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«Recuerda que eres mortal o Roma te lo hará pagar». Roma, mediados del siglo II a. C. El pequeño Tiberio Sempronio Graco empieza a conocer el convulso mundo en el que vive: la feroz pugna por el poder en el seno de la nobleza romana, ávida de prebendas y gloria; la cada vez más ancha fractura entre esa aristocracia terrateniente y un campesinado sin tierras, con problemas para subsistir y empero obligado a servir en las legiones; el choque entre los viejos valores romanos y el helenismo… Un mundo que cambiaba a pasos agigantados, tan rápido como rápidas eran las dentelladas que la Loba daba a la ecúmene. De la mano de su padre, Tiberio iniciará su educación política, de su severa madre Cornelia aprenderá cuál es su lugar en el mundo, como hombre y como romano, y con su primo Escipión Emiliano asumirá que tiene un futuro por delante y que deberá tomar decisiones, no siempre sencillas. La nueva novela histórica de Luis Manuel López Román, autor de la popular saga de Marco Lemurio, recrea la infancia y juventud de una figura que, como tribuno de la plebe, cambiaría la res pvblica romana para siempre. Pero antes de eso, fue tribuno de las legiones en África y empezó a forjar una carrera militar que lo llevó a protagonizar algunas hazañas y a encajar algunas humillaciones. De las calles de una Roma donde conviven altivos patricios con miríadas de desposeídos, pedagogos griegos y senadores de relumbrón, a ser el primero en escalar los altos muros de una Cartago condenada a la destrucción, el joven Tiberio aprenderá el valor de la amistad, pero también el regusto amargo que deja la traición, dos enseñanzas que marcarán una vida que encarnó todas las contradicciones de esa Roma que de ciudad se trocaba a imperio.
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Seitenzahl: 1090
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Tiberio Graco
Tribuno de las legiones
Luis M. López Román
© de esta edición:
Tiberio Graco. Tribuno de las legiones
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-128157-6-4
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía: Desperta Ferro Ediciones / Carlos de la Rocha
Coordinación editorial: Óscar González Camaño
Primera edición: octubre 2024
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Producción del ePub: booqlab
Esta es una historia de política, de guerra, de ambición y de poder ambientada en la Roma antigua. Pero es también la historia de un hombre que vive con la obsesión de honrar a su padre ausente, de estar a la altura de su recuerdo, de llenar el vacío de su ausencia. Es la historia de un hijo que se despierta cada día con una única obsesión: conseguir que su padre se sintiera orgulloso de él. La pérdida de un padre siempre llega demasiado pronto, aunque esta suceda cuando uno ya camina hacia la vejez. Tiberio Graco perdió a su padre siendo él un niño; yo lo perdí teniendo casi cuarenta años. Pero como Tiberio, que luchó para convertirse en el hombre que su padre habría deseado que fuera, yo batallo cada día para que el mío, allá donde esté, sienta orgullo de la persona que soy.
He tardado mucho, nada menos que cinco libros, en escribir una historia que sea digna de la memoria de mi padre. Creo que esta novela lo es. Por eso, papá, esta historia es para ti..
prólogo
Roma, en el consulado de Aulo Manlio Torcuato y Quinto Casio Longino, año 590 desde la fundación de la ciudad (164 a. C.)
primera parte
Roma, en el consulado de Quinto Opimio y Manio Acilio Glabrio (suff.), en el año 600 desde la fundación de la ciudad (154 a. C.)
segunda parte
Roma, en el consulado de Quinto Fulvio Nobílior y Tito Annio Lusco, año 601 desde la fundación de la ciudad (153 a. C.)
tercera parte
Roma y África, en el consulado de Publio Cornelio Escipión Emiliano y Cayo Livio Druso, año 607 desde la fundación de la ciudad, otoño (147 a. C.)
cuarta parte
África, en el consulado de Cneo Cornelio Léntulo y Lucio Mumio, año 608 desde la fundación de la ciudad, invierno y primavera (146 a. C.)
epílogo
Roma, en el consulado de Cneo Cornelio Léntulo y Marco Mumio, año 608 desde la fundación de la ciudad, verano (146 a. C.)
posfacio: Tiberio Sempronio Graco y la res pvblica romana en la que nació
Óscar González Camaño
Roma, en el consulado de Aulo Manlio Torcuato y Quinto Casio Longino, año 590 desde la fundación de la ciudad (164 a. C.)
La noche en que nació Tiberio Sempronio Graco, el cielo descargó sobre Roma una tormenta de tal magnitud que ni los más ancianos eran capaces de recordar otra semejante.
Llevaba días lloviendo sin parar, una lluvia fina, incesante, que empapaba las ropas de quienes se aventuraban a salir a la calle y convertía las calles en arroyos desbocados. La Cloaca Máxima, el gran colector en el que desembocaban todas las alcantarillas de Roma, había dejado de tragar agua tras los dos primeros días de tormenta. El Tíber, un río por lo general tranquilo y de aguas mansas, amenazaba con desbordarse a su paso por el Foro Boario y arrastrar consigo las casas de los hombres y los templos de los dioses. La lluvia empapó las calles de Roma durante siete días y siete noches. Pero la auténtica tormenta se desató al octavo día: como si los cielos se hubieran abierto y los dioses hubieran decidido arrojar todo un océano sobre la Urbe, la lluvia fina y constante se convirtió en un auténtico aguacero. Los relámpagos, seguidos de truenos ensordecedores, iluminaban el cielo nocturno y permitían a los aterrorizados romanos observar fugazmente su propia ciudad anegada por las aguas.
Mientras en el exterior la tormenta desataba toda su furia, un noble romano trabajaba en una de las estancias de su domus. Bajo la tenue luz de tres lucernas, situadas en las esquinas de la mesa, el romano consultaba unos rollos de papiro; los leía con atención, los enrollaba y desenrollaba para buscar el pasaje adecuado, tomaba notas y volvía a leer. Desde donde se encontraba, podía escuchar el repiqueteo de la lluvia contra las tejas y sobre las losas del cercano jardín. Para él resultaba un ruido agradable que acompañaba aquellas horas nocturnas que dedicaba a la lectura y la escritura.
A diferencia de muchos de sus colegas senadores, los truenos no le atemorizaban en absoluto. Aquella tormenta pasaría y Roma continuaría en pie. Júpiter Óptimo Máximo podía recordar a sus hijos su poderío por medio de fulgurantes relámpagos, pero nunca permitiría que nada le ocurriera a aquella ciudad. Roma era la elegida de los dioses, una ciudad inmortal, y haría falta mucho más que una simple tempestad para que temblaran sus cimientos.
Ese hombre que trabajaba aquella noche en su pequeño despacho vivía completamente convencido de la grandeza de Roma; una grandeza que él mismo había contribuido a crear y perpetuar.
—Amo, ya ha empezado —dijo una voz detrás de sí.
El ilustre romano no se dio la vuelta: se tomó su tiempo para terminar la oración que estaba escribiendo en aquel momento con el pequeño cálamo entintado sobre un amarillento papiro; volvió a leer la frase, asintió satisfecho y solo entonces giró la cabeza.
Quien había hablado era un joven esclavo, vestido con una simple túnica de color gris. El chico aguardaba en la puerta de la estancia, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo, a que su amo le respondiera. Era muy joven, pero había sido criado en aquella casa y sabía que al señor no le gustaba que se le interrumpiera durante las horas nocturnas que dedicaba a la escritura. Sin embargo, en aquella ocasión resultaba imprescindible perturbar su concentración: debía saber que, al fin, su esposa se había puesto de parto.
—¿Cómo está Cornelia, Pertinax? —preguntó.
—Bien, domine. El médico griego que mandó llamar dice que será un parto fácil, que el ama es fuerte y su cuerpo resistirá este trance sin problemas. Hay tres esclavas ayudándole y dos más aguardan junto a la puerta por si necesita algo.
—Mantenme informado puntualmente de todo lo que ocurra. No temas entrar aquí tantas veces como sea necesario —dijo el noble, y volvió la atención de nuevo a su papiro.
El romano aguardó a que el joven esclavo abandonara la habitación, pero este permaneció en su sitio, con la boca entreabierta, como si quisiera decir alguna otra cosa y no se atreviera a hacerlo.
—¿Deseas algo más, Pertinax? —preguntó.
—Domine… hay algo que creo que debería saber. No es muy importante, pero aun así…
—Habla de una vez y deja de dar rodeos. Si hay algún problema en el parto de mi hijo…
—Oh no, amo. Como os he dicho, la domina está bien y el médico no cree que haya complicaciones. Es solo que, con esta tormenta… la gente empieza a hablar. No son solo los esclavos de esta casa, también lo hacen en el resto de la ciudad. Se dice que un parto en estas condiciones no es un buen augurio, que los dioses han enviado a Roma esta lluvia como advertencia ante el niño que nacerá esta noche.
El prócer se puso en pie y, al hacerlo, de inmediato indujo al esclavo a encogerse de manera inconsciente. Aquel hombre rara vez sancionaba a sus sirvientes con castigos físicos y, cuando aquello ocurría, jamás lo hacía en persona. Pero la figura de aquel noble, alto y con la mirada cargada de autoridad, era capaz de atemorizar a todos los esclavos que vivían en aquella casa.
—¿Tú crees en esas habladurías, Pertinax? —inquirió—. ¿Crees que los dioses enviarían un castigo a esta casa y que lo anunciarían por medio de una tormenta?
El joven Pertinax no respondió al instante: no estaba seguro de si su amo le pedía una prueba de lealtad o una respuesta sincera.
—Creo que los dioses hablan a los hombres por medio de señales —respondió al fin—. Pienso que el vuelo de las aves, los rayos y las entrañas de los animales sacrificados pueden mostrarnos la voluntad de las divinidades.
—Haces bien al pensar en eso, pues es la base de toda nuestra religión. Ahora bien, ¿crees —remarcó la palabra— que esta tormenta puede ser una señal de que la desgracia se abatirá sobre Roma por medio de mi hijo primogénito?
Pertinax volvió a erguirse y miró a los ojos de su amo.
—Amo, creo que, sin duda, esta tormenta es una señal de los dioses. Y dado que, hasta donde alcanza mi conocimiento, solo la domina de entre todas las mujeres nobles de Roma está dando a luz en medio de la tempestad, creo que tienen razón los que dicen que la señal se refiere a vuestro hijo —carraspeó—. Ahora bien, no creo que la señal tenga que ser negativa. Recuerdo una historia…
Calló un momento, como si pidiera permiso a su amo para continuar; el silencio de este lo animó.
—Cuando el rey Tarquinio Prisco llegó a Roma, todavía un simple extranjero etrusco, un águila le arrebató su sombrero para dejarlo caer de nuevo sobre su cabeza. Aquel fue el modo que tuvo Júpiter de señalarlo como el legítimo heredero del trono de Roma: por medio de su ave, el águila. ¿Qué son los truenos y relámpagos sino una muestra del poder de Júpiter? —Tosió levemente, cogiendo fuerzas—. Creo, domine, que esta tormenta es una señal, pero no de desgracia, sino de fortuna. Júpiter Óptimo Máximo anuncia con sus truenos la llegada de un niño que está llamado a grandes cosas. Un niño que hará a Roma aún más grande.
El romano no respondió, solamente observó al joven sirviente con detenimiento. Por norma general, no solía prestar mucha atención a la servidumbre. Como todos los romanos, consideraba a los esclavos criaturas inferiores que habían nacido para cumplir con las tareas infamantes que los ciudadanos libres, y más aún los aristócratas, no podían rebajarse a hacer. Pero aquel mozo, Pertinax, le había dado una respuesta digna de un veterano miembro del colegio de los arúspices. ¿Era posible que un simple muchacho nacido en cautividad conociera aquellos detalles de la historia de Roma? Tal vez en el futuro debería prestar más atención a la sabiduría de los esclavos.
—¿Y cómo sabes tú esas historias de Tarquinio y su llegada a Roma? ¿Acaso has leído las crónicas y anales de los tiempos antiguos?
—No, domine. No sé leer y apenas sé escribir mi nombre, pero escucho las historias que mi señora Cornelia cuenta al resto de las esclavas mientras tejen la lana o hacen otras labores. Toda mi sabiduría, que no es mucha, se la debo a escuchar a la domina.
De modo que su mujer contaba historias a los esclavos… El romano sonrió. Aquella imagen casaba a la perfección con su Cornelia: tan despierta, tan activa, tan bondadosa y al mismo tiempo tan severa, tan… romana. Digna hija del gran Escipión era su Cornelia, adornada con virtudes con las que muchos varones romanos solo podían soñar.
—Haces bien de escuchar las historias de tu ama. Es una mujer muy sabia, diría que más que yo mismo, pese a todos los libros que he leído…
El noble romano dio un paso al frente y aferró al joven esclavo por el hombro. Pertinax bajó la cabeza en señal de respeto. Mirar a los ojos al amo estando tan cerca habría sido una imperdonable falta de respeto.
—Tu interpretación de la tormenta y el nacimiento de mi hijo es, sin la menor duda, la correcta. Mi primogénito será un gran hombre, un romano cuyo recuerdo quedará grabado en los anales y que hará que mi propio nombre, que será también el suyo, quede eclipsado en la historia de nuestra patria. Así quiero creerlo. Pero serán muchos los que quieran hacerle daño. Y por eso, desde este mismo instante, mi hijo necesitará toda la protección que podamos brindarle.
Se acercó al esclavo y le puso las manos en los hombros:
—Serás su primer protector, joven Pertinax. Y empezarás a protegerlo contando esa misma historia que me acabas de referir. Haz que la escuchen todos los sirvientes, los de nuestra casa y los de fuera; convénceles de que esta tormenta es un augurio feliz, una promesa de la llegada al mundo de un gran hombre. Los otros sirvientes se lo contarán a sus amos y algunos creerán esta interpretación de los augurios, que, sin duda, es la correcta. ¿Harás esto por mí, Pertinax? ¿Contarás esta historia?
El esclavo asintió en silencio. ¿Cómo podría desobedecer las órdenes de aquel hombre? Su autoridad emanaba del respeto que imponía, no del miedo, que era la fuente de poder de la mayoría de los amos sobre sus esclavos. Pertinax contaría aquella versión a todos los oídos que quisieran escucharle. Y a los que no quisieran, les obligaría a hacerlo, si hiciera falta.
El romano regresó a su escritorio.
—Mañana mismo daré órdenes para que alguien te instruya en la escritura y la lectura, tanto en latín como en griego. Se te liberará de algunas de tus tareas.
El rostro de Pertinax se iluminó. El joven esclavo tuvo que contenerse para no ponerse a dar saltos de alegría, algo que habría sido por completo inapropiado en presencia de su amo.
—Serás un gran apoyo para esta familia cuando yo no esté, muchacho. Ahora márchate y mantenme informado de todo lo que ocurra durante el parto.
El joven esclavo hizo una breve inclinación sin dejar de sonreír y se marchó de la estancia.
El noble se sentó de nuevo y trató de retomar el hilo de lo que estaba escribiendo. Consultó uno de sus pergaminos, intentó centrarse en la lectura, pero fue inútil. Estaba demasiado preocupado. Como a todo aristócrata romano, se le había enseñado desde niño a disimular sus pasiones, a no demostrar ni tristeza, ni alegría, ni sus odios, ni sus afectos. No debía mostrar su preocupación a nadie, ni tan siquiera a sus esclavos. En su interior, sin embargo, no podía evitar sentir un miedo terrible que llevaba un tiempo albergado en su pecho. Aquella noche, la suerte de su hijo y los augurios que rodeaban a su nacimiento no eran su única fuente de preocupación.
Él mismo ya no era joven, había superado con creces la edad en la que los hombres romanos tenían sus primeros hijos; con sus años no eran pocos los que tenían incluso los primeros nietos. Aquella experiencia debía resultar un simple trámite, como lo era para todos los demás hombres: al fin y al cabo, las mujeres romanas existían solo para engendrar hijos sanos y robustos que perpetuaran el honor y el patrimonio de la gens; si una mujer moría en el parto, el deber de todo aristócrata era buscar un nuevo matrimonio que conviniera a su rango y su riqueza. No debía sentir miedo ante la posibilidad de que su mujer muriera.
Pero aquel romano sí sentía miedo: a diferencia de la mayor parte de hombres de su rango, él amaba a su mujer. Amaba a su esposa más que a su propia vida, con un afecto sincero que nacía tanto de la admiración como de la complicidad. Su compañera. Su Cornelia.
Comenzó a pasear por la estancia. Las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de rollos de papiro, y de cada uno de ellos colgaban etiquetas con el título de su contenido: obras de filosofía y de historia, en su mayoría, aunque también había volúmenes de poesía y otros géneros. Aquella biblioteca era uno de sus grandes motivos de orgullo. Muchos textos en griego y unos pocos en latín, los había acumulado durante sus viajes, la mayoría se habían encargado y comprado, algunos los heredó de la propia biblioteca de su padre. El noble acarició el contorno rugoso de algunos de aquellos rollos. Timeo y Tucídides. Platón y Jenofonte. Homero y Píndaro.
Si su esposa moría en el transcurso del parto, como les ocurría a muchas otras, no sabía si sería capaz de tomar otra mujer. No podía permitir que su linaje se extinguiera, pero había otras maneras de lograrlo. Si adoptaba un niño y le daba su nomen, el futuro de la gens estaría a salvo y a nadie le extrañaría que un hombre de su edad tomara aquella decisión. Pero no, no tomaría otra esposa.
Un relámpago iluminó el pequeño jardín al que daban las ventanas de la estancia. Tiberio Sempronio Graco se sentó de nuevo. Cerró los ojos y elevó una plegaria a Juno Lucina, la protectora de los partos. «Madre de los dioses, permite que mi esposa salga con vida de este trance. Juno, ayúdame en estos momentos de dificultad».
Miró la lluvia a través de las ventanas.
«Permite que mi esposa concluya con vida este parto».
aLas ciudades y los campos resonaban a cada paso con el eco de lascajasy todo llenaba el estruendo de los que hacían las levas.
F. Estrada
Roma, en el consulado de Quinto Opimio y Manio Acilio Glabrio (suff.), en el año 600 desde la fundación de la ciudad (154 a. C.)
La matrona romana miraba con severidad a su hijo, que, avergonzado, agachó la cabeza y extendió las palmas de las manos.
—Procede —ordenó.
Un esclavo golpeó al niño en las palmas con una regleta de madera. Una vez. Dos veces. El joven aguantó los dos golpes con resignación, sin apenas mudar el rostro. Al tercer golpe, una lágrima asomó en su ojo derecho. Al cuarto, no pudo reprimir el gesto de apartar las manos, como un acto reflejo.
—Si retiras las manos empezaremos desde el principio —dijo ella.
El niño volvió a extender sus palmas al esclavo. Este continuó con el castigo, pero de la forma más suave que podía sin incurrir en la ira de su ama. Tras el décimo golpe, las palmas de las manos del niño estaban enrojecidas. Aunque las lágrimas se habían deslizado por sus mejillas, no había pronunciado palabra o queja alguna. Resistió el castigo como siempre le habían enseñado que debía hacer: como un romano.
La madre asintió seria pero complacida.
—Llévale a las cocinas para que le apliquen un ungüento que alivie el escozor. En unas horas, esas manos estarán como nuevas, pero la lección quedará grabada en su cabeza.
El esclavo asintió y, tras tomar al joven por los hombros con delicadeza, le acompañó hasta la puerta de salida.
—Cuando salgas dile a Arístides que entre —dijo la mujer antes de que niño y esclavo hubieran abandonado la estancia.
La matrona era una mujer alta, de largas piernas y brazos proporcionados. Su rostro era hermoso, aunque sin rastro alguno de dulzura: un rostro duro, afilado, poco acostumbrado a las sonrisas y nada a la risa. Llevaba el cabello recogido sobre la nuca en un sencillo y austero moño. Sus ropajes eran muy simples: una túnica de color gris y, sobre ella, una capa parda. No llevaba joyas: ni anillos, ni pulseras, ni colgantes.
Cornelia era la quintaesencia de lo que debía ser una matrona romana según el mos maiorum, la costumbre de los antepasados. Un ejemplo de lo que habían sido las hijas de Rómulo o Numa muchos siglos atrás, de lo que fueron la virtuosa Lucrecia y la casta Virginia. Era de esperar que en ella se reuniera lo mejor de cada una de las mujeres romanas que habían pasado a los anales de la historia. Había sido educada para ser una hija responsable, una buena esposa, una madre ejemplar. Una romana intachable. Y en cada instante de su vida, Cornelia se esforzaba por hacer de aquel ideal de austeridad, sobriedad y entrega una realidad encarnada en su persona.
Cada uno de los golpes que el esclavo le había propinado a su hijo mayor le había dolido tanto como si los hubiera recibido en su propia piel. Cornelia aborrecía la violencia, que consideraba algo propio de los bárbaros, un recurso al que solo se debía recurrir en un caso de extrema necesidad. Pero sabía que los espíritus fuertes se forjaban en las pruebas difíciles y que su hijo debía ser un espíritu fuerte, el más fuerte que hubiera conocido Roma. Era responsabilidad de Cornelia asegurarse de que su prole crecía firme y recia, tanto en lo físico como en lo espiritual. Sus hijos, descendientes de dos distinguidas gentes, algún día estarían llamados a ocupar los puestos más altos de los honores que la res pvblica concedía a sus ciudadanos y que les correspondía por nacimiento. Pero, para ello, antes debían demostrar su virtus, sus cualidades como hombres tanto en el campo de batalla como en las turbias aguas de la política.
Su hijo Tiberio no olvidaría aquella lección con facilidad y eso le convertiría en un hombre mejor. En un romano mejor. Al fin y al cabo, aquel niño no solo era el hijo de Tiberio Sempronio Graco, sino también el nieto de Escipión el Africano, el hombre que había salvado a Roma y derrotado al pérfido Aníbal. Algún día, cuando el niño se convirtiera en adulto y comenzara a asumir su lugar en la res pvblica, se le exigiría que estuviera a la altura de su ilustre antepasado.
Cornelia aguardó de pie, en el centro de la estancia, a que sus órdenes fueran obedecidas. Nada se hacía en aquella casa sin que la domina, la señora y ama, lo supiera y diera su aprobación. Gobernaba su domus como habría regido Roma en caso de haber querido los dioses que en lugar de mujer hubiera nacido varón: con mano dura y firme.
Un hombrecillo enjuto y con una barba rala y plateada atravesó el umbral y aguardó con la cabeza gacha a que Cornelia se dirigiera a él.
—Arístides, acércate más.
El anciano obedeció, dio dos pasos al frente y volvió a detenerse.
—¿Desde cuándo sirves en esta casa? —preguntó ella.
—En las próximas calendas hará ya tres años, domina —dijo él, en un latín correcto, marcado por un fuerte acento extranjero.
—Llegaste con las mejores recomendaciones. Antes de entrar en nuestra casa, serviste en Pérgamo y en Atenas, ¿me equivoco?
—No, mi señora, no os equivocáis. Nací en Pérgamo y allí pasé toda mi juventud. Después trabajé como pedagogo en Atenas durante un tiempo.
—Pero no naciste esclavo. Eras un hombre libre.
—Sí —el hombre asintió—. Me vendí a mí mismo para poder subsistir. Mi formación como orador y literato no me sirvieron de mucho cuando mi padre lo perdió todo. Preferí la esclavitud a la muerte por inanición.
—No tienes por qué avergonzarte, Arístides, eres un buen hombre —dijo Cornelia en tono afable—. Sin embargo, no tiene ya sentido que continúes en esta casa.
—Pero, domina…
El hombrecillo cayó al suelo de rodillas ante Cornelia y abrió los brazos en actitud de súplica
—Yo supuse que el joven Tiberio… bueno, que debía informaros cuando él no realizara sus tareas con precisión…
—Y así es. Mi hijo no cumplió con su obligación y ha recibido su castigo por ello. Tu error no ha consistido en informarme de sus escasos progresos, una condición que te puse desde el mismo momento en el que entraste a formar parte de esta casa, y que has cumplido de forma meticulosa. No hay reproche en mis palabras, Arístides. El problema es que has llegado al máximo de tus capacidades. Ya no hay nada que puedas enseñarle a Tiberio y eso sí es un problema.
—Aprenderé, señora, me esforzaré…
—No es una cuestión de esfuerzo, Arístides, sino de capacidad —enunció como si ella misma estuviera dando una lección—. Cuando un alumno no cumple con sus obligaciones, debe ser castigado, pero también hay que analizar el motivo de su descuido. Y, en este caso, el problema de Tiberio es la falta de motivación. Habéis estado varios meses repitiendo las mismas lecciones, es normal que se aburra, que se distraiga… y que eso le lleve a la pereza y la desidia. La obligación del maestro es mantener siempre vivo el interés del alumno. Y eso es algo que tú, querido Arístides, ya no estás en condiciones de hacer.
El anciano no dijo nada, se limitó a seguir postrado en el suelo, con las palmas abiertas.
—Levántate. Eres un siervo leal y como tal serás tratado. La casa de Tiberio Sempronio Graco no abandona a sus esclavos cuando estos dejan de ser útiles. ¿Qué clase de amos seríamos si actuáramos así? Arístides, hemos llegado a un acuerdo con nuestro amigo Publio Mucio Escévola: necesita alguien de confianza que cuide de sus bibliotecas en Roma y en las fincas de Campania. Es una labor que no dudo que desempeñarás con acierto y, o mucho me equivoco, diría que será de tu agrado.
Arístides se incorporó ligeramente y, todavía de rodillas, se apresuró a tomar las manos de su ama e intentó besarlas con devoción, pero ella, con suavidad, se lo impidió, obligándole con gestos a que se levantara.
—No te sientas mal, Arístides. Has sido un buen maestro, pero mi hijo Tiberio necesita algo más de lo que tú puedes ofrecerle.
El hombre asintió, sin poder evitar que las lágrimas cayeran por sus mejillas. A sus más de sesenta años, había vivido como esclavo desde los quince y había pasado por las manos de muy diversos amos. Gracias a su formación en letras griegas corrió una suerte mucho mejor que la de otros siervos destinados al campo, los trabajos domésticos o, peor aún, las minas. Sin embargo, incluso como pedagogo y tutor de los hijos de sus amos había sufrido malos tratos y privaciones. Nunca en su larga vida le habían tratado con la justicia y la mesura que había encontrado entre los muros de aquella casa. El destino que su ama le había encontrado sin duda era un buen lugar para terminar sus días, rodeado de libros y material de escritura. Pero el viejo Arístides sabía que echaría de menos la casa de Tiberio Sempronio Graco, lo más parecido a un hogar que jamás había conocido.
—Preséntate mañana al alba en casa de Publio Mucio Escévola. Sé que estarás a la altura y que honrarás el nombre de los Sempronios Gracos en tu nuevo hogar.
—Mi señora Cornelia, nunca, por más años que viva, olvidaré a esta familia.
Cornelia sonrió levemente: era lo máximo que se permitía en presencia de un esclavo.
—Eso me complace. Quién sabe si en el futuro mis hijos o yo misma tendremos necesidad de recurrir a un viejo amigo. Puedes retirarte, Arístides.
El hombre asintió y, sin dar la espalda a la que ya era su antigua ama, salió en silencio de la habitación mientras hacía reverencias.
Cornelia permaneció unos instantes a solas en la estancia que utilizaba para atender sus asuntos. Como la mayoría de las habitaciones de las casas romanas más tradicionales, era parca en mobiliario. Solo dos asientos con unos finos cojines por si alguien tenía que sentarse en ellos durante un largo rato, un pequeño baúl y una mesa cubierta por un mantel de hilo. La habitación tenía una estrecha ventana que daba al patio interior de la casa y dejaba pasar el rumor de una fuente y algo de aire fresco.
¿Qué habría opinado su padre, Escipión el Africano, de su comportamiento en aquel día? Cornelia siempre tenía en cuenta aquella máxima antes de tomar cualquier decisión. Amaba y respetaba a su esposo, Tiberio Sempronio Graco, como pocas mujeres romanas tenían la suerte de hacerlo; pero, en lo más hondo de su corazón, sabía que su noble marido no podía igualar en grandeza al que había sido el mejor romano que varias generaciones de hombres habían conocido, el gran Escipión el Africano. Su padre, rememoró con orgullo. El hombre que había derrotado al poderoso Aníbal y había salvado Roma de las hordas cartaginesas. Para Cornelia, el Africano era el máximo referente que cualquier romano, fuera hombre o mujer, podía tener. Un hombre que había dado todo por Roma, que había llegado incluso a quebrar en ocasiones los mores maiorum, las sagradas costumbres de los antepasados, poniendo en riesgo incluso su propia seguridad, física y jurídica. Todo por un ideal: la gloria de Roma.
«¿Qué habría opinado el Africano si me hubiera podido contemplar a lo largo de esta mañana?», se dijo otra vez a sí misma. Sin duda, habría aprobado el castigo al que había sometido al pequeño Tiberio: el dolor fortalecía el espíritu de los hombres y, por añadidura, el niño debía aprender que una mala acción tenía sus consecuencias. Su crimen podía parecer nimio, haber olvidado unos versos de la Ilíada que Arístides le había pedido que memorizara, pero eso no reducía el hecho de la falta. Un niño debía obedecer hasta en la más ínfima de las órdenes que recibiera de sus superiores o, en aquel momento, de un preceptor. Si no aprendía aquella lección, en el futuro podía cuestionar las órdenes de un tribuno militar o un legado, un error que podía resultar fatal en el campo de batalla; o, peor aún, podía incluso desobedecer las órdenes de un cónsul o un pretor. No, Cornelia estaba convencida de haber obrado de forma correcta: Tiberio debía aprender a disciplinarse como solo un romano era capaz de hacerlo.
Sin duda, su padre Escipión se habría sentido orgulloso de ella.
Tiberio aguantó que le untaran el bálsamo con la misma resignación con la que había resistido los golpes. Pertinax, que también había sido el esclavo encargado de infligirle el castigo, fue el responsable de aliviar su dolor del mismo modo que había sido el responsable de atender cualquier necesidad del pequeño Tiberio una vez abandonó los cuidados de la nodriza. Desde la noche en que nació y su amo le encargó aquella misión, Pertinax se había consagrado en cuerpo y alma a la tarea de asegurar que el primogénito de aquella familia creciera seguro, fuerte y sano; y aunque en ocasiones eso supusiera aplicarle unos castigos físicos que le dolían a él casi tanto como al niño recibirlos.
Con gran delicadeza envolvió las manos de su joven amo en unas vendas de lino, humedecidas previamente con el ungüento curativo proporcionado por una de las esclavas de la casa.
—¿Vas a contarme qué ha pasado, domine? —preguntó el esclavo con tono firme pero educado.
Se encontraban en uno de los almacenes cercanos a las cocinas de la casa, rodeados de todo tipo de ollas enormes, cazuelas y sartenes. Pertinax hizo sentar al joven Tiberio en un taburete y le dijo que esperara su regreso con el ungüento. El esclavo no había presenciado el motivo por el que su amo había sido castigado, le habían llamado para que aplicara el ungüento cuando ya todo había ocurrido.
—He faltado a mi obligación y por eso he recibido este castigo. Eso es todo —dijo el niño, muy serio.
—Tan locuaz como de costumbre.
Pertinax nunca había olvidado la orden que el padre de Tiberio le diera cuando el niño llegó al mundo durante aquella tormentosa noche: «cuida de él y protégelo de todo mal». Aquella obligación le había empujado a vigilar al pequeño en todos los momentos en los que no tenía otras tareas ineludibles, con el resultado de que Pertinax y el pequeño Tiberio pasaron muchísimas horas juntos. Por ese motivo, el esclavo se permitía con su joven amo unas confianzas que jamás habría tenido con sus padres, los señores de la casa. Tiberio, que adoraba a aquel esclavo como si fuera un segundo padre o un hermano mayor, le aceptaba e incluso alentaba esas muestras de confianza.
—No hay nada que decir —repitió.
Pertinax sabía que si Tiberio no quería hablar, no le sacaría una sola palabra. Era un muchacho orgulloso y testarudo, del mismo modo que había sido un niño orgulloso y testarudo. En ese aspecto, era la viva imagen de su madre: severo hasta el extremo, consigo mismo y con los demás, pero con un elevado sentido de la justicia y una notable incapacidad para hacer el mal de forma gratuita o innecesaria.
El esclavo continuó vendando las manos del niño en silencio; cuando hubo terminado, le dio una palmadita en el hombro.
—Listo. El ungüento que me ha dado la vieja Ania debería hacer efecto en los próximos días. Dales un descanso a tus manos y pronto podrás ejercitarte con la espada de nuevo.
Tiberio torció el gesto como muestra de fastidio, pero no dijo nada. Ejercitarse en el Campo de Marte con la espada y el escudo de madera era una de sus actividades preferidas. Contaba los días que le quedaban para cumplir años y acercarse poco a poco a la edad mínima para comenzar su carrera militar. Como hijo de un antiguo cónsul, Tiberio era consciente de que él nunca combatiría como soldado raso, sino que entraría al ejército directamente como oficial, ocupando el cargo que el comandante bajo cuyo mando le destinaran considerara oportuno. Muchos jóvenes aristócratas pasaban de este modo por una iniciación plácida y tranquila en la milicia, sin llegar a tener nunca una experiencia real de combate. Aquel no sería su caso, se prometió a sí mismo.
Tiberio estaba convencido de que la base de la gloria de Roma se asentaba en la fuerza de sus ejércitos y que un romano solo podía considerarse como tal si había combatido bajo los estandartes y había sentido el sudor bajo la lorica y el miedo atenazado en la garganta. Él saborearía la auténtica gloria de Roma, espada en mano, como había hecho su propio padre, como su abuelo materno, Escipión el Africano. Nada de ver la acción desde lo alto de una colina o a lomos de un caballo: él quería combatir en primera línea, junto a sus hombres, y ganar su respeto y admiración por derecho propio.
Pertinax observó la mueca de fastidio de Tiberio y enseguida la interpretó. ¿Verse privado de la espada durante tanto tiempo? No cabía duda de que su joven amo ya tramaba la manera de volver a sus ejercicios cuanto antes.
—Desde luego tu madre no aprobará que te lastimes las manos más de lo necesario. Tendremos que informarle de cualquier actividad que pueda retrasar su completa curación.
—Pertinax… —protestó Tiberio, disgustado por la imposición del esclavo.
Si había algo en el mundo que el niño temiera, era la furia implacable de su madre. Estaba convencido de que, si en lugar de su abuelo ella se hubiera enfrentado a Aníbal, los ejércitos de Cartago habrían claudicado mucho antes. Naturalmente, nunca se había atrevido a hacer aquella reflexión en voz alta.
—Nada de Pertinax —dijo el esclavo, mientras tomaba las manos vendadas de Tiberio entre las suyas y se ponía de pie frente a su amo, aún sentado en un taburete—. En estas manos reside el futuro de Roma, cosa que me importa algo, pero también el futuro de la gens Sempronia, una familia por la que daría mi vida si fuera necesario. No las maltratemos más de lo necesario, dejemos que se curen.
El niño asintió.
—Tienes razón.
—Además, que no puedas coger la espada no quiere decir que no puedas ejercitarte. En un par de días iremos al Campo de Marte a practicar algo que no requiera del uso de las manos. Ya pensaré alguna cosa, confía en mí, domine.
En ese momento entró una esclava con un niño en sus brazos. La criatura lloraba de forma desconsolada, sin que los esfuerzos de la muchacha sirvieran de nada.
—Tu hermano Cayo también está enfadado. Tal vez quiera comer. No me extrañaría nada que se hubiera encaprichado de estos pechos…
Pertinax lanzó un pellizco a la esclava y esta le esquivó entre carcajadas. Tiberio los acompañó en sus risas. No era habitual que los niños de la aristocracia crecieran demostrando tanta familiaridad con los esclavos, pero en casa de Sempronio Graco aquellas escenas resultaban muy habituales. Tiberio padre estaba convencido de que a los niños les resultaría mucho más útil haber convivido con todo tipo de gentes, esclavos incluidos, que haber crecido aislados con tutores griegos como única compañía. Por este motivo, permitía que sus hijos anduvieran con libertad por toda la casa y observaran a los esclavos desempeñar sus labores. Incluso en las temporadas de estío, cuando toda la familia se trasladaba a una finca de la Campania para pasar los meses más calurosos, Tiberio padre llevaba a su hijo a observar las tareas agrícolas en el campo. Era la única manera, decía, de que un noble romano de su tiempo aprendiera el valor del trabajo y el esfuerzo que tantos hombres y mujeres, esclavos y libres, realizaban por la gloria de Roma.
—No sé qué le ocurre —respondió la esclava.
Era una chica muy joven, de apenas dieciséis años, que había sido elegida como nodriza para el pequeño Cayo, el más joven de los vástagos de Tiberio Sempronio Graco y su esposa Cornelia.
Aquel bebé era fruto del sexto parto que Cornelia afrontaba en quince años. Solo tres de los niños nacidos de su vientre habían conseguido sobrevivir. Sempronia fue la primera en en sobrevivir a los primeros meses: una niña débil y enfermiza a la que Cornelia había sobreprotegido más allá de sus propias convicciones personales; no quería que los dioses le arrebataran a aquella niña, llamada a forjar alianzas con otra familia romana por medio del matrimonio. El varón primogénito, Tiberio, nacido unos años después, había crecido fuerte y robusto, sin que ninguna enfermedad hiciera presa de su cuerpo. Después, Cornelia había engendrado tres criaturas más, ninguna de las cuales llegó a cumplir el año de edad.
Tiberio creció viendo nacer y morir a sus hermanos, convencido de que alguna extraña maldición se cebaba con el vientre de su madre. Cuando ya nadie esperaba que el matrimonio de Tiberio y Cornelia diera más frutos, había llegado al mundo Cayo, un bebé robusto y llorón que muy pronto se había convertido en la alegría de la casa. Con él, Cornelia había cumplido con creces su labor como matrona romana. Había asegurado que el linaje de su marido se perpetuara en dos varones y había engendrado una niña que sería la alegría de su vejez.
—Pónmelo aquí —ordenó Tiberio, formando con sus brazos un espacio en el que pudiera descansar el bebé.
—Cuidado con tus manos —advirtió Pertinax.
—No hay problema, puedo sostenerlo con los brazos.
La esclava dejó al niño en el regazo de su hermano mayor, que comenzó a acunarle y a hablarle con ternura. Poco a poco, el bebé se calmó y dejó de llorar.
—Hola, hermanito —susurró Tiberio al oído del bebé—. Hola, pequeño Cayo.
Tiberio nunca había logrado desarrollar una especial afinidad con su hermana Sempronia. El carácter retraído y hosco de la niña y el hecho de que su madre hubiera insistido en que recibieran una educación totalmente distinta y por separado, habían motivado que Tiberio y su hermana, dos años mayor, fueran dos extraños que vivían bajo un mismo techo. Sin embargo, desde el momento en el que había nacido el pequeño Cayo, Tiberio sintió una especial atracción por aquella criatura rosada que no paraba de berrear. A decir de su propia madre, Tiberio y Cayo no podían haber sido bebés más distintos: mientras Tiberio había sido callado y tranquilo, Cayo era un niño que requería la atención constante de todos cuantos le rodeaban; comía como dos bebés juntos y lloraba como si las puertas del Hades se hubieran abierto en su boca.
—¿Sabes qué dijo nuestro padre cuando naciste, hermano? —susurró junto a la cabeza del bebé—. Me dijo que habíamos nacido con tantos años de diferencia porque Roma no podría soportar a dos Sempronios Gracos en el poder al mismo tiempo. Yo abriré camino y llegaré al consulado, y después de un tiempo lo harás tú. Los dos honraremos a esta familia, pequeño Cayo.
—Tal vez algún día —intervino la esclava—, pero ahora el futuro cónsul de Roma tiene que dormir —dijo, y añadió, al ver la cara de fastidio de Tiberio ante la idea de que le arrebataran a su hermano—. Órdenes de vuestra madre, domine.
Y no hubo más discusión. En aquella domus, las órdenes de Cornelia se cumplían sin protesta alguna.
Las manos de Tiberio tardaron unas semanas en curarse por completo. El joven aguardó con paciencia a que la irritación desapareciera y sin hacer ninguna actividad que retrasara su total recuperación. Dedicó aquellas semanas a recorrer Roma en compañía de Pertinax o, cuando este lo consideraba necesario, de algún otro esclavo que les sirviera de escolta. No resultaba muy habitual que los jóvenes de la aristocracia romana pasearan por las calles sin estar acompañados de familiares de más edad. La Urbe, pese a ser el corazón de una gran potencia, era uno de los lugares más peligrosos del mundo conocido. Un joven noble era la víctima perfecta para ladrones y salteadores que habrían asesinado a cualquiera solo por robarle sus sandalias. Sin embargo, tanto Tiberio padre como Cornelia estaban convencidos de la necesidad de que sus hijos conocieran de primera mano la realidad del mundo que les rodeaba. La auténtica Roma no la constituían los patios de las casas palaciegas de la nobleza, ni las fincas de recreo frente al mar: eran sus mercados, sus callejones estrechos y sucios, la muchedumbre del Foro, el Aventino y la Subura. Si Tiberio quería gobernar algún día aquel mundo como cónsul debía conocerlo primero.
En aquellos días, Tiberio paseó mucho. Recorrió toda la ciudad, desde el bullicioso Foro Boario, situado junto al río, hasta las altas colinas donde vivían los senadores y los miembros de la élite ecuestre. Aún era muy pequeño para introducirse en la compleja vida social de la ciudad, pero Pertinax, cada vez que se cruzaban con un personaje importante, le indicaba su nombre, la familia a la que pertenecía y algún dato curioso sobre su carrera política o militar. El joven Tiberio no dejaba de sorprenderse de la memoria del esclavo y su capacidad para recordar caras y linajes familiares. Aunque le resultaba interesante todo lo que el esclavo le explicaba, Tiberio no prestaba especial atención a lo relativo a las familias nobles y sus relaciones endogámicas; lo que de verdad le fascinaba era la vida del pueblo, de los ciudadanos romanos de a pie, aquellos que, como su propio padre le había dicho en numerosas ocasiones, sostenían el peso de la res pvblica sobre sus hombros. Pertinax, pese a todo, impedía que el joven se acercara demasiado a la gente del populacho; al fin y al cabo, una cosa era que Tiberio conociera la realidad de primera mano y otra que alternara con comerciantes y mendigos. El esclavo dudaba que sus amos aprobaran que su primogénito fuera visto en semejantes compañías.
—Ese hombre que acaba de pasar frente a nosotros en una litera es Apio Claudio Pulcro, amigo y aliado de tu padre. Un senador muy importante cuya amistad deberás cultivar.
La litera se perdió calle abajo en medio del gentío. Tiberio apenas había prestado atención a las palabras de Pertinax: estaba absorto en la contemplación de un nuevo edificio que un centenar de hombres se afanaban en construir a un lado de la calle.
—¿Qué construyen ahí, Pertinax? ¿Otro templo?
El esclavo observó la escena a la que se refería su señor. En lo que llevaban recorrido aquella mañana, habían visto ya cuatro nuevos edificios en construcción: una basílica y tres templos, todos ellos dedicados por procónsules enriquecidos en las guerras de Oriente. Hombres preclaros que, de este modo, devolvían a Roma y a los dioses la gloria que habían obtenido para sí mismos y sus familias.
—Eso parece, sí.
Tiberio observó a los peones trabajar en la construcción del edificio: algunos manipulaban las grandes grúas y poleas que permitían alzar los sillares hasta el techo y las paredes del nuevo templo; otros, en el suelo, labraban, con cuidado y delicadeza o a grandes golpes, las piezas que después serían colocadas.
—¿Son esclavos todos esos hombres? —preguntó.
—No todos, domine. Muchos son hombres libres, itálicos y latinos que han venido a Roma atraídos por las posibilidades de encontrar trabajo. La vida en el campo es muy dura y muchos campesinos prefieren vender sus tierras para buscar una vida mejor aquí. Las guerras contra los reinos de Oriente traen mucho dinero a la ciudad. Y ya sabes lo que se dice, dinero llama a dinero.
—Pero si estos hombres han venido a la ciudad, ¿quién trabaja ahora los campos?
—Oh, siempre hay hombres para sustituir a los que se marchan. Y si no, los dueños de las tierras recurren a los esclavos.
Tiberio asintió en silencio. Hombres que acudían a la ciudad en busca de trabajo y dejaban los campos vacíos. Pero… ¿qué ocurriría si dejaba de haber trabajo en la ciudad? ¿Y si las guerras en Oriente se terminaban y la riqueza dejaba de afluir a las arcas de Roma? ¿Qué pasaría cuando los nobles dejaran de financiar aquellas suntuosas construcciones? ¿De qué vivirían aquellos hombres? Tiberio sacudió la cabeza y desterró la idea de su mente. «Eso nunca ocurrirá», se dijo, «Roma es la dueña del Mediterráneo y la riqueza nunca dejará de afluir a las arcas del tesoro».
—Cuéntame más cosas de ese Apio Claudio Pulcro —pidió Tiberio, más por satisfacer al esclavo que por auténtico interés.
Pertinax, contento de volver a un terreno que dominaba, comenzó a desgranar todos los éxitos militares y políticos de la gens Claudia en los tiempos más recientes. Mientras caminaba junto a él, Tiberio asentía mientras procuraba atender a las explicaciones de su esclavo; pero no podía quitarse de la cabeza la idea de qué pasaría con aquellos peones de la construcción si en algún momento perdían sus empleos.
Tiberio Sempronio Graco padre miró de arriba abajo a su hijo primogénito durante unos instantes. A sus once años tenía buena complexión física, era alto y sin tendencia a engordar. Su carácter había demostrado ser firme y noble las veces que se le había puesto a prueba: justo con los inferiores y respetuoso con sus superiores. Consciente de ser el heredero de una de las grandes familias nobles de Roma, sin embargo no era orgulloso y asumía su herencia más como una responsabilidad que como un lujo del que se pudiera presumir.
Plantado frente a él en silencio, mantenía la cabeza agachada en señal de respeto. Tal vez fuera demasiado amigo de esclavos y gente del pueblo, sobre todo para el gusto de su madre; sí, pensó, quizá se mostrara demasiado proclive a mezclarse con gente inferior a su condición social y a desdeñar las obligaciones del orden al que pertenecía. De acuerdo, concluyó sus pensamientos, todo eso era consecuencia de haber confiado su educación a esclavos, en lugar de ocuparse uno mismo…
—Ya tienes once años —dijo.
El niño asintió sin decir nada. Sus relaciones con su padre eran frías y distantes, de respeto absoluto y escaso cariño, tal como correspondía al peculiar vínculo que se establecía entre un paterfamilias y su prole. Veía a su padre como una figura a la que había que obedecer cuando estaba en casa y honrar cuando se encontraba lejos. El pequeño Tiberio no recordaba un abrazo de su padre, ni un beso o una caricia; tampoco es que su madre Cornelia fuera especialmente pródiga en aquel tipo de muestras de afecto, se consoló. Ambos progenitores creían en la severidad y la disciplina y, tuvo que reconocer el pequeño Tiberio, la parte de cariño y amor que todo niño necesitaba en su crecimiento se la habían proporcionado Pertinax y otros esclavos de la casa.
—Ha llegado el momento de que te formes como el futuro paterfamilias que algún día serás —continuó el padre—. Tienes que empezar a aprender las obligaciones domésticas que todos los nobles tenemos. Por ello, desde hoy me acompañarás cada día que yo dedique a recibir a nuestros clientes. Si sabes ocupar tu lugar, en silencio y aprendiendo todo lo que puedas, dentro de un mes te permitiré asistir a una cena en esta casa a la que acudirán nuestros principales amigos y aliados. Eres un Sempronio Graco y tienes que empezar a actuar como tal.
—Sí, padre.
—Pertinax —llamó el amo.
El esclavo, que se encontraba en silencio al fondo de la estancia, para de este modo pasar completamente desapercibido, avanzó dos pasos y se situó junto al pequeño Tiberio.
—La noche que mi hijo nació, me hiciste una promesa: cuidar de él como si se tratara de tu propia vida. Hasta hoy lo has cumplido con devoción. En ocasiones, con demasiada devoción…
Pertinax enrojeció. Muchas veces Cornelia le había reprendido por su exceso de celo en mantener a su lado en todo momento al pequeño Tiberio, sin importarle si estaba en las cocinas rodeado de esclavos o en el mercado haciendo un encargo.
—No diré que te libero de esa promesa, porque estoy seguro de que es mucho más que eso lo que te ata a mi hijo. Solo quiero expresar que cuentas con la eterna gratitud de mi familia por tu labor a lo largo de estos últimos años. Algún día podremos prescindir de tus servicios y pasarás a llamarte tú mismo Sempronio, como liberto de esta familia; pero hasta que llegue ese día, sigue cuidando de Tiberio y, a ser posible, extiende también tu devoción en el pequeño Cayo.
—Así lo haré, mi señor —respondió Pertinax, cayendo de rodillas frente a su amo en señal de gratitud.
A diferencia de otros esclavos, la idea de alcanzar la libertad y convertirse en un liberto no le seducía en absoluto. Había nacido como esclavo en aquella casa, y allí había sido feliz. No quería nada más que continuar al servicio de Tiberio hasta que llegara la senectud y pudiera morir satisfecho de haber cumplido con su labor. ¿Qué haría alguien como él con la libertad?
—Sin embargo, a partir de hoy pasarás menos tiempo con Tiberio. Mi hijo tiene que aprender el lugar que le corresponde en la sociedad y eso solo puedo enseñárselo yo. Recibirá junto a mí las visitas de los clientes y empezará a acompañarme en algunas de mis salidas. Se acabó eso de deambular por Roma en compañía de esclavos. —Hizo un gesto con la mano como si cortara de raíz unas plantas—. Esos paseos tuvieron su utilidad en el pasado, pero ya no le corresponden, ni por su edad ni por su posición social.
Tiberio no protestó. Hasta aquel momento la educación que había recibido había sido estricta, pero había gozado de una cierta libertad para moverse por la ciudad y disponer de la mayor parte de su tiempo. Siempre había sabido que aquella libertad terminaría en el momento en que su padre considerara que ya era lo suficientemente mayor para comenzar su verdadera educación como romano. Aquel momento había llegado, y Tiberio estaba ansioso por comenzar la nueva etapa de su vida. Sabía que echaría de menos sus paseos en compañía de Pertinax o las tardes de juegos en las cocinas con los hijos de los esclavos. Pero siempre, desde muy pequeño, supo que aquel no era su lugar, que estaba llamado por nacimiento y formación a empresas mucho mayores.
—Además, Tiberio —dirigió la mirada a su hijo—, ha llegado el momento de que te formes en disciplinas más complejas, como la retórica. Ningún político alcanza el éxito si no sabe dirigirse al pueblo, del mismo modo que ningún general puede ganarse la confianza de sus soldados si no conoce el modo de hablar con ellos. Por ello, he contratado los servicios de unos de los mejores profesores de oratoria de nuestro tiempo, mañana lo conocerás. No hará falta que diga que considero tu formación en este campo como algo absolutamente fundamental y que tu maestro me hará un informe de tus progresos cada cierto tiempo. —Bajó un poco el tono de voz, más como una muestra de confianza que dando una orden—. Estoy seguro de que sabrás otorgar a sus clases la dedicación necesaria.
Tiberio asintió. Aún le parecían arder las palmas de las manos cada vez que recordaba la vez que había descuidado sus estudios, a pesar de que habían pasado ya varios meses desde aquel castigo impuesto por su madre. Por otro lado, sentía una gran curiosidad por conocer a su futuro maestro de retórica. ¿Quién sería? Su padre le había definido como uno de los mejores. Sin duda, debía de ser griego.
—Por último, una advertencia que te hago a modo de consejo. Puedes tomarlo o rechazarlo, pero te pido que medites sobre ello en los próximos días.
El joven prestó atención. Nunca antes su padre le había dado un consejo que pudiera tomar o rechazar. Todo lo que había salido de su boca en relación a su hijo habían sido órdenes categóricas que debían obedecerse sin rechistar. Aquellas palabras eran un síntoma de que algo había comenzado a cambiar entre padre e hijo.
Tiberio padre se acercó a su hijo y le hizo un gesto de sentarse a su lado.
—La educación que tu madre y yo hemos decidido daros a ti y a tu hermano Cayo no la reciben todos los nobles romanos. Para muchos, disciplinas como la retórica son más propias de los griegos que de nuestros severos antepasados, y lo mismo ocurre con el estudio de la literatura y la filosofía.
Puso una mano en uno de los hombros del pequeño
—Te criticarán por ello, no lo dudes. Algunos de nuestros nobles senadores consideran que los romanos deberíamos seguir viviendo de la manera en la que lo hacía Rómulo, sin más interés que fortalecer nuestros cuerpos para la guerra y labrar nuestras tierras en tiempo de paz. Tu abuelo Escipión, tuvo que aguantar muchas acusaciones por su excesivo gusto por el teatro y la filosofía griegas. Fue uno de los primeros en manifestar públicamente su admiración por la cultura de los helenos. Se le criticó y vejó hasta la saciedad, y se utilizó este argumento por parte de sus enemigos para atacarle en el terreno político. Mi propio padre y mis tíos no sentían una especial simpatía por la manera de entender el mundo de Escipión…
Por unos instantes apareció un cierto gesto de pesar en el rostro de Tiberio padre
—Sin embargo, yo, a diferencia de mi padre, creo que tu abuelo materno tenía muchas razones para admirar a los griegos, y por eso decidí hace tiempo que la educación de mis hijos no seguiría el camino tradicional. Aprendiste griego desde niño porque estoy convencido de que el camino de la gloria de Roma seguirá llevándonos hacia el este, y allí el latín no sirve de mucho.
Hizo una pausa. Miró al techo durante unos instantes, cerró el puño y continuó su discurso.
—Si aprovechas las enseñanzas de este maestro de retórica, algún día humillarás a tus adversarios en el foro. La fuerza de tu palabra será tal que podrás convencer al pueblo para que hagan lo que tú desees. ¿Imaginas el poder que eso supone? La asamblea de las tribus votará cada una de las leyes que tú les propongas. El Senado te respetará. Tus soldados te seguirán hasta el fin del mundo, convencidos de que un general capaz de expresar sus ideas del modo en el que tú lo harás, no puede estar equivocado.
El pequeño Tiberio sintió un escalofrío. Nunca había imaginado que el poder de la palabra llegara a tanto. Había asistido a juicios en el Foro y escuchado discursos pronunciados desde la tribuna de los oradores, pero nunca se había parado a pensar en la influencia que un buen orador podía ejercer en su audiencia.
—¿Has oído hablar de Cincinato? —preguntó el padre.
—El general retirado que abandonó sus campos para dirigir a los ejércitos de Roma y, cuando alcanzó la victoria, renunció una vez más a la política para regresar al cultivo de sus tierras —respondió el niño como si recitara una lección.
Tiberio había escuchado aquella historia desde su más tierna infancia. Cincinato era el ejemplo que siempre se ponía a los niños para resaltar la austeridad propia de los romanos de otros tiempos.
—El mismo. Cincinato fue un héroe, un modelo para otra res pvblica, otra Roma. Y ambas hoy no existen: ya no somos una pequeña ciudad en guerra con sus vecinos. Desde que tu abuelo Escipión derrotó a Aníbal y humilló a Cartago, Roma es la dueña de la ecúmene. ¿Sabes qué es eso? —El niño asintió—. Ya no necesitamos Cincinatos, Tiberio, sino políticos y militares que sean conscientes de que el mundo que les rodea ha cambiado, pero que la esencia de Roma, su grandeza, permanece.
—No estoy seguro de entenderte del todo, padre —dijo el niño con timidez.
Tiberio Graco acarició el cabello oscuro de su hijo. Era la primera vez, que este pudiera recordar, que su padre le hacía un gesto cariñoso como aquel.
—Lo entenderás algún día, hijo mío. Recuerda estas palabras: el mundo cambia, pero la esencia de Roma permanece.
Tomó el rostro de su hijo entre los dedos de su mano y lo alzó, para que le mirara a los ojos. Tenía la mirada fiera y decidida de su madre, Cornelia, una herencia recibida del gran Escipión. Pero la forma de su rostro y su cabello oscuro y espeso eran marcas indudables de que aquel joven era un Sempronio Graco. Su primogénito.
—Aprovecha las clases de retórica con Diófanes y algún día toda Roma se rendirá ante ti.
Tiberio asintió, sin saber muy bien qué decir.
—Ahora marchaos los dos. Recuerda, Pertinax, que mi hijo debe estar mañana listo para atender a los clientes junto a mí a primera hora de la mañana. Después, Tiberio, conocerás a tu nuevo maestro de retórica.
El esclavo se puso en pie, asintió y, tras tomar al joven con delicadeza y respeto por los hombros, se dirigió a la salida.
Tiberio Sempronio Graco se quedó a solas en la estancia que utilizaba para recibir a sus visitas. Con pasos lentos salió de aquella estancia y, tras atravesar el peristilo, donde un esclavo podaba con mimo las enredaderas, entró en su despacho personal. En aquel lugar, once años antes, había aguardado a que el nacimiento de su primogénito varón concluyera mientras escuchaba una tormenta brutal descargar toda su fuerza sobre la ciudad de Roma. En aquel lugar había arrancado al por entonces muy joven Pertinax la promesa de que cuidaría de su hijo Tiberio en cualquier circunstancia. Habían ocurrido muchas cosas desde aquel día. Había sido elegido censor, la más alta magistratura del Estado romano y un honor que correspondía a muy pocos nobles, pues solo eran elegidos dos censores cada cinco años. El colofón perfecto para una carrera que le había llevado no solo a alcanzar el consulado sino a comandar legiones en diversos puntos del Mediterráneo y a ejercer como gobernador en territorios tan complejos como la lejana Hispania. Toda una vida, pensó Tiberio Graco, entregada a Roma.
Se recostó en su triclinio predilecto y tomó entre sus manos un rollo de papiro que había en una de las mesas dispuestas junto a él. Ojeó distraído su contenido mientras pensaba en el poco tiempo que había dedicado a conocer a su hijo mayor. No tenía nada que reprocharse: al fin y al cabo, los miembros de la nobleza senatorial no solían educar ellos mismos a sus vástagos hasta que estos alcanzaban una edad suficiente para poder introducirlos en el mundo de la política y el ejército. En ese sentido, Tiberio Graco había actuado como cualquiera de sus coetáneos. Pero ya no era un hombre joven. Había retrasado mucho tiempo el momento de contraer matrimonio, una decisión de la que no se arrepentía habida cuenta de que había sido aquello lo que le había permitido casarse con su amada Cornelia. Ella era muchos años más joven, aún estaba en edad fértil, pero Tiberio, sin darse cuenta, se había convertido en un anciano. Un anciano de más de sesenta años con un hijo de once años y otro de apenas uno.
Tiberio Graco no se había parado a reflexionar acerca de su avanzada edad hasta la mañana del día anterior. Había tenido un sueño extraño, que le había hecho despertarse en medio de la noche, agitado y cubierto de sudor. Cornelia le había tranquilizado y él finalmente, había conseguido volver a dormirse pensando que a la luz del día podría reflexionar con mayor claridad acerca de aquella extraña pesadilla.
En su sueño, Tiberio se había visto a sí mismo caminando por el peristilo de su casa. La atmósfera era irreal, pesada, cubierta de niebla, como solo ocurre en los sueños. Al pasar junto a la fuente, el anciano había descubierto una pareja de serpientes entrelazadas, apareándose. Como miembro del colegio de los augures, los encargados de analizar los prodigios y señales de los dioses, Tiberio estaba acostumbrado a observar e interpretar cada fenómeno de la naturaleza como una pista de algo que iba a acontecer. Por ese motivo, incluso en sueños, decidió no molestar a las serpientes, a la espera de que ocurriera algo que le ayudara a entender aquella señal.
Y una voz grave y atronadora había acudido en su ayuda.
—Solo una de esas dos serpientes puede continuar con vida una vez terminen de copular. Y de cuál de ellas sobreviva dependerá el futuro de la familia Sempronia.
Tiberio, en medio del sueño, no se sorprendió al escuchar aquella voz cavernosa que parecía provenir del cielo.