Thor y el poder de Mjölnir - Sergio A. Sierra - E-Book

Thor y el poder de Mjölnir E-Book

Sergio A. Sierra

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Beschreibung

Thor, hijo de Odín, está llamado a ser el guerrero que lidere la lucha contra las fuerzas del caos. Sin embargo, Odín duda: su vástago peca de orgullo y su carácter es volcánico e incontrolable. Cuando Loki gasta una broma pesada a la bella Sif, la prometida de Thor, se desatan los acontecimientos. Odín envía a Loki al mundo de los enanos en busca de presentes para reparar la afrenta, de donde regresa con un arma singular: el martillo Mjölnir, capaz de dominar el rayo. ¿Podrá también Thor vencer su naturaleza tempestuosa y erigirse en el campeón que dioses y humanos tanto necesitan?

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Portada

Portadilla

Dramatis personae

Dioses

Thor — dios guerrero que es el hijo primogénito de Odín, Padre de Todos, y de la giganta Jord; tiene su morada en Asgard, en el palacio de Bilskirnir, donde vive junto a su prometida, la bella Sif, la única capaz de apaciguar su temperamento explosivo e incontrolable.

Loki—hijo de un gigante y una diosa, es un dios seductor y locuaz que trama ardides para su beneficio que suelen acabar mal, aunque él siempre sale de apuros gracias a su ingenio; justamente por su tendencia a causar embrollos, Odín prefiere tenerlo cerca para vigilarlo.

Sif—diosa de celebrada belleza, simbolizada a través de su hermosa y larga cabellera dorada, que representa el trigo maduro; está asociada con la tierra, la fertilidad y la familia.

Odín—el primero de los dioses, llamado Padre de Todos; fue quien impuso el orden en el universo, el cual vigila desde su trono, Hlidskjalf, situado en uno de sus palacios de Asgard, el mundo donde habita la estirpe de dioses que desciende de su sangre, los ases.

Heimdall—hijo adoptivo de Odín y nueve madres que lo nutrieron con sangre de jabalí; por su extraordinaria percepción, su padre le asigna la tarea de vigilar la puerta de Asgard, que se encuentra al final del puente del arcoíris, Bifröst.

Dramatis personae

Humanos

Thialfi y Roskva—dos hermanos granjeros, chico y chica, que emigran junto a sus padres a los territorios extremos que todavía quedan por colonizar en Midgard, en la costa opuesta al mundo de los gigantes, Jötunheim.

Enanos

Los hijos de Ivaldi—famosos artesanos enanos que habitan en la ciudad de Nidavellir, en Svartalfaheim; hijos de un gigante, son considerados los más excelentes en su arte; las fuentes no revelan sus nombres ni su número exacto, sino que los mencionan siempre en grupo.

Brokk y Sindri— dos pretenciosos hermanos de la raza de los enanos, entre los cuales destacan como cumplidos artesanos; pretenden demostrar que sus trabajos son superiores a los de los célebres hijos de Ivaldi.

—1—

Viajeros inesperados

a casa se alzaba sobre una pequeña colina cerca de la costa, a poca distancia de una playa de arena gris y de un mar de oscuras aguas siempre embravecidas. Las ventiscas eran constantes en esa época del año y llegaban de forma violenta, cargadas de una gelidez cruel y antinatural.

El joven Thialfi arrancaba del suelo helado raíces muertas. A sus escasos quince inviernos, tenía las manos tan encallecidas que apenas sentía dolor. De tanto en cuan-to, se detenía a descansar y miraba alrededor, a una hondonada y unas laderas yermas, y más allá, a unas montañas lejanas que eran lo único que lo distraía de la tierra congelada a la que entregaba sus días.

A su lado, su hermana Roskva se frotó la espalda dolorida y, como él, se tomó un pequeño respiro mientras escrutaba el cielo nublado. Recogía su melena rubia en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Era un año más joven que su hermano, de cuer-po menudo pero fuerte y con rasgos finos y muy marcados. Am-bos se parecían mucho en cuerpo y en talante, aunque Thialfi reconocía que ella era más despierta y a veces también más va-liente. Él maldecía su suerte pero lamentaba todavía más la de su hermana: nunca tendría la oportunidad de casarse y formar una familia. Los ojos de ambos se encontraron y compartieron una son-risa cansada.

1. Viajeros inesperados

THOR Y EL PODER DE MJÖLNIR

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Sus padres reposaban sentados a la orilla, mirando más allá del horizonte, sumidos en aquel silencio que los había invadido hacía tiempo. Los hermanos lo habían intentado todo para devolverles el ánimo de vivir, pero sin éxito. Una extraña fatalidad —o quizás un sortilegio maligno— les había nublado las emociones, desen-tendiéndolos de la granja, de su familia y de ellos mismos. De no ser por Thialfi y Roskva1, tal vez hubieran muerto de hambre.

Las cosas no habían sido siempre así. Sus padres, Egil y Asgerd, habían sido gente risueña e incansable que había sabido ver grandes posibilidades donde otros solo veían penurias. Se habían empleado en la granja de un importante propietario cerca de uno de los gran-des lagos, un lugar apacible rodeado de bosques y de tierras fértiles. En invierno, la superficie del lago se helaba y los niños se deslizaban sobre ella calzados con patines de hueso. El mayor cogía de la mano a su hermana y ambos patinaban hasta reventar de felicidad y can-sancio. Esos tiempos de paz se truncaron cuando el padre —y con él muchos otros— se vio arrastrado por su señor a una de sus guerras.

A su regreso, la mala suerte los golpeó con saña: las lluvias to-rrenciales habían provocado el desbordamiento del lago y anegado las tierras ribereñas. Los habitantes de la zona acudieron a solici-tar la ayuda del señor, pero eran tantos que resultaba imposible acomodarlos a todos en el reino. Fue entonces cuando les habló de unas tierras de cultivo lejanas: glebas sin dueño y sin trabajar. Ten-drían que hacer grandes sacrificios en ellas, pero, a cambio, serían los dueños de su destino. No fueron pocos quienes, como Egil, creyeron sus palabras —o tal vez quisieron creerlas, pues no les quedaba otro remedio—, y finalmente partieron en pos del sueño.

Tan pronto como llegaron a la tierra prometida, supieron que su señor no les había contado la verdad. No cabía paisaje más di-ferente al que estaban acostumbrados. Allí no había bosques in-mensos y verdes, ni prados de frescas flores, ni terrenos ricos para

1 La etimología nórdica suele ser descriptiva, bien sea psicológica o físicamente. El nombre Thialfi se ha vinculado con los términos en nórdico antiguo «servidor-elfo». Roskva deriva de röskvast, que se ha traducido como «cosecha» o «madurez».

VIAJEROS INESPERADOS

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el pasto y la siembra, sino que era una región de vastas llanuras que miraban a un mar bravío, castigada por lluvias y fríos vendavales. Apenas había vegetación y con el deshielo se formaban pantanos plagados de insectos. Sin embargo, regresar estaba más allá de sus posibilidades. No tenían lugar en ninguna otra parte ni fuerza de ánimo para volver atrás. Cuando llegó el momento de que cada uno buscara su propia suerte, las distintas familias acordaron llevar a cabo un ritual para escoger la dirección en que partiría cada cual.

Esperaron a que el cielo de la noche se cubriera con aquellas hermosas y espectrales luces verdes que se veían a veces en su añora-da tierra. Algunos decían que podían ser los caminos que conducían a los muertos al reino de los dioses; otros, que era el brillo de sus armaduras. Pero todos coincidían en que suponían un buen augurio. Sacrificaron un ganso y regaron el suelo con su sangre; luego, los cabezas de familia tomaron una pluma del ave cada uno y la arrojaron al aire. Dibujaron hipnóticos arabescos hasta posarse en el suelo. Unos y otros se despidieron, deseándose buena fortuna, y partieron hacia donde cada pluma indicaba, en un acto de aceptación de su destino.

Thialfi recordaba bien el día en que su padre decidió detenerse cerca del mar, más por agotamiento que por la idoneidad del lugar. Decidieron levantar la granja en una colina, a salvo de la marea, con un pequeño granero, un establo y un corralillo para los anima-les. Dispusieron cercas para los huertos y un pequeño muelle en la orilla donde amarrar una barca de pesca. Después de tanto trabajo, se sintieron satisfechos por primera vez desde que arribaran a aque-lla tierra inhóspita. Tal vez conseguirían prosperar allí. Entonces comenzaron los hechos que destruyeron en ellos toda esperanza.

Todo empezó una tarde, después de una dura mañana de pesca. Los hermanos estaban sentados en la orilla, reparando una caña. Thialfi hablaba con Roskva de banalidades, con la única intención de alejar los malos pensamientos; pero se daba cuenta de que ella estaba distraída. Llegado cierto momento, vio que tenía la vista fija en el mar. Thialfi alzó la mirada y contempló cómo la línea del horizonte quedaba oculta tras una espeso muro de niebla, cuyos brazos ya alcanzaban algunos puntos de la costa. Al otro lado del

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mar estaban los márgenes del mundo, les había contado su padre: allí acababa la tierra conocida y más allá no había nada.

Sin embargo, como en tantas otras cosas, su padre se equivocaba. Porque aquella tarde oyeron que en las entrañas de la niebla retum-baban voces sobrehumanas que murmuraban y gruñían. Thialfi y Roskva se estremecieron, pero todavía habían de presenciar algo que les helaría la sangre: allá donde la bruma había arribado ya a la orilla, se movían sombras colosales y aterradoras, formas imprecisas, que avanzaban y retrocedían, como montañas andantes.

Los hermanos corrieron en busca de sus padres, a quienes ha-llaron en los establos. Al contemplar estos las siluetas fantasmales, Egil y Asgerd se arrojaron al suelo, sobrecogidos por un temor incontrolable. Parecía que su cordura no podía admitir una pena-lidad como aquella, tan superior a ellos, tan por encima de lo hu-mano. La niebla permaneció allí durante muchos días, extendién-dose por toda la ribera. En ocasiones, el mar embravecía, movido por una ventisca gélida y los campesinos creían oír voces en la bruma, rumores roncos y guturales. Entonces corrían a esconderse en casa, abrazándose atemorizados alrededor del fuego. El tempo-ral podía durar varias noches seguidas y echaba a perder todo aque-llo que no hubieran podido proteger a tiempo. Llegaron a pensar que las sombras tenían el poder de convocar las tormentas. ¿Se-rían aquellas sombras las causantes de convertir aquella región en un lugar moribundo? Se sentían profundamente indefensos. No tenían a nadie a quien acudir.

Esta sensación ominosa se acrecentó con el paso de los meses. En una misma noche de tormenta perdieron las dos vacas que tenían. Una desapareció sin dejar rastro y la otra tuvieron que sa-crificarla cuando se volvió loca, pues su leche se tornó agria y no dejaba que nadie se le acercara; sus mugidos acongojados helaban la sangre. A pesar de las penurias, no se atrevieron a comerse la carne por temor a contagiarse del mal que la había poseído. Perdieron la cosecha cuando los huertos amanecieron aplastados, llenos de enormes socavones, igual que la barca de pesca y el muelle, que quedaron reducidos a astillas. No hallaron otra explicación para ello

VIAJEROS INESPERADOS

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que una imprevista subida de la marea que, esa misma noche, había aupado las aguas hasta los límites de la propia granja y derrumbado las paredes del establo.

Thialfi y Roskva vieron desaparecer la luz en la mirada de sus padres como una estrella que se consumiera lentamente en la negra noche. Thialfi les propuso abandonar aquel lugar condenado y dirigirse al sur bordeando la costa. Pero ellos vagaban por las tierras como espectros, silenciosos y apocados, o se sentaban a mi-rar el mar durante horas. Estaban embrujados.

Su hijo temía acabar como ellos y esa idea le horrorizaba más que cualquier sombra tras la niebla. Fue por ello por lo que llegó a tomar una terrible decisión, largamente meditada durante innu-merables noches en vela y agotadoras jornadas de trabajo tedioso. Aquella decisión no dejaba de rondarle por la cabeza, y lo ator-mentaba particularmente aquel día en que se le helaban las manos escarbando el suelo.

Se había hecho demasiado oscuro para trabajar. Su hermana y sus padres se retiraron a la casa apresuradamente, con ese temor que les sobrevenía a la llegada de la noche. El cielo estaba calmo y despejado. Las hermosas luces de los muertos ondulaban ya en lo alto y bañaban con su verdor las aguas negras, transformándo-las en prados de sinuosos pastos. Thialfi se convenció a sí mismo de que aquello era una señal favorable. Sus padres estarían bien con Roskva. Y Roskva, en fin, tendría que perdonarlo con el tiem-po. Entró y cerró la puerta. Aquella iba a ser la última vez que durmiera en esa casa.

En medio de la noche, se oyó un enérgico golpe en la puerta y todos se incorporaron sobresaltados.

Tal vez solo había sido el viento. ¿Qué, si no? Nadie más vivía en las proximidades ni recorría esas tierras, y mucho menos a aque-llas intempestivas horas. Los hermanos saltaron de sus jergones. Thialfi encendió una lámpara de aceite y Roskva cogió el hacha de

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cortar la leña que colgaba de la pared. Mientras que Thialfi se aproximaba a la puerta intentando escrutar el exterior a través de la separación de las tablas, ella se escondió al otro lado.

De nuevo se oyeron varios golpes en la puerta, esta vez con tal fuerza e impaciencia que la madera crujió. Sin duda, alguien esta-ba llamando. Roskva alzó el hacha por encima de su cabeza. Thial-fi preguntó:

—¿Quién va?

—Abrid —respondió una voz briosa—. Abrid antes de que mi amigo eche la puerta abajo.

Thialfi tragó aire, descorrió el cerrojo de hierro y abrió. Afue-ra aguardaban dos figuras encapuchadas de una altura notable, que los obligaba a arquear levemente la espalda para presentarse ante él.

Hacía meses que no veía un alma humana más allá de su fami-lia, pero era tan extraño recibir una visita nocturna en aquel lugar desolado que Thialfi no lograba vencer sus recelos.

—¿Qué deseáis?

Ambos viajeros descubrieron sus rostros quitándose la capucha. Thialfi nunca había visto a nadie tan alto y corpulento. El que mostraba una complexión más recia lo saludó con una leve incli-nación de cabeza. El otro —más espigado— sonrió, no sin cierta altivez. Cuando habló, el joven reconoció en su voz a quien había reclamado que abriesen la puerta.

—Disculpad lo importuno de nuestra llegada. Hemos estado viajando todo el día y esperábamos encontrar un lugar donde gua-recernos y pasar la noche, pero mi amigo insistía en continuar otro poco. Al final, nos ha atrapado la oscuridad ¿Sería mucho atrevi-miento pediros que nos dejéis compartir con vosotros un cuerno de cerveza y algo de cena?

Ante estas amables palabras, Thialfi lanzó una mirada de des-concierto a su hermana. Dándose cuenta de la extrañeza del joven, el más corpulento de los dos visitantes se decidió a hablar. Su voz retumbó con gravedad. Era una voz que no aceptaba un no por respuesta, que no daba segundas oportunidades:

«—Hemos estado viajando todo el día y esperábamos encontrar un lugar donde guarecernos y pasar la noche».

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—No habéis de temer nada. Somos viajeros. Venimos de muy lejos y vamos a un destino aún más lejano. Mi nombre es Atli, y el de mi compañero, Loge2.

Thialfi vio que Roskva bajaba el hacha.

—Pasad, si vuestras intenciones son buenas —dijo el muchacho.

—La más noble de las intenciones es la que nos guía —dijo el tal Loge, mientras cruzaba el umbral, seguido del otro.

Roskva quedó asombrada ante la envergadura de los viajeros. Al verla con el hacha en la mano, Loge le devolvió una mirada hosca.

El fuego volvía a crepitar en el hogar y la casa estaba iluminada con la calidez trémula de las velas de aceite. Los viajeros aguarda-ban, sentados a la mesa, que Roskva les sirviera dos escudillas de una olla que humeaba al fuego.

Eran de rasgos muy hermosos. El que se hacía llamar Atli lucía una barba de un rojo teñido de fuego. El rostro de Loge era angu-loso y fino; algo en sus ojos y en su sonrisa, sin embargo, inspiraban desconfianza. El corte de sus ropas era intrincado y la buena calidad del paño, evidente. Debían de ser personas importantes, pensó Thialfi. Tal vez de la misma nobleza.

Roskva dejó ante ellos dos platos que contenían apenas un par de cucharadas de unas gachas blancas y espesas. Atli las atacó al instante con la cuchara de madera, pero Loge las miró con sorpre-sa, las olisqueó sin molestarse en esconder el asco que le causaban y luego apartó las manos para no tocar el plato.

—¿No te gusta? —dijo Roskva, ceñuda.

—He perdido el apetito de repente —respondió Loge con una de sus sonrisas.

—A lo mejor encuentras manjares más sabrosos yéndote por donde has venido.

2 Atli, que significa «el terrible», es la forma nórdica de Atila, el caudillo de los hunos. Loge es el término nórdico antiguo para decir «fuego».

VIAJEROS INESPERADOS

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Loge se revolvió en el asiento molesto por la impertinencia de la respuesta.

—Óyeme bien, niña… —comenzó a decir, mirándola con una intensidad que la hizo estremecer y perder el coraje.

Pero Loge no llegó a decirle nada, porque Atli, que había esta-do comiendo sin molestia alguna, le puso la mano sobre el hombro y lo hizo callar y serenarse de golpe. Como Loge torció levemente los labios, pensaron los hermanos campesinos que Atli le apretaba con una fuerza inusitada.

—No le hagas caso. Sembrar discordia es su naturaleza —dijo Atli, y luego volvió tranquilamente a sus gachas—. Saludo tu valentía.

Loge se frotó el hombro con expresión de fastidio, mientras mur-muraba para sí palabras incomprensibles. Sin dar descanso al plato —por pobre que fuese la cena—, Atli se dirigió hacia Thialfi:

—¿Cómo os llamáis los dos? Ha sido descortés por nuestra parte no preguntarlo antes.

—Mi nombre es Thialfi y esta es mi hermana Roskva.

—¿Y ellos? —preguntó bruscamente Loge señalando con la cabeza a sus padres, que estaban abrazados el uno al otro, acurru-cados sobre el lecho con expresión medrosa. Parecían un par de ancianos—. ¿No tienen nombre? ¿No hablan por sí mismos?

—Son nuestros padres, Egil y Asgerd. Sufren algún tipo de mal provocado por este lugar. No conocemos la cura. Desde hace un tiempo nos persigue la desgracia, especialmente cuando oscurece. La noche trae el terror en estos lares.

—Algo hemos oído acerca de lo que dices —afirmó Atli—. Y también hemos visto las ruinas de vuestro establo y los destrozos en los cultivos.

—El establo desapareció una noche y los cultivos amanecieron un día llenos de agujeros. También perdimos a nuestras dos vacas. De otro modo, tendríamos una buena cena que ofreceros.

Atli y Loge se miraron fugazmente, desaparecido ya todo res-quemor en sus semblantes. Daba la impresión de que las palabras del granjero resonaban en su interior como algo familiar.

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De pronto, Atli apartó el cuenco de gachas, completamente vacío, y dio una fuerte palmada:

—¡Pues basta de cháchara! Tengo hambre y sed, y aquí no ha-béis comido como es debido desde hace tiempo. Así que id avivan-do estas brasas.

Se levantó como un torbellino y salió de la casa, dejando la puerta abierta en su estallido de actividad, mientras Loge perma-necía sentado, manteniendo la serenidad en contraste con el otro. Señaló a un