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Se suponía que tenía que guiarla y protegerla... ¡no seducirla! El magnate griego Zach Gavros tenía una misión: cuidar de la nieta del hombre que lo había sacado de las calles de Atenas cuando era un muchacho, e instruirla en las normas y costumbres de la que iba a ser su nueva vida como parte de la alta sociedad griega. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que Katina, por la que se sentía tremendamente atraído, podría darle más problemas de los que esperaba. Sobre todo cuando la ardiente pasión que se desató entre ellos no hizo sino confirmar el poder que aquella inocente joven ejercía sobre él...
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Kim Lawrence
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un amor predestinado, n.º 2756 - enero 2020
Título original: A Passionate Night with the Greek
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-041-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MIENTRAS estaba atrapado en un atasco, Zach había recibido por fin el mensaje que había estado esperando. Por suerte conocía bien las callejuelas de Atenas, porque en su juventud había tenido que aprender a sobrevivir en ellas valiéndose de su ingenio. Una opción preferible mil veces a vivir con su abuela, resentida por tener que cargar con un nieto bastardo, y con su tío borracho, que lo maltrataba.
Aunque era probable que le cayese alguna multa por conducir demasiado deprisa, le llevó menos de media hora llegar al hospital. Entró por el pabellón de urgencias y una de las recepcionistas le dijo que avisaría al médico y le pidió que esperara. Alekis había estado tres días en un coma inducido después de que hubieran logrado resucitarlo tras un paro cardíaco.
El día anterior, como era lo más parecido a un amigo o familiar que tenía el anciano, había estado presente cuando le habían retirado los medicamentos que lo mantenían en coma. Y, a pesar de las advertencias del médico de que cabía la posibilidad de que no llegara a despertar, él no había perdido la fe en que sí lo haría.
Cuando apareció el médico, se saludaron con un apretón de manos y Zach apretó la mandíbula y esperó expectante a escuchar lo que tuviera que decirle.
–El señor Azaria ha despertado y le hemos retirado la respiración asistida –comenzó el hombre con cautela.
Impaciente por esa información con cuentagotas, Zach, que se temía lo peor, lo cortó y le espetó:
–Mire, hábleme sin rodeos.
–Está bien. No parece que haya problema con sus capacidades cognitivas y su comportamiento es normal.
Zach respiró aliviado. Una incapacidad intelectual habría sido la peor pesadilla de Alekis, y también la suya.
–Normal, suponiendo que antes de ingresar ya fuera bastante… mandón y quisquilloso –añadió el médico con sorna.
Una sonrisa asomó a los labios de Zach, relajando sus apuestas facciones.
–Sí, bueno, está acostumbrado a ser el que da las órdenes. ¿Puedo verlo?
El cardiólogo asintió.
–Está estable, pero confío en que comprenda que es pronto para decir que está fuera de peligro –le advirtió.
–Lo entiendo.
–Bien. Venga por aquí.
Habían trasladado a Alekis de la unidad de cuidados intensivos a una habitación individual. Zach lo encontró incorporado, apoyado en un par de almohadones. Aunque tenía mala cara, su voz sonaba fuerte y clara. Zach se quedó un momento en el umbral de la puerta, con una sonrisa divertida en los labios ante la escena que se estaba desarrollando ante él.
–¿Es que no sabe lo que son los derechos humanos? ¡Haré que la despidan! –le estaba gritando el anciano a la enfermera–. ¡Quiero mi maldito teléfono!
La mujer parecía muy calmada, a pesar de las exigencias y amenazas de Alekis.
–No estoy autorizada para hacer eso, señor Azaria.
–Pues haga que venga alguien autorizado para tomar esas decisiones o… –al ver a Zach, Alekis no terminó la frase y lo instó diciendo–: ¡Gracias a Dios! Anda, déjame tu móvil. Y una copa de brandy tampoco me vendría mal.
–Me temo que lo he extraviado –mintió Zach.
El anciano resopló.
–¡Esto es una conspiración contra mí! –gruñó–. Bueno, pues siéntate. No te quedes ahí plantado, o me entrará tortícolis de levantar la cabeza para mirarte.
Mientras la enfermera salía, Zach tomó asiento en el sillón situado junto a la cama y estiró las piernas frente a sí, cruzando un tobillo sobre el otro.
–Te veo…
–No vayas a decir que me ves bien; estoy con un pie aquí y otro en la tumba –lo cortó Alekis con impaciencia–. Pero todavía no voy a palmarla. Tengo cosas por hacer y tú también. Me imagino que sí que tendrás tu móvil, ¿no?
El alivio que sintió Zach al ver que seguía siendo el de siempre se esfumó al observar cómo temblaba la frágil mano tendida hacia él. Se sacó el móvil del bolsillo y disimuló como pudo su preocupación mientras buscaba en la carpeta de imágenes las instantáneas que había tomado unos días antes para el anciano.
–Dime, ¿cuánto crees que tardará en saberse que estoy aquí y empiecen a rodearme los tiburones? –le preguntó Alekis con sarcasmo.
Zach levantó la vista de la pantalla.
–¿Quién sabe?
–Ya. O sea que tendremos que centrarnos en el control de daños.
Zach asintió.
–Por lo menos, si te da otro infarto estás en el lugar adecuado –contestó con sorna–. Bueno, y ahora espero que me digas por qué me mandaste a un cementerio de Londres a acosar a una desconocida.
–A acosarla no, a que le hicieras una foto.
Aquella corrección hizo a Zach esbozar una media sonrisa.
–Claro, hay una gran diferencia. Por cierto, siento curiosidad: ¿se te pasó por la cabeza que podría haberte dicho que no?
El día que Alekis lo había llamado para pedirle aquel favor tan poco común, él estaba en Londres para dar una charla en un prestigioso congreso financiero internacional.
–¡¿Que quieres que vaya dónde y que haga qué?! –le había espetado, sin dar crédito a sus oídos.
–Ya me has oído –le había respondido Alekis–. Tú dale la dirección de la iglesia a tu chófer. El cementerio está enfrente. Sobre las cuatro y media llegará una mujer joven. Solo quiero que le hagas una foto.
Antes de tenderle el móvil al anciano, Zach le aconsejó:
–Intenta que esta vez no te dé otro infarto.
–No me dio un infarto porque estuviera esperando a que me mandaras esa foto, sino por setenta y cinco años de excesos, según los médicos, que dicen que ya debería estar bajo tierra desde hace unos cuantos. También dicen que si, quiero durar aunque sea otra semana, debería privarme de todo lo que le da sentido a la vida.
–Estoy seguro de que te lo dijeron con mucho más tacto.
–No necesito que me traten como a un niño –protestó Alekis.
Zach le dio el móvil y el anciano se quedó mirando la pantalla.
–Es preciosa, ¿verdad? –murmuró.
A Zach no le pareció que hiciera falta que respondiera a eso. La belleza de la joven a la que había fotografiado era innegable. De hecho, lo preocupaba la fascinación, que rozaba la obsesión, que había despertado en él. No podía dejar de pensar en aquel rostro. Pero se había dado cuenta de que no era ese rostro, ni aquellos ojos ambarinos lo que lo fascinaban, sino el desconocer su identidad, el misterio que envolvía todo aquel asunto.
–Siempre estoy dispuesto a echarle una mano a un amigo cuando lo necesite –le dijo a Alekis–. Pero supongo que para haberme pedido ese favor será porque has perdido toda tu fortuna y no podías contratar a un investigador privado que se ocupara de esto –apuntó con sorna–. Por cierto, ¿cómo sabías que iría allí a las cuatro y media?
Alekis alzó la vista y lo miró como si le irritara una pregunta tan obvia.
–Porque hice que la siguieran durante dos semanas –contestó–. Y tenía mis razones para no querer encargarle esto a otra persona. De hecho, el tipo al que había contratado resultó ser un idiota.
–¿El que hiciste que la siguiera?
–Sí, era un inepto. Hizo unas cuantas fotografías, la mayoría con ella de espaldas o de farolas de la calle. ¿Y crees que se le ocurrió hacérselas con disimulo o desde un escondite? No. Ella se dio cuenta y lo amenazó con denunciarlo por acoso. Y hasta le hizo una foto con el móvil y le golpeó con una bolsa que llevaba –masculló Alekis–. ¿Te vio a ti?
–No. De hecho, estoy pensando en dedicarme a esto del espionaje. Aunque no tenía ni idea de que se trataba de una misión de riesgo. Y dime, ¿quién es esa damisela tan peligrosa?
–Mi nieta.
Zach dio un respingo y lo miró de hito en hito. ¡Eso sí que no se lo había esperado!
–Su madre también era preciosa… –murmuró el anciano, ajeno a su reacción, levantando el móvil con su mano temblorosa para ver la foto mejor–. Yo diría que sus labios son como los de Mia –alzó la vista hacia Zach–. ¿Sabías que tuve una hija?
Zach asintió en silencio. Había leído en los periódicos historias sobre «la hija rebelde de Alekis Azaria». Se decía que se había juntado con malas compañías, y que había caído en las drogas, pero no se la había vuelto a ver desde que se había casado contra la voluntad de su padre, y se rumoreaba que la había desheredado.
Era la primera vez que Alekis mencionaba que había tenido una hija y que tenía una nieta. De hecho, era la primera vez que le oía hablar de alguien de su familia, de la que no sabía nada, a excepción de que había estado casado, por el retrato de su esposa, fallecida hacía años, que tenía colgado en su mansión.
–Se casó con un perdedor, un tipo llamado Parvati. Creo que se echó en sus brazos para molestarme –murmuró Alekis–. Le advertí que era un inútil y un vago, pero ¿crees que me escuchó? No. Y cuando se quedó embarazada la dejó tirada. Habría bastado con que me pidiera… –sacudió la cabeza, visiblemente cansado tras ese arrebato emocional–. Siempre fue una cabezota…
–Vamos, que de tal palo, tal astilla –observó Zach.
El anciano lo miró con el ceño fruncido, pero el enfurruñamiento se disipó y dio paso a una pequeña sonrisa de orgullo.
–Sí, Mia era todo un carácter –murmuró.
Hasta entonces, Zach había creído que Alekis no tenía familia, igual que él, y era una de las cosas que lo habían unido a él. Pero ahora resultaba que sí la tenía, y daba por hecho que querría conocer a su nieta y que formara parte de su vida. Si le hubiera pedido su opinión, él le habría dicho que no era buena idea, pero Alekis no le había pedido su opinión, ni lo habría escuchado. Claro que, si a él le hubiesen dicho que volver a conectar con su pasado solo le dejaría recuerdos amargos que no lo reconfortarían ni le aportarían respuestas, él tampoco habría escuchado.
–Supongo que podría haber sido yo quien diera el primer paso –añadió Alekis–. Estuve esperando a que lo diera Mia, pero ella nunca…
Se pasó el dorso de la mano por los ojos y, cuando la dejó caer, Zach hizo como que no se había dado cuenta de que tenía húmedas las mejillas. Lo cierto era que le incomodaba ver presa de las emociones, y tan vulnerable, a aquel hombre al que siempre había considerado reservado y nada sentimental. Quizá el verse al borde de la muerte tenía ese efecto en las personas.
–Me imagino que todo el mundo tiene algo de lo que se arrepiente –murmuró.
–¿Hay algo de lo que tú te arrepientas? –inquirió Alekis.
Zach enarcó las cejas y sopesó la pregunta.
–Todos cometemos errores –respondió. Estaba acordándose de su abuela, con la mirada vacía, fija en la ventana, la última vez que la había visitado en el asilo–. Pero yo no cometo el mismo error dos veces.
Solo un idiota, o alguien que estaba enamorado, tropezaba dos veces en la misma piedra. Y en su opinión enamorarse lo volvía a uno idiota. No podía imaginarse permitiendo que su corazón, o cuando menos sus hormonas, mandasen en su cerebro. Y no era que llevase una vida de celibato; el sexo era necesario y bueno para la salud, pero jamás dejaba que en sus relaciones se mezclase con los sentimientos. Aunque aquello le había acarreado una reputación de «insensible», podía vivir con ello. En cambio… ¿vivir el resto de su vida con la misma mujer? ¡Ni hablar!
–Pues yo sí me arrepiento de algunas cosas, pero ese arrepentimiento no sirve para nada –dijo Alekis en un tono más firme–. Lo que quiero es enmendar mis errores. Y por eso pienso legarle todo a mi nieta. Perdona si pensabas que iba a dejarte a ti mi fortuna.
–No necesito tu dinero.
–Tú y tu condenado orgullo… –murmuró Alekis–. Si me hubieras dejado ayudarte, habrías llegado antes a la cima. O cuando menos sin tener que esforzarte tanto.
–Eso le habría quitado toda la gracia. Además, sí que me ayudaste; me diste una educación y buenos consejos –replicó Zach.
Estaba hablando en un tono desenfadado, pero era consciente de lo mucho que le debía a Alekis, y el viejo magnate naviero también.
–Y eso desde luego no tiene precio, ¿no? –apuntó el anciano.
Zach esbozó una sonrisa.
–Me alegra verte bien, pero ese chantaje emocional es innecesario –le dijo–. ¿Qué es lo que quieres que haga?
–Que me la traigas. ¿Lo harás?
Zach enarcó las cejas.
–Cuando dices que te la «traiga»… me imagino que no estamos hablando de un secuestro.
–Confío en que no haga falta llegar a eso.
–No me estaba ofreciendo a hacerlo –respondió Zach con sorna–. Bueno, ¿y cómo se llama?
–Katina –dijo Alekis–. Solo es griega de nombre. Nació en Inglaterra. Su historia es… –bajó la vista, como avergonzado–. Lleva sola mucho tiempo. Y creo que aún piensa que no tiene a nadie en el mundo. Tengo intención de compensarla por lo mal que lo ha pasado, pero me preocupa un poco que sea un shock demasiado fuerte para…
–Seguro que lo llevará bien –lo tranquilizó Zach, reprimiendo la respuesta cínica que había saltado a su mente.
Cualquiera que descubriera que iba a convertirse de la noche a la mañana en una persona inmensamente rica, se repondría bastante rápido.
–Quiero decir que para ella será un cambio muy grande. Está a punto de convertirse en mi heredera, y en el objetivo de las malas lenguas y los cazafortunas. Habrá que protegerla…
–Por lo que me has contado, parece que es bastante capaz de protegerse sola –apuntó Zach con sorna.
–Bueno, sí, es evidente que tiene agallas, pero hay que enseñarle cómo funcionan las cosas en nuestro mundo –continuó el anciano–. Y yo estoy aquí atrapado, así que…
Zach, que estaba preocupándose por el rumbo que estaban tomando sus palabras, se apresuró a interrumpirlo.
–Me encantaría ayudar, pero es que me suena a que eso requeriría una buena parte de mi tiempo.
Su mentor exhaló un profundo suspiro, que hizo que Zach apretara los dientes, y esbozó una sonrisa que era la combinación perfecta de comprensión y tristeza.
–Es verdad. Y tienes todo el derecho a negarte –murmuró con otro suspiro–. No me debes nada. No quiero que te vayas de aquí pensando que te he llamado para cobrarme un favor ni nada de eso. Ya me las arreglaré cuando me den el alta…
Le estaba haciendo un chantaje emocional, pero sabía que no podía seguir negándose. No después de lo que había hecho por él. La primera lección que uno aprendía cuando vivía en la calle era a pensar antes que nada en sí mismo. La segunda, a no meterse en problemas. Sin embargo, Zach detestaba a los matones, y el día que había visto a unos pandilleros rodear a un viejo tonto que se negaba a darles la cartera, se había puesto tan furioso que se había lanzado contra ellos sin pensarlo. Le había salvado la vida a Alekis, pero este le había dado a él una nueva vida a partir de ese día, sacándolo de las calles, y nunca le había pedido nada a cambio.
Miró al anciano con expresión resignada, y el rostro de este se iluminó de satisfacción cuando le respondió:
–Está bien, te ayudaré.
–¿Seguro que no te importa?
–No tientes a la suerte –gruñó Zach, entre exasperado y divertido por lo hábilmente que lo había manipulado.
–Cuando esto salga a la luz será esencial controlar el flujo de información –lo instruyó Alekis–. Sé que puedo confiar en ti para que te ocupes de eso. Los medios de comunicación se abalanzarán sobre ella como buitres. Debemos estar preparados. Y ella debe estar preparada –añadió–. ¿Será posible? ¡Déjeme en paz y váyase!
Esas increpaciones iban dirigidas a la enfermera que acababa de volver a entrar. La mujer, sin embargo, no se dejaba amilanar.
–Lo dejo en sus manos –le dijo Zach levantándose–. Buena suerte –y volviéndose hacia Alekis, le dijo a él–: Mándame un e-mail con los detalles que sean necesarios; yo me encargaré del resto. Y entretanto, descansa un poco.
Kat se levantó de la silla, dio vueltas por su pequeño despacho, haciendo un baile de la victoria, y volvió a leer la carta, nerviosa, por si la hubiera malinterpretado, lo cual sería espantoso. La tensión que se había acumulado en sus hombros se disipó cuando llegó al final. No, la había leído bien. Sin embargo, frunció el ceño al caer en la cuenta de que, aunque la citaban para una entrevista al día siguiente en las oficinas del bufete, no decía con quién se iba a entrevistar.
Bueno, pensó encogiéndose de hombros, probablemente sería un representante de una de las personas o empresas a quienes había pedido su apoyo. Sus compañeros menos optimistas pensaban que era perder el tiempo, pero ella esperaba poder conseguir algunas donaciones que impidieran que tuvieran que cerrar cuando les retiraran la subvención del Ayuntamiento el mes próximo.
Llamaron a la puerta, y cuando se entreabrió asomó la cabeza su compañera Sue, unos años mayor que ella.
–¡Ay, madre! –exclamó entrando y cerrando la puerta tras de sí–. Me conozco esa cara.
–¿Qué cara? –inquirió Kat.
–Esa cara tuya que dice que estás preparándote para lanzarte al campo de batalla –le explicó Sue–. Me encanta… a todos nos encanta lo luchadora que eres, Kat, pero hay veces que… –suspiró y se encogió de hombros–. Tienes que ser realista, cariño –le dijo con sinceridad–. Es una causa perdida. Mira, el lunes tengo una entrevista de trabajo. Solo quería avisarte de que necesitaré tomarme la mañana libre.
A Kat se le cayó el alma a los pies y fue incapaz de disimular su sorpresa.
–¿Estás buscando otro empleo?
Si Sue, que era tan optimista como trabajadora, se había dado por vencida… «¿Es que soy la única que no se ha rendido?».
–Desde luego. Y te sugiero que hagas lo mismo. Siempre hay facturas que pagar y en mi caso también bocas que alimentar. A mí también me importa este proyecto y lo sabes.
Kat se sintió avergonzada; no quería que Sue pensara que estaba juzgándola.
–Por supuesto.
¿Cómo podría echarle en cara a Sue, madre soltera de cinco hijos, que estuviera intentando buscarse otro trabajo? Quería darle la buena noticia, pero decidió moderar su entusiasmo. No quería hacer que los demás se hicieran ilusiones si luego no conseguía nada.
–Sé que piensas que estoy loca, pero de verdad creo que hay una posibilidad real de que ahí fuera haya otras personas a quienes les importa lo que hacemos aquí.
Sue sonrió.
–Lo sé. Y espero que la vida nunca destruya ese optimismo tuyo.
–Bueno, hasta ahora no lo ha conseguido –contestó Kat–. Y por lo del lunes tranquila, no pasa nada. Puedes tomarte la mañana libre. Ah, y buena suerte.
Esperó a que Sue se hubiera marchado antes de volver a sentarse tras su escritorio –una mesa coja de una pata, en realidad– y seguir con su trabajo, aunque durante el resto de la jornada le costó concentrarse.
Al volver a casa todavía no sabía muy bien qué se pondría para la entrevista del día siguiente, aunque tampoco tenía demasiadas opciones. No era que no le gustase ir a la moda y comprarse ropa, pero su presupuesto era limitado. Además, en los últimos años había sucumbido más de una vez a comprar varias prendas sofisticadas de las que se había encaprichado pero que en realidad no necesitaba, y las había tenido meses muertas de risa en el armario hasta que se había decidido a donarlas a una tienda de segunda mano.
Por eso ahora en su armario tenía solo lo justo, cosas prácticas: vaqueros, camisetas, blusas… Bueno, había un vestido azul marino de seda que tal vez… Abrió el armario y acarició la tela, antes de asentir para sí. Era el vestido perfecto para impresionar, de corte clásico pero tan elegante que parecía un vestido de firma. Le costó un poco más encontrar unos zapatos de tacón, que había relegado al fondo del armario, pero cuando los hubo sacado sintió que estaba preparada. Ahora solo le faltaba pensar en un plan de ataque. Si quería convencer a la persona con quien iba a entrevistarse de que hiciese una donación para su causa, tenía que tener a punto todos los números y detalles, y plantar una sonrisa ganadora en su rostro. Lo único que faltaría sería que la persona que iba a recibirla fuese alguien con corazón.
CUANDO Zach llegó, estaban esperándolo. En cuanto pasó al vestíbulo del bufete Asquith, Lowe & Urquhart, apareció un «comité de bienvenida». El anciano socio principal –el último descendiente de los Asquith– acompañado de tres subordinados de cierta edad, lo condujo a la sala de reuniones vacía. No se había esperado menos, teniendo en cuenta la cantidad de casos que Alekis proporcionaba al bufete.
–¿Cómo está el señor Azaria? –le dijo el viejo señor Asquith–. Han circulado rumores de que…
–Siempre hay rumores –lo interrumpió Zach, encogiéndose de hombros.
El anciano asintió y, dando por concluidas las formalidades, añadió: