Tormenta de fuego - Rowyn Oliver - E-Book
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Tormenta de fuego E-Book

Rowyn Oliver

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Beschreibung

¡O'Callaghan! ¡Ha desobedecido una orden directa! El capitán de policía Max Castillo tiene muchos años de experiencia en el cuerpo, pero jamás se había encontrado a una agente tan irreverente, altanera y cabezota como aquella insufrible pelirroja. La agente Jud O'Callaghan tiene claro desde el principio que no va a soportar a su jefe, y ella siempre lleva razón. No obstante, la cosa cambia cuando tiene la posibilidad de atrapar al asesino en serie que lleva años quitándole el sueño a Max Castillo. Van a tener que soportarse y sobrellevar sus desavenencias si quieren encontrar al causante de tanto dolor. Durante la investigación, los dos se darán cuenta de que les unen más cosas que los separan, no solo la pasión que nace entre ellos, sino también el deseo de hacer justicia. Sumérgete en una trepidante novela, llena de acción, pasión y fuego. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Rowyn Oliver

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tormenta de fuego, n.º 284 - noviembre 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-010-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Epílogo

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Prólogo

 

 

 

 

 

—¡Ha desobedecido una orden directa, O’Callaghan! —gritó Max sin importarle quién estuviera a su alrededor escuchándole.

Esa mujer iba a acabar con su paciencia.

El capitán Max Castillo se acercó a la agente O’Callaghan con grandes zancadas. Mientras, Jud permanecía apoyada en el coche patrulla que obstruía la entrada del callejón. A su alrededor, el caos que se había desatado minutos antes había desaparecido como por arte de magia, no así el mal humor del capitán.

Al llegar frente a ella, Jud pudo observar el cuerpo musculoso del capitán Castillo, tenso por la ira. Ira que sin duda ella había despertado.

Max se paró a escasa distancia y sus miradas parecieron batirse en duelo.

Jud O’Callaghan no estaba dispuesta a perder, por lo que le sostuvo la mirada.

Aún no se había recuperado del todo de la carrera que había protagonizado momentos antes persiguiendo al atracador. Su pecho subía y bajaba de forma más pronunciada de lo habitual. La cercanía del capitán no ayudaba a que se calmara.

Había sido una tarde de mierda. Con la mano en el costado, intentó olvidar el dolor que le causó estampar al atracador contra la pared del callejón y que ese se hubiese resistido a la detención con una patada directa al hígado.

Suspiró dispuesta a ignorar la bronca que su capitán estaba a punto de propinarle. Cuando un minuto después ninguno de los dos había hablado, Max seguía frente a ella, tal vez demasiado cerca.

—¿Me ha oído?

¡Cómo no hacerlo!

Jud intentó no resoplar.

Estaba convencida de que, desde que Max Castillo había tomado las riendas de su comisaria, sustituyendo al capitán Gottier, había perdido oído a base de gritos.

No era un secreto para nadie que no se caían bien y no obstante ella era una buena policía, le escuchaba y obedecía porque era su deber. Llevaba haciéndolo desde que llegara a la comisaría con su aire de cowboy, sus rudos modales y ese tufo a superioridad que no gustaba a nadie. Bueno, quizás a algunos les diera igual que Max Castillo, el nuevo capitán tejano, hubiese tomado el relevo al viejo capitán Gottier, en lugar de Trevor Donovan, el compañero de Jud, y quien a sus ojos se merecía ese ascenso más que nadie.

—Le he oído perfectamente —dijo sin descruzar los brazos, pero sin querer seguir pareciendo beligerante.

—¿En serio?

En un movimiento rápido, Max cogió el brazo de Jud, por lo que ella no pudo menos que demostrar su sorpresa agrandando los ojos al sentir su mano cerrándose en torno a su bíceps.

Cuando Max se dio cuenta de que la estaba tocando la soltó de inmediato, pero con una orden seca la hizo seguirle.

—Ven aquí, ahora.

Adentrándose en el callejón, lejos de las miradas de los demás, rodearon el coche y se quedaron en la parte trasera, lejos de miradas indiscretas.

Un tipo sensato se hubiese quedado bien a la vista para que Jud no pudiera acusarlo de intimidación, o cualquier otro delito, pero Max, a pesar de que esa valquiria le sacaba de quicio, no estaba dispuesto a que sus impertinencias y expresiones airadas les hicieran blanco de burlas en el departamento de policía de Seattle. Tenía un par de cosas que decirle y lo haría en privado.

—¿Está segura de que me ha oído? —Esta vez bajó el tono de voz. Sus palabras apenas se escucharon como un susurro que escupía con los dientes apretados.

—Eso he hecho.

—¿En serio?

Jud resopló, el capitán a veces parecía corto de entendederas.

—¿Cuándo me ha oído? —le gritó esta vez perdiendo la paciencia ante su actitud que era de todo menos sumisa—. ¿Cuando le grité que no persiguiera al sospechoso armado con una semiautomática? Porque yo vi perfectamente cómo desobedecía una orden directa.

Eso ya se lo había dicho antes, ¿debía recordárselo?

Jud alzó una ceja y respiró hondo.

Su trasero enfundado en unos vaqueros estrechos tocó la pared de ladrillos del callejón. Cruzó los brazos y la americana entallada que llevaba se tensó en su espalda.

Jud se negó a dejar de mirar a Castillo y, no obstante, estaba decidida a tragar y a no protestar en contra de las desacertadas decisiones de Max…, pero era muy difícil.

En honor a la verdad, había estado de acuerdo con la orden hasta que Trevor se vio obligado a perseguir al sospechoso por el callejón. Y como bien había dicho el capitán, iba cargado con una semiautomática, ¿cómo creía ese imbécil que iba a dejar a Trevor solo?

—Mi compañero estaba en peligro.

—Su compañero estaba bien cubierto.

¡Ni de coña!

—¿En serio?

Ante el tono impertinente de Jud, Max resopló. Iba a suspenderla como siguiera con esa actitud tan irrespetuosa.

—Sí, bien cubierto —sentenció—. En la otra calle había un dispositivo policial esperando. Siete agentes armados. Trevor lo sabía y solo tenía que azuzarle a que corriera hacia allí. Y eso hizo, pero usted se tuvo que meter en medio.

Tomó una bocanada de aire, pero siguió en silencio. Si Jud iba a decir alguna palabra murió en su boca antes de salir.

A pesar de que Max vio su mirada escéptica, supo que estaba cediendo, quién sabe si hasta darle la razón.

Ella por su parte se tragaría la lengua antes de utilizarla para alabarle. ¡Maldito fuera! Si esa era la estrategia que Max tenía en mente, el capitán debería habérsela comunicado y no dejarla al margen.

—No tenía noticias de semejante dispositivo —le espetó enfurruñada.

Ella y Ryan, su inseparable compañero, siempre habían sido los refuerzos de Trevor, deberían haberles comunicado esa opción.

—No tenía por qué hacerlo —la cortó apoyando un brazo contra la pared de ladrillo y acercándose todavía más a su rostro—. De hecho, solo tenía que obedecer una orden directa de su superior. Esa que le di expresamente esperando que no interviniera.

—Dijo que me ocupara de los rehenes que salían por la puerta trasera, pero de eso podía ocuparse Ryan…

—¡Usted! —gritó furioso de nuevo—. Usted es quien debería haberse ocupado, no salir corriendo tras de un delincuente armado.

—Trevor…

—Tenía apoyos suficientes, tal y como yo planeé. Su cometido era vigilar que los rehenes salieran de la tienda y cubrirlos. ¡Pero no! ¿Qué día hará algo de lo que se le dice?

—Quizás si confiara más en sus agentes…

¡Eso ya era el colmo!

Apretó los puños ante el pálido rostro de Jud.

—¡Informo a mis agentes de lo que creo conveniente! ¡Yo soy el capitán! —gritó exasperado.

—No crea que puedo olvidarlo —dijo sin apartar la mirada, pero en apenas un susurro.

Max pareció darse por vencido. Entrecerró los ojos y se inclinó todavía más sobre ella.

—Siento que le fastidie que alguien mucho más permisivo con usted no sea el capitán, pero en mi comisaría mando yo —dijo en un tono bajo y amenazante—, recuérdelo, O’Callaghan, antes de que me haga perder la paciencia. Está a esto —juntó el dedo índice y el pulgar sin apenas dejar espacio entre ellos— de que la aparte de las calles.

Jud se mordió el labio inferior, si decía todo lo que pensaba acerca de que él fuera el capitán, estaba convencida de que la suspenderían de empleo y sueldo, y no quería arriesgarse a que le retiraran la placa.

—Vi a mi compañero correr tras el sospechoso, necesitaba refuerzos…

—¡Clark era sus refuerzos!

Jud puso los ojos en blanco y resopló. Esa afirmación aún le sentó peor. ¿Quién demonios era Clark? Otro maldito tejano.

¿Desde cuándo la migración del tórrido Dallas al húmedo Seattle se había acentuado tanto que tenía que lidiar con cowboys todos los días? Jud no daba crédito.

Clark acababa de llegar de Dallas, sin duda debió de conocer a Max allí, pues desde su llegada parecía deshacerse en halagos hacia él.

No es que el nuevo le cayera mal, pensó Jud. Era reservado, pero su número de arrestos era alto y, aunque algunos creían que su energía a la hora de llevarlos a cabo se podía considerar fuerza policial desmedida, lo cierto era que su índice de casos resueltos iba en aumento.

Los chicos parecían admirarle.

Clark era un tipo alto y fibroso, de pelo corto y una minúscula cicatriz en la mejilla que no afeaba su aspecto. Y, no obstante, Jud no confiaba en él. Y su instinto rara vez le fallaba.

Como si un cowboy no fuera suficiente, ahora tenía dos pululando por la comisaría. Su lugar de trabajo ya no era su santuario. Ahora era un jodido edificio ruidoso con gente insoportable. Eso excluía a Trevor y Ryan, sus compañeros y amigos a los que sin duda confiaría su vida.

—Siempre he estado con Trevor y Ryan…

—¡Hoy no! —le cortó Max antes de que terminara la frase.

Estaba claro que Jud O’Callaghan quería que las cosas siguieran como siempre, pero no iba a ser así. Ahora mandaba él y el capitán no perdía oportunidad para dejárselo claro.

—Aprenda a trabajar en equipo.

Eso sí que no iba a consentirlo.

—¡Yo trabajo perfectamente en equipo!

—No —le dijo estirando de nuevo el dedo índice delante de su cara. Jud quería rebatirle esa afirmación, pero, sin saber por qué, ese dedo acusador la acalló en seco—. Trabaja bien con los de siempre. Si la sacan de su zona de confort es una agente de mierda, que no hace más que poner en peligro a sus compañeros y a sí misma al desobedecer una orden de su capitán.

—¡Joder! —Jud pateó el suelo.

¿En serio tenía que aguantarle esas gilipolleces?

—Agente O’Callaghan… —la reprendió.

Max apretó los dientes con tanta fuerza que estaba seguro de que se le saltaría un diente.

¿Había conocido alguna vez a una mujer más malhablada y terca que la que tenía delante? Quizás su hermana pequeña, pero Sue no era su subordinada, ni lo desafiaba delante de todos. Suficiente trabajo le estaba costando encajar en esa maldita ciudad de mierda donde no hacía más que llover. Max por poco pierde la paciencia al pensar en ello, pues en ese mismo instante un trueno se escuchó sobre sus cabezas. La tarde ya había caído y las sombras largas de los edificios empezaban a dar a ese lugar un tono lúgubre.

Mientras algunas gotas empezaban a mojar el suelo, Jud y Max se quedaron en silencio, pero la rabia de Jud causada por las palabras que le había regalado el capitán, no disminuía lo más mínimo. Unos segundos después era evidente que la lluvia los empaparía a ambos si no se marchaban de allí, pero ninguno de los dos se movió, ni siquiera se atrevieron a romper el contacto visual. Allí había una batalla y Max no estaba dispuesto a perderla. Jud tampoco retrocedería. Por lo que de ahí no podía salir nada bueno.

Ella se quedó bajo la lluvia mirándole a los ojos e intentando imaginar por qué Castillo estaba allí, en un puesto que le venía tan grande. A su vez el capitán la observó con detenimiento… dudando. Quizás debería haberla informado.

¡Maldita sea! Ya empezaba a dudar de sí mismo.

¡No! Él había hecho lo correcto. Si O’Callaghan se limitara a obedecer, nadie se hubiese puesto en peligro.

Esa bruja pelirroja le sacaba de sus casillas.

Sin proponérselo, sus ojos se deslizaron sobre el cuerpo estilizado de la agente. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camisa blanca bajo la americana negra y… tragó saliva, se estaba empapando. Mierda… no solo la americana.

Parpadeó y retrocedió un paso cuando su mirada se fijó en la camisa blanca que se transparentaba. No debería haber hecho eso, había sido muy mala idea pararse a observarla.

Su camisa empezaba a transparentarse y la larga cabellera rojiza, suelta más allá de los hombros, no le tapaba lo suficiente la parte delantera.

Max pensó que jamás había visto a una mujer como Judith O’Callaghan, sería porque no había conocido a muchas mujeres, sin duda de origen irlandés, con ese temperamento incendiario. Dio gracias a Dios por eso o hubiera enloquecido.

Por su parte, Jud se dio cuenta de que el capitán había parado de reprenderla y que la estaba observando, dirigió su propia mirada hacia donde el capitán apuntaba sus ojos oscuros.

—Pero ¿qué…? —soltó un grito ahogado y le fulminó de nuevo con la mirada mientras intentaba taparse con la americana. Como solía suceder con frecuencia cuando se trataba de Jud, reaccionó antes de pensar.

Max casi no tuvo tiempo a echarse hacia atrás. Alzó los brazos y se cubrió antes de que el puñetazo que acababa de lanzarle Jud le diera en la cara.

El puño cerrado impactó en su brazo izquierdo y cuando notó el golpe los bajó dejando ver una desencajada cara de sorpresa.

—¿Qué demonios hace?

—Maldito pervertido. —Lo empujó ella con ambas manos.

—¿Está de broma? —Jud volvió a levantar el puño, pero lo bajó enseguida—. ¡No puede agredirme! ¡Soy su capitán!

Ella apretó los labios con fuerza.

—Un capitán que va mirando a sus subordinadas de una manera… una manera…

Se le atragantaron las palabras. De algún modo esas palabras entrecortadas estaban consiguiendo que ambos se sintieran incómodos y que sus mejillas se tiñeran de un color sonrosado.

—¡Ha sido sin querer! —Enseñó las palmas de las manos en señal de rendición.

Claro que había sido sin querer, se dijo Max. No tocaría a esa mujer ni por todo el oro del mundo.

—Está lloviendo y usted… no debería ir así.

—¿Con camisa blanca? —preguntó incrédula.

Jud alzó el dedo índice y le apuntó a la cara.

Max hizo exactamente lo mismo.

—No me mire.

—No vuelva a hablarme así, O’Callaghan.

—Es un pervertido, además de un puto trepa incompetente.

Max agrandó los ojos y abrió la boca sin poder creer que ella fuera tan estúpida como para decirle eso a la cara.

No importaba cuán mal le cayera esa mujer. No se esperaba que pronunciara esas palabras en voz alta y mucho menos a un palmo de su rostro.

Sin saber por qué, se deshinchó. Por algo que no lograba entender, parecía que la aprobación de esa deslenguada le importaba.

Se apartó más de ella.

¿En serio creía que había llegado a sustituir al capitán Gottier a cambio de favores? Eso le dolió mucho más que el que pensara erróneamente que quería verle los pechos.

Poniéndose mortalmente serio y en un tono frío, dijo:

—Uno: no la he mirado de la forma inapropiada que usted cree. Y dos: estará un mes entre informes y apartada de la calle. Quizás en ese tiempo pueda reflexionar sobre si su capitán es o no es un trepa. De llegar a la conclusión de que lo es, le recomiendo que pida el traslado a otra comisaría… o a otro puto planeta.

Jud respiró hondo y contuvo el aliento.

Se había pasado. Una debía reconocer sus cagadas. Y por alguna razón que no comprendía le sabía fatal haberle dicho algo que no pensaba.

Castillo podía ser muchas cosas, pero no era un trepa. Era un gran policía y aunque le jodiera… era un gran capitán.

—¿Me ha entendido? —le preguntó mientras la miraba fijamente a los ojos.

Aunque Jud se moría por replicarle, no lo hizo. Se mordió la lengua. Otra bravuconada y no pisaría la calle en meses. Sabía lo que se jugaba.

Apenas les separaban unos centímetros. Cuando la proximidad incomodó a Jud, más que las gotas de lluvia que caían en su cara, intentó retirarse, pero era demasiado tarde. Él ya la había cogido por los brazos, tiró de ella para acercarla más.

—Jamás vuelvas a hablarme en ese tono. Jamás. —No gritó, no fue necesario. La voz queda del capitán caló tan hondo como la lluvia que ya los empapaba por completo—. Tienes suerte de que el espectáculo que has montado no lo haya visto nadie o de lo contrario dirigirías el tráfico hasta que te salieran canas.

Ella mantuvo la boca cerrada cuando el capitán se olvidó de tratarla de usted. No era estúpida y sabía que cuánto decía era verdad, así que era mejor tragarse su orgullo y asentir.

—Lárguese, agente O’Callaghan —le espetó—. Elabore un puto informe que me convenza de no hacerle entregar su placa por desobedecer y desafiar a su superior. Hágalo y puede que todo su castigo se reduzca a un mes de papeleo.

Desafiantes, se concentraron uno en la mirada del otro, en silencio. Un silencio pesado que hablaba de muchas cosas.

Durante unos segundos que parecieron eternos se sostuvieron la mirada. Cuando ambos sintieron cómo la lluvia empezaba a calarlos hasta los huesos, se separaron incómodos, no siendo conscientes de lo cerca que estaban hasta ese instante.

—Fuera de mi vista.

Esa vez, Jud no tardó en obedecer la orden. Sus largas piernas se pusieron en movimiento, intentando huir del calor que sentía en su estómago a pesar de la fría lluvia.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Dos meses después

 

Jud estaba de puta madre.

¡Por fin verano!

El viento había dejado paso a una suave brisa que le acariciaba el cuerpo semidesnudo. Sobre la cubierta del barco de Ryan, uno de sus mejores amigos, estaba en toples, simplemente porque en su adolescencia, cuando salía de marcha, sus hermanas solían burlarse de las horribles marcas que dejaban expuestos sus tops. Y, por qué no decirlo, tenía unos pechos espléndidos. Un hecho que le servía más bien de poco si tenía claro que su vida sexual en los últimos meses era prácticamente inexistente. Era adicta al trabajo y esa adicción era nefasta para su vida amorosa o sexual.

Suspiró audiblemente casi sin ser consciente de ello. Tumbada en la cubierta de ese estupendo barco que aún se encontraba amarrado en el muelle, Jud permanecía con los ojos cerrados, estos escondidos detrás de sus opacas gafas de sol. A dos metros de ella, Trevor charlaba animadamente con Claire mientras se hacían arrumacos de enamorados y bebían de sus respectivos botellines de cerveza. ¡Qué asco…! ¡Y qué envidia! ¿A quién pretendía engañar?

Claire Roberts era la novia de su amigo e inspector de homicidios Trevor Donovan.

Le caía muy bien Claire, había pasado por mucho ese último año. Después de que dos hombres entraran en su casa y la tiraran por la ventana, se habían sucedido un sinfín de hechos, a cual más descabellado, que culminó con su secuestro y un par de asesinatos. Por fortuna, los buenos habían vencido y Claire podía respirar en paz. Quizás en su afán de protegerla y ver que todo estaba bien, se había acercado mucho a ella y sin proponérselo se habían hecho grandes amigas en lo que dura un parpadeo.

La parejita feliz había sido la última en llegar.

Sonrió divertida, cuando a sus oídos llegaban sonoros besos y risas de los dos tortolitos.

—¿Y para mí no hay? —preguntó Ryan divertido haciéndolos reír a todos.

—Tened compasión por estos dos solteros empedernidos —secundó Jud sin abrir los ojos.

—¿Quieres que te consigamos una cita?

Jud se encogió de hombros ante las palabras de Claire.

—Por supuesto, si conoces a algún tipo inteligente, de buena conversación y que no le de miedo que sea poli.

—Mmm… claro, creo que Max está libre.

Detrás de las gafas de sol, Jud abrió los ojos para después ponerlos en blanco y resoplar mientras sus amigos se reían de ella.

Dispuesta a pasar de la pulla, ya que todos eran muy conscientes de que ella y el capitán Max Castillo no se soportaban, les metió prisa por soltar amarres.

—¿Todavía no nos vamos? —preguntó algo aletargada mientras escuchaba los pasos de Ryan ir y venir preparándolo todo para la pequeña excursión.

—¡Todavía no!

El ambiente era relajado y ciertamente ellos lo estaban, por primera vez en mucho tiempo.

La primavera que ya habían dejado atrás, había sido un calvario para todos. Claire se había visto envuelta en un intento de asesinato y un secuestro. Y a Trevor le habían disparado, salvándose de un disparo al corazón por pocos centímetros. Después de que la pesadilla llegara a su fin, bien se merecían un descanso.

Aquel sábado en pleno mes de julio, habían decidido cambiar un fin de semana de acampada por un espléndido paseo en el barco de Ryan por el lago Sammamish.

Estaba en la gloria. Y eso que el principio del verano había sido horrible. Su jefe y capitán, Max Castillo, la había torturado de nuevo con una montaña de informes y papeleo, dejándola fuera de la acción más de lo estrictamente necesario. Le gustaba hacer saber a los chicos quién mandaba. Se lo había ganado por haber desobedecido una orden directa del joven, musculoso, buenorro, capitán.

—Joder —gimió. Ya estaba otra vez su cerebro colapsándose cada vez que pensaba en su jefe.

Era ciertamente una jodida suerte que a Jud le cayera tan mal que pudiera mitigar sus ansias de empotrarlo contra una pared y no precisamente para darle una paliza. Le daría otra cosa, sin duda… y repetidas veces.

Por suerte, el capitán Max Castillo también parecía odiarla. No era poco usual que al alzar la vista del informe que estaba elaborando se lo encontrara mirándola con el entrecejo fruncido a través de la ventana de su despacho. Claro que ella le devolvía la mirada del mismo modo. «Quién sabe, Jud, quizás deberías ser un poco más sumisa…». Le dijo su voz interior, y antes de tan siquiera procesar esas palabras empezó a reírse a carcajadas solo pensarlo.

Captó sin proponérselo la atención de todos, pero carraspeó como si no fuera nada. ¿Ella sumisa? Antes el infierno se congelaría. Pero rara vez consentía que un tío la intimidara, y Max Castillo estaba cualificado para hacerlo, y eso la enfurecía más de lo que quisiera admitir.

—Te lo estás pasando muy bien sola, ¿no?

—Ajá —respondió al comentario de Trevor.

Respiró hondo mientras se dejaba mecer por el balanceo del agua. Intentaba no preocuparse demasiado por la actitud del capitán, al fin y al cabo, si ella estuviera en su lugar, quizás hubiera hecho lo mismo. Un mes de papeleo intensivo, no era nada comparado a la sanción que pudiera haberle caído después de, no solo desobedecerle, sino por esa actitud que ningún hombre hubiese soportado de un subordinado, y menos si este era una mujer. «Bravo, Jud, defiende a tu enemigo».

Los chicos también se habían llevado lo suyo en los meses que Max llevaba de jefe. Los chicos en los que pensaba Jud, no eran otros que el inspector jefe Trevor Donovan (alias el tortolito desde que estaba con Claire) y el agente Ryan. Pero ellos siempre lo habían visto con buenos ojos. Era muy habitual ver a Ryan y a Trevor bromear con él. El tipo les caía bien, y quizás por eso se sentía algo traicionada por ese par que consideraba hermanos.

Si fuera una mujer algo más sensible hubiera hecho un puchero.

La habían abandonado por el tejano.

Mierda, no quería sentirse así, pero en realidad era como si sus chicos se hubieran pasado al lado oscuro. Como si ella siguiera fiel a los Seahawks y ellos se hubieran largado de cena y copas con los jugadores del New England Patriots después de que les derrotaran en la Super Bowl. ¿En qué coño estaban pensando? Ella era una auténtica Seahawks, era de allí, de su querida Seattle, no de una calurosa y polvorienta Texas de mierda.

—¡¿Nos vamos o no?! —gritó sin importarle parecer malhumorada.

Se estaba empezando a temer por qué tardaban tanto en zarpar.

Quizás por esa diferencia de opiniones sobre Max Castillo, Jud evitaba hablar del capitán con Trevor y Ryan. Era habitual que se mantuviera alejada, o que no quisiera intervenir cuando hablaban de invitar a Max para salir de copas o bien repetir acampadas. ¡Dios! Cada vez que se acordaba de la última acampada con ese hombre se echaba a temblar. No pensaba volver a repetir aquello. No obstante, cuando salían de copas, simplemente fingía que era un encanto de mujer y que no tenía ningún prejuicio contra él. Pero no engañaba a nadie y mucho menos a Castillo.

Imposible avanzar en esa relación hacia una amistad, y mucho menos cuando ambos no soportaban estar en la misma habitación. Ella le sentía un intruso, y pensaba que Max la veía como a una agente sobrevalorada en su trabajo. A regañadientes admitiría que no podía culparle, pues en apariencia cuando estaba en la presencia del tejano, simplemente parecía idiota. Se ponía nerviosa, se le hinchaba la vena del cuello, sus mejillas adquirían un tono rubicundo y sus mandíbulas se apretaban como las de un perro rabioso sobre el cuello de su presa. ¡Joder! Y no era que el jodido vaquero no le pareciera competente, es que no soportaba su prepotencia. ¡Machito de Texas tenía que ser!

En primer lugar, el puesto de jefe le tocaba a Trevor. Se lo había ganado, era listo y tenía olfato para ello. Y en segundo lugar, porque era injusto que su superior la tratara como una muñequita de porcelana. El primer día hasta se atrevió a pedirle un café. ¡Tratarla como a una camarera! Ya se encargó de dejarle claro que como le pidiera otro le iba la salud.

Jud suspiró y, a pesar de tener los ojos entreabiertos bajo las oscuras gafas de sol, puso los ojos en blanco. Le había dado su merecido en alguna que otra ocasión, pero eran victorias superficiales.

Respiró hondo y sus pechos desnudos expuestos al sol se elevaron.

—¿Quieres un poco de crema bronceadora? —Hasta ella llegó la voz risueña de Claire, a quien pudo notar enseguida a su lado.

Le sonrió y Jud alargó el brazo para coger el bronceador, de escasa protección solar, que le ofrecía su amiga.

Vio cómo Claire se desató las tiras elásticas de su biquini que llevaba anudadas al cuello, para volverlas a atar a su espalda y dejar la parte superior como si fuera un top al estilo palabra de honor. Ese día, la pobre había decidido no hacer toples, aunque no era poco habitual que lo hiciera a pesar de las miradas de Trevor, primero asesinas y después lastimeras, que acababan por convencerla de que se tapara. Un hombre siempre sería un hombre, y aunque adoraba a sus compañeros como si fueran sus hermanos, Trevor y Ryan no dejaban de ser precisamente eso: hombres. Dios debería crear un hombre con la materia prima del oro y el diamante para que ella se doblegara e hiciera algo que un espécimen de, lo que se creía equivocadamente el sexo fuerte, le hiciera cambiar de opinión y cubrirse los pechos.

—Buenos días.

¡Me cago en la puta!

Sus piernas se elevaron y por instinto se incorporó cubriéndose los pechos con el brazo. No miró a su espalda, de donde había procedido la voz del capitán Max Castillo, simplemente respiró hondo y apretó los puños.

Trevor vio el gesto y puso una cara burlona que le sentó como un dardo envenenado.

—En fin, ya estamos todos —dijo Ryan—. ¡Qué bien que has podido venir! Al final Max ha aceptado nuestra invitación de ir a navegar.

—¿En serio? —dijo ella aún con los dientes apretados—. Yupiii.

Max pasó por alto su sarcástico comentario con una risa burlona.

Jud levantó la vista y miró a Max sobre su hombro, que, con los brazos cruzados y una sonrisa descarada pintada en la cara, la miraba con un humor que no le había visto en la oficina.

Ella se incorporó del todo y la sonrisa del jefe se ensanchó.

—¿No es genial, chicos?

«Claroooo, como cien aguijones de avispa en los cojones», se dijo Jud.

—Qué bien, primero de acampada y después de excursión por el lago. Es maravilloso —soltó Jud con todo el sarcasmo que fue capaz.

—No he podido resistirme. —La voz modulada de Max la irritó sobremanera, pero estaba dispuesta a fingir para que no se le notara.

Trevor y Ryan se lanzaron una miradita entre ellos que no les pasó desapercibida a ninguno de los dos. Intentaban no partirse de risa, pero estaba claro lo bien que se lo iban a pasar a su costa.

Intentando disimular que nada le afectaba, Jud lo miró disimuladamente detrás de sus gafas de sol y volvió a echarse sobre uno de los asientos que se encontraban en el lateral de la barca. Qué le iba a importar que el buenorro de su jefe la estuviera observando con las tetas al aire. Porque seguro que eso hacía, escondido detrás de aquellas Ray-Ban Aviator de malo de película barata, mirarla. Quizás tanto como ella lo miraba a él.

—Bueno, chicos —dijo Ryan—, esta preciosidad nos va a llevar a dar una vuelta.

 

* * *

 

Poco después de que el barco se pusiera en marcha la brisa la refrescó y Jud dejó de sentir cómo su piel se calentaba al sol. Buscó la camiseta de tirantes que había traído y se la puso sin hacer ningún comentario, pero Max aprovechó para picarla:

—¿No tendrás calor?

Se pudo cortar la tensión de los chicos mientras esperaban la respuesta que no se hizo de rogar.

—Lo dice un cowboy que ha venido a navegar con vaqueros y camisa a cuadros.

Vio cómo él fruncía el ceño.

—¿Qué tiene de malo mi camisa a cuadros?

—Nada, si vas a amontonar paja en el granero.

Trevor y Ryan se rieron por lo bajo. Claire fue menos sutil y soltó una carcajada que acabó en una risita ahogada mientras pedía disculpas a Max.

—Estáis de muy buen humor —dijo el capitán.

Todos parecieron ignorar el comentario, pero sabían que el espectáculo no había hecho nada más que comenzar.

—He traído un bañador, así que no te preocupes —le dijo Max poniéndose las manos en las caderas que estaban enfundadas en unos vaqueros estrechos que le sentaban de muerte. —En cambio tú parece que te habías dejado una pieza —anunció señalando sus pechos que ya estaban cubiertos.

Jud apretó la mandíbula deteniendo el movimiento que hacía con las manos para colocarse la camiseta. Respiró hondo para no lanzarse a la yugular mientras se repetía mentalmente que no lo hacía por él.

—¿Te molesta que haga toples?

Él levantó las manos en señal de rendición.

—¡Por Dios! Jamás se me ocurriría protestar porque se me ofrezca semejante vista.

—No te la estaba ofreciendo capu…

—¡Bueno! Creo que podemos echar el ancla por aquí y darnos un chapuzón. ¿No os animáis? —Ryan alzó las manos reclamando la atención de todos con su entusiasmo. No iba a permitir que Jud insultara al capitán a los diez minutos de haber llegado.

No dejó de vigilar el timón mientras reducía la velocidad hasta detener el barco.

Aunque Ryan había salvado la situación, todos eran conscientes de que Jud había estado a punto de insultar a su jefe, aunque Max no parecía estar molesto, más bien al contrario. Su amplia sonrisa eclipsaba.

Sonreía, y empezó a hablar con Ryan sobre béisbol y fútbol mientras se metía los pulgares bajo la correa de cuero del cinturón.

Involuntariamente, los ojos de Jud volaron a esa zona. Suspiró imperceptiblemente mientras poco después se limitó a refunfuñar un par de palabras incoherentes al ver hacia donde la llevaban sus pensamientos.

—Voy a quitarme ropa.

Las palabras de Max la molestaron.

«De puta madre. Lo que le faltaba, tener al jefe macizorro medio desnudo a escasos dos metros de mí». A Jud le entraron ganas de arrancarse los ojos con las uñas.

Intentó relajarse cuando Max desapareció en el interior de la embarcación, supuso que para cambiarse esos vaqueros condenadamente sexys por un bañador mucho más apropiado. Quizás unos pequeñitos y ajustados…

«¡Juuuuud! Estás fatal». Gimió al imaginarse ese cuerpo con unos slips negros. No estuvo más tranquila cuando volvió a salir ataviado solo con un corto bañador color azul marino y nada que cubriera aquel impresionante torso desnudo.

Jud casi jadea.

«¡Hora de tirarse por la borda!».

Un calor sofocante le prendió el rostro y se apresuró a ponerse de pie y darle la espalda. Sería mejor que se metiera en el agua cuando antes.

Como sabía que las gafas de sol la protegían de delatar dónde tenía los ojos puestos, se atrevió a darle un buen repaso cuando le miró por encima del hombro.

Trevor y Ryan tenían un aspecto formidable y, aunque jamás se había sentido atraída por ellos de aquella manera, tenía que admitir que eran dos hombres de una belleza portentosa. Trevor tenía unos brazos y unas espaldas anchas, con una estrecha cintura que lo hacía increíblemente atractivo. Los bíceps de Ryan no tenían rival y su carita de niño contrastaba con ese cuerpo esculpido de acero con sus sexis cuadritos en los abdominales. Era una ricura y una alegría para la vista. Pero Max… ¡Joder con Max! El capitán era una fuerza de la naturaleza. Tenía un espeso vello sobre los pectorales, pero este iba menguando, recorriendo sus abdominales marcados hasta desaparecer en una fina línea negra bajo la cinturilla del pantalón. Sus hombros… Jud no pudo reprimir un suspiro y al darse cuenta forzó una tos que no consiguió engañar a Claire, que volvió a reír sin poder controlarse.

—Sin duda es un día espectacular. Ideal para contemplar una bella vista.

Las palabras de Claire le hicieron ganarse una mirada asesina de Jud, una que notó a pesar de las gafas de sol.

Volvió la cabeza y encontró a Ryan con una sonrisa de oreja a oreja.

—Unas buenas vistas, ¿eh?

«¡Cállate, bastardo traidor!».

Jud se puso del color de su biquini, que era granate.

Se quitó de nuevo la camiseta y la echó a un lado. Se quedó con su sexy culote ajustado dispuesta a lanzarse al agua al mismo tiempo que Ryan echaba el ancla. Sin embargo, Max fue más rápido, paso frente a ella y se lanzó de cabeza.

Cerró la boca y la notó seca a causa de la imagen que acababa de contemplar. Esa impresionante espalda desnuda, ese cu… Suspiró y arrojó las gafas de sol sobre los cojines donde se había sentado instantes antes.

Intentó generar saliva a marchas forzadas mientras el capitán salió a la superficie y se acarició su espeso cabello.

«No es nada del otro mundo, un hombre del montón. Tú puedes…». En ese preciso instante, Max agarró la escalerilla y subió de nuevo a bordo. Ver ese cuerpo esculpido en mármol bronceado era más de lo que una persona podía soportar.

—Me cago en mi puta vida.

Ryan estalló en carcajadas cuando Jud, cabreada, se lanzó de cabeza al lago y se alejó con vigorosas brazadas del barco y de Max.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Sentado en el porche de su nueva casa, Max reflexionaba sobre lo que había cambiado su vida en unos meses. No es que fuera un sentimental, simplemente se había pasado cinco años creyendo que podría disfrutar de una buena vida. Y se había equivocado.

Su vida no era perfecta, ni lo fue nunca. Seguramente había pasado cierto tiempo diciéndose que sí, convenciéndose de que todo iba bien, y que nada, nunca, podría ser mejor de lo que ya tenía. Se había acomodado a esa paz quebradiza, pero que de algún modo suponía efímera, porque de noche cuando abrazaba a su mujer a la que quería y se sentía un buen hombre, un buen marido y un buen hijo, siempre estaba la duda de si era un buen hermano. Disfrutando de la vida, mientras su querida hermanita yacía en una tumba fría sin ser vengada.

Cerró los ojos y contuvo el aliento. Había sido lo más feliz que un hombre podía ser en sus circunstancias. Había amado y se había abierto a su esposa todo lo que había podido. Y al parecer no fue suficiente para ser comprendido y amado. Quizás no fuese la adecuada, y ahora que echaba la vista atrás se preguntaba en qué estaba pensando cuando decidió casarse con Arizona.

Max miró hacia abajo y observó los papeles del divorcio que tenía entre sus manos. Estos habían llegado en un sobre certificado con dos pequeños indicadores de colores que señalaban claramente dónde debía firmar para ser, lo que se dice, un hombre libre. Pero ¿quería serlo? Él era un hombre tradicional, cuando se había casado con Arizona lo había hecho para siempre. Cerró los ojos y no estaba satisfecho con echarle toda la culpa a ella. ¿Acaso él mismo no la había utilizado en cierta manera? Hubo un tiempo, no hacía mucho, que pensó que la alegría y vitalidad de su esposa compensarían su carácter taciturno y esos momentos de tristeza en los que se sumía al recordar que no había sido capaz de resolver el asesinato de su hermana.

Un error. Ella jamás lo había comprendido y ahora dudaba de que lo hubiera amado nunca. ¿Qué le había pasado a Arizona? ¿Siempre había sido así y él era demasiado ciego para verlo? ¿Y qué le había pasado a él? Soltó el aire audiblemente. Era más que probable que él mismo se hubiera engañado respecto a sus sentimientos. De lo contrario, firmar esos papeles, divorciarse de ella sería algo inmensamente más duro, y no un mero trámite, un… alivio.

Estaba sentado en los escalones del porche de la casa que acababa de comprar en Seattle. No alquilar, sino comprar, con la intención de quién sabe si no regresar nunca al que todavía consideraba su hogar: Dallas.

Si algo le había enseñado la traición de Arizona, es que a veces necesitas marcharte para tomar perspectiva, para aclarar sentimientos e ideas. Ahora había dejado su vida en Dallas para instalarse en Seattle de manera casi definitiva. Aunque parte de su corazón estaba en su ciudad natal, debería admitir que necesitaba desesperadamente huir de allí. Alejarse de los malos recuerdos, de su incompetencia para atrapar al único asesino que le quitaba el sueño.

Era hora de firmar los papeles del divorcio y empezar una nueva vida, con nuevo trabajo y casa nueva. Era una casa amplia de tres dormitorios, un patio trasero para que un perro pudiera dormir largas siestas sobre la hierba. No es que él tuviera un perro, pero podría tenerlo… Aunque a veces visitaba a Trevor los días de partido y su perro Rex era tan endiabladamente jodido que se le quitaban las ganas de tener un cuadrúpedo correteando por allí. A Max le gustaban los animales, como también le gustaba su rancho que había dejado en Texas. Pero bueno, quizás algún día… quizás algún día podría llevar una vida normal, con amigos, un perro, y una mujer que lo quisiera.

Suspiró.

Al pensar en la mujer, no apareció en su mente la imagen de su esposa con espesos cabellos dorados, sino la flamígera melena de Jud, que, por cierto, no tenía ningún derecho a estar ahí, metiéndose en su mente con imágenes que iban de lo más cotidiano a lo más explosivo.

—Jud O’Callaghan. —Suspiró.

No sabía qué tendría esa mujer, pero no era el momento para pensar en ella. Al fin y al cabo, Jud no le ayudaría a superar su divorcio, uno que no resultaba tan duro después de todo. Y eso le hizo preguntarse cuánto habría querido a su mujer realmente.

No había duda de que, después de lo ocurrido, cualquier hombre sensato habría perdido la cabeza. Su mujer le partió el corazón, o cuando no su dignidad, a hachazos. De eso no hacía mucho, pero el tiempo suficiente como para creer que no había vuelta atrás. No la perdonaría. Su matrimonio estaba muerto y enterrado.

Arizona no le convenía. No era una mujer de fiar después de lo que le hizo. ¿Qué mujer lo era?, ¿qué mujer era lo suficientemente transparente para decir abiertamente lo que pensaba, para no tener dobleces, para no guardarse nada?

Parpadeó y miró al cielo nocturno. Rio sin ganas cuando de nuevo la imagen de una pelirroja malhumorada y con una lengua viperina se le apareció de inmediato. Quizás eso fuera cierto, pensó. Jud O’Callaghan no tenía dobleces, era pura sinceridad. Pura, devastadora y punzante sinceridad. Demasiada para su gusto y su orgullo.

Dio un trago al botellín de cerveza que había dejado a su lado en las escaleras del porche y sus pensamientos se dirigieron de nuevo a su esposa.

Quizás si Arizona hubiese tenido fuertes motivos para traicionarle como lo hizo, él podría haberla perdonado, aunque… jamás olvidado. Pero ¿tan mal se había portado con ella? De nuevo otro suspiro que le hacía pensar que jamás de los jamases confiaría en ella de nuevo, y sin confianza no había amor y mucho menos una relación. Entonces, estaba todo claro. Se había terminado.

Era momento de pasar página, y lo haría en aquella casa. La llenaría de gente, puede que fuera pronto para llevar alguna chica, pero podría invitar a los chicos de la comisaría a un par de barbacoas los días de partido.

Con los codos apoyados sobre sus rodillas y con los papeles en alto, leyó por encima las letras que formaban un sinfín de palabras que Max no quería volver a repasar. La solicitud de divorcio era amistosa, pero en primera instancia la separación no lo fue tanto, y es que él no perdonaba con facilidad las mentiras.

Que el abogado le hubiera hecho llegar los papeles era algo que no debería sorprenderle ya que llevaba más de un año separado de Arizona. Y ya no sentía nada por ella. Era posible que haber encontrado a su esposa con otro hombre le hubiera hecho abrir los ojos de golpe.

Max había sido fiel los cinco años de matrimonio y los dos de noviazgo, algo que no le supuso ningún esfuerzo, porque él era así. No es que fuera un hombre al que no le gustara el sexo, más bien todo lo contrario, pero se creía enamorado. Se creyó enamorado de Arizona desde el mismo momento en que la vio como una mujer y no como la niña que correteaba detrás de él desde que tenía memoria, primero en la escuela y después en el instituto.

Qué lejano parecía ya todo. Y mucho más lejano le parecería después de firmar los documentos. Mañana mismo se los enviaría a su abogado. Seguro que a Arizona no le supondría ningún esfuerzo el estampar su firma junto a la suya y dar por disuelta esa unión que al parecer fue un error desde el principio. Pero con Arizona nunca se sabía, era una mujer caprichosa e inestable. Sin duda se había arrepentido de haber hecho lo que hizo. O así se lo dijo Sue, su hermana.

—Esa hija de la gran puta se presentó en casa. Menuda zorra. Gastó dos paquetes de pañuelos desechables antes de que mamá la invitara a salir —dijo su hermanita con la boca más sucia que se podía encontrar en el estado de Texas—. Evidentemente no le dijo lo que te hizo. O sin duda mamá hubiera descolgado el rifle de caza de papá.

Podría imaginarse perfectamente la escena. Su madre no era tonta, pero era demasiado buena como para pensar mal de Arizona. Y Max había prohibido a sus hermanas hablar del tema a su madre. Pero algo debía sospechar, puesto que un hombre no abandona su hogar y se larga al otro lado del país por nada.

Suponía que aquello era el final.

Iba a sacar el bolígrafo del bolsillo de su camisa, cuando la llamada lo interrumpió:

—Capitán Castillo.

La voz familiar de su antiguo jefe le hizo sonreír.

—Capitán Gottier, ¿qué tal le va por Dallas?

Se escuchó una risa al otro lado del teléfono.

—No nos podemos quejar. Estoy… disfrutando de mi prejubilación.

Max sonrió. Conociendo al antiguo capitán que le había recomendado enérgicamente para ocupar su puesto en Seattle, estaría cazando delincuentes como si tuviera la energía de un adolescente. Pero qué lejos estaba todo aquello de la realidad, pues Max no podía imaginar los motivos ocultos que acompañaban esa llamada.

—¿A qué se debe el honor de su llamada, capitán?

Hubo un silencio demasiado prologando al otro lado de la línea. Max frunció el ceño y esperó, mucho se temía que no era una simple llamada de cortesía.

—¿Es por mi madre?

Gottier era amigo de la familia desde siempre y, si le llamaba, o bien era por trabajo o porque algo había pasado en casa.

—No muchacho, ni mucho menos.

Cuando el hombre volvió a hablar su tono era mucho más grave.

—Sé que debes de estar muy a gusto en Seattle, pero quizás te apetecería… ver algunas fotografías que tengo de un nuevo caso en Dallas.

Max se levantó como un resorte. Dejó los papeles sobre las tablas del porche y se puso alerta.

—¿Es él?

Los dos sabían perfectamente a quien se refería: el descuartizador de Dallas. El asesino en serie que tantos años atrás había empezado su macabra obra, asesinando a casi una docena de mujeres, una de ellas, la hermana de Max.

—Podría serlo —dijo Gottier—, pero ya sabes que también supusimos demasiado pronto que el descuartizador había actuado en Seattle y nos equivocamos.

—Era un imitador —aceptó Max—. Y en este caso… ¿Te parece un nuevo imitador?

—No puedo descartarlo. —Max no pudo verlo, pero intuyó que el capitán Gottier se había encogido de hombros—. Quizás sea el mismo y se haya vuelto descuidado, o quizás sea un buen imitador. Sea como fuere, necesitaría tu opinión, Max.

—Cuente con ella —dijo sentidamente.

Max no había hecho otra cosa en toda su vida que desear atrapar a ese monstruo.

—Entonces, déjame enviarte lo que tengo. Hay unas fotografías y un primer informe listo.

—Quiero ver esas fotos —dijo rápidamente Max.

Al otro lado del teléfono Gottier sonrió complacido.

—¿Tienes un ordenador?

Max dio media vuelta y abrió la puerta para entrar en casa e ir hacia la habitación que usaba de despacho.

—Yo… —quiso hablar Max.

—No te preocupes, hijo, en todo lo que pueda ayudarte estoy aquí. Te mando las fotografías a tu cuenta de correo privada. Sé que en estos meses como capitán estás haciendo un trabajo muy duro, pero también sé que jamás olvidarás lo que le pasó a tu hermana…

Max respiró hondo.

—Por supuesto que no.

El dolor por la perdida, por el asesinato de hacía tantos años que no pudo resolver y le obsesionaba, volvió a doblarle en dos.

—Muchas gracias —consiguió tranquilizarse y que su voz sonara casi serena.

Max se dejó caer frente al ordenador y esperó impaciente a que se iniciara la sesión.

—No hay de qué, Max, no sabes lo que significas para mí. Eres como un hijo.

Max cerró los ojos emocionado y pensando en el caso que acababa de abrirse en Dallas. Otra vez el asesino de su hermana parecía andar suelto y él iba a atraparlo.

—He reservado un vuelo para Seattle —dijo Gottier—, tengo amigos que visitar y no me supone ningún esfuerzo pasarte la información que tengo sobre este asesinato.

Max asintió casi conmovido.

—De verdad se lo agradezco.

—Mañana al mediodía estaré allí.

—¿Mañana? —preguntó sorprendido.

—Sí, siento no haberte avisado con tiempo.

—No es necesario, estaré encantado de verle. Y los chicos de la comisaría también —añadió más animado.

Y yo a ellos, pensó Mathew Gottier al recordar a los agentes que habían trabajado en su comisaría.

—Entonces, me pasaré por mi antiguo despacho.

Max sonrió.

—Le estaré esperando.

—Nos vemos mañana.

 

 

Cuando Gottier colgó el teléfono, tenía una sonrisa dibujada en el rostro que no iba a desaparecer en un largo tiempo. Él sonreía, pero estaba seguro de que Max Castillo estaría hirviendo de pura rabia ante las fotos de la última víctima del descuartizador de Dallas. Una auténtica obra de arte.

El juego empezaba de nuevo.

Tal como había predicho, a Max le faltaría tiempo para correr hacia él si le enseñaba un buen hueso que roer. Gottier echaba de menos su competencia. Era hora de hacerle una visita y despertar suficiente interés como para que se planteara regresar a Dallas en busca de su asesino favorito.

En su busca.

¿Qué haría el bueno de Max cuando finalmente supiera la verdad? Cuando se diera cuenta de que él era el asesino que había perseguido media vida.

Miró el teléfono que tenía en la mano y bajó del coche. Frente a él la casa del rancho de los Castillos ocupaba todo su campo de visión. Sonrió satisfecho. Siempre le había provocado una gran satisfacción ver los rostros de sus queridos amigos, la familia Castillo, y saber que no remotamente sospechaban que él y nadie más había acabado con la pequeña Alice.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—¡Jud! ¿Un partidito este finde?

La voz de Ryan llegó a sus oídos y la hizo sacar la nariz que tenía metida en uno de los informes.

—Mmm… —Lo miró fugaz, aún con la mente mentida en lo que estaba redactando.

Después de darle a un par de teclas y de leer el párrafo hizo el esfuerzo de mirarle nuevamente y se decidió a responder, o más bien a preguntar.

—¿Qué partido?

La comisaría ese día estaba tranquila y la actitud de los chicos era relajada mientras contrastaban información o redactaban informes de casos secundarios, papeleo que siempre dejaban para más tarde y con el cual, gracias a los castigos de Max Castillo, Jud era la única que llevaba al día.

—Nosotros.

Ryan levantó los brazos mientras con una mano apretaba la pequeña pelota antiestrés.

—¿Nosotros? —preguntó Jud más impaciente al ver que no le daba una explicación.

—Ya sabes… Vamos a batear unas pelotas. Birras, cerveza, barbacoa en casa de Trevor.

—¿Sabes que birras y cerveza es lo mismo, no?

Ella miró al inspector Donovan y cuando sus miradas coincidieron rieron al unísono.

—Últimamente estás muy rarito —le dijo el inspector.

—Al menos ha dejado de pegarse contra puertas.

Trevor hizo referencia a la evidente tendencia de su amigo que siempre se las ingeniaba para llegar con la cara marcada de moretones y arañazos. Había muchas caídas por las escaleras, tropezones y porrazos contra puertas. Algo que en otra persona les hubiera parecido a todos estadísticamente imposible, pero Ryan era Ryan, y solía caerse dos veces al día. Empezaban a sospechar que era cosa del oído y una severa falta de equilibrio mezclada con un toque de mala suerte.

—Intento que nos lo pasemos bien y os metéis conmigo —dijo desolado.

Lo miraron como el niño que era, aunque ya llegaba casi a los treinta.

—¿Y sabes también que tienes mucho morro? —preguntó Trevor después de que se autoinvitara a su casa para hacer una barbacoa.

Ryan hizo un mohín con la boca.

—¡Eres el único con una barbacoa decente! —Sus compañeros rieron—. ¡Pues una acampada! —dijo más entusiasta todavía—. Hace tiempo que no vamos de acampada.

Jud negó con la cabeza ipso facto.

—Ni de coña. En la última intentaron robarnos y casi hay un asesinato —dijo Jud volviendo a meter la nariz en el informe que estaba leyendo.

Si todos los planes que proponía Ryan eran con el capitán, a ella no le interesaba lo más mínimo.

—No exageres —le respondió Trevor riéndose de mejor humor.

—No exagero. —Levantó la cabeza incrédula. Colocó las palmas de las manos hacia arriba mientras lo miraba boquiabierta—. Fue una mierda. Claro, para ti fue tu primer polvo con Claire, normal que lo recuerdes con cariño. Pero nosotros tuvimos que lidiar con la paranoia del capitán.

Ahí le había ganado.

Ryan rio a carcajadas.

—Pensó que os había pasado algo, e insistió en ir a buscaros mientras estabais en plena faena.

Trevor sonrió al recordar esa acampada.

—Y cuando se decidió en ir en vuestra busca, llegaron esos ladrones que intentaron saquearnos las tiendas de campaña.

Las carcajadas de Trevor ante las palabras de su compañero no mejoraron el humor de Jud.

Mientras Jud, Ryan y el capitán debían vérselas con unos delincuentes, él y Claire hacían el amor junto a una romántica cascada.

—Fue una puta mierda de acampada.

—Si la hubieras visto cabrearse con el capitán… creo que podría haberle partido las piernas y enterrado vivo, sin parpadear.

Jud suspiró al recordarlo. Lo mejor sería ignorar a Ryan, que al parecer tenía ganas de tocarle las narices.

—No me apetece otra acampada como esa.

—¿Y un paseo en barquito?

—¡Por Dios, no! —gimoteó la pelirroja.

Había sido un suplicio estar con Max en ese reducido espacio, sin escapatoria. Incluso había pensado en huir a nado hasta el muelle con tal de escapar de él y sus abdominales de acero. Además, no le gustaba nada cómo le hablaba. Cada vez era más difícil ganar a esa lengua viperina. Al menos en la oficina se había mentalizado de que él era el jefe. Daba las órdenes y ella las acataba. Pero fuera… no se sentía tan predispuesta a obedecer y de ahí venían los conflictos.

Cuando el capitán cogía confianza era incluso más peligroso. Se relajaba y debía reconocer que no le extrañaba que a sus amigos les cayera bien, y que Claire pensará que era todo un caballero, porque la verdad es que podía ser encantador… con los demás…, no con ella. Nunca con ella.

—El capitán es muy buen tipo, Claire dice que es un encanto —dijo Trevor como si le hubiera leído los pensamientos.

«Un encanto, tus cojones», había querido replicarle. Pero cada vez tenía más claro que estaba sola en el bando de la gente que odiaba al capitán.

De algún modo Ryan se apiadó de ella.

—Bueno, algo que hacer encontraremos. Sigo pensando en la barbacoa. —Y cuando dijo las palabras miró a Trevor con cara de pena.

—De acuerdo —dijo el aludido—. Lo siento, Jud, habrá barbacoa para todos.

Y ese todos ya sabía a quién incluía.

—¿Eso también me incluye a mí?

—Por supuesto. —Ryan vio llegar a Clark y levantó la mano para que le chocara esos cinco. Del personal de la oficina era de los que mejor le caía.

Jud se mantuvo impertérrita y su mente empezó a aceptar que serían dos y no uno los tejanos invitados a la barbacoa.

Iba a transigir a los planes de domingo que estaban preparando los chicos cuando algo la distrajo.

Clark se paró entre Ryan y ella, pero no miró a ninguno de los dos, sino que su cara de sorpresa se dirigió al ascensor.

—Capitán.

Luego la cara de sorpresa fue de Trevor, y Jud tuvo que darse la vuelta para encarar al recién llegado.

—¡Capitán!

El saludo entusiasta de Trevor solo le vino a corroborar que lo que estaba viendo no eran visiones.

El capitán Gottier acababa de entrar en la oficina y avanzaba hacia sus mesas. Un buen número de compañeros se estaban acercando a saludarle.

—¡Donovan! Qué gusto volver a veros, chicos.

Gottier estrechó la mano del inspector y después la de los demás agentes.

—Clark, espero que te estés adaptando bien a este maldito clima.

—Hacemos lo que podemos, capitán.

Jud le sonrió amigablemente.

—Le hemos echado de menos, capitán…

—Me alegro de verla, O’Callaghan —le dijo con esa mirada directa que siempre le ofrecía—, aunque espero que esas palabras no signifiquen que no le gusta mi reemplazo.

Los chicos rieron y hasta a ella se le escapó una risa que enseguida se apresuró a esconder. Por lo visto era un libro abierto.

—Nadie es como usted.

—Eso seguro —lo dijo con un tono más serio y dejó de estrecharle la mano dejándola algo desconcertada. Pero enseguida vinieron más agentes a saludarlo.

El capitán Gottier había hecho carrera en esa comisaría. De Dallas, como el actual capitán, se había ganado el respeto de todos con sus buenos resultados y la lucha contra el crimen.

—Secundo a Jud —le dijo Ryan cuando le llegó el turno de estrecharle la mano—, le echamos de menos por aquí. Pero su sustituto es de la misma escuela que usted, así que no hay descanso para los delincuentes.

La sonrisa ancha de Mathew Gottier le dejó claro que estaba satisfecho con esa afirmación.

—Capitán…

De pronto la docena de policías que se había reunido en torno a las mesas se relajaron y bajaron el tono de voz al ver cómo la puerta del despacho de Max se abría.

El capitán Castillo salió de su despacho nada más darse cuenta de que Gottier había llegado. Se sonrieron y se acercaron dándose un abrazo. Después de palmearse dos veces la espalda se apartaron y se estrecharon la mano.

—Veo que no has anunciado mi llegada.

—Preferí que fuera una sorpresa, y al parecer lo ha sido —contestó Max mirando a los agentes que rieron.

—Estoy encantado de veros a todos. —Gottier se sentía como en casa, eso era evidente—. Pero, ahora, si nos disculpáis, creo que dejaré que el capitán Castillo me informe de lo bien que os habéis portado estos meses en mi ausencia.

Muchos rieron la broma, pero Jud no pudo menos que quedarse un poco molesta por lo que Max pudiera decir de ella y sus compañeros. Bueno, básicamente de ella, porque estaba más que convencida de que de Ryan y Trevor no tenía queja, a pesar de los pequeños incidentes en el último caso importante.

Déjalo, Jud, estás paranoica, se dijo mientras volvía a sentarse detrás del escritorio.

Miró cómo los dos capitanes entraban en el despacho y cerraban la puerta tras de sí. Max se quedó junto a los paneles acristalados y sus miradas se cruzaron por un segundo, pero solo un segundo. Después con un movimiento de la mano hizo girar los estores hasta dejarlos sin poder ver el interior.

Le hubiese encantado escuchar y saber qué decían. Suspiró sabiendo que lo que pensaran esos dos hombres de ella le importaba.

 

 

—Entre, señor —le dijo Max estirando el brazo y haciéndole un gesto para que pasara al interior.

Cuando el antiguo capitán de esa comisaría entró en el que fuera su despacho, el mismo que él ahora ocupaba, Max cerró la puerta tras de sí. Cerró las cortinillas, con la intención de que nadie pudiera cotillear y enterarse de lo que hablaban y del motivo real por el que el antiguo capitán había volado de Dallas a Seattle.

Max ocupó la silla detrás de la mesa del despacho.

—Siéntese, capitán Gottier, por favor —le ofreció asiento en una de las sillas que había frente a su mesa.

—Deja los formalismos cuando estemos solos, Max. Ya sabes que siempre me pone nervioso.

El joven capitán sonrió.

—No faltaba más.