Traducción y literatura: fecundo diálogo - Pablo Montoya - E-Book

Traducción y literatura: fecundo diálogo E-Book

Pablo Montoya

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Pocas prácticas literarias generan tantas y tan encontradas opiniones como la traducción. Las mismas pueden ir desde la de Roland Barthes: "Tengo poco conocimiento de la literatura extranjera|a decir verdad, solo me gusta lo que está escrito en francés" hasta la ya clásica de George Steiner: "Sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silenció'. Desde su propia experiencia como traductor, el escritor colombiano Pablo Montoya nos entrega una serie de reflexiones en las que vuelve sobre el fecundo diálogo que desde siempre se ha establecido entre la traducción y la literatura, analiza los paradigmas de la traducción literaria en su país natal, estudia con detenimiento la labor que como traductores llevaron a cabo dos grandes creadores: Borges y Paz, y nos dice qué ha significado para él haber traducido a autores como Baudelaire, Flaubert, Camus y Quignard. Traducción y literatura es eso: un diálogo fecundo con dos tradiciones que han acompañado al ser humano prácticamente desde el momento mismo en que tuvo algo que contar y que en mucho han contribuido a darle, precisamente, su condición de ser humano.

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TRADUCCIÓN Y LITERATURA: FECUNDO DIÁLOGO

PABLO MONTOYA

 

UNIVERSIDAD VERACRUZANA

 

Martín Gerardo Aguilar Sánchez

Rector

 

Juan Ortiz Escamilla

Secretario Académico

 

Lizbeth Margarita Viveros Cancino

Secretaria de Administración y Finanzas

 

Jaqueline del Carmen Jongitud Zamora

Secretaria de Desarrollo Institucional

 

Agustín del Moral Tejeda

Director Editorial

Primera edición, 11 de diciembre de 2023

d. r. © Universidad Veracruzana

Dirección Editorial

Nogueira núm. 7, Centro, cp 91000

Xalapa, Veracruz, México

Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

[email protected]

https://www.uv.mx/editorial

Esta obra se publicó con el apoyo de la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana.

ISBN electrónico: 978-607-8923-84-7

Maquetación e ilustración de forros: Enriqueta del Rosario López Andrade

Cuidado de edición: Agustín del Moral Tejeda

Elaboración de ePub: Aída Pozos Villanueva

 

Traducción y literatura: fecundo diálogo1

Los límites que me impone mi capacidad mental son bastante estrechos, el territorio en cambio que habré de atravesar es infinito.

F. Kafka

1

George Steiner dice, en su indispensable libro sobre la traducción, que el mito de Babel sigue vigente, desde los tiempos remotos hasta nuestros días. Así haya existido una arrasadora tendencia hacia la uniformidad de las lenguas en el mundo, la diversidad que encierra Babel nos inquieta a cada instante. En Babel surge, por un lado, la idea de un nosotros que intenta alcanzar una unidad. La edificación misma de la torre está fundada en un propósito colectivo que, por su pujanza misma, apunta al alcance de las nubes. Ante la enormidad de la construcción, que se abandona en determinado momento porque se ha instalado entre sus constructores y moradores la confusión, Kafka formula, en uno de sus cuentos, que la base de semejante zigurat fue la gran muralla china. Una muralla que, como la torre misma, nunca se terminó de construir.

El vaporoso arriba de Babel no es más que una metáfora de Dios. Pero muy rápido –recuérdese que Babel en el Deuteronomio posee la duración de nueve versículos breves– ese nosotros se diversifica hasta tal punto que el caos reina por doquier y se vuelve imposible hacer siquiera un compendio de sus expresiones lingüísticas. Por lo que después de Babel se produce la dispersión. Y esta no es más que la propagación de la diversidad de las lenguas. Pero en el texto bíblico esa diversidad posee una connotación de castigo y condena.

Más allá de la arrogancia con que los hombres de aquel entonces decidieron enfrentarse al poder de Dios, uniformidad contra diversidad lingüística es lo que plantea Babel. Uniformidad no en el sentido negativo de repetición y monotonía, sino en el de la plenitud. Plenitud que, en este caso, podría entenderse como la necesidad humana de fundirse con una lengua total, única vía que permitiría abrazarnos con el todo. Babel sería no solo una escalera al cielo hecha de piedras, ladrillos y argamasa, sino además un puente de palabras, de signos trazados, de sonidos musicales entremezclados capaz de favorecer la unión.

Ahora bien, ¿resulta pertinente sentir nostalgia por una lengua única y primigenia, la lengua perfecta, la que, según los hebreos que tramaron la Cábala, habría de permitirnos que el hombre se comunique plenamente con Dios? Me pregunto, de igual manera, si fundirse con esa lengua idealizada no sea más que una aspiración a lo que hay más allá de todo lenguaje, es decir, al silencio. ¿No es esta última, por otra parte, la ambición más genuina de la música, un sistema de comunicación ambiguo y que, según Agustín de Hipona, es el único de la tierra que existe en el reino de los cielos? En esta perspectiva, es posible que el ensayo de Walter Benjamin, el más estudiado entre todos lo que se han escrito sobre la traducción, esté enraizado en el deseo de los hombres por alcanzar una palabra suprema, por no decir divina, que poseen las diferentes lenguas de la Babel planetaria.

Aunque no es mencionada por Benjamin, Babel pareciera ser el mito que impulsa sus reflexiones moldeadas por la teología judía e intentan darle un sentido a la labor del traductor. En la medida en que somos creaturas confusas y variadas, así serían también las lenguas que hemos inventado para comunicarnos entre nosotros y hacerlo con la naturaleza y el cosmos. Y quizás en todo ello no haya más que un intento por permanecer ante unos ciclos vitales caracterizados por la guerra, la enfermedad y la muerte. Benjamin sospechaba, sin embargo, que había un sentido alto, armónico y divino diseminado en todas las lenguas. Y que los traductores fundan su oficio en una suerte de sueño que consiste en rozar apenas un rasgo fugaz del gran rostro de lo innombrable.

Una concepción así haría pensar en el traductor como un iniciado, un demiurgo, una figura nimbada de esoterismo, cuando, acaso, no sea más que un intermediario, más o menos filantrópico, que favorece el diálogo entre seres de épocas lejanas y espacios lingüísticos diferentes. E intermediario remite a la noción de puente. Entender al traductor así, tal vez resulte menos intrincado y se evitaría adentrarnos en los terrenos escabrosos, y un poco totalitarios, de las teologías monoteístas. El puente, como símbolo, posee rasgos optimistas que establecen la comunicación. Pero si un puente puede tener un inicio y un final, también es cierto que hay puentes rodeados de vacío y bruma. Y, en el peor de los casos, pueden caerse y no cumplir su objetivo de generar el enlace. Lo que quiero decir es que la traducción no es necesariamente un logro en la unión de dos instancias. También es propia de ella sumergirnos en la perplejidad, en la extrañeza, en lo que es por esencia incomunicable y, por ello mismo, intraducible. De este modo, traducir se presentaría como un acto de hermandad donde, a veces, además del encuentro con el otro que no habla ni escribe ni piensa el mundo como yo, se imponen la distancia y la separación.

Volvamos, sin embargo, a Babel –siempre habrá que volver a esta metáfora poderosa de la traducción–, y formulemos que lo más sugestivo que hay en su seno sea su multiplicidad lingüística, el pálpito de un bullicio aparentemente inagotable existente en el tránsito por la vida y por la historia. Circundado por religiones en las que Dios y su creatura hecha a su imagen y semejanza aspiran a unirse por una lengua única, prefiero entrar en la alta torre y habitar la pluralidad mientras recorro sus aposentos numerosos. Y qué importa que el desconcierto asedie. De todas maneras, sé que, en la sucesión de siglos que esperan más allá de los miradores y balcones de la construcción interminable, se presentará la propagación, el encabalgamiento y la polifonía abigarrados. Como dice Steiner, “la desquiciante profusión de las lenguas existió desde siempre”. Esta coyuntura ha sido, en realidad, el motor para que las sociedades sean generadoras de cultura. Así entonces, sumergido en ámbitos con perfil de laberinto, tendré la conciencia de que mi medio para comunicarme será, una vez más, la traducción.

2

Steiner, en Después de babel, otorga una definición de traducir bastante abarcadora. Todo acto de comunicación, dice, es traducción. O mejor, y así se extiende más el campo de su acción, traducir es entender. Steiner plantea, en esta apertura total al mundo de la traducción que encierra su libro, dos casos a los que quisiera acudir para compartirles algunas ideas sobre ciertos textos narrativos que he escrito. El primero tiene que ver con el concepto de interanimación. Steiner lo propone para referirse a la confluencia de dos o más almas en el mundo de la traducción. No se está aquí solo frente a un procedimiento de verter una obra, que está en una lengua, en otra, sino en el hecho de que en la traducción se da una comunicación cultural. La interanimación es, dice Steiner, “una dialéctica de la fusión, donde la identidad sobrevive, alterada, pero dueña de una nueva fuerza y redefinida gracias a la reciprocidad”. La interanimación actúa como un abrazo en el que se juntan no solo dos discursos, sino muchos más. Octavio Paz completa esta idea cuando afirma que nuestra época y nuestra sensibilidad personal “están inmersas en el mundo de la traducción o, más precisamente, en un mundo que es en sí mismo una traducción de otros mundos, de otros sistemas”. En lo que tiene que ver con la comunicación (Paz diría “comunión”) de varios universos literarios, Steiner se refiere a las maneras como los escritores de varias lenguas y épocas se relacionan con un texto original y con el personaje del cual es protagonista. Y hace un recuento de cómo las figuras griegas, las del clan Atreo y la familia de Layo, se han desperdigado a lo largo de la historia. Versiones de Efigenias, Edipos, Medeas, Orestes que parten de Esquilo, Sófocles y Eurípides y terminan en nuestros días con nuevos autores. Versiones donde se actualiza el mito y la esencia del drama se mantiene.

Entre estas figuras está Antígona, que el mismo Steiner ha rastreado con minucia desde la antigüedad hasta el siglo xx, en los campos no solo de la literatura, sino también de la música y de la pintura. Por ser un título publicado en 1987, y por ser los suyos análisis más ubicados en el campo de la tradición europea, Antígonas de Steiner no se detiene en América Latina. Esto es debido a que la mujer griega se ha hecho muy latinoamericana en lo que va corrido del siglo xxi. ¿Por qué este particular desplazamiento? La explicación es de índole política, como debe ser cuando se trata de este personaje. Antígona, desde los tiempos del primer romanticismo alemán, ha sido motivo de interés porque en ella se entremezclan –a veces rechazándose, a veces complementándose– elementos propios de la autoridad del Estado-nación y del afecto de la familia. Hegel lo dice en sus Lecciones sobre filosofía de la religión con claridad:

El choque entre las dos supremas potencias morales está representado de manera plástica en ese exemplum absoluto de tragedia que es Antígona. Aquí el amor familiar, el amor sagrado, interior que corresponde al sentimiento íntimo y por eso también conocido como la ley de los dioses domésticos, choca con el derecho del Estado.

Para Hegel, igualmente, Antígona de Sófocles es la obra suprema de la antigüedad y su figura “la más resplandeciente que haya aparecido jamás en la tierra”. Y no solo porque allí se expresa el acto más sagrado que pueda realizar una mujer (el entierro), sino además porque en la obra lo que se pone en escena es el equilibrio entre dimensión privada de las necesidades humanas y el aparato público. Pero Hegel cree, por su parte, que solo en este equilibrio, y no erradicando cualquiera de las dos facetas, puede generarse el progreso de la colectividad humana.

Las “Antígonas criollas”, así las denomina Rómulo Pianacci, han aparecido en América Latina en un marco social caracterizado por la represión de las dictaduras militares y el terror ejercido por las democracias neoliberales, que también podrían denominarse narcodemocracias. Por tal razón, son visibles especialmente en las literaturas argentina, mexicana y colombiana. Un primer aspecto que unifica a estas Antígonas criollas es el asunto de la desaparición forzada. Tal flagelo adquirió una notoriedad siniestra con las dictaduras militares del sur, pero se ha incrementado demencialmente en México y, particularmente, en Colombia, donde según las cifras, siempre imprecisas por lo demás, hay más de cien mil desaparecidos.

En 2006 publiqué Réquiem por un fantasma, un libro de cuentos sobre la violencia en Medellín. Allí hay uno titulado “Antígona”. Lo escribí con la intención de llevar el mito de la mujer tebana, que busca el cadáver de su hermano para enterrarlo, al centro mismo de una Medellín que, a la sazón, era una urbe despedazada por el crimen. Igualmente, al escribir este libro, quise ocuparme no de los victimarios –los sicarios, los capos del narcotráfico, los guerrilleros, los paramilitares, los soldados y policías que asolaban el país–, sino de las víctimas. Siempre he tenido la sospecha de que una buena parte de la escritura literaria que nos ha correspondido a nosotros es una reactualización de temas y problemáticas antiguos. Por ello decidí acudir a la obra de Sófocles para escribir un cuento donde se narran las maneras como un grupo de teatro de Medellín monta Antígona.

Lo que trato de mostrar en “Antígona” es una interpenetración entre la realidad violenta de una ciudad colombiana contemporánea con la realidad desgarrada de una tragedia antigua. La narración describe ciertas situaciones sobre el montaje de la obra y, a la vez, cuenta cómo la actriz, que hace el papel de la hija de Edipo, debe buscar en su vida real a su hermano desaparecido. La carta de navegación, podría decirse, es la valentía y el dolor de Antígona de Sófocles, pero el decorado es una Medellín atribulada que se refleja en los avatares de un hombre que es un poeta marginal, un “desechable” como les decimos en nuestra ciudad despiadada a los mendigos callejeros. La actriz busca a su hermano asesinado por un grupo de limpieza social y hace un recorrido por una serie de lugares sórdidos de la noche citadina (inspecciones de policía, hospitales, anfiteatros). Su búsqueda es vana porque en todos los cuerpos de muchachos ultimados por las guerras urbanas no ve el de su hermano, así sienta el lector que podría establecerse una correspondencia entre unos y otro. Sin embargo, apoyándome en el carácter esperanzador y reivindicativo del amor familiar de la obra de Sófocles, al final del cuento hay un encuentro del cuerpo y la honra fúnebre se torna posible.

En medio del horror latinoamericano, Antígona vuelve a actualizarse en las tablas del teatro. Afianzada en la técnica del pastiche, Sara Uribe escribe Antígona González (2012). Es una obra al mismo tiempo experimental y poética donde la autora se adueña de fragmentos textuales que extrae de un lado y otro. Al final de la obra, hay una explicación donde se nos dice de dónde provienen las citas pronunciadas por esta Antígona, que es tan mexicana como griega y que, por momentos, se torna polifónica. Lo sugestivo y plausible es comprender cómo Sara Uribe ha asimilado las múltiples lecturas que alimentaron su escritura. Se ha basado, por supuesto, en la obra de Sófocles, porque su protagonista es el motivo supremo que estimula esta requisitoria, una vez más fundada en el hecho de que Antígona es un ser de amor y no de odio. Pero también Antígona González se apoya en noticias de periódicos como La Jornada, Diario de Coahuila y El Universal, en blogs sobre desaparecidos, en el blog de Antígona Gómez (una activista colombiana). Y se basa, asimismo, en El grito de Antígona de Judith Butler, en La tumba de Antígona de María Zambrano y en Fuegos de Yourcenar. La intertextualidad surge entonces como una forma que permite un ejercicio, tan estético como ético, de la traducción. Traducción capaz de convocar, en torno a un personaje literario, una serie de almas hermanadas que, con sus palabras de diversas procedencias, originan en el lector un desgarramiento enraizado en la poesía.

Hay dos epígrafes en Antígona González. Uno es una pregunta, “De qué se apropia el que se apropia”. La respuesta se hilvana a lo largo y ancho del texto –recuérdese que leemos casi siempre dos columnas que abarcan la página–, y en la medida en que esa Antígona polifónica nos cuenta su drama. El otro epígrafe es “Contar muertos”. Aquí brota una de las maneras como la realidad latinoamericana ha asimilado, ha comprendido y ha traducido a Antígona. La griega no cuenta muertos, puesto que es solo Polínice a quien debe honrar con el rito fúnebre. Pero en México son miles y miles de muertos sin tumba que deben contarse. Por lo tanto, es necesario establecer un censo de nombres. Contar muertos no solo es contarlos numéricamente, sino además contarlos desde el relato, el poema, la nota de diario, el drama. Y esto significa darles nombres, itinerarios, ropajes, destinos, relieves donde fueron vistos por última vez. Y solo después de esto debería efectuarse el entierro. Pero sabemos que este acto, al no efectuarse, es lo que propicia la desgracia individual y colectiva. Porque no enterrar significa la negación del cadáver y negar el cadáver es negar el duelo cabal de la comunidad adolorida por la guerra.

Lo conmovedor de Antígona González es comprender que “todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos”. Pero ¿quiénes son esos cuerpos? La forma como es traducida Antígona en Latinoamérica se transforma radicalmente, ya que Polínice es identificado con los marginados, los desaparecidos y los migrantes. Pero en esta transformación, Antígona, que ha conocido la mendicidad en las aldeas griegas junto a su padre ciego y miserable, conserva, intacto, uno de sus rasgos esenciales: el de la solidaridad por aquel que es pisoteado por un orden social cruel.

En 2014, Carlos Satizábal, director de la compañía Tramaluna Teatro de Bogotá, llevó a la escena Antígonas: tribunal de mujeres, una obra que se apoya en el collage. Multifacética y también polifónica, este montaje acude a recitativos que provienen del texto original de Sófocles, pero también a testimonios de mujeres que han sido golpeadas por la violencia de los falsos positivos, por el genocidio político contra la Unión Patriótica y por las persecuciones que el Departamento Administrativo de Seguridad y otros aparatos estatales coercitivos hicieron sobre mujeres que defendían los derechos de las víctimas del conflicto armado colombiano.

Es una obra, además, que utiliza imágenes y videos de fondo y en el que las mujeres tocan gaitas, tambores, maracas y cantan tonadas tradicio