Un amor muy especial - Mary Lynn Baxter - E-Book

Un amor muy especial E-Book

MARY LYNN BAXTER

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Beschreibung

Nada más ver a Katherine Mays, la vida de Bryce Burnette cambió por completo. Ella era una chica a la que le gustaba salir y divertirse, él un reverendo, pero la atracción que sentían no atendía a etiquetas. Bajo el aspecto alegre de Katherine, residía un alma profunda y desosa de ser amada. Esa fragilidad apenas escondida despertó en Bryce un sentimiento de protección. Sin embargo, él no estaba preparado para casarse. Pero estuviera o no preparado, Katherine entró en su vida...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Mary Lynn Baxter

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un amor muy especial, n.º 1030 - abril 2019

Título original: Her Perfect Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-850-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El violento destello de luz, seguido de un fuerte trueno, lo sacó de su ensimismamiento. El reverendo Bryce Burnette se giró en su silla y miró hacia el exterior, donde pudo ver cómo caía otro rayo. El hombre se encogió, como si la descarga pudiera alcanzarlo.

El Este de Texas tenía fama por sus tormentas al anochecer. Y, desde luego, en esos momentos esa fama se estaba viendo justificada.

Sin embargo, el tiempo no era su mayor preocupación, sino la pareja de jóvenes a la que tenía enfrente y a los que estaba aconsejando para su inminente matrimonio. Así que volvió a concentrar su atención en ellos.

–¿Tenéis alguna pregunta?

Antes de que ellos pudieran contestar nada, cayó otro rayo y a este le siguió un trueno, con lo que todos se volvieron hacia la ventana.

–Parece que el tiempo está agitado –dijo Bryce–. Pero en cualquier caso esa lluvia nos vendrá muy bien –al darse de nuevo la vuelta, vio cómo Pam se había apretado contra Randy.

–No te preocupes, cariño –dijo su futuro marido, pasándole el brazo por detrás de los hombros en un gesto protector–. Ya sabes cómo son estas tormentas del Este de Texas.

–¿Crees que estamos a salvo? –preguntó ella, que por su estado de nervios parecía una chiquilla.

Randy la abrazó para tranquilizarla.

–Claro que sí –le aseguró él.

Al ver cómo ella lo miraba con devoción, el reverendo no pudo evitar sentirse triste. El hombre se acordó de lo agradable que era tener a alguien que confiara en uno de ese modo.

Hacía mucho tiempo que a él no le sucedía. Llevaba muchos años sumido en la más completa soledad.

Ansioso por escapar de aquellos tristes recuerdos, Bryce volvió a concentrarse en la pareja.

–Bueno, ¿dónde estábamos? Estoy seguro de que…

¡Boom!

Los tres volvieron a girarse hacia la ventana. Más tarde, al recordarlo a solas, Bryce estaba casi seguro de que se le había escapado una maldición al ver cómo un enorme árbol, que había frente a su despacho, caía al suelo. Todo el edificio se estremeció ante el impacto.

Pam soltó un gemido cuando la luces se apagaron, dejándolos sumidos en una total oscuridad.

–Predicador –dijo Randy–, supongo que esto quiere decir que nuestra sesión ha terminado.

Bryce asintió en silencio, pensando en que también tendría que posponerse la reunión fijada para el proyecto de ampliación de la iglesia. Lo que era una pena, ya que era la segunda vez que se había cancelado.

–¿Reverendo Burnette?

Dándose cuenta de que estaba volviendo a ignorar a la pareja, Bryce se olvidó de sus pensamientos y se concentró en ellos.

–¿Por qué no esperáis un rato antes de salir? No creo que debáis hacerlo hasta que se calme un poco la tormenta.

De pronto, las luces parpadearon antes de encenderse de nuevo.

–Oh, gracias a Dios –dijo Pam. Luego, miró a Bryce avergonzada, como si hubiera dicho algo improcedente.

–Yo opino lo mismo –dijo Bryce, sonriendo abiertamente. Esperaba, así, relajar el ambiente–. Si sentís la necesidad de volver a verme antes del día de la boda, no dudéis en venir.

Bryce se volvió de nuevo hacia la ventana.

–Parece que ya ha pasado lo peor de la tormenta. Así que si queréis marcharos, hacedlo cuanto antes.

Pocos minutos después, Bryce se quedó mirando fijamente el teléfono. Hizo una llamada a Ned Crowley, el encargado de mantenimiento, y le contó lo del árbol.

También llamó a los dos miembros del comité y comprobó que ninguno de los dos quería salir con ese tiempo.

Finalmente, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo antes de girarse hacia su escritorio con un sentimiento de culpabilidad. Sabía que lo más inteligente sería quedarse y estudiar detenidamente los planos de la nueva iglesia.

También tenía que repasar su sermón del próximo domingo. Pero por alguna razón, se sentía nervioso. Y solo había una persona que pudiera ayudarlo.

Bryce cerró la puerta, dando un suspiro, y la cerró con llave.

 

 

–¿Cómo fue la reunión, hijo?

Bryce sonrió a Doris, su madre, que era un mujer de sesenta y cinco años. Luego, le dio un beso en la mejilla, sin arrugas apenas.

–Si te refieres a lo de la reunión, no se ha celebrado.

–¿Y por qué no?

–Por el tiempo.

Doris lo miró con sus ojos azul claro, iguales que los de él, y luego se volvió hacia la ventana.

–Pero, ¿por qué? Si hace sol.

–Sí, pero antes no era así. El viento tiró un árbol enfrente de la iglesia hace unos momentos.

–Oh, Dios mío. Gracias al cielo, la tormenta no afectó a esta parte de la ciudad.

–Como la previsión era de que la tormenta iba a volver, decidí tomarme el resto del día libre.

–Ya veo que has venido sin la sotana.

–¿Qué te parece cenar con tu hijo esta noche?

Doris frunció el ceño.

–¿Qué te pasa?

–¿Por qué piensas que me pasa algo? –preguntó Bryce.

–Porque te conozco y me doy cuenta de que estás inquieto. ¿Tiene que ver con la iglesia?

Bryce no respondió. En lugar de ello, se sentó en una de las sillas de respaldo alto que estaban junto al sofá donde estaba sentada su madre.

La habitación estaba amueblada lujosamente, pero resultaba muy acogedora. Estaba llena de libros y fotos de familia.

También había plantas por todas partes, a las que Doris cuidaba con esmero. Bryce amaba esa vieja casa casi tanto como a su madre.

Cuando había recibido la oferta de hacerse cargo de la iglesia de Nacogdoches, su madre había decidido mudarse con él, abandonando Houston, la ciudad en la que había nacido y en la que siempre había vivido.

Después de que su padre muriera de un ataque al corazón, su madre empezó a tener también problemas cardiacos. Pero mientras tomara su medicación, no corría serio peligro. En cualquier caso, él se sintió muy aliviado cuando ella accedió a trasladarse con él.

–Te he hecho una pregunta.

–Perdona, mamá –dijo Bryce, simulando una sonrisa–. Supongo que me siento un poco frustrado por no tener todavía terminado el proyecto. Ya sabes que la paciencia no es una de mis virtudes.

–Pues deberías forzarte para ser más paciente.

–Lo sé, lo sé.

Ella se rio entre dientes.

–Además, estoy segura de que conseguirás sacar adelante el proyecto.

–Yo también confío en ello, aunque no todo el mundo está de acuerdo.

–Eso es normal, dado el tamaño de nuestra comunidad. Es normal que no todo el mundo esté de acuerdo. Pero lo importante es que cuentas con el apoyo de la mayoría de la congregación.

–Supongo que pronto sabremos si eso es verdad.

En los tres años que llevaba de pastor allí, uno de sus mayores logros había sido poner en marcha un proyecto de reconstrucción de la iglesia. Tanto el santuario, como otras partes de la misma, necesitaban ser restaurados.

Al hacerse cargo del puesto, Bryce se había encontrado con que la iglesia estaba muy deteriorada y lo peor no era eso, ya que apenas acudían feligreses. Así que había tenido que hacer un gran esfuerzo para recuperar a los antiguos fieles, así como para captar a algunos nuevos. Pero había obtenido su recompensa y la iglesia había crecido mucho desde su llegada.

Así que era normal que en esos momentos se encontrara excitado, al estar a punto de lograr su meta, que era la de restaurar la iglesia. Porque sabía que la gente era impredecible y sobre todo cuando entra en juego el dinero.

–Sin embargo, creo que no es solo por la iglesia por lo que estás así –aseguró Doris.

–Tienes razón –admitió Bryce, encogiéndose de hombros–, necesito dar una vuelta en avioneta.

Y era verdad, ya que una de sus aficiones favoritas era la de volar. Se había sacado la licencia de vuelo a sus treinta y ocho años después de que un miembro de la iglesia lo animara a ello. El hombre tenía una avioneta y le había dicho a Bryce que la podía utilizar siempre que quisiera.

–Lo que tú necesitas es una mujer.

Bryce abrió los ojos de par en par.

–No me mires así –añadió Doris–. Sabes que tengo razón.

–No empieces con eso otra vez, mamá.

–No sé por qué. Después de todo, hace ya cinco años que Molly murió de un ataque al corazón. Ya es hora de que rehagas tu vida.

–Pensaba que eso era exactamente lo que estaba haciendo –dijo Bryce, pasándose la mano por su pelo castaño.

–Se supone que los sacerdotes no deben mentir.

–¡Madre!

–Sabes que tengo razón.

Su tono fue tan dulce que no pudo enfadarse con ella, pero seguía pensando que tenía que defenderse.

–Solo me casaré con una mujer que considere adecuada para mí. No antes.

Doris soltó un suspiro.

–¿Y cómo piensas encontrar una mujer si no sales nunca? Si no recuerdo mal, es a tu madre a quien acabas de invitar a cenar.

–¿Y qué hay de malo en eso?

–Contigo no hay quien pueda.

–Mira –dijo, sonriendo–, sabes que ya no estoy afligido por lo de Molly. El tiempo ha curado mis penas. Lo que pasa es que todavía no he encontrado a nadie con quien quiera compartir mi vida.

–¿Y no crees que lo que sucede es que eres demasiado exigente?

–Supongo que así es.

–Conozco a alguien a quien le encantaría salir contigo.

«¡Oh, cielos! Otra vez no».

–Olvídalo. No estoy interesado.

–¿Cómo lo sabes si ni siquiera sabes de quién se trata?

–Ni quiero saberlo. Tanto tú como tus amigas, debéis dejar de buscarme pareja.

–Pues sé que hay mucha gente en la parroquia que preferiría que estuvieras casado.

–Tendrán que aguantarse –dijo, levantándose y dando un beso a su madre–. Voy a dar una vuelta, pero volveré para la cena.

–¿Vamos a cenar fuera?

Bryce arqueó las cejas.

–Solo si no quieres cocinar algo para tu hijo.

–Por supuesto que quiero –contestó ella, besándolo a su vez–. Y ahora, vete.

Bryce salió silbando de la casa y se dirigió a la ferretería más cercana. Había estado haciendo reparaciones por sí mismo en la iglesia y necesitaba conseguir algunas herramientas.

Entró en la tienda al mismo tiempo que una mujer a la que se quedó mirando descaradamente. Algo que no le había sucedido nunca con una desconocida.

Pero aquella mujer era espectacular. Con su cabello rojizo, sus ojos marrón oscuro y su cuerpo perfecto, no podía dejar de llamar la atención.

Así que Bryce se quedó mirándola impresionado.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Ese mismo día. Poco antes.

 

–¡Desde luego, es increíble!

Katherine Mays apenas podía contener su emoción mientras seguía sacando las prendas de ropa interior de sus respectivas cajas.

Como Nancy Holt, su empleada a tiempo parcial, no decía nada, se detuvo y la miró fijamente.

–¿Es que no estás de acuerdo?

–Sí, es la ropa más sexy que he visto.

Katherine se apartó un mechón de pelo rojizo de delante de los ojos y miró a Nancy algo decepcionada.

–No te gusta, ¿verdad?

–Por supuesto que sí –aseguró Nancy con una sonrisa fugaz–. Lo que pasa es que me estaba preguntando si también le gustará a nuestra clientela.

–Algunas mujeres seguro que se sentirán horrorizadas, pero a otras les encantará –Katherine hizo una pausa–. Creo que nuestro pase va a ser todo un acontecimiento.

Nancy suspiró y luego sacudió la cabeza.

–Me gustaría ser tan desinhibida como tú.

Katherine se estiró y, al hacerlo, se encogió con un gesto de dolor.

–¿Qué pasa? –preguntó Nancy.

–Supongo que me he pasado con las pesas en el gimnasio.

–Te diría que te lo tomaras con más calma si no supiera que sería una pérdida de tiempo –dijo Nancy, sonriendo de nuevo fugazmente.

Katherine ladeó la cabeza y se quedó mirándola atentamente. Aunque Nancy era rubia, alta y tenía una piel bonita, no era guapa. Pero eso sí, tenía estilo, que era lo más importante para trabajar en una boutique.

Además, era muy dulce y seria en el trabajo. La verdad era que Katherine no sabía qué haría sin ella.

Pero aquella mañana había algo diferente en Nancy, algo que Katherine no sabía qué era. No solo no mostraba el entusiasmo habitual en ella, sino que sus ojos verdes delataban que no había dormido bien. Quizá el estar casada con un verdadero canalla estaba empezando a pasarle factura.

Katherine hizo un gesto, reprendiéndose a sí misma por pensar eso de Wally Holt. Pero lo cierto era que no tenía muy buena opinión de los maridos, en general, ni de Wally, en particular.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Katherine, exteriorizando parte de sus pensamientos.

–Sí, estoy bien.

–No es cierto.

Nancy se sentó en una silla de la trastienda, que hacía las veces de despacho.

–Bueno, la verdad es que no he pegado ojo en toda la noche.

–Ya lo suponía –Katherine fue a la nevera y sacó una Coca–Cola, de la que sirvió a Nancy medio vaso.

–Bébete esto. Quizá te venga bien, aunque creo que deberías irte a casa.

–No es necesario. Me pondré bien.

Katherine se quedó mirándola mientras bebía, pero, de repente, Nancy se levantó de golpe y echó a correr hacia el baño.

Katherine oyó los ruidos que hizo Nancy detrás de la puerta y se dio cuenta de que estaba vomitando.

–¿Puedo hacer algo por ti?

Nancy abrió entonces la puerta. Estaba tan pálida como una pared.

–Ya me encuentro mejor.

–No me engañes. Lo mejor será que te vayas a casa.

–No, yo…

–Es una orden –dijo Katherine–. Vete ahora mismo a la cama. Seguramente se trata de un virus estomacal y te conviene dormir.

–Muy bien –dijo Nancy sin parecer muy convencida.

–¿Quieres que llame a Wally para que venga a recogerte?

–Oh, no. Wally está trabajando.

–Bien, de ese modo, estarás sola y podrás dormir. Así que vete ahora mismo. Luego te llamaré por teléfono para ver qué tal estás.

Una vez a solas, Katherine consultó el reloj y se dio cuenta de que ya era casi la hora de abrir. Le había pedido a Nancy que fuera un poco antes para ayudarla a desempaquetar la mercancía que les había llegado la tarde anterior.

Se quedó mirando las otras tres cajas, que contenían vestidos de fiesta, bisutería y más ropa interior. Tendrían que quedarse sin desembalar, porque ella no podía atender la tienda y hacer eso a la vez.

Lo cierto era que la enfermedad de Nancy no podía haber llegado en peor momento. Katherine se frotó la nuca mientras pensaba que las cosas no marchaban bien en la familia Holt. Pero mientras Nancy no quisiera confesárselo, ella no podía hacer nada al respecto.

Katherine volvió a acariciar una vez más el camisón transparente que había sacado de la caja antes de dejarlo a un lado. Luego, fue a la parte delantera de la tienda y abrió la puerta, aunque todavía quedaban diez minutos para la hora oficial de apertura.

Después se dirigió al mostrador, pero luego cambió de dirección al ver un par de vestidos que llamaron su atención. Se acercó a ellos y examinó las etiquetas con una sonrisa en los labios.

Boutique Katherine.

Bueno, la boutique sería realmente suya cuando terminara de pagar el préstamo que había pedido al banco. Aunque entonces, tenía proyectado abrir una pequeña tienda en alguna localidad cercana: la boutique Katherine 2.

Pero para conseguirlo tendría que pasar un tiempo, ya que, después de dos años metida en negocios, su cuenta bancaria no iba todo lo bien que ella quisiera. Sin embargo, su asesor financiero aseguraba que todo iba bien y que tenía que ser paciente, cosa que a ella le resultaba muy difícil.

En ese momento, sonó el teléfono. Era Dave Morehead, un hombre con el que había estado saliendo.

–Hola, ¿qué tal estás? –lo saludó ella.

–Solo quería confirmar nuestra cita de mañana por la noche.

–¿Vamos a ir a bailar?

–Claro que sí –aseguró él con voz ronca.

Dave era un joven vaquero al que le encantaba la música country. Y a pesar de que era un hombre entrado en carnes, bailaba muy bien. A ella, por su parte, aunque esa música no fuera su favorita, también le encantaba bailar.

–¿Qué te parece si cenamos antes? –añadió él, interrumpiendo sus pensamientos–. ¿Te parece bien en mi casa?

Katherine se quedó pensativa. Dave era un buen compañero de baile, pero nada más, un amigo con el que no tenía ningún interés en implicarse más. Especialmente, debido a su pasado. Había estado casado y tenía tres hijos de su ex mujer. Así que ella salía con él como con otros muchos amigos.

–Saltémonos la cena y quedemos para bailar –dijo finalmente.

Él no pareció ofenderse.

–No hay problema. Te recogeré a las ocho.

Ella colgó y se quedó unos segundos con la mano en el auricular. Consideró la posibilidad de llamar a su amiga Lee Ann James para ver si podía ir a ayudarla, pero en seguida desechó la idea. Lee Ann tenía sus propios asuntos que resolver. Aunque era bastante flexible, pasaba temporadas muy ocupada y probablemente esa fuera una de ellas.

Además, le iría bien atender la tienda ella misma. Llevaba mucho tiempo sin tratar directamente con los clientes.

Lo cierto era que estaba harta del papeleo. No le gustaba nada y le llevaba mucho tiempo.

Aunque el tiempo tampoco era algo demasiado necesario en aquella pequeña ciudad dormida, rodeada de bosques de pinos. A Katherine no se le ocurría otra cosa mejor que hacer ni ningún lugar donde ir.

Después de acabar la carrera de diseño en la universidad, se había casado con un rico congresista. Como había querido proteger su matrimonio, había dejado a un lado su propia carrera y tratado de ser lo que su marido había querido que fuera. Una decisión que había sido un desastre.

En poco tiempo, su matrimonio había fracasado y se había divorciado. A ello le siguió una serie de trabajos insatisfactorios. Y entonces fue cuando decidió volver a sus raíces, solo que sin su familia. Sus padres se habían divorciado cuando ella era muy joven y se habían vuelto a casar cada uno por su lado, por lo que en esos momentos tenían sus propias familias.

Afortunadamente, Katherine se había criado con su abuela, una encantadora mujer que la había querido y educado dentro de unos fuertes valores éticos. Su abuelo se había muerto mientras dormía y ella todavía seguía echándolo de menos.

En ese momento, a los treinta años y dos años después de haber abierto la tienda, Katherine se encontraba finalmente satisfecha consigo misma. Le gustaba su trabajo y, cuando se le presentaba la ocasión, disfrutaba viajando.

Así, estaba ocupada satisfactoriamente durante el día y también por la noche, cuando salía con amigos que querían divertirse sin ataduras ni compromisos.

De nuevo sentía que controlaba su vida y se había prometido a sí misma no dejar de hacerlo jamás.

–Hola, me alegro de verte.

Katherine estaba tan sumida en sus pensamientos, que no había oído ni siquiera la campanilla de la puerta. Dirigió una sonrisa a Lucy Rivers, una de sus más fieles clientas.

–Yo también me alegro –replicó ella, saliendo del mostrador y dando un beso a la mujer–. ¿Qué tal estás?

–Sería estupendo que me encontraras lo más sexy que tengas. Hoy hace diez años que me casé con Mike.

Los ojos de Katherine se iluminaron.

–Tengo lo que necesitas –aseguró, agarrando a su cliente del brazo.

 

 

Colocó el cartel de CERRADO y cerró con llave la puerta.