Tras la tormenta - Jane Toombs - E-Book
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Tras la tormenta E-Book

Jane Toombs

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Beschreibung

¿Le habría servido únicamente de refugio en la tormenta... o podría ofrecerle un hogar definitivo? Lo que menos esperaba encontrarse en su puerta el agente Dan Sorenson durante aquella fuerte tormenta era una mujer... Una mujer bella, vulnerable... y a punto de dar a luz. Después de ayudarla a traer al mundo a su preciosa hija, Dan tenía miles de preguntas que hacerle a Fay, pero parecía que ella no estaba dispuesta a contestar. Como buen agente de policía, Dan se dispuso a cuidar de madre e hija, pero pronto sintió una tremenda atracción por su invitada temporal... y una gran frustración.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Jane Toombs. Todos los derechos reservados.

TRAS LAS TORMENTA, N.º 1557 - Diciembre 2012

Título original: Detective Daddy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1257-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Dan Sorenson echó otro tronco de leña a la chimenea. Fuera, el viento rugía en la Upper Peninsula del estado de Michigan. Era una buena noche para quedarse en casa, en la pequeña cabaña de caza. Las tormentas de primavera solían durar allí unos tres días. Aventurarse a conducir o incluso a salir era una locura. Por suerte, había almacenado suficiente leña antes de aquella tormenta de abril.

La cabaña, cómoda pero vieja, había sido de su abuelo y luego de su padre, y estaba situada en medio del bosque. Los troncos de madera de sus paredes habían sido cuidadosamente ajustados por artesanos constructores finlandeses. Dan se acercó cojeando a una ventana en un vano intento por ver algo en medio de la oscuridad. Comprobó que la luz del porche estuviera encendida y sacudió la cabeza. Su madre siempre dejaba la luz encendida cuando había tormenta. Nunca se sabía, decía.

Sin duda sería inútil en aquel perdido y remoto lugar pero, de todas maneras, era incapaz de apagarla. Nada más girarse para volver a sentarse en su sillón Morris junto a la chimenea, Dan oyó un ruido. ¿Sería posible que hubiera alguien en la puerta? Recogió la pistola y fue a abrir. Era la respuesta automática de un policía. Entonces se quedó de piedra.

En el porche había una mujer cubierta de nieve de pies a cabeza. La hizo entrar. La guió hasta la chimenea y le quitó el abrigo mojado. Entonces descubrió que estaba embarazada. Temblaba de frío.

—Frío —susurró ella.

Trató de convencerla de que se quitara el suéter, pero tuvo que ayudarla porque le temblaban las manos. La camisa y los pantalones también estaban mojados.

—Tienes que tomar una ducha caliente inmediatamente —dijo él.

Ella lo miró tan absorta, que Dan temió que tuviera un comienzo de hipotermia.

—Ven conmigo —susurró, tomándola de la mano para llevarla al baño—. Voy a abrir el grifo para que se vaya calentando.

Al soltarle la mano, ella se quedó inmóvil, muda e inexpresiva. Dan iba a salir del baño para que se desnudara, pero ella no reaccionó.

—¿Puedes desvestirte sin ayuda?

La mujer no contestó.

—Escucha, me llamo Dan, y voy a tener que ayudarte a darte una ducha, ¿de acuerdo?

Dan le quitó la camisa. Ella siguió sin reaccionar, así que Dan la sentó y le quitó los zapatos, los calcetines y los pantalones. La ropa interior parecía seca.

Al desabrocharle el sujetador y rozarle la piel, Dan comprobó que estaba helada. ¿De dónde había salido aquella mujer? Le quitó las braguitas, la puso en pie y la metió en la ducha. Tenía miedo de que se cayera al suelo, así que se quedó en el baño con ella, observándola bajo el chorro de agua.

Cuando le pareció que debía haberse calentado, cerró el grifo, la sacó y la envolvió en una toalla. La llevó junto a la chimenea y subió al dormitorio de la planta de arriba a buscar ropa seca. Franela, eso era lo mejor.

Dan le puso la camisa de un viejo pijama de franela de su abuelo. Al abrochar los botones, trató de no tocar sus pechos. Su abuelo había sido una persona alta y fuerte, así que la camisa le llegaba casi a las rodillas. Tras remangarle las mangas, Dan dijo:

—Te sentaré para ponerte los pantalones del pijama.

Para sorpresa de Dan, por fin ella reaccionó. Sacudió la cabeza.

—Estarás más calentita.

Ella hizo un gesto de dolor y se llevó la mano al abultado abdomen, diciendo:

—Ya viene.

—¿El qué?

—El bebé.

—¿Seguro? —preguntó Dan, tragando.

Ella asintió.

Dan se quedó atónito, tratando de asimilar la noticia. Estaba solo, era la única persona que podía ayudarla. Bueno, su hermano Bruce era médico y vivía en Evergreen Bluff, pero con ese tiempo le resultaría imposible llegar a la cabaña. Aunque siempre podía llamarlo y preguntarle qué hacer. Dan la sentó en el viejo sofá frente a la chimenea y dijo:

—Tranquila, ¿de acuerdo?

Justo al descolgar el teléfono, se fue la luz. Enseguida confirmó lo que sospechaba. La línea telefónica estaba cortada. Y en aquel remoto lugar el móvil jamás tenía cobertura.

—Tranquila, voy por un par de lámparas.

Guiándose por la luz del fuego de la chimenea, Dan encendió dos lámparas de queroseno. Entonces vio que ella se abrazaba el vientre.

—Duele —dijo ella.

Él se arrodilló a sus pies y trató de recordar lo poco que había aprendido en la clase de primeros auxilios del cuerpo de policía de Archer. En realidad los partos de emergencia sólo habían sido brevemente mencionados.

—Ya te he dicho que me llamo Dan, Dan Sorenson. ¿Puedes decirme tu nombre?

Ella lo miró a los ojos como si lo viera por primera vez.

—Fay, Fay Merriweather. Gracias por... dejarme entrar y eso.

—Hola, Fay —sonrió Dan—. Y ahora dime, ¿era hoy el día en que debía nacer el bebé?

—No, faltan unas dos semanas.

Dan trató de disimular su alivio. Al menos no sería uno de esos bebés prematuros, frágiles y diminutos.

—Fay, ¿has estado bajo tratamiento médico?

—Sí —suspiró ella—. El médico no quería que condujera hasta Duluth. Debí haberle hecho caso. No serás médico por casualidad, ¿verdad?

—Lo siento, pero no. Soy policía.

—Entonces seguro que has traído más niños al mundo —contestó ella, aliviada.

Dan asintió. No tenía intención de decirle que sólo había asistido a un parto en una ocasión, y que el bebé había nacido casi solo.

—Otra contracción —gimió Fay.

—Creo que deberías tumbarte —dijo él.

Ella se quedó callada, respiró hondo y por fin dijo:

—En las clases de preparación para el parto siempre nos advertían que cubriéramos la cama con plástico en casos de emergencia. Plástico y toallas viejas o cualquier cosa que se pueda tirar.

—Bien, iré por sábanas.

—Viejas —advirtió ella, gritando.

Dan se alegraba de que hubiera entrado en calor y pudiera hablar. Necesitaba toda la ayuda que ella le pudiera prestar. Armado con un cubrecamas de plástico y toallas viejas, bajó y preparó el sofá. Luego volvió al piso de arriba por una colcha vieja. Fay caminaba de un lado a otro del salón.

—Listo, ya puedes tumbarte.

—Gracias, debo mantenerme activa, pero ya no puedo más.

Fay se tumbó en el sofá y apoyó la cabeza sobre una almohada, pero dejó la colcha doblada en el respaldo. Alzó la vista y comentó:

—De no haber visto la luz que dejaste en el porche...

Inmediatamente comenzó a jadear.

—¿Otra contracción?

Ella asintió. Dan se arrodilló y puso una mano en su vientre. Lo tenía rígido. Entonces comprobó, mirando el reloj, cuánto duraba la contracción. Antes de apartar la mano, sintió un pequeño golpe que lo sorprendió. El bebé le había dado una patada. Dan sonrió.

—Lo has notado —sonrió ella a su vez.

—Deja que te tape con la colcha.

—No, me basta con la chimenea —contestó ella—. Me encanta el fuego de la chimenea.

Era el momento de buscar un buen cuchillo y una cuerda y limpiarlos bien con alcohol para cuando hicieran falta. Nada más volver, Dan decidió no decirle que no tenía ninguna experiencia en partos. Cuanto más confiada y menos asustada estuviera, mejor. Resultaba irónico que la gente creyera que los policías estaban acostumbrados a ayudar a dar a luz.

—¿Qué te ha pasado?, ¿te has perdido a causa de la tormenta?

—Sí, debí equivocarme de dirección cuando empeoró el tiempo —respondió ella.

—Suele ocurrir. Te has desviado mucho de Duluth.

—Sí, además el coche patinó y choqué contra un árbol. El airbag me asustó —continuó ella, poniendo las manos sobre el abdomen—. Al menos el bebé parece estar bien.

—Debe estarlo cuando da esas patadas. Es una niña fuerte.

—¿Una niña?

—No sé por qué lo he dicho —contestó él, encogiéndose de hombros.

—La mayoría de los hombres habrían dicho niño, siempre prefieren a los niños.

Dan calló. No quería tener ni niños ni niñas. Traer al mundo a un hijo en los tiempos que corrían le parecía demasiado arriesgado.

—O no quieren ni niños ni niñas —añadió ella.

—Tu... —comenzó a decir Dan, corrigiéndose inmediatamente—. ¿Y el padre?

—Murió.

—Lo siento —añadió Dan, incómodo.

Muchas mujeres solteras tenían hijos, así que era preferible no utilizar la palabra marido. Y tampoco le haría más preguntas personales.

—Necesitaremos algo para acostar a la niña cuando haya nacido.

—Otra vez dices niña —sonrió Fay—. Compré una cuna de viaje, pero está en el coche. Con el resto de cosas del bebé. Y las mías. No puedes salir con esta tormenta —añadió, desviando la vista hacia la ventana—. Tenemos que buscar algo que sirva de cuna temporalmente.

Dan miró inmediatamente en dirección a la caja de leña que había construido su abuelo. Se puso en pie, se acercó a la chimenea y la vació.

—Tendremos cuna en cuanto la limpie.

—Estupendo, pero —dijo ella— ¿se te ha ocurrido pensar en los pañales?

—Hay un montón de sábanas viejas de franela en un cajón. Puedo usarlas de colchón y de sábana para la cuna y romper alguna para hacer pañales.

—Buena idea.

Dan le tendió a Fay su reloj para que cronometrara las contracciones y subió por las sábanas. Al volver limpió la caja de madera, la forró con una sábana y dobló cuidadosamente otras dos para que la cuna estuviera mullida. No dejaba de mirar de reojo a Fay con preocupación. Luego colocó la cuna junto a la chimenea para que la niña estuviera calentita, y se sentó junto a la madre para cortar la sábana en pedazos. Quería preguntarle si se encontraba bien, pero ella hacía una mueca. Debía tener otra contracción. Finalmente ella suspiró y se relajó.

—¿Cuánto ha durado esa última?

Nada más responderle Fay, Dan calculó y comprendió que las contracciones eran cada vez más largas. Ella lo observó cortar la sábana y apilar los trozos sobre la mesita de café, que había empujado a un lado para que no estorbara.

—Te estoy causando muchas molestias —dijo ella.

—Los policías estamos precisamente para las emergencias —sonrió él.

—Sí, me alegro tanto... —contestó ella, haciendo enseguida otra mueca—. Otra. Y muy fuerte... Dan...

—¿Sí?

—Yo no tenía pareja en las clases de preparación para el parto. Si te digo lo que tienes que hacer, ¿crees que podrás ayudarme?, ¿te importa agarrarme de la mano y ayudarme a respirar correctamente?

Fay le explicó qué hacer entre contracción y contracción. Él acercó la silla, la tomó de la mano y trató de respirar al ritmo de ella.

—Lo estás haciendo bien, Fay. Ya verás, lo superaremos.

—Juntos —murmuró ella, gimiendo poco después al sentir una larguísima contracción.

—Vamos, respira conmigo —dijo él.

En cuestión de minutos tendría que hacer algo más que ponerle la mano en el vientre, y eso lo aterraba. Creía recordar que primero salía la cabeza. Mirando para abajo normalmente. Entonces era cuando tenía que decirle que empujara. El cuerpo no debía salir demasiado deprisa, porque en ese caso podía dañar a la madre. Dan apretó los dientes. No sabía cómo lograría evitarlo. ¿Debía decirle que no empujara aún?

Cuando la contracción terminó, Dan se puso en pie y se apresuró a comprobar si seguían sin línea telefónica. Sin duda la situación se prolongaría hasta que acabara la tormenta. Bien, todo dependía de él. Podía hacerlo. Jamás había fallado como policía. Aunque jamás se le había presentado un caso tan difícil.

—Cojeas —dijo Fay.

—Sí, pero casi estoy curado —contestó él, sorprendido de que ella lo hubiera notado.

Las contracciones se hicieron cada vez más frecuentes.

—Creo que ya sale —dijo ella, alzando las rodillas y separando las piernas—. Tengo ganas de empujar —añadió a gritos.

Fay comenzó a jadear, y Dan vio de pronto la cabeza. Colocó una mano debajo y sostuvo al bebé mientras salía fuera.

Algo andaba mal. La niña no lloraba. ¿Respiraba? De pronto recordó lo que le habían dicho en clase. Tenía que ponerla boca abajo, meterle los dedos en la boca y sacarle el mocus que le bloqueaba la respiración.

Dan contuvo el aliento y se lanzó a la tarea. Le sacó un buen bolo de mocus de la boca. Entonces la niña tosió y soltó un pequeño quejido. Segundos después se echó a llorar. Dan suspiró aliviado.

—Es niña —dijo Dan, dejándola sobre el vientre de la madre.

Fay levantó la cabeza para mirar a su hija y sonrió.

—Es preciosa, ¿verdad?

—Sin duda —respondió él, alarmado ante la cantidad de sangre que empapaba las toallas.

—¿Ya está? —preguntó Fay.

—No, aún no.

—En las clases de preparación para el parto decían que la enfermera tenía que darnos un masaje en el vientre para expulsarlo todo.

Dan estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta. Dejó a la niña sobre el pecho de la madre y comenzó el masaje.

—Un poco más fuerte —indicó ella.

Dan apretó con más fuerza. La placenta salió, y Fay comenzó a sangrar menos. Sin embargo, Dan estaba asustado. Fay había sangrado mucho más que la otra mujer a la que había ayudado a dar a luz.

—Ya está —dijo él.

Una vez atado y cortado el cordón umbilical, Dan envolvió a la niña en media sábana, la metió en la cuna y volvió con Fay.

—Tengo que lavarte —dijo él—. Bajaré el respaldo del sillón Morris y te tumbaré allí mientras arreglo el sofá, así podrás ver a la niña.

—Jamás había visto un sillón como ése. Es como una tumbona pero de madera —comentó ella.

—Sí, es muy antiguo. Era de mi abuelo.

—Ponle primero un plástico —volvió a advertir ella.

Dan obedeció, la tomó en brazos y la levantó. Apenas pesaba nada. La llevó al sillón y comenzó a tirar las toallas viejas del sofá.

—Ojalá tuviera fuerzas para lavar a mi hija, pero estoy destrozada.

—Tranquila, después de lo que has pasado, necesitas descansar.

Las miradas de ambos se encontraron y, por primera vez, él notó que sus ojos eran de color avellana, entre verdes y marrones. Su palidez lo inquietaba.

—Después de lo que hemos pasado —lo corrigió ella—. Dijiste que lo superaríamos juntos, y así ha sido.

Sus palabras lo emocionaron. Dan colocó otro plástico sobre el sofá y puso encima una sábana.

—Si me dejaras un barreño de agua, yo misma me lavaría antes de volver al sofá —dijo Fay, señalando las toallas viejas que quedaban—. Ponlas en el respaldo para que las tenga a mano por si acaso.

Dan lavó suavemente a la niña mientras Fay se lavaba sola. Al terminar la madre, Dan la llevó de vuelta al sofá y la tapó con la colcha. Ella se estiró y suspiró. La niña comenzó a llorar.

—Debe tener hambre —dijo Fay.

Ni siquiera había pensado en eso. Tenía comida de sobra para Fay y para él, pero no tenía nada para un bebé.

—Si me la traes, trataré de darle el pecho —añadió ella.

Fay se había sacado un pecho cuando él le tendió a la niña. Fascinado, Dan observó la escena. Luego, dándose cuenta, se ruborizó y se dio la vuelta, diciendo:

—Lo siento.

—No importa —contestó Fay—. Después de todo, es algo natural. Igual que el parto.

Sin duda. Dar el pecho no tenía nada que ver con el sexo. Dan se sentía privilegiado por haber asistido a un milagro. Se acercó a la niña y tocó su cabecita, diciendo:

—Es preciosa.

Luego se sentó en el sillón Morris y contempló a la madre, dándose cuenta sólo entonces de lo bella que era. Había estado tan ocupado, que ni siquiera se había fijado. Fay estaba extremadamente pálida. No llevaba maquillaje, y su cabello castaño caía revuelto alrededor del rostro. Pero eso no importaba. La belleza no era cuestión de llevar ropa bonita e ir bien peinada.

En cuanto al bebé, su diminuto cuerpo le había hecho comprender por primera vez por qué su ex mujer deseaba tener un hijo. Algo en el diminuto cuerpo cálido y vulnerable del bebé lo conmovía. Sí, incluso a él, al hombre que había jurado no traer ningún hijo a este mundo imperfecto.

Capítulo 2

Una vez terminó de mamar, Dan llevó a la niña a la improvisada cuna. Fay había cerrado los ojos. Mejor, porque necesitaba descansar. Como ninguna de las dos lo necesitaba, Dan decidió tratar de poner en marcha el generador. Se puso un abrigo, se enrolló una bufanda y se dirigió al granero. Nada más salir, oyó a Fay gritar:

—¡No me abandones!

Dan se volvió. Ella se había incorporado en el sofá.

—Jamás lo haría —respondió él.

—¿Adónde vas?, ¿y si no consigues volver con esta tormenta?

—Sólo voy a poner en marcha el generador, necesitamos electricidad. Está aquí detrás, no me perderé.

Fay se derrumbó de nuevo en el sofá y se tocó el vientre, por fin plano. Estaba más cansada que nunca. Daniel Sorenson era su salvavidas. El suyo, y el de su hija.

Fay respiró profundamente, miró la caja que servía de cuna y sonrió, tomando una decisión. Si era niña, había pensado llamarla Marie. Pero las circunstancias la habían hecho cambiar de opinión. Sí, le pondría otro nombre primero. Fay cerró los ojos. Medio dormida, oyó a Dan volver a entrar. Suspiró y se rindió al sueño.

El llanto del bebé la despertó. Por un segundo se sintió desorientada. No sabía dónde estaba, no sabía qué bebé lloraba... Entonces oyó la voz de un hombre. Giró la cabeza y los vio... era su bebé. Era de día, entraba luz por la ventana. Pero el viento seguía rugiendo.

—Eres un cacahuetito mojado —dijo él en voz baja—. Menos mal que he conseguido encender el generador, ya podemos poner la lavadora. Porque los pañales se acaban. Por no hablar de las sábanas. Y sólo tenemos dos imperdibles.

Fay observó a Dan dejar al bebé sobre la mesa y quitarle el pañal mojado para ponerle otro limpio. Luego envolvió a la niña otra vez en una sábana, la tomó en brazos y se la llevó.

—Buenos días —dijo ella.

—Bueno, supongo que se podría decir así —convino él—. Las dos estáis bien, pero aún hay tormenta. Creo que tiene hambre —añadió, tendiéndole a la niña.

—Puedes llamarla Marie —dijo Fay.

Fay se sacó un pecho y colocó a la niña, asegurándose de que mamara bien. Sintió un pinchazo, e hizo una mueca de dolor. Cuando por fin levantó la vista hacia Dan, él se había dado la vuelta.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí, se supone que dar el pecho ayuda a recuperarse del parto.

—Fantástico.

—No hace falta que desvíes la vista cada vez que le doy el pecho —añadió ella.

—Ya sé que es algo natural, pero es nuevo para mí.

—Y para mí —rió ella—. Es una suerte que Marie sepa qué hacer.

—Es que... —comenzó a decir Dan, girándose hacia ella—. Es que es algo muy íntimo entre madre e hijo.

Dan la miraba casi con admiración, así que Fay comprendió que se sentía conmovido al contemplarla. Resultaba enternecedor.

—Marie tiene que echar los aires —dijo ella—. Ahora me siento incapaz, quizá mañana. ¿Te importaría hacerlo por mí?

—¿Echar los aires? —repitió él, parpadeando—. ¿Y cómo se hace eso?

—Póntela sobre el hombro, así los gases le subirán y saldrán fuera. De otro modo le dolería la tripita.

Fay lo observó sostenerla cuidadosamente. Tenía la sensación de que sujetaba a la niña cada vez con más confianza. Los dos sonrieron al oír el eructo. Luego, al bajar al bebé del hombro, Fay vio que le había manchado el hombro de leche.

—Vaya, te ha manchado la camisa.

—No importa, son cosas que pasan —contestó él, contemplando a Marie con una ternura que la conmovió.

Dan llevó a Marie a la cuna, y Fay se incorporó en el sofá y se sentó. Cuando trató de levantarse, sin embargo, todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. Se derrumbó de nuevo en el sofá, y comprendió que no podía hacerlo sola. Necesitaba la ayuda de Dan para ir al baño.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó él.

—Eso me temo. Lo siento.

—No tienes que disculparte, es natural.

Una vez en el baño, Fay aseguró que estaba bien y que lo llamaría para volver al sofá. Recordaba sólo vagamente que él la había desnudado y la había metido en la ducha antes del parto, pero sí se acordaba bien de lo que había sentido cuando, al abrocharle los botones del pijama, él le había rozado el pecho. Y no quería ponerlos a los dos en una situación violenta. Dan la ayudó a volver al sofá y la tapó con la colcha. Fay le dio las gracias y volvió a quedarse dormida.

Dan recogió la ropa sucia. De haberle dicho alguien que pasaría su baja lavando pañales, habría pensado que estaba loco. Mientras se restregaba la mancha de la camisa, pensó que aquélla era la leche del pecho de Fay. Observarla dar el pecho a su hija le producía una emoción extraña, una emoción que jamás había experimentado. No tenía nada que ver con el erotismo, pero tampoco sabía qué era. Y tener a la niña en brazos le hacía sentir como si alguien le hubiera otorgado un enorme privilegio.

Se llamara esa emoción como se llamara, lo cierto era que lo inquietaba. Pero era una estupidez. Madre e hija lo necesitaban. Bien, ¿y qué? Como policía, muchas personas necesitaban sus servicios. No era razón para estar confuso.

Dan puso la lavadora, volvió al salón y echó otro tronco al fuego. Había pensado hacerle la comida a Fay, pero parecía tan profundamente dormida, que decidió esperar. Probablemente necesitaba más dormir que comer. Había atravesado momentos muy difíciles, primero en medio de una tormenta y luego en la cabaña de un extraño, dando a luz.

Entonces pensó en su ex mujer. Era incapaz de imaginar a Jean en esas circunstancias, demostrando tanta valentía. Miró a Fay, contempló sus largas pestañas, su palidez, su cabello revuelto. Dormida resultaba terriblemente vulnerable. Tanto como su hija.

No tenía ni idea de cuánto tardaba una mujer en recuperarse de un parto. Quizá se sintiera más fuerte al día siguiente. La pequeña Marie lloró, y él corrió a ver qué le pasaba. Se movía inquieta, pero no abrió los ojos. Los de la niña eran azules. Como los de él.

Pero era una estupidez. Seguramente había heredado los ojos de su padre. Además, había oído decir que los ojos de los bebés cambiaban de color al crecer. Apenas tenía pelo, pero era rubio igual que el de él. Dan frunció el ceño en un gesto de reproche. Marie no era hija suya.

Ésa había sido una de las razones por las que Jean y él se habían separado. Él no quería tener hijos, y ella sí. El corazón se le contrajo en el pecho, contemplando a la niña dormir. El mundo al que tendría que enfrentarse Marie estaba lleno de peligros. Y él los conocía bien, no en vano era policía. Pero ningún hijo suyo tendría que afrontarlos. Le inquietaba, sin embargo, pensar que Marie sí.

A la mañana siguiente, al tratar de ponerse en pie, Fay comprobó que por fin podía ir sola al baño. Tenía que apoyarse en las paredes y en los muebles, y aún se sentía tremendamente débil.

—Tengo que pedirte que sigas cuidando de Marie un día más —rogó ella nada más volver al sofá—. Aún estoy muy cansada. Pero tranquilo, se me pasará —añadió al ver la expresión de preocupación de Dan—. ¿Y la tormenta, va menguando?

—Por lo general estas tormentas de primavera duran tres días —contestó él, sacudiendo la cabeza en una negativa—. Cuatro como mucho. Aún vamos a estar aquí encerrados un poco más.

Dan le llevó una bandeja con el desayuno, que dejó sobre la mesita de café. Ella observó los huevos y las tostadas con voracidad.

—Entonces aún me queda un día para recuperarme antes de volver a la ciudad.

—Más de uno. Y de dos —la corrigió él—. El camino que llega hasta aquí es privado, así que los servicios de mantenimiento no retiran la nieve. Menos mal que aún tengo enganchado el quitanieves a la camioneta, no tendremos ningún problema para salir. Pero no tiene sentido hacerlo hasta que no esté limpia la carretera principal, y no se pondrán a la tarea hasta que cese la tormenta. Lo único que se puede hacer es ir a tu coche a buscar tus cosas. ¿Tienes idea de dónde puede estar?

—No estoy segura, me pareció que caminaba una eternidad hasta que vi la luz del porche —contestó ella, estremeciéndose al recordarlo.

Dan puso una mano sobre su hombro y dijo:

—Eh, lo conseguiste. Come, tienes que reponer fuerzas.

Ella asintió y tomó el tenedor. Sí, necesitaba comer. Si se quedaba sin leche, no podría darle el pecho a Marie.

—Gracias. Me vendría bien cambiarme de ropa, y creo que dejé un paquete de pañales desechables en el coche —dijo ella, dando un bocado—. Me pregunto por qué dejaste la luz del porche encendida. ¿Esperabas a alguien?

—No, es una costumbre de cuando era pequeño —contestó él, incómodo.

—¿Quieres decir que tu madre se dejaba la luz encendida cuando salías?

—Bueno, se podría decir así —contestó Dan.

Confusa y curiosa ante su incomodidad, Fay siguió preguntando:

—¿He dicho algo malo?

Dan suspiró y musitó:

—Al menos fui lo suficientemente sensato como para dejarla encendida.

Sí, había dado en el clavo, aunque no comprendía por qué. Fay sabía, sin embargo, que su incomodidad no tenía nada que ver con ella.

—Se te está quedando frío el desayuno.