Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
«He aquí un título algo alarmante, ¿Tiene sentido hablar de conflictos nacionales en el siglo XVI?» Para Tulio Halperin Donghi, en este libro clásico que ahora se reedita, la respuesta afirmativa tiene implicaciones de gran alcance pero muy meditadas. La nación en un sentido contemporáneo -admite- data del siglo XIX, pero esto no invalida el uso de este concepto para referirse a la «nación de los cristianos nuevos de moros del reino de Valencia», como se denominaba en la época. El autor sitúa a la comunidad morisca en el contexto económico y demográfico valenciano, y analiza sus formas de solidaridad nacional y religiosa, así como sus bases materiales. Finalmente, estudia las causas del fracaso de la evangelización y la represión, y profundiza en la serie de decisiones que llevaron al decreto de expulsión ya a inicios del siglo XVII.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 634
Veröffentlichungsjahr: 2011
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
BIBLIOTECA DE ESTUDIOS MORISCOS
4
Un conflicto nacional
Moriscos y cristianos viejos en Valencia
Tulio Halperin Donghi
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
UNIVERSIDAD DE GRANADA
UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
Colección dirigida por:
MANUEL BARRIOS AGUILERA (Universidad de Granada)
RAFAEL BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO (Universitat de València)
ALBERTO MONTANER FRUTOS (Universidad de Zaragoza)
Primera edición:
Un conflicto nacional: moriscos y cristianos viejos en Valencia, Valencia, 1980
© Tulio Halperin Donghi, 2008
© De la presente edición: Publicacions de la Universitat de València, 2008
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Editorial Universidad de Granada
http://www.editorialugr.com
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza
http://wzar.unizar.es/spub
Diseño de la colección: Vicent Olmos
Diseño de la sobrecubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición y maquetación: Inmaculada Mesa
Realización de ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-370-7105-3 (Universitat de València)
ISBN: 978-84-338-4853-6 (Universidad de Granada)
ISBN: 978-84-7733-331-9 (Universidad de Zaragoza)
ÍNDICE
ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS
INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
LUGAR DE LOS MORISCOS EN EL REINO DE VALENCIA
ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN VALENCIA (1520-1609)
EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN
LA POBLACIÓN MORISCA VALENCIANA
LA NACIÓN DE LOS CRISTIANOS NUEVOS DE MOROS DEL REINO DE VALENCIA
LOS SOPORTES MATERIALES DE LA SOLIDARIDAD MORISCA
SOLIDARIDAD RELIGIOSA MORISCA
SOLIDARIDAD NACIONAL MORISCA
CRISTIANOS VIEJOS Y CRISTIANOS NUEVOS
LA CONVERSIÓN Y LA EVANGELIZACIÓN (1520-1570)
REPRESIÓN Y PREDICACIÓN (1571-1609)
LA EXPULSIÓN
CONCLUSIÓN
APÉNDICE: LA POBLACIÓN DE VALENCIA
BIBLIOGRAFÍA
ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS
ACA
Archivo de la Corona de Aragón. Barcelona
AGS
Archivo General de Simancas
ARV
Archivo del Reino de Valencia. Valencia
AdR
Archivo del Real
MR
Cuentas del Maestre Racional
ME
Manaments y Empares
AHN
Archivo Histórico Nacional. Madrid
AMV
Archivo Municipal de Valencia
BNM
Biblioteca Nacional. Madrid
BNP
Bibliothèque Nationale. París
BAH
Boletín de la Real Academia de la Historia. Madrid
RIS
Revista Internacional de Sociología. Madrid
Introducción
Cuando recibí la invitación a ver republicada mi tesis doctoral sobre la vida y muerte de la Valencia morisca en la Biblioteca de Estudios Moriscos que la Universidad valenciana coedita con las de Granada y Zaragoza con la comprensible alegría que provoca comprobar que un trabajo histórico viejo ya de más de cinco décadas puede conservar todavía algún interés para quienes lo leen desde el siglo XXI, Vicent Olmos agregó a ella la de que la acompañase de una nota introductoria sobre las circunstancias que me llevaron a escoger ese tema. Es ésta una invitación que difícilmente ha de rechazar quien ha llegado a una edad de por sí demasiado inclinada a las reminiscencias, y no ha de sorprender por lo tanto que me haya apresurado a aceptarla.
La preparación de la tesis que ahora vuelve a ver la luz marcó la última etapa en la carrera de historia que me tocó cursar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires cuando esa universidad atravesaba un momento aún más complicado de lo habitual en su tormentosa historia. En 1946 el peronismo, que acababa de conquistar el poder en las elecciones convocadas por la dictadura militar establecida tres años antes como heredero político de ésta, había llevado adelante una arrasadora depuración de su cuerpo enseñante, del que expulsó a muy numerosos docentes que habían militado en las filas opositoras en la etapa que acababa de cerrarse. Aunque esa depuración no había alcanzado al Instituto del Profesorado en que enseñaban mis padres, había hecho numerosas víctimas en el campo de las humanidades, en el cual contaban con algunos de sus amigos más cercanos. Sabía de antemano entonces que con quienes habían pasado a dominar el campo de historia argentina e hispanoamericana al que aspiraba a dedicarme en especial, me esperaba una relación problemática, y decidí –tanto por esa razón como porque bajo su guía no podía esperar adquirir una sólida cultura histórica– concentrar mis esfuerzos en el de historia europea, y en particular española, contando para ello tanto con los recursos del Instituto de Historia de España, cuyo director era don Claudio Sánchez Albornoz, exilado entonces en la Argentina, que mantenía una relación muy cordial con mis padres y me acogió con gran generosidad en él, cuanto con la orientación que podía brindarme un aún más cercano amigo de casa, José Luis Romero, quien por su parte se perfilaba ya como eminente medievalista, y aunque en 1946 había quedado fuera de la Universidad seguía utilizando asiduamente el vasto material de libros y fotocopias que don Claudio había logrado llevar consigo al destierro para encarar preferentemente temas españoles.
Cuando me llegó la hora de elegir un tema de tesis doctoral, tras de comprobar que mis relaciones con quienes dominaban el área temática en que aspiraba a trabajar eran tan insatisfactorias como lo había anticipado, se me ocurrió buscarlo en la etapa más temprana de la exploración y conquista de Indias, lo que me permitiría contar con el patrocinio de don Claudio sin salir del campo en que había decidido trabajar en el futuro. En particular me había atraído la figura de Pedro Mártir de Anglería, quien se había ocupado de esa etapa en sus Decadas de Orbe Novo y cuyo Opus epistolarum rozaba algunos de los temas que me habían atraído en la lectura del Erasmo y España, de Marcel Bataillon; y de nuevo don Claudio accedió muy generosamente a desempeñar ese papel. Dadas las demasiado evidentes deficiencias de la formación ofrecida entonces por la Universidad de Buenos Aires, que había decidido a algunos de mis compañeros de la escuela secundaria cuya familia contaba con recursos para ello a proseguir sus estudios en el extranjero, se me ocurrió acudir a las becas que ofrecía el gobierno de Francia para pasar en ese país un año que dedicaría a suplir las más graves de esas deficiencias, pero –desgraciadamente para mí– el gobierno francés se había visto forzado a incorporar al jurado que las asignaba un delegado del Ministerio de Relaciones Exteriores argentino, quien dictaminó de inmediato que en el país no faltaban historiadores perfectamente competentes para ofrecerme toda la orientación que pudiera necesitar.
Mi familia decidió entonces que estirando al máximo sus limitados recursos podría suplir la falta de ese subsidio, y costearme una permanencia de nueve meses en Francia, durante los cuales debía agregar a mi objetivo originario el de reunir todos los materiales que necesitaba para completar a mi retorno la tesis que tenía proyectada. Así lo tenía resuelto, cuando mi lectura de la tesis sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II que acababa de publicar Fernand Braudel me reveló una manera para mí desconocida de hacer historia que me resultó inmediatamente deslumbradora, y me decidió a buscar su guía para completar mi aprendizaje en el oficio, mientras en cuanto a la recolección de materiales para mi tesis me proponía recurrir a la de Marcel Bataillon. A mi llegada a Francia Braudel me incorporó de inmediato a las actividades de la que era entonces Sexta Sección de la École Pratique de Hautes Études, a las que había impreso un ritmo febril al asumir su dirección luego del reciente retiro de Lucien Febvre. La Sexta Sección tenía todavía su sede en un medio piso del edificio de la rue de Varenne donde la Escuela había alojado a varias de ellas, y creo que la estrechez y modestia de ese local acentuaba aún más mi impresión de que acababa de incorporarme a una suerte de secreto taller en que se estaba forjando una nueva y más válida manera de hacer historia, y de que cada día que allí pasaba no sólo estaba aprendiendo algo nuevo e importante, sino participando en una embriagadora aventura colectiva destinada a marcar con su huella la disciplina a la que había decidido consagrarme. Por cierto no experimenté nada parecido cuando seguí los seminarios que Bataillon ofrecía en el College de France, y luego de varias semanas que dediqué a buscar en la Biblioteca Nacional y la de la Sorbona materiales relevantes al tema que había pensado encarar en mi tesis, y que en comparación con los que diariamente se discutían en la Sexta Sección encontraba cada vez menos interesante, me convencí de que jamás podría completar esa tarea en el tiempo que tenía disponible para ello.
Me decidí entonces a acudir a Braudel, y pedirle que me sugiriera un tema alternativo que no necesitaba ya vincularse con la historia de Indias. Mencionó entonces el de la Valencia morisca, que –según me dijo– Henri Lapeyre había tratado sólo muy superficialmente en su Géographie de l’Espagne morisque, entonces aún inédita, y me recomendó que comenzara a internarme en el tema partiendo de las fuentes por él citadas en La Mediterranée... Así lo hice, y se me ocurrió entonces comenzar volcando en un gigantesco mapa del reino valenciano, que había toscamente calcado del de rutas de la empresa Shell, único que encontré en la mapoteca de la Biblioteca Nacional parisina, las cifras de población de pueblos de cristianos viejos (en azul) y de moriscos (en rojo), según un censo en poco posterior a la forzada conversión de estos últimos. Cuando cubrí con él el vasto escritorio de Braudel, su entusiasmo frente a ese despliegue de géohistoire en acción superó mis expectativas más optimistas; tras de confesarme que sobre mi futuro de historiador había llegado a alimentar dudas que yo acababa de disipar brillantemente, me aseguró de que él mismo se encargaría de conseguir los recursos que debían permitirme completar ese verano en España la recolección de los materiales para mi tesis.
Iba a cumplir con su palabra, y a partir de ese momento, primero en las bibliotecas parisinas y luego en los archivos españoles, trabajé con una intensidad de la que hasta entonces no me había creído capaz, y que nunca iba a recuperar luego. De esa experiencia conservo, a más del recuerdo de una etapa de concentración casi maníaca en un proyecto que había logrado obsesionarme más que ningún otro, el de mi contacto con una España para la que no habían terminado aún ésos que Carlos Barral iba a recordar como años de penitencia.
A mi retorno a la Argentina, pude defender exitosamente mi tesis contando para ello con el patrocinio de don Claudio, y poco después –en un marco político profundamente cambiado– comenzar mi carrera de historiador en el campo que siempre había pensado cultivar. Aunque nunca volví a encontrar mis temas en la historia del reino valenciano, lo que hice a partir de entonces me parece hoy más marcado por el legado de mi breve excursión a los tiempos de los Austrias de lo que en su momento advertía.
Me parece claro también que ello se debe al modo en que resolví un problema que, como hubiera debido prever pero no lo hice, me planteaba el tema que había escogido, teniendo en cuenta hasta qué punto pesaba sobre mí en aquel momento la poderosa visión histórica que Braudel había desplegado en su libro sobre el Mediterráneo. Como es sabido, la estructura tripartita de éste se apoya en la noción de que lo que verdaderamente cuenta en esa historia son las lentas trasformaciones experimentadas por ciertos rasgos durables de la realidad mediterránea, todopoderosas olas de fondo acerca de las cuales nos dicen muy poco los acontecimientos que cotidianamente se suceden como una vana espuma que cabalgara al azar sobre ellas. Ahora bien, aunque esa noción me parecía entonces la evidencia misma, en relación con mi proyecto de tesis ella tenía una consecuencia muy seria: puesto que en esa tesis yo aspiraba a reconstruir en todo su abigarrado detalle las tentativas que se sucedieron a lo largo de las nueve décadas que duró la búsqueda de una solución al problema creado por la conversión forzada de ese tercio de la población valenciana fi el hasta ese momento a la fe del Islam, era demasiado evidente que el tema que había escogido se ubicaba en el terreno de la histoire évenementielle, en el cual Braudel, convencido como estaba de que no iba a encontrar allí el acceso a esas estructuras profundas que le interesaba sobre todo explorar, se acercaba peligrosamente a la posición de ese legendario erudito de Oxford que según es fama cuando se le preguntó cómo se narraba la historia repuso que sencillamente contando cada maldita cosa después de la otra.
Cuando a mi retorno a Buenos Aires me llegó el momento de ubicar a mi pedazo de historia valenciana en un contexto que lo hiciera inteligible, resolví sin meditarlo demasiado un problema que en rigor no había descubierto hasta qué punto lo era acudiendo instintivamente a perspectivas que me eran familiares desde antes de mi descubrimiento de Braudel, y más cercanas a la temática y problemática de Bataillon que a las que campean en La Méditerranée. En ellas encontré inspiración para una narrativa de la breve historia de la «nación de cristianos nuevos de moros del reino de Valencia» que tomaba para su trasfondo la parábola recorrida por Estado e Iglesia desde ese instante fugaz en que Castilla pudo creerse en camino a constituirse en el núcleo de un imperio universal destinado a regenerar en Cristo tanto a las tierras de infieles como a una cristiandad necesitada de purificarse en sus fuentes, hasta ese otro más tardío en nueve décadas, en que el monarca castellano, ya no emperador pero ahora reinante sobre la entera Península, debía defenderla como «un castillo fuerte» por todas partes asediado, y la Iglesia que, disipadas esas embriagadoras esperanzas, libraba un combate en que la victoria comenzaba a parecer imposible cuando se multiplicaban los signos de que la Europa romano-germánica se preparaba a admitir que la pérdida de la unidad de la fe originada en la Reforma era ya irrevocable, convencidos por igual de que en esos tiempos cada vez más oscuros la presencia de diversidades y disidencias en sus dominios suponía una amenaza demasiado grave para no eliminarla a cualquier precio, coincidieron también en la decisión de poner brusco fi n por acto de imperio a la existencia de la Valencia morisca.
El trasfondo que había escogido para mi relato lo ubicaba en suma en el marco ofrecido por el giro que había tomado la historia española desde que al abrirse la modernidad un imprevisible cambio de fortuna la había proyectado al centro mismo de la de Europa y el mundo, que tanto en España como fuera de ella había sido desde el siglo XVIII motivo de reflexiones a las que cuando me acerqué al tema morisco la apasionada contribución de Américo Castro estaba devolviendo toda la relevancia contemporánea que suelen recuperar en momentos en que se hacen más agudos los dilemas que plantea el presente español. Y estoy persuadido de que al enfocarlo de ese modo había trazado, también sin proponérmelo ni advertirlo, una línea de continuidad con los estudios que iba a emprender en el campo hispanoamericano y nacional, que al abordar el tema del nacimiento de la nacionalidad argentina me incitó a buscar algunas de sus claves centrales en las modalidades del derrumbe imperial que puso fin a esa etapa de la historia española
Pero a mi incursión en la historia valenciana debo algo más que la disposición a tomar plenamente en cuenta el vínculo de la que en 1810 se abrió en el Río de la Plata con la que en 1808 se había cerrado en Aranjuez y Bayona. Haber seguido en detalle y en todos sus niveles el laberíntico funcionamiento de la monarquía española de Antiguo Régimen, a través de un episodio que como pocos había logrado poner al desnudo tensiones y conflictos que ésta nunca alcanzaría a resolver, pero no le impedirían sobrevivir todavía por más de dos siglos, me había enseñado muchas cosas que me iban a ser muy útiles para entender mejor el que iba a ser luego mi campo de estudios, y en primer lugar a respetar como lo merece un arte de gobierno que logró la hazaña de mantener a lo largo de ellos la autoridad de Castilla/Aragón y luego de España sobre territorios desperdigados en tres continentes contando sólo con recursos técnicos que nunca excedieron en mucho los de la temprana modernidad y con recursos financieros muy tacañamente cicateados porque lo mejor del botín ultramarino siguió destinado hasta el fin a la cada vez más desesperada defensa del lugar que ese cambio de fortuna le había asegurado en el Viejo Mundo.
Si hoy me resulta más fácil apreciar todo eso, es sin duda en no escasa medida porque el nuevo giro que ha tomado la historia de España en el medio siglo largo que me separa de mi excursión valenciana empieza a hacer posible ver como historia pasada –y en todos los sentidos del término– a ésa que desde el siglo XVIII pudo pocas veces ser recordada sin angustia, porque su legado seguía pesando duramente sobre el presente español. Y que sea esa Valencia de hoy, totalmente inimaginable en la desolada España que conocí en 1953, y que redescubro con renovada felicidad en cada uno de mis retornos, la que ha decidido devolver al presente los frutos de ese encuentro remoto me ofrece un motivo aún mejor para celebrar esa generosa ocurrencia.
TULIO HALPERIN DONGHI
Berkeley, California, enero de 2008
Prólogo a la primera edición
UN CONFLICTO NACIONAL: MORISCOS Y CRISTIANOS VIEJOS EN VALENCIA
He aquí un título algo alarmante. ¿Tiene acaso sentido hablar de conflictos nacionales en el siglo XVI? Sin duda ya para los españoles de ese siglo, los moriscos eran «la nación de los cristianos nuevos», que contraponían a la de los cristianos viejos. Pero esa nación era, precisamente, anterior a la nación en armas de la Revolución, anterior a la revelación del cuerpo mismo de la nación que en el siglo XIX realizaron las escuelas elementales al llevar a las aulas de las más perdidas aldeas el mapa del territorio; anterior por lo tanto a los mitos que enseñaban cómo, antes de que hubiese hombres, las montañas y los ríos habían ya fijado para siempre los límites de una nación sobre un despoblado rincón del planeta. Anterior a la filología y la antropología orientadas en sentido nacionalista, anterior al imperialismo celta, o ligur, o nórdico, o mediterráneo. ¿Si se recuerdan aquí estas verdades demasiado evidentes es para concluir que, en efecto, entre lo que hoy llamamos nación y lo que así llamaba el quinientos no hay medida común? Concluir en ello sería acaso caer en el lazo tendido a quienes –muy justamente– buscan esquivar el anacronismo: el anacronismo al revés. La nación de los cristianos nuevos no era en todo caso anterior a la bonita historia del rey Tubal, el primer soberano de la España una (y ese florecer de legendarios héroes fundadores es, parece, uno de los aspectos más descuidados de la prehistoria del nacionalismo); Tubal, que como mito nacional puede sustituir excelentemente a cualquier paniberismo adaptado a las modernas conquistas etnológicas. No es anterior –ya se lo verá en las páginas que siguen– a la conciencia de la figura geográfica de España, protegida por sus fronteras naturales en los Pirineos y el mar. Todo esto es cierto; no es menos cierto que Tubal, que la figura de España dibujada por sus fronteras precisas sólo vivían en la conciencia de algunos eruditos, que una cultura aún no democratizada no les aseguraba las vastas masas de devotos y creyentes de que dispuso el nacionalismo del ochocientos. Y junto con esos primeros esbozos de nacionalismo laico, infinitamente más influyente que éste, tanto en la masa como en los grupos letrados, estaba la conciencia de la individualidad religiosa de España, que la separaba aún de las demás naciones cristianas, y mucho más evidentemente de los pueblos musulmanes.
Este conflicto nacional parece resolverse, entonces, en un conflicto religioso. ¿Por qué, entonces, no darle ese nombre que parece corresponderle me-jor? Porque en esta denominación hay implícito un equívoco aun más grave. Lucien Febvre ha destinado algunas de las páginas más hermosas de su Problème de l’incroyance a recordarnos cómo en el siglo XVI la religión iba entretejida en la vida entera de los hombres, presidía cada uno de sus actos importantes, daba sentido a toda forma de agruparse en colectividad. Toda la fuerza persuasiva de un gran historiador que es a la vez un escritor admirable se ha hecho necesaria para que reviva en nosotros, no como conocimiento teórico sino como conciencia inmediata de lo que significaba, esa dimensión ya perdida del hecho religioso. Dimensión esencial en el conflicto morisco, que no opone a una iglesia y algunos catecúmenos improvisados, sino a dos colectividades humanas.
Hablar aquí de conflicto nacional significa entonces, no más que esto: recordar que en Valencia hasta 1609 un tercio de la población integraba un grupo humano que tenía un nombre preciso, «la nación de los cristianos nuevos de moros del reino de Valencia».[1]Cristianos desde que, en 1519-1521 los rebeldes agermanados les hicieron escoger entre la conversión y la muerte, desde que, en 1526, el emperador los colocó con mayor eficacia ante un dilema apenas menos brutal. Cristianos de nombre, musulmanes de corazón; así lo aseguran eclesiásticos y seglares encargados de su conversión, y podríamos ver en estas afirmaciones tan sólo la voz de un celo que no se satisface fácilmente, si no fuese que otras voces mucho más despegadas y aun muchos hechos vienen a confirmarlas. He aquí un enorme problema, no el único sin duda que planteaba la singular estructura de la nación valenciana; sí el más agudo, sí el que hizo un problema de la subsistencia misma de la Valencia cristiano-morisca. La conversión debía cambiarlo todo, sustituir a la anterior Valencia colonial y abigarrada una nación unificada en la fe cristiana como en los modos de vivir y de sentir. Ilusión de un momento: lo que surgió de las convulsiones de 1519-1526 fue una nación igualmente dividida, igualmente quebrada, pero ahora los que dejaron de ser moros se hallan en perpetua falta, son incapaces de satisfacer todo lo que se exige de ellos. Incapaces desde luego porque no quieren, porque responden con fría hostilidad a un celo cristiano por otra parte de ley bastante dudosa. Pero también porque no pueden, porque esas exigencias son intrínsecamente contradictorias. Lo que se pretende esen suma asimilar a los moriscos al cuerpo de la nación cristiano-valenciana, y a lavez mantener la estructura social del reino, apoyada en una división jerarquizada entre cristianos y moros primero, entre cristianos viejos y nuevos después.
Los moriscos son, entonces, un grupo que se halla en una situación peculiar ante la religión que es oficialmente la suya, pero no se distingue tan sólo por ese hecho. Si leemos a los publicistas antimoriscos nos enteraremos de, cómo los crímenes de los cristianos nuevos desbordan el campo religioso; consisten por ejemplo en el uso de ciertas vestiduras excesivamente baratas y poco abrigadas, en la costumbre de ir en grupos por los campos, en un consumo desenfrenado de hortalizas. Que cosas tales puedan ser incluidas entre las culpas moriscas suele indignarnos o divertirnos; quizá hiciéramos bien en tomar en serio por un momento unas invectivas que nos están sugiriendo qué complejo haz de solidaridades y oposiciones se expresaba en la Valencia del siglo xvi en el lenguaje de un odio religioso.
Nos están sugiriendo además que el grupo morisco, grupo religioso sin duda, es también un grupo que ocupa un lugar muy preciso en la sociedad valenciana. No parece entonces prudente ocuparse de él sin tratar ante todo de determinar cuál era ese lugar. Tarea que implica a su vez la de trazar una imagen de la Valencia del siglo xvi, de esa economía y de esa sociedad en las que iba a inscribirse la curva del destino morisco. También eso se ha intentado en ese trabajo. He aquí una empresa no libre de riesgos, ante todo porque faltan los estudios previos que pudieran orientarnos. Tenemos, sí, para Valencia como para casi toda España, ese auxiliar valiosísimo que son los estudios de precios de Hamilton. Pero el auxilio que prestan es sobre todo negativo: la evolución de los precios en España –ha demostrado Hamilton– se representa por una curva que, si corregimos las variaciones de los ciclos decenales, se transforma en una recta que por espacio de ciento cincuenta años no se cansa de llevar el mismo rumbo. Es decir que la historia de precios no nos ha de dar respuesta ni orientación para entender los cambios sin embargo muy reales de la economía española desde los tiempos de Cisneros hasta los del Conde-Duque. O, para ser menos injustos, no nos ha de dar las que ahora vamos buscando: viene a decirnos cómo en ese siglo y medio el hecho capital es la entrada continua de metal americano, que suprime (¿o tan sólo enmascara?) para España las grandes crisis intercíclicas que sacuden a la economía europea. Pero precisamente porque es así, porque esas crisis no son registradas en estas curvas de rumbo tan serenamente igual, por eso en este caso no podrán sernos de ayuda. Con lo cual venimos a quedar aun más desamparados. Pero no por eso ha parecido lícito dejar de lado los problemas que planteaba la vida económica y social de Valencia en el quinientos: sin resolverlos previamente de alguna manera era imposible entender siquiera los términos en que se planteaba en esa Valencia y en ése siglo el problema morisco. Y puesto que así estaban las cosas, no pareció honrado dejarlos de lado en la exposición. Traerlos a luz implicaba sin duda exponer junto con hechos indudables desarrollos en parte conjeturales; pero no por no mencionarlos hubiesen estado menos presentes en este trabajo, la solidez o fragilidad de las soluciones propuestas no hubiese condicionado menos estrictamente la de la imagen total del problema morisco. A ese punto de partida indispensable sigue la tentativa de ver en qué forma los modos de vida y de cohesión social que caracterizaron a la Valencia: morisca se vinculan con la reacción de los cristianos nuevos ante su impuesto cambio de fe. Se ha querido, por fin, examinar cómo actuaron frente a ellos los cristianos viejos, qué complejo juego de acciones y reacciones condujo a la expulsión...
Este trabajo se ha realizado, en lo posible, sobre fuentes de archivo. En el de la Corona de Aragón (Barcelona) los legajos consultados pertenecen a la serie Consejo de Aragón; se encuentran allí, clasificados según un orden mixto cronológico y de materias por otra parte bastante laxo, informes expedidos por el Consejo o noticias que a él llegaban. Tenemos así, en volumen relativamente reducido, un cuadro bastante completo de lo que interesaba o preocupaba a la corona en un dado momento. Lo mismo puede decirse de la serie Estado-España a la que pertenecen casi todos los legajos consultados en Simancas. En ella ha sido posible hallar –gracias también a los excelentes catálogos– materiales muy abundantes acerca de la expulsión. En el Archivo Histórico Nacional de Madrid lo más directamente interesante es el depósito de la Inquisición valenciana; se han revisado allí los volúmenes de correspondencia entre el tribunal valenciano y la Central y una docena de legajos de procesos a moriscos (ordenados por orden alfabético).
En Valencia sólo pude trabajar durante contados días en el Archivo Municipal, cerrado durante el verano; fueron consultados allí los volúmenes correspondientes al período de la Valencia cristiano-morisca de la colección de Manuals de Consells y de crides,que dan buena idea de la vida municipal valenciana (aunque no contienen casi material directamente utilizable); y también los libros de Avehinaments (avecindamientos) para los años 1606-1611, que reflejan muy nítidamente las corrientes inmigratorias que convergían en Valencia. Una dura carencia en este trabajo es la ausencia de toda fuente eclesiástica. Ausencia inevitable: ocurre que los archivos eclesiásticos de la zona valenciana, y en especial el de la curia, han sido muy dañados durante la guerra. Menos he de lamentar el no haber recurrido al Archivo del Colegio de Corpus Christi (Valencia), tan rico en documentos acerca de la actuación del patriarca Ribera, fundador de la institución y artífice principal, en la opinión de muchos, de la expulsión de los moriscos. Pero era preciso elegir, y los documentos del Archivo General del Reino resultaban más directamente interesantes, ya que no se trataba de ningún modo de averiguar si al Patriarca corresponde el mérito (o ha de achacarse la culpa) de la expulsión. En el Archivo del Reino se han buscado materiales acerca de la estructura económica del grupo morisco y del reino todo. Para lo primero dan datos muy abundantes los «inventarios de bienes de moriscos» levantados luego de la expulsión: una docena de legajos llenos de cosas sobre los moriscos de realengo. Un atisbo sobre la organización señorial lo proporcionan las cuentas de bienes bajo secresto (embargados). Igualmente dan información sobre los vínculos económicos entre moriscos y cristianos viejos los registros de deudas y créditos de moriscos en el momento de la expulsión. Sobre la economía del reino en general dan datos más abundantes que fáciles de interpretar los registros de quema y peaje (quema, derechos que pagan las mercaderías entradas de Castilla, peaje, impuesto percibido sobre toda mercadería que entraba o pasaba por el término de un pueblo). Estos registros (muy incompletamente conservados) del comercio de una ciudad o una aldea valenciana pueden significar mucho o poco, y decir con signos iguales cosas muy diversas. Por ejemplo: a medida que avanzamos en el siglo xvi en todo el reino se comercia cada vez más con vino. ¿Aumento de la producción o del consumo? No serán los libros del peaje los que nos lo digan. Sin embargo su testimonio puede ser muy valioso, una vez tomadas las necesarias precauciones. Análogo interés ofrecen los «manifiestos de entrada de ganados», también ellos sólo saltuariamente conservados; aun así dan un testimonio cuya importancia no puede exagerarse acerca de la trashumancia en el reino y sus fronteras, en especial las aragonesas.
Papeles todos reunidos en la sección de Cuentas del Maestre Racional. De las demás del Archivo del Reino se han seguido en el Archivo del Real las actas de las reuniones del brazo militar (señorial) de las Cortes valencianas, en las que se refleja muy fielmente el punto de vista de los señores, tan vinculados por sus intereses a los moriscos. La correspondencia de los virreyes (Communia lugartenencia Felipe II y III) fue revisada para ciertos años particularmente importantes en que se podía esperar encontrar algo utilizable; se trata de una masa muy vasta de correspondencia sobre temas muy variados; su revisión completa era imposible. En el archivo de Generalidad fueron recorridos los legajos correspondientes al impuesto de la seda; los datos que en él se conservan son demasiado saltuarios para poder utilizarlos; lo más valioso que allí puede encontrarse es sin duda la encuesta de 1580 sobre las causas de la decadencia de la industria textil valenciana. La revisación de la muy vasta colección de Protocolos de notarios (no catalogada) permitió comprobar que no se hallaban en ella los libros de los notarios ante los cuales los moriscos registraban sus pactos (cuyos nombres nos han sido conservados en los registros de deudas entre cristianos viejos y nuevos); tampoco se las encuentra en la rica colección de protocolos del Colegio de Corpus Christi, cuyo catálogo pude consultar.
Tales fuentes de archivos fueron completadas con otras impresas; la bibliografía que va al final de este trabajo las detalla; no parece, sin embargo, inútil una alusión más detenida a alguna de ellas.
Habría que poner en primer término La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II. Porque el libro admirable de Fernand Braudel no sólo permite ubicar suficientemente a Valencia en su marco mediterráneo, no sólo plantea, en breves páginas penetrantes, los problemas fundamentales de la situación morisca, y en particular el de la clase dirigente, no sólo aporta nuevos hechos y nuevos interrogantes; ofrece ante todo un ejemplo, el de una historia más rica y luminosa, más libre y a la vez más rigurosa.
Han faltado en cambio a este trabajo otros apoyos más inmediatos, otros planteos del problema aquí encarado que sirviesen útilmente como sistema de puntos de referencia. Lo que no significa que no haya sido posible recoger materiales abundantes en obras muy diversas. Ante todo, los cronistas y escritores contemporáneos de la expulsión (Viciana, tan curioso de realidades; Escolano; Bleda y el aragonés Aznar de Cardona, admirable por esa su prosa tersa en que dice las cosas más enormes). Luego esas dos obras maestras de la Ilustración valenciana: el tratado jurídico de Branchat y sobre todo la Descripción del clé-rigo y botánico Cavanilles. Y junto con todo eso el libro de D. Pascual Boronat y Barrachina, Los moriscos españoles y su expulsión (Valencia, 1901). Sería ingratitud censurar con excesiva severidad el libro de Boronat, al que tanto deben todos cuantos se han ocupado de moriscos. Pues a esa obra, sin duda absurda, fruto de una erudición más vasta que ordenada, capaz por otra parte de convivir con las más sorprendentes ignorancias, acompaña un nutridísimo apéndice de documentos (tomados en buena parte de archivos privados difícilmente accesibles), aún hoy la mejor introducción para quienes quieran estudiar el problema morisco. Esa documentación completa muy felizmente la de los archivos públicos (salvo el de Simancas, Boronat no creyó necesario recurrir a ellos) y aquí se la utilizará muy abundantemente.
Así se ha llevado a cabo este estudio, y si no se presenta aun más limitado y defectuoso, ello se debe a muy variados auxilios. El de don Claudio Sánchez-Albornoz, que de lejos y de cerca lo orientó con muy útiles consejos e indicaciones preciosas. El del profesor Fernand Braudel, de sus enseñanzas en la École Pratique des Hautes Études, y la afectuosa paciencia con que siguió mis primeras tentativas de entender el problema morisco, aspectos todos de una deuda más grande.
Debo agradecer también al Centre National de la Recherche Scientifique (París) cuya ayuda hizo posible el examen de los archivos españoles. Y a los funcionarios de esos archivos, en especial los del Archivo del Reino de Valencia, y su incomparable secretario, D. Manuel Dualde. Estoy también en deuda, por razones diversas, con D. Miguel Bordonáu (Madrid), los profesores Leopoldo Piles y José Camarena Mahiques (Valencia), Miguel Gual Camarena, cuya colección de cartas pueblas, aún inéditas, he podido consultar, Juan Regla (Barcelona), que me comunicó un trabajo suyo, entonces inédito y hoy publicado en Hispania, sobre moriscos. Y con mi amigo José Gentil da Silva (París), con quien prefiero no contar mis deudas.
[1] No significa, por lo tanto, tomar partido en la prolija disputa acerca de si el problema morisco y la expulsión que a su manera lo resolvió tienen fundamento religioso o político-nacional; más adelante se intentará mostrar que la disyuntiva es en sí misma absurda, y si se la plantea tan frecuentemente es porque se proyecta sobre el siglo de oro conflictos característicos de la España del ochocientos.
Lugar de los moriscos en el reino de Valencia
ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN VALENCIA (1520-1609)
El reino de Valencia, una estrecha y larga zona entre el mar y la montaña, la más mediterránea quizá de las tierras españolas, tan finamente articulada, dividida en breves llanuras a las que separan colinas no muy elevadas. En poco más de veinte mil kilómetros cuadrados se tiene así un escenario que varía continuamente. Al norte del Júcar el territorio valenciano se extiende al pie de las últimas montañas del sistema ibérico, formando llanuras relativamente continuadas, cortadas por sierras desprendidas del mismo sistema, como la de Espadán. Una costa baja, de extensa playa que a menudo deja tras de sí zonas pantanosas y en el siglo xvi extremadamente malsanas, las separa del mar. Al sur del Júcar la estructura del suelo es mucho menos regular; lo cruzan las prolongaciones del sistema bético, de configuración más compleja que las colinas norteñas; entre ellas se abren valles pequeños, que cruzan ríos cortos, pero mucho más numerosos que en el norte. La costa es aquí cortada y abrupta, costa típica de inmersión, en la que la montaña entra en directo contacto con el mar. Abundan aquí los puertos naturales, los lugares abrigados, a la vez que los lugares del todo inabordables. En el extremo sur del reino el valle del Segura abreotra llanura más vasta; nuevamente encontramos aquí una estructura relativamente sencilla. Pero en el norte, en el centro y en el sur, en el siglo xvi como ahora, la oposición fundamental es la que contrapone el regadío al secano. En cada una de las breves llanuras del reino un río, sabiamente canalizado, da vida a una huerta. Es la Valencia viva en la imaginación; la huerta fabulosamente fértil, cruzada de canales y acequias, este rincón de Europa en que se aprieta una población de densidad comparable tan sólo a la de ciertas tierras bajas de Asia. Imagen veraz pero incompleta; junto con la Valencia de las tierras regadas está la de las tierras secas, las vastas tierras del secano, en la colina y en la montaña, en las que se mantiene duramente una población rala, empleada en los cultivos que hace posible la lluvia escasa e irregular. He aquí algunas aldeas del norte, tal como las vio, en 1793, ese admirable observador que fue Cavanilles:
En aquellos pueblos se vive con una sobriedad que se acerca a la miseria. Rajas de pan rociadas con poco aceite, y anegadas después en agua hirviendo, forman la comida: cuando se añaden algunas judías y porción de grasa, es día extraordinario: el vestido se reduce a lo puramente necesario para cubrirse. No penetrará aquí el lujo, la miseria está de centinela.[1]
Habría que poner este cuadro al lado del otro, pero de uno y otro no surgiría una imagen total de la estructura del reino. Regadío y secano, sí, pero cada uno de ellos se presenta con muchos rostros. Y junto con ellos un tercer elemento, la tierra de marjal. Y entre unos y otros un juego de relaciones complejas y cambiantes, una historia oscura de avances y retrocesos. Ante todo, en esta tierra en que los ríos no siempre traen agua, un año excepcionalmente seco puede privar de riegos a toda una zona de huertas. Amenaza particularmente real en las que se forman al borde de ríos pequeños, casi torrentes de fuerte estiaje. En Carlet, la carta puebla de 1520 prevé que los vecinos deberán moler su grano en el molino señorial, si éste tiene agua bastante.[2] Y en 1610 vastas zonas del sur, entre Crevillent y Albatera, han sido reducidas a total esterilidad por la sequía.[3]Por sobre esta historia sin principio y sin fin de años buenos y malos, hay una historia más compleja, la de avances y retrocesos; menos efímeros del secano y del regadío; de ella sólo conocemos algunos episodios clamorosos, en que –por ejemplo–, la voluntad de un gobernante se corporiza en una gran obra y transforma a toda una gran zona de tierra seca; así, en el siglo xvi, el pantano de Tibi, tras de Alicante, surgido sin duda de las necesidades de ese emporio crecido –único entre las poblaciones importantes del reino– en tierra seca. El pantano de Tibi, esa insólita maravilla, testimonio de los derroches de esfuerzo humano que hacía posibles la enorme onda del aumento de población del quinientos, llegada ya a su cresta; una obra que hace discreto papel aún entre las presas construidas en nuestro siglo. Pero tales rápidos cambios de escena son, naturalmente, los menos. La Acequia Real del Júcar, que desde el siglo xviii lleva parte de las aguas de ese río al sistema del Turia, había ya sido planeado en el siglo xiii, cinco siglos fueron precisos para que la gran obra cambiase toda una zona de paisaje valenciano. Otros cambios son aún más generales y menos fácilmente se podrán adscribir a una voluntad individual; sólo más recientemente hemos aprendido a interesarnos por ellos. Así, si conocemos más o menos bien la revolución que trajo a Valencia la introducción simultánea –a mediados del siglo pasado– del cultivo del naranjo y el uso de la bomba de agua, innovaciones que llevaron los huertos de naranjos «hasta la cima de las montañas»[4]y transformaron para buena parte de la región valenciana el sentido mismo de la oposición entre riegos y secanos, otros cambios anteriores apenas si podemos adivinarlos. E infinitamente más oscura que la historia de los triunfos del regadío es la de sus derrotas, imposibles de ser fijadas en hechos espectaculares, oscura consecuencia de un derrumbe demográfico o económico.
Porque –y es preciso insistir sobre esto– la huerta no es tan sólo un trozo de tierra regado mediante acequias, ni el secano tan sólo tierra librada al azar de las lluvias escasas. Hay toda una agricultura propia del regadío, lo que llamamos precisamente cultivos de huerta, hay otra que es la del secano, en que la trinidad mediterránea de vid, olivo y trigo se coloca en el centro de una gama menos estrecha de lo que pudiese creerse. Sólo que así entendida la oposición entre secano y regadío es cosa aun más cambiante de lo que podía ser la que corría entre una tierra cruzada por canales de riego y otra desprovista de ellos. En una página barrocamente ampulosa, Escolano ha pintado la abundancia de frutos del reino de Valencia; no por casualidad recuerda en seguida cómo el reino ha sabido encontrar graneros fuera de sus fronteras:
Y como sea verdad, que el Reyno es de los más poblados de España, y por otro cabo esté apoderado de tanta variedad de provechosas cosechas que le haze echar en olvido la del trigo (que a no ser assí, pudiera él sólo rendir trigo para tres) le proveyó el cielo a sus puertas de dos inagotables graneros, que son el mar por un lado; y por otro Castilla y Aragón.[5]
Ambos datos son, en efecto, inseparables; la huerta, con sus cultivos especializados, necesita cerca o lejos de ella graneros y mercados, necesita de quienes produzcan su pan y de quienes consuman sus frutos; en este sentido regiones muy lejanas vienen a trenzar su historia con la de las huertas valencianas. De este modo regadío y secano, firmes columnas sobre las que parecía posible asentar la geografía del reino, vistos más de cerca se revelan realidades fugitivas y cambiantes; cambian la dimensión de una y otra zona, cambian sobre todo sus relaciones, el sentido mismo de ellas. El cuadro que sigue no pretende, entonces, dar sino una imagen lo menos imprecisa posible de lo que podía ser el reino de Valencia en que se desarrolló la historia de los moriscos, distinto desde luego del actual, y, a lo largo de un siglo, de ningún modo idéntico a sí mismo.
En el extremo noroeste, las vastas posesiones del gran maestre de Montesa, Morella y sus aldeas, lo que llamamos hoy el Maestrazgo, tierra de bosques de los que se obtiene madera de construcción, exportada por Vinaroz hasta las atarazanas de Barcelona, donde esos gruesos troncos se emplean en las naves. Sobre esos encinares y pinares tiene la marina real un pesado privilegio de extracción, que subsistirá dos siglos después, cuando el bosque ya ha raleado, y los terrenos no pueden consagrarse a cultivo porque lo vedan los representantes de la real marina.[6] Tierra de grandes piaras, alimentadas de bellotas. Y tierra también de trigo. «Ricas en grano» aseguran al unísono, Escolano y Méndez Silva, pero para estos observadores sistemáticamente optimistas toda tierra había de ser rica en algo... Sin embargo la opinión no es del todo infundada; en siglos anteriores Morella había enviado trigo hasta Barcelona.[7] En todo caso se trata de campos de cultivo cortados en los pastos, de rendimiento muy escaso y esporádico, como los de la villa de Vilafamés, que en 1608 pide al Consejo de Aragón permiso para abrir tierras yermas y cultivar montes blancos. El consejo dictamina concederlo; serán treinta jornales de tierras, que podrán rendir treinta cahices de trigo al año; luego de dos o tres años de cultivo, es preciso que la tierra pobrísima y seca descanse cinco o seis.[8] Y además son las tierras del Maestrazgo ricas en ovejas; en 1645, pero utilizando datos muy anteriores, Méndez Silva atribuye a Morella y su contribución 120.000 cabezas.[9]
Al sur del Maestrazgo la franja boscosa se separa más y más de la orla de huertas costeras y corre paralela a la raya de Castilla; ya en el siglo xvi parece haber sufrido por las talas indiscriminadas, provocadas por el fuerte consumo de leña de una gran ciudad como Valencia y el de algunas industrias (en primer término la del azúcar,gran devastadora de bosques, con los insaciables hornos de sus trapiches; también la cerámica). Leña quemada directamente o transformada en carbón; recorrían los bosques valencianos carboneros que arrendaban de los señores el derecho de levantar horno y talar en un dado pinar o carrascal; aun en 1609, en Yátova, cerca de Buñol, un grupo de vizcaínos llegan a fabricar carbón.[10] Pero era ya preciso poner a contribución los bosques de la cercana Castilla; un papel nos informa del todo ocasionalmente de un morisco, Marcos Reduán, que en 1606 cruzó la raya de Castilla «a buscar leña para trapiches».[11] Entre los bosques y las huertas que bordean el mar se extiende el secano. Una zona que está lejos de ser homogénea; cruzada de ríos en cuyas orillas se extienden estrechas franjas de huertas; salpicada de fuentes que permiten, también ellas, el nacimiento de un pequeño espacio irrigado; atravesada de colinas herbosas, cubiertas del seco y espinoso matorral mediterráneo, también puesto a contribución por los leñadores (pero una previsora crida virreinal prohíbe mezclar los carbones así producidos con los de encina o de pino).[12]
Junto con el matorral, en las partes más secas, o de suelo más irregular, se extienden los pastizales, ni ricos ni verdeantes, en que pacen las grandes majadas de ovejas y de cabras de los aldeanos. En tierras con mayor capacidad de retención del agua de lluvia, y menos quebradas, tienen su sitio los cultivos de olivares, viñas y algarrobos que dan su aspecto característico al paisaje del secano. Y en las huertas en torno de las fuentes, como en ciertos lugares de secano particularmente favorables, se extienden los cereales, y algunos cultivos de frutas y hortalizas. Son esos islotes de tierra irrigada los que –como nota muy justamente Alice Foster–[13]han hecho posible, en tiempos de economía menos abierta que ahora, la existencia de una población estable en las tierras del secano valenciano. Y efectivamente, el mapa de los centros poblados se superpone muy exactamente al de las fuentes y ríos; los nombres –Dosaigües, Setaigües– indican a menudo que se ha advertido muy bien cuál es el rasgo que ha hecho posible las vida de una aldea precisamente en ese sitio. Cada aldea, cada zona de huerta, es centro de explotación de toda una sección del secano; –en torno de ella se agrupan viñedos y olivares, y en las colinas los «montes blancos» en que buscan su sustento las majadas y talan los leñadores. Imagen de una economía que se basta a sí misma, gracias a lo modesto de las necesidades que debe satisfacer. Pero sería peligroso exagerar, aun para ese siglo xvi de menos vastos horizontes, lo que hay de aislado en la vida de las comunidades del secano. Porque esas tierras están unidas por muchos lazos con el mundo exterior. El algarrobo, eltrigo, servirán para la población del lugar (y no siempre, y no sólo para ella). Pero el aceite, el vino, la pasa, las frutas secas, son cosechas que el secano envía fuera, a la ciudad, a Castilla, o más allá del mar. Y por lo mismo también el destino de esos cultivos se vincula –con menos imperiosos lazos, pero siempre advertibles– con el de zonas lejanas, con otras historias apartadas. Así el siglo xvi será, en las tierras secas de Valencia, el del triunfo de la viña. De la uva para pasa, desde luego, pues esa vieja producción de la Valencia árabe, el azebibe, que Jerónimo Münzer vio fabricar cerca de Dénia a la vieja manera en que se hace aún,[14]sigue estando en honor. Pero en las llanuras y colinas secas del norte es la viña de vino la que avanza. Un avance que viene de lejos; la Reconquista ha traído consigo el triunfo de la vid; desde el siglo xiii nos quedan testimonios de cómo los nuevos dominadores quisieron extender su cultivo.[15]Pero en este siglo xviel triunfo es más vasto y más rápido, acelerándose a medida que se acerca el final del siglo, hasta que a mediados del siguiente Valencia se enfrentará con una crisis de superproducción, con dificultades de colocación del vino atribuidas, como es habitual, a lo excesivo de los impuestos.[16]Mientras tanto, Alicante ha reemplazado sus olivares por viñedos,[17]caso particular de un hecho sin duda más general; mientras tanto los señores valencianos han emprendido el lucrativo cultivo de la viña. Tenemos de ello testimonio muy variado; en tal señorío se trata de fomentar con exenciones de servicios a los vasallos que las plantasen; en tales otros es el propio señor quien, sin intermediarios, hará la «plantada de la viña»; alguna vez tomará para ello las tierras con algarrobales de algún vasallo labriego.[18]El triunfo de la vid va entonces acompañado de una caída –relativa– del olivo; la producción del reino es del todo insuficiente, y es preciso importar abundantemente de Castilla, de lo que quedan huellas muy numerosas en los libros de quema y peaje.[19]El triunfo de la viña es un hecho europeo, y sin duda fue en Valencia menos rápido y decisivo que en otras partes.
Otro triunfo local y más categórico fue el de la morera, vinculada a la producción de seda, que avanza por todas partes a lo largo del siglo, y hará la riqueza de las poblaciones a lo largo del Júcar. Y al sur del Júcar, en tierras más quebradas, el secano es predominantemente tierra de ganadería y de producción de frutas secas, y en uno y otro aspecto se vincula también muy estrechamente a una economía de vastos alcances: Dénia, Teulada, venden sus almendras en Castilla y luego en Francia; la lana de la Montaña del sur, de esos menudos valles cruzados de torrentes, abiertos entre las colinas abruptas, participa también, al menos en parte, en el gran comercio que hará la prosperidad de Alicante.[20]Y aun de otra manera se vincula este secano valenciano con el resto del reino, y con el resto de España. Tocamos así un gran tema, demasiado vasto para ser tratado aquí sino marginalmente, el de la trashumancia. Año tras año, al comenzar el otoño, comienzan a bajar hacia las llanuras valencianas los rebaños castellanos, y sobre todo aragoneses. En octubre llegan los primeros, los del Maestrazgo en busca de tierras más clementes dentro del mismo reino. Hacia noviembre, ya medida que se acerca el fin de año, el movimiento es cada vez más intenso. Grandes majadas de miles de cabezas, con unos pocos pastores, caballeros en asnos o mulas, llegan del sur de Aragón, de Albarracín, de Mora de Rubielos... Se dirigen a lugares muy dispersos en todo el reino; intentar caracterizarlos por un rasgo único es obligarse a errar en más de un caso particular; pero no hay duda de que los sitios preferidos para pastar en invierno son esas breves manchas regadas en el secano. Allí es reunido el ganado en vastos pastizales bien regados, en alfalfares que necesitan buena parte del agua tan estrictamente tasada. Año tras año, los ganaderos aragoneses arriendan esos lugares privilegiados.[21]
Así las mejores tierras de pastoreo quedan al margen de la economía aldeana. ¿En beneficio de quiénes? Se hace preciso aquí aludir a la distribución de las tierras de pastoreo en el reino valenciano. Había en primer lugar, en cada comunidad aldeana, un «boalar», un espacio acotado destinado al pastoreo de los animales de tiro y de los estrictamente necesarios para el abasto. Era esa, efectivamente, su función primitiva. Pero a menudo los boalares eran destinados a otros usos. En algunas partes llevan ese nombre fracciones de tierra divididas entre vecinos y consagradas a la agricultura.[22]En otras los boalares eran arrendados por las comunidades para aumentar los propios; grande abuso, observa Branchat, y muy generalizado. Además de los boalares, otros campos de pastoreo había, abiertos y no acotados. Si hemos de creer a Branchat, todos estos pastos pertenecen al patrimonio real, salvo cuando el soberano los ha enajenado (lo que, claro está, debe constar expresamente). Pero el mismo jurista se encarga de hacernos saber que también aquí hay grandes abusos. Abusos que no son sino la manifestación de que la construcción jurídica propuesta por Branchat está muy lejos de representar fielmente el estado real de cosas. En las tierras de señorío los pastos, según reconoce el mismo Branchat, han pasado con el territorio «a los dueños baronales». En las tierras que no se hallan bajo el dominio señorial tales derechos son muy frecuentemente ejercidos por la comunidad del poblado. No sin oposición de los bailes, representantes del fisco real, que reivindican para él el derecho de disponer de los pastos. Conflictos análogos, menos fáciles en este caso de rastrear, debían de existir sin duda también en las tierras señoriales. Así que, junto con los pastizales cuyo arriendo es fuente de ingresos para el señor, y figura por lo tanto entre las entradas de la administración señorial (el alfalfar de Artesa, la hierba de Planes, y sería muy fácil multiplicar los ejemplos),[23]otros hay que son arrendados por las comunidades, así Vilafamés, lugar de la encomienda de Montesa, arrienda sus pastos en 400 libras anuales, que van a la localidad y no a la orden que tiene allí señorío. La situación se complica a veces por el conflicto antes mencionado; en 1594 la villa de Guardamar, en el extremo sur del reino, representa ante el Consejo de Aragón que acaba de ser despojada de los derechos de herbaje, que arrendaba desde «tiempo inmemorial» y le rendían 119 libras anuales; el baile de Orihuela los ha reivindicado y aplicado a la Regia Corte.[24]Para complicar la situación entra en juego además el derecho general de pastaje en todos los pastos del reino (excepto los boalares) otorgado por Jaime I en favor de los vecinos de la ciudad de Valencia para sus ganados.[25]
Así se distribuye el fruto de los arrendamientos de pastos, que pone a los más ricos herbazales valencianos al servicio de la ganadería aragonesa, y en grado menor castellana. Pero junto con esta gran ganadería de las inmensas majadas trashumantes existe una pequeña ganadería aldeana, de menudos rebaños que no se alejan mucho en sus traslaciones en busca de pasto. Pequeña ganadería que se da en todo el reino; pero sobre todo, claro está, en las tierras de secano. Entre ella y el pastoreo trashumante se da, de hecho, una cierta concurrencia. Para Castilla, Julius Klein, estudiando la evolución de la Mesta, halló que el espíritu absorbente del Honorable Consejo (acusado muy frecuentemente de haber sacrificado a los intereses ganaderos el porvenir agrícola castellano, y haber apresurado así la decadencia española), desaparecía al avanzar en el siglo xvi y sobre todo el xvii; atribuía esto a la contemporánea decadencia de la organización estatal española, que había hecho posible el influjo de la Mesta en todo el reino.[26]En todo caso en Castilla frente a la gran ganadería, organismo demasiado complejo, triunfa una pequeña ganadería sedentaria y aldeana.¿Verdad castellana, verdad valenciana? No parece. En 1538, según los libros de entrada de ganados,[27]entraron en el reino 163.239 cabezas, de las cuales 95.343 para herbajar y 67.896 para consumo. En 1620-1621 (del 1 de junio de 1620 al 31 de enero de 1621; la falta de los meses de febrero a junio no cambia mucho el resultado, ya que las entradas se hacían de octubre a enero), entran 245.210 cabezas. Ahora el libro no distingue entre los que entran para invernar y para consumo; es preciso tener en cuenta, en todo caso, que en 1631 Valencia apreciaba sus necesidades de ganado de fuera del reino en 60.000 cabezas,[28]lo que nos da un consumo del mismo orden del necesario un siglo antes, y una entrada de rebaños trashumantes que parece haber duplicado. Se trata, naturalmente, sólo de cálculos aproximativos, si no por otra cosa, ante todo porque una parte de los rebaños entrados de Aragón no invernaban en el reino, sino que seguían hacia Andalucía, y de nuestros papeles no hallamos cómo apreciar su número, ni mucho menos su variación. En todo caso, a lo largo del siglo es indudable que la trashumancia está lejos de disminuir; aumenta, y en este aumento influyen más que los rebaños aragoneses los castellanos (es característica, a partir de los primeros años del siglo xvii, la concentración creciente de majadas castellanas en el alto Júcar).[29]
Más pobre que el secano propiamente dicho, en el sur del reino, donde la lluvia es más escasa y los cursos de agua menos frecuentes, se extiende una zona esteparia, de la que sólo puede obtenerse esparto, aunque en cantidades enormes. Es el «campo espartano», que provee de materia prima a los tejedores de las villas del sur.[30]Y en terrenos salitrosos del sur nacen la barrilla y la sosa, plantas industriales que sólo en mínima parte se utilizan en el reino, y se exportan abundantemente. Es preciso tomar en cuenta además la existencia de algunas plantas colorantes («roga», cártamo), muy empleadas en el siglo xv y exportadas entonces a los centros textiles de Flandes, en retirada en el siglo siguiente ante la llegada de los tintes orientales, tanto más eficaces.[31]
No es posible, entonces, reducir la vida económica de las aldeas del secano a un ciclo que se cierra dentro del mismo poblado; se ve ya cómo sale de ellas toda una corriente de productos muy diversos. Pero en otro aspecto sí es cerrada la economía aldeana; apenas si se utilizan en las aldeas del secano productos no cultivados o confeccionados en ellas; el aliciente primero para producir fuera y por encima de las propias necesidades más urgentes es la necesidad de pagar los derechos señoriales. A través de ellos se vinculan económicamente esas aldeas con el resto del mundo. Así puede entenderse, por ejemplo, algo tan sorprendente como un parecer acerca de la expulsión morisca en que se dice que no será difícil hallar nuevospobladores, ya que para nutrir una casa de cristianos viejos es precisa la tierra que bastaría para dos casas moriscas. Modo de calcular que nos parece insensato;[32]lo es en efecto cuando cada núcleo humano es un elemento a la vez productor y consumidor en un ciclo económico que abarca a la nación toda y que más allá de ella se entrelaza inextricablemente con otras economías lejanas. No lo es cuando lo único que liga a la aldea agrícola y rudimentariamente artesanal con el resto del mundo son unos derechos señoriales que deben ser pagados escrupulosamente. Si ellos llegan, lo demás no importa demasiado; en la aldea puede haber muchos o pocos habitantes, puede aumentar la población vertiginosamente o ser reducida a la mitad...
La situación en la huerta es del todo distinta. La huerta produce para el gran comercio, consume lo que el gran comercio le trae. Esta afirmación genérica es a menudo exacta. La huerta de Gandia, por ejemplo, gran productora de azúcar, vive con un ritmo económico acordado con el de zonas muy distantes. Hacia 1480 se hace sentir muy duramente en la huerta del azúcarla aparición en el mercado de los productos de la caña de Madeira; la Gran Compañía de Ratisbona cree oportuno liquidar a tiempo su molino de azúcar del Real de Gandia, lo vende a un apoderado local, que a su vez lo arrienda a la Compañía. Exceso de precauciones; diez años después la producción de Madeira comienza a decaer: la excesiva tala ha amenazado los bosques de la isla y no se sabe con qué alimentar los insaciables fuegos de los ingenios.[33]