El sol en la escalera - Juan Ignacio Colil Abricot - E-Book

El sol en la escalera E-Book

Juan Ignacio Colil Abricot

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Beschreibung

Santiago, despedido, encuentra una noticia sobre la desaparición de un antiguo colega fotógrafo. Su búsqueda lo lleva a reflexionar sobre su vida y el poder de las imágenes. La novela explora el contexto del estallido social y la pandemia en Chile.

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© LOM ediciones Primera edición, abril 2023 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016836 ISBN Digital: 9789560017109 RPI: 2023-a-3068 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

A mis padres, Juan Colil y Paulina Abricot,profesores normalistas.

He estado limpiando la oficina que ocupé por más de veinte años. Hay gran cantidad de papeles, artículos de escritorio y objetos de todo tipo. He ido separando algunos recuerdos. Sé que los volveré a guardar en un cajón y quizás no vuelva a saber de ellos.

No me detengo a pensar, quiero terminar pronto la tarea y dejar el lugar lo más limpio posible. Ojalá pudiera borrar mi presencia en ese lugar. Es demasiado lo que se acumula en veinte años y supongo que más de algo se me va a pasar. Cuando yo ocupé la oficina tuve que gastar varias horas en revisar cajones y tirar una serie de cosas que no eran mías y que consideré inservibles. No quiero darle esa tarea molesta a la persona que va a llegar a este lugar a partir de la próxima semana. Supongo que tendrá ocupaciones más interesantes que hacer y no quiero dejar algún rastro mío.

Es mitad de diciembre. Nunca es buena fecha para quedar sin trabajo, pero creo que tengo la ventaja de saber que iba a ocurrir. En unos meses me pagarán mi indemnización, supongo que con ese monto podría tomarme un año sabático, pero no es la idea. Ahora me queda tiempo para buscar un nuevo empleo, aunque no estoy seguro que a mi edad pueda encontrar trabajo. Estoy más cerca de la pregunta ¿cuánto te falta para jubilar?, que de la pregunta ¿cuándo comenzaste a trabajar? De hecho, esta última, hace décadas que nadie me la formula.

Hay libros, revistas, documentos, cartas, folletos de universidades, carpetas vacías, trabajos de estudiantes, documentos sobre pedagogía, afiches viejos del Ministerio de Educación, manuales sobre las nuevas leyes y fotos, muchas fotos. Las miro y las separo, guardo algunas, otras van al desecho. La mayoría las tomé yo, otras simplemente llegaron a mí y quedaron para siempre durmiendo en uno de los cajones. Hay fotos de niños y niñas en sus salas, en el patio del colegio, jóvenes jugando, grupos musicales, clases de cursos de los cuales ya he perdido la fecha. Reconozco a unos pocos. Hay imágenes de salidas de los cursos a Valparaíso, a museos; otras de los profesores en diversas actividades, sentados, conversando, abrazados mirando hacia la cámara, riendo.

Mientras separo las fotografías pienso en el poder que tienen las imágenes y cómo cobran o pierden valor según pasan los años. Algunas que en su momento me parecieron prescindibles, hoy prefiero conservarlas porque me evocan un tiempo que ya se fue o también porque retratan a personas que ya no están. También sucede lo contrario. Las mejores imágenes se van cargando con los años. Recién en ese momento me doy cuenta que estoy viejo y que el tiempo pasa para todos.

Hubo una época en que yo también tomaba fotografías. Años antes que la tecnología digital invadiera las calles. Dicho así parece que hubiese ocurrido hace siglos, pero solo estoy hablando de treinta años atrás. La elástica medida del tiempo.

Llegué a la fotografía casi de rebote. Hice un curso en el que aprendí bastante. Antes de eso solo había practicado con una cámara Kodak que usaba un rollo que venía sellado. Era una cámara para uso familiar y, a fines de los setenta, era un modelo moderno y de fácil uso. Uno solo tenía que hacer clic y listo. Después tenía que tener el dinero suficiente para enviar el rollo a revelar y luego acordarse de ir a buscarlo. Fácilmente podían pasar meses entre el clic de la cámara y el momento de ver la imagen en papel. Recuerdo que cuando alguien revelaba uno de esos rollos y llegaba a la casa, se generaba un breve instante de expectación y las fotos corrían de mano en mano. Ahí quedaron las imágenes de esos años: cumpleaños, mi perra en el patio, un puñado de recuerdos de esos lejanos veranos en Collico.

Acudía a una vieja casa todas las mañanas donde estaba el Instituto Osiris y pasaba mi tiempo viendo fotografías, conversando y encerrado en el laboratorio haciendo mis primeros experimentos en papel. Aprendí acerca de la luz, la velocidad a utilizar, la abertura del diafragma, la profundidad de campo, el grano de la foto, la temperatura de los químicos, los tipos de papel. Conocí a buenos profesores que me traspasaron su amor por la imagen fija. No me equivoco al decir que era amor. Un amor ciego, sin dobles intenciones, sin intelectualizaciones.

Usaba una vieja cámara de 35 mm marca Agfa, que me había prestado mi suegro. Debe haber sido de los años sesenta. Parecía una reliquia, venía en un estuche de cuero café. Había que calcular al ojo tanto la velocidad como la abertura del diafragma, lo que me permitía ser independiente de las pilas para hacerla funcionar.

El día se me pasaba entre las calles y el laboratorio del instituto, que no era más que una pieza no muy grande con seis ampliadoras. Me quedaba por horas hasta que se me acababa el papel o hasta que la impaciencia me derrotaba. A ratos podía revisar algún libro de fotografía disponible en la pequeña biblioteca. Hablo de un tiempo en que uno de esos libros era un bien inalcanzable para mis escuálidos bolsillos. Me pasaba horas hojeando esos volúmenes de gran formato, de papel de buena calidad, mirando los rostros, las expresiones, los contrastes, las escalas de grises, los encuadres. Hombres caminando por calles adoquinadas, mujeres riendo a la cámara, niños corriendo bajo cielos grises, el horror de las guerras, cuerpos desnudos, la cotidianeidad de las calles del mundo.

Luego con mi sueldo de ayudante de bar en un restaurante pituco me compré una cámara semiprofesional. Una Zenith básica y eficiente. Tomaba fotos de gente en las calles, vagabundos durmiendo en las plazas, personas caminando bajo la lluvia, perros callejeros, vendedores ambulantes, carritos de sopaipillas. Objetivos una y mil veces visitados por los fotógrafos de las diferentes épocas, no me importaba que fuese repetido porque eran mis propias capturas.

Me hubiese gustado tomar fotografías de protestas, marchas y del ambiente de fines de los ochenta. En cambio en esos primeros años de los noventa, ya el ánimo era distinto y las fotografías de calles habían dado paso a fotografías de tipos dándose la mano y sonriendo a las cámaras. Las protestas disminuyeron o por lo menos ya no estaban en el centro de las actividades, y el tiempo del día que dividía entre el instituto y el restaurante no me daba muchas ventajas. Aun así pude tomar imágenes de manifestaciones que me hicieron sentirme, aunque fuera por un instante, el nuevo Capa. Ahora, mirando a la distancia, pienso que a ratos creía que estaba en medio del documental La ciudad de los fotógrafos, pero no era la misma época.

La dictadura formalmente había terminado y algunos, entre los que me cuento, pensábamos que las cosas iban a cambiar, que los crímenes oscuros y el aparato represivo quedarían relegados a la estantería de los malos recuerdos. Me equivoqué.

Al restaurante llegaba a eso de las seis de la tarde. Estaba situado en una callecita estrecha y la fachada parecía un castillo medieval. Tenía que ponerme un traje café de un material sintético parecido al cuero y lavar las copas y vasos que quedaban del almuerzo. Después me dedicaba horas a estrujar bolsas con kilos y kilos de naranjas y limones para preparar la noche de la horda aspiracional que en esos años disfrutaba en grande la diversión, aunque seguían tomando Tom Collins como si fuera el boleto mágico a la sofisticación.

En ese restaurante pasé varios meses. Aprendí a hacer tragos con nombres siúticos y a buscar formas para evitar el control de los jefes sobre el tráfico entre la cocina y el bar que se desataba en la noche y que nos permitía soportar precisamente la noche. «Solidaridad de clase», dirían los entendidos. La jornada se extendía hasta las tres o cuatro de la mañana. Después con algunos colegas bajábamos por la noche santiaguina y nos íbamos a tomar una cerveza a la Fuente Holandesa que quedaba en Santa Rosa al llegar a la Alameda. Lugar al que llegaba lo más selecto de la noche santiaguina céntrica: taxistas, garzones, las chicas de los toples, travestis, borrachos de diferentes cepas y de vez en cuando aparecían los agentes del orden pidiendo documentos a la clientela. El local siempre estaba lleno de humo de cigarrillos e imperaba el ruido de las conversaciones y vasos. En ese lugar extendíamos nuestra vida un par de horas más. Visto desde la distancia de las décadas suena romántico y bohemio, pero no había nada de eso. Era una simple rutina que nos iba consumiendo, supongo que yo era uno de los privilegiados que aún podía elegir sus pasos, ya que al resto no le quedaba otra alternativa. Ahí en la Fuente Holandesa, conversábamos de lo ocurrido durante la jornada laboral: los pedidos extraños, los clientes complicados, los enredos con las cuentas. Siempre íbamos los mismos: don Aníbal, que bordeaba los sesenta años y llevaba treinta años de garzón, aunque quizás tenía menos edad y yo no sabía calcular; también iba Julio, que era un tipo joven como yo, venía de Perú y era de la primera generación de inmigrantes que llegaban en esa época. Solía contar muchas historias, la mayor parte falsas, y por último iba Marcelo, quien después de la segunda cerveza terminaba recordando la Guerra del Pacífico y de ahí pasaba velozmente a la discusión con Julio y a veces a un intercambio de golpes. Era inevitable ese fin. Tras calmar la situación nos íbamos cada uno a la casa para estar listos para el día siguiente y enfrentar otra jornada de trabajo.

El anzuelo del restaurante pituco eran las altas propinas que se recibían, frente a eso uno podía aguantarse el trato, el horario, la falta de espacios adecuados para comer, la colación miserable mientras atendíamos a la aristocracia criolla que vivía en grande y sin escrúpulos.

En ese tiempo, que me parece un poco borroso, yo aún vivía en la casa de mis viejos, así que mis gastos eran bastante limitados. Ellos nunca le tuvieron fe al asunto de la fotografía y esperaban que fuese solo una fiebre pasajera que volvería al cauce normal de la vida, que correspondía a retomar mis estudios universitarios de Pedagogía en Historia.

A los meses dejé el restaurante, aunque la plata era buena. Me cansé del horario y del trato esclavista.

Tuve trabajos remunerados en el rubro de la fotografía durante esos primeros años de los noventa, trabajos que me hicieron pensar por un instante que mi vida estaría ligada a los negativos, papeles mates y brillantes y los siempre fieles D76 y U3. Vendí fotos a una agencia de noticias y también a una de publicidad. Me sentía importante hablando de fotos con el tipo de la agencia de noticias, que tenía una larga carrera sobre sus espaldas. Era un sujeto simple y que me dio varios consejos mezclados con tragos de whisky. También me entregó una buena cantidad de rollos Fuji, 400 asas. «Para que no te falte», me dijo. Lo último que supe de él es que estaba en Irak.

Acudí a una protesta en una universidad ubicada en Macul con Avenida Grecia hacia el sur. No era el Pedagógico. Ya eran las cinco o seis de la tarde. Los estudiantes continuaban lanzando piedras y gritos contras los pacos que estaban a prudente distancia. El aire estaba cargado de gases lacrimógenos. La policía se mantenía detrás del bus y parecía que ya todo había terminado. Algunos fotógrafos también comenzaban a retirarse porque comprendían que no encontrarían nada destacable. Yo me quedé porque no tenía otra cosa que hacer. Miraba desde detrás de un poste. No tenía apuro. Un grupo de pacos se acercó hacia la puerta donde estaban las mesas, sillas, tablones, basureros que impedían el ingreso al edificio, supongo que querían sacarlos. Se escucharon gritos de los estudiantes y luego un disparo. Uno de los pacos cayó al suelo y se desató una pequeña escena de guerra. Gritos, el resto de los pacos corriendo, el bus se movilizó raudo para recoger al herido y yo corrí con mi cámara y logré tomar la fotografía del herido cuando era cargado por sus colegas. El rojo de la sangre resaltaba contra el verde de los uniformes. Lo subieron al bus y se perdieron en dirección norte, mientras el aire se cargaba de más gases y los pacos entraban a la universidad. A los minutos llegaron fotógrafos de todas partes pidiéndome mi material, me pagarían bien, yo me rehusé y dije que ya estaba comprometido. Lo llevé a la agencia. Me sentía un poco un héroe. No obstante, amargo sería mi desengaño cuando la revelamos. Estaba borrosa, movida, no se distinguían los rostros con claridad. «No sirve», me dijo mi jefe. «Tiene dramatismo», alegué. No me respondió. Seguí intentándolo.

Salía a la calle cargando mi cámara, sabiendo muy bien cuántas fotos me quedaban. No podía exagerar y gastar más película de la que podía pagar. Debía medirme. En esos años el oficio de fotógrafo había cambiado respecto de su lugar en el mundo. Antes el fotógrafo estaba asociado a los actos, a las festividades, a las ocasiones especiales, pero ya en esa época el fotógrafo representaba una ventana al mundo. Varias veces me preguntaron para qué diario trabajaba, ante lo cual inventaba respuestas porque eso de ser independiente no lo entendía la gente en la calle, ni los pacos. Ser independiente también podía interpretarse como ser sapo. Para evitarme problemas me hice mi propia credencial recortando palabras de una revista gringa y pegándole mi foto. Al mirarla a la rápida parecía auténtica y eso a la gente le daba seguridad y me salvó a lo menos en dos oportunidades.

Luego la vida me llevó por otros caminos y la cámara la dejé abandonada sobre un estante. Aún la tengo, a veces la tomo y pienso en lo que hubiera sido mi vida si hubiese seguido con ella. La nostalgia me viene a ratos y también se va. Estos últimos días ha sido una presencia más permanente. Y si en estos días he vuelto a estos recuerdos fue a raíz de dos cosas.

Lo primero fue que hace una semana soñé que viajaba en el tiempo. Yo estaba con mi viejo en un camino cercano al mar en algún lugar del sur de Chile. Una mañana de sol, un camino rural. Nos encontrábamos con cuatro personas que viajaban en un auto, de esos Ford antiguos sin techo. Dos niños, un tipo de unos treinta años y un hombre mayor eran los pasajeros. El único que hablaba era el sujeto de treinta años. Sonreía. Me decía que estábamos en el año 1929 y se ofrecía a llevarnos a la costa. Yo no respondía. Poco más recuerdo de ese sueño: una sensación de verano y la alegría por saber que era posible viajar en el tiempo.

Me quedé pensando en el sueño durante varios días. Soy de aquellas personas que recuerdan sus sueños y además soy de los que tratan de darle un sentido, encontrarle el significado oculto. Por lo general nunca encuentro nada, y el sueño se me olvida a las pocas horas. Este sueño era diferente. Me persiguió por varios días. Lo anoté con detalles.

La segunda que ocurrió fue encontrarme con el rostro de don Ricardo Díaz en el diario. No lo había visto desde hace treinta años y hace unas semanas me lo encontré en el periódico, y ahora revisando mi oficina me lo vuelvo a topar y vuelvo a leer la noticia. Ahí estaba su cara. Bajo ella en letras negras decía: Extraña desaparición de periodista. Eso bastó para encender mis alarmas y volver atrás.

Vuelvo a don Ricardo y a principios de los noventa. Una tarde leí un aviso en un diario en el cual se requerían los servicios de un fotógrafo joven para un proyecto periodístico fotográfico. No lo dudé. Era lo que esperaba que cayera del cielo. Llevé mis mejores trabajos. En su mayoría copias criollas, inocentes y poco rigurosas de Cartier Bresson.

Tuve que acudir a un departamento situado en la comuna de Macul. Me atendió un sujeto que tendría cerca de cincuenta años. Revisó mi material. Se detuvo en algunas imágenes. Me hizo un par de preguntas. Yo trataba de responder con seguridad. Las siguió observando con ojo de comerciante, sin decir mucho, tratando de establecer un precio. Dijo que me llamaría en los días siguientes. Salí del departamento con una extraña sensación de triunfo. Sabía que el trabajo era mío.

Don Ricardo me llamó a los días y me citó otra vez a su departamento. Me hizo sentarme en uno de sus sillones y me explicó los detalles de su oferta. No había placer estético en el trabajo, no estaba para delicadezas artísticas. Era más de lo que imaginé, por lo menos como se planteaba en las palabras de don Ricardo. Durante algunos fines de semana tendría que acompañarlo fuera de Santiago donde debía tomar las fotografías de unos campeonatos de caza organizados por diferentes clubes repartidos por la zona central. Don Ricardo era el dueño, editor, periodista y corresponsal de El arte de la caza, revista que yo ni siquiera conocía de nombre y que al parecer tenía un nutrido público entre los cazadores, que yo tampoco sabía que existían. En la revista se hablaba de los campeonatos, de armas, de municiones, de cazadores famosos, de características de las aves, de zonas privilegiadas para la caza y de temas similares. No puse ninguna objeción, para mí la caza no constituía ninguna aberración. De chico me había dedicado por unos meses a cazar zorzales, tórtolas y otros pájaros con un rifle de aire comprimido.