Tras el riesgo - Tori Carrington - E-Book
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Tras el riesgo E-Book

Tori Carrington

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Beschreibung

Nicole Bennett no solo era una chica mala, también era una ladrona. Y, aunque había pasado malos momentos, nunca la había seguido un tipo como Alex Cassavetes. El problema no era que la estuviera investigando, sino que ella también quería investigarlo a él... muy a fondo.Alex jamás había conocido a una mujer como Nicole: era salvaje, desinhibida... y muy sexy. Pero también era su única pista en un importante caso de robo. El peligro de intentar atrapar a un ladrón con la ayuda de una ladrona era que podría ser él al que le robaran... ¿el corazón?

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Seitenzahl: 187

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Lori & Toni Karayianni

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tras el riesgo, n.º 268 - diciembre 2018

Título original: Red-Hot & Reckless

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-226-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

 

Nicole Bennett tenía dos debilidades, que le suponían una interminable fuente de problemas: las joyas de Tiffany y los hombres. Las primeras, porque no eran suyas; y los segundos, porque uno de ellos acababa de llamar a la policía.

Se apresuró a limpiar las huellas dactilares de las superficies que estaban más a su alcance mientras miraba por la ventana para ver si aparecía algún coche patrulla. Se encontraba en el sur del Bronx, en el destartalado apartamento de Sebastian Pollock, un actor de Broadway con el que había estado viviendo y saliendo durante una semana.

Cuando terminó, metió al gato en su caja y se colgó una bolsa de cuero negro en el hombro derecho. Después, tomó un sobre y metió en su interior, cuidadosamente, las joyas de plata de ley. Todavía se maldecía por haber acusado a Sebastian, por la mañana, de ser un hombre que solo duraba un minuto.

Abrió la puerta de la casa, sacó un pañuelo rojo y limpió el picaporte para no dejar ninguna huella. Acababa de salir al pasillo cuando vio a Sebastian. Estaba apoyado en una pared, con los brazos cruzados sobre su impresionante pecho.

—¿Vas a alguna parte? —preguntó, arqueando una ceja.

Nicole respondió con una famosa frase de Bette Davis en Eva al desnudo. Era una de sus citas preferidas, y muy adecuada para las circunstancias y para su propia vida en general:

—Abróchense los cinturones. Va a ser una noche movida.

Una vez más, se preguntó qué había visto en aquel alto, atractivo y superficial individuo. Ciertamente, Sebastian no hacía demasiadas preguntas; un detalle importante teniendo en cuenta que ella era ladrona de profesión. Pero, por otra parte, no se podía decir que fuera un buen amante. Bien al contrario, duraba tan poco en la cama que lo suyo no se parecía mucho al sexo.

Se dijo que solo había sido un error más en una larga lista de errores y decidió actuar.

Rápidamente, lo golpeó con la base de la mano en el esternón. Sebastian se dobló hacia delante y se quedó sin aliento, momento que ella aprovechó para registrarle los bolsillos; tal y como esperaba, el brazalete que se había llevado estaba en uno de los bolsillos de sus vaqueros. Después, sonrió y guardó la pieza con el resto de las joyas.

—Gracias por los buenos recuerdos —le dijo.

Nicole caminó hacia la escalera de incendios; no quería arriesgarse a bajar por la escalera porque cabía la posibilidad de que la policía la estuviera esperando abajo.

Mientras avanzaba, se preguntó a dónde podía ir. Pero la respuesta era evidente: a Baltimore, sin duda alguna.

El gato maulló en aquel momento y ella lo miró.

—Sospecho que vas a hacer otra visita a la tía Danika, Cat.

Acto seguido, aceleró el paso.

1

 

 

 

 

 

 

Alguien la estaba siguiendo.

Tres días después del episodio de Sebastian, Nicole Bennett estaba sentada en un bar de Baltimore, llamado Flanagan’s Pub. No era el lugar al que se dirigía; en realidad formaba parte de un rodeo que estaba dando para borrar su pista. Casi estaba segura de que la estaban vigilando, y sospechaba que habían comenzado a vigilarla el día que llegó a la ciudad, procedente de Nueva York. No había visto a la persona que la seguía, pero podía sentirlo en la piel; hasta el cargado ambiente del bar parecía estar dominado por una extraña expectación.

Su perseguidor no se encontraba en el bar; de eso, estaba segura. Al entrar en el establecimiento, había tardado dos segundos escasos en analizar la situación. Además de la camarera, solo había dos hombres y una mujer mayor con dos niñas que parecían ser sus hijas. Los primeros estaban en una esquina, enfrascados en una conversación; eran demasiado pálidos para ser policías y le parecieron simples ejecutivos. Las segundas estaban charlando entre risas.

En cuanto a la camarera, era su principal motivo de preocupación; parecía una mujer capaz, agresiva y con mucho carácter; alguien que podía estar en cualquiera de los dos lados de la ley. Pero Nicole no le dio demasiada importancia; su presencia en el bar era completamente casual, no había sido planificada, y sabía por experiencia que la policía no estaba tan organizada como para montar una operación de captura en tan poco tiempo.

Miró a la camarera. Parecía tan distraída que inmediatamente pensó que estaba pensando en un hombre: solo un hombre podía provocar tal gesto de dolor en una mujer.

Casi inmediatamente, la camarera confirmó sus sospechas con un comentario que hizo, entre dientes, mientras limpiaba la barra del bar:

—Seguro que se ha marchado con otra mujer.

En otras circunstancias, Nicole se habría felicitado por su capacidad de análisis. Pero la confirmación de sus sospechas no la alegró en absoluto; en cierto modo, aquella mujer estaba tan desesperada como ella misma.

La puerta del local se abrió en aquel momento y apareció una atractiva pelirroja. Nicole la observó con atención y pensó que no suponía amenaza alguna, aunque resultaba evidente que no había comprado las caras ropas y joyas que llevaba por ninguna herencia familiar, sino por su capacidad de trabajo. Conocía bien a la gente y sabía distinguir quién era un nuevo rico y quién había crecido rodeado de privilegios.

Calculó mentalmente el valor de las cosas que llevaba, pero lo desestimó de inmediato. Solo le interesaban las joyas de Tiffany, de primera calidad.

—Bonita camiseta —dijo la recién llegada.

A Nicole le extrañó que no se dirigiera a ella. A fin de cuentas, su atuendo de cuero era mucho más interesante que la camiseta con el estampado de Jessica Rabbit que llevaba la camarera.

—No tienes aspecto de que te gusten mucho las camisetas —dijo la camarera.

—Créeme, no visto de una forma tan elegante todos los días —dijo la pelirroja, riendo.

La mujer siguió hablando sobre la camiseta y añadió:

—Las camisetas me gustan tanto como a cualquiera, sobre todo si llevan un estampado como el tuyo. Me gusta pensar que tengo mucho en común con ese personaje. No es mala, es que la han dibujado de ese modo.

La camarera sonrió y le sirvió un whisky. Después, se presentó:

—Me llamo Venus, Venus Messina.

—Yo soy Sydney Colburn.

—¿Sydney Colburn? ¿La escritora?

—Sí, la misma —respondió, con una sonrisa.

Nicole también reconoció a la escritora. Había empezado a leer sus novelas en los aeropuertos, cuando estaba de viaje. Al principio solo las utilizaba para evitar que la gente le diera conversación en los aviones, pero al final le habían interesado de verdad.

—Vaya, me encantan tus libros. Tus heroínas nunca son unas inútiles —dijo entonces la mujer que se había presentado como Venus.

—Por supuesto que no, porque son personajes reales. Y también lo son los hombres. De hecho, cumplir mis exigencias no es tan difícil… Lo difícil es encontrar al hombre adecuado.

—Bueno, a mí nunca me ha costado encontrar hombres —dijo Venus—. Pero lo difícil es que se queden contigo.

—¿Te refieres a los buenos o a los malos?

Venus suspiró.

—Los únicos que se acercan a mí son los que consiguen que pierda el trabajo o vacían mis cuentas bancarias. Los de ojos verdes, cabello castaño y una sonrisa que debería ser declarada ilegal no me duran nada.

Nicole tuvo la impresión de que la camarera no estaba hablando en general, sino sobre un hombre en concreto.

—Veo que te ha dado fuerte —afirmó la escritora.

—Habla por ti misma —protestó.

La camarera sirvió un segundo whisky a la pelirroja y añadió:

—A las rebeldes nos cuestan mucho más las cosas. Nosotras intentamos vivir y no renunciamos a la idea de que el próximo hombre atractivo que aparezca podrá borrar el recuerdo del anterior.

En ese momento, Nicole decidió intervenir.

—No hay tantos hombres atractivos —dijo.

Venus la miró, se dirigió a ella y declaró:

—Casi había olvidado que estabas aquí. Ven a sentarte con nosotras. Las rebeldes debemos estar juntas.

Nicole apretó los labios. La franqueza y simpatía de la camarera no le extrañaron demasiado, pero sí le extrañó que la hubiera calado con tanta facilidad. Se dijo que tal vez compartiera su habilidad casi innata para reconocer a la gente, pero acto seguido pensó que en su caso no había ningún secreto: su gusto por el color negro y por la ropa de cuero la situaba inmediatamente en el campo de las mujeres rebeldes.

Pero, a pesar de todo, tuvo la sensación de que tenía mucho en común con aquellas mujeres. Por lo menos, en lo relativo a la vida y a los hombres.

—¿Las rebeldes? ¿Es que vamos a formar un club o algo así? —preguntó Nicole con ironía.

—El último club al que pertenecí eran las Girl Scouts y me echaron a los once años, cuando me descubrieron espiando en la cabaña de los chicos. El jefe del campo me atrapó cuando estaba a punto de meterme en un armario con Tommy Callahan —dijo Venus—. Era un chico muy guapo.

—Yo nunca pertenecí a ese club. Visten de marrón, y el marrón no es mi color preferido —dijo Nicole.

—Eh, pues mi madre nunca me perdonó por enseñarle mi ropa interior a los niños en preescolar —dijo Sydney, la pelirroja.

—¿Por qué? —preguntó Venus.

—Eso mismo me pregunto yo —intervino Nicole—. Al menos, tú llevabas ropa interior.

—Al parecer, hemos sido miembros del club de las rebeldes desde que nacimos, ¿eh? —comentó Venus.

Nicole se acercó a ellas y se presentó. Las tres mujeres estuvieron charlando un rato, hasta que el teléfono móvil de Sydney comenzó a sonar. Respondió la llamada, y cuando terminó de hablar, dejó un billete de cien dólares sobre la barra y pidió a la camarera que la invitara a ella a tomar algo. Después, se alejó hacia la salida.

En ese preciso instante entró un hombre alto y moreno. Nicole entrecerró los ojos y supo de inmediato que era agente de policía; pero su condición profesional no impidió que admirara su enorme atractivo.

El hombre pasó ante la pelirroja que acababa de marcharse, sin prestarle ninguna atención, y clavó la mirada en Venus.

Nicole lamentó que estuviera interesado en la camarera. Su último encuentro con un individuo del sexo opuesto la había dejado con ganas de algo más, y no le habría importado divertirse un poco con él.

—Hola, Venus —dijo el hombre.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Tenía sed. ¿Qué me recomiendas? ¿Un grito de orgasmo? ¿O tal vez un sexo en la playa? —respondió él mientras se sentaba en un taburete.

—Un grito de orgasmo contra una pared siempre es una buena elección.

—¿Y qué te parece contra el lavabo de un cuarto de baño, o en una piscina? —preguntó con una sonrisa.

Nicole no pudo evitar hacer un comentario sobre la sonrisa del recién llegado. Resultaba evidente que era el hombre al que se había referido poco antes la camarera:

—Es verdad, deberían declararla ilegal.

Nicole sonrió a la camarera, a modo de despedida, y se marchó del local.

En cuanto estuvo afuera, miró a ambos lados de la calle por si divisaba algo sospechoso. Pero no vio nada extraño; solo gente corriente y un perfecto día de verano.

La sensación de estar siendo vigilada desapareció en cuanto se puso en marcha. Respiró a fondo, se dijo que tal vez lo había imaginado y pensó que se estaba volviendo paranoica con la edad. Por supuesto, no le ayudaba nada que de los tres miembros de su familia ella fuera la única ladrona en activo. Su hermano, Jeremy, había dejado la profesión un año antes, después de casarse con Joanna.

En cuanto a su padre, ni siquiera quería pensar en lo que le había pasado. Era tan duro, que supuso que su paranoia derivaba de ese hecho.

Un segundo después, miró por encima de su hombro y alcanzó a ver una sombra que desaparecía.

Apretó los labios y pensó que tal vez no fueran imaginaciones suyas.

 

 

Alex Cassavetes se escondió en la entrada del pub del que acababa de salir la astuta y atractiva Nicole Bennett. Se frotó la mandíbula y supo que ella lo había visto; algo que no dejaba en muy buen lugar a un ex policía de Nueva York que se había convertido en detective especializado en robos y seguros.

Se levantó ligeramente una de las mangas de la chaqueta y miró la hora en el reloj. Sospechaba que Bennett había notado que alguien la estaba siguiendo antes incluso de entrar en el bar; por esa razón, había optado por esperarla afuera. Pero no esperaba que un segundo después de salir de la cafetería donde él había estado esperando, al otro lado de la calle, ella volviera la cabeza y lo mirara a los ojos.

Era absurdo que la siguiera en tales circunstancias, así que tomó dirección opuesta a la de la mujer. Se sentía un perfecto estúpido. Lo había estropeado todo cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo.

Nicole Bennett, toda una especialista en el mundo de los ladrones, había tomado tres días antes un avión, en Nueva York, para dirigirse a Baltimore. Naturalmente, él la había seguido de cerca. Había entrado en las tiendas donde ella entraba, había comido en los locales donde ella comía e incluso había tomado habitación en el mismo hotel barato.

Pero nada, en sus treinta y dos años de existencia, lo había preparado para aguantar aquella mirada directa.

Sabía lo que habría dicho su abuela griega, Panayiota; habría dicho que eran los ojos de una bruja. Ojos negros, insondables y almendrados, que podían repeler o atraer a su antojo. Había visto a Nicole Bennett en fotografías; sin embargo, resultaba infinitamente más impactante en persona.

—La estás perdiendo, Cassavetes —se dijo.

El detective se resistió al impulso de volver la mirada. Ahora ya solo podía hacer una cosa: regresar al hotel y esperar que ella regresara más tarde.

Pero sabía que no volvería. Era una profesional y desaparecería al notar el menor peligro; el día anterior había registrado su habitación y no había encontrado nada en absoluto, ninguna pertenencia importante que la obligara a regresar. Sospechaba que guardaba sus cosas en la amplia bolsa de cuero que llevaba consigo, y que sus ocasionales visitas a las consignas de aeropuertos y estaciones de ferrocarril explicaban que nunca dejara objeto alguno por donde pasaba.

Eso hacía que seguirla fuera una labor extremadamente complicada. Y por supuesto, también provocaba que estuviera especialmente interesado en seguirla.

Alex Cassavetes estaba a la altura de aquella inteligente, seductora y fascinante mujer que siempre se escapaba y que le había generado serias dudas sobre su capacidad como detective. Actuaba con absoluta cautela, como un fantasma, y la mayoría de las veces solo robaba a otros ladrones o a personas envueltas en asuntos turbios que desde luego no denunciaban los robos.

Unos minutos más tarde, entró en el vestíbulo del hotel donde se había alojado durante los dos últimos días. Una prostituta y un cliente estaban charlando con el recepcionista, pero Alex hizo caso omiso y se dirigió al segundo piso subiendo los escalones de dos en dos.

No recordaba cuándo había llegado a la conclusión de que su objetivo era Nicole Bennett. Llevaba tres meses siguiendo la pista a los diamantes que había robado Christine Bowman con ayuda de su banda; Christine ya había sido detenida y procesada por el robo de las joyas y por el asesinato de dos guardias de seguridad, pero los diamantes seguían sin aparecer.

Alex pensó enseguida que había algo muy extraño en todo aquello y organizó una investigación a fondo. Poco después, encontró lo que buscaba en una fotografía que habían hecho durante la detención de Christine Bowman, en una estación de autobuses de San Luis: en la imagen se veía a una misteriosa y atractiva mujer, vestida con ropas de cuero, que estaba sentada a cierta distancia de la detenida.

El detective comprobó entonces las fotografías que habían sacado en otros robos similares y notó que en dos de ellas volvía a aparecer la mujer de negro. Más tarde, Ripley Logan, del departamento de policía de San Luis, le dio un nombre: Nicole Bennett. El nombre de la mujer que se alojaba en la habitación contigua del hotel.

En cuanto llegó al segundo piso del establecimiento, se dirigió a su habitación, la 107. Pero se detuvo mientras introducía la llave en la cerradura, caminó hacia la habitación 108 y llamó.

Alex sonrió aunque Nicole no contestó. Sabía que ella estaba allí. Podía sentirlo en todo su cuerpo.

Estaba a punto de volver a llamar cuando se abrió la puerta y se encontró cara a cara con la mujer de ojos negros.

Nicole Bennett se cruzó de brazos y se apoyó en el marco, mirándolo con tal intensidad, que Alex se estremeció.

—¿Quieres algo? —preguntó ella.

Alex sonrió de nuevo. Era una mujer tan inteligente, que no mostró gesto alguno que indicara que sabía que la estaba siguiendo. Pero lo sabía. Estaba totalmente seguro.

Se permitió el lujo de admirar su escote. Tenía una figura impresionante, aunque no se había dado cuenta de ello hasta unas semanas antes, cuando comenzó a hacer calor y ella dejó de llevar su habitual chaqueta de cuero. Era tan bella, que la boca se le hizo agua.

—Sí —dijo, mirándola con igual intensidad.

Alex se sorprendió un poco al notar un ligero rubor en sus mejillas, y esperó unos segundos antes de continuar.

—Siento molestarte. Me llamo Alex y me alojo en la habitación contigua. ¿Te han cambiado las toallas esta mañana? Porque a mí…

Nicole Bennett no dijo nada. Se dirigió al cuarto de baño, tomó una toalla, regresó a la entrada y se la dio.

—Gracias —dijo él.

—De nada.

Acto seguido, Nicole le cerró la puerta en las narices.

Sin embargo, Alex siguió un rato más ante la puerta, sonriendo. No había oído los pasos de Nicole, lo que significaba que seguía al otro lado, observándolo a través de la mirilla. Estuvo a punto de saludarla a modo de despedida, pero no le pareció una buena idea y volvió a su habitación.

Aquello le pareció muy interesante. No solo había regresado al hotel, sino que le acababa de dejar bien claro que no le asustaba su presencia. O, al menos, que no estaba segura de que la estuviera siguiendo.

En cualquier caso, le pareció admirable. Nunca había conocido a ninguna mujer tan segura de sí misma, ni tan enormemente sexy.

Con un poco de suerte, tendría su oportunidad.

2

 

 

 

 

 

 

Nicole llevaba una peluca corta y rubia, ni muy llamativa ni demasiado moderna, y un vestido ajustado pero elegante, adecuados ambos para la fiesta donde se encontraba. Al pensar en Alex, recordó su segunda cita preferida, esta vez de Rita Mae Brown: «No me lleves a la tentación. Puedo encontrar el camino yo sola». Indudablemente, era un hombre muy tentador. Y se sentía irremisiblemente atraída por él.

Miró a su alrededor, por si veía a alguien que pareciera estar fuera de lugar entre los ciento cincuenta invitados. Pensó que habría sido mejor que tomara un taxi y se dirigiera directamente al aeropuerto, que olvidara el trabajo, que lo olvidara todo excepto la necesidad de perder de vista a Alex. Aceptó una copa de champán que le ofreció un camarero y lo observó al pasar, comparándolo mentalmente con el hombre que ocupaba sus pensamientos.

Alex.

Medía más de un metro ochenta, lo que automáticamente le situaba en la categoría de hombres peligrosos; siempre le habían gustado altos. Su pelo era casi tan oscuro como el de ella, castaño, sedoso y muy apetecible para tocar. Sus ojos eran de color verde e irradiaban una energía sexual tan intensa, que la boca se le hacía agua con solo mirarlo. Pero sus labios, grandes y cautivadores, eran lo peor de todo: hacían que sus pezones se endurecieran y que sus muslos vibraran.

No podía negarlo. Era muy atractivo. Razón de más para haberse marchado sin regresar al hotel, porque olía a policía a kilómetros a la redonda. Su vida amorosa era un verdadero desastre últimamente, y no necesitaba complicársela aún más con un policía.

Habían transcurrido seis horas desde que lo vio llegar al hotel, aunque nunca habría imaginado que se atrevería a llamar a la puerta de su habitación. Y mucho menos con la débil excusa de que necesitaba una toalla: lo había visto por la mirilla y sabía que no había entrado en su habitación. Pero, al menos, había confirmado sus sospechas.