Tormenta de emociones - Christyne Butler - E-Book

Tormenta de emociones E-Book

Christyne Butler

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Beschreibung

No tenía nada de malo que Fay Coggen buscara una nueva vida, pero no en brazos de Adam Murphy Y, sin embargo, la noche que el mejor amigo de su difunto marido volvió a Destiny, Fay fue a verlo a su casa y pasó de las recriminaciones a la ternura en un abrir y cerrar de ojos. Cuando su consuelo mutuo se transformó en pasión, el destino tomó las riendas, y ella se quedó embarazada. Los muros que Adam había erigido alrededor de su corazón de soldado se desmoronaron cuando fue a visitar a Fay. Consolarla estaba bien, pero las cosas no habían quedado ahí. Y, entonces, supo que iba a ser padre. Había traspasado los límites, así que… ¿por qué se sentía tan bien?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Christyne Butilier. Todos los derechos reservados.

TORMENTA DE EMOCIONES, Nº 1994 - Septiembre 2013

Título original: Having Adam’s Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3536-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Fay Coggen estaba enferma, y cansada de estar enferma y cansada.

Tener una alimentación más sana sería de ayuda. Más ensaladas de tofu y menos comida china para llevar. Su cuerpo de treinta y cinco años se lo agradecería más tarde. En su floristería tenía que levantar bastante peso, y eso le mantenía tonificados los brazos y los hombros, pero su trasero agradecería que, por las noches, hiciera algo diferente a leer, trabajar o resolver crucigramas. Eran tres de sus pasatiempos favoritos, sí, pero la mantenían sentada en el sofá.

Dormir ocho horas del tirón alguna noche también sería beneficioso, seguramente. Después de dieciocho meses, todavía no se había acostumbrado a dormir sola. Aunque, en realidad, llevaba sola más tiempo, en más sentidos de los que podía enumerar.

De todos modos, si descansara más tal vez pudiera librarse de aquel catarro que llevaba arrastrando dos meses. Con todo el trabajo que le esperaba para la fiesta del Cuatro de Julio, y el primer aniversario de la muerte de Scott, que iba a ser dentro de pocas semanas, necesitaba toda la energía que pudiera conseguir.

Por ese motivo, estaba en la consulta de su médica aquella soleada mañana de junio. Se había sentado frente al ventanal que daba al precioso jardín de la casa; sin embargo, y pese a que Liz y ella eran amigas, Fay detestaba cada momento que pasaba allí.

−Siento haberte hecho esperar −dijo Liz, cuando entró en la habitación y cerró la puerta−. Quería revisar los resultados con detenimiento.

Fay sonrió.

−¿Por una gripe? Vaya, no debes de tener mucho trabajo. Bueno, ¿cuáles son las órdenes de la doctora? ¿Mucho descanso y mucho zumo de naranja?

Liz cruzó las piernas con elegancia.

−Últimamente no nos hemos visto mucho. ¿Cómo te sientes, Fay?

−Aparte de esta última semana, durante la cual solo he tenido ganas de dormir, estoy bien. Tengo algún mareo, y sé que debo comer algo más sustancioso que sopa y rebanadas de pan tostado. En las noticias dijeron que iba a ser una temporada de gripe muy mala, y que se prolongaría hasta la primavera. Y no se equivocaron.

−Me refería a tu estado emocional −dijo Liz, y miró el regazo de Fay−. Veo que no has vuelto a ponerte los anillos de casada.

Fay apretó las manos arañadas de florista y se frotó, automáticamente, la marca que tenía en el dedo de la mano izquierda. Ya casi había desaparecido.

−Te dije que pensaba quitármelos en Navidad.

−Es comprensible. Scott había muerto hacía ya seis meses.

Comprensible después de todas las mentiras y los secretos que su difunto esposo le había dejado al morir el verano pasado. Después de quince años de matrimonio, ella pensaba que ya nunca podrían sorprenderse el uno al otro.

Se había equivocado y, desde entonces, estaba intentando recuperarse.

−Dijiste que te los ibas a poner en un colgante, al cuello −dijo Liz−, pero veo que eso también te lo has quitado.

Sí. La cadena y los anillos estaban en el fondo del joyero.

Desde aquella noche de hacía dos meses.

Desde Adam Murphy.

−¿Estás saliendo con alguien? −le preguntó Liz.

−¿Qué? No, claro que no. Solo porque haya decidido... Bueno, eso no significa que...

Fay se dio cuenta de que estaba balbuceando y respiró profundamente antes de continuar.

−Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza salir con alguien.

−Sé que las cosas han sido difíciles, pero el hecho de seguir adelante está muy bien. El mes que viene hará un año de la muerte de Scott. Estaría bien conocer a otra persona con la que pasar el tiempo, incluso pensar en enam...

−Liz, entre mantener a flote el negocio y deshacer el lío financiero que me dejó Scott, mi vida no ha sido más que un caos durante este último año. Créeme, estoy esforzándome por seguir adelante.

−Me refiero a un hombre.

−Sé lo que quieres decir, pero no.

−Cariño, entonces, esto va a ser toda una impresión para ti −le dijo Liz. Tomó la carpeta que tenía en las rodillas y se la tendió a Fay. Después le puso una mano en el brazo−. No tienes la gripe. Estás embarazada.

Las palabras de su amiga resonaron en los oídos de Fay, cada vez más lejanas y amortiguadas.

No la había oído bien.

No era posible que la hubiera oído bien.

−No, te habrás equivocado −dijo, negando con la cabeza−. Solo tengo un ovario, ¿no te acuerdas? Un ovario que funciona a media capacidad, lo cual imposibilita que yo me quede... −se mordió el labio, porque era incapaz de pronunciar aquella palabra−. Tú misma me lo dijiste.

−Hace unos años, te dije que era improbable que te quedaras embarazada, sobre todo teniendo en cuenta que Scott se negaba a hacerse los tests. Como bien sabes, tal vez tu incapacidad para quedarte en estado durante esos años podía deberse a él tanto como a ti −dijo Liz, y le apretó el brazo−. Los resultados son positivos. Estás embarazada.

Un hijo. Después de años de desear, de anhelar desesperadamente un hijo...

−Podemos hablar de tus opciones. Si quieres, fuera de la consulta.

−¿Opciones? −preguntó Fay.

−Tú misma acabas de decir que no estás saliendo con nadie. ¿Ocurrió algo?

−¿Algo?

−Cariño, ¿te han forzado a...?

−No, no, por supuesto que no −dijo Fay rápidamente, mientras recordaba aquella noche apasionada que había pasado en brazos de Adam, dos meses antes−. Fue algo... fue algo inesperado e impulsivo, pero yo sabía lo que estaba haciendo.

Por supuesto que lo sabía.

El hecho de haberse acostado con el mejor amigo de su marido, alguien que también había sido un buen amigo suyo, era el verdadero motivo por el que ya no llevaba los anillos.

No podía, después del modo en que se había sentado a horcajadas sobre el regazo de Adam y le había ayudado a que le sacara el jersey por la cabeza. Con impaciencia, se había agarrado a sus hombros anchos y se había inclinado para besarlo, pero las dos bandas finas de oro, una de ellas con un brillante engarzado, se habían quedado colgando entre ellos.

Le habían rozado la mandíbula a Adam, y él las había atrapado en el puño y le había preguntado, con su voz grave y gutural, si estaba segura de lo que iban a hacer.

Si sabía con quién estaba.

«Contigo, Adam. Te deseo».

Fay enrojeció. Los recuerdos de aquella noche, y de cómo lo había dejado plantado a la mañana siguiente, después de enterarse de que Adam volvía a marcharse al extranjero con su unidad de las Fuerzas Aéreas, la misma unidad a la que había pertenecido su marido hasta su muerte, eran tan frescos y reales como si todo hubiera sucedido la noche anterior.

Por supuesto, en sus sueños sí había sucedido.

−Sé que esto es una gran impresión para ti −dijo Liz−. Tómate algo de tiempo para pensar qué vas a hacer.

−Voy a tener el niño. Quiero a este niño. Voy a quedarme con mi hijo.

−¿Y el padre?

Se mareó. Tuvo que tragar saliva para mantener el equilibrio, con el corazón acelerado y un arrebato de calor por todo el cuerpo.

Adam Murphy debía volver a Destiny, desde Afganistán, dentro de dos semanas. ¿Cómo iba a decirle al hombre a quien culpaba de la muerte de su marido que iba a tener un hijo con ella?

−Eh, soldado, ¿no lo conozco de algo?

El sargento Adam Murphy irguió los hombros, pero no se dio la vuelta.

Conocía aquella voz.

Solo podía ser de seis personas: de uno de sus cinco hermanos o de su padre.

Adam no sabía cuál de ellos lo había visto allí, frente a una máquina de cerveza en una tienda a las afueras de Cheyenne. Esperaba que fuera Devlin, el hermano con el que estaba más unido. O tal vez fuera Ric, el pequeño, a quien Adam había dado órdenes como si fuera su padre. Él ya tenía catorce años cuando había nacido el menor de sus hermanos.

Vaya, se sentía viejo.

Se giró y se encontró a Devlin, que lo miraba con una sonrisa.

−Hola, hermano.

−¿Qué haces tú aquí? −le preguntó Adam.

−¿Esa pregunta no debería hacértela yo a ti?

Dev se lanzó hacia él y le dio un abrazo que Adam le devolvió con facilidad. Tuvo que pestañear, porque de repente tenía un picor en los ojos, y le dio a su hermano unas cuantas palmadas extra en la espalda antes de que se separaran.

−Demonios, cuánto me alegro de verte −dijo Dev−. ¿Qué estás haciendo en Cheyenne? Se suponía que no ibas a volver de Afganistán hasta dentro de diez días.

−Toda la unidad va a volver antes de lo previsto, dentro de una semana, pero yo he podido volver antes.

Dev arqueó una ceja.

−¿Y por qué no has avisado a tu familia?

−Porque fue una cosa de último minuto. Podían haberme quitado del vuelo en cualquier momento.

Adam había albergado la esperanza de volver a la ciudad sin que nadie se enterara. No quería explicar cómo se las había arreglado para evitar el fastuoso recibimiento que le habían hecho a su unidad en la base aérea después de estar en el extranjero durante un año y medio.

−El avión aterrizó hace unas horas en Camp Guernsey. Me trajo un veterinario jubilado que iba hacia Destiny.

Su hermano miró por encima del hombro de Adam, a las filas de cervezas frías que había en la máquina de detrás.

−¿Y los dos decidisteis parar a tomar unas birras?

−Él lo decidió −replicó Adam−. Yo solo estaba admirando el paisaje.

Dev sonrió y, segundos después, tenía doce cervezas bajo el brazo.

−Vamos, creo que te lo has ganado.

−¿Estás seguro? −le preguntó Adam.

Devlin había dejado el alcohol hacía unos años, después de admitir que sus juergas nocturnas solo le habían servido para terminar durmiendo muchas veces en la comisaría y, finalmente, a las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

−Eh, esto es para ti, hermanito −dijo Devlin con una sonrisa−. Vamos a buscar a tu buen samaritano y a decirle que tienes un taxista nuevo.

Adam asintió, porque sabía que era inútil discutir con un Murphy. Le dio las gracias al veterinario mientras sacaba la bolsa de lona del maletero de su coche. Después, la echó en el Jeep de Devlin.

El camino a casa duró casi una hora. Para alivio de Adam, Dev usó aquel tiempo para hacer lo que mejor sabía hacer: hablar. Le contó a Adam casi todo lo que se había perdido mientras hacía su último servicio.

Sí, había estado en casa dos meses antes, porque una vez más había tenido que escoltar el féretro de un soldado de su comando, a petición de su familia de Cheyenne. Había conseguido pasar dos días en Destiny, lo suficiente para comer un par de veces con su familia.

Y para pasar una noche increíble con una mujer a la que siempre había deseado.

Y que nunca había podido conseguir.

Pero sí la había conseguido. Y ella lo había conseguido a él. Durante unas cuantas horas, en una cama improvisada en su salón, frente a un buen fuego en la chimenea.

Adam se giró hacia la ventanilla, cerró los ojos y respiró profundamente. Casi podía percibir el olor limpio a flores que siempre rodeaba a Fay.

Aquella noche de lluvia alguien había llamado con insistencia a la puerta de su casa, y él había abierto vestido solo con unos pantalones vaqueros que se había puesto apresuradamente, y con una expresión de desconcierto.

Fay había entrado en su salón con el pelo y la ropa mojados. Él se había quedado asombrado por el hecho de que ella supiera que estaba en la ciudad. Se había quedado inmóvil, escuchándola mientras ella despotricaba y liberaba toda su rabia y su dolor culpándolo por la muerte de su esposo, que había ocurrido el pasado verano.

Él había escoltado el cuerpo de Scott a casa y se había quedado al funeral, pero aquel día caluroso de julio, apenas había hablado con Fay. Por el contrario, aquella noche ella se había desahogado, aunque no le había dicho nada que él no se hubiera dicho ya.

Así que la había dejado hablar. Pero al final, Fay se había puesto frenética mientras caminaba de un sitio a otro sin ser muy consciente de lo que hacía. Ella se había tropezado con la bolsa, había chocado contra su pecho y le había hecho perder el equilibrio. Los dos se habían caído en el sofá.

Las palabras de Fay desaparecieron, y solo quedó una respiración jadeante que le había abrasado la piel. Ella le apretó las yemas de los dedos en el pecho y, al final, había sido imposible no besarla.

−Eh, hermano, ¿estás bien?

Adam giró la cabeza.

−¿Eh? Sí, sí, estoy bien.

−¿En qué estabas pensando?

Adam cabeceó al darse cuenta de que habían atravesado el centro de Destiny y habían pasado por delante de la tienda de Fay sin que él la viera. Se caló la gorra del traje de combate y respondió:

−En nada. Vamos, sigue hablando.

Dev siguió hablando del negocio de construcción de cabañas de madera de la familia, Murphy Mountain Log Homes, y de lo bien que iban las cosas pese a la incertidumbre económica de los tiempos que corrían.

El año anterior habían recibido y llevado a cabo el encargo de diseñar y construir una mansión de madera para el campeón de carreras local Bobby Winslow, y eso les había proporcionado una buena publicidad y muchos clientes nuevos de todas partes del país. Cada uno de ellos con dinero para gastarse en la casa de sus sueños.

Adam era uno de los propietarios de la empresa, junto a sus cinco hermanos y a sus padres. Sin embargo, para consternación de su padre, hacía años que se había alejado de la gestión del negocio y les había dejado a sus hermanos pequeños los puestos más importantes de dirección.

−¿Es demasiado pronto para preguntarte qué planes tienes? −inquirió Devlin.

−Dormir.

−Me refiero ahora que has vuelto a casa para siempre. Porque vas a dejar el ejército, ¿no?

Adam asintió. Acababa de cumplir veinte años en la reserva de las Fuerzas Aéreas, y durante los últimos cuatro años había pasado más tiempo de soldado que de civil. Gracias a los permisos de los que no había disfrutado y que había acumulado, podía retirarse del ejército oficialmente dentro de pocos meses.

Y estaba decidido a volver a su primer amor: un rancho.

Al terminar la universidad, le había comprado una parte de las tierras de la familia a su padre, con idea de criar caballos y ganado. Sin embargo, aparte de construir su casa de madera, la vida le había llevado por otros derroteros. Por fin había llegado el momento de convertir en realidad sus sueños poniendo a producir aquel terreno de pastos atravesado por el río, el Blue Creek River.

Devlin aminoró el paso al llegar a un cruce. Si giraban a la derecha, irían a la finca de la familia, donde estaba la casa familiar y las oficinas de la empresa. Miró a Adam con una ceja arqueada, como si ya supiera cuál iba a ser la respuesta.

Adam señaló a la izquierda.

−Llevo casi veinticuatro horas despierto. Necesito dormir antes de nada.

Su hermano giró a la izquierda, en dirección a su casa. Cuando más se acercaban, más inquietud sentía por el hecho de verla una vez más. Bajó la ventanilla y dejó que entrara la brisa en el coche. En Afganistán hacía un calor asfixiante cuando él se había subido al transporte militar, pero allí, en Destiny, en la falda de las Laramie Mountains, hacía un día perfecto, soleado. Los árboles estaban muy verdes y olía a tierra fresca.

Aquel regreso era diferente a los demás.

En aquella ocasión volvía a casa para quedarse.

Lo único que quería era tener la oportunidad de empezar otra vez la vida. Solo. No quería concentrarse en otra cosa que no fueran sus tierras. Estaba seguro de que su padre intentaría involucrarlo en el negocio familiar otra vez, y de que su madre le lanzaría indirectas para que sentara la cabeza con una buena chica.

Ya lo había hecho, y todavía tenía las cicatrices que demostraban que el matrimonio, los hijos y un trabajo de nueve a cinco no eran para él. El plan perfecto era pasar la mayor parte del tiempo solo, trabajando en su rancho.

En algún momento, además, tendría que encontrar la forma de arreglar las cosas con Fay, pero no había prisa. Destiny no era una ciudad grande, pero podría mantenerse alejado de ella; estaba seguro de que ella tampoco tenía prisa por verlo, después de cómo había salido de su casa al despertarse y encontrárselo con el uniforme puesto y preparado para marcharse al extranjero una vez más.

No, Fay Coggen le había dejado perfectamente claro, dos meses antes, que no quería tener nada más que ver con él.

Tal vez eso no le gustara, pero había aprendido a vivir con ello.

Devlin frenó delante de la casa y apagó el motor.

Adam se dio cuenta de que su hermano pensaba entrar. Suspiró y tecleó en el teléfono móvil el código para desactivar la alarma.

−Te advierto de que la casa está hecha un desastre.

No se acordaba de si había lavado los platos ni de si había sacado la basura durante su última visita, pero sí estaba seguro de que el nido de mantas y almohadas en el que habían hecho el amor Fay y él todavía estaba en el suelo de su salón.

Dev se reunió con él en el porche, que recorría todo el perímetro de la edificación, con las Guinness en el brazo, y puso los ojos en blanco.

−Sí, se me había olvidado que es un lugar de mala muerte.

Adam sacó la llave de detrás de un banco. Después se detuvo a mirar el jardín delantero. Era muy grande, y en él crecían con fuerza grupos de álamos de Virginia y arbustos de todo tipo. El césped estaba recién cortado, y había una zona cubierta de cortezas de pino y llena de flores de colores.

Seguramente, todo aquel cuidado debía agradecérselo a su familia. En el establo y el corral de los caballos habría que hacer algunas reparaciones y, más allá, había cuatrocientas cuarenta y cinco hectáreas preparadas para albergar praderas de heno, caballos y ganado.

−Estoy hablando del interior de la casa, bobo −dijo Adam, dejando la bolsa en el suelo−. Como mínimo, hará falta ventilar. Me marché a toda velocidad.

Dev se inclinó y tomó la bolsa por las asas.

−Me alegro de que la gente de la parte suroeste del país siga usando tanto las caravanas. Te caería una buena si supieran que estás en casa y que te has escondido de todo el mundo.

−Necesito descansar −dijo Adam. Abrió la puerta y entró−. Solo serán un par de días, y después... ¿Qué demonios...?

Dev se colocó a su lado mientras Adam miraba a su alrededor.

El sol entraba a raudales por las ventanas, impecablemente limpias, del salón y el comedor. Las mesas brillaban, y olía a limón. En la zona de la chimenea no había nada, salvo la alfombra india y los enormes sofás, que habían sido recolocados para tener mejores vistas de la televisión y el fuego.

Ni rastro de la cama improvisada que habían utilizado Fay y él.

Adam avanzó y se acercó a la cocina. Los electrodomésticos y la encimera brillaban como si fueran nuevos. En la mesa, que antes estaba llena de ropa para planchar, ahora solo había una maceta con una planta y una pila de cartas.

Su casa estaba limpísima.

−Parece que tu madre, que es adivina, sabía que ibas a venir −dijo Devlin, mientras metía las cervezas en la nevera−. Vaya, hasta te ha traído zumo de naranja y mantequilla.

Adam cabeceó.

−¿Quién ha hecho esto?

−¿Estás de broma? −preguntó Dev; le lanzó una cerveza y, para sí mismo, abrió una botella de agua−. Esto tiene el sello de mamá.

Adam atrapó el botellín con una mano y lo puso sobre la mesita que había junto al sofá.

−Hablé con ella hace unos días y no me dijo absolutamente nada. ¿No crees que habrá sido uno de los chicos, o Laurie?

−Laurie ha estado muy ocupada con el trabajo −dijo Dev, dirigiéndose hacia el sofá−. Mamá hizo un buen trabajo enseñándonos a todos a preparar perritos calientes y a lavar los platos, pero ¿limpiar así? Olvídalo.

Adam recorrió el pasillo mientras su hermano continuaba charlando. Miró en dos de las habitaciones, que estaban tan impecables como el resto de la casa, y después entró en su dormitorio.

La cama de matrimonio era tan grande que parecía la de un hotel de lujo. Las mantas estaban perfectamente plegadas sobre el colchón, y sus almohadones, apoyados contra el cabecero de madera. El baño principal también estaba limpio.

Adam se quitó la gorra y el chaleco de camuflaje del uniforme, y dejó ambas cosas sobre una silla. Se puso las manos en las caderas y respiró profundamente varias veces, disfrutando del silencio.

Habían terminado el ruido constante de los vehículos de construcción, las jornadas de trabajo de doce horas y el polvo que lo cubría todo en el Aeropuerto de Bagram.

No eran ni siquiera las tres de la tarde, y Adam solo quería bajar las persianas y meterse en la cama. Sin embargo, salió del dormitorio y fue al salón.

Tomó la cerveza y se sentó junto a su hermano.

−Tío, parece que acabas de salir del infierno −le dijo Dev−. Supongo que es lógico.

Adam apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos.

−Sí, supongo que sí.

Había creído que ciertos recuerdos del tiempo que había pasado en Afganistán lo obsesionarían incluso cuando hubiera llegado a casa, de la misma forma que cuando estaba en su camastro de Afganistán no había podido dejar de pensar en su noche con Fay.

Pero no era así.

Aunque se había propuesto no pensar en ella, ahora que estaba allí, solo veía lo que había ocurrido delante de la chimenea hacía dos meses.

Fay y él. Juntos.

Por fin.

Siempre había estado enamorado de aquella morenita menuda de pelo largo y rizado, desde que la había visto por primera vez en el instituto de Destiny.

Ella se reía al verlo tirado a sus pies. Fay tenía dos años menos que él y era nueva en la ciudad. Él había sido su guía y le había hecho un tour rápido por el edificio, que terminaba en el gimnasio del instituto. Allí se habían encontrado a Scott.

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, Adam había desaparecido de escena.

Scott Coggen, su mejor amigo y también el quarterback estrella del equipo de fútbol americano del instituto, había puesto sus ojos en Fay, y el resto era historia. Cuando Scott y él habían empezado a estudiar en la Universidad de Wyoming, Fay ya llevaba un anillo de compromiso con un brillante en la mano izquierda.

Adam notó que le quitaban la cerveza de los dedos. Dio un respingo y abrió los ojos.

−¡Eh!

−Tranquilo, hermano −le dijo Dev−. Se te iba a caer. Creía que te habías quedado dormido.

¿Se había quedado dormido? Adam no lo sabía.

−Perdona. Puede que sí.

−Mira, me voy a marchar y te voy a dejar comatoso durante un rato −dijo su hermano, de camino hacia la puerta−. Papá y mamá vuelven pasado mañana. ¿Vas a ir a casa a darles la bienvenida?

Adam asintió. Se puso en pie, con la sensación de que sus brazos y sus piernas eran pesos muertos.

−Sí, iré. Y gracias por guardarme el secreto de que he vuelto ya. En este momento solo puedo con uno de los hermanos Murphy.

−Teniendo en cuenta que yo soy tu favorito, te guardaré el secreto, sí −dijo Devlin con una sonrisa−. Llámame si necesitas algo.

Adam le devolvió la sonrisa.

−Gracias, lo haré.

Después de que Devlin se marchara, Adam tiró su cerveza por el fregadero, tomó una botella de agua, marcó el código para activar la alarma y, minutos después, estaba metido entre las sábanas frescas de su cama. Olían a lavanda.

Como Fay.

Aquel fue su último pensamiento coherente antes de quedarse dormido.

Se despertó a las diez de la mañana del día siguiente. Vaya, había dormido más de dieciocho horas.

Se incorporó, estiró el cuello y escuchó los ruidos que hacía su cuerpo de treinta y ocho años mientras regresaba lentamente a la vida.

Una ducha.

Sacó una camiseta, unos vaqueros y unos calzoncillos limpios y entró al baño. Cuando terminó, cerró el grifo, salió de la bañera y, mientras se secaba, oyó un crujido. Escuchó atentamente, pero el silencio reinaba en la casa. Salió desnudo al dormitorio y se puso la ropa interior. Entonces, volvió a oír aquel pequeño crujido.

No, eran pasos.

Tenía que ser Devlin. Él era el único que podía desactivar la alarma. Sintió una punzada de irritación. ¿Acaso no le había dejado claro que quería estar solo?

−¡Oh, vamos! Vamos, por favor, un poco de colaboración.

Aquellas palabras le llegaron por el pasillo, desde el salón. Era una mujer.

Algo se hizo añicos, y después se oyó un grito agudo. Adam salió corriendo por el pasillo, entró en el salón y se encontró a una mujer inclinada, agarrada a uno de los taburetes del mostrador de la cocina. A sus pies estaban los restos de una maceta con una planta grande, cuyas hojas brillantes y verdes, mezclados con trozos de cerámica y tierra, yacían esparcidas por el suelo.

Su ira desapareció, y sintió preocupación.

−Eh, ¿estás bien?

La mujer se incorporó y se giró hacia él.

Adam se la quedó mirando al tiempo que sentía un golpe tan poderoso como si fuera físico. ¿Era ella producto de su imaginación?

Pestañeó para borrarse la imagen de la mente. No pudo hacerlo, porque ella seguía a menos de dos metros de distancia de él.

Unos rizos castaño dorado, recogidos en una coleta, le rozaban una mejilla. Tenía unas ojeras marcadas, y los ojos marrones un poco apagados. Llevaba una camiseta verde claro con el nombre de Fay’s Flowers sobre sus curvas y unos pantalones vaqueros cortos que dejaban a la vista sus largas piernas.

Tenía una mano apretada contra el estómago, y se quedó con los ojos como platos al verlo.

Estaba tan guapa como él la recordaba.

−Fay.

Ella palideció.

−¿Qué...? −preguntó Adam. Se le quebró la voz, y tuvo que comenzar de nuevo−. ¿Qué haces aquí?

Capítulo 2

Fay se quedó sin respiración al verlo.

Adam.

Estaba en medio de un haz de rayos de sol, todo músculo y piel bronceada, salvo por los calzoncillos oscuros que se le ajustaban en todos los lugares ajustables.

Aquel hombre estaba casi desnudo.

¿Qué era lo que le había preguntado? Era una cuestión sencilla, algo que ella debería poder responder. Sin embargo, sintió una náusea familiar que la obligó a taparse la boca con la mano. Pasó por delante de él y entró corriendo en el baño del pasillo.

Vomitó el desayuno, con los ojos fuertemente cerrados, como había hecho todas las mañanas desde que había estado en la consulta de Liz. El desayuno, la que siempre había sido su comida favorita del día.