Tormenta inminente - Lori Foster - E-Book
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Tormenta inminente E-Book

Lori Foster

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Beschreibung

El cazarrecompensas Spencer Lark conocía numerosos secretos sobre Arizona Storm. Sabía, por ejemplo, que había sobrevivido a un infierno y que, como consecuencia de ello, tenía problemas para confiar en los demás. Pero, para sacar a la luz una red de tráfico de personas y seguir cobrándose venganza por su trágico pasado, Spencer aceptó de mala gana que Arizona se ofreciera como señuelo. Nada, sin embargo, lo había preparado para su hipnótica mezcla de fragilidad y valentía, ni para el instinto protector que despertaba en él. Arizona quería recuperar su vida, y para ello debía actuar como cebo para tender una trampa al enemigo. Era peligroso, claro, sobre todo teniendo a su lado a un hombre tan atractivo como Spencer, capaz de distraerla de su propósito. Pero, cuando su plan se puso en marcha y la química que había entre ellos entró en acción, Arizona descubrió que tal vez fuera aún más peligroso entregar su corazón a un héroe. "Lori Foster nunca defrauda." Publishers Weekly

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Seitenzahl: 524

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Lori Foster

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Tormenta inminente, n.º 185 - febrero 2015

Título original: A Perfect Storm

Publicada originalmente por HQN™ Books.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Editor responsable: Luis Pugni

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6111-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

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Capítulo 1

 

Arizona Storm estaba tranquilamente sentada en el mullido sillón con las rodillas levantadas, la barbilla apoyada en ellas y los dedos entrelazados.

Esperando.

En la habitación silenciosa y umbría, aspiraba aquel aroma único a loción de afeitar mezclada con aceite para engrasar armas de fuego, y el olor embriagador a cálida virilidad. Él había tirado sus vaqueros y su camiseta arrugada al respaldo del sillón, tras ella. A mano, sobre la mesilla de noche, había dejado su pistola recién limpia y su mortífera navaja automática.

Sus calzoncillos descansaban, abandonados atropelladamente, en el suelo.

Aquel hombre la fascinaba.

Después de colarse sin permiso en su casa, Arizona se había quitado las zapatillas deportivas y las había colocado junto a sus botas, al lado de la puerta principal. El aire acondicionado, muy alto, le había dejado los pies fríos, y sin embargo él se cubría únicamente con una sábana fina.

Una y otra vez, Arizona recorrió su cuerpo con la mirada; desde el enorme pie que asomaba por un lado de la cama, a su pecho desnudo, cubierto solamente por un atractivo vello corporal, pasando por sus abdominales sólidos y planos, tapados con la sábana blanca como la nieve.

Tenía un brazo detrás de la cabeza y su axila, con su oscura pelambre, quedaba a la vista. Visto así casi parecía vulnerable, de no ser porque, a pesar de su postura relajada, su grueso bíceps sobresalía claramente.

Con sus casi dos metros de estatura y su cuerpo musculoso y finamente esculpido, Spencer Lark era uno de los hombres más fornidos e impresionantes que Arizona había visto nunca.

Y ella conocía a algunos especímenes de primera.

Sus largas pestañas oscurecían sus pómulos altos, pero aun así saltaba a la vista que tenía un hematoma debajo de un ojo. ¿Una pelea reciente? Arizona sonrió al imaginárselo, segura de que Spencer había salido vencedor. Su habilidad para el combate la intrigaba aún más que su impresionante cuerpo.

Era increíble, pero hasta su nariz ligeramente torcida la fascinaba. ¿Cuándo y cómo se la había roto?

Respiró hondo y dejó escapar el aire con un suave suspiro que, dado el silencio y el fino instinto de Spencer, turbó su sueño.

Arizona reconoció para sus adentros que tal vez quería despertarlo. A fin de cuentas llevaba ya un buen rato observándolo… y esperando.

Él giró la cabeza sobre la almohada y movió las piernas.

Arizona se quedó muy quieta y esperó a ver si se había despertado y qué hacía o decía. No lo conocía muy bien, y sin embargo tenía la impresión de que sí.

Más o menos.

Se habían conocido hacía un mes, durante una misión. Habían chocado enseguida, y Spencer la había puesto furiosa entrometiéndose en su vida.

Pero, lo que era peor aún, la había privado de la venganza que tanto ansiaba.

Él también necesitaba vengarse, claro, así que Arizona entendía sus motivos. Pero aun así no podía perdonárselo. Todavía no.

Pero lo entendía.

Al menos, eso creía. En cuanto hablaran, lo sabría con seguridad.

Él dejó escapar un sonido leve y rasposo al estirar su cuerpo largo y fuerte. Metió la barbilla. Flexionó los músculos.

La sábana se levantó formando una tienda de campaña.

Arizona lo miró con los ojos como platos, no alarmada, pero tampoco tranquila. Había tenido muy malas experiencias con hombres excitados, así que dudaba que alguna vez pudiera sentirse relajada en aquellas circunstancias. Pero no permitió que ello se interpusiera en su camino. A fin de cuentas, quería algo: tenía un objetivo.

Sabía que debería haberle quitado la pistola, o al menos haberla alejado de su alcance. Pero al verlo tumbado en la cama, se había sentado casi sin darse cuenta en el sillón y se había puesto a observarlo mientras dormía.

Desde aquel día fatídico en que le habían robado su destino, solo había visto a Spencer un puñado de veces. Había procurado mantenerse alejada de él. Había intentado olvidarlo.

Y no lo había conseguido.

Estirándose, él apartó el brazo de detrás de la cabeza y se pasó la mano por el pelo, por la cara y por el pecho. Al tiempo que profería un gruñido soñoliento, aquella mano desapareció bajo la sábana. Arizona abrió la boca y su corazón le dio un vuelco. Se aclaró la voz.

—¿Spencer?

Se quedó paralizado, abrió los ojos y la miró fijamente. Arizona frunció el ceño. No parecía muy sorprendido, y no dijo nada. Se limitó a mirarla. Con la mano todavía allí debajo.

—Sí… —fascinada todavía por su reacción, señaló con la cabeza su entrepierna—. No irías a tocarte un poco, ¿verdad? Porque, como espectadora, preferiría no ver ese espectáculo.

Él sacó la mano y volvió a ponerla detrás de su cabeza, callado todavía, sin dejar de mirarla. Casi relajado.

Su mirada era tan misteriosa, tan atrayente, que Arizona sintió ganas de retorcerse.

—Quiero decir que puedo esperar en la otra habitación si de verdad es necesario. Bueno, si no tardas mucho.

Él no reaccionó. Como si estuviera acostumbrado a despertarse con una mujer contemplándolo furtivamente en su habitación, la miró de arriba abajo, desde los dedos de los pies al largo pelo despeinado por el viento.

—¿Llevas mucho aquí?

—Media hora o así —la curiosidad la impulsó a preguntar—: ¿Ibas a…? Ya sabes —indicó con la cabeza su entrepierna.

—La mayoría de los hombres lo primero que hacen es decir hola a su amiguito de ahí abajo.

—¿Decir hola?

Él se encogió de hombros tranquilamente.

—Has forzado la puerta.

Una afirmación, no una pregunta. Ella también se encogió de hombros.

—Dado que no eres lo bastante estúpido como para dejar la puerta abierta, no me ha quedado más remedio.

Spencer volvió la cabeza, pero no para mirar la hora. Vio que la pistola seguía en la mesilla de noche, donde la había dejado, y fijó de nuevo la vista en ella.

—¿Sabes hacer café?

Arizona levantó una ceja.

—¿Intentas que salga de la habitación para poder levantarte de la cama? No soy una mojigata, ¿sabes? Quiero decir que, con mi pasado, he visto bastantes…

Él apartó la sábana y se sentó, y Arizona se calló de golpe.

Ay, Dios.

—Si no sabes hacer café, dilo —Spencer se estiró otra vez, con más parsimonia. Se sentó al borde de la cama, recogió sus calzoncillos y se los puso al levantarse.

Le sentaban como un guante.

En ellos también se formó una tienda de campaña. Y Arizona siguió mirándolo fijamente.

Él tomó la pistola y le echó un vistazo para comprobar que seguía cargada. Al descubrir que Arizona no la había tocado, asintió satisfecho.

Cuando pasó a su lado, la tocó debajo de la barbilla.

—Se llama erección mañanera, pequeña. No hay razón para alarmarse —con la pistola en la mano, entró en el cuarto de baño. La puerta se cerró suavemente tras él.

Arizona cerró la boca. Odiaba que la llamara «pequeña». No era tan joven como él pensaba y, teniendo en cuenta sus experiencias, hacía mucho tiempo que no se sentía como una niña. Frunció las cejas e irguió la espalda. No conseguiría que la hiciera enfadar. No, nada de eso.

Esta vez, las reglas del juego las marcaba ella. Ella llevaría la voz cantante y, si alguien tenía que quedarse sin habla, sería él.

Se levantó, pero sin brusquedad. Los excesos de emoción delataban demasiadas cosas. No quería que Spencer se diera cuenta de lo mucho que la turbaba.

En la puerta del baño, afirmó con voz fría y comedida:

—Estaré en la cocina.

Unos minutos después, solo para demostrar que podía, se puso a hacer café.

 

 

Spencer estaba con las manos apoyadas en el lavabo de porcelana, con la cabeza colgando y los músculos en tensión.

«¿Qué demonios?».

Sabía que Arizona Storm era una chica impetuosa, temeraria y cabezota, claro. Se había dado cuenta nada más conocerla. Pero ¿colarse en su casa sin permiso? ¿Por qué demonios se había quedado allí, mirándolo dormir?

Se sentía… violentado. Furioso.

Y sentía también una extrema piedad. Por ella.

Maldición, no la quería allí, en su casa, dentro de su cabeza. Lo primero podía controlarlo. Controlar lo segundo le costaba más.

Como no se fiaba de que respetara su intimidad, abandonó la idea de ducharse y afeitarse y se lavó los dientes atropelladamente, se echó un poco de agua en la cara y se peinó con los dedos.

Al ver que ya no estaba en el dormitorio, se puso los pantalones con más calma y, en lugar de molestarse en ponerse la pistolera, se metió el arma en la cinturilla. Agarró su navaja, la abrió, volvió a cerrarla y se la guardó en el bolsillo.

Descalzo y sin camisa, fue en busca de Arizona, y tuvo que reconocer que la expectación que sentía despejó las telarañas de los viejos recuerdos y la falta de sueño.

Al verla arrellanada en una silla de la cocina, con los brazos cruzados y un pie enganchado detrás de una pata de la silla, sus sentidos se aguzaron más aún.

Dios Todopoderoso, era una belleza.

Delgada y esbelta, de largas piernas y curvas generosas, con una cara como salida de un sueño erótico, Arizona llamaba la atención allá donde iba. El pelo oscuro y ondulado, normalmente revuelto, le caía por la espalda. Su piel de color miel contrastaba vivamente con sus ojos azules claros, de densas pestañas. Boca carnosa, mentón fuerte, pómulos altos…

Spencer se preguntó qué extraña mezcla había producido aquel físico de ensueño.

Mientras él permanecía en la puerta sin que lo viera, ella se mordisqueó una uña. No llevaba maquillaje ni se pintaba las uñas, ni hacía nada para realzar su apariencia, pero tampoco le hacía falta.

—¿Nerviosa?

Se quedó quieta. Después puso cara de aburrimiento y giró la cabeza hacia él.

—¿Siempre duermes hasta mediodía?

—Sí, cuando he estado en pie toda la noche —se fue derecho a la cafetera, pero no le dio las gracias por preparar el café. A fin de cuentas, se había presentado sin avisar—. ¿Quieres uno?

—Si tienes azúcar y leche.

—Tengo crema —sirvió dos tazas y las puso en la mesa. Luego sacó el recipiente de la crema de la nevera. El azucarero estaba en medio de la mesa, junto al salero y el pimentero. Como muchas otras cosas de la cocina, se parecían a una vaca de una manera o de otra. Los había comprado su esposa, hacía años.

Mientras soplaba el café caliente, Spencer aplastó implacablemente los malos recuerdos. Arizona se sirvió dos cucharadas de azúcar llenas y un buen chorro de crema. Él observó su boca carnosa mientras bebía. Espabilándose, probó un sorbo y estuvo a punto de atragantarse. Era el peor café que había probado nunca, y tan fuerte como para desollarle la garganta. Pero Arizona no pareció notarlo, así que se armó de valor y bebió sin quejarse.

Le vendría bien una sobredosis de cafeína.

El silencio se alargó mientras cada uno bebía su café. Por fin, ella lo miró.

—¿Cómo es que te has acostado tan tarde? ¿Has estado de juerga?

Lo cierto era que había sentido la necesidad de desfogar energías por razones que no quería examinar demasiado de cerca. Se encogió de hombros y contestó:

—Fui a un bar, tuve algún problemilla —la miró—. Ya sabes lo que pasa, ¿no?

Ella asintió.

—Sí, yo he hecho lo mismo. Pero me ha ido mejor que a ti —esbozó una sonrisilla y le guiñó un ojo—. No me han puesto un ojo morado.

¿De verdad había estado en un bar? ¿Buscando problemas?

¿Otra vez?

No tenía por qué defenderse delante de ella, pero aun así dijo:

—Deberías ver cómo quedaron los otros tres.

—¿Ah, sí? ¿Solo tres? —chasqueó la lengua y lo recorrió con la mirada—. ¿Algún otro hematoma?

—No.

Ella apoyó la barbilla en el puño.

—Te acertaron de chiripa, ¿eh?

—Algo así —en realidad le habían lanzado una silla, pero qué más daba. No iba a contarle los detalles—. Bueno, dime, pequeña, ¿qué hacías tú en un bar?

Ella desvió la mirada. Spencer esperó para ver si se explicaba, si le contaba algún pormenor de su trágico pasado en manos de traficantes de seres humanos. Arizona sentía la necesidad de vengarse de personas ya muertas, de los monstruos que tanto daño le habían hecho.

De pronto se inclinó hacia delante.

—¿Puedes guardar un secreto?

Maldición, no quería jugar a aquello.

—Depende.

Ella arrugó el ceño.

—¿De qué?

—De si te conviene o no que lo guarde.

Se echó hacia atrás, irritada, y preguntó con aspereza:

—¿Qué más te da eso?

—¿Qué quieres contarme? —replicó él.

Se miraron un momento. Después, ella dijo:

—Que te jodan. Ya no quiero contarte nada —tras beberse de un trago el resto del café, se levantó haciendo chirriar la silla—. Me largo de aquí.

Spencer la agarró de la muñeca. Y, naturalmente, aquello la hizo reaccionar. Le lanzó un puñetazo y él lo esquivó, pero un instante después le propinó una patada en la espinilla. Por suerte iba descalza, pero aun así dolió.

Mucho.

Durante el forcejeo que siguió, la taza de café de Spencer cayó al suelo y se rompió. Como estaban los dos descalzos, Spencer decidió echársela al hombro sin más contemplaciones. Agarrándola por los muslos le advirtió:

—Muérdeme y te juro por Dios que te arrepentirás.

En lugar de resistirse, ella apoyó los codos en su espalda.

—No es la primera vez que me amenazas.

—Porque no es la primera vez que me atacas —pasó por encima de la taza rota, salió al pasillo y entró en el cuarto de estar.

La dejó caer sobre el sofá. Ella se levantó de un brinco. Forcejearon otra vez, y Spencer se hartó.

—¡Arizona! —la inmovilizó haciéndole una llave, con la espalda de ella pegada a su pecho y los brazos sujetos hacia abajo—. Vale ya, ¿de acuerdo?

Ella apoyó la cabeza contra su pecho para poder mirarlo. Spencer esperó, resistiéndose a recular, impelido por… Dios sabía qué.

Ella asintió enérgicamente una sola vez. Él abrió los brazos y se quitó rápidamente de su alcance.

—¿De acuerdo?

—Que te den.

Cuánta hostilidad, cuánta rabia contra el mundo. Ella jamás lo reconocería, pero necesitaba un amigo, un confidente, y si para ello Spencer tenía que pasar por un infierno qué más daba. Llevaba mucho tiempo viviendo en el infierno.

—Has sido tú quien ha venido, ¿recuerdas?

—¡Y ahora intento marcharme!

A Spencer comenzó a dolerle la cabeza. Si Arizona se marchaba, se pasaría el resto del día preocupado por ella. O siguiéndola. Movió la mandíbula y dijo:

—Te guardaré ese secreto. ¿Cuál es?

—Vaya, qué generoso eres.

Él suspiró.

—Esa mueca burlona no te favorece. Dime qué es.

Con los párpados entornados, el color de sus ojos parecía más claro y sus pestañas más densas y negras. Respiró hondo dos veces, y a Spencer le costó no mirarle los pechos.

—Es mi cumpleaños.

Ah. No era eso lo que se esperaba. Ni de lejos.

—¿Tu cumpleaños? —preguntó tontamente.

—Sí, ya sabes, el día en que nací —al ver que no decía nada, añadió—: Ya tengo veintiún años. Soy legalmente mayor de edad. No una pequeña, como tú dices sin parar.

Arizona no tenía familia. Tenía un amigo, Jackson, el hombre que la había rescatado de la muerte. Tenía a Alani, que pronto sería la esposa de Jackson. Y tenía a la familia y a los amigos de ellos.

Pero ninguno propio.

Spencer meneó la cabeza.

—¿Ah, sí? —¿por eso había entrado en su casa? ¿Por eso se había quedado allí sentada, mirándolo dormir?

Ella puso los ojos en blanco.

—Sí, ¿qué esperabas? ¿Una confesión de asesinato?

—No sé —con ella no podía dar nada por sentado. ¿Por qué no quería que nadie se enterara de que era su cumpleaños? Spencer se rascó la barbilla áspera y la observó, pero no se le ocurrió el motivo. Bajó la mano—. Feliz cumpleaños.

—Gracias.

Se quedaron mirándose el uno al otro. Era una situación muy extraña, pero en Arizona todo era extraño. Sobre todo, la cantidad de maneras en que afectaba a Spencer, las emociones que agitaba y los deseos que encendía en él.

Ella se dejó caer en el sofá.

—Casi se me olvida. Quiero decir que hace muchísimo tiempo que nadie se acuerda de mi cumpleaños. Y normalmente solo se acordaba mi madre, que me decía «feliz cumpleaños» y nada más —esbozó una sonrisa torcida—. La mía no era una familia de tarta y velitas.

Así que ¿nunca había recibido un regalo de cumpleaños? ¿Nadie había celebrado nunca su nacimiento?

—No es que tenga importancia, ni nada por el estilo. Pero como siempre me estás reprochando que soy joven…

—Eres joven. No es un reproche, es un hecho —un hecho que debía recordar imperiosamente.

—Pero ahora soy legalmente mayor de edad.

¿Qué quería decir con eso? Spencer tenía treinta y dos años, era solo once años mayor que ella, pero se sentía el doble de viejo. Se frotó el cuello agarrotado. ¿Esperaba que le hiciera un regalo? ¿Que la sacara por ahí?

—Bueno… podríamos ir a comprar una tarta —o algo así.

La sonrisilla de Arizona se convirtió en una mueca burlona.

—No seas cretino. No quiero nada parecido, ni lo necesito. Solo te lo estoy diciendo para que dejes de llamarme «pequeña».

Desconcertado, Spencer se sentó a su lado en el sofá y se volvió hacia ella.

—¿Por qué quieres mantenerlo en secreto?

Soltó un bufido.

—Ya conoces a Jackson. Tú sabes que montaría una fiesta o algo así, y no quiero —masculló en voz baja—: Bastante carga soy ya.

—No creo que él esté de acuerdo con eso —Jackson la trataba como a una hermana pequeña, y seguramente querría celebrar su cumpleaños, hacer algo especial para compensar un poco un pasado tan oscuro, tan deprimente, que ninguna joven debería haber sufrido.

—Sí —Arizona pasó la mano por la pana del sofá—. Puede que no. Pero aun así es la verdad.

Puesto que ella no quería, Spencer no diría nada, pero no le agradaba la idea.

—No deberías ocultarle cosas. Se preocupa por ti.

—Lo sé —cruzó los brazos—. Pero ya tiene suficientes cosas en las que pensar. Recuerda que está organizando una boda.

¿Estaba celosa de Alani? Por lo que él había visto, Arizona miraba a Jackson con el corazón en los ojos. Él era lo único que tenía, así que significaba mucho para ella.

—Más bien la está organizando su novia.

—Alani está embarazada, ¿recuerdas?

—Eso he oído —sabía también que el embarazo había sido una sorpresa inesperada y feliz, y que en modo alguno había forzado su decisión de casarse—. ¿Te molesta?

—Claro que no —contestó con firmeza—. Pero está muy liado y no quiero darle más molestias.

Una cena fuera, un pequeño regalo, una tarta y unos abrazos… ¿De veras le parecía para tanto?

—Yo creo que Jackson podría soportarlo.

—Además —añadió ella, interrumpiéndolo—, ahora tengo una nueva identidad, ¿recuerdas? No puedo celebrar una fecha de cumpleaños que podría delatarme.

En un esfuerzo por ayudarla, Jackson había tapado sus orígenes, enterrando su pasado todo lo que había podido, y por su seguridad le había procurado una nueva identidad, incluido un nuevo nombre. Era un modo de empezar de cero, de hacer tabla rasa.

Pero nada de eso ayudaría a Arizona a curar las heridas de su pasado.

Incómodo, Spencer buscó algo que decir. No hacía mucho que se conocían, y las circunstancias en que se habían encontrado no habían sido las más favorables. Él, que era cazarrecompensas, había seguido la pista a unos criminales psicópatas… que le estaban siguiendo la pista a ella. Arizona, que era temeraria a más no poder, se había utilizado a sí misma como cebo. Entre tanto, Spencer había conocido a Jackson y se había enterado de parte de su historia común.

Se presentaban como amigos, o quizá como hermanos. Pero los matices de su relación hacían imposible que lo suyo fuera tan sencillo. Sobre todo, con el físico de Arizona y teniendo en cuenta que Jackson le había salvado la vida y que ella había estado prisionera de una banda de traficantes de seres humanos que, tras servirse de ella, habían intentado matarla como castigo por escapar.

Su muerte habría servido de escarmiento a las víctimas que seguían atrapadas. Pero, por suerte, aquellos malnacidos habían muerto, y también por suerte (al menos en opinión de Spencer), Jackson ya estaba enamorado de Alani, así que su interés por Arizona no podía ser amoroso. En cuanto a Arizona… no estaba tan seguro.

Jackson era un buen hombre. Un protector.

—¡Por el amor de Dios! —Arizona le dio un golpe en el hombro—. ¿Se puede saber qué te pasa? No se ha muerto nadie. Deja de poner esa cara tan triste, ¿quieres?

Lo intentaría.

—Bueno, ¿y para qué has venido? —acordándose de cómo había entrado, se volvió para mirar la puerta—. No me habrás destrozado la cerradura, ¿verdad?

—Tu cerradura está perfectamente. Es una mierda, pero está perfectamente —apoyó los pies sobre la mesa, delante del sofá—. Se me da bien abrir cerraduras.

—¿Por qué será que no me sorprende?

Arizona se miró las piernas y movió los dedos de los pies.

—Necesito ayuda —dijo despreocupadamente.

Spencer se puso alerta.

—¿Con qué? —¿se había metido en algún lío? ¿Alguien andaba tras ella de nuevo?

—Prométeme que no vas a decírselo a Jackson y te lo cuento.

Temeroso por ella, Spencer respondió:

—Claro. No se lo diré a Jackson.

—Umm —entornó los ojos—. Te has dado mucha prisa en contestar.

—Pero ha sido una respuesta sincera —en ese momento su mayor preocupación era la seguridad de Arizona—. Habla de una vez.

—Está bien —volvió a frotar la pana del sofá y Spencer se sintió hipnotizado por el movimiento sensual de su mano—. Hay un restaurante. Bueno, la verdad es que es un bar de mala muerte, pero también sirven comidas durante el día.

—¿Qué bar? ¿Dónde?

—No pongas esa cara —se quejó ella—. Hasta que sepa que vas a ayudarme, no pienso darte ningún dato. Digamos simplemente que sospecho que forman parte de una red de tráfico de seres humanos a gran escala y que tal vez están utilizando a trabajadores en régimen de esclavitud. Quiero investigarlo. Pero no soy tonta. Sé que necesito refuerzos.

Santo Dios, era Jackson quien se dedicaba a investigar redes de tráfico de seres humanos, no Arizona. Y no trabajaba solo: trabajaba con otros hombres igual de capacitados que él. Se cubrían las espaldas unos a otros, y habían encargado a Arizona que se ocupara de las labores informáticas para que de ese modo participara en sus operaciones sin ponerse en peligro. Debía limitarse a hacer averiguaciones sobre el pasado y la procedencia de traficantes a pequeña escala y de ámbito local.

Solamente a hacer averiguaciones.

—He pensado que podría ofrecerme de cebo otra vez. Ya sabes, ir allí y ver qué pasa. Si tú vigilas, no hay peligro, ¿verdad? Si intentan secuestrarme, podríamos…

—No —contestó tajantemente—. No.

Arizona lo miró sin inmutarse y se encogió de hombros.

—Muy bien. Pensaba que a lo mejor querías que formáramos equipo, pero puedo arreglármelas sola —empezó a levantarse del sofá.

Spencer la agarró del brazo.

Un brazo delgado, cálido y muy suave…

Arizona lo miró con furia.

—Te aconsejo que me quites las manos de encima.

Notando un filo mortal en su voz, Spencer abrió los dedos.

—Dame un segundo para pensar, ¿quieres?

—De acuerdo —volvió a dejarse caer en el sofá—. Así que, cuando dices «no», no quiere decir forzosamente «no». Puede significar otra cosa. Por ejemplo, que necesitas tiempo para pensar.

Le estaba haciendo picadillo. Necesitaba tomar las riendas de la situación.

—No quiero que te pongas en peligro, y menos aún sola.

—Sí, pero, verás, no eres mi padre, ni mi novio, y desde luego tampoco eres nada intermedio. Así que, si no quieres ayudarme, esto no es asunto tuyo, joder.

—Quiero hacer una apuesta contigo.

Ella pareció interesada.

—¿Ah, sí? ¿Sobre qué?

Spencer se armó de valor.

—Te apuesto algo a que no puedes pasar un mes sin decir palabrotas.

Ella metió la barbilla y bajó las cejas.

—¿A qué viene eso?

Spencer no tenía ni idea, pero le molestaba que hablara tan mal.

—Pasa un mes sin decir tacos. Y cada vez que digas uno, me debes un beso.

Arizona se quedó de piedra. El silencio palpitó en la habitación. La tensión se acumuló como los nubarrones de una tormenta.

—¿Y bien? —preguntó él.

Con ojos chispeantes, Arizona se levantó despacio.

—Que te jodan —susurró.

Spencer vio que una vena latía en su garganta. Vio el miedo que ella se esforzaba por ocultar.

—Solo te he sugerido un beso, Arizona. Nada más. Y a pesar de lo que digas, para mí «no» significa «no». No debes tener miedo.

—¡No lo tengo!

—Tampoco tienes que esperar lo peor —no se movió, pero aun así pareció que, mientras se miraban fijamente, la tocaba de todos modos—. Yo jamás te haría daño —prometió—. Haría todo lo posible por protegerte.

—No necesito que me protejas —sus ojos se pusieron un poco vidriosos y un poco húmedos—. Sé defenderme.

No hacía mucho tiempo, no había podido defenderse, ni había habido nadie que la protegiera.

—¿Tanto te repugna que te besen?

Ella negó con la cabeza, pero dijo:

—No lo sé —luego añadió—: No me han… besado mucho.

—¿No?

Arizona apretó los dientes.

—Los tíos que pagan no pierden tiempo en eso. Por suerte —añadió con aire desafiante.

Sus palabras fueron como una patada en el estómago.

—Arizona…

—Les parecía sucia —levantó la barbilla—. Y me alegro.

¿Alguna vez había dado un beso sincero y afectuoso? Spencer no lo sabía. Pero por alguna parte tenían que empezar, o jamás se libraría de su pasado.

Se echó hacia delante.

—Por la cara que pones, la idea de besarme te resulta insoportable, así que supongo que es un aliciente para que dejes de decir tacos, ¿no?

Ella dio un paso atrás y luego otro. Soltó los brazos, separó los pies y se preparó para luchar.

Después de todo lo que le había pasado a Spencer durante esos últimos tres años, su corazón debería estar encerrado en hielo. Y hasta que había aparecido Arizona, así había sido. Ahora, cuando estaba con ella, todo le parecía una herida en carne viva.

—De mí te fías —señaló.

Ella sacudió la cabeza.

—Yo no me fío de nadie.

Spencer se levantó lentamente y dio un paso hacia ella.

—Sí, te fías de mí. No quieres, y lo entiendo. De verdad. Pero ese no es modo de vivir y tú lo sabes.

Sacudiendo la cabeza otra vez, Arizona murmuró:

—No —luego añadió en voz más alta—: ¡No!

Él se detuvo.

—¿Por qué has entrado en mi casa para decirme que es tu cumpleaños? Si no te fías de mí, ¿por qué has dejado mi pistola y mi navaja encima de la mesilla de noche? Si te doy miedo, ¿qué haces aquí, pidiéndome que sea tu socio?

Arizona comenzó a respirar agitadamente. Cerró el puño en señal de advertencia. A Spencer no le importó. Tal vez, si le golpeaba, por fin vería la luz. Tal vez así dejaría de pensar en ella.

—Maldito seas —gruñó.

Y entonces sonó el timbre.

Capítulo 2

 

Arizona vio que la calma se instalaba en el semblante de Spencer. Unos segundos antes había visto en él un tumulto de emociones. Ahora, en cambio, parecía tan comedido como un profesor universitario.

—Disculpa —dijo con absurda formalidad, y se volvió para dirigirse a la puerta.

En cuanto le dio la espalda, Arizona dejó escapar el aire que estaba conteniendo y sintió que se le aflojaban las rodillas. ¿Por qué Spencer la ponía tan nerviosa? ¿Por miedo? Sí, cuando estaba con él sentía un miedo inmenso. Pero no un miedo normal.

No un miedo con el que estuviera familiarizada.

Había convivido con el miedo casi toda su vida, primero con el miedo a su padre y sus amigos, y luego con el miedo a los odiosos traficantes y a los cerdos que acudían a ellos en busca de mujeres. Y después… con el miedo a estar sola, a ser incapaz de ayudar a otros.

A no servir para nada.

Desde donde estaba no podía ver a quien había llamado, pero oyó una aterciopelada voz de mujer diciendo en tono ronroneante:

—Spencer, cuánto me alegro de que estés en casa.

Se puso rígida. Recuperó la fuerza de las piernas. Y se apoderó de ella una antipatía mezquina. Aguzó los oídos, pero no oyó nada, y sospechó que la mujer estaba besando a Spencer.

—Lo siento, muñeca —dijo por fin él en voz baja—, pero no es buen momento.

«¿Muñeca?». ¿No era buen momento para qué? La curiosidad y otras emociones menos agradables la impulsaron a acercarse un poco más.

—Pero hace una eternidad —ronroneó la mujer—, y me prometiste…

—Yo no hago promesas.

—Lo sé —un suspiro exagerado—. No me refería a eso, pero… Dios mío, Spencer, te necesito —unas manos finas y pálidas rodearon el cuello de Spencer y tiraron de él.

Esta vez, a Arizona no le cupo ninguna duda de a qué se debía el silencio. Se estaban enrollando en la puerta, allí, en público.

Enfadada, Arizona avanzó rápidamente y vio a una rubia muy guapa besando apasionadamente a Spencer. Tenían los dos los ojos cerrados. Hacían buena pareja.

Entornó los ojos, furiosa.

Spencer sabía que ella lo estaba esperando, pero no estaba haciendo ningún esfuerzo por librarse de la rubia. Con una mano en la cintura de la chica mientras con la otra sujetaba la puerta, dejó que siguiera besándolo.

Arizona cruzó los brazos y apoyó el hombro en la pared.

—¿Podéis darme una estimación de cuánto va a durar esto? —preguntó.

Cuando la miraron, la rubia con sorpresa y Spencer con resignación, ella sonrió.

—¿Vais a seguir mucho tiempo? ¿Queréis que me vaya, o que espere fuera unos minutitos?

La rubia abrió la boca dos veces, pero no dijo nada. Tenía los labios húmedos y la cara colorada. Spencer, que parecía impasible, no dijo nada. Se limitó a mirar a Arizona. Cuando la rubia lo notó, se desasió de un empujón.

—¡Cabrón! —dio media vuelta y se marchó hecha una furia.

—¡Eh, que no hace promesas! —le gritó Arizona—. ¡Deberías recordarlo! —como la rubia no se dirigió a ningún coche, sino que cruzó el césped, dedujo que era una vecina. Qué oportuno. Spencer tenía un ligue en la puerta de al lado.

Él la miró con furia y la señaló con el dedo.

—Quédate aquí —y salió detrás de la mujer.

Como si… Como si le importara. ¿Quién era ella?

Intentando sacudirse el dolor que sentía, Arizona dijo «Sí, bwana» para que Spencer supiera lo que opinaba de su orden, y luego se acercó a la puerta para contemplar el espectáculo.

Las relaciones de pareja la desconcertaban. Nunca había visto el interés de tener a alguien siempre al lado, estorbando. La invasión de la intimidad, las expectativas, las obligaciones…

El sexo.

No, no quería nada de eso.

Y sin embargo la enfureció ver que Spencer aplacaba a la mujer abrazándola con ternura, y comprobar que la rubia se calmaba mientras él le daba explicaciones.

¿Qué le estaba diciendo? Seguro que no iba a reconocer que había estado viéndolo dormir, y que él se había levantado y se había paseado por la casa desnudo delante de ella. O que los dos se dedicaban a perseguir a traficantes de seres humanos, y que su único vínculo era el deseo de llevar a los malvados ante la justicia.

Pero de algo estaban hablando y, cuando la mujer miró a Arizona con aire comprensivo y apenado, Arizona montó en cólera. ¿Qué demonios…? ¿Aquella mujer florero le tenía lástima?

Hecha una furia, regresó a la cocina. Por el camino lanzó unos cuantos puñetazos y patadas, y luego respiró hondo. Ya había inspeccionado la casa de Spencer, así que sabía que podía volver a salir por la puerta de atrás y no tener que volver a verlo. Pero no lo haría. No iba a permitir que la ahuyentara. Ella no huía de nadie. Ya no. Nunca más.

Confiando en ocultar sus emociones, se puso a limpiar el estropicio del suelo. Buscó el cubo de basura y un rollo de papel de cocina. Casi había acabado cuando entró Spencer unos minutos después. En cuanto lo vio, tiró el último trozo de papel y se irguió.

—¿Te la tiras en la entrada?

—¿Qué? —preguntó él con aire receloso.

Hizo un círculo con una mano, estiró el dedo de la otra e hizo un grosero gesto imitando el acto sexual. El semblante de Spencer se endureció.

—Ya basta.

—¿Ah, sí? —se apoyó en la encimera—. Con el tiempo que has tardado, te habría dado tiempo.

—¿En cinco minutos? Yo creo que no.

Aquello la dejó desconcertada un momento, pero ¿qué sabía ella de sus hábitos sexuales?

—Lo que tú digas.

Spencer retiró una silla.

—¿Estás celosa?

—¡No!

—Entonces ¿a ti qué te importa?

Ella apretó las muelas.

—No me importa —pero su corazón comenzó a latir de una manera muy extraña.

—Te has negado a besarme —le recordó él.

—¡Pues claro que sí, joder!

—Entonces no te importará que la bese a ella, ¿no?

Arizona sintió el impulso de arrojarle a la cara la otra taza de café, pero no podía hacerlo. Sería desvelar demasiado, y además tendría que limpiar el estropicio.

Él bloqueó la puerta de la cocina, y ella no se atrevió a salir por la puerta de atrás. Spencer la alcanzaría enseguida y…

—¡Yo jamás te haría daño, maldita sea!

Se sobresaltó al oír su grito potente y grave. Pero parecía ofendido, más que furioso, y eso alivió su preocupación.

—¿Cómo lo sabes? —al menos su estallido la había hecho volver en sí y la había ayudado a sacudirse aquella extraña sensación de preocupación y de… tristeza.

Spencer estaba que echaba humo.

—Estabas ahí, calculando posibles vías de escape.

—Qué va —¿cómo lo sabía?

—Te lo he notado en los ojos, Arizona. Tienes una cara muy expresiva.

—¿En serio? —y ella que creía lo contrario. Había ocultado sus emociones muchísimas veces. Su tristeza. Su miedo. Sus anhelos

—Muy expresiva —respiró hondo y se pasó las manos por el pelo—. Pero no tenías por qué ponerte así. Marla solo es una amiga.

—¿Una amiga a la que te follas?

Él rechinó los dientes.

—De vez en cuando. Por acuerdo mutuo.

Ay, Dios, ¿por qué le dolía tanto aquello? No debería. No tenía nada que ver con ella.

—Así que te he estropeado un polvo, ¿eh? —dijo con sarcasmo, y meneó la cabeza con aire de lástima—. ¡Cuánto lo siento!

—No, no lo sientes, así que no mientas.

No, no lo sentía. Al contrario, se alegraba de haber impedido que se tirara a la rubia.

—Conque Marla, ¿eh? Era bastante… redondita, ¿no?

—Tiene muchas curvas, ¿y qué?

—¿Te gustan regordetas?

Spencer se frotó la cara, exasperado.

—A la mayoría de los hombres les gustan las mujeres con un poco de carne en los huesos.

Incapaz de refrenarse, Arizona miró su cuerpo delgado. A ella nadie la llamaría «regordeta». Tenía curvas, pero si Spencer prefería…

—Basta, Arizona.

—¿Basta qué?

—Basta de comparaciones —la miró de arriba abajo. Apartó los ojos y dijo—: Eres increíblemente sexy.

—¿Increíblemente? —de acuerdo, sabía que los hombres solían encontrarla atractiva, y normalmente la asustaba. Ahora, en cambio, no tanto.

—Hay muchos tipos de cuerpos distintos, pero casi todas las mujeres son bellas a su manera.

—Caray —¿de veras creía esa tontería?—. Eso ha sonado casi poético.

—Tú sabes que atraes a los hombres.

—Sé que me… ven —se le cerró la garganta, meneó una mano e intentó aparentar indiferencia—. Me miran y se dan cuenta de cosas. Nada más.

—¿Qué cosas?

—De lo que soy, de lo que he hecho.

—No —su mirada se suavizó—. Te miran y ven una mujer extremadamente bella y exótica. Nada más.

Si él quería creer eso, de acuerdo. Pero ella sabía la verdad: su horrible pasado se pegaba a ella como una camiseta mojada.

Spencer se dejó caer en una silla.

—Volvamos a la apuesta, ¿de acuerdo?

Ella prefería que no.

—¿Qué le has dicho de mí?

Él suspiró.

—¿De verdad importa?

—A mí sí —levantó la barbilla—. Venga, confiesa, ¿qué le has dicho?

Él movió la mandíbula.

—Que eras un ligue de una noche que no había captado la idea.

Increíble.

—¿Y se lo ha tragado?

—¿Que nos hemos acostado? Sí, se lo ha tragado —contestó con sorna.

—No, me refiero a si se ha creído que te he seguido hasta aquí y me he comportado como una acosadora.

Su semblante no cambió.

—Sí, se lo ha tragado.

—Ya. Hace que parezca una tarada. Peligrosa, incluso —se lo pensó y sonrió—. No está mal. Puedo soportarlo.

Él puso los ojos en blanco.

—¿Y la apuesta?

No le iría mal dejar de decir tacos. Siempre había querido hacerlo de todos modos, solo que cuando se enfadaba se le escapaban sin querer.

—No sé. ¿Qué me das si gano?

—¿Qué quieres?

Negándose a reconocer lo mucho que le importaba su respuesta, ella dijo:

—Que me ayudes a investigar ese bar y, si es necesario, a intervenir.

Spencer la miró a los ojos un momento antes de asentir con la cabeza.

Imposible. Era demasiado fácil.

—¿En serio?

Él se recostó en la silla y cruzó los brazos.

—Te habría ayudado de todos modos. Así que sí, ¿por qué no?

—Me… —cerró la boca y arrugó el ceño. ¿Tenía pensado ayudarla desde el principio?—. ¿Vas a ayudarme? ¿De verdad?

—No puedo controlarte, así que sé que vas a hacerlo por tu cuenta de todos modos. ¿De veras creías que iba a dejar que te las arreglaras sola?

Dos emociones se batieron dentro de ella: el rencor por que quisiera controlarla y una punzada de… alegría.

Porque a él parecía importarle lo que le pasara.

Tonta, tonta, tonta. Funcionaba mejor cuando no le estorbaban las emociones. Ya era bastante duro preocuparse por Jackson, pero a él le debía mucho, así que era lógico que quisiera que estuviera a salvo. Lo último que le hacía falta era empezar a preocuparse también por Spencer.

Y hablando de Jackson…

Ya que Spencer parecía dispuesto a ayudarla, ¿por qué no presionarlo un poco más? Se sentó frente a él y, después de pensárselo un momento, dijo con cautela:

—Está bien. Ya que ibas a decirme que sí de todos modos, a lo mejor… —respiró hondo—. A lo mejor podrías ser mi pareja en la boda de Jackson.

—Trato hecho —le tendió la mano.

Caray. La rapidez de su respuesta la dejó aturdida. Pero no quería ir a una boda. Y ya que tenía que ir, no quería ir sola.

Spencer esperó.

—Si yo no puedo decir tacos —le advirtió—, tú tampoco.

—No hay problema —siguió con la mano extendida, mirándola con expectación.

Arizona no sabía qué pensar. Sabía que podía ganar aquella estúpida apuesta, pero aun así…

—¿De qué clase de besos estamos hablando?

Él esbozó una sonrisilla.

—De ninguno que sea preocupante, te lo prometo.

Su manera de decirlo le preocupó más que cualquier otra cosa. Pero hizo acopio de orgullo y le estrechó la mano.

—Ve preparando el traje para la boda, Spence, porque sé que voy a ganar la apuesta.

Él no le reprochó que hubiera acortado su nombre, a pesar de que Arizona sabía que le molestaba.

—Si tú lo dices —siguió sujetando su mano—. De todos modos habría ido contigo a la boda, así que lo mismo me da.

Tocarla le producía un extraño cosquilleo en la tripa, le hacía sentirse acalorado y nervioso. Ella se soltó, se levantó de la silla y lo miró con enfado.

—Si pensabas hacer las dos cosas, yo no gano nada en la apuesta.

—Pero ya has dicho que sí —sonrió—. Hasta nos hemos estrechado la mano. Y no sé por qué, pero creo que cumples tu palabra.

Como si él supiera algo sobre ella o sus principios… Se acercó a la cafetera y se sirvió otra taza.

—Está bien. Lo que tú digas. En cuanto a lo de ese bar…

—Entendido, Arizona. Aunque pierdas la apuesta…

—No voy a perderla —no podía. ¿Besos? No, no podía, no dejaría que eso ocurriera.

—Aun así iré contigo a la boda.

—Ya veremos —pero se sintió inmensamente aliviada al oírlo. Yendo con Spencer, la boda se le haría más llevadera.

—Y te ayudaré con lo del bar.

—Genial. Me alegra saberlo.

—Pero quiero que me escuches con atención.

«Allá vamos». Volvió a la mesa con su taza de café.

—Soy toda oídos.

—Puesto que quieres que te ayude, tienes que cumplir un par de normas.

—¿Cuáles?

—Dame el nombre y la dirección y le echaré un vistazo —dijo en tono severo—. Mientras tanto, no harás nada por tu cuenta. No vayas allí, ni siquiera te acerques. No quiero que sepan quién eres.

Arizona se rio.

—Perdona, socio, pero para eso ya es demasiado tarde. Ya he estado allí dos veces, y se han fijado en mí, así que… —se encogió de hombros—. Estoy metida en esto hasta el cuello y tenemos que ir mañana por la noche porque me están esperando. O vienes conmigo, o voy sola.

 

 

En cuanto entró en el pequeño restaurante, Spencer vio a Trace sentado cerca del fondo, bebiendo una Coca-Cola y comiendo una hamburguesa.

Pero era lógico que lo viera, porque Trace Miller nunca pasaba desapercibido. Era, de los hombres que conocía, el que parecía más capaz. Formaba parte de un trío al que Spencer había conocido tras seguir la pista de Arizona hasta la boca misma del lobo. Ella estaba en peligro, o eso había pensado él. No podía saber que había un grupo de operaciones especiales buscándola. Aquel trío tenía contactos increíbles, una influencia de largo alcance y capacidad suficiente para respaldar cualquier farol.

Claro que ninguno de ellos fanfarroneaba en realidad. Bueno, quizá Jackson, pero eso tenía más que ver con cómo era él que con su habilidad para servirse de sus mortíferas capacidades. Spencer tenía la impresión de que Jackson era un engreído de nacimiento.

Trace Miller, en cambio, era frío como el hielo. Su apariencia de portada de revista masculina no ocultaba su dureza. Como cazarrecompensas, Spencer había aprendido a medir a la gente de un vistazo para calibrar el peligro de cualquier situación dada. Trace le parecía de esos tipos que enseguida tomaban el mando y protegían a los inocentes, pero preferían hacer las cosas personalmente. Era de maneras refinadas, rico y eficiente… y mortífero cuando era necesario.

El trío parecía confiar en él… hasta cierto punto. Spencer no se hacía ilusiones al respecto: sabía que eran recelosos por naturaleza. Ya habían hecho averiguaciones sobre su pasado, desenterrado cosas que habría preferido mantener en privado, y seguramente lo conocían tan bien como él a sí mismo, aunque no dijeran gran cosa al respecto. De momento, no habían tenido motivos para ello.

Spencer no se tomaba su relación a la ligera, y además odiaba pedir favores. Sobre todo, detestaba reconocer que quizá no pudiera hacerse cargo de la situación él solo. Si Arizona no estuviera en peligro, haría las cosas a su modo y aceptaría las consecuencias. Pero Arizona estaba en medio. Qué demonios, estaba metida en aquello hasta el cuello, y eso lo cambiaba todo. Spencer sabía que el trío se preocupaba por ella, que para ellos era una prioridad. Era lógico que buscara refuerzos, por si acaso las cosas se complicaban. Quería que Arizona no corriera peligro, maldita sea.

Sintiéndose un poco desleal, cruzó el restaurante. Solo había prometido no contárselo a Jackson, se dijo.

De Trace no había dicho nada.

Cuando llegó a la mesa, Trace dejó a un lado su servilleta y levantó la vista.

—¿Hay algún motivo por el que te hayas quedado ahí observándome antes de entrar?

A Spencer no le molestó su pregunta directa. Negó con la cabeza y se sentó.

—No. Solo estaba pensando en algo. Sé que Jackson le buscó otro nombre a Arizona. Y sé que tu apellido y el de Alani son distintos, aunque seáis hermanos. Así que ¿ella también cambió de nombre?

—No.

O sea, que Miller era un seudónimo.

«Lo que yo me figuraba». Asintiendo con la cabeza, porque en realidad no le importaba, dijo:

—Tengo un problema.

Trace preguntó con una media sonrisa:

—¿Y se llama Arizona?

—Bingo.

—¿Qué ha hecho ahora? —Trace se recostó en el asiento—. ¿Y por qué no acudes a Jackson? Arizona es como una hermana para él.

¿Sí? Spencer sabía que eso era lo que sentía Jackson, pero ¿y Arizona? A veces lo dudaba. Tenían una relación muy complicada, pero Spencer se limitó a decir:

—Arizona me ha hecho prometerle que no se lo diría a Jackson.

—Ah. Pero no dijo nada de mí o de Dare, ¿eh?

—No. Imagino que no se le ocurrió que podía recurrir a vosotros.

Dare era el tercer elemento del equipo. El día en que Spencer los había conocido a todos, Dare estaba de vigilancia, agazapado en una ladera con rifles de alta potencia listos para disparar si alguien les tendía una emboscada.

—Dudo que Arizona sepa que hemos seguido en contacto desde el día de aquella cagada.

Trace se encogió de hombros.

—Salió como estaba planeado.

—Arizona estaba en medio —todavía le enfurecía pensarlo. Arizona se había utilizado a sí misma como cebo para atraer a los traficantes de personas, sin saber que eran los mismos de los que había escapado: la misma gente que la había arrojado desde un puente, atada y vapuleada, a un río de aguas turbulentas para matarla.

Si Jackson no hubiera intervenido esa noche, si no hubiera sido lo bastante hábil o lo bastante rápido, Arizona se habría ahogado.

Por desgracia, muy pocas personas habrían notado su ausencia. Y a menos aún les habría importado.

Spencer sintió un calambre en las tripas. Hasta ahora, y a pesar de lo joven que era, a Arizona le habían repartido muy malas cartas. Y aun así era tan… vital.

—Dado que querían matarla, yo diría que tienes razón —Trace se quedó mirándolo—. ¿La ves mucho?

—No, qué va —no quería traicionar la confianza de Arizona, así que no podía explicarle que había estado intentando evitarla (y olvidarla) y que se la había encontrado sentada en su habitación, viéndolo dormir—. Se pasó por mi casa.

La expresión de Trace no cambió.

—¿Para enrolarte en uno de sus planes disparatados?

Spencer se puso a la defensiva.

—Lo que le falta en tamaño y fuerza lo compensa con su inteligencia y su valentía.

—¿Valentía? —Trace levantó una ceja—. Temeridad, diría yo.

—Puede ser. Me molesta que no sea más precavida y que dé tan poca importancia a su propio pellejo.

—Sí, lo sé. Más vale que quien se líe con esa chica tenga mucho temple, porque no la veo tranquilizándose en un futuro inmediato.

Sí… A Spencer no le gustaba pensar en Arizona con otro. Y por cómo había reaccionado ante la idea de besarlo, sabía que aún tenía muchos problemas que superar. Ahora tenía personas que la querían, pero ella solo se fiaba del lado feo de la vida.

Porque era lo único que conocía.

Trace se puso serio.

—Creía que Jackson la tenía ocupada haciendo labores informáticas.

Obviamente, no lo suficiente.

—Hace eso… y más cosas.

Trace suspiró.

—¿En qué se ha metido ahora? —preguntó.

Spencer le habló del bar y de las sospechas de Arizona.

—Me ha dicho que ya ha estado allí un par de veces y que se han fijado en ella.

—Esa chica llamaría la atención en cualquier parte.

Un hecho irrefutable. Spencer nunca había visto una mujer tan impresionante como Arizona.

—Así que, tal y como están las cosas, tengo que dar por sentado que hay algo turbio. Lo que significa que es posible que ya la hayan estado siguiendo.

—Puede que sepan dónde vive, qué sitios frecuenta. Podrían secuestrarla en plena calle —Trace le lanzó una larga mirada—. Por desgracia, sucede continuamente.

Por eso precisamente quería protegerla Spencer.

—No tengo más remedio que involucrarme.

—No, no tienes más remedio —Trace se quedó pensando—. Dame el nombre del sitio y la dirección.

—El Ganso Verde, en el centro de Middleville.

—Mierda —dijo Trace, sorprendido.

—¿Qué pasa? ¿Lo conoces?

Trace se echó a reír.

—Tiene mucho instinto, eso hay que reconocerlo.

—Entonces, tiene razón sobre ese sitio, ¿verdad?

—Me temo que sí. Pero, por suerte para tu paz de espíritu, ya lo teníamos localizado, aunque estábamos en las primeras fases de la operación. Dare estaba haciendo averiguaciones sobre los dueños, y yo pensaba pasarme por allí para verlo por dentro.

—De eso ya se ha encargado Arizona —se frotó el puente de la nariz—. Dice que se sentó a una mesa y que, cuando un chaval fue a tomarle el pedido, se fijó en que tenía unos moratones y un dedo torcido, como si se lo hubiera roto y no hubiera soldado bien. Y el chico no la miró a los ojos. Seguramente no tenía más de dieciséis años.

El semblante de Trace reflejó su ira, pero su voz sonó en calma cuando dijo:

—Maldita sea, ojalá hubiéramos actuado antes.

Pero no podían estar en todas partes al mismo tiempo.

—Cuando el chico le llevó la comida, Arizona le preguntó si aquel era un buen sitio para trabajar. Le dijo que estaba buscando trabajo.

—¿Y cómo reaccionó él?

—No pudo o no quiso decirle lo que pagaban por hora.

—Porque no le están pagando —repuso Trace con acritud.

—Es lo que supone Arizona. El chico se puso muy nervioso y le indicó al hombre con el que tenía que hablar si quería trabajar allí. Arizona dice que es un tipo alto y flaco, de unos cuarenta y cinco años, pelo castaño y escaso, ojos marrones, perilla, pendiente y un tatuaje tribal de colores en el brazo izquierdo. Por lo que pudo averiguar, es el dueño del local.

—Terry Janes —Trace cruzó los brazos—. Cumplió condena cuando era más joven por trapichear con drogas y luego se ha metido en líos un par de veces más por robo, allanamiento y presunta violación. Lo sentenciaron por dejar medio muerto a uno de una paliza, pero no llegó a cumplir condena. Es imposible que sea el propietario.

Aquello sonaba peor de lo que imaginaba Spencer.

—Esa noche, Arizona estuvo vigilando el local y solo salieron dos de los empleados. Janes, el barman y el gorila de la puerta. Los que tienen llave, supongo. Janes se encargó de cerrar. Es un barrio peligroso, así que es lógico que tengan rejas en las ventanas, pero en este caso…

—En este caso son para que no se escapen los trabajadores —tras pensar un momento, Trace se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa—. Por favor, dime que Arizona no ha hablado con él.

Era la única buena noticia en medio de aquel panorama desastroso.

—Dice que no, pero le dijo al chico que volvería mañana por la noche… y está segura de que ese tal Janes lo oyó.

—Seguramente lo hizo a propósito.

—Imagino que sí.

Trace sacudió la cabeza.

—Así que ahora estarán esperándola.

—Ya conoces a Arizona. En eso consistía su plan. Quiere que lo sepan, que hagan algún movimiento, para poder dejarlos al descubierto.

—Por lo menos ha tenido el sentido común de acudir a ti para pedirte ayuda —Trace sacó su móvil—. ¿Dónde está ahora?

—¿En este preciso momento? Ni idea —y eso era un problema, porque podían secuestrarla en cualquier momento. Cuando no podía verla, le preocupaba lo que estaría haciendo, si estaría a salvo.

Se preguntó si ella pensaría en él la mitad de lo que él pensaba en ella.

Sería agradable afirmar que solo le movían motivos altruistas. Pero no era toda la verdad, y lo sabía.

Miró su reloj de pulsera.

—Va a pasarse por mi casa dentro de un par de horas para planificar lo de mañana.

—¿Para planificar lo de mañana? ¿Es lo mejor que se te ha ocurrido?

Spencer se encogió de hombros. Era la única excusa que se le había ocurrido para ganar tiempo y poder entrevistarse con Trace… y comprarle a Arizona una tarta de cumpleaños.

—Llámalo como quieras —dijo Trace—, pero tienes que conseguir que se quede a pasar la noche contigo. Y no la pierdas de vista hasta que se vaya al Ganso Verde.

—¿Cómo demonios voy a hacer eso? —«¿y no tocarla?».

—No sé. Busca una manera. Dile que tenéis que repasar el plan.

«O darle un repaso a ella». Spencer meneó la cabeza.

—¿Crees que eso va a llevarnos toda la noche?

—Imagino que depende de cómo te lo montes, ¿no?

Spencer captó la indirecta. Pero Trace tenía que estar bromeando.

—El caso es que Arizona es muy… esquiva.

Y se quedaba muy corto. Arizona era muy valiente y bravucona, hasta que alguien mostraba interés íntimo por ella. Entonces entraba en acción su instinto de sobrevivir, de luchar o escapar.

De momento, con él siempre había optado por luchar.

Y cada vez que eso sucedía, el tornillo que atenazaba el corazón de Spencer se apretaba un poco más. Tenía un plan para ayudar a Arizona con aquello. Un plan masoquista que sin duda a él lo volvería loco, pero que a Arizona…

—Sabe que la deseas.

—No —maldición, lo había dicho demasiado deprisa y había sonado muy a la defensiva.

Trace se limitó a mirarlo.

—Soy demasiado mayor para ella —«por Dios, cállate, Spencer».

—Teniendo en cuenta por lo que ha pasado y cómo vive, yo diría que eres justo lo que necesita.

Spencer no quería hablar de aquel tema ni con Trace ni con nadie. Como si se diera cuenta, Trace no esperó confirmación.

—Consigue que vaya a tu casa y yo encontraré el modo de averiar su coche. Es una buena excusa para que se quede a pasar la noche. Así podrás tenerla controlada mientras nosotros cerramos ese antro.

—¿Cerrarlo? —preguntó sorprendido. ¿De veras podía ser tan fácil apartar a Arizona del peligro?—. ¿Así como así?

—Sí, así como así —Trace añadió enigmáticamente—: De todos modos ya estábamos en ello.

¿Se refería a él, Dare y Jackson? Spencer no se lo preguntó. Sabía que de todos modos no iba a decírselo.

—Me alegra saberlo.

—Y ahora que Arizona se ha metido en medio… Puede que todavía tardemos un tiempo, pero voy a hacer lo posible por acelerar las cosas.

—Eso espero, porque ya conoces a Arizona: no va a ser fácil conseguir que se quede en segundo plano. En cuanto a quedarse en mi casa… Puede que averiarle el coche funcione una vez, pero ¿y después? No va a gustarle la idea de que la protejan.

Trace miró la mesa.

—La comprendo. Después de lo que le pasó, sufre al pensar que haya alguien en esa situación.

—Sabe lo que es —dijo Spencer en voz baja—. Conoce muy bien esa angustia —y en el caso de Arizona el único modo de escapar de los recuerdos era ayudar a otros. Si no, sentiría que no se había hecho justicia.

Se quedaron callados un momento. Luego Trace abrió su teléfono móvil y pulsó una tecla.

—Deja que haga esta llamada y enseguida te digo lo que vamos a hacer.

Capítulo 3

 

El sol brillaba en los ojos de Arizona mientras esperaba en el coche a que regresara Spencer. Cada vez hacía más calor: dentro del coche, y de su mente.

Aburrida y soñolienta, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos para evitar el resplandor del sol… y recordó el día de aquella horrible confrontación.

La voz de Spencer sonaba firme:

—Sea lo que sea lo que te ha hecho Chandra, pagará por ello.

Pero Arizona sabía que no podía ser verdad. Ni siquiera pensar que Chandra había muerto le parecía retribución suficiente. Y ahora las personas a las que quería, las personas que le importaban, estaban en peligro.

Por ella.

Un odio ardiente y un miedo profundo se agitaban dentro de ella.

No le fue fácil, pero se fingió indiferente a la situación. No podía serlo, desde luego, enfrentada a su torturadora, a la responsable de tanto dolor, de tanta desgracia. Todo ese tiempo había creído que Chandra estaba muerta, fuera del alcance de su venganza.

E incapaz de causar más dolor.

Y sin embargo allí estaba. Sonriendo. Tan perversa como siempre. Por desgracia esta vez Arizona no era su único objetivo. También pensaba hacer daño a otros: a Jackson y a su novia, Alani.

Y a Spencer.

No, a Spencer no. Él se había escabullido segundos antes de que las cosas se complicaran. ¿Adónde había ido?

¿Qué importaba? A ella no, desde luego. No podía importarle.

Tendría que hacerse la valiente. Compuso una sonrisa astuta para ocultar su dolor y dijo con sorna:

—Las muertas no suelen hablar. Y tú estás muerta, aunque todavía no te des cuenta.

Una risa maníaca. La horrible carcajada de Chandra.

Arizona sintió frío. Y determinación. No se daría por vencida.

—Esto es entre tú y yo. Deja a los otros al margen.

—Si vuelve a hablar, disparadle —ordenó Chandra sin hacer caso de su advertencia.

Y lo harían. Sus matones disfrutarían disparando contra ella.

¿Qué podía hacer? ¿Quedarse atrás, como le había pedido Jackson? Le debía tanto… Pero no podía hacerlo. Si no se ponía en peligro, no podría atacar. Y quería hacerlo. Necesitaba hacerlo.

Así que ¿qué más daba que le temblaran las manos?

¿Qué importaba que su corazón latiera con violencia y que le ardieran los ojos? No huiría jamás.

Aquel era su infierno.

Tenía derecho a ponerle fin.

Estaba decidida… pero entonces todo sucedió al mismo tiempo. Múltiples disparos, caos…

¡Spencer! No se había ido. Todavía no.

Con una expresión feroz y los dientes apretados, avanzó hacia ella.

Le había robado su venganza.

No la había abandonado.

La ira y el alivio se inflamaron dentro de ella al mismo tiempo, confundiéndola con su energía…

—¡Yuju!

Sobresaltada, Arizona se incorporó en el asiento. Echó mano automáticamente de su navaja y miró alrededor.

Allí parada, junto a la puerta del copiloto, inclinada para mirar por la ventanilla, estaba la vecina tetuda de Spencer, dedicándole una sonrisa radiante.

Perfecto. Justo lo que le hacía falta.

Alterada todavía por el recuerdo, respiraba agitadamente. El sudor le caía por la espalda y le humedecía las palmas de las manos. Muy despacio, confiando en que la vecina no lo notara, retiró la mano de la navaja escondida a la altura de sus riñones y se apartó el pelo de la cara.

¿Dónde demonios estaba Spencer? Había aparcado allí hacía veinte minutos, pero no había visto su camioneta. Y mientras intentaba decidir si quedarse o irse, había hecho un recorrido imprevisto por la calle del recuerdo.