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Cuando se está atrapado en una tormenta de nieve, solo hay una forma de entrar en calor… Aggie conoció al multimillonario Luiz Montes enfrentándose a su horrible acusación de ser una cazafortunas. Y las cosas fueron a peor cuando se encontró atrapada en la nieve con el arrogante brasileño. Luiz no hizo nada para que Aggie mejorara su opinión sobre él. Sí, era increíblemente arrogante. Sí, era tan irresistible como creía ser. Y, para su exasperación, aun conociendo su fama de despiadado, descubrió que no era tan inmune a su letal encanto como había creído…
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.
TEMPESTUOSA TENTACIÓN, N.º 2236 - junio 2013
Título original: A Tempestuous Temptation
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3097-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Luiz Carlos Montes miró el trozo de papel que tenía en la mano, comprobó que estaba en la dirección correcta y, desde la comodidad de su elegante deportivo negro, echó un vistazo a la casa y sus alrededores. Primero pensó que eso no era lo que había esperado, después que había sido un error ir allí en su coche. Le daba la impresión de que era el tipo de lugar en el que cualquier cosa de valor podía ser robada, estropeada o destrozada por simple diversión.
La pequeña casa adosada, iluminada por la farola, libraba una batalla perdida por ofrecer cierto atractivo. El diminuto jardín frontal estaba flanqueado a la izquierda por un cuadrado de cemento ocupado por desordenados cubos de basura, y a la derecha por un cuadrado similar en el que un coche oxidado languidecía, esperando atención. Más adelante había una hilera de negocios que incluían un restaurante de comida china para llevar, una oficina postal, una peluquería, una tienda de licores y una tienda de periódicos que parecía ser el punto de reunión para el tipo de jóvenes que Luiz sospechaba no dudarían en asaltar su coche en cuanto se alejara de él.
Por suerte no sintió ninguna aprensión al mirar al grupo de adolescentes encapuchados que había ante la tienda de licores. Medía un metro noventa y su cuerpo musculoso estaba en plena forma gracias a una rigurosa rutina de ejercicio y deporte cuando encontraba el momento. No le resultaría difícil meter el miedo en el cuerpo a cualquier grupo de adolescentes fumadores de cigarrillos.
Pero era lo último que necesitaba. Un viernes por la noche. En diciembre. Con la amenaza de nieve en el aire y un montón de correos electrónicos que requerían su atención antes de que el mundo entrara en punto muerto durante las fiestas navideñas.
Sin embargo, las obligaciones familiares eran insoslayables. Una vez visto el lugar, tenía que admitir que su misión, a pesar de su inconveniencia, era necesaria.
Resopló con impaciencia y bajó del coche. Era una noche gélida, incluso para Londres. La semana había estado caracterizada por fuertes heladas nocturnas. Una capa de escarcha cubría tanto el coche oxidado como las tapas de los cubos de basura de los jardines que flanqueaban la casa.
Se trataba del tipo de distrito que Luiz nunca visitaba, no necesitaba hacerlo. Cuanto antes solucionara el problema y saliera de allí, mejor.
Con eso en mente, pulsó el timbre hasta que oyó el ruido de pasos acercándose a la puerta.
Aggie estaba a punto de empezar a cenar cuando sonó el timbre y sintió la tentación de ignorarlo, entre otras cosas porque sospechaba quién podía estar pulsándolo. Su casero, el señor Cholmsey, había estado protestando por su retraso en el pago del alquiler.
–¡Siempre pago puntualmente! –había protestado Aggie cuando la había llamado el día anterior–. Y solo llevo dos días de retraso. ¡No es culpa mía que haya huelga de correos!
Pero según él, sí lo era. Él le había hecho «el favor» de permitirle pagar por cheque, cuando el resto de sus inquilinos pagaban en metálico... Le había dicho que había gente en lista de espera para ocupar esa casa y que no tardaría un minuto en alquilársela a alguien más fiable. «Si no tengo el cheque mañana, tendrá que pagarme en metálico», había concluido.
No conocía al señor Cholmsey en persona. Había alquilado la casa por agencia hacía dieciocho meses y todo había ido de maravilla hasta que el señor Cholmsey había decidido ocuparse de sus propiedades sin intermediarios Desde entonces, Alfred Cholmsey se había convertido en un dolor de cabeza, que tendía a hacer oídos sordos cuando había que hacer reparaciones y le recordaba con frecuencia la escasez de propiedades en alquiler en Londres.
Temía que si no abría la puerta él encontraría la manera de poner fin al contrato de alquiler y echarla. Abrió la puerta con cautela y, sin quitar la cadena, empezó a hablar rápidamente para evitar que lo hiciera su odioso y desagradable casero.
–Lo siento mucho, señor Cholmsey, el cheque ya debería haber llegado. Lo anularé y mañana tendré el dinero en efectivo, se lo prometo –deseó que el hombre tuviera la cortesía de al menos situarse en su reducido campo de visión, en vez de quedarse a un lado, pero no tenía ninguna intención de abrir la puerta. En ese vecindario nunca se podía tener cuidado suficiente.
–¿Quién diablos es el señor Cholmsey y de qué demonios hablas? ¡Abre la puerta, Agatha!
La inconfundible y odiosa voz era ten inesperada que Aggie sintió la necesidad de desmayarse. ¿Qué hacía Luiz Montes allí? ¿Acaso no era lo bastante malo que en los últimos ocho meses hubiera investigado tanto a ella como a su hermano? Los había cuestionado con la débil excusa de la hospitalidad y «llegar a conocer al novio de mi sobrina y a su familia». Había hecho preguntas inquisitivas que se habían visto obligados a sortear y, en general, los había tratado como si fueran criminales en libertad condicional.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–¡Abre la puerta! No voy a mantener una conversación contigo desde el umbral –Luiz no tuvo que esforzarse para imaginar su expresión. La había visto las suficientes veces con su hermano y su sobrina para darse cuenta de que desaprobaba todo lo que él representaba y decía. Se había opuesto a cada uno de sus argumentos; era defensiva, peleona y todo lo que él habría hecho lo posible por evitar en una mujer.
Como se había dicho numerosas veces, no se habría sometido a su compañía si su hermana, que vivía en Brasil, no lo hubiera puesto en la desagradable situación de interesarse por su sobrina y el hombre con el que tenía relaciones. La familia Montes tenía una enorme fortuna y Luisa le había dicho que investigar al tipo con el que salía su sobrina era una simple precaución. Aunque Luiz no creía que mereciese la pena, porque estaba seguro de que la relación fracasaría, había accedido a vigilar a Mark Collins y a su hermana, que parecía formar parte del paquete.
–¿Quién es el señor Cholmsey? –fue lo primero que dijo tras entrar en la casa.
Aggie cruzó los brazos y lo miró con resentimiento mientras él miraba a su alrededor con el desdén que había llegado a asociar con él.
Cierto que era guapo, alto, poderoso y sexy. Pero desde el instante en que lo había visto se había sentido helada hasta los huesos por su arrogancia, su desprecio por Mark y por ella y su velada amenaza de que estaba observándolos y más les valía portarse bien.
–El señor Cholmsey es el casero. ¿Cómo has conseguido esta dirección? ¿Por qué estás aquí?
–No sabía que alquilabas. Soy un estúpido. Tenía la impresión de que erais copropietarios de la casa. ¿De dónde sacaría yo esa idea?
Posó en Aggie sus ojos oscuros y fríos.
–También tenía la impresión de que vivías en un lugar menos... desagradable. Otro craso error.
Aunque Luiz prefería a las morenas altas de piernas largas y carácter sumiso, no podía negar que Agatha Collins era muy bonita. Medía poco más de metro sesenta, tenía el pelo rizado y muy rubio y la piel suave como el satén. Sus ojos eran de color aguamarina, enmarcados por pestañas muy oscuras, como si el creador hubiera elegido un pequeño detalle y lo hubiera hecho muy distinto, para que destacara entre la multitud.
Aggie se sonrojó y se maldijo mentalmente por haber seguido el juego a su hermano y a Maria. Cuando Luiz había hecho su primera e indeseada aparición en sus vidas, había accedido a quitarle importancia a su situación financiera, guardándose de decir la verdad.
–Mamá insistió en que el tío Luiz investigara a Mark –le había dicho Maria–. Y él lo ve todo blanco o negro. Sería mejor si cree que sois... No exactamente ricos, pero tampoco pobres.
–Todavía no me has dicho qué estás haciendo aquí –dijo Aggie.
–¿Dónde está tu hermano?
–Él no está aquí, ni tampoco Maria. ¿Cuándo vas a dejar de espiarnos?
–Empiezo a pensar que mi espionaje empieza a dar dividendos –murmuró Luiz–. ¿Cuál de vosotros me dijo que vivíais en Richmond? –se apoyó en la pared y la miró con esos profundos ojos oscuros que siempre conseguían que su sistema nervioso entrada en caída libre.
–No dije que viviéramos en Richmond –se zafó Aggie con culpabilidad–. Probablemente te dije que paseábamos mucho por allí en bicicleta. Por el parque. No es culpa mía que te hayas hecho una idea equivocada.
–Yo nunca me hago ideas equivocadas –su escaso interés por la tarea que le había parecido innecesaria se multiplicó, convirtiéndose en sospecha. Ella y su hermano habían mentido sobre su situación financiera y probablemente habían convencido a su sobrina para que los apoyara. Para Luiz, eso solo apuntaba en una dirección.
–Cuando conseguí esta dirección, me extrañó que no coincidiera con lo que me habíais dicho –empezó a quitarse el abrigo mientras Aggie lo miraba con consternación.
Siempre que había visto a Luiz, había sido en algún restaurante de moda de Londres. Mark, Maria y ella habían sido invitados a la mejor comida italiana, tailandesa y francesa que se podía comer en la ciudad. Advertidos por Maria de que su tío lo hacía para evaluarlos, habían sido corteses pero evitado dar detalles personales.
A Aggie la había irritado la idea de que estuviera evaluándolos y más aún sospechar que no le habían parecido lo bastante buenos. Pero una cosa era aguantarlo en un restaurante; que apareciera en su casa era excesivo. La inquietaba que estuviera poniéndose cómodo.
–Podrías traerme algo de beber –sugirió él–. Mientras espero a tu hermano, podemos explorar las otras mentiras que me quedan por descubrir.
–¿Por qué es tan importante que hables con Mark? ¿No podías haber esperado? ¿Invitarlo a cenar para analizar sus intenciones otra vez?
–Por desgracia, las cosas han cambiado –pasó a la sala. La decoración no era mejor que la de la entrada. Las paredes eran color queso viejo, deprimentes a pesar de los pósters de películas que las adornaban. El mobiliario era una desagradable mezcla de muebles viejos y usados y modernos de mal gusto. En un rincón había una vieja televisión sobre una mesita de pino.
–¿Qué quiere decir «las cosas han cambiado»? –exigió Aggie. Él se sentó en un sillón.
–Supongo que sabes por qué he estado pendiente de tu hermano.
–Maria mencionó que su madre puede ser algo sobreprotectora –murmuró Aggie. Resignándose a que Luiz no iba a irse, se sentó frente a él.
Como siempre, se sentía mal vestida. En las ocasiones en las que la habían arrastrado a esos lujosos restaurantes, incluso con su mejor ropa, se había sentido desvaída y pasada de moda. En ese momento, con pantalones de chándal y un enorme jersey de Mark se sentía como un espantajo.
–Hay que ser prudentes. Cuando mi hermana me pidió que echara un vistazo a tu hermano, intenté convencerla de que no era buena idea.
–¿En serio?
–Claro. Maria es una cría, y a esa edad las relaciones duran poco. Es ley de vida. Estaba seguro de que esta relación sería como todas, pero al final accedí a informarme.
–Es decir: a interrogarnos sobre todos los aspectos de nuestra vida e intentar que cometiéramos errores –apuntó Aggie con acritud.
–Felicidades. Presentasteis un frente muy unido. Apenas sé nada personal sobre vosotros y empiezo a pensar que los pocos detalles que me habéis dado son una sarta de mentiras, empezando por dónde vivís. Me habría ahorrado tiempo y esfuerzo si hubiera contratado a un detective.
–Maria pensó que...
–Hazme un favor. No metas a mi sobrina. Vivís en un tugurio que alquiláis a un casero carente de escrúpulos. Apenas podéis pagar el alquiler. Dime, ¿alguno de los dos tiene trabajo? ¿O eso era otra invención?
–Me molesta que invadas mi casa.
–La casa del señor Cholmsey, si es que esto puede llamarse casa.
–¡Bien! Me molesta que la invadas y me insultes.
–Peor para ti.
–De hecho, ¡quiero que te vayas!
–¿Crees que he venido hasta aquí para irme cuando las preguntas empiezan a resultarte incómodas? –Luiz soltó una carcajada.
–No veo qué sentido tiene que te quedes. Mark y Maria no están aquí.
–He venido porque, como dije, las cosas han cambiado. Se habla de boda. Y eso no puede ser.
–¿Boda? –repitió Aggie incrédula–. Nadie ha hablado de boda.
–Puede que tu hermano no te haya hablado a ti. Tal vez ese frente unido no lo sea tanto.
–¡Eres el ser más horrible que he conocido!
–Creo que has dejado clara esa opinión siempre que nos hemos visto –comentó Luiz.
–¿Has venido a amenazar a mi hermano? ¿A Maria? Son jóvenes, pero mayores de edad.
–Maria pertenece a una de las familias más ricas de Latinoamérica.
–¿Disculpa? –Aggie lo miró confusa. Había sabido que Maria no era una estudiante que tuviera que trabajar los fines de semana para pagar su matrícula. Pero ¿de una de las familias más ricas de Latinoamérica? Por fin entendía que hubiera querido que ocultaran que eran gente normal con problemas para llegar a fin de mes.
–Bromeas, ¿verdad?
–En asuntos de dinero pierdo el sentido del humor –Luiz apoyó los codos en los muslos y la miró seriamente–. No había planeado ponerme duro, pero he empezado a echar cuentas y no me cuadran los resultados.
Aggie intentó, sin éxito, enfrentarse a su mirada oscura e intimidante. No entendía por qué siempre que estaba con ese hombre perdía la serenidad. Se sentía tensa, avergonzada y a la defensiva. Y eso le impedía pensar a derechas.
–No entiendo qué quieres decir –farfulló ella.
–La gente rica a menudo se convierte en objetivo –dijo Luiz con claridad–. Mi sobrina es muy rica y lo será aún más cuando cumpla los veintiuno. Ahora parece que la aventura que esperaba que acabara tras un par de meses se ha convertido en una propuesta de matrimonio.
–Sigo sin creerlo. Tus datos son erróneos.
–¡Créelo! Y lo que yo veo es a un par de cazafortunas que han mentido sobre sus circunstancias para intentar equivocarme.
Aggie palideció. Las mentirijillas estaban adquiriendo el tamaño de montañas. Entendía por qué él había llegado esa conclusión.
La gente honrada no mentía.
–Dime, ¿es verdad que tu hermano es músico? Porque lo he buscado en Internet sin éxito.
–¡Claro que es músico! Toca en un grupo.
–Adivino que el grupo no es importante, y por eso no aparece en Internet.
–¡Vale! ¡Me rindo! Puede que hayamos...
–¿Falseado la verdad? ¿Manipulado la verdad hasta hacerla irreconocible?
–Maria ya dijo que lo ves todo blanco o negro –Aggie alzó la barbilla y lo miró. Una vez más, la maravilló que esa impresionante belleza física ocultara un carácter tan frío, despiadado y brutal.
–¿Yo? ¿Blanco o negro? –se indignó Luiz–. ¡No he oído nada tan ridículo en toda mi vida!
–Dijo que cuando te formas una opinión, no la cambias. Nunca miras a tu alrededor ni te permites cambiar de dirección.
–¡Eso se llama firmeza de carácter!
–Pues es la razón de que no fuéramos honestos al cien por cien. No es que mintiéramos, simplemente no lo dijimos todo.
–Por ejemplo que vivís en un tugurio alquilado, que tu hermano canta en pubs de vez en cuando y que tú eres maestra, ¿o eso último también es una exageración creativa?
–Claro que soy maestra. De primaria. ¡Puedes comprobarlo si quieres!
–Eso ya da igual. No puedo permitir que haya boda entre mi sobrina y tu hermano.
–¿Y qué vas a hacer? –Aggie estaba atónita. Una cosa era desaprobar su elección y otra muy distinta obligarla a aceptar otra. Luiz, la madre de Maria y todos los miembros de su riquísima familia podían gritar, blasfemar, amenazar y retorcerse las manos, pero al final del día Maria era una persona y decidiría por sí misma.
Decidió no comentarle su opinión. Estaba claro que era de ideas fijas y que no sabía cómo vivía la otra mitad del mundo. De hecho, dudaba que hubiera estado en contacto con gente distinta de él hasta conocerles a Mark y a ella.
–Mira, entiendo que puedas tener alguna reserva respecto a mi hermano...
–¿Puedes? –preguntó Luiz con sarcasmo.
En ese momento se estaba fustigando por no haber sido más cuidadoso con ellos dos. No solía equivocarse en cuanto a las motivaciones de la gente y no entendía cómo se le habían escapado.
Su hermano era amable, atractivo y, en apariencia, abierto. Parecía capaz de defenderse de cualquiera: alto, musculoso y con el pelo rubio recogido en una coleta; su voz era grave y suave.
Agatha era tan bonita que se podría perdonar a cualquiera por mirarla embobado. Pero además, había sido directa y expresiva. Tal vez fuera eso lo que lo había engañado: la combinación de dos personalidades tan distintas. Quizás lo hubieran planeado así para hacerle bajar la guardia. O quizás él se hubiera despistado porque no había creído que la aventura con su sobrina tuviera futuro. Luisa siempre era muy protectora respecto a Maria y tal vez por eso no se había preocupado.
En cualquier caso, le habían mentido y eso, para él, solo podía significar una cosa.
–Sé lo que puede parecer que no fuéramos completamente abiertos contigo. Pero puedes creerme si te digo que no tienes nada que temer.
–Punto uno: el miedo es una emoción desconocida para mí. Punto dos: no tengo por qué creer nada de lo que digas. Así que contestaré a la pregunta que me hiciste antes: lo que voy a hacer.
Aggie empezó a enfurecerse, como siempre que lo veía, pero se esforzó por controlarse.
–Vas a hacerle una advertencia a mi hermano –suspiró ella.
–Pienso hacer mucho más –farfulló Luiz. Al ver su rubor pensó que era muy buena actriz–. Parece que te iría bien algo de dinero, y sospecho que a tu hermano también. El casero te acosa por no pagar el alquiler.
–¡Lo he pagado! –afirmó Aggie–. No es culpa mía que haya huelga de correo.
–Es obvio que lo que ganas como maestra no es suficiente –siguió Luiz, sin hacerle caso–. Acéptalo, si no podéis pagar el alquiler de este tugurio, no tenéis un penique. Así que mi oferta para hacer que tu hermano desaparezca de escena y de la vida de mi sobrina, te hará sonreír. De hecho, diría que te arreglará la Navidad.
–No sé de qué estás hablando.
Luiz pensó que habían sido esos enormes ojos azules los que lo habían despistado.
–Voy a daros a tu hermano y a ti suficiente dinero para iros de aquí. Podréis compraros una casa propia y vivir a lo grande, si es lo que queréis. Y sospecho que es así...
–¿Vas a pagarnos? ¿Para que desaparezcamos?
–Nombra tu precio. Tu hermano puede nombrar el suyo. Nadie me ha acusado de no ser un hombre generoso. Hablando de tu hermano, ¿cuándo volverá? –miró su reloj y alzó la vista. Ella estaba roja y tensa, clavaba los dedos en la silla y tenía los nudillos blancos. Era la viva imagen de la ira.
–No puedo creer lo que estoy oyendo.
–Seguro que te resultará fácil hacerte a la idea.
–¡No puedes comprar a la gente!
–¿No? ¿Quieres apostar? –sus ojos eran tan duros y fríos como la escarcha–. Sin duda tu hermano desea avanzar en su carrera. O disfrutar de los lujos de la vida. Sin duda conoce la situación financiera de mi sobrina desde el principio y entre los dos decidisteis que ella sería vuestro pasaporte a un estilo de vida más lucrativo. Ahora parece que quiere casarse con ella y así entrar por la puerta grande, pero eso no va a ocurrir ni en un millón de años. Creo que descubrirás que sí puedo comprar a la gente.
Aggie lo miró boquiabierta. Se sentía como si estuviera ante alguien de otro planeta. Se preguntó si los ricos siempre se portaban como si fueran los dueño de todo y de todos. Como si las personas fueran piezas en un tablero de ajedrez que podían mover o desechar a su antojo. Siempre había sabido que era despiadado y frío de corazón.
–¡Mark y Maria se quieren! Eso tiene que ser obvio para ti.
–Estoy seguro de que Maria se imagina enamorada. Es joven. No se da cuenta de que el amor es una ilusión. Necesito saber cuándo llegará tu hermano, quiero solucionar este asunto cuanto antes.
–No llegará –dijo Aggie con voz débil, sabiendo que no iba a gustarle nada la noticia–. Maria y él han decidido pasar unos días fuera. Algo repentino. Una escapada prenavideña...
–Dime que no hablas en serio.
–Se fueron ayer por la mañana.
–Fueron ¿adónde? –exigió él, poniéndose en pie y empezando a dar vueltas–. Y ni se te ocurra aprovecharte de tu imagen para engañarme.
–¿Aprovecharme de mi imagen? –Aggie notó que empezaba a arderle el rostro. Por lo visto, mientras estaba en esos restaurantes, sintiéndose incómoda como una golondrina entre pavos reales, él había estado evaluando su aspecto. Esa idea la puso muy nerviosa.
–¿Adónde han ido? –él se detuvo ante ella y Aggie alzó la vista, recorriendo el magnífico cuerpo cubierto con cara ropa hecha a medida, hasta llegar al rostro anguloso. Nunca había conocido a nadie que exudara poder y amenaza como él y lo usara en su beneficio.
–No tengo por qué darte esa información –afirmó ella, intentando no acobardarse ante él.
–Yo no jugaría a eso si fuera tú, Agatha. O me aseguraré de que tu hermano se encuentre sin trabajo en el futuro. Y no habría nada de dinero.
–No puedes hacer eso. Es decir, no puedes hacer nada para arruinar su carrera musical.
–Por favor, no me pongas a prueba.
Aggie titubeó. La certeza de su voz era tal que no le quedo duda de que su hermano perdiera el trabajo si no le decía lo que quería saber.
–De acuerdo. Han ido a un hotelito campestre en el Distrito de los Lagos –dijo ella con desgana–. Querían pasar unos días románticos rodeados de nieve y esa parte del mundo tiene un gran significado sentimental para nosotros –rebuscó en su bolso, que estaba en el suelo, y sacó la hoja de papel con la reserva–. Me dio esto porque incluye todos los detalles, por si necesitaba llamarlo.
–El Distrito de los Lagos. Han ido al Distrito de los Lagos –se pasó los dedos por el cabello, le quitó el papel y se preguntó si las cosas podían empeorar. El Distrito de los Lagos no estaba cerca, pero tampoco requería un vuelo. Consideró la posibilidad de pasar varias horas al volante, con mal tiempo, en una misión de rescate para su hermana, porque si pensaban casarse a escondidas no podía haber mejor momento o lugar que ese. Su otra opción era batallar con el sistema de transporte público, pero la desechó de inmediato.
–Haces que suene como si hubieran hecho un viaje a la Luna. Supongo que querrás llamar a Maria, pero sé que allí no hay cobertura de móvil. Tendrás que llamar al hotel. Ella te confirmará que no están a punto de casarse –Aggie se preguntó cómo iba a reaccionar su hermano cuando Luiz agitara un fajo de billetes ante sus narices y le dijese que se largara. Al tonto de Mark el hombre le caía bien y lo defendía siempre que Aggie mencionaba que la sacaba de quicio.