del grabado común y corriente, que él, a todas luces, aprendió a la perfección. Cuando su padre lo hizo entrar como aprendiz en un taller de grabado en Londres Blake se mostró diligente y capaz. Toda su vida fue muy trabajador, y sus fracasos, que fueron muchos, jamás se debieron a la ociosidad o a la vida desordenada que suele atribuirse a los temperamentos artísticos. Puede que tuviera un humor agrio e intolerante, pero no era ineficiente; aunque tendiera a insultar a sus patrones, por regla general no les fallaba. Pero de este aspecto de su carácter quizá deberíamos ocuparnos después. Su habilidad técnica era muy grande: este hecho y una cierta originalidad atrajeron la atención y el interés del escultor John Flaxman [fig. 1].
La influencia de ese gran hombre en la vida y obra de Blake se ha subestimado gravemente. Las causas de tal error son demasiado complejas para abordarlas aquí, pero se resumen en un malentendido respecto de la naturaleza del clasicismo y la del misticismo. En cualquier caso, sin duda puede afirmarse que Blake siguió siendo un flaxmanista hasta el día de su muerte. Es bien sabido que, como escultor y dibujante, Flaxman representaba el clasicismo en su más diáfana y fría expresión. No admitía en los cuadros ni una sola línea que no hubiera podido estar en un bajorrelieve griego. Evitaba incluso el escorzo y la perspectiva, como si éstos tuvieran algo de grotesco. Y ciertamente lo tienen: bien visto, nada puede ser más gracioso que el hecho de que el padre pueda parecer un pigmeo si está a suficiente distancia del hijo: en realidad, la perspectiva es el lado cómico de las cosas. Flaxman percibió esto vagamente: se rebelaba ante los casi insolentes escorzos de Rubens o de Veronés como se habría rebelado ante las gigantescas botas en primer plano de un fotógrafo aficionado. Para él, en la pintura y el dibujo el gran arte era plano y todo podía lograrse con una simple línea sobre ese plano único. Probablemente Flaxman sea mejor conocido entre el público en general por sus ilustraciones lineales del Homero de Pope que, por cierto, reproducen de un modo exquisito las austeras limitaciones de los vasos y relieves griegos [figs. 2-4]. Puede que un mero brazo levantado baste para reflejar la ira o una cabeza baja para insinuar la tristeza, pero los rostros de todos esos dioses y héroes son, como puede adivinarse, tan bellos o tan bobos como los rostros de los muertos. Lo importante, sin embargo, es que la línea no debe jamás ser vacilante o inútil: para Flaxman, una línea que no va a ninguna parte en un dibujo es como una vía férrea que no va a ninguna parte en un mapa.
Ese principio de Flaxman fue también uno de los más sólidos principios de Blake hasta el día de su muerte. No me atrevería a afirmar que lo aprendió de él: sin duda formaba parte de su personal filosofía artística, pero le debe de haber resultado estimulante que su maestro compartiera sus ideas: la influencia de aquel hombre mayor y más famoso debe de haberlo hecho reafirmarse en sus convicciones. Nadie que no se haya dado cuenta de que William Blake era un fanático de la firmeza del trazo está en condiciones de entender sus cuadros ni las distintas alusiones de sus epigramas, sátiras y críticas artísticas. Lo que más amaba en el arte era la lucidez y la decisión en el trazo que pueden verse en los dibujos de Rafael, los Mármoles de Elgin y los más elementales bocetos de Miguel Ángel. Y lo que más odioso le resultaba era lo que hoy llamaríamos «impresionismo»: la sustitución de la forma por la atmósfera, el sacrificio de la forma por mor del matiz, el paisaje nuboso del mero colorista. Con esa impudicia ciclópea que era el signo más asombroso de su sinceridad trataba a los hombres más reputados no sólo como si fueran insignificantes, sino con auténtico desprecio. De este modo discute con las autoridades artísticas en un poema:
Tendréis que concederme que Rubens era un majadero,
Sin embargo le habéis hecho gran maestre de vuestra escuela
Y habéis soltado más dinero por sus baboseos
Que el que daríais por las mejores obras de Rafael.
[You must agree that Rubens was a fool, | And yet you make him master of your school, | And give more money for his slobberings | Than you will give for Rafael’s finest things.]
Y luego, en uno de esos súbitos arrebatos de lucidez que terminaron por convertirlo en una especie de espadachín, acaba con Rubens:
Tengo entendido que Cristo era carpintero
Y no mozo de cervecería, mi buen señor.
[I understood Christ was a carpenter | And not a brewer’s servant, my good sir.]
En otra sátira reformula la fábula del perro, el hueso y el río,2 y con un humor admirable permite que el perro se explaye sobre la vasta superioridad pictórica del reflejo del hueso en el agua por sobre el hueso mismo: su sombra delicada y sugerente, rica en tonalidades, frente a la dureza y el academicismo del hueso verdadero. Blake compuso las sátiras más agudas que se hayan escrito jamás sobre los impresionistas, aunque lo hizo antes de que éstos nacieran.
Vista superficialmente, la historia de Blake sería la de un hombre que comenzó siendo un buen grabador y al cabo llegó a ser un gran artista, pero la verdad es más profunda, y la mejor manera de expresarla sería decir que era un buen artista cuya idea de la grandeza consistía en ser un extraordinario grabador. Para él, que el arte de la reproducción pasara por tallar madera o hacer muescas en la piedra no era un mero accidente técnico: prefería pensar que, aunque fuera dibujante, era también escultor, y al ilustrar una página seguramente pensaba que habría sido mejor grabar aquellos trazos en mármol o en piedra. Como cualquier romántico verdadero, amaba lo irrevocable; como cualquier artista verdadero, odiaba la goma de borrar. Tomemos por ejemplo sus ilustraciones del Libro de Job. Cuando acierta, lo hace súbitamente y de lleno, como cuando muestra a los hijos de Dios cantando de alegría [fig. 5]: los mismos hijos de Dios podrían cantar de alegría ante la excelencia de su retrato. Ahora bien, cuando se equivoca lo hace de una manera absoluta e irremediable, como en el horroroso dibujo de Satán danzando entre unas enormes piedras [fig. 6]. Pero ambos dibujos son igualmente definitivos: si uno es irremediablemente malo, el otro es irremediablemente bueno. La valentía (que, junto con la bondad, es la única virtud fundamental) está presente de una manera prodigiosa en los dos: ningún cobarde podría haberlos hecho.
El momento culminante de Blake, tanto en el arte como en la literatura, fue la publicación de una serie de obras alegóricas. Primero apareció Las puertas del Paraíso y enseguida Urizen y El libro de Thel [figs. 7-9]. En ellas mostró por primera vez su técnica de grabado y comenzó a desarrollar su personal estilo de ilustración ornamental que, como el de Flaxman, se caracterizaba por la definición del trazo y el tratamiento severo y heroico. Muchos artistas, aparte de Flaxman, influyeron en el arte de William Blake; la propia personalidad de Blake influyó poderosamente en su arte, pero nada ni nadie consiguió debilitar su estima por el trazo académico. Si el lector observa cualquiera de los dibujos de Blake —varios de los cuales se reproducen en este libro—, verá claramente a qué me refiero. Muchos son horribles, otros, extravagantes, pero ninguno carece de forma, ninguno es lo que hoy se llamaría «sugerente», ninguno, en una palabra, es timorato. Un hombre puede parecer un monstruo, pero un monstruo perfectamente sólido. Si Dios se representa de la manera más equivocada, el error resultante es inequívoco. Por esa misma época, Blake empezó a ilustrar libros y decoró con sus dibujos oscuros, y sin embargo perfectamente definidos, El sepulcro de Robert Blair y el Libro de Job. En estas láminas se hace evidente que el artista, cuando yerra, no lo hace por vaguedad, sino por la severidad del tratamiento. La belleza del ángel que toca la trompeta cabeza abajo ante la calavera de Blair [fig. 10] es la de un atleta griego. Y si su belleza es la de un atleta, también su fealdad es la de un atleta… o quizá la de un acróbata. Las contorsiones y posturas exageradas de algunas figuras de Blake no provienen de su ignorancia de la anatomía humana, sino de una especie de alocado conocimiento. Fuerza los músculos y rompe las articulaciones como si fueran los del deportista que compite por un trofeo.
Las ilustraciones de Blake que pueden verse en ese libro se cuentan entre los dibujos más simples y sólidos que jamás salieron de un lápiz que, en sus mejores momentos (para ser justos), tendía justamente a lo simple y lo sólido. Nada hay, por ejemplo, más cómico o más trágico que el hecho de que Blake ilustrara la ingente épica de Blair titulada El sepulcro, o bien que Blake y Blair hayan tenido que encontrarse justamente en el sepulcro, que a decir verdad era lo único que podían tener en común. El poeta estaba lleno de los más abrumadores lugares comunes del racionalismo dieciochesco; el artista, de una poesía que le habría parecido aterradora al poeta: heredera de los místicos de todos los tiempos y transmitida de mano en mano hasta los místicos de hoy. Blake fue hijo de los rosacruces y de los misterios de Eleusis y padre de la hermandad prerrafaelita e incluso de la revista The Yellow Book. Pero el excelso señor Blair era inocente respecto de todo esto, igual que, con toda probabilidad, lo era el excelso señor Blake. En todo caso, lo que en realidad merece nuestro interés es lo siguiente: que las ilustraciones resultaron eficaces y satisfactorias tanto para Blair como para Blake. La ilustración en que puede verse a un anciano que inclina la cabeza para entrar en la sombría gruta de la tumba, por ejemplo [fig. 11], es un dibujo excelente sin importar su significado, y esa excelencia se debe a su simplicidad. Los yerros, por su parte, se deben siempre a la dureza y a la severidad, nunca a la vaguedad y la fantasía. Blake era más grande que Flaxman, pero también menos ecuánime. Era más duro que su maestro porque estaba más loco. La figura invertida que toca la trompeta es tan perfecta como podría serlo una figura de Flaxman, sólo que está invertida. Flaxman invertido es casi una definición de Blake.
Esta formulación del concepto de arte en Blake, pese a su elementariedad, explica perfectamente esa etapa de su vida. Las convicciones de Blake se formaron y solidificaron inusualmente temprano, de modo que su carrera es casi ininteligible sin sus opiniones, e incluso teniéndolas en cuenta resulta bastante excéntrica. Flaxman lo había introducido en el mundillo literario sobre todo invitándolo a las recepciones de una culta señora de apellido Mathew [fig. 12]. En aquellas veladas, Blake gozó de reconocimiento intelectual, pero no ganó simpatías personales. La mayoría de sus biógrafos lo atribuyen a la «rigidez de su conducta» y a una sinceridad casi infantil que ciertamente lo caracterizaba. Pese a todo, no puedo evitar pensar que la costumbre de cantar sus poemas al son de melodías inventadas por él mismo debe de haber tenido algo que ver. Sus opiniones sobre cualquier tema no sólo eran tajantes, sino incluso agresivas. Era un republicano feroz y un acérrimo crítico de los monarcas. Sin duda, la señora Mathew estaría acostumbrada a tratar con republicanos feroces que denunciaban a los reyes, pero probablemente no tanto a que alguien insistiera en usar un gorro frigio en las fiestas de sociedad. No obstante, hay que decir que la posición política de Blake, carente de toda mundanidad, se revestía de un pragmatismo excéntrico. Si Tom Paine no terminó en el cadalso se debió en gran parte a la perspicacia de Blake.
Éste no era, ni mucho menos, un poeta sentimental ni un místico bobalicón. Si era un loco, era también un hombre, y el énfasis puede ponerse en uno u otro término. Verbigracia, a pesar de su oficio sedentario y de sus pacíficas teorías, tenía un gran arrojo físico. Y no me refiero al arrojo que solemos asociar a los deportes convencionales, sino a un auténtico desprecio del peligro: una predisposición a enfrentarse a riesgos desconocidos. Era capaz de atacar repentinamente a hombres más corpulentos y fuertes que él, y lo hacía con tal violencia que el asombro terminaba derrotándolos de antemano. Una vez golpeó violentamente a un forzudo carretero que trataba con desconsideración a unas mujeres. Se lanzó sobre un guardia que había irrumpido en su jardín y, para sorpresa del hombre, lo sacó a rastras de su propiedad. Hay que tener en cuenta la furia y la violencia de éstos exabruptos físicos a la hora de juzgar algunos de sus exabruptos mentales. El más grave reproche (de hecho, el único) que puede hacerse a la conducta moral de Blake tiene que ver justamente con su propensión a permitir que la ira se antepusiera no sólo a la decencia, sino a la gratitud y la verdad. Solía maltratar a sus benefactores con tanta vehemencia como a sus enemigos. Difundió numerosos epigramas en los que tachaba de estúpido a Flaxman y acusaba a William Hayley (o cuando menos eso se desprendía de sus palabras) de ser un mentiroso y un asesino. Pero lo curioso es que muy a menudo le hizo justicia a esas personas antes y después de aquellos arrebatos. Me imagino que, en realidad, aquellos escritos no eran otra cosa que arranques. Hablamos de palabras y de golpes; para Blake, las palabras tenían el mismo carácter instantáneo de un golpe. No eran juicios, sino gestos. Jamás se dio por enterado de que litera scripta manet. No veía razón para no mostrarse afectuoso con alguien al que había tildado de asesino pocos días antes y se sorprendía ingenuamente de que el otro no le correspondiera. En ese aspecto era, tal vez, más femenino que masculino.