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«Cada poema de Pereira es un melódico refugio para el abandonado huésped de la tierra, los signados con la huella de la ironía y la tristeza, los que saben que al otro lado de la imaginaria línea crece un bosque de silbidos donde verdea el misterioso tallo de la teatralidad humana, la dulzura y los acervos frutos del fracaso ante el espectador de sombras. Todo lo demás es fidelidad y pasión por la desnuda belleza, sendas por las que no transita el hombre indiferente, sino el individuo decente y el cómplice asiduo, el súbito que en su cualidad de amor sostiene el hilo de la cometa en las esplendentes aldeas de la escritura».Del prólogo de Juan Carlos Mestre Todos los poemas reúne la obra poética completa de Antonio Pereira (1962-2006), acompañada de un epílogo, «El poeta hace memoria», en el que el autor hace un personal repaso por su trayectoria lírica. Esta edición, que conmemora el centenario del escritor villafranquino, va precedida por un nuevo prólogo del también poeta Juan Carlos Mestre. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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Seitenzahl: 160
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición en formato digital: noviembre de 2022
En cubierta: fotografía de © J. A. Robés
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Antonio Pereira, 2022
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19553-00-3
Conversión a formato digital: María Belloso
PrólogoEl otro hilo del cometa
EL REGRESO
Afirmación de vecindad
I
El desterrado
Lola
Los compañeros
Parque infantil
Ciudades sucesivas
Los paisajes
Casi como la muerte del soldado
Ciudad de Normandía
La fiesta
Un árbol con su sombra prevenida
El regreso
II
Los regalos
3 poemas del estío
La casa, la noche
Memoria del fuego
El pequeño tren
La Plaza Mayor
Al señor, día y noche en San Isidoro de León
Nocturno en la colegiata de Villafranca
Villaralbo con la casa amiga
Los míos
El huerto
Ciudad de los viejos
Úrsula ciudad
Ciudad sin tiempo
DEL MONTE Y LOS CAMINOS
I. DEL MONTE Y LOS RECUERDOS
1
2
3
4
II. DEL MONTE Y LOS CAMINOS
1
2
3
4
III. DEL MONTE EN SOLEDAD
1
2
3
4
IV. MEDITACIONES Y PREGUNTAS
1
2
3
V. ESCENAS Y PERSONAJES
Un hombre como ellos
Los mozos
«Rubio»
Avión de línea
Un niño reciente
La serranilla
La lección de geografía
Los sedientos
El manantío
SITUACIONES DE ÁNIMO
El poema no tiene que llamarse nada…
Ese niño que miro y que mira
Reclamación del mar
Oración con mi cuerpo
Del libro de la madre
Ciudad de la tristura
Madrigal del viajante
Cuando llueve en la yedra de mi casa
Sólo la voz
Me acuso de que creo
El nombre
Estado de ánimo
Los suspensivos sí…
CANCIONERO DE SAGRES
I. PAISAJE CON HOMBRES
Canción en la raya
Paisaje con hombres
Viniendo por Penafiel
Romance del quinhentos y aún
Cementerio de Évora
Campo maior
Carta a González Alegre
Sierra de Marão
De un retrato por Orlando Pelayo
El mixto
La aparición
Con cruz rueda, en amarante
Brácara augusta
Biografía
¿Oporto, sir…?
«To let»
La espera
La otra estrada
II. ESPEJO ENTRE DOS LUCES
Gozos para llegar a Lisboa
O chiado
Episodio
La aprendiza
Fado de la limpiadora
Coral de Lisboa
La exageración
Postal a Federico García
Lunes, geografía
Tardes en los Jerónimos
Si yo supiera lo que vive dentro…
Mi muerte no la sabré…
III. PUNTA DE SAGRES
La hora de la saudade
Noticia a Rafael Morales
Batalla
Soldado Juan
Noche de marzo en Sagres
Lo digo por Antonio de Lama
MEMORIA DE JEAN MOULIN
Uno
Dos
Tres
Uno
DIBUJO DE FIGURA
I. MOZO DEL 44
Circulaban rumores
La casa de mi amigo era más luminosa
El pudor era un meteoro
Cuando ya el asaltante sabía los postigos
Fombasallá es un nombre en que resuenan
Intermedio moral
Las guerras unen mucho
Hijo, mira de ser creyente
Vino el destacamento
En aquel tiempo había bastantes vírgenes
Por cada verso que os he dado en limpio
II. DIBUJO DE FIGURA
Lo primero una recta
Hoy lo he visto en la cebra
En el parador nacional los cazadores
Los santuarios siempre cuesta arriba
Tres hermanas conservo
Hoy me has tocado, predicador de pueblo
La altura de los bosques
III. CONSOLACIÓN A CLAUDIA
Hoy vine a levantar las aldabillas
Ah, los atardeceres de Estambul
Ahora voy a decirte por qué lloré aquel día
Planchabas las camisas con exceso
Yo tengo antecedentes, recuerdo de mi infancia
Ahora tengo una casa junto al mar
No hay nada más cansado que el rostro de un domingo
UNA TARDE A LAS OCHO
Prescripciones del vino
El pródigo
Sabidurías
Tardes del otro lado
Los pretendientes
Del juego
Odio los autos…
La protesta
No es tu mejor amigo…
Oración
Conminación
Desacralizado
Centenario
Poética
Escrito lejos
Sesenta y cuatro caballos
VIVA VOZ
Casa
Músico
La violinista
Balada de mi patio
Tiempo de amar
Recuerdo para olvidar una historia
Al pintor Norberto Beberide, en la plaza del mundo
5.ª Dinastía
Apunte para Enrique Badosa
Desnudo sobre raso
Los desencuentros
Para recordar
The end
Pablo creciendo
Fiesta en Moscú 1960
El Ukase
Pareja de niñas cómplices
Cautelas de la mirada
Postales
A Victoriano Crémer
Bierzo de la helada tardía
Elección de la amada
Alba
A un poeta catalán
Canción de peregrinos con Amancio Prada
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos
La esquela
El escalatorres
Flecos
Sobre los muertos
Ambulatorio
A vosotros
El poeta hace memoria
Si la poesía es la conciencia de algo de lo que no podríamos tener conocimiento de ninguna otra manera, la obra poética de Antonio Pereira nos sitúa ante la invención de un universo en el que la dinámica de su existencia nos viene dada por la memoria significativa de las palabras que lo nominan: identidad y magnetismo de los lares, «préstamos» de la oralidad, cultura de lo simbólico y mentalidad de lo colectivo. El poeta descubre las otras razones de lo desconocido, su lenguaje desentraña las zonas de misterio donde la muerte y la vida, ambivalentes en su paradoja ante la duración del tiempo, dan cuenta del proyecto espiritual de lo humano. Acaso no otro fuese el persuasivo empeño del Pereira lírico: ver y trasformar, abrir las vainas de la noche para sementar de estrellas los predios sirvientes del olvido.
Hay encantamiento en la voz del poeta, una afirmación de eternidad ante los pequeños asuntos de la condición humana elevados a categoría moral de la conducta; hay proximidad electiva con los sufrientes, y una indestructible fe en el destino que establece alianza con lo esperanzado y su unidad poética en el lezamiano «éxtasis de la sustancia destruida». Mudanza del que se aleja para, en su retiramiento, intensificar la experiencia axiológica del regreso al lugar natal, nominación y resistencia del recuerdo frente a la esclerotizante amnesia que vela a los ausentes, esa voz coral cuya resonancia de modo tan vívido imanta de poeticidad la amplitud de su obra.
Antonio Pereira conoce la condición del tiempo que hurta, en su indiferencia, cuanto debiera ser perdurable tras la hermosa porfía de las criaturas y la serena conjetura de su bien ante el estrago, la subsistencia de cuantos bajo la giratoria intemperie de los astros alzan aún sus brazos, en la inmovilidad subterránea de la espera, hacia las profecías del futuro. Hay creencia en el orden de las esferas, en la armónica sucesión de un sueño heredado del espejo de otro sueño, hay auspicio favorable al ser humano, la voz rotunda del humanismo ante los soleados pórticos y las inclementes cancelas de la necesidad.
Lo suficiente es para Pereira lo justo, una aldea de palabras regidas por el don de la fraternidad y las equivalencias de lo recíproco, una indeclinable certeza de que la poesía, y en consecuencia su formulación, se constituye, desde antiguo, en la voz ética de la delicadeza humana. Sin lamento ni aceptación, en el exacto fiel de la balanza donde las palabras del poeta asumen el cometido que nadie les ha hecho, pero cumplen con hacerse cargo, en la responsabilidad de lo finito, de su elemental semejanza entre los otros, los desposeídos, los menesterosos durante el naufragio de su época, el perdedor minúsculo, los soñadores sin término, los operantes del absoluto relato de los débiles que confieren su prosodia al canto pensativo del mundo.
Cada poema de Pereira es un melódico refugio para el abandonado huésped de la tierra, los signados con la huella de la ironía y la tristeza, los que saben que al otro lado de la imaginaria línea crece un bosque de silbidos donde verdea el misterioso tallo de la teatralidad humana, la dulzura y los acervos frutos del fracaso ante el espectador de sombras. Todo lo demás es fidelidad y pasión por la desnuda belleza, sendas por las que no transita el hombre indiferente, sino el individuo decente y el cómplice asiduo, el súbito que en su cualidad de amor sostiene el hilo de la cometa en las esplendentes aldeas de la escritura.
Ante la fragilidad de la verdad, ante el imperio de lo ominoso y la decadencia de la voz sustentadora de valores éticos, Antonio Pereira abre una nueva e impecable página entre las dicciones de su época, tan reveladora en la ampliación de inéditos significados como, hasta ahora, no lo suficientemente conocida. Su poesía, escrita en equidistancia a su extraordinaria producción narrativa, nos remite a una similar obra mayor, la de un poeta en quien se concilia y converge el desafío de rectificar las fronteras entre los géneros literarios. De una misma y tan exacta conciencia de escritura nace la traslación estrófica y las permutaciones de la prosa, poemas y cuentos en los que la transfiguración de la realidad desborda los márgenes de lo canónico para aventurarse en una singularísima producción estilística de cuño propio. Es el momento de ruptura con el fondo sentimental de la tradición el que genera una inaugural forma de establecer un diálogo crítico con los arquetipos de la razón, y de articular desde la ironía, como discurso que subyace esencialmente en el conjunto de su formulación retórica, una insólita visión de lo trascendente y las vicisitudes de lo cotidiano. Pereira inventa un pueblo habitado donde ya sólo viven en el aire, una gramática en la que el arte de hablar se ajusta a lo concreto de sus seres lingüísticos, avecindados en el territorio mágico de las ciudades de poniente. Nada hay, sin embargo, de crepuscular en ello, sino la redención cervantina de la sonrisa que, inmaculada y pura, ampara la memoria de los muertos ante lo infamante de la preterición.
«Ha llegado el momento —dejó escrito su tan admirado Paul Éluard— en que todos los poetas tienen el deber y el derecho de afirmar que están profundamente arraigados en la vida de los otros hombres, en la vida común». No otra tarea fue como poeta la de Antonio Pereira, tan ajeno a las demolidas torres de marfil como implicado en la prudencia transformadora de lo maravilloso y las cédulas del imaginario. Poeta que inspira a quien lo lee, avisador del fuego, poeta testamentario de la incerteza y de la venerable soledad de la condición humana. En sus manos están las llaves de la piedad y de los meteoros, la misericordia, el consentir indulgente y el accionar compasivo; palabras que arraigan en la fraternidad y marcan con sus piedras blancas las sendas hacia la emancipación. Esa fue su verdad, desentrañar lo intangible, reavivar las ascuas de la imaginación hasta hacer de ellas la hoguera de una tribu de fabulistas, amadores y clarividentes, caminantes todos bajo las nubes de la duración y la real inexistencia, entre la entelequia y el ensalmo, de los vivientes en los territorios del papel.
No otra forma que la de la honestidad tiene su escritura poética, la entrega y observación sin límite de la condición de su semejante, ese otro que incorpora a su propia existencia y que deviene en habla. Pereira entendió perfectamente que allí donde no hay «tú», tampoco hay «yo»,e hizo de la otredad una condición, un inteligente saber de la razón de los demás ante las inquisiciones del mundo. Es la inmanencia del recuerdo la que permea el tejido textual de Pereira y la disposición discursiva de su imaginario; una rememoración heterogénea, sin gradación ni jerarquías, de la asamblea humana. Ante lo inexplicable la exactitud del poeta, por completo ajeno a la fantasía, se conduce por la intuición razonante, acaso su más personal e inconfundible inventiva y atributo retórico, en que disuelve la exterioridad de las normativas y que constituye el rasgo diferenciador de su poética, y no le es necesario más cauce para el devenir de su aserción en la radiante conciencia de sus textos.
Antonio Pereira, el poeta y magistral cuentista de Villafranca del Bierzo, era hijo de un ferretero y descendiente por vía apócrifa de don Dinís, el Labrador, sexto rey de Portugal, «que era bueno y plantaba pinos», amante de las letras y las artes. «El énfasis —acostumbraba a comentar Pereira— es connatural a las naturalezas enfáticas», y él, que siempre dio a entender mucho más de lo que expresaba, hizo de las analogías en la escritura el correlato hipotético de su propia vida, también un modo de consolación, relatos y poemas colindantes, enunciados como plegarias civiles, plantos, elegías, que no serán escuchadas por ningún dios.
Todas las cosas cambian de nombre durante la noche y sólo una naciente palabra puede designarlas al amanecer. Pereira creyó en los bienaventurados y en su conjuro de luz sobre las tierras carbonizadas por la usura de los empréstitos. Ante nada se mostró indiferente el desdeñoso de la vanagloria, igual de conmovido ante la desesperanza del soldado que frente a la sensitiva agonía de la rosa, idéntica alabanza del sencillo hombre entre los hierros que laude al desterrado, exacta afinidad en el elogio de sus antepasados, «el otoño con su belleza honda», el tipógrafo, la aprendiza, el vendedor de caballos, o el irrelevante tren en la vía muerta de su ciudad sin tiempo.
Pervive en la obra poética de Antonio Pereira la filosofía de un profundo ayer que el poeta actualiza en pensamiento transitivo del presente, una conciencia de la realdad de lo popular, la perdurable realidad de cuanto inherente a la memoria se constituye en reflexión activa sobre la comprensión del ser, las cosas y la historia. Es la alteridad en lo múltiple lo que permite al poeta devenir en otro e identificarse, sin mistificaciones, con su existencia; oralidad y escritura conviven en simultánea armonía en la interioridad poemática, donde la voz sin boca de lo silenciado deviene en epifanía del rostro: el rostro de los suyos en los que reconoce, tras toda apariencia, el signo de la verdad. Será esa voluntad la que presida todo su quehacer, «la exigencia de acuerdo entre felicidad y virtud», en identificativas palabras de Emmanuel Levinas.
Antonio Pereira nombra lo que importa, lo afectuoso de su causa con la humildad de lo lárico, el espacio natal, la ética comprometida con el valor de una sencillez que trasciende la existencia social para convertirse en reivindicación crítica, y hasta utópica, de lo inmemorial. Una conmovedora elocuencia solar que expande su delicada fuerza expresiva sobre la nostalgia del futuro, el discurso amoroso y la sacralidad de los orígenes.
Pereira, ecléctico lector, lee con fervor a Jorge Luis Borges y Saint-John Perse, Lêdo Ivo o Álvaro Cunqueiro, comparte espacio en León, capital del frío, con Antonio Gamoneda, con quien mantiene una fraternal confianza e inequívoca admiración. Su vida en la provincia leonesa, entre el hiato que impone su condición de impenitente viajero que le lleva a recorrer el mundo, opera en su obra poética una suerte de transmigración por lejanos mapas que imaginariamente no serán sino el fiel trasunto de su real topofilia, el amor por el lugar, los valles del Bierzo y la espiritual cercanía de las tierras lusitanas.
Ajeno por completo a la bambolla literaria, el desusado escribiente, o escriba en su acepción hebrea, entrega tardíamente su vida a la literatura, hasta dar solidez a una obra que en su multiplicidad figura ya entre los más brillantes aportes a las letras en lengua castellana del siglo XX. Poemas y cuentos, o viceversa, que, en un sutil sistema de vasos comunicantes, vienen a subrayar con la tinta de un perspicaz ingenio su tan iniciática, para una amplia generación de escritores, como magistral producción literaria.
Si es el ensamblaje silábico y la afortunada prosodia un rasgo diferenciador de su exigencia estilística, no lo será en menor medida su atención y vigilancia ante los imperativos categóricos del ciudadano atento a las exigencias éticas y civiles de su tiempo. Tras la actitud contemplativa ante el paisaje, detrás de la descripción poética de los acontecimientos, bajo el légamo de la historia, a continuación de la materia rozada por la voz sensible del poeta, está siempre el individuo, la criatura única hecha prójimo, la persona en su unidad poética. Da igual que sea un maquinista de Monforte o Genaro, el cartero de una pequeña villa; la hermandad se impone, ya sea aquel José Pinto da Silva, tipógrafo esmerado o el jefe de un pueblo de la noche: Jean Moulin, líder de la Resistencia francesa durante la ocupación y la barbarie nazi, torturado hasta la muerte por la Gestapo, y a quien Antonio Pereira dedicó los cuatro poemas de su «Memoria de Jean Moulin», publicados en su libro Contar y seguir aún bajo la dictadura franquista. No hay olvido, Pereira supo, Pereira estuvo entre los dignos de la testificación.
El modelo de mundo que propone Pereira en su poiesis no está vinculado con la apariencia del ser ficcional, sino con sujetos, sucesos y personajes que en su enunciado de realidad se personifican en el texto como un acto puro del lenguaje, plenos y autónomos portadores de sentido, héroes sin otra épica que su conmovedor existir en el irredento paisaje moral de las sombras. Su apuesta es meridiana: desde su primer libro, El regreso,la intención biográfica del autor se hace cargo, integrándola en el avatar de su propia vida, de la congregación de sus ascendientes, los virtuales y los explícitos, una asamblea de vivos y concurrentes muertos que siguen postulando el aserto de su razón más allá del submundo en los escoriales del olvido. Pereira nombra desde lo vivido y la otra no menor realidad de lo soñado, mas siempre desde lo verosímil y la lealtad del habla al pacto de ficción con los actantes de su república poética.
Hay magia y ritualidad en sus poemas, hay rememoración del mito y querencia por la fábula, propósito de vincular los actos de la vida con la concepción de la muerte, como espacio sagrado donde perduran en su mistérica belleza los recuerdos y el otro universo, aún sin nombre ni mímesis posible, de las cosas pendiente de inventar. Es en la realidad ficticia, en el territorio audible de los figurantes de la ausencia, donde el poeta funda la ciudad del texto y la naturalización de sus habitantes, en el país sin otra materia que la turbadora verdad de lo maravilloso.
Posiblemente haya sido la frontera, la línea imaginaria y divisoria en el confín de los conceptos, su cavilación más persuasiva; desde el lar natal, en el barrio de La Cábila, al pie del alcor de los tejedores judíos y frontera entre dos ríos, hasta la raya dialectal del bilingüismo que acentúa su pasión por lo galaico. Una frontera que es también biográfica entre la memoriosa procedencia del modesto y la afable holgura del hombre culto; fronteras que Pereira transita con la misma desenvoltura con la que desafía lo estatutario de los géneros, la linde entre el poema y el relato, lo medianero entre los encantamientos de la oralidad y lo reflexivo del ingenio lírico.
La identidad de Pereira no sólo es concordante con el gesto de generosidad y el carácter ético de su escritura poética, sino también un punto de partida desde el que el autor emprende la construcción y deconstrucción de cuanto pudiera ser reflejo del yo autobiográfico, la conciencia transferida, ya sin cifra ni frontera alguna, de la otra