Travesía aérea - Mark Vanhoenacker - E-Book

Travesía aérea E-Book

Mark Vanhoenacker

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Beschreibung

Piensa en cuando volaste por primera vez. Cuando ascendiste desde la tierra y viajaste alto y rápido por encima de su arco de giro. Cuando mirabas hacia un nuevo mundo, capturado de manera simple y perfecta a través de una ventana bordeada de hielo. Cuando descendías hacia una ciudad desde el cielo tan fácilmente como un amanecer. En Travesía aérea, el piloto de línea aérea y romántico aviador Mark Vanhoenacker comparte su amor irrefrenable por volar, en un viaje que va del día a la noche, de las nuevas formas de cartografía a la poesía de la física, los nombres de los vientos y la naturaleza de las nubes. La simple transmisión emocional que permanece en el corazón de una experiencia que los viajeros modernos dan demasiado por sentada: la alegría trascendente del movimiento y las notables emociones que la altura y la distancia confieren a todo lo que un hombre puede anhelar. El siglo XXI ha relegado el vuelo en avión —tiempo atrás, notable hazaña del ingenio humano— al reino de lo mundano. Vanhoenacker, que abandonó el mundo académico y una carrera en el mundo de los negocios para perseguir su sueño de la infancia, en una fusión de historia, política, geografía, meteorología, ecología y física, nos ofrece una exploración poética de la experiencia humana de la huida que nos recuerda el peso de la imaginación en nuestros viajes más ordinarios y reaviva nuestra capacidad de asombro a través de fronteras geográficas y culturales.

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Mark Vanhoenacker

Travesía aérea

Un viaje con un piloto

Nota del autor

Tuve que debatirme a veces para decidir qué unidades y términos iba a utilizar en este libro, porque la propia aviación, aunque por lo demás tan globalizada, no siempre es coherente en ese aspecto. Alturas, altitudes y niveles de vuelo, por ejemplo, se expresan en pies en casi todas partes, pero no en todas (utilicen o no el sistema métrico los que están abajo, en tierra). Los vientos se mencionan normalmente en nudos, pero a veces también en metros por segundo. La visibilidad se cita habitualmente en algunos lugares en kilómetros, en otros se cuantifica en millas ordinarias (no náuticas). Aunque toneladas y kilogramos métricos sean unidades de masa, he aludido a ellos como unidades de peso, un informalismo cotidiano que se hace eco no solo de nuestras conversaciones de cabina de vuelo, sino también de la letra pequeña de nuestros manuales técnicos.

Si tenéis una foto favorita hecha desde el asiento de ventanilla, enviádmela, por favor, a la página web skyfaring.com. Me encantaría verla.

Londres,

octubre de 2014

Para Lois y Mark, y en memoria de mis padres

«[…] Aquí, como en cualquier otro sitio, es la misma edad. En ciudades, en asentamientos de barro, la luz jamás ha tenido épocas. Cerca del herrumbroso puerto que rodea Puerto España luminosos suburbios se esfuman en palabras —Maraval, Diego Martín— las autopistas son largas como lamentos, y los campanarios tan diminutos que no podrías oír sus campanas, ni la aguda exclamación de los minaretes encalados de verdes aldeas. La ventanilla desciende y resuena sobre páginas de tierra, los cañaverales se asientan en estrofas. Deslizándose sobre una ciénaga ocre como una rauda nube de garcetas hay nombres que hallan sus ramas con la simplicidad de los pájaros. Llega demasiado rápido, esta sensación postergada del hogar, las cañas corren hacia el ala, una valla; un mundo que aún se mantiene mientras el lento rodar de los neumáticos agita y agita el corazón».

Derek Walcott, «Pleno verano»

He estado durmiendo en una pequeña habitación sin ventanas, una habitación tan oscura que es como si estuviese por debajo de la línea de flotación de un barco. Tengo la cabeza cerca de la pared, y a través de ella llega un sonido de firme apresuramiento, la sensación de innumerables partículas que pasan deslizándose, como el agua que gira rodeando una piedra en el río, pero más deprisa y más suavemente, como si la nave hendiese su medio sin tocarlo.

Estoy solo. En un saco de dormir azul, con un pijama azul que desenvolví la mañana de Navidad hace varios años y a miles de millas de aquí. Hay un suave oleaje en la habitación, un ritmo ondulante. La pared es curva; se eleva arqueándose sobre la estrecha cama. Es el casco de un 747.

Cuando alguien a quien acabo de conocer en una comida o una fiesta se entera de que soy piloto, suele preguntarme por mi trabajo. Esas preguntas se relacionan generalmente con un aspecto técnico de los aviones, o con una vista o un sonido en un vuelo reciente. A veces me preguntan adónde vuelo y cuáles de esas ciudades me gustan más.

Hay tres preguntas que son las que surgen más a menudo, en un lenguaje que apenas cambia. ¿Es volar algo que yo siempre he querido hacer? ¿He visto alguna vez algo «allá arriba» que no pueda explicar? Y ¿recuerdo mi primer vuelo? Me gustan estas preguntas. Es como si llegasen, completamente intactas, de una época anterior a que volar se convirtiese en algo corriente y rutinario. Parecen indicar que incluso ahora, aunque muchos de nosotros dejamos con regularidad un lugar de la tierra y surcamos el azul del cielo hacia otro, no estamos ni mucho menos tan habituados a volar como pensamos. Esas preguntas me recuerdan que si bien los aviones han desbancado muchas de nuestras sensibilidades anteriores, una parte más profunda de nuestra imaginación aún se asienta y centellea en el reino anterior, entre ideas antiguas, atávicas incluso, de distancia y lugar, de migraciones y del cielo.

Volar, como cualquier gran amor, es a la vez una liberación y un retorno. Isak Dinesen escribió en Memorias de África: «En el aire te ves arrastrado a la libertad total de las tres dimensiones; tras largas eras de exilio y sueños, el nostálgico corazón se arroja en los brazos del espacio». Cuando empezó la aviación merecía la pena observarla por ella misma; era entretenimiento, como lo sigue siendo aún para los niños en sus primeras relaciones con ella.

Muchos amigos míos que son pilotos describen los aviones como la primera cosa de este mundo que les entusiasmó. Yo, cuando era niño, solía montar modelos de aeroplanos y colgarlos en mi dormitorio, bajo un techo salpicado de estrellas fosforescentes, hasta que los cielos estaban de día casi tan poblados como el de Heathrow, y de noche los perfiles de los oscuros reactores cruzaban un fondo de constelaciones de interior. Estaba deseando que llegara cada uno de los esporádicos viajes en avión de la familia, con un entusiasmo que raras veces tenía mucho que ver con el lugar al que íbamos a ir. Pasé la mayor parte del tiempo en Disney World esperando el momento en que abordáramos de nuevo el mágico navío que nos había llevado allí.

En la escuela casi todos mis trabajos científicos eran variaciones sobre un tema aéreo. Hice un globo de aire caliente de papel, y lijé alas de madera de balsa que saltaban animadamente en la estela de un secador de pelo, tan simplemente como si no fuese aire, sino electricidad lo que se había hecho circular a través de ellas. La primera llamada telefónica que recibí en mi vida de alguien que no fuese un amigo o un familiar llegó cuando yo tenía trece años. Mi mamá me pasó el teléfono con una sonrisa, diciéndome que el vicepresidente de Boeing quería hablar conmigo.

Había recibido mi carta en la que pedía un vídeo de un 747 en vuelo para mostrar como parte de un trabajo científico sobre aquel avión. Estaba encantado de poder ayudarme; quería saber si prefería mi 747 volando en VHS o en formato Betamax.

Soy el único piloto de mi familia. Pero, de todos modos, creo que, imaginativamente al menos, los aviones y volar nunca estuvieron alejados de mi casa. Mi padre estaba absolutamente fascinado con los aviones, como resultado de su asiento de primera fila en la porción de la Segunda Guerra Mundial que tuvo lugar en los cielos por encima de su hogar de la infancia, en el Flandes occidental. Aprendió las formas de los aparatos y los sonidos de sus motores. «Los miles de aviones del cielo eran una competencia insuperable para mis libros escolares», escribió más tarde. En la década de 1950, abandonó Bélgica para trabajar como misionero en el Congo belga, donde voló por primera vez en un pequeño aeroplano. Luego zarpó hacia Brasil, donde en la década de 1960 fue uno de los seguramente escasos religiosos con una suscripción a la revista Aviation Week. Por último voló a los Estados Unidos, donde conoció a mi madre, fue a la escuela de comercio y trabajó como gestor de servicios de salud mental. Sus viejas notas y diapositivas están llenas de aviones.

Mi madre, nacida bajo los cielos más tranquilos de la Pensilvania rural, trabajó como logopeda y no sentía ningún interés especial por la aviación. Sin embargo, creo que fue ella quien mejor comprendió mi vinculación con los gozos menos tangibles del vuelo: el viejo romanticismo de todos los viajes, que ella nos transmitió a mi hermano y a mí en la forma de cuentos como Stuart Little y El Hobbit, pero también un sentido de lo que vemos desde arriba o desde lejos: el obsequio, el destino, que el vuelo hace no de un lugar lejano, sino de nuestro hogar. Su himno favorito era «For the Beauty of the Earth», un título que estaríamos, al menos, de acuerdo en que podría ser digno de imprimirse en la parte interior de las persianas de la ventanilla de un avión.

Mi hermano no es piloto. Lo que a él le apasiona no son los aviones, sino las bicicletas. Su sótano está lleno de bicis que son obras en marcha, que diseña y monta a base de piezas recogidas lejos, por mí o por un amigo agradecido. En cuanto a los armazones de sus bicicletas, está tan obsesionado por la ligereza como cualquier ingeniero aeronáutico. Yo creo que le gusta más arreglarlas de lo que le gusta montar en ellas.

Si veo a mi hermano trabajando en una de sus creaciones de dos ruedas, o veo que está leyendo sobre bicicletas en su ordenador mientras yo estoy a su lado en el sofá leyendo sobre aviones, puede que me acuerde de que los hermanos Wright eran mecánicos de bicicletas, y que sus habilidades en el viaje aéreo empezaron con ruedas, una herencia que resulta de pronto clara si miras de nuevo sus primeros aeroplanos. Cuando veo imágenes de esos aviones pienso que si tuviese que ensamblar algo parecido a eso, empezaría recurriendo a las habilidades de mi hermano…, aunque una vez tuvo problemas con nuestros padres por mi culpa, porque dejó a un lado sus tareas para instalar pequeños artilugios pirotécnicos en uno de mis aeromodelos, encender las mechas, esperar justo el número de segundos preciso y lanzar el modelo desde una ventana del piso de arriba, en un largo arco sobre el jardín de atrás.

Asistí de adolescente a unas cuantas clases de vuelo. Pensaba que podría pilotar un día pequeños aeroplanos como una afición, las mañanas del fin de semana, como un paréntesis de alguna otra carrera. Pero no recuerdo haber tenido un deseo claro de ser piloto de líneas aéreas. Nadie me sugirió en la escuela esa carrera. No vivía en nuestro barrio ningún piloto; no sé si había siquiera algún piloto comercial en nuestro pueblecito del oeste de Massachusetts, que quedaba a cierta distancia de cualquier aeropuerto importante. Mi padre era un ejemplo de alguien que disfrutaba de los aviones siempre que se encontraba con ellos, pero que había decidido no convertirlos en el trabajo de su vida. Creo que la razón principal de que yo no decidiese antes convertirme en piloto fue, sin embargo, que creía que algo que deseaba tanto nunca podría ser práctico, casi por definición.

En el instituto, gasté los ingresos obtenidos con mis trabajos repartiendo periódicos y en un restaurante en programas de intercambio de verano en el extranjero, en Japón y en México. Cuando acabé la enseñanza secundaria seguí en la universidad en Nueva Inglaterra, pero estudié también en Bélgica, invirtiendo brevemente el viaje que había hecho mi padre. Después de la universidad fui a estudiar historia africana a Inglaterra, para poder así vivir allí y también, tenía esa esperanza, en Kenia. Dejé a un lado el programa de graduación cuando comprendí por fin que quería ser piloto. Con el fin de devolver los préstamos que había pedido para mis estudios y ahorrar el dinero que suponía iba a necesitar para las prácticas de vuelo, cogí un trabajo en Boston, en un campo (consultoría de gestión) que pensé que me exigiría viajar con mucha frecuencia.

En el instituto yo quería sin duda conocer Japón y México, y estudiar japonés y español. Pero la verdad es que lo que más me gustaba de esas aventuras eran los viajes en avión que requerían. Fue la posibilidad de volar lo que más me atrajo de aquellos largos viajes de verano, de aquellos programas de graduación en dos países lejanos, de la carrera más literalmente de altos vuelos que podía encontrar en el mundo de los negocios y lo que me indujo, por último (dado que ninguna de esas empresas me mantenía lo bastante a menudo en el aire), a emprender la carrera de piloto.

Cuando estaba preparado para iniciar mi curso de instrucción de vuelo, decidí volver a Inglaterra. Me gustaban muchos aspectos de la relación histórica del país con la aviación, su larga tradición de líneas aéreas con el mundo entero y el hecho de que incluso algunos de los vuelos más cortos desde Inglaterra sean a lugares tan diferentes de ella. Y me gustaba mucho también la idea de vivir cerca de los buenos amigos que había hecho allí como postgraduado.

Empecé a volar como profesional cuando tenía veintinueve años. Piloté primero aviones de línea de la serie Airbus A320, una familia de reactores de fuselaje estrecho utilizados en vuelos de corta a media distancia en rutas de toda Europa. Me despertaba, en la oscuridad de las cuatro de la mañana de Helsinki o Varsovia o Bucarest o Estambul, el despertador, y había un breve instante de desconcierto, en una habitación de hotel cuya forma y disposición había olvidado ya en las horas transcurridas desde que había apagado la luz; un instante en el que me preguntaba si solo habría estado soñando que me había convertido en un piloto. Luego pensaba en el día de vuelo que tenía por delante, surcando de un lado a otro los cielos de Europa, con una emoción que era casi la del primer día. Ahora piloto un avión mayor, el Boeing 747. En los vuelos más largos somos dos los pilotos, para que podamos hacer cada uno el descanso legalmente prescrito; un periodo de dormir y soñar, quizás, mientras Kazajistán o Brasil o el Sáhara ruedan sin parar bajo la línea del ala.

Los que viajan con frecuencia puede que estén familiarizados en las primeras horas o días de un viaje con la experiencia del desfase horario o del servicio de despertador de un hotel convocándolos desde el corazón de la noche a viajes nocturnos que de otro modo habrían olvidado. A los pilotos les despiertan a menudo en puntos insólitos de sus ciclos de sueño y puede que también el anonimato y la oscuridad casi perfecta de la litera de piloto constituyan una pizarra particularmente limpia para la imaginación. Yo, por la razón que sea, asocio ya ir a trabajar con soñar; o al menos con sueños recordados solo porque estoy en el cielo.

Suena una señal en la oscuridad de la litera del 747. Mi descanso ha terminado. Busco a tientas el interruptor, que enciende un rayo amarillo pálido. Me pongo el uniforme, que ha estado colgado en una percha de plástico durante unas 2.000 millas. Abro la puerta que separa la litera de la cabina de vuelo. La claridad, incluso cuando se espera (y es algo que resulta a menudo difícil de saber, pues depende de la estación, la ruta, la hora y el lugar), me sorprende siempre. Esa cabina que queda más allá de la litera está inundada por una luz del día sin dirección, tan pura y abrumadora, tan ajena a la oscuridad en que la dejé hace unas horas y a las tinieblas de la litera, que es como un nuevo sentido.

Cuando mis ojos se ajustan, miro hacia delante por las ventanillas de la cabina. En ese momento es la propia luz, más que aquello sobre lo que cae, el rasgo principal de la tierra. Sobre lo que la luz cae es el mar de Japón y, más allá de sus aguas, lejos, los picos coronados de nieve de la nación isleña a la que nos acercamos. El azul del mar es tan perfecto como el cielo que refleja. Es como si estuviésemos descendiendo lentamente hacia la superficie de una estrella azul; como si todos los otros azules quedasen socavados o diluidos por ese.

Mientras avanzo en la cabina hasta mi asiento en el lado derecho de ella, pienso brevemente de nuevo en el viaje que hice a Japón cuando era un muchacho, hace unas dos décadas, y en la ciudad que este avión dejó solo ayer, aunque «ayer» no sea una palabra del todo correcta para lo que precedió a una noche que difícilmente merece tal nombre, por lo rápido que la deshicieron nuestras elevadas latitudes y nuestra velocidad en dirección este.

Recuerdo que pasé una mañana normal en la ciudad. Fui al aeropuerto por la tarde. Ahora ese día se ha perdido en el pasado, y la ciudad, Londres, queda bastante más allá de la curva del planeta.

Mientras me abrocho el cinturón del asiento recuerdo cómo encendimos los motores ayer. Cómo cayó un silencio súbito y auspicioso sobre la cabina al desviarse el flujo de aire para las unidades de acondicionamiento; cómo el aire solo empezó a hacer girar los enormes tecno-pétalos de los ventiladores, más y más, cada vez más rápido, hasta que se añadieron combustible y fuego, y despertó cada motor con un ruido quedo que fue convirtiéndose en un estruendo suave e inconfundible: la firma de uno de nuestros medios más perfectos de purificar y dirigir potencia física.

En términos legales un viaje empieza cuando «un avión se mueve por su propio poder con la finalidad del vuelo». Recuerdo el aparato que corría delante de nosotros con ese propósito, y que se elevó delante de nosotros en la lluvia de Londres. Cuando ese aparato que nos precedió se situó en posición, sus motores lanzaron rizados vendavales que corrían claramente visibles por la mojada pista, como la superficie de un estanque barrida por el viento en una grabación de vídeo muy acelerada. Cuando se «asentó» la «fuerza propulsora de despegue», los motores alzaron ese agua en una ráfaga de inmensos conos gris noche, nuevas nubes arrojadas brevemente hacia el cielo.

Recuerdo nuestro propio balanceo de despegue, una experiencia que la repetición no ha devaluado: la alfombra desplegada de luces guiadoras que dicen «aquí», la voz del controlador que dice «ahora»; la sensación, en los primeros segundos después de que los motores alcancen su potencia asignada y empecemos a rodar hacia delante, de que eso es solo una forma curiosa de conducir por una carretera igualmente curiosa. Pero con la velocidad llega la transición, la sensación creciente de que las ruedas importan menos, y los mecanismos que trabajan en el aire (las «superficies de control» de las alas y la cola) más. Sentimos claramente a través de los controles cómo el avión va cobrando vida en el aire, y a cada segundo que pasa la presencia del reactor en el suelo va haciéndose más incidental respecto a cómo dirigimos su movimiento. Ayer estuvimos volando sobre la tierra, mucho antes la dejamos.

En cada maniobra de despegue hay una velocidad conocida como «V1». Antes de esa velocidad tenemos por delante espacio suficiente en la pista para detener el despegue. Después de esa velocidad no lo tenemos. Comprometidos así al vuelo, continuamos durante un tiempo por tierra, adquiriendo más velocidad aún para la nave. Unos cuantos largos segundos después de V1 el reactor alcanza su hito de velocidad siguiente y el capitán dice: «Rotad». Cuando las luces de la pista empezaron a alternar rojo y blanco para indicar que se aproximaba a su fin, cuando los cuatro ríos de potencia que sumaban casi un cuarto de millón de libras de empuje se desplegaron sobre la pista detrás de nosotros, elevé el morro.

Como si solo hubiésemos salido de un camino de coches, giré a la derecha, hacia Tokio.

Londres estaba entonces en mi lado de la cabina. La ciudad se hizo más grande antes de hacerse más pequeña. Desde arriba, ascendiendo aún, te das cuenta de que es así como una ciudad se convierte en su propio plano, como se completa un lugar ante tus ojos, como desde un avión la idea de una ciudad y la imagen de la propia ciudad pueden superponerse entre sí tan perfectamente que no es posible ya diferenciarlas. Seguimos el río de Londres, que conducía a los navíos de una época anterior desde sus muelles a todo el mundo, hasta llegar al mar del Norte. Luego giró el mar y pasaron bajo nosotros Dinamarca, Suecia y Finlandia, y cayó la noche…, una noche que se inició y concluyó también sobre Rusia. Ahora estoy en el azul del nuevo día al noroeste de Japón, esperando que aparezca Tokio tan sencillamente como la mañana.

Me acomodo en mi asiento cubierto de piel de cordero y en mi posición particular sobre el planeta. Parpadeo al sol, compruebo la distancia de mis manos y de mis pies respecto a los controles, me pongo unos auriculares, ajusto el micrófono. Digo buenos días a mis colegas, en el tono medio irónico que los pilotos de larga distancia conocen bien, que significa, en un viaje de luz confusa, que necesito un momento para estar seguro de dónde es de día, y para quién…, si para mí o para los pasajeros o para el lugar que está debajo de nosotros, en tierra, o quizás para nuestro destino. Pido una taza de té. Mis colegas me ponen al día sobre las horas que estuve ausente; compruebo los ordenadores, los indicadores de combustible. Números verdes, pequeños y precisos, muestran nuestra hora prevista de aterrizaje en Tokio, aproximadamente dentro de una hora. Esto está expresado en tiempo medio de Greenwich (GMT). En Greenwich aún es ayer. Otra pantalla muestra las millas náuticas de vuelo que faltan todavía, un número que va disminuyendo aproximadamente a una milla cada siete segundos. La cuenta atrás de lo que falta para llegar a la ciudad más grande que haya existido nunca.

De vez en cuando me preguntan si no me resulta aburrido estar en la cabina durante tantas horas. La verdad es que nunca he sentido aburrimiento. Me he sentido cansado a veces, y he deseado a menudo que nos dirigiésemos a casa, en vez de alejarnos de ella a aproximadamente la mayor velocidad que es posible hacerlo. Pero nunca he tenido la sensación de que hubiese un medio más grato de desempeñar mi vida laboral; que debajo de mí existiese otro tipo de actividad por la que cambiase yo mis horas en el cielo.

A la mayoría de los pilotos les encanta su trabajo y han deseado hacerlo desde que pueden recordar. Muchos iniciaron su adiestramiento en cuanto pudieron, a menudo en el ejército. Pero cuando inicié mi curso de formación en Inglaterra, me sorprendió cuántos de mis compañeros de curso habían viajado muy lejos por otro camino: eran estudiantes de Medicina, farmacéuticos e ingenieros, que, como yo, habían decidido volver a su primer amor. Para mí, llegar más tarde a la profesión me ha proporcionado la oportunidad de pensar por qué muchos de mis colegas y yo nos sentimos tan fuertemente atraídos por una idea medio olvidada, una idea que compartimos de niños.

Algunos pilotos disfrutan de la coordinación ojo-mano, que está relacionada con el movimiento en tres dimensiones, y sobre todo con los retos que se acumulan al principio y al final de cada vuelo. Otros tienen una afinidad natural con las máquinas, y los aviones son nobleza mecanizada, que se encuentra bastante más allá de la mayoría de los coches, barcos y motocicletas en el continuo de nuestras resplandecientes creaciones.

Creo que lo que más atrae a muchos pilotos es la libertad del vuelo. Un reactor es algo distanciado, físicamente remoto y aislado durante cierto número de días y horas. Esa soledad es algo casi ausente en el mundo de hoy, de manera que (paradójicamente, porque en la cabina delantera no podríamos estar mejor revestidos de tecnología) volar parece cada vez más anticuado. Junto a esa libertad figura la oportunidad de llegar a conocer bien las ciudades del mundo, y ver todo lo posible de la tierra, el agua y el aire que se extienden entre ellas.

Luego está también el perenne anhelo de la altura que muchos de nosotros compartimos. Los lugares elevados poseen gravedad. Nos elevan. Elevación es una cosa simple, un número primo, un elemento de la tabla periódica. «¡Más alto, Orville, más alto!», gritó el padre de los hermanos Wright, cuando hizo su primer vuelo a los ochenta y un años. Construimos rascacielos y visitamos sus cubiertas de observación; pedimos un piso más alto en un hotel; contemplamos fotografías tomadas desde muy alto de nuestras casas, nuestras ciudades, nuestro planeta, con una mezcla de amor y reconocimiento desconcertado; escalamos montañas y procuramos reservar nuestro bocadillo para la cumbre. En mi primera mañana en una ciudad nueva suelo ir a un punto de observación en lo alto de un edificio elevado, donde veo a veces a viajeros a los que reconozco de mi vuelo.

Es posible que la evolución explique por sí sola la atracción de la altura. Se trata del cuadro panorámico, del plano aéreo, de la visión general; la perspectiva, la configuración de nuestra tierra, lo que está cerca de nuestra cueva o castillo. Estrabón, el geógrafo griego que inspiraría en parte a Colón, subió hasta la acrópolis de Corinto solo para tener una perspectiva de la ciudad. Cuando mi padre llegó a trabajar como misionero en una zona pobre de la metrópoli brasileña de Salvador, lo primero que hizo fue contratar a un piloto para que le ayudase a fotografiar el barrio, que no estaba cartografiado, sus calles informales, la mayoría sin nombre. Muchos años más tarde, después de su muerte, mi hermano y yo nos enteramos de que había en esa ciudad una calle a la que después de que él abandonase Brasil le habían puesto su nombre. Examinamos un plano de la ciudad en un ordenador portátil y localizamos la Rua Padre José Henrique; la enfocamos desde el cielo digital, desde cuatro décadas y muchos miles de millas de distancia, para recordar la historia de su primer vuelo sobre esa ciudad.

Pero yo creo que nuestro amor a la altura no puede explicarse del todo por sus muchas utilidades prácticas. Buscamos en muchísimos campos pruebas de interconexión, de partes que forman un todo. En la música, la comedia, la ciencia, reaccionamos a la revelación de relaciones que al principio no veíamos, o que no esperábamos que fuesen tan placenteras. El vuelo es el equivalente cartográfico y planetario de oír una canción en la voz de un cantante que te gusta mucho, o de encontrarte por primera vez con un pariente cuyos rasgos o gestos te son ya familiares. Conocemos la canción, pero no cantada así; no hemos visto nunca a esa persona y, sin embargo, jamás en la vida hemos sido unos desconocidos. Los aviones nos elevan por encima de los contornos de calles, bosques, zonas suburbanas, escuelas y ríos. Las cosas ordinarias que creíamos conocer se convierten en nuevas o en más bellas, y las relaciones invisibles entre ellas en tierra, sobre todo de noche, nos sugieren que casi todo está integrado en circuitos.

He recorrido a veces en ciudades lejanas catedrales que tienen caminos sinuosos, laberintos incrustados en la piedra por los que se dan vueltas y vueltas, adelante y atrás. La tranquilidad de los laberintos me conmueve, el resultado previsto de ser capaz de ver tu camino, y el contraste de ese don con la experiencia tan poco relajante de recorrer un dédalo, o incluso los pasillos de un supermercado, donde no se puede ver el conjunto.

Hoy incluso muchos viajeros dejan su casa no solo para ver nuevos lugares, sino también para ver la totalidad del lugar que han dejado desde los diversos tipos de distancia (cultural, física, lingüística) que les proporciona el viaje. De hecho, la fascinación por esa perspectiva es algo que yo asocio con los viajeros más experimentados. De cuando en cuando vuelo a una ciudad en la que vive, o nació, uno de los miembros de la tripulación de mi vuelo, y él o ella está invariablemente deseoso de unirse a nosotros para el despegue o el aterrizaje, con el fin de observar cómo el lugar amado, aunque no tenga ya misterios, abandona las ventanillas de la cabina de vuelo o viene a llenarlas de nuevo.

Me encanta volar, por todas esas razones. Pero lo más gozoso de los aviones de línea es para mí la cualidad especial de su movimiento sobre el mundo. Cuando corro por el bosque, en tierra, las ramas están cerca, ruidosas, rápidas. Soy yo el que se está moviendo. Subo y bajo, giro en el camino y mis pies nunca se posan dos veces en el mismo ángulo. Podría detenerme a tocar cualquier cosa. En cambio, las películas de la tierra tomadas en órbita muestran un tipo de movimiento completamente distinto, una perfección firme y sólida de giro, una estabilidad imperativa que es lo último que podríamos esperar de una altura y una velocidad tan insondables.

Un avión de línea no se mueve en ninguno de esos extremos. Pero cruza en el curso de cada vuelo mucho del continuo que hay entre ellos. Me encanta volar porque me encanta observar cómo pasa el mundo. Después del despegue lo vemos exactamente como lo veríamos desde un avión pequeño. Luego, en las horas medias altas de un vuelo percibimos menos detalles, claro, pero vemos también una extensión mayor de la tierra de la que seguro que nunca nos habíamos propuesto divisar de una vez. Y, por alguna inversión dolorosamente mayestática de los sentidos, es a velocidad de crucero cuando mayores son nuestra velocidad y nuestra altitud, cuando su giro es más deliberado. Las conexiones adquieren abajo el máximo sentido para mí desde ese movimiento abstracto y aparentemente lento sobre ellas. Se establecen, podríamos decir, como algo natural; como corre entre dos ciudades una carretera o un río o una línea férrea, y un paisaje terrestre o un paisaje de nubes penetra en otro con la misma facilidad con la que las líneas cruzan una página. También construyen en el tiempo, cuando las dimensiones de una ciudad, un país o un océano se resumen en los minutos u horas que tardan en cruzarlos los ojos de la mente.

Luego descendemos; «efectuamos nuestra aproximación» a otro lugar. El mundo acelera en el regreso; parece más rápido justo antes de aterrizar, cuando el avión va más despacio. Las ruedas corren al despegar, pero se quedan inmóviles en vuelo, y la tierra las acelera de nuevo al aterrizar. El aterrizaje convierte la velocidad de vuelo en la velocidad de las ruedas; los frenos convierten eso en el calor de casa, de un final de viaje, que se lleva el viento.

Hay, por supuesto, una cuantía de añoranza vinculada a cualquier tipo de viaje. Todo viajero desea, o necesita, por definición, estar en algún otro sitio. Lo que se anhela puede ser el lugar que acabamos de dejar. O puede ser un bosque o una catedral o un desierto sobre los que has leído o imaginado desde la infancia, o un lugar en el que siempre has deseado vivir, o uno que conociste bien cuando eras joven. Pero el vuelo que nos lleva desde tan lejos hasta lo que amamos, o que tanto nos separa de ello, es lo que más directamente encarna ese anhelo. El espacio a través del cual se mueve el avión nos es ajeno. Los humanos no pueden respirar en él. No podemos aparcar a un lado y silenciar la máquina y estirar las piernas; no podemos nadar en él, ni agarrarnos a un lado de la piscina. La fatalidad del cielo separa radicalmente el viaje de los tiempos y lugares que se hallan a ambos extremos.

Cuando los viajeros se desplazan entre puntos del globo tan distintos en cultura, idioma e historia (Londres, Tokio), la distancia imaginativa puede ser tan vasta como el vacío físico que se extiende en el aire sobre ellos. Esa distancia mental la sientes, lo mismo que la música que más te gusta, como algo en parte externo y en parte tuyo. Y así, a gran altura sobre el mundo, podemos observar el planeta y el cielo más de lo que cualquier especie tiene derecho a ver, hallamos espacio para la introspección en uno de los últimos lugares en que podríamos haber pensado buscarla. Cuando tenía trece años y conseguí el primer magnetofón portátil con auriculares y empecé a elegir música para mí, le pregunté a mi hermano si se permitía a los pilotos escuchar música mientras volaban. Me respondió que no estaba seguro, pero creía que no. Tenía razón. Pero como pasajeros todos podemos disfrutar de esas horas tranquilas cada vez más raras en las que no hay ningún lugar al que tengamos que ir y nada que tengamos que hacer; horas en las que estamos solos con nuestros pensamientos y la música y la película emotiva de nuestros viajes.

Luego pestañeamos y volvemos a ver de pronto la tierra sobre la que volamos. Desde el asiento de ventanilla nuestro punto focal cruza de lo personal a lo planetario tan suavemente que ese movimiento parece insinuar una nueva especie de gracia, que solo alcanzaríamos en el cielo. Sea cual sea nuestra noción de lo sagrado, nuestras preguntas más simples (cómo se relaciona lo uno con lo múltiple, cómo se equipara el tiempo a la distancia, cómo el presente se apoya en el pasado tan simplemente como nuestras luces se asientan en la esfera oscurecida de cada noche) raras veces se enmarcan con mayor claridad que cuando estamos al lado de la ventanilla oval de un avión. Miramos por ella, sobre cordilleras coronadas de nieve en el último giro rojo del día, o sobre la resplandeciente quiromancia nocturna de ciudades, y vemos que la ventanilla es un espejo, brevemente alzado sobre el mundo.

El viaje no es del todo el destino, claro está. Ni siquiera para los pilotos. Aun así, tenemos la suerte de vivir en una época en la que a muchos de nosotros, en nuestra ajetreada ruta hacia donde vayamos, se nos dan esas horas en el país de las alturas, en que se nos presta ligereza, claridad, en que el volumen de nuestro hogar se abre y un puñado de nuestras palabras más antiguas («viaje», «camino», «ala», «agua»; «tierra» y «aire», «cielo» y «ciudad» y «noche») se hacen nuevas. Desde los aviones miramos a veces hacia arriba y nos retienen brevemente las estrellas o el firmamento del azul. Pero miramos sobre todo abajo, atrapados por la súbita gravedad de lo que hemos dejado, y por pensamientos de reunión, vagando sin rumbo como nubes sobre un mundo crepuscular.

Tengo trece años. Es el final del invierno, aún hace mucho frío. Mi papá y yo hemos ido en coche desde nuestra casa del sur de Massachusetts hasta la ciudad de Nueva York. En el aeropuerto Kennedy aparcamos al final de la terminal de la Pan Am. Hemos venido a recibir a un primo mío que viene a pasar unos meses con nosotros. Llegamos temprano, o quizás su vuelo se retrasa. Esperamos un rato bajo los cielos grises y observamos los aviones cuando ascienden desde pistas distantes, y ruedan hasta las entradas debajo de nosotros.

Entre los aviones de línea que entran y salen veo uno de Arabia Saudí que se aproxima a la terminal. Me han entusiasmado los aviones desde que era pequeño, pero siento un nuevo género de asombro ante ese aparato concreto, ante la espada y la palmera en la cola y el nombre en el costado.

Por alguna razón (el día, mi edad, una nueva conciencia súbita de que el primo que se sentará frente a mí en nuestra mesa, en casa, esta noche está aún por algún sitio del cielo), la visión de ese aparato me hipnotiza. Hace unas cuantas horas el reactor, con todo lo que contiene, probablemente estuviese parado para repostar combustible en Europa, y pocas horas antes de eso estaba en Arabia. Cuando me desperté en mi dormitorio aquella mañana, cuando me senté a la mesa de la cocina para tomar los cereales y el zumo de naranja, cuando iba en el coche, aquel aparato llevaba ya horas en un viaje que era para él tan rutinario en su mundo como mi paseo diario hasta la escuela en el mío. Ahora mi padre y yo observamos el último de sus muchos giros sobre la tierra de ese día; el avión está aparcando. Lo que mis padres hacen cuando vuelven del supermercado, y lo que un piloto hace también, me doy cuenta, incluso al final de un viaje desde un lugar como Arabia a una ciudad como Nueva York.

Las puertas y bodegas del reactor aún están cerradas. Comprendo de pronto que podría estar encerrada dentro alguna esencia del día que el reactor ha dejado atrás, el día de algún eufónico nombre de ciudad leído en el globo terráqueo de mi dormitorio (Yeda o Dhahran o Riad, seguramente). Intento imaginar Arabia Saudí, remitiéndome a mi limitada idea de desiertos, compuesta principalmente por las arenas saharianas de El Principito. Los pasajeros de ese avión habían volado desde aquel sitio tan lejano, habían visto desde la ventanilla el Atlántico batiendo sobre la costa nevada de Canadá o de Nueva Inglaterra; mientras mi papá y yo íbamos en coche por una vieja alameda rural helada del estado de Nueva York, una carretera que nunca podría conectarte con Arabia, salvo que te llevase hasta un aeropuerto y un avión como aquel.

La proeza física de los aviones (que nos eleven en el aire, que nos permitan volar) no es ni la mitad de su prodigio. La tierra gira ante un avión con una estabilidad perfecta. Parece en el aire como nuestra nueva y telarañesca geografía del cielo, pasa sin ser vista, detrás de una nube de humo o en la ficción moderna de las computadoras de vuelo, tan rápido que es como una conversación que oyes sobre la marcha, de la que no puedes entender bien ni una palabra y ni siquiera puedes estar seguro del idioma. Luego, de pronto, un par de alas, esa creación que es la más cautivadora de todas las nuestras, nos llevan hasta un nuevo día, un nuevo lugar, y a una quietud tan perfecta sobre él que podemos cruzar la puerta abierta y echar a andar.

Estoy en la cabina de un 747 sobre las Montañas Rocosas, que se extienden con su blanco invernal hasta el horizonte. El mundo está dividido: azul arriba, nieve abajo. Comento cómo las sombras de los picos caen sobre la tierra; el capitán me dice que el sentido de las agujas del reloj lo es solo porque esa es la dirección del tiempo, de la sombra en un reloj de sol en el hemisferio norte. Una controladora nos habla por la radio, para comunicar la presencia de otro aparato cerca de nosotros, «a vuestras dos en punto ahora», sabemos así en qué dirección hemos de escrutar el azul. Luego comunica nuestra posición como aparecería para el otro aparato: a sus «diez en punto». El reactor que partió a nuestras dos pasa a las tres, luego a las cinco, y luego está detrás de nosotros y lo perdemos de vista. Los lugares hora giran como dientes de engranajes.

El desfase horario se debe a nuestro rápido desplazamiento entre zonas horarias, a través de las líneas que hemos trazado sobre la tierra que equiparan luz con tiempo, y tiempo con geografía. Pero nuestro sentido del lugar se trastorna tan fácilmente como los ritmos circadianos de nuestro cuerpo. Dado que el desfase horario alude solo a una confusión de tiempo, a una diferencia medida en horas, yo llamo a esta otra impresión «desfase de lugar»: el arrastre imaginativo que resulta de nuestros desplazamientos por todo tipo de distancia de la era del reactor; de la incapacidad de nuestro viejo sentido profundo del espacio para mantenerse a tono con nuestros aviones.

El desfase de lugar no exige el cruce de una zona horaria. No requiere siquiera un avión. Yo he estado a veces de excursión en el bosque y luego, el mismo día, he vuelto a la ciudad. Rodeado allí de coches, de ruido y de edificios de hormigón y cristal, me he sorprendido preguntándome: ¿cómo es posible que haya estado caminando por el bosque esta mañana? Sé que fue esta mañana cuando estuve en ese otro lugar; pero la sensación que tengo es de que fue hace ya una semana.

Evolucionamos para desplazarnos lentamente por el mundo, viendo todo lo que hay en la ruta. Es razonable que el paso del tiempo y el cambio de entorno compartan un ritmo y que, en consecuencia, lugares que queden lejos o sean muy diferentes parezcan naturalmente algo de otro tiempo. Las diferencias entre un bosque y la ciudad son tan enormes que el viaje entre ellos se interpone como un salto cronológico, una especie de montaña temporal.

Esto es aplicable a todo viaje; y cuanto mayor sea el contraste que establezca entre nuestro lugar de residencia y el de fuera de él, antes dará la impresión de que se ha producido en un pasado lejano. Esta ecuación la empuja hasta su límite imaginativo el avión, que nos transporta en viajes que casi ninguno de nosotros emprendería jamás por otros medios, a lugares tan diferentes del nuestro como el que más del planeta, sobrevolando muchos otros que solo conoceremos de pasada, si es que llegamos alguna vez a conocerlos.

A veces pienso que hay ciudades de sensibilidad cultural e histórica tan distintas (Washington y Río, Tokio y Salt Lake City) que no deberían en realidad estar unidas por vuelos sin escalas, que para apreciar las distancias entre ellas debería hacerse el viaje por etapas, y que la imaginación podría discernir mejor la distancia si los vuelos durasen diez semanas, no diez horas. Pero no importa qué par de ciudades una el avión, casi todo viaje aéreo puede dar la sensación de ser demasiado rápido. Fingimos que es normal, que Londres, el lugar donde estábamos, el lugar que nos rodeaba en todos los aspectos, se haya transformado en Luanda o Los Ángeles, como si no fuésemos nosotros los que nos moviésemos, sino más bien el lugar lo que fluyó a nuestro alrededor, porque, después de todo, nadie podría moverse con esa rapidez. Escucho «Hejira» de Joni Mitchell y me siento «poroso con la fiebre del viaje», poroso a la fluidez moderna de lugar.

Si no vemos mucho de la tierra intermedia (si como pasajeros dormimos la mayor parte del tiempo, o no tenemos un asiento de ventanilla), los viajes de una escala tan inconcebible puede parecer que se producen casi instantáneamente, que la puerta del avión es como el obturador de una cámara de fotos.

Es lógico que nuestras primeras horas en una ciudad parezcan un error, o por lo menos desconcertantes, de un modo que no podemos concretar del todo. No estamos hechos para la velocidad; desde luego no para esa. Cuando cruzamos el mundo, alguna zona más baja de nuestro cerebro no puede entender lo que podríamos decir que ha tenido lugar. Puedo decirme a mí mismo con toda naturalidad: «Volé desde casa a Hong Kong. Está claro que esto es Hong Kong: los letreros de destino de la parte delantera de los autobuses, los ríos de peatones, la superficie del puerto donde las luces de tantos barcos corren sobre los pesados y difusos reflejos de los rascacielos». También sé que hace un día o dos yo estaba en casa. Tengo los recuerdos cotidianos, los recibos que lo demuestran. Sin embargo, lo mismo que sucede con dos épocas dispares de mi propio pasado, yo soy la conexión entre esos lugares enormemente distintos a lo largo de las 6.000 millas del continente intermedio. En algún lugar de mi inconsciente del cerebro más bajo, yo soy la respuesta más obvia a la pregunta de qué tienen en común esos lugares, separados no por una distancia inverosímil, sino solo por horas. Y eso no tiene el menor sentido.

Si «desfase de lugar» fuese una expresión más reconocida, la próxima vez que caminase por una calle de Londres y una furgoneta pasase aullando consignas políticas de unas elecciones municipales o me parase en un mercado de São Paulo y viese una docena de frutos que no supiese nombrar ni comer, o se abriesen los cielos en Lagos y viese llover como nunca podría haber visto llover en Massachusetts, podría pestañear y decir a mi acompañante, que asentiría y sonreiría, comprendiéndolo: «Tengo desfase de lugar».

Para los pilotos, la tripulación de cabina y los que viajan con más frecuencia por cuestión de trabajo, el desfase de lugar puede ser una experiencia más común que el desfase horario. Raras veces estamos en un sitio el tiempo suficiente para ajustarnos al tiempo local (para «aclimatarnos», por utilizar el término oficial que aparece en las normas que especifican el descanso que necesita un piloto después de un vuelo) antes de que sea hora de volar de vuelta. Yo nunca cambio el reloj ni el móvil al tiempo local. A muchos pilotos les resulta más fácil comer y dormir según la zona horaria de su lugar de residencia en esas estancias cortas, incluso estando muy lejos de él, incluso aunque eso signifique una inversión completa de noche y día, aunque eso signifique tres días en una ciudad sin caminar nunca por ella a la luz del día.

El desfase de lugar, a diferencia del desfase horario, puede agudizarse con el paso del tiempo. Una enorme proporción de nuestros recuerdos se relacionan con los minutos o con el día o la semana más recientes de nuestra vida. Así que en los primeros días en un país extranjero, aunque nuestros cuerpos empiecen a adaptarse a la nueva zona horaria, nuestras mentes se llenan de las incongruencias acumuladas del nuevo lugar, desplazando la presencia y la inmediatez de nuestros hogares lejanos. El mundo se va haciendo cada vez más extraño.

Los viajeros deben conocer la experiencia de llegar a una ciudad de noche, tarde, cansados y sin saber a dónde ir, y adquiriendo un sentido específico del lugar; luego, a la mañana siguiente, al despertar en un hotel y abrir la cortina a la luz y la vida del otro lado de la ventana, tienen la sensación de llegar de nuevo, o incluso de llegar por primera vez, como si lo que sucedió anoche no hubiese sucedido jamás. Cuando volé a Delhi por primera vez era el mes de enero, y su famosa niebla era espesa en el aeropuerto y en la propia ciudad. Serían quizá las tres de la mañana cuando nuestro autobús abandonó la terminal. Las calles pasaron a hacerse enseguida más estrechas, más residenciales. Estaba sorprendido de que Delhi aquella noche fuese mucho más fría que Londres, y el polvo gris de las calles, en las acumulaciones nocturnas de niebla, parecía nieve. Según mi recuerdo el viaje fue absolutamente silencioso; lo único que yo podía pensar era que estábamos entrando en Delhi como a escondidas, ajenos a la ciudad tanto en el tiempo como en el espacio.

Muchos pasajeros acabarán teniendo tiempo suficiente para reubicarse en ese nuevo escenario, como la sombra del personaje de un tebeo que está brevemente separada de su propietario y se reúne luego con él. Pero antes de que eso pueda suceder, la tripulación de su vuelo habrá vuelto casi seguro al lugar del que partió; nosotros probablemente habremos volado ya a otra ciudad más. Equipados con viseras y tapones en los oídos y mayoritariamente libres de planes acordados según el horario del lugar en cada ciudad que visitamos, tenemos más control que la mayoría de los viajeros sobre la cuantía del desfase horario que experimentamos. Pero el desfase de lugar es una presencia inevitable y casi permanente en nuestras vidas.

Cuando tengo una mañana libre en una ciudad, suelo ir a la estación de ferrocarril principal. Nuevas o viejas, en Pekín o en Zúrich, las estaciones son generalmente obras maestras de arquitectura, y hay siempre cafés en los que sentarse a leer un libro. Me gustan también los carteles tipo aeropuerto de las llegadas y salidas de trenes para ciudades más pequeñas de las que yo no hubiese oído hablar, o si no hubiese caído en la cuenta de que estuviesen lo bastante cerca para llegar a ellas en tren. Pero a veces pienso que la verdadera razón de que me guste andar por esas estaciones o sentarme en ellas es que son encarnaciones de lo intermedio.

Cuando el desfase de lugar es más agudo es cuando salimos de una ciudad extranjera al final del día. Cogemos un autobús junto al hotel y vamos hasta el aeropuerto, mientras pasan los coches o los otros autobuses llenos de trabajadores que hacen su camino de regreso a casa, con bolsas de la compra llenas de lo que alguien cocinará; tal vez estén escuchando música, o un locutor de sobria voz les dé las principales noticias de la noche de lo que para mí podría igual ser otro mundo. Cada una de las personas que veo en ese trayecto dormirá esa noche en su cama, mientras que yo estaré pendiente de los instrumentos de vuelo y tomando té sobre Pakistán o Chad o Groenlandia. A veces en esos viajes en autobús, experimento impactos clarificadores del lugar en el que estoy, explosiones de la verdad de una ciudad y un día que solo los extranjeros ven, la privilegiada visión del forastero. Pero tengo a menudo la sensación de que ya me he ido, o de que nunca estuve allí.

Más tarde, cuando llevo varias horas de vuelo, puedo pensar de nuevo en el personal que hemos dejado atrás en Johannesburgo o Kuwait o Seattle o Tokio, los que «trabajan en tierra», como decimos nosotros, y el mundo al que vuelven cuando sus tareas de día o de noche han terminado, cuando se desconectan del avión tan limpiamente como el alimentador de combustible lo hace del ala. Pienso en qué hora será en ese momento en su ciudad, y en si aún no ha amanecido. Intento imaginar qué comerán, o qué dirán sobre su día; cómo serán los hogares a los que han vuelto…, indios o japoneses o estadounidenses, y cada hogar un país en sí.

Aunque el desfase de lugar sea más característico de la vida de un piloto que el desfase horario, mantiene analogías con lo temporal. Cuando veo una vieja foto en blanco y negro, tengo que recordarme que el mundo era en color cuando se tomó; o que la gente que aparece en ella sintió el momento captado de un modo tan parecido al presente como el momento en que estoy mirando ahora la foto yo. El desfase de lugar es el equivalente geográfico de este efecto cronológico, una dislocación que solo los aviones son lo suficientemente rápidos para conjurar en los momentos del presente que corren no cronológicamente a través del pasado, sino horizontalmente, sobre la tierra; a través de la geografía del planeta. Es nuestra experiencia de una verdad que no podríamos haber evolucionado para captar fácilmente: que el mundo entero, cada lugar de él, está sucediendo al mismo tiempo.

Una noche de invierno volé a Nueva York, como pasajero. El avión estaba casi vacío. Iba en un asiento intermedio, pero las ventanillas de aquel avión eran más grandes que la mayoría y si me sentaba bien derecho tenía una visión clara de la ciudad que iba desplazándose por las brillantes elipses del paño de cristal. Las pantallas de televisión de los pasajeros individuales miraban de lado en su posición escondida hacia las ventanillas y hacia el mundo.

Cuando nos aproximamos a tierra, aquellos televisores, que nadie veía, aún seguían encendidos. Al mirar hacia las ventanillas veía sus imágenes, parcialmente reflejadas en el avión. Había un cómico actuando en un club, en algún lugar y algún tiempo distintos, proyectado en la noche. Su imagen móvil y brillante, su público silencioso riendo, rodaban suavemente sobre las iluminaciones giratorias de la ciudad. Más al fondo del avión, flotaba sobre el cielo una sabana africana chispeante de otro televisor. Los leones giraban la cabeza con rugidos inaudibles y merodeaban por su inverosímil dominio nocturno.

Recordé entonces el nombre memorable de una clase de alocución papal: Urbi et orbe, «a la ciudad y al mundo». Vemos ahí el lugar más claramente que nunca; vemos ahí una ciudad que se nos brinda en toda su belleza, que se agrupa bajo nosotros en la forma de su propia aproximación electrificada. Pero ahí hay, también, espacios cruzando espacios, sin amarras ni fricción, en un mundo que hacen los aviones.

«Doce horas, doce horas generosas han pasado, / en las que yo he sido un viajero bajo el cielo claro», escribió Wordsworth. Doce horas en un 747 es un recorrido respetable bajo el azul o bajo las estrellas; de Tokio a Chicago, de Fráncfort a Río de Janeiro, de Johannesburgo a Hong Kong.

Me esfuerzo por hallar un medio de evaluar la escala humana de esos viajes. La tarea se hace más difícil, no más fácil, cuanto más vuelo. A veces llego a mi habitación de hotel tras un largo vuelo y cierro los ojos y me golpea el silencio de estar solo por primera vez en miles de millas, y no sé cuántos rostros he visto desde que empezó el día, desde que salió el sol en la ciudad en la que despertara esa mañana. Estoy seguro de que la mayoría de mis días de trabajo veo a más personas de las que vieron muchos de mis antepasados en toda su vida. Pienso en cómo aquellos a los que he visto han estado esparcidos por horas de aviones, cómo la definición más simple de comunidad, de compartir un espacio, ha sido desbaratada, a pesar de que el avión haya permitido nuevas formas de reuniones, aquellas que tienen lugar a escala plenamente planetaria. Al caer la noche muchas de las personas a las que vi en el aeropuerto o a bordo del avión habrán tomado nuevos vuelos, o estarán en su casa, o en una habitación de hotel como la mía. Algunas pueden estar recorriendo en coche las últimas millas por una estrecha carretera, completando su viaje hasta un lugar lejano en todos los sentidos del mundo que conozco, o puede incluso que estén ahora describiendo su viaje a la persona por la que han viajado tan lejos.

A veces, intentando imaginar las dimensiones del vuelo moderno, pienso en el aire. No solo el volumen o la profundidad del aire a través del cual nos desplazamos, ni el cielo claro de Wordsworth, sino más bien su contrario. Resulta irónico que lo que se llama viaje aéreo, que nos catapulta a través de una parte tan grande del aire del mundo, esté tan profundamente desvinculado de cualquier encuentro físico directo con él. Sospecho que esto puede ser el contraste más fuerte entre los que volaban en cabinas abiertas y los que vuelan ahora. Quién sabe qué sensación podría causar el teletransporte; supongo que yo tendré que empezar a buscar trabajo cuando alguien lo descubra. Pero imagino que nos hemos hecho ya una pequeña idea con los tubos y cajas de aire acondicionado, tan bien preparados para nosotros, que pueden trasladarnos casi a cualquier punto del planeta.

Despierto en una habitación de hotel, tras una larga siesta postvuelo. Es un hotel de una metrópolis asiática. Tardo un momento en recordar cuál. Recuerdo el nombre exacto antes de incorporarme, levantarme, ir hasta la ventana, descorrer la cortina y ver el puerto lleno de luz en movimiento, una escena marítima tan frenética que podría ser de una época muy anterior. Levanto la vista y, antes de buscar los aviones que descienden sobre este panorama acuático, hago una pausa para mirar los nobles rascacielos que se alzan detrás de los logos y anuncios relumbrantes, casi tan grandes como las fachadas de los edificios. Me ducho, me visto, paseo fuera, en el anochecer eléctrico, en medio de toda la luz, de todos los trabajadores que regresan apresuradamente a casa o a encontrarse con amigos. Alzo la vista hacia donde las plantas más altas de las torres se achican en una niebla sin estrellas, y no puedo calcular cuántas horas y millas han pasado desde que estuve por última vez fuera, bajo el cielo despejado.

Me deslizo sobre las millas y las horas, viajando sobre los hilos que no se pueden cortar, que constituyen mis diversos desfases. Recuerdo un oscuro y temprano comienzo en Londres; un paseo hasta una estación de metro, un último momento desdeñado de cielo despejado que ni siquiera me paré a considerar una despedida. Luego un tren, hasta otro tren que me llevó a las profundidades de un aeropuerto; recorro la terminal, otro tren subterráneo, una pasarela cubierta hasta un avión rumbo a Hong Kong; un autobús desde la estación cubierta del aeropuerto hasta debajo del gran toldo de nuestro hotel; puertas automáticas, hileras de brillantes ascensores con música dentro y publicidad del salón de jazz en la terraza de la última planta en las paredes; mi habitación, dormir. Un viaje casi tan trascendental como cualquiera que podamos hacer en la tierra; sin embargo, sin una milla ni un instante de él a cielo abierto.

La facilidad con que cruzamos el mundo ahora conmocionaría sin duda a las generaciones anteriores. Pero nuestros ancestros podrían sorprenderse igual también de que sea posible hacer un viaje así sin ver el cielo; o sin la mediación permanente del cristal, al menos. Y el viaje aéreo suele ser la parte más enclaustrada de esos viajes.

Puedo entrar en una terminal de una ciudad y tomar una serie de vuelos conectados, ser transportado a través del mundo en no pequeña medida por el viento; puedo comprar y dormir y comer por el camino y no recibir nunca en la cara una brisa local.

Intento a menudo abrir una ventana de las habitaciones de hotel donde duermo. En muchos hoteles no se puede abrir ninguna de ellas. La expresión «entorno construido» alude generalmente a la totalidad de elementos hechos por el hombre como calles, parques y edificios. Pero un subconjunto de esto, el capullo de aislamiento encristalado que es el viaje moderno (en particular, la casa global de confort sellado que se supone que desean los viajeros aéreos), es un objeto más apropiado para ese nombre.

La totalidad del entorno construido, el cielo construido, se considera a menudo una prueba de la cualidad del aeropuerto, o incluso del nivel de desarrollo de un país. A pocos viajeros les gusta embarcarse en un avión que esté aparcado lejos de la terminal porque pueden tener que esperar en unas escaleras expuestos al viento y la lluvia. Las pasarelas (o puentes aéreos, un término en el que el viajero moderno cada vez más acordonado podría apreciar un toque de ironía) se añadieron cuando se acondicionaron y ampliaron los aeropuertos. Su resplandeciente presencia se considera, como la propia aviación, un signo de progreso.

Cuando la extensión del aire construido (la atmósfera de la aviación) se revela con mayor claridad es cuando se desbarata.

Hasta cuando el avión está unido a la terminal por una pasarela, si el sellado es imperfecto, en el borde de la unión entre la pasarela de aire acondicionado y el avión hay unas breves y pequeñas explosiones de calor de Dallas o humedad de Bruselas o frío de Moscú. Ese aire se percibe y huele como algo diferente del entorno acondicionado; me golpea como una transgresión, pero también como una bendición del lugar: una súbita explosión de desfase de lugar, quizás, pero también el primer aliento de lo que acabará remediándolo. Honolulú, que tiene una terminal con un costado abierto, aunque de todos modos cubierto, es una rara excepción en el mundo de los grandes aeropuertos. Me quedé anonadado cuando lo atravesé por primera vez, no por la cantidad de clima de Hawái que transmite, sino por lo que fue para mí una sensación extraordinaria de aire natural, fragante, que limpiaba un aséptico reino higienizado de aviación global.

Aunque el espacio aéreo encerrado del mundo («respirando lo que se llama aire», en la descripción del poeta W. S. Merwin de lo que es esperar en una atmósfera de aeropuerto) sea una cosa triste, una difuminación del lugar o un exceso moderno de aislamiento y confort, tiene la ventaja de que hace mucho más intensa la llegada al aire verdadero de una ciudad. Si yo navegase de una ciudad a otra despacio, expuesto a los elementos largas semanas, no podría apreciar bien las diferencias del aire de los dos lugares.

Volando a ciertas ciudades indias he llegado a identificar y amar su olor único y rico, ligeramente ahumado, que me han dicho que procede de la quema de biomasa y combustible derivados de los excrementos del ganado. Debe elevarse hasta cierta altitud, o estancarse allí. Puedo apreciarlo a menudo de noche en la cabina de vuelo, en los últimos minutos que preceden al aterrizaje. Debe de ser muy agradable identificarlo si eres de una de esas ciudades y has estado mucho tiempo fuera; una cualidad física e inconfundible del aire que vuelve en tosca simetría con las luces de tu ciudad natal.