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¿Sería capaz Annabel de conquistar al inconformista médico? Por el pueblo corre el rumor de que la alegre y dicharachera bibliotecaria Annabel Cates ha sido vista varias veces en compañía del doctor Thomas North. Sí, ese doctor North, el cirujano ortopédico tan serio, tan guapo y tan inalcanzable que ha acabado con las esperanzas de tantas damiselas de Thunder Canyon. La gente de por aquí no entiende que dos personas tan emocionalmente opuestas puedan llegar siquiera a tener una relación. Nosotros le achacamos el mérito a un celestino poco común de cuatro patas. Permanezcan atentas, queridas amigas, y descubran si el sexy doctor North logra permanecer inmune a esta adorable mujer y a su irresistible mascota.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
TERAPIA DE AMOR, Nº 80 - Agosto 2013
Título original: Puppy Love in Thunder Canyon
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3481-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Has entendido todo lo que hemos hablado durante el trayecto hasta aquí? —Annabel Cates vio un sitio libre en el aparcamiento del Hospital General de Thunder Canyon—. Sé que estas visitas son rutinarias, pero es importante que conozcamos los pros y los contras en cada ocasión.
Annabel apagó el motor, se giró hacia el asiento de atrás de su escarabajo verde lima y recibió un húmedo beso.
—¡Smiley! —Annabel apartó el morro húmedo de su golden retriever de tres años, su fiel compañero desde que lo sacó del refugio para perros cuando no era más que un cachorro—. Podrías haberte limitado a asentir.
La respuesta de su mascota fue un ladrido excitado.
—Sí, yo también te quiero —Annabel se quitó el cinturón de seguridad, agarró el bolso y la correa de Smiley y salió del coche, deteniéndose para sostener la puerta del conductor y dejar salir al perro.
Se agachó para atarle la correa al collar y luego le acomodó el pañuelo azul brillante al cuello, deslizando los dedos por las negras letras de la tela.
—Piénsalo, amigo. Una docena de sesiones más y podremos cambiar el pañuelo de entrenamiento por otro en el que se lea: titulado.
Smiley hizo honor a su nombre y sonrió. Mucha gente le decía que se trataba de la curva natural de la boca, un rasgo común en los golden retrievers. Pero Annabel sabía cuándo su peludo bebé era feliz.
Y eso era todo el tiempo.
La personalidad cariñosa y amable de Smiley tanto con los humanos como con otros animales le convertían en un magnífico perro de terapia. Los dos habían completado el entrenamiento requerido, el registro y la titulación durante los últimos meses, pero el Club Canino Americano exigía cincuenta visitas antes de otorgar el título de perro de terapia.
Y Annabel deseaba aquel título para Smiley, pero aquella visita en particular no iba enfocada a conseguir ese fin.
—Esta es especial, ¿verdad, muchacho? —Annabel le rascó detrás de las orejas, se incorporó y luego cruzó el aparcamiento del hospital.
Una vez dentro se detuvo frente al directorio que había cerca de los ascensores. La zona geriátrica y el área infantil eran las más familiares para Smiley y para ella, pero hoy se dirigían al despacho concreto de un médico.
Smiley caminó a su lado, bien pegado a su rodilla a pesar de los comentarios, las sonrisas y los saludos que les recibían. Entonces apareció en su campo de visión un niño pequeño sentado solo en un banco y Annabel sintió el familiar tirón de la correa.
Smiley se sentía atraído instintivamente hacia las personas heridas o enfermas, pero no todas las heridas resultaban visibles. El perro gimió y agitó rápidamente la cola, lo que hizo que el pequeño alzara la vista. Un amago de sonrisa le cruzó el rostro. Annabel aminoró el paso y permitió que Smiley hiciera su magia.
Tras unos minutos, Annabel continuó su camino con más energía gracias a que el humor del niño había mejorado. Se detuvieron frente a los ascensores y Annabel observó el directorio del hospital que había en la pared.
—¿Puedo ayudarla?
Annabel se giró y se encontró con una guapa enfermera a su lado vestida con bata quirúrgica, pantalones flojos de algodón y zuecos con un dibujo de colores. Perfecto para una calurosa mañana de Agosto en Montana.
—Sí, estoy buscando el despacho del doctor North.
La mujer frunció el ceño.
—¿El doctor Thomas North?
—Si es el cirujano ortopédico, entonces sí, ese.
—¿El doctor North la espera? —la enfermera deslizó la mirada hacia Smiley—. ¿Les espera a los dos?
Annabel sonrió.
—Hemos venido a ver a uno de sus pacientes.
—Ah. Bien, su despacho está en la segunda planta, al fondo del pasillo. Si quiere la acompaño.
—Eso sería estupendo, gracias.
El ascensor se detuvo y unos segundos más tarde se abrió la puerta. Annabel y Smiley esperaron a que todo el mundo saliera antes de seguir a la enfermera y entrar. Una vez en la segunda planta, doblaron unas cuantas esquinas y entraron en la zona de despachos. Al final del largo pasillo, Annabel vio finalmente la placa con el nombre del doctor Thomas North.
—Hola, Marge. Tengo una visita para ti.
La mujer madura sentada al otro lado del escritorio era sin duda la secretaria del doctor North. Annabel sonrió. No se le escaparon las miradas entre la secretaria y la enfermera ni el modo en que alzaban las cejas.
No pasaba nada. Smiley y ella estaban acostumbrados.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó Marge al tiempo que sonaba un bip.
—Oh, tengo que irme —la enfermera consultó el busca y sonrió—. Quería quedarme a ver esto. Cuéntame lo que pase, ¿vale?
Marge le guiñó un ojo y asintió.
Annabel le dio las gracias algo confundida. La enfermera se marchó.
—¿Señorita?
Annabel se giró hacia la mujer.
—Me preguntaba si Forrest Traub había llegado ya a su cita con el doctor North.
—¿Y usted es...?
Annabel abrió la boca para responder, pero una voz profunda y mesurada se oyó a su espalda.
—¿Qué estás haciendo aquí, Annabel?
Ella se giró, sorprendida al encontrar tan cerca de ella al hombre por el que acababa de preguntar. No solía suceder cuando tenía a Smiley cerca. Annabel se dio cuenta entonces de que su perro seguía sentado a su lado muy quieto, sin mover siquiera la cola mientras miraba fijamente a Forrest.
Y había mucho que mirar.
Alto, musculoso, de cabello oscuro y los ojos marrones más bonitos del mundo. Sí, era muy agradable mirarle. Annabel estaba segura de que sus hermanas utilizarían palabras como «cañón» y «sexy». Incluso las dos recién casadas, una de ellas con Jackson, el primo de Forrest, tendrían que admitir que el gen de la belleza era una característica de la familia Traub.
Lástima que a Annabel aquel hombre no le hiciera tilín. No había chispa ni escalofríos.
Pero para ella era mejor así. Quería más. Quería el amor verdadero.
La clase de amor que caía como un rayo de luz y te dejaba cegada, confundida y temblando. Nunca había sentido nada parecido en su vida, pero tras tres años sin salir con nadie, estaba dispuesta a que le pasara.
—¿Hola? —Forrest se apoyó pesadamente en un bastón con una mano mientras agitaba la otra delante de su cara—. ¿Annabel?
—Oh, lo siento —ella parpadeó y salió de su estado de ensoñación—. Yo... he venido a verte.
Forrest apretó los labios al mirar a Smiley. Annabel hizo lo mismo y se fijó en que el perro recibió la mirada del hombre limitándose a inclinar la cabeza.
No tenía muy claro quién estaba examinando a quien.
—¿Cómo sabías que iba a venir esta mañana al hospital? —le preguntó.
Annabel se sonrojó.
—Te oí hablar con Jackson en la barbacoa familiar de ayer.
Forrest abrió la boca para decir algo, pero Annabel siguió hablando.
—Sé que has pasado por mucho desde que llegaste del extranjero. Incluso antes. Y después del tiempo que pasaste en el Centro Médico Walter Reed pensé que... bueno, pensé que podríamos ayudarte.
Forrest suspiró y dirigió la mirada hacia la secretaria.
—¿Podría... podríamos esperar al medico dentro de su despacho?
Annabel sintió un escalofrío. No era una victoria total, pero era un comienzo.
—Asumo por completo la responsabilidad de su presencia aquí —continuó—. Y realmente necesito sentarme.
Los ojos azules de la mujer se dirigieron hacia las sillas que había en la esquina de la sala, pero luego dijo:
—Por supuesto. Pasen, por favor. El doctor se está retrasando, pero llegará enseguida.
Forrest señaló la puerta abierta con la mano, Annabel dio un firme tirón a la correa y entró en el despacho con Smiley a su lado. Forrest la siguió y la secretaria del médico se levantó para cerrar la puerta tras ellos.
Era un despacho grande con grandes ventanales situados tras las persianas cerradas. Había dos sillas frente al enorme escritorio y un sofá de aspecto más cómodo ocupando una pared.
Annabel se mantuvo a un lado, no quería cruzarse en el camino de Forrest cuando se dejó caer en la silla más cercana. Apoyó el bastón que ella no le había visto utilizar el día anterior y cerró los ojos. Extendió la pierna derecha. El bulto de la rodillera bajo los vaqueros estiró la desgastada tela de los vaqueros.
Esta vez Smiley tiró un poco de la correa y Annabel soltó algo de cuerda, dándole un margen de maniobra algo mayor al perro aunque manteniendo la correa tirante. Por si acaso.
Smiley había estado con ella el día anterior en la barbacoa, pero Forrest y él no habían interactuado nada. Teniendo en cuenta la reacción de su mascota hacia él unos minutos atrás, Annabel quería asegurarse de que podría apartarle en caso necesario.
Unos segundos más tarde, Smiley estaba al lado de Forrest, apoyando instintivamente la peluda cabeza en su pierna buena. Luego el perro suspiró profundamente.
Transcurrió un minuto entero antes de que Forrest pusiera su enorme mano tras las orejas de Smiley para acariciarle.
Annabel echó un poco la cabeza hacia atrás y miró ligeramente hacia arriba, fingiendo un repentino interés por el techo. Había aprendido que aquella era la manera más rápida de evitar las lágrimas.
Las lágrimas o cualquier gesto de compasión era lo último que deseaba la mayoría de la gente.
Lo último que deseaba Forrest Traub.
Lo había dejado muy claro cuando el día anterior hablaba con su primo sobre la razón por la que había ido a Thunder Canyon a pasar el verano.
—La secretaria del doctor North no estaba muy convencida de dejarnos pasar —Annabel quería hablar con Forrest de que Smiley iba a formar parte de su futuro tratamiento médico, pero no fue capaz de sacar el tema. Se había presentado allí por sí misma sin esperar a que la invitaran—. Me refiero a Smiley y a mí. No me digas que tu médico es un viejo gruñón que considera su despacho su santuario...
—Él no...
—Solo te lo pregunto porque cuanto mayores son los médicos más tienden a pensar que la única medicina buena es la que sale de una pastilla o del bisturí —miró a su alrededor en busca de alguna pista, pero no estaba lo suficientemente cerca como para ver los diplomas que colgaban de la pared—. Vaya, cuántos premios y menciones. Es bastante impresionante. Aunque a este despacho no le vendría mal un poco de color. Todo es marrón.
—Annabel...
—No tiene fotos de la familia en el escritorio. Ni siquiera una planta —siguió hablando por temor a que si se callaba, Forrest les echara del despacho—. Su secretaria en cambio tiene una jungla encima de la mesa.
—Annabel, ya basta.
La suave pero firme orden incluía el requerimiento no hablado de que le mirara. Ella obedeció y contuvo el aliento.
—Sé por qué estás aquí —dijo Forrest.
Annabel esperó un momento. Y luego se dio cuenta de que necesitaba respirar.
—¿Lo sabes?
—Lo sé todo sobre el trabajo que hacéis tu perro y tú.
—Smiley.
—¿Perdona?
—El perro se llama Smiley. ¿Y cómo sabes lo que hacemos?
—Tu hermana está muy orgullosa de ti... y de Smiley —Forrest miró al perro y siguió rascándole detrás de las orejas—. Pero no creo que a mí pueda ayudarme.
Annabel había oído aquellas palabras muchas veces y en boca de gente muy distinta. Niños con enfermedades que no sabían pronunciar, ancianos tratando de agarrarse a sus recuerdos y a su dignidad y personas luchando para no perder lo más importante: la esperanza.
—¿Cómo te sientes en este momento? —le preguntó.
Forrest sacudió la cabeza.
—Olvídalo, Annabel. No voy a ir por ahí.
—No estoy tratando de psicoanalizarte —se acercó un poco más—. Y sé que no hay nada que nosotros podamos hacer desde el punto de vista médico...
—Bien. Porque ese es mi trabajo.
Annabel se giró al oír la profunda voz masculina que llegaba desde la puerta abierta. Al instante vio unos brillantes zapatos negros de hombre, pantalones oscuros con la raya planchada, camisa azul cobalto, corbata de rayas y bata quirúrgica.
El doctor Thomas North.
Antes de que pudiera subir la mirada por encima de la cincelada mandíbula, Smiley cruzó el despacho sacudiendo la cola a toda pastilla.
Ofreciéndole un entusiasta saludo que incluía un ladrido juguetón, su perro se sentó sobre las patas traseras y le puso las delanteras al médico en el pecho.
El movimiento echó al hombre hacia atrás, contra el quicio de la puerta, y los papeles que llevaba en la mano salieron volando por todas partes.
—¡Smiley!
Horrorizada ante el inusual comportamiento de su mascota, Annabel tiró rápidamente del collar y Smiley volvió a apoyar las cuatro patas en el suelo. Pero siguió moviendo la cola a toda velocidad.
—Lo siento mucho —dijo sujetando al perro y colocándolo a su lado—. Normalmente no se comporta así. No sé qué... —se fijó entonces en el desastre que había en el suelo—. Deje que le ayude.
Cayó de rodillas y empezó a recoger las hojas caídas, pero el hombre que tenía enfrente hizo lo mismo, por lo que sus cabezas colisionaron haciendo un fuerte ruido.
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Annabel cayendo hacia atrás y aterrizando sobre el trasero.
Se frotó las sienes para calmar el dolor.
Le dolía mucho.
De pronto, una mano masculina fuerte y cálida le agarró los dedos mientras que otra le sostenía la mandíbula. Un escalofrío le recorrió toda la piel.
—Míreme. ¿Está bien?
Annabel parpadeó e inclinó la cabeza. Podría haber jurado que vio estrellas de todos los colores. Hizo un esfuerzo por alzar la vista y se encontró con unos ojos azul cobalto fríos como el hielo, que la miraban fijamente.
Nada que ver con las estrellas.
Aquello era una lluvia de meteoritos.
Thomas North se arrodilló en la alfombra ante los arrugados papeles que tenía bajo los pies.
Lo último que esperaba cuando llegó corriendo a su despacho maldiciéndose a sí mismo por llegar tarde gracias al desayuno semanal que tomaba con su abuela era resultar atacado por una bestia de pelos largo.
O por la mujer que sin duda era la dueña.
—¿Me oye, señorita? ¿Se encuentra usted bien?
—Sí, creo que sí...
Thomas ignoró el modo en que sus palabras jadeantes le calentaron el interior de la muñeca y se centró en sus ojos azul pálido. Parecían claros y brillantes, pero la joven balbuceaba un poco al hablar.
Levantó tres dedos frente al rostro de la mujer.
—¿Cuántos dedos ve?
—Dos.
Aquello no tenía buena pinta.
A él todavía le dolía la cabeza por el golpe que se habían dado, pero no le costaba ningún trabajo ver a Forrest Traub en la silla de la que se estaba levantando ni a la bella rubia que estaba en el suelo delante de él.
Por no mencionar al ser de cuatro patas y morro húmedo que andaba por ahí en medio.
—Y un pulgar.
—¿Disculpe?
—Está mostrándome dos dedos, el anular y el índice, y el pulgar —la joven puso la mano en el hocico del perro, que le estaba olisqueando el pelo—. Estoy bien, Smiley. Siéntate, por favor.
El perro obedeció la orden de la mujer, pero no dejó de mover la cola.
Thomas tomó los papeles que sostenía la mujer y los añadió a la pila que él había recogido antes de pasársela a su secretaria, que estaba detrás de él.
—¿Puedes ordenar esto, por favor?
—Vaya, ¿cómo ha sabido que estaba ahí? —preguntó la joven.
—Tiene ojos en la nuca —bromeó la secretaria rodeándole para dirigirse al escritorio de Thomas—. Se lo deben enseñar en la Facultad de Medicina.
Thomas hizo lo que siempre hacía cuando Marge hablaba demasiado. La ignoró. La había heredado con el despacho, había trabajado para su predecesor durante doce años y se conocía el funcionamiento interno del hospital como la palma de la mano. Thomas llevaba solo dos años allí y estaría perdido sin ella.
Se concentró en ayudar a la joven a ponerse de pie. Se levantó y le tendió la mano.
—¿Cree que puede levantarse?
—Claro que puedo.
Thomas le agarró la muñeca con sorprendente fuerza y la incorporó. No pudo evitar fijarse en el oscuro barniz de los dedos de los pies, en lo ajustado de los vaqueros sobre las sinuosas caderas y en el escote de la blusa, que se le había deslizado dejando al descubierto un hombro desnudo.
—Annabel, ¿estás bien? —le preguntó Forrest.
Ella giró la cabeza y su larga y ondulada melena le cubrió el hombro desnudo.
—Sí, perfectamente.
Thomas tragó saliva y se apartó de ella, centrando la atención en su paciente y en la razón por la que estaba allí.
—No me importa que su novia le acompañe a la consulta, señor Traub —se acercó para sentarse en el escritorio. No le sorprendió darse cuenta de que Marge ya había salido del despacho—. Pero el perro ya es otra cosa.
—No es mi...
—Oh, no soy su novia —la mujer ocupó la segunda silla—. Forrest y yo somos casi familia. Soy Annabel Cates.
Thomas trató de no pensar en la noticia de que no eran pareja y en por qué le importaba y se concentró en qué estaba pasando allí.
—Entonces, ¿qué hacen usted y su perro en mi despacho, señorita Cates?
—Por dos razones: apoyo moral y una proposición que no podrá rechazar.
Y por favor, llámame Annabel. Este es Smiley.
Thomas observó como aquella gigantesca bola de pelo se movía para sentarse entre ella y su paciente y luego se inclinaba hacia Forrest. Thomas estaba a punto de impedírselo cuando vio que el perro apoyaba ligeramente las mandíbulas en la rodilla sana de Traub.
—Smiley es un perro de terapia —continuó ella—. Yo también tengo el certificado de terapeuta. Debido a la herida de Forrest y al tratamiento que está siguiendo, pensé que Smiley podría ayudarle.
Thomas volvió a mirar a la mujer.
—¿Ayudarle cómo?
—Los perros de terapia se utilizan para asistir a pacientes que tienen que enfrentarse al estrés y la incertidumbre de los asuntos médicos.
Thomas no tenía mucha fe en los perros de terapia. Ni en la meditación, ni la aromaterapia ni ninguna de las muchas terapias que circulaban por ahí.
En lo único que creía era en los hechos desnudos y fríos. En la ciencia.
—Señorita Cates, la verdad es que no tengo tiempo para esto. Su visita de hoy no está autorizada ni por mí ni al parecer por el señor Traub. Y su presencia supone una distracción.
—Oh, no quiero causar ningún problema...
—Pero ya lo ha hecho —Thomas dejó caer la mano sobre los papeles que tenía en medio del escritorio y dio varios golpecitos con el pulgar sobre ellos.
Una acción que el perro se tomó al parecer como una señal para colocar las patas delantera en el extremo del escritorio y agitar la larga y peluda cola en el hombro de Forrest Traub.
—Smiley, bájate —Annabel tiró suavemente de la correa del perro—. Lo siento mucho, doctor North. Le prometo que nunca actúa de esta forma. Supongo que le ha caído usted muy bien.
—Lo dudo.
El perro volvió a sentarse y centró su atención en Forrest. La señorita Cates hizo lo mismo.
—Supongo que esto no ha sido una buena idea. Tal vez puedas pasar un rato con Smiley otro día, Forrest.
—Me gustaría que os quedarais —Traub puso la mano en la cabeza del perro—. Los dos.
Sorprendido por la sugerencia de su paciente, Thomas le observó de cerca y admitió en silencio que el animal parecía estar causando impacto en el hombre.
Forrest y él solo se habían visto dos veces con anterioridad, la última vez una semana atrás, cuando Thomas había examinado a fondo la pierna herida del exsoldado. Forrest se mostró entonces distante y seco, hablando solo si le hacía una pregunta directa.
Cuando después vio los informes médicos militares, Thomas se dio cuenta de que el ex sargento del ejército tenía sus motivos para ser hosco. Había vivido un infierno después de que un explosivo destruyera el vehículo en el que viajaba durante su última misión en Afganistán.
Había estado entrando y saliendo de varios hospitales durante el último año y todavía no había recuperado completamente la pierna. Sin embargo, hoy parecía más relajado, un amago de sonrisa le cruzaba los labios mientras seguía rascándole el cuello y las orejas al perro.
Por supuesto, aquello sería algo temporal. La depresión era algo común en los veteranos de guerra, igual que el estrés postraumático, y él no creía que acariciar a un perro pudiera ayudar a superar algo tan duro. La única cura para Forrest estaba en las expertas manos de un cirujano.
En cualquier caso estaba claro que le gustaba la compañía del perro, así que no tuvo más remedio que permitir que se quedara... y también la señorita Cates.
—De acuerdo —Thomas repasó los papeles—. Habíamos quedado en hablar de lo que he descubierto y en buscar nuevos tratamientos. ¿Está cómodo hablando de este asunto delante de la señorita Cates?
—No se preocupe por mí. He estado presente en otras ocasiones durante las consultas —la rubia agitó una mano—. Sé cómo mantener un secreto.
Thomas la ignoró y esperó a que su paciente respondiera.
—Sí, adelante —le pidió Traub.
—Los resultados son un poco complicados e incluyen mucha jerga técnica...
—Vaya al grano, doctor.
Thomas hizo lo que le pedía.
—Va a necesitar cirugía. Otra vez.
Esperó, pero la única reacción de Forrest ante la noticia fue apretar el puño mientras seguía acariciando al perro con la otra mano. Thomas miró a la señorita Cates, pero ella estaba mirando al techo y parpadeando.
—¿Cuándo? —preguntó Forrest.
Thomas volvió a mirar a su paciente.
—Cuanto antes mejor. Podemos organizarlo para la semana que viene.
La conversación continuó unos minutos más mientras Thomas hablaba del proceso preoperatorio.
—De acuerdo entonces. Le veré la semana que viene —Forrest soltó por fin al perro y se agarró al bastón. Se puso de pie y le tendió la mano—. Confío en su magia, doctor.
Thomas se levantó y estrechó con firmeza la mano del otro hombre.
—Puede contar con ello.
Forrest le miró fijamente antes de soltarle la mano y darse la vuelta.
—Annabel, te acompaño al coche.
—Gracias —ella se levantó y le ofreció la mano a Thomas—. Ha sido un placer, doctor North. Me gustaría hablar con usted de la posibilidad de trabajar juntos en un futuro.
Thomas le estrechó la mano. El calor y la suavidad de su piel provocaron en él la misma descarga que antes.
—Gracias, pero no creo que eso suceda, señorita Cates.
—Estoy segura de que podremos ponernos de acuerdo —un amago de sonrisa asomó a sus labios—. Además, puedo ser muy persuasiva cuando quiero algo.
Thomas la creía.
—Estoy muy ocupado.
—Media hora —Annabel le estrechó con más fuerza la mano—. ¿Qué daño puedo hacer en treinta minutos?
Thomas se aclaró la garganta y le soltó la mano. Volver a verla sería una locura. Ya había tomado una decisión. Para él, la terapia con perros no era más que un camelo. Pero no podía desperdiciar la oportunidad de pasar más tiempo con aquella mujer tan atractiva.
Aunque su parte lógica le dijera que no era una buena idea.
—De acuerdo, treinta minutos. Puede llamar a mi secretaria y concertar una cita. Pero le advierto una cosa: no suelo cambiar de opinión.
Cuando tomaba una decisión se mantenía firme en ella. Pasara lo que pasara. Era algo que en el hospital habían aprendido de él en los dos años que llevaba allí.
Pero, ¿acceder a ver a la señorita Cates?
Thomas había reconsiderado seriamente su reunión con ella muchas veces a lo largo de la última semana. El Hospital General de Thunder Canyon no era muy grande, pero gracias al impulso económico que había experimentado el pueblo en los últimos años y al duro trabajo de los administradores del hospital, incluida su abuela Ernestine North hasta que se retiró el año anterior, al hospital no le faltaba de nada.
Incluida una red de cotilleos en la que él no había formado parte hasta hacía unos días. Había trabajado muy duro desde que aceptó aquel puesto para conseguir aquel logro. Oh, sabía que el personal hablaba de él. Veinticuatro meses después todavía era considerado «el chico nuevo» del pueblo.
Su reputación como cirujano, más impresionante todavía debido a su edad, le había acompañado desde su antiguo puesto en el Centro Médico de Santa Monica, en Los Ángeles.
Gracias a Dios, eso era lo único que le había acompañado.
También sabía que mucha gente del hospital de Thunder Canyon consideraba sus maneras un poco frías, al menos aquellos que confundían los sentimientos con la profesionalidad.
Un error que él no volvería a cometer.
Pero gracias a Annabel Cates y a su perro se veía convertido en blanco de miradas, susurros y conversaciones que acababan en cuanto él aparecía. Después de la visita de la joven se habían sucedido algunas indirectas, algunas más sutiles que otras. El jersey que llevaba Marge unos días atrás, con dibujo de caniches en miniatura, fue una de ellas. Menos discretos eran sus compañeros cirujanos cuando ladraban en voz baja cada vez que él entraba en la sala de médicos.
El tarro de farmacia antiguo lleno de galletas para perro y atado con un brillante lazo amarillo que había encontrado en su escritorio fue un detalle simpático. No llevaba nota y Marge no había dicho una palabra al respecto. Thomas pensó que dejarlo en la sala de espera para alguien que tuviera mascota solo serviría para echar más leña al fuego, así que guardó el tarro en el cajón inferior del aparador.