Todo al vuelo - Rubén Darío - E-Book

Todo al vuelo E-Book

Darío Rubén

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Beschreibung

Todo al vuelo es una selección de textos en prosa del poeta Rubén Darío, obras en pequeño formato que van desde el ensayo a la crítica o al artículo de opinión política. Se estructura en tres secciones diferenciadas: Films de París, que recoge cuadros y personajes parisinos; Algunos juicios, que aglutina opiniones sobre escritores coétaneos al autor y Varia, que incluye textos de diversa índole.-

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Rubén Darío

Todo al vuelo

 

Saga

Todo al vueloCover image: Shutterstock Copyright © 1915, 2020 Rubén Darío and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726551051

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

FILMS DE PARÍS

Los exóticos del «Quartier».

En la terraza del Valchette, o desde algún banco del Luxemburgo, me fijo singularmente en los exóticos que desfilan. Y me llama sobre todo la atención el negrito del panamá, un negrito negro, negro, con un panamá blanco, blanco. Es un negrito delgado, ágil, simiesco, orgulloso, pretencioso, pintiparado, petimetre, suficiente, contento y como danzante. París contiene varias clases de hijos de Cham, pero este negrito a ninguna de ellas pertenece. No es, seguramente, el célebre payaso Chocolat, que ha recibido recientemente una medalla por haber ido muchos años a divertir con saltos y muecas a los niños pobres de los hospitales y asilos; no será, por cierto, Koulery Ouníbalo, príncipe Gleglé, hijo del rey Behanzin Cortacabezas, que puede verse reproducido en cera en el Museo Grevin, y del cual príncipe, que ha servido como buen soldado a Francia, no ha vuelto a acordarse el Estado que depusiera a su padre; no será, de ninguna manera, el diputado por la Guadalupe, Legitimus, que ha pasado ya los años de la alegre juventud; no será, sobre todo, el estupendo Johnson, que desquijarró a Jeffries en Yanquilandia y cuyo retrato y «sonrisa de oro» han popularizado las gacetas. ¿Quién será, entonces, este negrito pintiparado que camina en se dandinant; y dodelinant de la tête? A veces va solo; a veces con otros compañeros de color, pero que no tienen sus manifestaciones de holgura ni su cándido jipijapa; a veces, en compañía de una moza pizpireta del quartier, una de esas trabadas calipigias que andan hoy por la moda en perpetua gymkana.

Como no estamos en los Estados Unidos, la muchacha jovial que ama los oros no gradúa ni los relentes ni los inconvenientes de la mayor o menor cantidad de betún de su acompañante. Hay un hecho innegable por su apariencia: ese negrito es rico. Debe quizá poseer cañaverales en alguna Antilla; o bien su bien provista cantina en tal ciudad del Congo; o bien sencillamente será algún banquero, esto es, un negro tratante en blancas para Colón, para Jamaica o para Trinidad. ¡Vaya usted a saber! Mas lo que llama la atención es su suficiencia, su aplomo y un mirar y un sonreir donjuanescos... Niger sum sed formosus... Pasan los amarillos, casi siempre de dos en dos o de tres en tres, con o sin sus amiguitas respectivas. Un buen conocedor podría distinguir a los chinos de los japoneses. Parecidas son sus caras pálidas, sus ojos más o menos circunflejos, saltones o perdidos en una adiposidad o como insuflamiento de fluxión, serios o risueños, con rasgos huyentes o definidos como los de las máscaras de su tierra. Les hace falta el kimono, o la blusa extremoriental, pues los jaquetes o las americanas les quedan siempre arrugados y flojos, gritando su origen de la Belle Jardinière o de la Samaritaine. Y en el coro de las peripatéticas del Barrio se ve que no echan de menos ni sus chinitas, sus congais o sus musmés y geishas. Pasan los turcos, griegos, levantinos, con aspectos sudamericanos, y van a comer su pilaf, su kiebab, su baklava y su leche cuajada a los comedores de un franco veinticinco que hay en la rue des Écoles. Y las parisienses estudiantófilas van con todos contentas, a cambiar su fácil amorío por esos amoríos de distintos colores, olores y sabores, pues el yen y la dracma se funden en el áureo luis de Francia.

Pero entre todos los exóticos que pasan, el negrito del panamá se lleva la palma.

Jean Orth.

Eugenio Garzón, el platense de Le Fígaro, debe estar contento, pues le han vuelto a poner de actualidad a su famoso archiduque. Como se ha solicitado en la corte austriaca que se declare oficialmente el fallecimiento del misterioso y romántico desaparecido, tornan a referirse las viejas historias y leyendas. ¿Se hundió en el mar en la Sainte Marguerite el príncipe aventurero? ¿Vive aún en alguna parte de América o del Asia, como se sospecha? Es el caso que muchos no creen en su muerte, que hay quienes le han visto y hablado con él, gentes que viven en Francia, en Bélgica y en el Río de la Plata. La última carta que se recibiera de Jean Orth, o sea del archiduque Juan Nepomuceno Salvador, fué escrita en la Ensenada, en el estuario del río de la Plata, y en ella manifestaba el príncipe que se dirigía a Valparaíso por el cabo de Hornos. No se supo de él más. Se ha creído que una tempestad hundió en el mar el velero y sus tripulantes, y al Habsburgo soñador y a su mujer la bailarina vienesa Milley Stubel. «Algunas consideraciones—dice Raymond—Perraud, apoyan esta hipótesis. Parece cierto que hubo ciclones que desolaron aquellas regiones allá por el fin de julio de 1890. El Temps de 5 de noviembre de 1890 publicó un telegrama según el cual un navío sueco que llegó a Chile había encontrado en su derrota tres restos de barcos cuya nacionalidad no había podido conocer. Se sabe, por otra parte, que Jean Orth había estudiado, de 1887 a 1889, lo preciso para obtener su título de capitán mercante, lo que implicaría su voluntad decidida de adoptar la carrera de marino. En fin, es extraño que ningún hombre de la tripulación, suponiendo a éstos sanos y salvos, no haya dado nunca señal de vida. Sin embargo, justo es reconocer que la investigación seguida de 1899 a 1900, en la Argentina misma, por Eugenio Garzón, ha llevado a éste a una conclusión diametralmente opuesta». Esto lo acabo de leer en el Paris Journal. Hay que advertir que el tono literario y la forma elegante del libro de Eugenio Garzón han hecho creer a muchos que se trataba de una exposición novelesca y que aun la documentación y los nombres pertenecían al imperio de la fantasía.

Sin embargo, nada más real que las averiguaciones del eminente periodista. Es una lástima que el jefe de Policía del departamento de Concordia, señor José Roglich, no haya sido más explícito, o que su información no haya sido llevada a mayores detalles. El señor Nino de Villa Rey, por su parte, ha contribuído a que se aumente el misterio con su silencio o sus reticencias respecto al amigo a quien acompañase a la colonia Yeruá. Lo último que se averiguó en la Argentina es que Jean Orth y su mujer se internaron en las soledades del Chaco paraguayo. Mas luego resulta que se le ha visto después en la Argentina, en diferentes fechas posteriores, y lo que es más interesante aún, hay quienes han hablado con él en París nada menos que en los días del recién pasado febrero. El Courrier Européen publica una carta del doctor Albert Ferenez, que asegura saber «de origen muy seguro», que el archiduque vive en la Argentina, «donde posee una real y hermosa fortuna», que no hace mucho estuvo en París y en Londres. Los detalles abundan. Jean Orth se hospedó en el Grand Hotel, con el nombre de barón Otto. Vino a hacer una consulta judicial, para lo cual habló con los abogados Douhet, francés; Lapuya, español, y Cassoretti, italiano. Luego partió para Nueva York, en donde tuvo una entrevista con un conocido jurisconsulto y diplomático, Mr. Everett. «Entre las personas que han visto al barón Otto, y reconocido en él al archiduque Juan Nepomuceno Salvador—dice el doctor Ferenez—puedo citar al conde Marulli, antiguo chambelán y secretario del conde de Caserta, que lo vió en Londres, y al doctor Nadal, antiguo profesor en la corte de Viena, que tuvo ocasión de encontrarle en París. Agregó que M. de Cassoretti estuvo recientemente en Viena. Hecho significativo: ese paso por Viena del abogado particular del barón Otto ha coincidido con el despertamiento de la historia de Jean Orth, es decir, con la satisfacción acordada por el gran mariscalato de la corte de Austria al archiduque José Fernando, heredero de los derechos de la corona de Toscana, quien dentro de seis meses obtendrá la declaración de la muerte legal de su tío. Pero he aquí un detalle extraordinariamente interesante. Monsieur de Cassoretti no desaprueba de ninguna manera la decisión tomada por la corte de Viena, por la buena razón de que Jean Orth, hoy barón Otto, no piensa de ninguna manera en protestar contra la declaración de su muerte. En fin, debo declarar que mis informes no se limitan allí y que no se ha perdido la pista del barón Otto, desde el último abril, fecha de su última permanencia en Nueva York, y de su entrevista con el jurisconsulto Everett».

Por su parte, el redactor del Figaro M. André Nodel, habló con el abogado francés M. Doullet, el cual ha dado a entender, si no lo ha confesado claramente por el secreto profesional, que en efecto, en febrero pasado fué consultado, en unión de sus colegas Cassoretti y Lapuya, por el barón Otto.

Un redactor del Journal publica las declaraciones de M. Henry Cénac, antiguo comerciante, oficial francés que habita en la Argentina desde hace veinte años. Este señor asegura haber encontrado a Jean Orth por el río Negro, bajo el nombre de don Ramón. El hecho fué conocido, y afirma que se ocupó de él Caras y Caretas. Esto aconteció en 1901. Asimismo, cree haber tratado a Jean Orth, por parajes argentinos, el comandante Lecointe, que fué en la expedición de la Bélgica.

Por último, el cónsul argentino en Viena afirma la existencia del rico propietario barón Otto en la Argentina; pero dice que, no interesándole el asunto, nunca se preocupó de averiguar si bajo ese nombre se ocultaba el novelesco archiduque.

Después de todo, ¿no existe en Buenos Aires ningún Sherlock Holmes? La pesquisa es de trascendencia y el folletín de universal interés.

El faunida.

En una estación del Metropolitano, o del metro, como aquí se rebana. Un hombre, en cuya cara se encuentran rasgos de un famoso retrato de Carrière, pero que revela una tranquilidad y pasividad esencialmente burocráticas, ve pasar gentes y gentes, oye el ruido de los subterráneos trenes, cuenta paquetes de cartones, apunta números en calepines, acaricia lápices y perforadores. No le perturba ninguna inquietud. Llega a las horas fijas de su empleo y se retira cuando han cesado sus funciones. Tiene asegurados los huevos al plato y la coteleta, gracias a la administración. Fuera de su ropa diaria, tiene la menos modesta dominical y de los días excepcionales. ¿Es casado? ¿Es soltero? No me ha interesado el averiguarlo. De todas maneras, debe portarse correctamente y cumplir con sus obligaciones. Creerá en los beneficios de la república, tendrá su mira puesta en un ascenso y obtendrá quizás pronto las palmas académicas. Todos los años, en una fecha fija, sabe que es obligación suya reunirse en un café de barrio, con unos cuantos hombres y mujeres que dicen discursos y versos a la memoria de su padre, y que comen por tres o cuatro francos, en fraternal ágape, con la locuacidad de los hombres de letras. Él llena su misión sin comprender muy bien lo que se dice. Vagamente sabe que hay algo que le debe dar cierto orgullo y algo que le debe dar cierta vergüenza. Lo que es un hecho es que es un buen empleado, que merece el elogio de sus superiores y que nadie tiene que hacerle el menor reproche en su conducta.

Es un hombre relativamente feliz. Ignora las angustias del ajenjo, de la lujuria y de la gloria. Es el faunida, es el hijo de Paul Verlaine.

La princesa Gnika.

¿Quién la llama la nueva Cenicienta? El que sabe que ella se ha logrado un príncipe con un sombrerito, así como la otra Cenicienta se lo ganó con un zapatito. El cable os ha de haber llevado el caso, pero los detalles son muy sabrosos.

Mademoiselle Liane de Pougy es una célebre peripatética, cuyas glorias medio mundanas han cantado conspicuos aedas. Entre ellos el principal fué su amigo Jean Lorrain, que en paz descanse. Famosa por sus hazañas amorosas como por sus trajes y sus joyas, hace ya tiempo que su nombre es pronunciado como se chupa un bombón en el mundo de los que se divierten. Sus amantes han sido variados y de distintos países, como los de tal Emiliana eclipsada o los de cual Carolina en su ocaso. Todo esto quiere decir que no está ya en la primavera de la vida.

Se ha dedicado en momentos de desencanto, o de ocio—otium cum negotio—a las bellas letras. Como en estos casos, siempre la murmuración ha asegurado que sus cuentos, sus novelas y sus versos, no son de ella. Pero parece que, en verdad, tiene un temperamento literario, que es fina y no dice palabrotas como la Otero. Más aún, al ser suyos los versos siguientes, que se han publicado con su firma, quedaríamos en que es una aventajada discípula de Maeterlink; la poesía se titula «Inutilement»:

Et si son regard te cherchait,

Et si son regard t'implorait,

Saurais-tu comprendre?

Non! Je dirais: «Il se souvient

D'une heure qui lui parut tendre!»

Et si son désir te voulait

Et si son désir t'appelait

Voudrais-tu permettre?

Non! Doucement, je sourirais

Comme au destin qui fut mon maître.

Et si son coeur te regrettait,

Et si son coeur te suppliait,

Resterais-tu forte?

Je me dirais: «C'est un retour

Près de la tombe d'une morte!»

Et si tout son être souffrait,

Si son être se torturait,

Sans épouvante,

Je me dirais: «Le voilà prêt,

Pour le bonheur de d'une autre amante!»

Esto, si no nos acerca un poco a Aspasia, nos da idea de las buenas relaciones intelectuales que ha podido tener la aplaudida sacerdotisa.

La cual tiene un castillo espléndido, lleno de mármoles y flores, en Saint-Germain-en-Laye, cerca del conde de Noailles, y una negrita de compañía, casi siempre vestida de verde y que se llama Jesús.

Avino, pues, que una tarde, paseábase no lejos de su mansión, en el lindo pueblo, la ilustre cortesana, en compañía de otra no menos ilustre y de un joven amigo, por el cual padecía el amable mal que aquí llaman béguin. El joven, casi un efebo, es nada menos que príncipe. Príncipe más o menos valaco, servio o rumano, pero príncipe; con una cara como la de Kubelik, y un significativo tupé. ¡Y el otro tupé! Iba, pues, Liane de Pougy en su compañía, luciendo entre otras cosas un sombrero que, por lo diminuto, parecía un sombrero de muñeca. En esto, aparecen en una bocacalle dos damas burguesas con un excelente señor burgués.

Una de las burguesas, verdaderamente asombrada y regocijada, al ver el sombrerito de la amorosa, se echó a reir con todas ganas, como corresponde a una burguesa.

Entonces el joven príncipe, en defensa de su amiga bella, dijo a la mujer que reía:

—Cuando se tiene una gueule como esa, no se debe reir:

—¡Gueule ha dicho!—exclamó indignada la burguesa dirigiéndose a su marido. Al mismo tiempo que daba a la Thais un nombre de simpático pájaro que ignoro por qué toman aquí por un insulto: «Grulla».

Cuando el príncipe menos lo pensó, el hombre republicano le dió un par de sonoras bofetadas.

—¡Caballero!—gritó.

Y el otro le dió entonces otro par. Luego cada cual se fué a su casa.

El príncipe, naturalmente, no mandó los padrinos al hombre inferior, sino que le entabló demanda. Y Liane lamentaba a su príncipe deteriorado a causa de ella. Ello no tuvo grandes consecuencias. Sino que, al poco tiempo la negra Jesús preparó su más papagayesco vestido verde, para asistir a la boda de la nueva princesa, que con su título queda convertida en sobrina de la reina Natalia de Servia. Esta se ruborizará de la méssaliance. ¡Si viviese el rey Milano! Y como parece que la renta que antes servía a su joven preferido la cortesana, se ha aumentado con la ceremonia nupcial, dicen, con cierto eufemismo, malignos como el político Géraut-Richard: «Si nos arrière-grandsoncles virent des rois épouser les bergères, nous voyous, nous, des princes épouser le troupeau et des sirenes séduites par de brillants mais minuscules hôtes de l'onde». Y otros irónicos: «Es en efecto cierto que celebrando el pacto conyugal, entrando en la categoría de las esposas legítimas, mademoiselle Liane de Pougy se déclasse definitivamente. Se aparta de la deliciosa galería de las grandes cortesanas, la que fué en nuestros tiempos morosos el más espléndido adorno. Aspasia y Lais, Marióu Delorme, Ninón, Manón Lescaut, Cora Pearl y Anna Deslions, tenían en Liane una continuadora tan bella como ninguna de ellas lo fué jamás. Ella mantenía, no diremos el pabellón, pero sí la bandera de las ilustres hetairas y de las suntuosas vendedoras de olvido. Era una gran figura, la alta significación de un ideal eterno. Pues, si son maldecidas por los burgueses y abominadas por los profesores, las grandes cortesanas tienen de su parte a los poetas, a los artistas, a los que dan la inmortalidad. Y mademoiselle Liane de Pougy renuncia a todo eso. Pone su dimisión de diosa. Se pierde entre la muchedumbre. Llega al matrimonio como un bello bajel que acaba de correr mares encantados y que, abandonando sus bellas velas, vuelve al puerto comercial, se resigna al dique polvoroso cerrado de esclusas, limitado por cadenas, rodeado de funcionarios. ¡Qué caída!»

Y se insiste en el tupé principesco. Qué tupé. ¿Sábese—dice otro maldiciente—que la princesa está condecorada con el Águila Negra del Benin? Una condecoración africana, como veis. Condecoróla el rey negro Tofa, que fué un admirador fervoroso de sus encantos.

«El recuerdo de su belleza lo perseguía en las regiones tropicales y le obsedía a tal punto, que el buen monarca, que sabía algunas palabras de francés, siempre hablaba de ella cuando charlaba con oficiales amigos.

—Comment vas-tu?

—Pas mal, et toi, mon vieux?

—Moa, Lian' Paougi! Lian' Paougi!

Y al decir esto, el buen rey de Benin sacudía su bicornio emplumado y las charreteras de cabo que adornaban sus espaldas desnudas.»

Maldad, se dirá, murmuraciones, envidias. Pero es el caso que el príncipe servio debe de saber toda esa colección de anécdotas y ocurrencias que han aparecido en los periódicos con motivo de su sonado casamiento.

Los parisienses, de todas maneras, se han enorgullecido de ella.

—Es—dice uno—la más célebre de nuestras demi-mondaines y la más rica. Su lujoso hotel de la rue de la Neva encierra una fortuna. Más de cien mil francos de bibelots están amontonados en la chimenea, y una vitrina de vientre dorado contiene por un millón de joyas. La dueña monta a caballo, toca guitarra, toca piano, recita y conoce la pantomima. Su gloria se realza con algunas resonantes tentativas de suicidio.

Ya veis que toda su persona es lo que se llama completamente parisiense. Y que en tiempos en que se endiosan a los histriones y cortesanas, ella está the right woman in the right place.

Cuando en la alcaldía el funcionario le preguntó por su edad, ella confesó, con cierta vacilación encantadora, treinta y tanto años. En cuanto a su nombre verdadero, le fué preciso revelar un patronímico harto vulgar. En su anterior estado de casada se llamaba madame Purgre.

¿No dicen que se llama D'Annunzio Rapagnetta? ¿Y Anatole France simplemente Thiébaut?

Pero ya oigo a Unamuno exclamar en su francofobia: ¿Pero en eso se ocupan los franceses?—¡En eso, mi buen amigo, y en otras cosas más!

La necesidad de París.

Cuando uno ha habitado la ciudad de París por algún tiempo, se convence de que, desde luego, vale más que una misa. Se padece fuera de París la enfermedad de París. No da uno un paso sin recordar a propósito de cualquier cosa el ambiente y el encanto parisienses, y la nostalgia se acentúa de manera que hay que volver lo más pronto posible. Es que hay una especie de brujería en la villa divina e infernal que posee y no suelta jamás. ¿Una misa? Todo el ritual romano lo dais por retornar al imperio de París y de la parisiense.

El florido anciano de antaño que echaba a volar sus canciones en París como gorriones, cantaba:

Ris et chante, chante et ris;

Prends tes gants et cours le monde;

Mais, la bourse vide ou ronde,

Reviens dans ton Paris;

Ah! reviens, ah! reviens, Jean de Paris.

Sí, Béranger tenía razón. Para el verdadero parisiense de París, la bolsa más o menos provista es cosa secundaria. El rastacuero no comprenderá eso. El parisiense de París sabe acomodarse. Sabe que la gran ciudad, al que llega a conocerla bien y a amarla de veras, le enseñará el arte de servirse, con igual relativa satisfacción, tanto del franco como del luis.

Toujours, dit la chronique ancienne,

Jean sur son grand sabré a santé,

Quand de leur ville avec la sienne

Des sot, comparaient la beauté.

Proclamant sur son âme,

En prose ainsi qu'en vers,

Les tours de Notre-Dame

Centre de l'Univers.

El parisiense de París, como Jean de Paris, cuya crónica tradujese o modernizase Jean Moreas, que padecía gozosamente de parisitis, no admite comparación alguna. Apenas os reconocerá paridades retrocediendo en lo pasado, y si nombráis a Roma o Atenas, y esto con una clara condescendencia, y porque no puede haber celos posibles al tratarse de ciudades muertas. Mas los Londres, las Vienas, los Berlines y las Romas, no son admitidos sino como lugares secundarios. El «quien no ha visto a Sevilla, no ha visto maravilla» y el «ver Nápoles y morir», no hacen sino sonreir vagamente al verdadero parisiense de París.

S'il franchit la grande muraille,

S'il cocufie un mandarin,

Du peuple magot s'il se raille,

A Paris s'il revient grand train,

L'espoir qui le domine

C'est, chez son vieux portier,

De parler de la Chine

Aux badauds du quartier.

Anatole France en Buenos Aires, como Charcot en el polo, como Voltaire en el infierno, tened por seguro que no están preocupados sino de su París. Si algo hacen es por esperar un recuerdo o una sonrisa de la diosa tutelar. La urbe coronada de torres, con su barca que flota y no se sumerge, es el ideal de sus pensamientos y de sus acciones. Volver a París y contar lo que se ha hecho y lo que se ha visto, ese es el objetivo del parisiense de París que se ausenta, personaje, por otra parte, no común, pues el neto parisiense de París no sale de su ciudad sino para su villégiature. En tiempo del segundo imperio, se decía que no salía de los bulevares, y que nunca había pasado a la orilla izquierda del Sena. Y la canción os lo seguirá explicando mejor:

Je veux de l'or beaucoup et vite,

Dit-il, au Pérou débarquant.

A s'y fixer chacun l'invite:

Me prend-on pour un trafiquant

Loin de mes dix maîtresses,

Fi de ce vil métal!

Je préfère aux richesses

Paris et l'hôpital.

El parisiense no es colonizador ni emigrante. No se trasplanta, no se desarraiga. No le importa el resto del mundo. No es el francés, sino el parisiense de París, el famoso monsieur condecorado, que ignora la geografía. Ahora empieza a saber algo, y Buenos Aires está en su lección, por lo cual debéis regocijaros.

Je préfère aux richesses

Paris et l'hôpital.

Se dirá que eso está dicho por Verlaine, si no se supiese lo que amaba les ors el pobre Lélian. El parisiense, no por ser tan apegado a su terruño y tan amigo de los placeres que en el couplet anterior se señala con indiferencia diez queridas, deja de ser gentil, entusiasta y valiente.

A la guerre gaiement il vole

Pour la croix ou pour Saladin,

Se bat, jure, pille et viole,

Puis à Paris écrit soudain:

Que ma gloire s'étende

Du Louvre aux boulevards,

Qu'un ramoneur y vende

Mon buste pour six liards.

En Perse, il prétend qu'une reine

Lui dit un soir: Je te fais roi,

—Soi! répond-il; mais pour ma peine,

Jusqu'au Pont-Neuf viens avec moi;

Pendant huit jours de fête,

Tout Paris me verra

Montrer, couronne en tête,

Mon nez a l'Opéra.

Jean de Paris, dans ta chronique,

C'est nous qu'on peint, nous francs badauds.

Quittons-nous cette ville unique,

Nous voyageons Paris à dos.

Quel amour incroyable,

Maintenant et jadis,

Pour ces murs dont le diable

A fait son Paradis!

Ris et chante, chante et ris;

Prends tes gants et cours le monde:

Mais, la bourse vide ou ronde,

Reviens dans ton Paris;

Ah! reviens, ah! reviens Jean de Paris.

Y esa canción del buen Béranger me ha venido a la memoria hoy que tengo otra vez que dejar París, aunque yo no me considere con títulos suficientes para aspirar a parisiense de París.

A la verdad, París se infiltra en la sangre, penetra en el espíritu, se convierte en necesidad. Es su cielo, que no es puro ni cristiano, como los cielos de Italia y España; son sus calles bulliciosas y vibrantes, por las cuales va una onda de fluído parisiense perturbador y acariciador. Son sus museos y sus jardines, sus teatros y sus restaurants, y el bullir cosmopolita y la confusión babélica de los idiomas, y los rostros satisfechos de los extranjeros de paso y de los metecos residentes; y, sobre todo, es el pájaro del dulce encanto y la flor que danza y que sonríe, la figura de amor y de deseo en que habitan los siete pecados y los mil hechizos que se llama la parisiense.

Se diría que uno desea ausentarse para tener después el placer del retorno. Juan de París ríe y canta, canta y ríe, toma sus guantes y va por el mundo; pero, con dinero o sin dinero, vuelve a su París.

«Skating ring» al aire libre.

En el espacio que queda entre l'Avenue de l'Oservatoire y el jardín del Luxembourg, todos los domingos se reune una regular cantidad de gente que forma círculo alrededor de unos cuantos jóvenes y niños que convierten la calle en un salón de patinar. La circulación queda interrumpida por esa vía. Los aficionados al americano patín de ruedas cosechan silenciosas aprobaciones y de cuando en cuando suele presenciarse uno que otro batacazo.

Los patinadores son de diversas clases. Predominan los anglosajones del barrio, artistas, estudiantas o estudiantes, niñas con el lazo de cinta en el cabello y las piernas desnudas y rosadas, gibsongirls largas y libremente elegantes, mozos hechos a todos los sports, que las acompañan en sus evoluciones y deslizamientos, y niñas parisienses y muchachos de las escuelas y tal cual intruso tipo apachado, que habla fuerte e interpela a los amigos de lejos. Van los patinadores en grupos y suena el rodar de las pequeñas ruedas con singular ruido. Quienes van en parejas, como para la danza, o aislados, cual en fuga o en persecución. El viento mueve y echa hacia atrás esa cabellera de hijo de Eduardo o esos rizos infantiles; pega las faldas a los muslos a modo de los paños de las húmedas estatuas de los talleres. Tal Atalandra rodante inclina el busto, o se ladea, diríase que empujada por una ráfaga; tal mocetón se acurruca o hace que corre, o gira como en un vals, o se lanza con gallardía, o da de pronto un sonoro golpe en la tierra con todos sus huesos, entre las risas y sonrisas del corro.

Lo cómico está en el hombre barbudo que se entromete haciendo gracias y casi se destruye su individuo por el porrazo; en la señorita pizpireta que llega del Boul' Miche a tomar sus primeras lecciones, y en la primera caída tiene tan mala suerte que muestra al público regocijado más de lo que hubiese podido sospecharse.

Entretanto, en lo grato de una tarde que parece primaveral, vense a través de las rejas, en la avenida del jardín vecino, las niñas que juegan al tennis, las que lanzan el diábolo, las que corren tras la rueda, las que sentadas en los bancos contemplan los juegos de las otras. El chorro de agua se alza allá lejos, en la fuente central, en cuya pila echan sus barquichuelos otros niños, barquichuelos que navegan como los barcos del mar, bajo el polvo de agua que arranca el viento de la cristalina pluma erguida. Y otros juegos pueriles hay allí cerca, junto a las reinas de piedra, no lejos de la fuente Médicis, amada de los tranquilos y de los soñadores.

Mas los patinadores son incansables. Cuando uno ha dado la vuelta por todo el vasto jardín, y oído un poco de cosas del Guiñol y aun hecho una visita al Museo, aun encuentra el ancho círculo de curiosos que marcan los giros e idas y venidas de los sportsmen y sportswomen amigos del patín rodante. Y ya la noche va cayendo y no hay fatiga para ellos. Se pensaría en una voluptuosidad especial, pues se ve que gustan de ese ejercicio como de un pecado. Hay varios skating rings en París, mas éste que tiene por techo el cielo y por vecinos los pájaros de los árboles, debe de serles singularmente satisfactorio a los patinadores.

Sarah-Nerón.

El prodigioso espíritu que se encarna en el no menos prodigioso cuerpo de la más grande de las trágicas francesas, está por realizar un nuevo avatar. Los años que avanzan y pasan han ido alejando a Theodora y a la Dama de las Camelias. La voz de oro ha adquirido timbres más graves, y la masculinización se impuso gracias al flexible talento, al talento genial. Sarah se transfiguró en el ambiguo Lorenzaccio de Musset; en el de negro vestido príncipe de Dinamarca; en el Aiglon de Rostand. Ahora se anuncia un nuevo travesti, en una obra clásica. Y Sarah será Nerón en Britannicus; y, vencedora de la vejez, aparecerá otra vez vencedora y encantadora por la virtud suprema del Arte y de la Poesía.

Adiós a Moreas.

Adiós, Jean Moreas, grande y buen poeta, amigo poeta, que fuiste tan gentil, tan lírico y tan noble. En mi juventud pasada busco para ti una corona de recuerdos. Fué en la primavera de 1893. Yo venía loco de París, a París, por la primera vez, de paso para Buenos Aires. Me hospedaba en un hotel cercano a la Bolsa y que ya no existe, el hotel de la Bourse et des Ambassadeurs. ¿Quién me presentó a ti, a quien tanto deseaba conocer, lleno como estaba de mis ensueños y entusiasmos poéticos? Probablemente Carrillo, que a la sazón trabajaba en casa de Garnier, colaborando en el Diccionario de Zerolo y en otras cosas. Probablemente Alejandro Sawa, que flotaba en el ambiente parisiense como en su propio elemento, con su bella figura de bohemio. El caso es que la misma noche de nuestro conocimiento mutuo, amanecimos, con otros compañeros, en el Mercado Central, comiendo almendras verdes. Yo estaba orgulloso y contento con ser amigo íntimo del Peregrino Apasionado. No había visto aún a Verlaine. Sí a Charles Morice, con quien, no sé ya cómo, nos encontramos al amanecer en mi cuarto del hotel. Tú recitabas versos sonoramente, egregiamente, con gestos pomposos, retorciéndote de cuando en cuando los bigotes de palikaro. Me encantaba que fueses de Grecia y que te llamaras Papadiamantopoulos.

Tengo presente que junto a una mesa, Morice y Sawa examinaban dos libros que yo saqué de mi baúl, mi Azul y Lives of Grass, de Walt Witman. Yo salí a pedir café y alcoholes. Cuando volví no te encontré en el cuarto. Fuí en tu busca, cuando vi toda azorada como una ninfa, a la petite bonne del establecimiento, que huía y a ti persiguiéndola, con el rostro de un fauno y los brazos extendidos, al modo de Júpiter tras Dafné, e ibas, como los satiraux de tus versos, sautant par bonds.

Después partí para Buenos Aires y publiqué allí sobre ti largas páginas que tú no viste nunca, por la sencilla razón de que no te las envié jamás. Cuando retorné a París, años después, había ya blancos en tu cabellera. Volvimos a estar juntos en el amado Barrio, y a pesar del tiempo transcurrido, de tu aspecto enfermizo y de tu delgadez, tu gesto era el mismo de antaño, tu segura y generosa palabra brotaba siempre sonora y juvenil. A tu modesta morada del boulevard Bouman te había ido a buscar la gloria oficial, y así sangraba en tu solapa la cinta de la Legión de Honor. Tu Ifigénie, de la cual había yo publicado antes en La Nación una corta primicia, había sido representada triunfalmente en arenas meridionales y en teatros parisienses y europeos, en donde la voz de Silvain clamaba heroicamente tus puros alejandrinos. Habías ya, como alguien ha dicho, «agregado a Sófocles, un aire de Homero y de Virgilio». Y tú seguías, en el medio de los estudiantes y de las jóvenes frecuentadoras de Bullier, en tu querida orilla izquierda del Sena, la misma vida de tu juventud, dando a los adolescentes envejecidos un ejemplo de constancia en la alegría y en el ensueño, con tu tabaco, tu vermouth, o tu cerveza, gozando con el placer de la noche, departiendo de arte y de belleza con tu compatriota Demetrius Asteriotis, o con otros viejos amigos. Allí, en tu Vachette preferido, nos vimos la última vez. Antes te había visto frecuentar algunas tardes el Napolitain, en el grupo de Mendés y su mujer. Courteline, Silvain, Carrillo y otros menos famosos. No pasabas inadvertido, pero no eras el imperante, dado que el viejo lírico que tuvo tan mala muerte, monopolizaba las atenciones. Deseaste un sillón de la Academia, justo e inocente deseo. Y cuando estabas cercano a la probabilidad de lograrlo, se te abre la tumba como una trampa de la suerte.

Tantôt semblable à l'onde et tantôt monstre ou tel

L'infatigable feu, ce vieux pasteur étrange

(Ainsi que nous l'apprend un ouvrage immortel)

Se muait. Comme lui, plus qu'à mon tour, je change.

Ya no cambiarás más. Queda tu gloria, una gloria serena y de antología. Tu nombre tendrá que pronunciarse cuando se estudie la historia de las letras francesas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Fuiste la probidad intelectual viviente. Fuiste modelo y espejo de poetas, por tu confianza en ti mismo, por la dignidad de tu vuelo, por tu superioridad moral sobre las miserias y pequeñeces del mundo.

Y si yo llego a la ancianidad, me he de complacer en contar a los adolescentes de mañana, privilegiados por las musas, las horas de mi amistad contigo, como un hermoso cuento. ¡Adiós, Jean Moreas, grande y buen poeta, que fuiste tan gentil, tan lírico y tan noble!

¡Que el juego te haya sido propicio!

El doctor Doyen o la justa malquerencia.

El doctor Doyen es famoso. Tiene, pues, enemigos. El doctor Doyen es un cirujano prodigioso. Tiene, es claro, enemigos. Es dueño de una fábrica de champaña. Tiene muchos enemigos. Tiene unas amiguitas de belleza renombrada. Tiene muchísimos enemigos. Tiene y gana enormemente dinero. ¡Tiene innumerables enemigos! Ninguna mal querencia más justa.

Se le acusa, pues, por su fama, por sus operaciones, por su champaña, por sus amiguitas y, sobre todo, por su dinero. A pesar de todo, él continúa impertérrito, escribe en los periódicos, tiene un duelo quijotesco, y ahora da una conferencia en el Odeón sobre La malade imaginaire, de Molière. Ha operado bien. La dirección de la pieza ha estado perfectamente hecha, y el personaje principal ha resultado a la moderna un neurasténico. Luego presenta la cuestión de si el tipo molieresco es una invención escénica o la representación de un personaje de carne y hueso que Molière conociera. Doyen opina esto último. «Pero—dice—los médicos de Molière... debería decirse más bien, los médicos del tiempo de Molière, pues su ciencia dejaba mucho que desear. Desde luego, los médicos de la época de Molière eran ya los enemigos de toda innovación».

En el entreacto que precede a la representación de Le malade imaginaire, pláceme ir por el foyer, por los pasillos, donde se apiña una excelente concurrencia, en la cual hay muchos médicos. Y crítica por aquí, pinchazo de bisturí por allá, sonrisas sarcásticas acullá... ¡Envidiosos!

En el Louvre.

Entre las oleadas de gentes que recorren las salas del vasto Museo acabo de ver pasar a Gabriele D'Annunzio con dos amigos. Se han detenido en la escuela española delante del nuevo Greco.