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No existen respuestas ni soluciones mágicas al difícil arte de la crianza, pero hay algo en lo que los expertos coinciden: todo pasa por el apego, esa inclinación natural a sentir que como adultos les ofrecemos la seguridad de un techo, el alimento y el abrigo en forma de ropa o de reconfortantes abrazos. En Tu mejor versión como padre, Francisco Castaño, con una dilatada trayectoria como orientador de padres, ofrece una guía para comprender a nuestros hijos y enseñarles a desenvolverse como adultos: cómo reaccionar a la frustración, a los conflictos y a los obstáculos. Recurriendo a esa voz que muchas veces como padres se nos olvida escuchar, la del sentido común, el autor nos da su visión de los pilares sobre los que se asienta la buena crianza, sin pasar por alto las circunstancias y particularidades de cada familia. Porque, con las herramientas adecuadas y de la mano de uno de los mayores divulgadores educativos del país, no hay ningún obstáculo para educar desde nuestra mejor versión.
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Tu mejor versión como padre
Comprende a tu hijo para educarlo mejor
Francisco Castaño
Primera edición en esta colección: marzo de 2023
© Francisco Castaño, 2023
© del prólogo, Álvaro Bilbao, 2023
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2023
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99
www.plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-19271-96-9
Diseño y realización de cubierta: Grafime Digital S. L.
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
En la década de 1960 el psicólogo estadounidense Albert Bandura realizó un experimento que transformó la forma en la que los padres y la sociedad nos relacionamos con nuestros hijos.
En este experimento, Bandura puso a una serie de niños de entre 7 y 9 años en una habitación en la que podían ver a través de un cristal cómo un adulto (hombre o mujer) jugaba en la sala contigua con una serie de juguetes. El adulto tenía instrucciones de centrar su juego en un payaso hinchable conocido como el Payaso bobo. Las instrucciones también detallaron que el adulto debía jugar de una forma agresiva con el muñeco, dándole puntapiés y puñetazos, tirando al muñeco al suelo, sentándose a horcajadas encima de él y golpeándole repetidamente con las manos.
En la segunda parte del experimento, cada niño que había observado esa situación era invitado a entrar en la sala de juegos con la consigna de que podía jugar a lo que quisiera. A pesar de tener a su disposición todo tipo de juguetes, como cocinas, coches y diversos muñecos, uno tras otro todos los niños eligieron al Payaso bobo para sus juegos. Y uno tras otro los niños replicaron el repertorio de agresiones que habían observado con anterioridad. Dieron puntapiés al muñeco, le propinaron puñetazos, lo tiraron al suelo y lo golpearon repetidamente con las manos mientras se sentaban sobre él a horcajadas.
Poco después de hacerse públicos los resultados de esta investigación, distintas sociedades científicas presionaron para eliminar contenidos violentos o inapropiados en la programación infantil. Pero más allá del impacto en la vida social, la gran aportación de este estudio es que demostró que los hijos observan cuidadosamente a los padres y que, de una manera instintiva, tienden a replicar lo que ven en nosotros, ayudándonos a ser conscientes de la importancia que tienen nuestros comportamientos y nuestro ejemplo en la educación de nuestros hijos.
Este comportamiento, que ahora sabemos que es instintivo en todos los seres humanos, no es algo raro o insólito. Probablemente hayas escuchado el término «apego». El apego es un instinto que tienen muchos animales y que les hace vincularse de una manera estrecha con sus progenitores. Este es un instinto que se ha estudiado con mucho detalle en todo tipo de primates, desde macacos hasta seres humanos pasando por chimpancés, gorilas u orangutanes. Los resultados demuestran la importancia del apego para la supervivencia de las crías. Separa a un bebé primate de su madre e, independientemente de que lo alimentes e hidrates de una forma adecuada, caerá en una profunda depresión, desarrollará conductas muy agresivas o, simplemente, morirá debido a un debilitamiento agudo de su sistema inmunológico.
Los investigadores han conjeturado durante muchos años la importancia biológica del apego en los primates, y sugieren que los primates nacemos con un nivel tan grande de inmadurez que necesitamos tener una figura adulta que nos permita sobrevivir ofreciéndonos alimento, cobijo y protección. Sin embargo, si nos vamos un poco más allá de los primeros años de vida, en los que el bebé nace totalmente indefenso, nos daremos cuenta de que un chico o una chica de 14 o 16 años puede ser más ágil y fuerte que sus padres. ¿Por qué, entonces, seguimos apegados psicológicamente a las figuras parentales durante tanto tiempo? La respuesta, posiblemente, la encontremos en otros parientes lejanos cubiertos de plumas.
En otras especies, como en las aves, este instinto es un poco más primitivo. Nada más eclosionar el huevo, las crías fijan su atención en su mamá o su papá y quedan ligados a ese «adulto» de por vida. Es lo que se conoce como impronta. En el caso de que su madre o padre no estuviera presente, los pollitos fijan la impronta en el primer ser vivo que vean moverse, bien sea un perro o un humano. De esta manera, las crías de pato que crecen en una granja pueden seguir al granjero a todos lados si no encuentran a su madre en el momento de su nacimiento.
Como puedes ver el instinto de impronta es realmente fuerte. ¿Por qué tienen los patos esa necesidad de seguir de forma obsesiva los pasos de sus padres? La respuesta es sencilla. A pesar de que los pollos de muchas especies son capaces de desplazarse y buscar grano o gusanos por sí mismos a edades muy tempranas, la impronta les ofrece una importante ventaja en el complicado mundo de la supervivencia. Las crías de pato, ganso o gallina siguen a sus padres porque necesitan aprender de ellos. Cada día, como si estuvieran acudiendo a una universidad de pollos, estas crías observan cómo sus padres buscan gusanos en zonas cubiertas de hierba porque son más húmedas y fértiles. Observan cómo descienden al río para nadar por las zonas con menos pendiente o salen del agua por otras partes algo más rocosas para apoyar sus patas palmípedas con firmeza. También observan cómo graznan de forma agresiva cuando se acercan los perros de granja y cómo buscan refugio cuando ven un águila en el cielo.
Nuestros hijos se apegan a nosotros porque necesitan que les ofrezcamos la seguridad de un techo, que proveamos los alimentos para la mesa y les compremos la ropa que tan bien les abriga en invierno. Se apegan a nosotros porque necesitan nuestra protección en todas sus formas, incluidos esos abrazos que a veces nos sientan mejor a nosotros que a ellos. Pero no debemos olvidar que los niños se apegan también a nosotros porque, al igual que los pollitos, necesitan aprender de un adulto a resolver un sinfín de situaciones cotidianas que les ayudarán a desenvolverse en la vida: desde cómo debemos reaccionar cuando estamos frustrados a qué hacer cuando alguien se salta la fila del supermercado, pasando por observar cómo nos esforzamos cuando nos encontramos ante un obstáculo o cómo resolver un conflicto con una persona que nos importa.
Da igual que estés convencido de que eres un gran ejemplo para tus hijos, que quieras deslumbrarlos a toda costa o que desees con todas tus fuerzas que no se parezcan en absoluto a ti. La realidad es que te van a observar y van a programar sus cerebros de acuerdo con lo que observen, lo quieras o no. Y es que el apego es un instinto irrefrenable como lo es alimentarnos, dormir o buscar pareja cuando llegamos a la adolescencia. No existen los niños sin apego porque todos necesitamos apegarnos a un adulto para poder desarrollarnos.
Esa es la razón por la que es tan importante ofrecerles nuestra mejor versión como padres. No se me ocurre mejor persona para escribir este libro que mi querido Fran Castaño, no solo por su amplia experiencia trabajando con familias y realizando divulgación educativa, sino muy especialmente también porque he podido comprobar de primera mano el valor que da cada día ser la mejor versión de sí mismo para sus dos hijos. Estoy convencido de que toda su experiencia profesional y personal te pondrá tras la pista de tu mejor versión como padre o madre.
Dr. ÁLVARO BILBAO Neuropsicólogo y autor deEl cerebro del niño explicado a los padres
—Cariño, deja ya de jugar que hay que bañarse.
—Solo cinco minutos más.
Cinco minutos después, se repite la misma escena:
—Vamos, cariño.
—¡Un momento!
Pasan diez minutos. La madre o el padre, que ya han tenido tiempo de respirar profundamente y dejar de hacerlo para pasar a respirar entrecortadamente porque su paciencia se agota, sigue insistiendo.
El niño o la niña también insiste, sí, pero en dirección contraria, cada uno a lo suyo. Los tonos de voz empiezan a ser más altos. Uno grita y exige lo que lleva minutos pidiendo y el otro responde con un tono mayor:
—Que ya te he oído, pesado, espera un momento.
La siguiente escena ya os imagináis cuál es. El padre o la madre, hartos de la situación, entran a gritos en la habitación del «delito», quitan el juego y mandan al baño al niño o la niña con una rabieta monumental. La noche ya se ha estropeado, cena tensa y a dormir sin un «buenas noches», que «el horno no está para bollos».
El guion suele ser el mismo, aunque cambian los motivos de discusión: con 5 u 8 años puede ser el baño; con doce, recoger la habitación, y con quince, estudiar. ¿Os resulta familiar?
El desarrollo de la escena también puede variar: desde el «cariño, vamos», que se puede repetir una y mil veces, hasta los intentos de explicar de todas las formas posibles la importancia de ser obedientes porque, por ejemplo, en el caso de los estudios, se tienen que labrar un futuro. Sea un camino u otro, el final suele ser el mismo: monumental enfado de padres/madres e hijos/hijas y cero aprendizaje.
Educar es laborioso, es un trabajo de por vida, de constancia, de día a día, pero en ocasiones es más sencillo de lo que creemos. El problema muchas veces es que nos despistamos y les despistamos a ellos y a ellas.
Para mí hay una clave fundamental en la educación, que supone también los cimientos de una relación sólida y saludable con los hijos: para educar hay que comprender. No se puede educar si no se comprende.
Educar es laborioso, es un trabajo de por vida, de constancia, pero en ocasiones es más sencillo de lo que creemos.
Comprender no significa permitir. Debemos comprender que los niños no son lo suficientemente maduros para entender por qué se tienen que bañar, ordenar la habitación o estudiar. Un niño, una niña o un adolescente, está regido por «deseo y satisfacción inmediata»; es decir, lo que quiero lo quiero ahora. Padres e hijos hablamos idiomas distintos: nosotros queremos una cosa y ellos otra. Puedes pasarte horas con infinita paciencia explicándoles el porqué de lo que les exiges, pero de nada sirve, ellos están a otra cosa en ese momento. Entonces, nos viene el enfado: «Pero, ¿no te estoy explicando que tienes que bañarte?». Ellos no nos entienden y nosotros tampoco.
Muchas veces no nos damos cuenta de que para nuestro hijo lo verdaderamente importante en ese momento es que, por ejemplo, su influencer favorito acaba de subir un vídeo y lo único que quiere es aprenderse el baile; no le importa en absoluto el examen de matemáticas de mañana por mucho que tú le digas que es su futuro. Él o ella solo piensan, porque solo pueden pensar, en el ahora.
Un niño está regido por «deseo y satisfacción inmediata», es decir, lo que quiero lo quiero ahora. Hablamos idiomas distintos: nosotros queremos una cosa y ellos otra.
Hay padres y madres que dan muchas y largas explicaciones cargados de paciencia para que nos comprendan, pero eso no va a ocurrir. Insisto en que los hijos ni entienden ni quieren entender. Veo a muchos niños en consulta que han recibido todas las explicaciones y, al final, estas se han convertido en un arma contra los padres y las madres porque han creado niños cargados de discursos que siempre tienen algo que objetar; muchos de ellos terminan haciendo callar a sus progenitores. Si sus padres tienen explicaciones para cómo deben ellos y ellas actuar, ellos y ellas tienen más explicaciones aún para salirse con la suya.
No comprendemos que nos ignoren o que reaccionen de manera inadecuada a nuestras peticiones u órdenes pese a nuestras muchas explicaciones y, precisamente, ahí nace la frustración, el enfado, la impotencia y nuestras reacciones en función del carácter de cada uno de nosotros. De nada sirve que nos enfademos, frustremos o decepcionemos. Sin embargo, si comprendemos a nuestros hijos y entendemos por qué actúan como actúan, no nos enfadamos. Con ello nos quitamos de encima uno de los mayores detonantes de las grandes discusiones y la falta de comunicación de las familias: te digo, no haces, me enfado, te enfadas y terminamos a gritos y sin hablarnos.
Comprender a nuestros hijos e hijas es más sencillo si entendemos biológicamente cómo funciona su cerebro.
Los seres humanos tenemos tres cerebros, el cerebro triuno, concepto que aportó el neurocientífico norteamericano Paul MacLean:
El reptiliano, el más antiguo y el primero que desarrollamos, está relacionado con los comportamientos predecibles y actúa de manera simple e impulsiva, automática, dejándose guiar por los instintos. Lo compartimos con los animales menos desarrollados (como los reptiles) y no tiene ni siente emociones, simplemente, como si estuviese ejecutando un código programado genéticamente, actúa en función del estado fisiológico de nuestro organismo. Comienza a desarrollarse en el útero materno y ya se muestra en los recién nacidos cuando respiran, comen, duermen o lloran si están incómodos. Sus respuestas son directas y reflejas.Por otro lado, está el cerebro emocional, que aparece en los mamíferos más primitivos, y, como su nombre indica, está íntimamente relacionado con las emociones. Sigue siendo un cerebro inconsciente. En él se encuentra la amígdala, clave en la capacidad de sentir emociones asociadas a nuestras experiencias. Por último, está el cerebro racional (el neocórtex), que está desarrollado en el ser humano y acoge las capacidades cognitivas, la consciencia, la razón.¿Por qué nuestros tres cerebros son importantes para entender a un niño, una niña o un adolescente? Porque en estos está mucho más desarrollado el cerebro emocional. En la adolescencia se hace mucho más evidente; con la revolución hormonal, esta parte gobierna el cerebro. Por eso, un chaval o una chavala tan pronto ríe como está triste o enfadado. Debemos considerar estos cambios de ánimo como algo completamente normal siempre que no sobrepasen ciertos límites, en cuyo caso debemos descartar con un especialista si hay algún tipo de trastorno.
Por el contrario, la corteza prefrontal o el cerebro ejecutivo es el último en desarrollarse. Según los neurocientíficos esta parte del cerebro no se cierra hasta los 25 años, edad que algunos expertos están alargando ya hasta los 30. Los niños y los adolescentes no razonan como creemos que deberían hacerlo porque viven en la emoción pura, no en el para qué ni en el por qué hacer las cosas.
Los adolescentes se rigen por el cerebro emocional, por eso tan pronto ríen como están tristes o enfadados.
Respecto a nuestro cerebro emocional y racional, hay una metáfora que el psicólogo Jonathan Haidt utiliza para entender mejor el comportamiento humano y que me gusta llevarla al campo de la educación. Es la historia del elefante, el jinete y el camino.
Imaginemos que el elefante es nuestro cerebro emocional, el de la gratificación inmediata, y el jinete, a lomos del animal, es el cerebro racional, el que planifica, el que se esfuerza. Si el elefante no está domado, el jinete se escurrirá por la trompa y será aplastado por el elefante. Esto se ve claramente en los niños, pero también en los adultos, en personas que no son capaces de controlar sus emociones. Quienes tienen una buena gestión emocional también se enfadarán y en un momento dado pueden bloquearse, pero finalmente sabrán manejar al elefante, aunque haya hecho amago de tirarles por la trompa.
La educación consiste en enseñar a nuestros hijos e hijas a domar al elefante; en conseguir que el cerebro relacional tenga la suficiente capacidad para manejarse con valores y normas; en formar en la responsabilidad; en definitiva, en hacer que el jinete que maneja al elefante tenga sentido común.