Todas nuestras noches - Maximiliano Pizzicotti - E-Book

Todas nuestras noches E-Book

Maximiliano Pizzicotti

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Beschreibung

En el corazón de una avenida laten un sinfín de historias, de sueños y de vidas: una chica que siente que la ficción le quedó chica. Otra que ve al mundo como si fuera una película. Dos adolescentes que saben que, aunque duela, sus noches juntos están contadas. El recuerdo de un verano lejano que no se borra. Una drag queen que está a punto de brillar. Una mejor amiga que para salvarse necesita abrir los ojos. La juventud queer alzando su voz. Un joven aprendiendo a sentirse orgulloso a pesar del miedo. Amigos que se sienten familia. Familias que uno elige y familias que uno acepta. Amistades por las que darías la vida. Historias que están a punto de comenzar. Y otras que se terminan. Todas nuestras noches es la voz de una generación de jóvenes haciéndole frente al amor y la vida de la única forma que saben: siendo fieles a sí mismos.

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ARGENTINA

VREditorasYA

vreditorasya

vreditorasya

MÉXICO

vryamexico

vreditorasya

vreditorasya

Para mi abuela.

Porque para ser escritor primero tuve que ser lector, y sin ella, con su regalo aquella tarde de verano diez años atrás, nada de esto hubiera sido posible.

Historias

Siempre, desde que era chica, tuve cierta afición por las historias.

Me encantaba enfrascarme en libros, películas, series, cualquier cosa que me abdujera de la realidad. No recuerdo en qué momento las empecé a coleccionar. Quizás fue cuando papá me llevó por primera vez al cine o cuando mi abuelo me regaló aquella novela desgastada que solía leer en su adolescencia. No tengo idea. Solo sé que, en cierto punto, ese hechizo que traían con ellas entró a mi vida y entonces supe que lo había hecho para quedarse.

Fue la ficción la que me protegió cuando, durante mi infancia, papá salía de fiesta con sus amigos y no volvía. Eran los libros quienes me hacían sentir acompañada, los únicos que me brindaban un escape. Me abrían las puertas a sus mundos y yo las atravesaba junto a sus personajes, pintándolos con mi imaginación en el patio trasero de casa o en la silla vacía que quedaba junto a mí en el colegio los días de lluvia. Crecí tan confiada en ella, creyendo que si caía lo iba a hacer en sus brazos, que, cuando terminé la secundaria y me mudé a la gran ciudad, algo me tomó por sorpresa. De repente, al no estar más encerrada en un pueblo, sentí que la ficción, por alguna razón, empezaba a quedarme chica.

Al principio no lo entendía. Sentía como si mi vida se sacudiera. No tanto como un pez fuera del agua, sino como uno que se hubiese olvidado de cómo nadar.

En mi cabeza resonaban todas esas conversaciones que había escuchado desde detrás de la puerta, en las que las novias de papá afirmaban que mi amor por la lectura era tan solo una fase. Que pronto iba a empezar a vivir la vida, me iba a enamorar y esas horas encerrada en mi habitación ya no iban a existir más.

Nunca les quise creer, pero ¿y si siempre tuvieron la razón? Ahí, varada entre apuntes en mi nuevo apartamento, llegué a desconocerme y eso me dio miedo.

Se me dificultaba concentrarme mientras leía, incluso me costaba encontrar una película que captara mi atención. Era nada más presionar play para que alguna bocina sonara en la calle y me arrebatara hacia la realidad, destruyendo mi ilusión.

Estaba empezando una carrera y ya no contaba con tanto tiempo libre como antes. Llegaba la hora de admitir que, lo quisiera o no, estaba transitando un cambio y, en el proceso, me entristecía creer que había perdido la pasión por lo fantástico. Sentía como si las historias hubiesen perdido su encanto.

Hasta que una tarde, me demostraron lo contrario.

Fue un día que estaba demasiado cansada de todo. Me costaba entender un par de conceptos y todavía no tenía amigos con quienes pasar el rato. Me pareció que no tendría sentido pagarme una merienda para mí sola o salir a caminar, tampoco tenía tanto dinero. Acarreaba un dolor de cabeza terrible producto del estrés que me ocasionaban tantos estímulos. Así que, simplemente, decidí salir a mi balcón a tomar un poco de aire.

Y ahí fue cuando todo un espectáculo de emociones se extendió ante mis ojos.

A los pies de mi edificio se extiende una de las avenidas principales de la ciudad, colmada de autos, rodeada por edificios de gran altura. Cientos de vehículos la recorren de lado a lado todos los días y, sobre ellos, miles de personas viven en sus propios universos, escribiendo, momento a momento, sus propias historias.

Les empecé a tomar cierto hábito, después de todo. Armada con una taza de manzanilla para que entibie mis manos y una manta sobre mis piernas para que me proteja de los días más frescos que trae este otoño. Los lentes bien colocados, el primer brillo de las estrellas en el cielo y, frente a mí, un escenario colmado de personajes con sabor a todo eso que la ficción me sabía generar.

Desde mi octavo piso, me tomo la libertad de observar cada movimiento por la mera razón de desconectar un poco de mis problemas para bañarme en esos mundos que habitan los otros, asombrada por cada detalle. Unas luces nuevas por allí, alguna discusión por allá. Amigos charlando sobre sus deudas o parejas dándose la mano para que cualquier persona las vea.

Descubrí, entonces, que salir al balcón era una experiencia diferente todos los días.

Hoy me acompaña como banda sonora la playlist de electrónica de unos chicos del edificio de enfrente. Las canciones inician con matices suaves que incrementan su velocidad de a poco hasta que las notas de un ritmo incesante inundan la calle y ahogan parcialmente el ruido del tráfico.

Cada tanto resuena una bocina desde la avenida producto del estrés característico de la ciudad. Estiro un poco la cabeza para observar el techo de los autos, pero cuando bajo la vista me distraigo con el humo de un cigarrillo elevándose desde el balcón de abajo. Los dedos que lo sujetan son femeninos y están cubiertos por los puños de una campera gastada. También noto una taza de café a medio tomar en el borde de ladrillo.

Me pregunto si ella también estará enamorada de la belleza de lo cotidiano. A pesar de que vivimos en el mismo edificio, no la conozco. Tampoco sé si querría hacerlo. Contemplarla desde acá arriba me produce cierta paz y no quisiera arruinarme esa ilusión.

Hablando de café, en la esquina de enfrente preparan mi favorito. Todavía está abierto, aunque ya no debe quedar mucha gente. A mis oídos llega el tintinear de las campanas de su entrada un poco más fuerte y agresivo de lo normal. Cuando me giro a ver quién sale, distingo a dos chicas que, entre risas, caminan tambaleándose abrazadas hasta que las pierdo de vista. Me parece haberlas visto ya un par de veces.

Contrario al resto, en el edificio que está junto al mío la mayor parte de las luces están apagadas. Es una estructura ya vieja, casi inhabitada. Recuerdo escuchar rumores de que pensaban remodelarlo. En el sexto piso viven dos chicos de mi edad, aunque hace un par de tardes los escuché gritar y, desde entonces, solo he visto al moreno paseándose por la habitación con la misma camiseta de siempre. Me pregunto si se habrá estado bañando, porque desde acá observo al tendedero en su balcón con las mismas camisetas que aparentan aún estar secándose desde hace una semana.

Delante de mí, unos pisos por debajo de donde proviene la música que de a poco se va convirtiendo en fiesta, una chica de mi edad con el pelo enrulado se cierra la campera y calza su mochila junto a la ventana. A ella la veo todas las semanas. Viene a acompañar a quien yo considero que es su abuela. Se sientan en el balcón a leer y algunas veces las escucho reír. Su relación me llena de ternura. Los viernes son días de ajedrez, se pasan horas, a veces quizás la tarde entera, jugando. Estoy segura de que más de una vez ella ha visto la sonrisa que se me forma cuando escucho a su abuela cantar victoria. Ella siempre pierde, pero dudo que en todas sea por haberla dejado ganar.

En el edificio contiguo observo a una pareja besarse contra el borde de su balcón. Están en uno de los primeros pisos, él la agarra con fuerza de la cintura y ella de su espalda. No creo que pase una sola molécula entre ellos de lo pegados que están. Como si buscasen fundirse el uno en el otro. Desearía algún día poder experimentar lo que eso se siente.

Pasado un tiempo, el caos que desatan los vehículos afloja bastante y a la fiesta de en frente se le empiezan a sumar otras a lo largo de la avenida. Decido que es hora de volver a mi vida, así que tomo la taza vacía, enrosco la manta y deslizo el vidrio. Pero antes de entrar, me giro a observar todas esas escenas por última vez. Me despido en silencio de las estrellas y de cada una las personas que sentí esta tarde.

Comienzo a darme cuenta de que todos somos un mundo aparte con diferentes culturas e incluso otros tipos de lenguajes. He descubierto que las historias están en todos lados, no solo escritas en la ficción. También pueden ser una anécdota o una canción. O quizás el vistazo que podamos echar desde una ventana o un balcón.

Todavía no encontré a alguien que me comparta las suyas, pero sé que, si abro los ojos y escucho con atención, el viento me susurrará las de otras personas. Y de momento, salir a escucharlas se ha convertido en mi parte favorita del día.

Cruzados

Laprimera vez que lo vi recuerdo que llovía, la calle estaba desierta, el cielo gris, su paraguas negro y hacía frío. Lo capté de reojo mientras cruzábamos la calle, él llevaba una campera oscura estirada en las mangas, cubriendo sus puños. Su pelo húmedo, la mirada en el suelo y un libro con la portada negra entre sus manos. Me sonó a que era de Stephen King, pero no estoy seguro.

La segunda vez era de noche, el clima más seco, había música de fondo y él estaba en la otra esquina del salón. Su computadora le iluminaba la cara mientras torcía el gesto al escribir. Se escuchaba una melodía de fondo, de esas que ponen en todos los cafés que aspiran alto, delicadas notas de piano siguiendo un ritmo tranquilo. Me pareció que iban acorde con él y la forma en la que se le apagaron los ojos después de terminar su café.

A la tercera tampoco me animé a hablarle, pero sí le tomé una foto. Suena raro, pero es que no podía no hacerlo. Tenía el cabello alborotado porque era temprano en la mañana y le quedaba tan bien... Mechones rubios, sus labios quietos y sus ojos grises perdidos en la ventana del transporte público. Fue ahí cuando, desde el asiento de al lado, capté el momento.

Y es en ese preciso lugar en donde está sentado ahora, leyendo un libro.

No quiero molestarlo, me haría mal romper con tanta paz, pero me pregunto si en algún momento voy a ser capaz de acercarme y decirle lo mucho que me gustaría robarle un beso.

Temor a perderte (1)

Laveo cada vez que desbloqueo el celular. Ahí, abrazada a mí cuando teníamos nueve años. Yo disfrazada de princesa y ella de Batman. La calidad es mala, pero lo que transmite es tan fuerte que se me hace inevitable sonreír al recordar lo feliz que éramos con tanta simpleza.

La veo todos los viernes en un café. A la tardecita, justo cuando empieza a caer el sol y nos encontramos en nuestro lugar de siempre. Los meseros ya nos apartan el rincón contra la ventana todas las semanas, al igual que dos porciones de pastel de chocolate. Nos gusta ver a la gente pasar, inventar historias sobre ellos mientras el café se entibia. A veces no hay nada nuevo que contar, pero siempre hay algo nuevo que ver, que pensar. Es nuestro regalo por haber sobrevivido una semana más. Por seguir juntas.

También la veo cada mañana cuando me pasa a buscar para ir caminando al colegio. A veces me despierta a timbrazos, otras con un beso. Pero no somos novias, somos mejores amigas. O eso es lo que estoy condenada a repetirme todos los días.

Hoy la veo acostada del otro lado de la cama, iluminada por los primeros rayos de sol que calientan la mañana. El pelo desarreglado le queda aún más bello y la forma en la que se enrosca en las sábanas me produce mucha dulzura. Me dan ganas de acariciarla y hacerle muchos mimos. Volver a deslizar mis manos por sobre su piel…

Su ropa luce mejor en el suelo y no puedo evitar sonreír al recordar las risas de anoche mientras batallábamos con las cremalleras. Creo que desde que somos amigas nunca me sentí tan eufórica. Pero, a la sonrisa que se forma en mi cara al pensar en todo lo que hicimos, le sigue un suspiro que grita que ya nada podrá volver a ser como antes.

Deslizo las sábanas en silencio. Bien sé que me encantaría quedarme así por una eternidad, pero el temor a que las cosas cambien me persigue y lo único que quiero hacer es esconderme. Mientras me estoy ajustando los jeans a la cadera, me tambaleo hacia atrás y derribo una botella de vodka. Está vacía y el golpe sordo que da contra el piso espabila a Valentina ocasionando que abra sus ojos.

Tarda un rato en darse cuenta de la escena y recordar lo que hicimos hace un par de horas. Me quedo inmóvil junto a la puerta, en silencio, expectante y ahí es cuando me lanza una de sus miradas.

–No –murmura.

Lentamente asiento con la cabeza… porque no sé qué más hacer.

Ella se deshace de las sabanas con agresividad, agachándose para buscar su ropa.

–Tengo que irme –dice sin despegar su mirada del suelo.

Ella ya ha hecho esto otras veces. Yo no.

Me acerco muy despacio hacia el otro lado de la habitación, sintiendo como si mi mejor amiga se hubiese convertido en un animal salvaje. Un movimiento fuera de lugar podría causar su huida o peor, un repentino ataque.

–Valen...

–No –me sentencia.

Esa simple palabra me pega una patada en el estómago. Es la misma sensación que experimento en sueños cuando siento que estoy cayendo y de repente me estrello contra el suelo. Solo que esta vez no me queda otra que quedarme ahí tirada, sin forma de abrir los ojos ni despertarme en la seguridad de mi cama.

–Por favor...

Puedo empezar a sentir una leve picazón en los ojos y sé que son las lágrimas anunciando su llegada otra vez. Valentina ya tiene puestos sus pantalones, su blusa en una mano, su abrigo a sus pies.

–Te dije que no, Mica –su cabeza asoma desde un hueco de su blusa, mientras saca su brazo derecho por otro.

–Pero... –Ya no sé qué inventar–. Hace frío, ¿por qué no te quedas a desayunar?

Hemos desayunado juntas incontables veces. En la alacena se encuentra el preparado de cappuccino que más le gusta. En la panadería de enfrente venden su budín de chocolate favorito. En el mueble de la cocina hay una taza con su nombre, regalo que le hice un Día del Amigo siete años atrás.

–Porque no, Micaela. Necesito... –su tono es tan cortante que puedo sentir su filo atravesando mi piel cien veces. Se ata los cordones con rapidez, y no me pasa desapercibido que esas son las zapatillas que deja en casa todos los sábados para después no tener que volver a su casa en tacos–. Necesito tomarme un tiempo para pensar.

No me quiere ni ver.

Mi visión se empieza a nublar. La veo salir de mi habitación como un huracán, llevando su abrigo bajo el brazo y sus zapatos en la mano. Ni siquiera un beso de despedida, ni una mirada. Nada. Baja las escaleras corriendo mientras se estira para agarrar las llaves colgadas junto a la puerta. Está en su casa. La conoce desde hace más de diez años.

Contemplo la escena desde lo alto de las escaleras mientras le da doble giro a la cerradura. Abre la puerta y una ráfaga de viento helado se cuela en el living. Es mi última oportunidad. Me obligo a despegar los labios.

–¡VALENTINA! –intento gritar. Pero suena a alarido y se corta en medio de su nombre.

Sus ojos se elevan del suelo, medio cuerpo afuera, pero no alcanzo a leerlos bien porque, una milésima de segundo más tarde, azota la puerta y desaparece tras ella. Lo único que se escucha ahora es el tintineo de sus llaves contra la madera y mi llanto ahogado mientras me desplomo en el suelo obligándome a creer que todo esto no es más que otra pesadilla.

Con la excepción de que esta vez sé muy bien que no lo es.

Debe ser la quinta vez que voy al baño desde que cerré los ojos e intenté dormir.

Ya ni sé a qué me levanto, simplemente no puedo conciliar el sueño. Todos están acostados. Noto la luz del velador en el cuarto de al lado (seguro es mamá leyendo una novela) y los leves ronquidos de papá que resuenan por toda la casa.

Me empapo la cara con agua tibia, arrastro mis pantuflas lentamente por la casa, abro la heladera, me olvido de lo que buscaba, la cierro, doy otra vuelta. Son casi las cuatro de la mañana. De repente recuerdo lo que iba a buscar así que me deslizo otra vez en la cocina y saco una jarra con jugo, me sirvo un vaso, camino otro poco y finalmente vuelvo a llegar a mi habitación.

Todo sigue como esta mañana. Las botellas ruedan cuando las pateo, los zapatos de Valen permanecen aún semiescondidos bajo la cama, las sábanas entreveradas, su perfume en mi almohada. No fue la primera vez que dormimos juntas, pero si fue la primera vez que nos sacamos la ropa entre besos. Que nos desnudamos completamente, que nos tocamos de esa manera, que nos quisimos con tanta sed… que hicimos algo de lo que no hay vuelta atrás.

Nunca me había sentido tan viva y lo apuesto todo a que ella tampoco.

Fue el error más hermoso que podríamos haber cometido jamás. Pero al contrario de lo que me juraba a mí misma veinticuatro horas atrás mientras la besaba, puedo afirmar que me arrepiento. Ambas habíamos tomado de más, tanto que ni siquiera nos tembló un pelo cuando frenamos un taxi en el medio de la calle para volver a casa.

Recuerdo que en el trayecto no podía quitar mis ojos de ella. Ahí en el asiento trasero estaba más hermosa de lo normal. Se había rizado un poco el cabello y maquillado a la perfección. Sus pendientes fueron un regalo mío y al collar lo habíamos comprado la semana anterior para que le fuera a juego. Las luces de la ciudad brillaban desenfocadas detrás de su perfil y, en cuanto apagó su celular, estoy segura de que notó lo embobada que estaba al verme perdida en su belleza.

No recuerdo quien pagó, pero recuerdo tirar mi bolso al entrar a casa y aferrar mis brazos contra su cuerpo ni bien se cerró la puerta. Recuerdo que subimos las escaleras gateando para no hacer ruido y que, al entrar, nos quedamos unos segundos la una frente a la otra rememorando noches como esta.

Cuando uno lleva su tiempo junto a otra persona, llega un momento en el cual se hace demasiado evidente lo que al otro se le está cruzando por la cabeza en todo momento. Entre nosotras nos conocemos así. Y un vistazo a su cara bastó para darme cuenta de que estaba angustiada porque nos quedaba muy poco tiempo así de unidas.

Nuestro último año de secundaria terminará en un par de meses y ambas sabemos que lo que el destino le depare a cada una de nosotras es (por más que tratemos de controlarlo) incierto.

Valentina siempre está conmigo incluso cuando no estamos juntas. Está cuando le agrego mucha azúcar al café, porque así me enseñó a tomarlo. Cuando esquivo las grietas de las baldosas, porque a eso jugábamos de chicas (y no tan chicas). Está cada vez que veo mis pósters de Harry Potter en la puerta del ropero, porque con ella los pusimos ahí después de vernos todas las películas.

Está dispuesta a todo siempre que la necesito. Ni siquiera tiene que sonar el teléfono por más de dos tonos para que me atienda diciendo que está camino a casa para curarme el malestar con mucho helado y abrazos. Pero el problema es que ahora no está y su teléfono me deriva al buzón de voz que nunca escucha. Mis lágrimas no se secan con sus abrazos y el nudo que tengo en el estómago no aguanta lo apretado.

Dejo el celular en la mesa de luz junto al vaso vacío. Me tapo con las mantas y de nuevo aprieto los ojos esperando que me trague el sueño. Ya casi va a ser hora de levantarse para ir al colegio y hoy, a diferencia de la semana pasada, no me carcome el cerebro pensar en cómo haré para estudiar para tantos exámenes juntos, sino que la duda que ronda en mi mente es: ¿quién empezó todo anoche?

Por más memoria que haga, no consigo recordar quién rompió ese abrazo que nos dimos a los pies de mi cama. Quién se inclinó sobre la otra y dio el primer beso. Cuál de las dos lo devolvió. Quién le bajó el cierre del vestido primero a quién y quién fue la primera en quedar desnuda. En un rincón de mi mente comienzo a creer que fuimos ambas a la vez y, mientras abrazo la almohada dando el último bostezo, doy fe de que por más terrible que pueda ser pagar las consecuencias y de lo mucho que pueda llegar a arrepentirme, esa fue la mejor noche de mi vida.

Espero que la de ella también.

El despertador suena justo cuando alcanzo a dormirme (o, al menos, eso parece). Por unos segundos, saboreo la idea de seguir durmiendo y faltar al colegio, pero me rindo al ver el uniforme colgado en la puerta del ropero y al recordar cómo amanecí con Valen ayer, en esta misma cama. Necesito hablar con ella, no podemos ignorar lo que pasó por más tiempo.

Al salir de la ducha me noto más espabilada. Bajo la lluvia enumeré todas las cosas que quería dejar en claro ni bien nos cruzáramos al entrar al colegio. No es el mejor lugar para hablar del tema, pero de momento es el más próximo y, ya que no responde mis llamadas, espero que sí se digne a decirme algo a la cara.

También espero conservar la paciencia, al menos hasta el mediodía.

Lo que más quiero es hacerle ver que no podemos ignorar lo que pasó entre nosotras. Ya basta de hacer como si esos besos instantáneos que nos damos en los labios no fueran más que una muestra de cariño. Al menos para mí significan mucho más que eso y, conociéndola a ella, sé que también lo sabe. Pienso poner fin a las confusiones y establecer cómo seguiremos de ahora en más. Novias o amigas. Duele, pero tenía que llegar la hora de ponerle un punto final.

Quiero contarle todo lo que siento por ella desde que, hace un par de años, durante el cumpleaños número trece de una de nuestras amigas, nos encerramos en el baño a la madrugada y probamos darnos nuestro primer beso.

Esa fecha marcó un antes y un después en nuestra amistad. Habíamos estado hablando del tema antes de acostarnos a dormir. Todas las chicas en la pijamada ya habían besado a alguien a excepción de nosotras. Cuando nos tocó contar nuestra experiencia, ella empezó a inventar una historia en la que se besaba con un chico llamado Joaquín durante el verano y, con un par de miradas cómplices, acopló su cuento al mío diciendo que ambas lo conocimos mientras caminábamos junto al río. Lo habíamos visto jugar al fútbol con su mejor amigo, Nicolás, quien, a su vez, sorpresivamente terminó siendo mi primer beso.

Un par de horas más tarde, en la habitación yacían cinco chicas durmiendo y dos jugando a hacerse cosquillas. La que hacía más ruido primero, perdía. Así que justo cuando Valen estaba a nada de vencerme, le dije que tenía que ir al baño. Me esperó afuera, pero cuando abrí la puerta, en lugar de acompañarme de vuelta al cuarto, se metió adentro conmigo.

–¿No te parece que ya deberíamos haber dado nuestro primer beso? –me preguntó cuidando su tono de voz. No me costó darme cuenta hacia donde iba. Asentí lentamente mirándola a los ojos mientras tomábamos asiento en el borde de la bañera.

–Siempre imaginé que mi primer beso sería con un chico –dije nerviosa apretando muy fuerte las manos. Mis sentimientos por ella siempre habían estado ahí, solo que mi mente no entendía cómo podía atraerme otra chica. Mucho menos mi mejor amiga.

–Yo siempre imaginé que sería con la persona que más adorara en este mundo –me respondió.

Y entonces sus labios humedecieron los míos. Me apartó las manos del regazo y me tomó de cada una a los costados. Mi cuerpo se llenó de adrenalina, mi mente se nubló. Sabía a chocolate y olía a vainilla. Me envolvió toda su esencia transportándome a su propia nube, un lugar donde resido desde aquella noche. Recuerdo haber abierto los ojos durante el beso y notar sus pestañas cerradas con el maquillaje intacto. Nos apartamos a la vez, sin poder evitar reír por lo bajo tratando de no despertar a las otras chicas.

Así que así se siente besar a alguien, pensé en ese momento, queriendo repetir aquel beso una y mil veces más.

Antes de cruzar la puerta del colegio, levanto la vista al cielo notando como una capa de nubes apaga parcialmente la luz y me subo el cierre de la campera hasta el mentón. Se siente la humedad en el aire, hace mucho frío y el vacío en mi estómago no ayuda. Algunos días entro al patio con los ojos cerrados, esperando llegar al aula para tirarme sobre un banco a dormir una siesta. Sin embargo, hoy, contando con probablemente solo dos horas de sueño, no me puedo sentir más despierta. Mis ojos solo rastrean a Valentina.

Ya tendría que haber llegado, no es muy temprano.

En el aula no está, así que subo las escaleras hacia el baño. Tampoco. Me pregunto si vendrá, pero estoy muy convencida de que sí. No le quedan muchas faltas y todavía no llegamos a mitad de año, ¿serán tan fuertes sus ganas de no verme que hacen que valga la pena otra inasistencia? Siento que me estoy poniendo muy paranoica así que me mojo la cara con agua para despejarme un poco.

El primer timbre suena mientras me seco con la toalla de mano. Tenemos cinco minutos para entrar a clase así que me dirijo hacia las escaleras y, de repente, diviso su pelo castaño atravesando la entrada.

Por un segundo, vuelve a ser domingo por la mañana.

–¡Valen! –la llamo desde el descanso.

Se gira a mirarme y esta vez frena. Apuro el último tramo y la alcanzo. Está abrazando sus libros por lo que supongo que otra vez se habrá olvidado dónde dejó su mochila.

–Creo que tenemos que hablar, ¿no?

–Sí, Mica –dice elevando finalmente su vista hacia mí. Sacando la conversación de contexto, parecería como si estuviésemos hablando de un trabajo práctico a medio terminar–. Perdón por no haberte respondido es que todo esto es...

–Confuso. Sí, entiendo –me siento tan aliviada de volver a escuchar su voz que hasta casi me dejo llevar por el impulso de abrazarla–. Estaba pensado que podíamos hablar del tema a solas, ¿te parece?

Asiente casi por inercia.

–Estaba pensando en eso también, sí. ¿Puede ser esta tarde? –noto un dejo de prisa en su voz, casi incomodidad. Es raro porque nunca fue de las que les importa entrar a tiempo a clase–. ¿En nuestra esquina de siempre?

– Sí, obvio... –las palabras salen de mí a modo de pregunta mientras ella se da la vuelta y sigue su trayecto. No entiendo por qué está tan apurada. La sigo un par de pasos, hasta que la desesperación me gana y me veo obligada a ponerme en su camino.

–Valen.

–Mica...

Trata de esquivarme.

–Perdón, pero es que no podemos ignorarnos de ahora en más. No quiero que eso pase, por favor... –mi mente se nubla con tan solo hacerme la idea–. Sé que tú tampoco.

Si la situación ya era de por sí incómoda, no me imagino lo que debe sentir al ver como las lágrimas empañan mis ojos.

–No te estoy ignorando, Mica –dice, acelerando sus palabras–. Simplemente no quiero tener más problemas.

–¿Problemas con qué?

Pero ni siquiera es necesario que me conteste esa pregunta. Fui una tonta en hacerla demasiado rápido. Sé a qué se refiere y no tardo en darme cuenta de por qué sus últimas palabras salieron en un volumen tan bajo. Una figura alta pasa por mi costado, toma a mi amiga de la cintura y presiona sus labios donde el domingo pasado estuvieron los míos.

¿Acaso olvidé mencionar que Valentina tiene novio?

A la larga aprendí que, ignorar la existencia de Tomás, me facilitaba la mía. Creo que ya se hizo competencia, puesto que al parecer soy invisible cuando estoy junto a su novia. Por eso no quiero ni pensar en él o en sus mil y una formas de manipular a mi mejor amiga. Odio que Valentina haga oídos sordos cuando le digo que su relación no es sana. Pero tampoco niego que, un par de veces, el motor detrás de mis palabras hayan sido los celos.

Ahora ya no puedo ni pensar en claro. Me quedo parada como una estúpida por unos segundos viendo como Valentina aparta a Tomás con el brazo.

–¿Qué pasa, amor? –le murmura su voz grave con ese sutil tono amenazante.

¿Por qué no se da cuenta?

Valentina se queda callada, su vista va desde mi cara a la de su novio, sus manos aferran los apuntes con tanta fuerza que ya están a un paso de doblarse a la mitad. Me está por decir algo cuando suena nuevamente el timbre. Es el segundo llamado así que opto por darle la espalda y seguir mi camino hacia el aula.

El pasillo está desierto a excepción de nosotros. Al bullicio de los alumnos lo sofocan las puertas y, por unos momentos, lo único que escucho es el latir de mi corazón hasta que se retoman los besos. Noto una lágrima caer por mi cara mientras tomo el picaporte y, antes de dar un paso dentro del aula, giro mi vista hacia la pareja. Nunca les importa llegar tarde a clase.

Ver como se comen a besos me desgarra, pero me sorprende descubrir que los ojos de Valentina se abren rápidamente buscándome en el pasillo. Quiero gritarle, pero me contengo. Simplemente me limito a negar con la cabeza y, al entrar a la clase, busco el pupitre del fondo.

Hoy me siento sola.

Valentina no se me acercó en toda la mañana.

Nuestros compañeros me preguntaron qué había pasado entre nosotras, pero solo me limité a decirles que estaba teniendo un mal día. No dudaron en apartarse. Lo más cerca que estuvimos ella y yo, luego del encuentro en el pasillo, fue un cruce de miradas durante la clase de Historia.

Antes de continuar su lección sobre la Segunda Guerra Mundial, el profesor nos pidió la tarea que por primera vez no había hecho y, en su lugar, entregué una hoja en blanco con mi nombre. Lo peor fue que no me importó en absoluto.

Me pasé el resto de la hora tratando de leer una novela para clase de Literatura. Cuando el profesor me pidió por favor que la guardara, levanté la vista de las letras y presencié como todas las cabezas del aula se giraban a mirarme. Ahí, en la fila del medio, vislumbre la de Valentina antes de que sus ojos descendieran al suelo.

Me limité a cerrar y guardar la novela en mi mochila y, luego de unos minutos, la volví a sacar. Esa vez no me dijeron nada.

Camino a casa decido tomarme un taxi. Comenzó a llover y mirar a través de la ventana se siente por unos segundos como estar de nuevo en aquella noche de sábado. No logro quitar de mi mente esas imágenes ni por un segundo. Como si fuesen una de esas canciones pegajosas que no puedes dejar de cantar hasta que llega un momento en el que te hartas hasta de ti misma y, aun así, la sigues tarareando.

Me bajo varias calles antes porque, según marca el reloj de las tarifas, estoy llegando al límite de mi dinero. La lluvia golpea mi piel empapando mi capucha y mi mochila se vuelve más pesada con cada paso hasta que finalmente alcanzo el porche de casa. Una vez dentro, arrastro mi cuerpo escaleras arriba hasta la cama. Pongo la alarma a las cuatro y me tapo con el acolchado.

El olor de su shampoo me golpea y termina de desarmar lo poco que permanecía unido en mí.

Son las cuatro y media cuando escucho la campana de la puerta sonar mientras la empujo. Instantáneamente me invade el olor a café al dejar la humedad en la calle y entrar en un ambiente tan cálido como familiar. Todavía no hay mucha gente, solo un par de mujeres por un lado y un señor leyendo el diario en el otro.

Busco el rincón junto a la ventana, ese lugarcito tan nuestro donde solemos pasar las mejores horas de nuestra semana. Son dos butacas revestidas en cuero negro de estilo retro, separadas por una mesa enclenque que siempre mantenemos firme colocando un par de servilletas dobladas con fuerza bajo uno de sus pies.

Detrás de la barra diviso a Gabriela agachada organizando unos papeles. Con Valen la vemos todos los viernes cuando venimos a merendar, solo es un par de años mayor que nosotras, pero su estatura no lo demuestra. Siempre nos atiende con una sonrisa. Se nota que es de esas personas que disfrutan de su trabajo.

–¿Cómo va todo? –me saluda al acercarse.

Me estiro para darle un beso en la mejilla antes de tomar asiento.

–Bien... –me las arreglo para decir.

En seguida noto como frunce el ceño. No tiene mucho sentido mentir, mi cara habla por sí sola.

–En realidad más o menos –admito–. Nada que no se pueda arreglar con una taza de café.

Responde a mi sonrisa forzada con una mirada sospechosa.

–¿Y Valen? –pregunta, acentuando con la cabeza hacia el asiento de enfrente.

De inmediato invento una excusa.

–Va a venir más tarde hoy. Tuvo un par de problemas con su novio.

–Ay, ay, ay… ese novio –dice sacando un trapo húmedo de su uniforme y pasándolo sobre la mesa a pesar de que no es necesario.

–Sí –respondo por compromiso–. Más de lo mismo, supongo.

A veces no llegamos a juntarnos antes de venir y cada una sale de su casa por separado. No suelo ser muy puntual, pero a estos encuentros siempre soy la primera en llegar. Gabriela se detiene a charlar conmigo esos días y casi siempre sale a colación Tomás: como hay fines de semana que no la deja salir. Como hay días que dice estar jugando al fútbol con sus amigos, pero ellos suben fotos estudiando. Como hay madrugadas en las que la despierta solo para que tengan sexo... Y más. No soy del tipo de gente que divulga la vida de sus mejores amigos, pero con Gabriela es diferente. Ella solo nos conoce a nosotras y, además, ¿qué ganaría hablando a nuestras espaldas? Otros dirían que ni siquiera le importa lo que le cuento, que solo presta atención para no perder a una clienta. Sin embargo, algo me dice que sí le importa nuestra historia.

Tampoco hemos hablado tanto, pero el poco intercambio que hemos tenido me ha parecido genuino, desinteresado.

–Así que, ¿lo de siempre? –pregunta, otra vez con una sonrisa.

–Sí, por favor. Y si puede ser, ¿el café con crema?

Me guiña un ojo dirigiéndose a la cocina y, minutos más tarde, vuelve para dejar una gran taza humeante de café frente a mí. En un platito aparte me trajo dos bombones. Siempre suele esperar a que estemos las dos para hacerlo, supongo que se nota en mi cara la falta de dulzura.

Son las cinco menos cuarto.

Media taza de café y dos bombones más tarde sigue sin entrar nadie al lugar. Afuera llueve torrencialmente. Los autos rompen su camino a través de las gotas, pero muy poca gente transita la avenida. Ni siquiera hay historias para inventar. La preocupación lentamente me emborrona el pensamiento, así que saco la novela que empecé esta mañana y me pongo a matar el tiempo. No recuerdo nada de lo que leí hasta ahora, las palabras simplemente flotan en la página como una sopa de letras sin sentido.

Solo se demoró unos minutos.

Tres capítulos más tarde son las cinco y media. Usualmente nos reunimos a las cinco. Cada vez que escucho la campana de entrada, me volteo con la ilusión de encontrarla. Pero sin éxito. Ya me pedí otro café y esta vez con el trozo de pastel de chocolate de todos los viernes. Es lunes, pero qué más da. Por alguna razón me da la sensación de que el cacao que usaron para este es más amargo.

La vista se me empieza a cansar y ya me cuesta seguir con la historia. Apenas recuerdo el nombre del protagonista. Ya no veo el caso en seguir engañando mi mente y, por lo tanto, decido guardar la novela. Cuando me giro a mirar la calle me doy cuenta de que el cielo oscureció y tengo la cara cubierta de lágrimas. Soy un desastre, pero de repente, el teléfono vibra sobre la mesa.

Me comienza a latir el corazón a mil por hora, es su número. Lo reconocería hasta leyéndolo en braille. Intuyo que habré borrado su contacto hace un par de minutos, en un ataque de infantilidad que sufrí entre la primera y la segunda taza de café. Algo que ya me sabe a siglos de distancia.

Se acordó, al menos lo hizo.

Deslizo el circulo verde y me llevo el aparato a la oreja.

–¿Hola? –contesto, víctima del entusiasmo.

Al parecer mi voz tarda en llegar al otro lado, lo único que escucho por un par de segundos eternos es una respiración. Estoy a punto de volver a saludar, cuando finalmente recibo una respuesta.

–Micaela.

Y entonces quedo helada. Porque no es Valentina. Es su número, pero no es ella. Se trata de una voz más grave, esa que me persigue en mis pesadillas. Mi mano tiembla y comienzo a sentir mi garganta demasiado seca, áspera. Trago saliva en un intento de poder, al menos, formar palabra. Y lo enfrento.

–¿Tomás?

No. Esto no puede estar pasando.

–¿Qué haces con el celular de Valen? –le pregunto con un enojo que comienza a esparcirse por cada célula de mi cuerpo.

–¿Qué hago yo con el celular de mi novia? –me contesta insolente–. ¿Porque no me explicas mejor que hacías acostándote con ella el sábado a la noche?

¿Qué?

Sus palabras derriban todas las fuerzas que me quedan, ya no sé qué hacer. No sé cómo hacer. Le contó. No puedo creerlo. Fue nuestro encuentro más íntimo, más secreto y ella se lo contó a la persona que más odio en este mundo.

¿Acaso soy yo la que está mal? ¿Acaso no somos las amigas inseparables que siempre creí que éramos?

–¿Ahora te quedas calladita? –me escupe en el oído–. ¿No te alcanza con ser una gorda hedionda, también tenías que ser tortillera?

Creo que estoy temblando, no tengo fuerzas para nada. Noto que Gabriela deja de limpiar una de las mesas y se me acerca. No me debe ver muy bien.

Del otro lado de la línea, Tomás me sigue rompiendo.

–A ver si dejamos esto un poco en claro. No te quiero cerca de Valentina, ¿me escuchaste? Me llego a enterar de que la tocaste de nuevo y te mato. Ella está muy mal por lo que le hiciste. No se te ocurra volver a...

El celular se desliza entre mis manos y lo último que escucho de él es como se estrella contra el piso. No me puedo mover. Gabriela se agacha a juntarlo, corta la llamada y lo deja sobre la mesa.

–¿Necesitas ayuda?

No puedo enfocar la mirada. Mis ojos quedan perdidos en la butaca de enfrente. Vacía. Gabriela se desliza junto a mí. Estoy llorando y ya no puedo evitarlo. Ni siquiera sé si quiero evitarlo. La gente me ve y qué.

Ya no me importa nada.

–Todo va a estar bien –me susurra Gabriela.

No había notado lo dulce de su voz hasta ahora. Pasa sus brazos a mi alrededor y me abraza bien firme. Yo no me muevo.

No quiero pensar en nada. No quiero. Todo esto es una pesadilla, ya va a pasar.

Por un segundo estoy segura de que, si me toco los dientes con la lengua, los notaré flojos y entonces jugaré con ellos para comprobar si es cierto y de un empujoncito se me irán cayendo todos. Sentiré los dientes nadando en mi boca, el sabor de la sangre. La desesperación crecerá en mí, pero al rato voy a despertar en mi cama y descubriré que todo es una pesadilla.

Solo que sigue sin serlo. Esta vez es la realidad. Ya no tiene sentido pensarlo así, pero ¿qué tiene sentido aún?

Me encuentro a mí misma vomitando en el baño del café, con Gabriela sosteniéndome el pelo detrás del cuello mientras mis manos se aferran débilmente al inodoro. Me toma dos minutos, un vaso de agua y varias caricias en mi cabello caer en la cuenta de lo que acaba de pasar desde que el novio de mi ¿mejor amiga? destruyó la relación con la que he soñado por años.

Estoy tirada en el piso, hace frío, me rodea un olor horrible y no tengo intención de moverme de acá. Tengo la cabeza apoyada en el hombro de Gabriela y, a pesar de que en cualquier otro momento hubiese sentido vergüenza de mostrarme así ante quien es prácticamente una extraña, ella me hace sentir tan protegida que siento que su molestia no sería ayudarme, sino dejarme a la deriva.

–Gracias.

–No hay nada que agradecer.

–Sí –le digo sin despegar mi mirada del suelo–. No todos hubiesen reaccionado como lo hiciste.

Me tomo unos segundos para repasar todo lo que sé sobre ella.

Sé que es apenas unos años más grande que yo. Que sirve el café más exquisito del mundo con la sonrisa más sincera que he visto. Que por las mañanas tiene ese poder de hacerte pensar si de verdad duerme por la noche o tan solo está en su naturaleza despertarse tan risueña. Sé que es buena escuchando y al darme cuenta de eso me recorre una ola de vergüenza.

¿Cuántas veces le he comentado mis problemas y cuántas me ha contado ella los suyos? Aunque claro, una empleada no debería ventilar sus preocupaciones a una clienta, pero en ese caso, ¿por qué una clienta sí? Estamos tan encerrados en nuestras burbujas que a veces nos olvidamos del otro. Como si ellos no tuviesen las mismas preocupaciones o como si fuesen menos importantes.

Me prometo invitarla a un café cuando logre controlar mis emociones.

–¿Te gustaría hablar al respecto? –me pregunta cuidando su tono.

–No –me apresuro a responder–. O sí. No sé, es complicado.

–Tengo todo el tiempo del mundo, en serio.

Por primera vez en lo que parecen ser horas, levanto mis ojos para buscar los de ella en un repentino acto de curiosidad.

–¿Por qué?

Mi pregunta parece confundirla.

–¿Por qué parar todo para hablar conmigo? –le aclaro intentando no sonar grosera.

La imaginé renunciando a su sueldo de hoy para atender a una clienta llorona. Ni siquiera conoce mis problemas. Por lo poco que sabe de mí, podría ser tan solo una chica malcriada haciendo berrinche por una estupidez y aun así acá está, ofreciéndome su hombro mientras se secan mis últimas lágrimas.

–Por experiencia sé que hay momentos en los que una no puede afrontar la vida a solas –me explica–. No podía verte así sin hacer nada al respecto. A veces lo único que necesitamos es alguien a nuestro lado. Era lo menos que podía hacer.

Busco su mano y entrelazo mis dedos con los de ella.

–Gracias –le repito apretándoselos con fuerza.

Un par de horas más tarde, el café ya cerró y por el grupo de la familia avisé que llegaba tarde por un trabajo práctico.

Al parecer, los dueños confían en Gabriela lo suficiente como para dejarla a cargo del lugar pasada la medianoche. No sé si les habrá comentado mi situación, pero durante el resto de la tarde se mantuvo atenta conmigo mientras servía algunas mesas y yo permanecía detrás de la barra intentando no pensar en todo lo que estaba ocurriendo.

Cuando cesó el movimiento, cerca de las diez de la noche, todos se fueron menos nosotras. Al ser lunes no estarían realizando pedidos, así que la cocina quedó en nuestras manos. Gabriela nos preparó dos hamburguesas con aros de cebolla y finalmente nos sentamos en su rincón favorito que, si bien no es el mismo que el mío, también guarda su encanto. Se encuentra más al fondo, donde están las butacas para grupos con tapizado de terciopelo y, a diferencia del mío, no se apoya contra la vidriera, sino contra una pared.

No tengo mucha hambre, pero trato de picotear los aros de cebolla. Al menos por cortesía.

Es raro ver al café tan dormido, como si le faltase su chispa de viveza. El lugar se encuentra bañado en sombras a excepción de nuestra mesa y algunas luces de la cocina cuyo resplandor atraviesa la barra y dibuja las siluetas de las sillas dadas vuelta sobre las mesas. Afuera sigue lloviendo y el semáforo tiñe los reflejos del suelo en sus tres colores.

–No te lo digo porque la haya hecho yo, pero la receta es muy buena –rompe el silencio Gabriela, sacándome de mi ensoñación–. Deberías probarla

Me animo a darle un bocado sin ganas, pero de verdad está muy buena. Creo que mi estómago estaba más vacío que cerrado porque ahora que empecé no puedo parar. Si bien la conmoción de lo que pasó esta tarde sigue presente, siento que gracias a Gabi estoy manejándolo todo con más cordura.

–¿Y si todo eso que te dijo son mentiras para hacerte sentir mal? –me había dicho Gabi mientras cocinaba las hamburguesas–. Algo las conozco a ustedes, hace dos años que las veo todas las semanas. Con Valentina tienen una de las relaciones más fuertes que he visto. Imagínate lo celoso que debe estar aquel idiota.

Mastico dubitativa mientras sopeso su idea. Se me había cruzado esa posibilidad por la cabeza. Es la única versión de los hechos que le guardaba respeto a mi amistad con Valentina. Pero por eso mismo no quise ilusionarme. Ya me había comido un viaje, después de lo del sábado. No sé si sobreviviría emocionalmente a otro.

Cuando llego a la mitad de la hamburguesa noto que ya no me quedan más aros de cebolla y Gabi me invita a sacar de los suyos. Están tiernos y crujientes, lo justo de sal y de pimienta. Exquisitos.

–Supongo que no te gusta hablar del tema y lo comprendo –piensa en voz alta–. Pero ¿qué le ve una chica como Valen a un tipo como él?

La pregunta del millón. Mientras le doy sorbos al jugo de naranja, empiezo a contarle toda la historia de Valentina y Tomás. Sé que va a doler repasar todos los momentos, pero creo que dejar salir esta información va a ayudar a Gabriela a entender mejor el conflicto.

En este momento es eso lo que necesito, una amiga que esté al tanto de todo.

Y así es como se pasa la noche. Le empiezo a contar como nos caímos las dos de culo cuando el chico nuevo de la otra comisión caminó hacia nosotras durante un recreo, dos años atrás, para pedirnos una calculadora.

En ese entonces ninguna pensaba que iba a terminar envuelto en nuestras vidas y menos de esta manera. Éramos dos ilusas que se reían tontamente en un café cuando recordaban como uno de los chicos más lindos del colegio se les acercaba día por medio para empezar conversaciones sin sentido.

A finales de cuarto año fuimos a una fiesta que organizaban alumnos de sexto en un campo en medio de la ruta. Era lejos, pero los comentarios de todo el colegio nos obligaron a confirmar presencia así que ahí estuvimos, ambas atrapadas en un mar de ropa blanca, totalmente ebrias y bailando como locas.

Fue una gran noche, pero hasta ahí. El amanecer empezaba a llegar más temprano con el pasar de los días y aquella noche no fue la excepción. Tomás había sacado a bailar a Valentina mientras yo me quedaba con un grupo de amigas esperando a que pusieran en marcha las máquinas que iban a cubrir el campo en polvos de colores. El sol se empezó a asomar en el horizonte y por la fiesta corrió el rumor de que no tardarían en prenderlas, así que se me ocurrió buscarla. Nos habíamos pasado toda la previa practicando las poses que íbamos a hacer cuando los colores estallaran y las cámaras desataran sus flashes.

No quería vivir ese momento sin ella.

Recuerdo haberla buscado por un par de canciones, batallando contra gente sudada y tratando de no tirar ninguna bebida en el proceso. Le estaba mandando mensajes cuando a la lejanía la encontré besándose con Tomás, tan juntos que parecían pegados. Las manos de él toqueteándola entera.

No había tomado mucho como para vomitar, pero en ese momento sentí que el estómago se me revolvía y mis ojos empezaron a buscar un lugar donde lanzar. Me quería ir. Teletransportarme hasta casa y estar acostada con ella mirando pelis y comiendo chocolates como el fin de semana anterior.

Encontré los baños portátiles. La fila era eterna así que me las arreglé para llegar hasta uno de los costados y vaciar mi estómago ahí. Me quedó un sabor asqueroso en la boca y la música me empezaba a aturdir, me sentía mareada, horrible. Iba volviendo al lugar donde vi a Valen cuando las máquinas se activaron y el humo de colores chillantes empezó a inhibir mi visión. La masa de chicos eufóricos me llevaba por delante a cada segundo y sentía como mi ropa no solo se teñía por los polvos, sino también por vuelcos accidentales de bebidas que saltaban entre tanto tumulto.

A partir de ahí me di por perdida.

A la noche siguiente, Valentina me llamó para contarme que perdió la virginidad con Tomás. Yo le conté como me tuve que volver a casa con un grupo de desconocidos que manejaban por la ruta alcoholizados. Una experiencia muy serena que para nada desearía olvidar.

–El verano entre cuarto y quinto año fue uno de los mejores –le adelanto a Gabriela con una sonrisa en la cara.

Si bien Valentina estaba empezando algo con Tomás, no se veían muy seguido. Todavía disfrutaba de libertad, pero ya empezaba a ver ciertas actitudes de él que me llamaban la atención. Cuando salíamos a bailar, primero tenía que asegurarse de que ni Tomás ni sus amigos estuvieran en el boliche. Después sí, podíamos ser todo lo exageradas que deseáramos y ella podía buscarse todos los chicos que quisiera.

–Mira aquel, ¿por qué no lo encaras? –me preguntó una noche.

Era febrero, a punto de empezar nuestro anteúltimo año de clases.

–¿Ese? –me reí–. Estás loca. ¿Ves cómo baila?, es un payaso.

–Bueno querida, no nos pongamos exquisitas que bien que cuando Ernesto te tenía contra la pared no decías nada.

Ernesto es el único chico que besé hasta la fecha. A pesar de su nombre de camionero, no está tan mal y fue solo un desliz de verano. Me habló un par de veces por WhatsApp después de esa noche, pero opté por bloquearlo después del quinto ‘’¿Qué haces?’’.

–Cállate que tu historial tampoco es impecable, ¿o acaso te olvidaste de Juan? –le repliqué esa noche en tono de burla.

–Shhh. No dije nada, no pasó nada.

Juan fue el segundo chico con el que Valentina tuvo sexo. Era universitario, estudiante de Ingeniería. Ese sí no era muy lindo, pero al menos la trataba mejor y no la celaba donde sea que fuera.

El año pasado comenzó normal, pero después de las vacaciones de invierno las cosas se empezaron a salir de eje, lo que se traduce como: Valentina empezó a salir oficialmente con Tomás.

La relación ya se titulaba “novios” y a mi cara de horror la tenía que lavar todas las mañanas cuando ni bien despertaba y recordaba que existía. Fue una época en la que empezamos a salir a bailar con más frecuencia. La rutina era juntarnos los viernes por la tarde y en los últimos sorbos de café organizar con quiénes saldríamos esa noche.

Por lo general todo iba bien hasta que llegaba ese momento de la previa en la que Valen se sentaba en un sillón y por varias canciones no soltaba el celular. Del otro lado de los mensajes, el troglodita de su novio insistía: “¿A ver qué te pusiste hoy? ¿Por qué sales tanto? Me contaron que estabas bastante sacada anoche, ¿sabías que hace mal tomar mucho? ¿Quién es ese que salió con ustedes?”. Y eso que esos eran, apenas, los mensajes que me mostraba.

–Mira cómo se pone –me decía orgullosa–. ¿No es un divino?

No, Valentina. Es un manipulador, ¿por qué te cuesta tanto darte cuenta?

No había caso. No quería entenderlo. Estaba tan cegada que no notaba su forma de tratarla como a un objeto. Se había convertido en una chica que se acostaba con él fin de semana por medio y que después veía en el colegio durante los recreos para hacerle a sus compañeros envidiar su privilegio.

Llegó un punto en el sentía como si no pudiera decir nada. Como si mi opinión ya no valiese.

Un viernes por la tarde me tomé el café demasiado rápido.

–Entonces, ¿qué hacemos esta noche? –le pregunté–. Me habló Maru y me dijo que se sumaba, creo que las otras chicas van a una previa en casa de...

–Mmm, espera –me cortó–. Le pregunto a Tomás.

Me quedé atónita.

–¿Qué?

–Si puedo salir –me contestó como si fuera lo más común del mundo–. Ahí le mandé.

Creí que estaba bromeando conmigo hasta que leí el chat en su pantalla.

–¿Habías organizado algo con él?

–No, pero prefiero consultarle antes de salir –me contestó en cuanto sonó la notificación en su celular–. ¿Ves? Ahí me respondió. Dice que no hay problema, él también sale. ¿Dónde hay previa me decías?

Esa tarde Valen había llegado tarde y en la espera le comenté a Gabriela como seguía el tema entre ella y su novio. Fue horrible admitirlo, pero ya se sentía como si estuviera perdiendo a mi mejor amiga por culpa de un chico que, encima, no la trataba con el respeto que cualquier persona merece.

–Yo creo que deberías planteárselo –me aconsejó aquel viernes–. Quien no respeta tu libertad, no te quiere. Quizás ella no lo vea, pero puedes hacérselo entender. Avísame si necesitas que te ayude.

Nuestra conversación fue cortada por la campanita de la entrada y, con ella, la llegada de mi mejor amiga. Gabi siguió su trabajo, pero eso no impidió que sus palabras quedaran resonando en mi cabeza mientras nos servía el café. El hecho de que Valen le tuviera que pedir permiso a su novio para salir a divertirse (o hacer algo siquiera) fue la gota que terminó de rebalsar el vaso.

–Valentina, ¿no te das cuenta de que Tomás te está manejando como si fueses un títere?

Me miró por sobre su taza de café, sorprendida.

–¿Qué dices?

–Eso –la enfrenté firme–. Que vive manipulándote. Te trata como si fueses una pertenencia, no te deja vestirte como deseas, te controla lo que haces todo el tiempo. A la noche te llama para que vayas a acostarte con él y vas porque te da miedo que te deje. Esas cosas no son sanas, Valen... No es así.

No se esperaba que se lo planteara tan seriamente. Ya no era un comentario que le decía en la escuela, al entrar a clase o mientras mirábamos una serie. Esta vez iba en serio y lo peor no era que sus ojos reflejaran lo herida que la hacía sentir abordar la situación, sino que en el fondo sabía muy bien a lo que me refería.

Fue una tarde de susurros que se sentían como gritos en medio de la merienda. Ella hacía oídos sordos, pero yo no podía parar de decirle lo mucho que me preocupaba la situación que estaba viviendo.

Mentirles a sus padres diciendo que se queda a dormir en casa, pero pasando la noche en lo de su novio.

No contestando mis mensajes cuando le pregunto si va todo bien. Siendo cómplice de Tomás y riéndose cuando él me pregunta en los recreos cuándo me voy a poner a dieta porque estoy muy gorda.

Accediendo a pasarle fotos desnuda para ‘’no dejarlo colgado’’.

Tener que consultarle todo a él por miedo a que rompa en un ataque de furia. No vaya a ser que otra vez la amenace con dejarla.

–No te quiere Valen y le temes, aunque no lo quieras aceptar es...

–Es su forma de quererme –me contestó decidida–. Solo que no lo entiendes. Estás exagerando todo. Hazme el favor y no te metas.

–¿Y cuando me voy a meter entonces? –le pregunté sacada–. ¿Cuando mi amiga aparezca con moretones en el cuerpo? ¿Cuando sea demasiado tarde?

Mi voz se había elevado demasiado sin que me diera cuenta. En el café se extendió un silencio momentáneo y Valentina aprovechó a juntar su mochila y levantarse de la silla. Yo instintivamente, la imité.

–Ni se te ocurra –me advirtió lentamente. Sus palabras sonaron agrias, contundentes. Nunca la había escuchado así.

No supe qué hacer, pero sentí mis piernas flojas y me senté de nuevo. A continuación, la vi salir por la puerta con paso decidido.

No hablamos por una semana. Nunca más volvimos a tocar el tema.

–Me acuerdo de ese día, sí. A la semana siguiente las esperamos, pero no vinieron. Con el resto del personal pensamos que ya no las íbamos a ver más –me cuenta Gabriela siguiendo el hilo de mi relato desde al borde de su asiento.

La noche ya lleva sus horas y debería volver a casa, pero no me importa. Quiero seguir hablando con ella hasta que el dolor se vaya o me gane el sueño.

–Esa fue la última vez que hablamos del tema. Me dolió tantísimo estar alejada de ella que me acerqué a pedirle disculpas. Fui una tonta.

–Te dio miedo perderla. Es comprensible. Tenemos la debilidad de tomar decisiones estúpidas cuando el miedo nos acorrala. Si hay alguien que está mal acá no eres tú ni es Valentina, es Tomás.

–Pero ¿cómo...? –me pregunto en voz alta, sosteniendo mi cabeza entre mis manos–. ¿Cómo puedo hacer para que se dé cuenta de la clase de tipo que es?

La pregunta queda flotando entre nosotras mientras Gabriela llena nuestros vasos con más jugo de naranja. Trae hielo de la cocina y rasga un sobrecito de azúcar en el suyo.

–Te voy a contar algo –me dice revolviendo el vaso con paciencia–. Lo que está viviendo Valen no es fácil. A mí me tocó sufrirlo en carne propia.

»Hace un par de años, en mi último año de secundaria, me enganché con un chico. Él era bastante más grande que yo, casi diez años. En mi casa me tenían muy controlada y él me abría puertas a situaciones que desataban mi libertad. Hacíamos cosas peligrosas, no te las voy a nombrar, pero no eran cosas muy legales que digamos. No teníamos una relación sana, era diferente a la de Valen, pero igual de tóxica. Me llevaba a fiestas, me incentivaba a consumir drogas pesadas, me divertía y, sin darme cuenta, me alejaba de a poco de mí misma.

»Quien sí se daba cuenta era mi hermana. Una noche dije que me iba a estudiar a lo de una amiga, pero ella no me creyó así que me siguió y vio lo que hacía. No intervino, pero me grabó con su celular. Estaba tan consumida que por momentos me desorientaba. No sabía dónde estaba, no sabía qué hacía. Todo quedó capturado en el video. No lo hizo una sola vez, me siguió y me grabó durante un mes. Los jueves solían ser los días que estaba más consciente, así que una de esas tardes me agarró desprevenida y me mostró todo.

»No me reconocía, Mica. No era yo. Fue terrible tener que afrontar la verdad y lo peor es que no sé qué hubiera pasado conmigo de no haberme visto en la pantalla. Tuve la suerte de darme cuenta de lo que pasaba, pero no todas se la llevan tan barata. Mi hermana me ayudó a conseguir una psicóloga, me pagó varias sesiones a escondidas y con el tiempo me logré deshacer de él. Pero costó. Creo que la clave fue haberme dado cuenta por mí misma de que no estaba bien. Sino también hubiese hecho oídos sordos.

El silencio me indica que terminó, pero las imágenes que me dejó su historia siguen rondando mi mente durante varios segundos. Me sorprende como a veces vemos a las personas sin siquiera pensar que ellos también pueden tener una historia que los persigue a cada segundo. Heridas que, si bien pueden estar sanadas, dejan cicatrices que las marcarán para siempre.

No sé qué decir, pero creo que sí sé que hacer. Tal como hizo ella horas antes conmigo, salgo de mi asiento y me deslizo en el suyo, porque ahora la conozco un poquito más y, cuando la abrazo, no abrazo a aquella empleada que me servía el café todas las semanas, abrazo las cicatrices de una chica rota que tuvo el coraje necesario para volver a ponerse de pie.

Llego a casa un par de horas antes de que salga el sol.