Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - E-Book

Un abismo sin música ni luz E-Book

Juan Ignacio Colil Abricot

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Beschreibung

El crimen de una joven ocurrido en Copiapó, es el detonante de la novela. Múltiples personajes y situaciones insólitas dan cuenta de una historia de represión, en la que el miedo y la traición mantienen el suspenso.

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Para la escritura de esta novela, el autor obtuvo la Beca de Creacióndel Consejo del Libro el año 2014.© LOM ediciones Primera edición: diciembre de 2019 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560012364 ISBN digital: 9789560013538 Fotografía de portada: «50» de Juan Ignacio Colil Abricot Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Registro N°: 411.019 Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Para Isabel, por el apoyo y los años.

Run Run se fue pa’l norteyo me quedé en el sur,al medio hay un abismosin música ni luz.

Violeta Parra

1

Trevor se levantó de su silla y caminó hacia la ventana. Se mantuvo un instante mirando hacia el horizonte. Desde ese lugar la playa apenas se veía en un cuadro pequeño colgando en una esquina de la ventana. Una franja celeste, otra un poco más oscura y finalmente una franja de un blanco sucio. Pensó en sus hijos y en su mujer. Recordó una imagen de un fin de semana lejano en que compartieron un asado en el Cajón del Maipo. Recordó risas, rostros, el sabor del vino. Había sido la última vez que habían estado juntos. Aún podía escuchar las risas. En ese momento comprendió que había sido una etapa de su vida que nunca supo ver. Ahora se conformaba con llamarlos diariamente solo para oír sus voces y saber que la vida continuaba sin sobresaltos, pero a paso rápido. Atrás quedaban sus recuerdos. Luego vino esta extraña destinación que era un castigo solapado. No habían podido comprobar una filtración de información, pero alguien se había cobrado una pequeña venganza. Ahora los días pasaban en una monotonía lenta. Ni siquiera el clima ofrecía sorpresas. El trabajo era liviano y las posibilidades de ascender se esfumaban un poco cada día. De vez en cuando algún robo, algún joven que abandonaba la casa de los padres, algún muerto por riñas de borrachos, uno que otro ahogado sobre todo durante los fines de semana y solo una vez hubo un asunto que condenó a dos tipos por incitación a la prostitución. Nada que demandara mucho esfuerzo, más allá de cumplir con los trámites de rigor. Hacer las preguntas adecuadas, completar los informes, no perder de vista los archivos.

La unidad estaba formada por tres efectivos. El jefe, Martínez, que siempre se las arreglaba para estar con licencia, salir con permisos u obtener algunos viajes institucionales. Trevor era el segundo al mando, por lo tanto llevaba todo el papeleo. Y Sánchez hacía sus primeros años. No parecía muy entusiasmado con el trabajo policial y prefería pasarse el tiempo leyendo libros viejos. Ya aprendería.

Los días pasaban lentamente. El ritmo obligaba a bajar las revoluciones. Se desayunaba más lento, se descansaba por más tiempo. Las palabras parecían más pesadas. De cuando en cuando algún suceso los llevaba a internarse a alguna playa solitaria o kilómetros y kilómetros desierto adentro. En esos momentos ni siquiera conversaban, sólo caminaban junto a Sánchez escuchando el viento. y mirando los pájaros, cada uno pensando en lo suyo y seguramente buscando la oportunidad para romper aquel marasmo. Para Sánchez era más fácil. Era joven, recién estaba comenzando. Estar en ese pueblo sólo era un primer peldaño, en cambio para Trevor era casi una lápida.

Sonó el teléfono. Trevor lo observó y dejó que sonara. Generalmente llamaban para preguntar por direcciones o por asuntos pertenecientes a otros organismos públicos. El teléfono dejó de sonar al décimo intento. Trevor prendió un cigarrillo. El teléfono volvió una vez más a la carga. Se despegó lentamente de la ventana. Levantó el aparato, condenado a escuchar alguna estupidez.

–Investigaciones. ¿En qué le puedo ayudar?

–Disculpe que lo moleste, quizás no sea nada.

–No se preocupe.

–Es que puede que no sea nada. Sólo oí un grito. Nada más. Me asusté.

–¿Podría describir el tipo de grito?

–Creo que fue un grito de susto, de espanto. Por eso llamo.

–¿Desde dónde está llamando?

–Acá en Caldera. Quizás no sea nada. Me da vergüenza molestar por algo así.

–Dígame dónde escuchó el grito.

–Anote la dirección: Condell al llegar a Prat. Es una casa azul.

–Gracias. Enviaremos unos detectives. Señorita, ¿cuál es su nombre?, ¿aló?, ¿aló? –el teléfono se cortó. Trevor anotó la dirección y terminó de fumar su cigarrillo. Trató de recordar la voz. Le pareció la voz de una mujer joven. ¿Treinta años? Quizás treinta y cinco. No más. No le gustó la llamada. Parecía una broma. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana. Tomó el papel en que había anotado la dirección. No era lejos. Sólo cuatro cuadras lo separaban. Se arregló la corbata y con un grito llamó a Sánchez, quien se presentó ante él arreglándose la camisa dentro de los pantalones.

–Llamó una mujer, escuchó un grito. Puede que no sea nada. Un grito no significa nada.

–¿Quiere que vaya jefe?

–¿En qué estás?

–Nada especial. Leía sobre casos antiguos. Lo de la Legación alemana. ¿Lo ubica?

–Algo. Creo que leí el asunto en alguna revista, pero hace muchos años. ¿Es al tipo que ubican por los dientes? ¿1920?

– Tiene buena memoria jefe. Fue un caso extraordinario. La ciencia al servicio de la investigación policíaca. Eso sí que ocurrió en 1909.

–Sigue con tu lectura, yo voy a echar un vistazo. Si llaman de Copiapó o Santiago, diles que estoy en un procedimiento. No digas simplemente que no estoy, eso no suena bien, y si viene alguien anota todos los datos.

Trevor caminó las cuatro cuadras, más que nada por hacer algo distinto. Sabía que sólo sería rutina y quizás ni siquiera tendría que rellenar el formulario. A esa hora de la tarde la temperatura comenzaba a bajar y la gente salía a la calle. Algunas viejas instalaban una silla al lado de la puerta y se contentaban con ver pasar a la gente y los vehículos de los vecinos. Todos los que se cruzaron con Trevor lo saludaban. Pensaban que era una especie de delegado directo de Santiago y que investigaba un caso importante y oscuro. Un caso que supuestamente involucraba a lo más selecto de la sociedad de Caldera. Trevor había dejado que esos rumores se esparcieran. Le gustaba que la gente se formara esa opinión y durante los meses que llevaba en funciones, de tanto en tanto dejaba caer alguna pregunta misteriosa. De esa forma el rumor se hacía más fuerte y también descubrió que la gente prefería mantener con él una distancia prudente. Respeto y cuidado. Ese era el lema.

Distinguió la casa azul cuando aún le faltaba media cuadra por llegar. Todas las mañanas pasaba frente a esa casa y siempre le había llamado la atención no saber quién vivía en ese lugar. Nunca se había cruzado con nadie saliendo o entrando. Nunca un niño en el patio. Nunca un viejo barriendo la vereda. Pero la casa siempre se veía limpia, bien tenida. Se detuvo metros antes de llegar y observó con atención. No se veía nada extraño. Precisamente en esa cuadra había menos gente en la calle. Sólo unos niños que jugaban a la pelota. Se detuvo en la puerta de la reja y comenzó a gritar. Al cuarto grito comprendió que nadie saldría a atenderlo. Al parecer no había perro. Empujó la reja con el pie y notó que estaba abierta. Entró y caminó hacia la casa. Cada dos metros se detenía y volvía a gritar ¡Alo! De esa forma llegó hasta la puerta. Miró hacia atrás y vio que los niños que jugaban a la pelota se habían acercado hasta la reja y lo observaban. Uno de ellos le hacía señas. Trevor le devolvió el saludo con la mano. Estuvo otros minutos frente a la puerta. La golpeó dos, tres veces. No quería volver sobre sus pasos con las manos vacías. Esos niños parados cerca de la reja no lo dejaban tranquilo. Verlo salir con las manos vacías no era presentable. En pocos minutos todos sabrían que había ido hasta esa casa y no había logrado nada. Otra humillación. Imperdonable. No estaba en edad de permitirse esos bochornos públicos. Podía sentir la mirada de los niños clavada sobre su cuello.

En un arranque de astucia rodeó la casa. Entendió que no había nadie. Se enfrentó a la puerta de la cocina. La vio abierta. Comprendió que algo sucedía. Recordó la llamada y miró a las casas vecinas, pensando que la mujer que hizo la llamada estaría observándolo desde alguna ventana. Quizás en ese mismo momento estaría viéndolo y quizás desde esa ventana recobraría un poco de su dignidad y dejaría de ser un simple inspector solucionando problemas menores. Ingresó a la casa y vio en el suelo de la cocina las manchas de sangre. ¡Cresta! Se dijo y se maldijo por no traer a Sánchez. Sacó su pistola y avanzó como no lo había hecho en años. Pensó en encontrarse frente a frente con cualquier clase de criminal, pero a medida que avanzaba y sus oídos se acostumbraban al silencio, entendió que estaba cayendo. Otra vez estaba siendo arrastrado, pero sólo fue una sensación que le revolvió el estómago y luego desapareció para que sus ojos se pudieran llenar con la imagen de la mujer tirada sobre la alfombra, mientras la sangre que había manado de su cabeza formaba un pequeño lago que reflejaba la ventana y el cielo despejado.

Luego de algunas horas todo había pasado. Los peritos habían viajado desde Copiapó con todo su equipo y hecho su trabajo como si se tratara de una exposición. Trevor los miraba con un poco de desilusión. Le parecía que estaban montando una obra de teatro. Se tuvo que dedicar con Sánchez a entrevistar a los vecinos. Nadie sabía nada, nadie vio nada. Sólo los niños que jugaban le dijeron que habían visto a un tipo saliendo de la casa. Se sentó juntó a los niños y les hizo muchas preguntas. Iba anotando las respuestas en su libreta. Los niños lo miraban como si nunca hubiesen visto escribir a alguien. Según los niños el sujeto era más bien flaco, ni muy chico ni muy grande, pelo castaño no muy corto, pero tampoco largo. No les pareció extraño porque no parecía un tipo extraño. Eso lo dijeron tal cual.

–¿Vieron algo más?

–Nada.

–¿No vieron a nadie salir más temprano?

–No, tampoco nadie entró.

–¿Alguien debía entrar?

–No sabemos.

Dejó a los niños y volvió a la casa. Sánchez no tuvo mejores resultados.

El cuerpo presentaba un severo golpe en el cráneo que fue lo que le causó la muerte. No había puertas ni ventanas forzadas. Nada de huellas. Nadie tomó nada de la casa, ya que a veces algunos roban alguna cosa para que parezca un asunto de ladrones, pero acá el mensaje era claro para todos los interesados. A Trevor le pareció que el mensaje era: podemos hacer esto y nada nos pasará. Revisó personalmente toda la casa y no encontró nada que les pudiera servir. Quizás los tipos se habían llevado alguna otra cosa, no lo típico que buscan los monreros de poca monta. Habría que investigar si la mujer poseía algún computador u otros objetos de valor.

Recién a medianoche pudo volver a la unidad.

Con el paso de los días, el asunto por una parte se aclaró y por otro lado se enfrió.

La víctima se llamaba Iris Kempes, el mismo apellido del futbolista argentino.

Se había hecho conocida. Se dedicaba a luchar por el agua, el aire y todo lo que pareciera ecológico. No tenía familia, es decir, ni hijos ni pareja. Llevaba algún tiempo en el pueblo. El mismo Trevor había recibido una denuncia contra la víctima hacía unos días, era un lío de vecinos. Nada especial. El apellido se le quedó grabado.

El caso se investigó durante algunas semanas. Lamentablemente no hubo mucho avance. Trevor entrevistó a docenas de sus conocidos. Todos decían que era una mujer sin igual. Muy creativa, muy luchadora, muy lúcida. A ratos le parecía que estaba frente al retrato de una santa. No tenía enemigos. La gente que alguna vez se había peleado con ella reconocía que Iris estaba en lo correcto y que sólo eran diferencias de opiniones. Por supuesto todos pensaban que detrás del crimen estaban los peces gordos de la región. Fundamentalmente los intereses mineros que eran los que estaban moviendo todos sus hilos, que no eran pocos, para quedarse con el agua. Tenían sus métodos y especialmente todos los amigos que el dinero fresco puede comprar. Los peritos no encontraron huellas en la casa. Ni de Iris, ni de nadie. Alguien se había preocupado de dejar todo muy limpio.

Un detalle fue su teléfono, el cual estaba en uno de sus bolsillos. Trevor revisó las llamadas realizadas y las recibidas antes de entregar el aparato a los peritos. Sólo había una en la que no pudo localizar al dueño del número. Se trataba de un teléfono de prepago que nunca más tuvo movimiento. Fue la única pista, pero también era extraña, ya que a la hora en que la llamada fue realizada, la tal Kempes ya llevaba un par de horas muerta.

El caso siguió abierto, pero fue apenas un decir. Los papeles sólo acumularon polvo y aunque al principio hubo cierto revuelo, el tiempo hizo lo suyo. Trevor intentó hacer algunas gestiones, pero el fiscal a cargo del caso nunca le dio mucha relevancia. Dijo que no podían gastar recursos de la Fiscalía en un caso que no iba hacia ninguna parte. Según el fiscal, lo mejor era esperar que apareciera por alguna parte algún objeto robado de la víctima para tener una pista concreta y comenzar entonces una investigación de verdad. Trevor recordó a los niños y solicitó permiso para citarlos a declarar, pero nuevamente encontró negativas y evasivas.

Trevor le dedicó algunas horas extras, pero a la larga las puertas se fueron cerrando.

Pasados dos meses, Trevor recibió una carta de la Jefatura en la que le comunicaban que sólo seguiría en funciones hasta finales del próximo mes. Se quedó sentado un largo rato con la carta en la mano, mirando por la pequeña ventana hacia la playa.

2

–Es todo lo que tenemos.

–¿Seguro que no se le escapa algo?

–Seguro, señor. Todo ha sido tratado con el máximo de rigurosidad, entendiendo que los medios de que disponemos acá en la unidad son escasos. No es por excusarme que se lo digo. Usted sabe cómo funcionan las cosas. En el informe está todo, traté de ser muy detallista.

–¿Hay algo que deba saber y que usted olvidó poner en su informe?

–¿Que yo sepa? Todo está ahí. No hay mucho más.

–Dígame todo ahora, ya que su informe recién llegará mañana. ¿Esta joven tenía algún antecedente?

–¿A qué se refiere?

–Quiero que me ilustre sobre el tema. La prensa puede comenzar a hablar. No quiero sorpresas y no quiero enterarme por el diario de algo que usted debía haberme dicho.

–Aparentemente era una muchacha tranquila. Salió de su casa para dirigirse a un evento, al cual nunca llegó. El sábado apareció su cuerpo en el río. Muestra muchas contusiones. Murió por un golpe en la cabeza. Eso es lo que le puedo decir después de haber visto el cuerpo en el río. No pude ver mucho.

–¿Nada más?

–Nada más por ahora.

–¿Por qué me dice eso?

–Usted me pidió que le informara de todos las situaciones extrañas. Se me ocurrió que podía tratarse de algo así, quizás sea mejor prevenir que lamentar.

–No piense tanto, Gutiérrez. Mantenga los ojos abiertos. ¿La familia de la mujer?

–Está deshecha.

–No le pregunto eso. Quiero saber si tienen alguna relación con algún movimiento subversivo.

–Nada. Son personas tranquilas. Nada extraño en ellos. En todo caso creo que si tuvieran alguna relación no me lo dirían.

–¿Alguien la vio salir de su casa?

–Sólo su hermana. Nunca llegó adonde se dirigía.

–¿De qué lugar se trata?

–Iba al regimiento.

–¿Está seguro?, ¿qué tienen que ver los milicos con este asunto?

–La fiesta era ahí. Usted sabe cómo son los milicos, invitan a las muchachas del lugar. Son como todos. Ella nunca llegó. Nadie la echó de menos, había suficientes mujeres. Eso es lo que dicen por ahora. En todo caso no dijeron mucho. Quise hablar con un capitán Carvacho, pero no pude. Se supone que él estaba a cargo esa noche.

–¿No le parece extraño?

–¿Qué cosa?

–Que estén metidos los milicos. Espero que no sea más que eso. Una simple casualidad. Cuídese y sea cuidadoso con lo que hace y con lo que dice. Los milicos a veces son muy quisquillosos. Pregunte qué tienen que ver en este asunto, pero trate de no pisar callos. Lo último que necesitamos es un enredo con esta gente.

–Va a ser difícil. Usted sabe cómo es Copiapó. Es un pueblo que quiere ser ciudad. Los milicos están por todas partes, más en este tiempo. Por eso lo llamé.

–¿Cómo llegó esta joven a involucrarse con los milicos?

–A las chicas les siguen deslumbrando los uniformes.

–Cualquier novedad avíseme antes de mandar su informe.

–No creo que haya novedades. Dudo que lleguemos a un final.

–No debería encarar el caso de esa forma. Quiero resultados claros y no excusas. Manténgame informado. Vea con mayor claridad el tema de los milicos. No me gusta para nada. Insisto en que sea cuidadoso.

–¿Usted cree que ellos me van a contar algo si realmente lo saben?

– No pregunte huevadas y haga su trabajo. Si los milicos están metidos estamos hasta el cogote. Trate de ser discreto. No es tiempo para héroes.

3

Llevaba horas en el bus. El aire enrarecido ya no me molestaba. Mi mirada se perdía entre los tonos cafés del desierto, que recién a esa hora comenzaban a aparecer. Calculé que me quedaba media hora por llegar a mi destino. Supuse que era la peor hora para llegar. No había nada que hacer. Estaba en un punto desde el cual no podía intentar ningún regreso. El tipo que venía sentado a mi lado se acomodó y siguió durmiendo.

Me habían dicho que el tal Pedro Moraes era una mierda, pero nunca pensé que podía llegar a esos extremos. El tipo miraba con desprecio al resto de los mortales porque manejaba un par de revistitas que lo mantenían seguro. Revistas nada importantes, sin ninguna trascendencia. Mostraban un poco de tetas, problemas amorosos de algunos galanes y a veces algún reportaje sobre algún lugar chic de la ciudad. El secreto de Moraes, según lo que algunos decían, radicaba en las informaciones que no publicaba. Un ancho río de secretos oscuros que los interesados se preocupaban de pagar para mantenerlos ocultos.

Un editor me recomendó a Moraes –no te prometo nada, pero puede que te compre algún reportaje y lo mejor es que es un tipo lleno de contactos y casi todos le deben favores. Si le caes bien, puede que sea tu puente de plata– y yo como idiota había ido a ver al tal Pedro Moraes. Me hizo esperar por más de cuarenta minutos. Mi primera impresión sobre él fue muy alejada de un puente de plata. Me pareció un tipo ignorante y básico. Me atendió como quien escucha a un mendigo relatar la tragedia de su vida.

Acá no me sirven cuentos, ni esas latas parecidas. Menos esas investigaciones periodísticas que tratan de impactar al resto de los mortales, como si todos fuesen inocentes. No me interesa si publicaste uno o veinte libros. Sólo me interesa que seas capaz de escarbar en la vida de alguien famoso. Ojalá descubrir un poco de basura, algún hijo abandonado, alguna relación homosexual secreta, algún problema con la ley, ahora si puedes combinar las alternativas mucho mejor. ¿Recuerdas el caso de la rubia Juliette? El tipo que escribió eso después terminó vendiendo sus investigaciones para la Hola argentina. Eso es el éxito.

No volví. Lo mío nunca ha sido escribir ese tipo de pelotudeces. Me dedicaba a publicar algunas investigaciones sobre fraudes económicos y delitos sexuales. Si al principio tuve un poco de éxito con «Los índices negros del comercio sexual de menores», éste se esfumó en la medida que llegaron los abogados con sus querellas y contraquerellas. Poco a poco me hundieron y así se fueron cerrando las posibilidades de seguir publicando las investigaciones que realizábamos en equipo. Los editores me dejaron de contestar las llamadas y los correos electrónicos. Nadie me dijo abiertamente que no. Las puertas simplemente se cerraron.

Semanas después fue la misma secretaria de Moraes quien me llamó para ofrecerme la oportunidad de mi vida. Eso fue lo que dijo sin una pizca de pudor. Me citó en un café elegante cerca del cerro Santa Lucía. Para mi sorpresa no era Moraes quien me esperaba, sino un gordo calvo. Apenas entré al café el tipo me saludó.

El gordo me invitó a sentarme frente a él y me pidió un café. Se presentó en pocas palabras. Yo había escuchado sobre él, era una de las glorias del periodismo de investigación. Me quedé como un estúpido mirándolo.

–Yo que usted no dejaría de lado una oportunidad así. Supe que habló con Moraes. Este mundo es muy pequeño. No lo imaginaba investigando y escribiendo sobre enredos amorosos de gente de la televisión.

–¿Quién es usted?

–Alguien que confía en sus capacidades y que conoce de periodismo investigativo. No tengo nada que ver con Moraes, sólo supe que usted lo fue a visitar y pensé que podría interesarle un asunto. Una amiga mía está en el norte, específicamente en Copiapó, investigando sobre el uso ilegal del agua, el conflicto entre las compañías mineras y las comunidades agrícolas del valle. Seguramente habrá oído acerca de temas parecidos. Quiero que vaya hasta allá y la ayude.

–¿Por qué debería ayudarla?

–Es un asunto bastante complicado, necesita a alguien que sepa investigar. Le pagaré un adelanto y cuando regrese le pagaré el resto. Ella tiene toda la información y le entregará las pistas necesarias.

–Deme un par de días y le contesto.

–Imposible. Necesito su respuesta ahora.

Nos observamos en silencio por unos segundos. El gordo sacó un sobre del bolsillo. Dentro venía un boleto de bus y varios billetes azules. El tipo conocía el carácter humano.

–Esto es para sus gastos. Una vez que regrese habrá una buena cantidad. Quinientos mil. Supongo que esa cantidad es buena para usted. No tengo más

–¿Cómo la ubico?

–Ahí está la dirección –el tipo me extendió un papel donde aparecía una dirección anotada con una letra grande y clara.

–¿Cómo se llama la mujer?

–Cameron, en realidad se llama Iris. Disculpe, me confundo en esta parte. La tal Cameron nos llevará a Iris.

–¿Cameron?

–Así son estas chicas, les gustan los nombres extranjeros. Usted debe encontrarla.

–¿No tiene apellido?

–Por ahora no. Eso no importa. Estamos trabajando con un material que quema. La verdad es ésta: Iris no quiere mi ayuda. Sólo sé que a través de esta mujer Cameron, que trabaja en esa dirección que le entregué, podemos llegar a ella. Una vez que encuentre a Cameron, dígale que busca la carta de Iris.

–¿La carta de Iris? ¿Eso es todo?

–No se olvide de esa frase.

Y ahí estaba yo sin saber muy bien cómo y por qué había aceptado.

–Una vez que encuentre a Iris quiero que la convenza para que regrese con usted.

–¿Qué quiere decir con eso? –el gordo revolvió lentamente su café. Miró con precaución hacia los lados. Era un gesto inconsciente. Se me acercó unos centímetros.

–La situación es peligrosa, es mejor que se lo confiese. Ubique a Iris, ella le entregará todo lo que tiene, todo lo que ha investigado y después trate de convencerla para que se venga con usted. Yo les pagaré el pasaje en avión. No me mire así. Sé que le estoy pidiendo bastante; si dependiera de mí, hubiese ido hace rato.

En ese momento el gordo se inclinó hacia mí y me enseñó su reluciente silla de ruedas.

4

Por lo habitual mis clientes se contactan con mi secretaria. En pocos años la pequeña empresa creció. Nunca pensé que tuviese habilidades para los negocios, aunque hay que reconocer que gran parte del éxito es de mi mujer. Ella sí que es ordenada y descubrió que el asunto de proveer a restaurantes y hoteles de productos del mar de calidad era una mina de oro. Así pasan mis días, hablando por teléfono, verificando envíos, visitando hoteles y un largo etcétera. Me parece que mis días de detective quedaron muy atrás.

Esa mañana mi secretaria me pasó una llamada. Generalmente a los nuevos clientes les interesa hablar con el gerente. Se trataba de una mujer.

–¿Trevor Ortiz?

–Así es. Gerente general de Mar Azul.

–Me gustaría hablar con usted.

–Eso estamos haciendo.

–No, me refiero a poder hablar de forma más extensa y privada. Quiero pedirle un trabajo.

–¿Un encargo? Pida lo que quiera y nosotros trataremos de cumplir. Imagino que usted ya conoce nuestra calidad. ¿Le puedo preguntar quién nos recomendó?

–No se trata de eso, sino de Iris Kempes –me quedé un instante en silencio. Hacía ocho años que no escuchaba ese nombre. Me vi caminando otra vez por esas calles de Caldera. El sol a mi espalda. Otra vez esa tarde–. Sé que usted sabe de quién estoy hablando.

–Disculpe señora, pero yo ya no trabajo en Investigaciones. Estoy retirado hace años.

–Conozco su historia. ¿Podemos conversar? Será sólo un rato.

–No sé sobre qué podríamos conversar. No hay mucho más que agregar sobre esta historia. Entiendo que es un caso cerrado.

–¿Podemos juntarnos a las doce en el café Vienés?

–¿En Mac Iver? –me di cuenta que estaba aceptando la invitación.

–Lo espero a las doce. Será sólo una conversación. No hay ningún compromiso. Gracias.

–¿Qué le hace pensar que acudiré a la invitación?

–Es sólo eso: una conversación.

Me quedé unos minutos mirando el teléfono. Las imágenes en mi cabeza seguían dando vueltas. Cada uno de los pasos que había dado durante esa jornada los pude reconstruir. Intenté distraerme revisando algunos papeles, verificando facturas y envíos. Fue imposible. Durante el resto de la mañana no pude dejar de pensar en Iris Kempes y en su asesinato. Veía su cuerpo tirado en el suelo de aquella casa. La oscura mancha de sangre. Necesitaba concentrarme en otras cosas, pero me era imposible sacar de mi cabeza ese viejo crimen ocurrido ocho años atrás.

A las doce ingresé al café Vienés. Un local de los que a mí no me gustan. Mucha torta y cosas dulces. Me senté en una de las mesitas. Aún no terminaba de acomodarme cuando se sentó a mi lado una mujer.

–Gracias por venir don Trevor, pensé que en algún momento se arrepentiría –se notaba una mujer educada y con recursos. Tenía un acento extraño. Una mezcla difícil de precisar.

–Estoy un poco confundido. No sé qué desea saber de ese asunto. Ya está todo dicho. El caso se cerró hace años. Yo estoy fuera de la institución. No tengo acceso a nada ni a nadie.

–Por eso decidí buscarlo. Sé que usted estuvo a cargo de la investigación durante las primeras semanas.

–Vamos muy rápido. Usted sabe mucho de mí y yo no siquiera sé su nombre.

–Tiene toda la razón. Me llamó Hilda Fernández. Fui amiga de Iris. Durante mucho tiempo trabajamos juntas. Cuando la mataron yo estaba fuera de Chile.

–¿Por qué aparece ahora?

–Quizás deba explicarle todo desde el principio.

–No sé lo que se propone, pero si quiere puede intentarlo.

–Cuando sucedió lo de Iris, ella estaba investigando algo muy especial.

–Lo sé. Investigaba el asunto de las aguas que estaban siendo extraídas ilegalmente desde el río para desviarlas a predios particulares, predios de gente muy influyente, y también creo que el agua era desviada para algunas faenas mineras. No pude ahondar mucho en el tema. Sé que Iris se reunió en esos días con vecinos de varias localidades, juntó antecedentes, pero todo eso se perdió. Nunca encontramos nada.

–Veo que investigó de verdad. Pero hay algo más.

–¿Algo más?

–Lo que usted dice es cierto, pero Iris en realidad buscaba a los responsables del asesinato de una joven ocurrido hace más de treinta años. El caso Spencer. ¿Le suena? Gladys Spencer se llamaba la chica.

–Vagamente.

–Fue a principios del año ochenta. En marzo.

–No estoy seguro.

–Su cuerpo apareció a orillas del río, con señales claras de haber sido violada. Se resolvió rápidamente. Se dijo que el culpable era un hombre que estaba de paso en la ciudad en busca de faenas mineras. Se responsabilizó a un sujeto que tenía antecedentes de robo y que viajaba por distintas regiones haciendo trabajos menores. Fue un juicio rápido. Falleció en la cárcel, apenas dos semanas después de haber ingresado. Aún no se había dictado la sentencia. Si cree que eso no es suficiente, le cuento que además el forense que realizó la autopsia se suicidó camino a Puerto Viejo y el inspector que llevaba la investigación desapareció de la faz de la Tierra apenas cuatro días después de haber visitado el regimiento de la ciudad.

–Me acuerdo, yo recién estaba entrando a la Escuela. Se dijo que había huido con algo de dinero de un banco y con una bailarina de algún club.

–Así es. Veo que aún la memoria no le falla.

–Leí sobre el asunto y parece que usted es una experta. ¿Adónde quiere llegar?

–Iris estaba en medio de todo esto.

–¿Podría ser más clara?

–Iris era hija del inspector Gutiérrez –me quedé mudo. La mujer me miraba como si me hubiese disparado directo a la frente. Sus últimas palabras me quedaron dando vueltas.

–¿Estamos hablando del mismo inspector Gutiérrez?

–El mismo –nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos, pendientes a quién haría el primer gesto, la primera movida de piezas–. Era una niña cuando ocurrió todo. El mundo se les vino abajo a su madre y a ella. Regresaron a Santiago y después se fueron a Buenos Aires. Usted comprenderá que fue una situación traumática, por decir lo menos.

–Nunca me lo hubiera imaginado. Eso del inspector Gutiérrez era un mito, una leyenda. Se decía que se había escapado con una tipa fenomenal y que habían tenido que huir de noche porque la mujer también estaba metida con un importante empresario minero de la zona. Un tipo con mucho poder. Se dijo que Gutiérrez logró llevarse varios millones de pesos.

–Eso fue lo que se rumoreaba. En realidad al inspector Gutiérrez lo hicieron desaparecer.

–¿Qué?

–Lo que escucha –nos quedamos mirando con la mujer.

–Yo oí acerca del inspector como todos los que entramos a la Escuela por esos años. Después me enteré de algunos detalles, pero nunca pensé en esta posibilidad. ¿Está segura?

–Completamente. ¿Cree que estaría jugando con algo tan serio como esto?

–Durante algunos años se decía que Gutiérrez estaba en una isla del Caribe. Yo escuché rumores sobre eso, que se había ido hasta allá porque ese sitio no tenía tratados de extradición con Chile. Se decía que alguien lo había visto en una playa. Creo que se hablaba de una isla llamada Santa Lucía o algo así. Lo de Gutiérrez era un mito. Nunca imaginé que podía tener otro desenlace. Me ha dejado perplejo. No sé qué decirle. Usted aparece de improviso y saca estas historias así como si nada.

–No, se equivoca. Así como si nada no ha sido. Me ha costado mucho trabajo llegar hasta usted. Me he preguntado muchas veces si debía hacerlo o no. Para mí tampoco ha sido fácil, pero no creo que esto tenga que ver conmigo. Yo no soy el centro de esta historia –la mujer pidió otro café y nos quedamos largos segundos observándonos. Le sirvieron el café y aproveché de pedir otro para mí. El silencio hizo que los segundos pasaran lentamente. No podía alejar de mi mente el recuerdo de la imagen del cadáver de Iris.

–A Iris no le gustaba hablar mucho del tema. Lo habló conmigo cuando falleció su mamá. Eso ocurrió hace doce años atrás. Un día su papá nunca más llegó. Una noche se presentó un hombre a su casa y les dijo que su papá estaba en algo. Ella no entendió de lo que conversaban, sólo recordaba a su madre sentada mirando al hombre y después el llanto de su madre y toda la tristeza se le vino encima.

–¿De dónde salió eso de Kempes?

–Lo inventó ella hace muchos años. El plan de su madre era poder viajar hasta Europa. Alguien le había hecho contacto con un secretario de la embajada de Holanda, pero nunca llegó a concretarse. Finalmente se quedaron en Buenos Aires. Iris Kempes era su seudónimo para escribir. Su madre muchos años después se relacionó con un tipo al que le gustaba el fútbol y siempre hablaba de un tal Kempes.

–¿Mario Kempes?

–No sé. No entiendo de fútbol. Supongo que sí. Al parecer era alguien importante.

–¿Era escritora?

–Escribió algunas cosas. De ese tiempo le quedó lo de Kempes. Decía que para los hombres era sonoro porque era el apellido de un futbolista y además decía que con un apellido así los editores; en su mayoría hombres, se interesarían por ella.

–Mario Kempes. Seleccionado argentino, muy vistoso para jugar. Hizo un par de partidos por Fernández Vial al final de su carrera. Usaba el pelo largo ya en los setenta.

–Iris tenía razón, era un apellido que quedaba. Después nunca más se lo sacó de encima, quizás eso fue su perdición. Con ese apellido era difícil olvidarla.

–¿Qué edad tenía ella cuando ocurrió lo del papá?

–Cuando asesinaron al papá, ¿se refiero a eso?

–Sí, me refiero a eso.

–Creo que tenía siete u ocho años. Nunca hablaba mucho del tema.

–¿Cuál es su idea?

–Concluir lo que ella estaba investigando.

–Vaya a Investigaciones.

–No me trate como a una tonta. Sabemos que el caso se cerró y que al inspector Gutiérrez lo transformaron en un tipo vividor que se fue del país con una muchacha cabaretera. Esa fue finalmente la verdad oficial. Se impuso como muchas cosas, nadie se dio el trabajo de verificar la información –la mujer bebió de golpe el café que le quedaba y me tomó de un brazo–. Debe ayudarme.

–¿Por qué debería meterme en este asunto tan turbio?

–Sé que lo pasaron a retiro después del asesinato de Iris. ¿Qué le dijeron? ¿Que lo llevarían a relaciones públicas? Usted ya estaba perdido con ir a terminar su carrera en ese lugar, si prefirió investigar seriamente el asesinato de Iris supongo que habrá generado en alguna parte algún malestar que provocó que usted hoy esté fuera. Imagino y quiero imaginar, y sobre todo esto último, que usted desea investigar quién está detrás de todo esto.

–¿Y si estuviera equivocada?

–Es posible. Este país está lleno de gente de mierda –la mujer me quedó mirando–. Sé que ahora se dedica a los negocios. ¿Mariscos?

–Productos del mar en general.

–Sólo le pido que sacuda un poco el polvo. Usted sabe más de eso que yo. Es obvio que buscaba sobre su padre, a mí me lo negó durante mucho tiempo, pero no hay que ser psíquica para saber por qué fue hasta ese lugar. Iris no volvía a ese lugar desde esa época.

–¿Desde el asesinato de su padre?

–Sí. Yo sé que debe haber algo. Usted más que nadie entiende ese mundo. Sólo quiero saber que su muerte no fue en vano. Ella aprovechó la excusa del uso del agua para poder moverse más libremente. Averigüe hasta donde pueda y me cuenta. Le puedo pagar. No sé si todo de una vez, pero puedo hacer el intento.

–No sé. No estoy familiarizado con este tipo de investigaciones. Quizás le pueda recomendar a una persona. Hay tipos que se dedican a esto. Conozco a Ciro, quien podría ayudarla perfectamente.

–No. Quiero que sea usted. Usted ya conoce el caso. Estuvo allá, sabe por dónde comenzar. De seguro encontrará algo. Créame a Iris no la mataron por casualidad. Se estaba acercando, estoy segura. Ella era una mujer muy cuidadosa en lo que hacía. Muy ordenada. Algo debe haber dejado en alguna parte que nos sirva para seguir su camino. Estoy segura que ella pensó que era muy posible que terminara como terminó. Por lo mismo imagino que nos dejó algo. En alguna parte debe haber una señal –nos quedamos en silencio unos segundos. Ella había puesto todos sus argumentos sobre la mesa.

–No soy detective privado.

–No me interesa un detective privado. Esos tipos dilatan la investigación para conseguir más dinero y luego le dicen a una alguna vaguedad. Si lo deja más contento, ya lo intenté con uno. No llegó a ninguna parte y me dijo que lo más probable era que se tratara de un robo y que el tipo huyó antes de robar cualquier cosa porque seguramente escuchó algún ruido o algo así. Perdí tiempo y dinero con ese sujeto. Un charlatán. Por eso lo busqué a usted.

–Haremos una cosa. Iré para allá y pediré el expediente, veré qué puedo hacer. No le prometo nada, si encuentro algo que valga la pena le cuento, de lo contrario quedamos como estamos –la mujer buscó en su cartera, sacó un billete y pagó los cafés. Me extendió una tarjeta en la que aparecían sus datos: su nombre y abajo las palabras «Consultora Estratégica»

–¿Qué significa esto de consultora estratégica?

–Publicidad, relaciones públicas. De algo hay que vivir. Le paso esto para comenzar –la mujer volvió a abrir su cartera, sacó trescientos mil pesos y me los entregó–. Por favor recíbamelos. No es mucho, pero es suficiente para los pasajes y permanecer unos pocos días en un hotel. Lo puedo enviar algo más a su cuenta. ¿Cuánto cree que puede cobrarme por esto?

–No sé. No conozco este tipo de negocios. Con lo que me ha pasado es suficiente por ahora. Después vemos el resto. ¿Pudo conversar con ella durante el tiempo que ella estuvo en el norte?

–Conversamos sólo trivialidades. Nada memorable. No le gustaba hablar de su trabajo por teléfono. Yo le decía que era una paranoica, pero veo que tenía razón.

–¿Cuál era exactamente su relación con ella? Por lo que veo usted no se dedica a estos asuntos ecológicos.

–Veo que saca sus conclusiones muy rápido –la mujer me quedó mirando unos segundos–. Fuimos pareja durante algunos años. De eso han pasado varios años, pero siempre mantuvimos un vínculo. ¿Le molesta?

–No. ¿Por qué habría de molestarme?

–No sé. La policía nunca es muy abierta de mente.

–No soy policía. Ahora vendo mariscos.

–Lo sé. No lo quise ofender. Lo que le pido tiene que ver con esa deuda que tengo con Iris. Ella trató siempre de entender lo que había ocurrido con su padre. Nunca le gustó ver a su madre de esa forma. Nunca se pudo recuperar de ese daño. Apenas tuvo edad suficiente, comenzó a juntar información sobre el punto. Cuando habló conmigo me mostró una carpeta llena de recortes con lo poco que había logrado encontrar acerca de su padre. Lo que decía en el diario chocaba con la imagen que ella tenía de él. Iris lo recordaba como un hombre simpático, muy cariñoso con ella y con su madre, le leía cuentos en la noche. De pronto su padre desaparece y ponen frente a ella la imagen de un tipo que huye con una cabaretera. Una mujer muy joven, casi una niña y de paso se lleva unos cuantos miles de pesos. Claro, ella eso lo supo después. Su madre nunca se lo contó. Creo que ya se lo dije, se me ocurre que para ella todo fue un gran cataclismo. De a poco fue juntando antecedentes. Guardaba una carta, un informe forense sobre un asesinato ocurrido por los mismos días en que se le perdió la pista a su padre. Ese fue su punto de partida.

–¿Era un documento oficial?

–No sé. Me lo enseñó en una ocasión. Era un documento antiguo. El papel estaba bastante gastado. Estaba escrito con máquina de escribir. Detallaba cómo estaba el cuerpo de una víctima de asesinato. La forma en que estaba escrito hablaba de una persona muy observadora, pero siempre apegada a la evidencia. Sólo decía lo que ese cuerpo mostraba. Lo que decía era horrible. Según ella, a partir de ese viejo papel había logrado encontrar huellas importantes.

–¿Qué pasó con ese papel?