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Julia 1010 Cass Appleton tenía el compañero ideal para vivir... Hasta que alguien le robó al gato. Desesperada por rescatar al pobre Crudley de las garras de los ladrones, Cass consiguió la ayuda de una viuda rica... y de su atractivo pero escéptico ahijado. La encantadora señorita Appleton despertaba más que sospechas en el corazón de Gabe Preston. Aun así, el millonario no estaba dispuesto a confiar en ninguna mujer. Para demostrar que ella estaba tramando algo, la mantuvo bajo vigilancia. Pero pronto descubrió que Cass no era ninguna delincuente. De hecho, sería la esposa perfecta... si él creyera en el matrimonio.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Patricia Seeley
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un corazón secuestrado, JULIA 1010 - Julio 2023
Título original: The millionaire meets his match
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411801218
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
QUÉ quiere decir con que se ha ido? —dijo Cass Appleton mirando por encima de la mesa al hombre que había al otro lado.
El señor Howard, como indicaba la placa de metal que tenía delante, sonrió artificialmente.
—Simplemente eso. Cuando la gente llegó esta mañana, se encontraron con la puerta abierta.
—¡No me lo creo! —exclamó Cass apoyando las dos manos sobre la mesa—. ¿Cómo pueden haber permitido que esto suceda? Ya les dije que se podía deslizar por esas ridículas trampillas que tienen en las puertas. Les dije que iban a necesitar tomar más precauciones. Es una negligencia por su parte haberlo dejado escapar a pesar de mis advertencias. Con lo que cobran, por lo menos tengo derecho a esperar… que no pierdan mi gato. ¿Han buscado por detrás de todos los muebles?
—Mi querida señorita Appleton, no me ha dejado terminar. No ha sido simplemente que se haya encontrado abierta la jaula de su gato, sino también la puerta trasera de la clínica. Anoche entró alguien aquí a robar.
Cass continuó mirándolo.
—¿Está tratando de decirme que alguien entró aquí y robó mi gato?
—Por supuesto que no. Su gato, como ya debe saber, tiene muy poco valor económico. Lo que le quiero decir es que, si su gato sólo se hubiera escapado de su jaula y no nos hubieran asaltado, ahora estaría sano y salvo dentro de la clínica. Me alegra decir que nuestro sistema de alarma funcionó perfectamente y los ladrones se escaparon asustados antes de que robaran nada —dijo y miró brevemente a la ficha que tenía delante—. Desafortunadamente, su… Cuddly aprovechó la oportunidad para escaparse.
—Crudley —le corrigió Cass con los dientes apretados.
—¿Perdón? —dijo el señor Howard como si ella acabara de maldecir en algún idioma extranjero.
—Que se llama Crudley, no Cuddly.
—Ah, por supuesto. En cualquier caso, he hecho que lo fueran a buscar por toda la zona tan pronto como supe que faltaba uno de los animales. Pero en estas calles tan llenas de coches…, no han podido encontrarlo.
Luego se encogió de hombros filosóficamente, aparentemente era muy capaz de desinteresarse de la desagradable realidad del destino que acababa de sugerir que se iba a encontrar inevitablemente el gato de Cass.
—Lo único que puedo hacer ahora —continuó—, es ofrecerle nuestra más sincera condolencia por su pérdida y mis disculpas personales por la negligencia del personal de la guardería. Le aseguro que serán severamente reconvenidos por ella. Naturalmente, no le cobraremos la estancia de dos días de su gato. Y, a pesar de que ya sabemos que ninguna cantidad de dinero la compensará de la desaparición de su gato, el doctor me ha dado instrucciones para que le reemplacemos al animal y se lo cuidemos gratis cuando sea necesario. En estos momentos tenemos varios gatitos disponibles, por si quiere elegir uno. Luego podremos olvidarnos de todo este incidente desagradable.
Cass se puso roja de ira.
—No quiero un reemplazo. Quiero a Crudley. Lo dejé a su cuidado y son responsables por él. Hagan algo. Quiero hablar con el doctor Bellingham.
El señor Howard agitó la cabeza y suspiró.
—Me temo que eso será imposible. La agenda del doctor está muy llena durante los próximos días. Ya sabe que pronto será la muestra anual de animales. En cualquier caso, le aseguro que he seguido al pie de la letra las instrucciones del doctor en este asunto. No hay nada más que él o yo podamos hacer por usted.
Cass se incorporó.
—Eso ya lo veremos —dijo, pero dudó mucho de que sus palabras sonaran vagamente amenazadoras.
El señor Howard hizo una leve mueca y se limitó a inclinar la cabeza, luego se puso en pie rápidamente y le abrió la puerta.
Afuera, el sol de media tarde brillaba fuertemente y Cass se detuvo un momento para recuperar la compostura.
Nunca debía haber llevado a Crudley a esa clínica veterinaria. La había elegido deliberadamente, la más cara de la zona y a donde llevaban sus animales lo mejor de la sociedad de Newport, pensado que así Crudley recibiría el mejor trato posible en su ausencia, pero se había equivocado.
Se metió en el coche y arrancó el motor. No se sentía muy bien, así que esperó un poco antes de salir del aparcamiento.
Unos golpes en la ventanilla la sorprendieron. Era Bobby, uno de los chicos de la guardería de animales. Bajó la ventanilla.
—¿Está usted bien, señorita Appleton? —le dijo el chico preocupado.
—Lo estoy, Bobby. Gracias. Es sólo que he recibido una mala noticia.
Bobby miró furtivamente a un lado y a otro y luego le dijo en voz baja:
—Ya lo sé. Por eso la estaba esperando. He sido yo el que ha abierto esta mañana y he descubierto la falta de Crudley —dijo mirando hacia la clínica por si alguien los estuviera viendo—. Es un gran gato, señorita Appleton. No como la mayor parte de los que vienen aquí, tan mimados y sin carácter. Crudley tiene mucho carácter. Y es listo. Nunca antes había visto un gato tan inteligente. Se le puede enseñar cualquier cosa, se lo juro. Mientras estuvo aquí me ocupé de él personalmente y me aseguré de que se siguieran al pie de la letra sus instrucciones. Yo nunca habría permitido que le sucediera nada.
Cass sintió una oleada de compasión por ese chico. Las palabras de Bobby, al contrario de las del chupatintas de antes, eran muy sinceras y se le notaba que le había tomado afecto a su gato.
—No ha sido culpa tuya —le dijo.
Bobby abrió los ojos, sorprendido.
—Oh, ya lo sé. Eso era lo que le quería decir. Conozco a Crudley desde hace tres años y sé que él puede abrir las puertas. Lo he visto hacerlo. Durante el día, si yo estoy trabajando por allí, lo dejo vagabundear mientras los doy de comer a los demás animales. Luego juego con él un rato, antes de prepararlo para pasar la noche. Pero antes de marcharme, siempre le instalo un cerrojo especial para que no se pueda soltar por la noche. No quisiera que se hiciera daño o algo así.
Bobby miró de nuevo hacia la clínica y continuó.
—Señorita Appleton, anoche Crudley estaba bien encerrado, yo me ocupé de ello. Esta mañana, cuando yo llegué, él no estaba y alguien le había dejado una nota al doctor Bellingham. Oí hablar de ella al doctor y al señor Howard. Cuando se marcharon, me metí en la oficina y la busqué. Es como una nota pidiendo rescate de las que salen en las películas.
—¡Un rescate!
Bobby asintió.
—Sí. La nota estaba hecha con letras recortadas de los periódicos. Decía que se habían llevado a Princesa Athabasca y llamarían esta noche a la señora Crosswhite con instrucciones para devolverle la gata.
—¿Princesa Athabasca? —dijo Cass frunciendo el ceño—. ¿La señora Crosswhite? ¿Es que falta otro gato?
—No, señorita. Sólo falta Crudley. Pero los raptores creen que él es esa Princesa Athabasca.
Cass se apretó la sienes.
—Chico, no entiendo nada.
—Eso es porque no ha visto a esa gata. Es una gata grande y gris con los ojos dorados. Su raza es muy rara y muy cara, es campeona nacional, pero se parece mucho a Crudley, aunque él sea sólo un gato común. Lo cierto es que yo nunca los habría confundido, pero alguien que sólo haya visto alguna foto de la gata y supiera que se iba a quedar aquí este fin de semana, sí que se podría confundir.
Cass empezó a entender por fin el significado de lo que le estaba contando Bobby.
—Así que alguien me ha robado el gato; y lo ha hecho porque lo ha tomado por otro.
—Por el de la señora Crosswhite. Ella es asquerosamente rica y está loca por su gata. Los raptores le iban a pedir un buen rescate. Pero ahora resulta que no tienen a la gata y la señora Crosswhite no va a saber de lo que le van a estar hablando cuando la llamen.
Cass respiró profundamente cuando recordó la conversación que había tenido con el tipo ése de la oficina.
—¿Quieres decir que el señor Howard y el doctor Bellingham no le han dicho a esa señora que alguien ha tratado de robarle la gata?
Bobby agitó la cabeza.
—No, señora. No quieren que nadie lo sepa. No quieren que sus ricos clientes piensen que sus animales no están a salvo aquí. Incluso le han dicho a la policía que no era necesario hacer una denuncia, ya que, según ellos, no se han llevado nada. Esta misma tarde ha venido un conductor y se ha llevado a su casa a Princesa Athabasca. Cuando los ladrones se pongan en contacto con la señora Crosswhite esta noche, ella se creerá que es sólo una broma y no les hará caso. Luego, no sé lo que le pasará a Crudley.
Cass compartió sus temores, aún cuando el corazón se le alegró al saber que, de momento, Crudley estaría sano y salvo.
—No le va a pasar nada —dijo firmemente mirando hacia la fachada de la clínica veterinaria—. Voy a volver allí dentro y voy a obligar a ese cerdo del señor Howard a que llame a la señora Crosswhite para que le cuente lo que está pasando. Luego voy a llamar a la policía para que le pinchen el teléfono y averigüen desde dónde hacen la llamada.
Por un momento Cass había llegado a pensar que Crudley ya estaba casi de vuelta a casa, pero una mirada a la expresión de Bobby le recordó que sus problemas no habían terminado todavía sólo porque sabía la razón de la desaparición de Crudley.
—No sé —dijo el chico—. No creo que nadie aquí la vaya a ayudar. Al viejo no le interesa nada que no sea el dinero y suele contratar a gente que no se puede permitir serle desleal. No quiere ningún escándalo ni mala publicidad, y mentirá como un bellaco, si lo tiene que hacer. La historia oficial de lo que ha pasado esta mañana, es que alguien ha tratado de entrar, pero las alarmas lo asustaron y no lo han logrado. Seguro que, o han escondido o roto la nota de los raptores, ya que cuando yo volví a entrar en su despacho a la hora del almuerzo, ya no estaba. No hay manera de que yo pueda probar lo que le acabo de contar, salvo esto.
Bobby se sacó del bolsillo un candado.
—Es el que he usado para encerrar a Crudley. A no ser que alguien le haya enseñado a usar las ganzúas y le haya dado unas, Crudley no ha podido salir por sí mismo de su jaula. Alguien ha usado la llave que yo dejé colgada de su gancho en el tablero.
Cass miró el candado. Aquélla era la única prueba que necesitaba.
—No voy a permitir que se salgan con la suya. Y tengo que hacer algo para salvar a Crudley.
—Yo también. Llevo todo el día pensando en ello, tratando de imaginarme qué hacer, y he decidido que deberíamos ir a ver a la señora Crosswhite nosotros mismos.
—¿Nosotros?
—Sí, señorita. Creo que, si le contamos lo que ha pasado, querrá ayudarnos. Realmente es una señora muy agradable —dijo Bobby con toda la confianza de la juventud—. La conocí cuando trajo a Princesa. Está un poco loca, ya sabe, pero tiene buen corazón. Siempre acaricia a todos los animales y los habla. Es una buena mujer.
La idea de Bobby no era mala. Era simple y directa. Cass pensó que hablaría con esa señora y luego llamaría a la policía para que la ayudaran.
—Es un buen plan —le dijo a Bobby—, salvo por una cosa. No puedo permitir que te metas en esto, Bobby.
El dolor y la indignación se reflejaron en el rostro del chico.
—Es por tu bien —le explicó entonces Cass—. No puedo permitir que hagas nada que perjudique tu trabajo. Si no recuerdo mal, pronto vas a ir a la universidad.
El chico asintió en silencio.
—No te puedes permitir perder este trabajo y yo no me quiero arriesgar a que te echen la culpa a ti de que yo sepa algo. Quiero que me prometas que no le contarás nada de esto a nadie más. Yo le diré a la policía que mi información la he recogido de una fuente confidencial y, con un poco de suerte, el doctor Bellingham pensará que se le ha escapado al señor Howard.
Bobby sonrió. Aquello parecía hacerle más digerible el que Cass lo apartara de su propio plan.
—De acuerdo —dijo—. ¿Sabe dónde está la mansión de los Crosswhite?
Sin esperar su respuesta, le dio la dirección.
—No podrá ver la casa desde la carretera, ya que tiene una enorme cantidad de terreno, pero no tiene pérdida. Está rodeada por una alta cerca de hierro y, delante, hay una puerta con el nombre.
Cass asintió.
—Gracias, Bobby. No sabes como te agradezco todo lo que has hecho. Si no hubieras pensado en todo esto y no hubieras arriesgado así tu trabajo, dudo mucho que hubiera podido volver a ver a Crudley. Ahora creo que hay posibilidades de que esté de vuelta en casa muy pronto.
—Es un gran gato, señorita Appleton. Si hay algo más que yo pueda hacer, hágamelo saber —dijo el chico y miró de nuevo hacia la clínica—. De todas formas, voy a empezar a buscarme otro trabajo. Esos animales no tienen ninguna clase.
Luego se metió las manos en los bolsillos con un gesto exagerado y volvió a su trabajo.
Cass salió de allí y, en vez de dirigirse directamente a la dirección que le había dado Bobby, pensó que era mejor dar un rodeo para pensar con claridad lo que le iba a contar a esa señora, a la que no conocía de nada, pero que habitaba en una de las mansiones, al parecer más importantes de toda aquella zona, famosa precisamente por sus mansiones y grandes posesiones de las mejores familias de la costa este de los Estados Unidos.
Cuando llegó por fin delante de la puerta de hierro, con su correspondiente guarda de seguridad, Cass se dio cuenta de que se le había pasado por alto un problema. El guarda la miró a ella, luego a los papeles que tenía en la mano y luego se acercó al coche cuando ella abrió la ventanilla.
—Buenos días, señora —le dijo educadamente el guarda con un leve acento extranjero y mientras examinaba el interior del coche como si llevara algo de contrabando—. ¿Me dice su nombre, por favor?
—Cass Appleton.
El guarda miró de nuevo sus papeles y ella añadió:
—La señora Crosswhite no me espera. Esto es una emergencia y sólo he de hablar unos minutos con ella.
—La señora Crosswhite no ve a nadie sin una cita.
—No he podido llamarla para pedírsela. Su teléfono no está en la guía.
—Eso es porque no le gusta que la moleste la gente a la que no conoce.
Los dos se miraron por un momento, sin querer ceder ni un centímetro. El sudor se deslizó por la espalda de Cass y se preguntó cómo se las arreglaría ese guarda para parecer tan fresco. Tal vez sólo fuera cuestión de actitud.
—Muy bien —dijo ella por fin, levantando la barbilla—. Tal vez espere aquí a que ella salga.
—Yo no se lo aconsejaría. Este camino es una propiedad privada. Le pido que se marche, si no lo hace, me veré obligado a llamar a la policía. Por supuesto, puede esperar en la calle, si quiere, pero las autoridades locales no se toman muy bien el que la gente se dedique a molestar a los vecinos de la zona.
Ese hombre no estaba fanfarroneando. No tenía ninguna necesidad de amenazar en vano, tenía todas las cartas en la mano y lo sabía. La lógica, el deber y la ley estaban de su lado, y Cass estaba al otro. Después de mirar al guarda por unos segundos más para demostrarle que no la asustaba, Cass puso la marcha atrás y retrocedió hasta la calle, donde aparcó a pesar de la advertencia del guarda. Allí esperó, echando humo por la cabeza, durante algunos minutos.
Estaba enfadada consigo misma por no haber pensado en ese problema. ¿Y de qué le habría valido pensar algo? Estaba segura de que ese guarda estaba más que acostumbrado a que le contaran historias de todo tipo y no se creería nada. de una u otra forma, habrían terminado igual. Sin cita, no podría entrar. Por lo menos, no por la puerta delantera.
Pero seguramente había otro camino, pensó de repente. Los sirvientes no utilizarían la puerta principal. Puso en marcha el coche y empezó a recorrer la valla. No recordaba haber visto otra entrada cuando llegó, pero entonces había estado buscando la principal. A eso de un kilómetro de la entrada principal, vio un camino de servicio sin marcas. Se metió en él y lo siguió unos cientos de metros, deteniéndose cuando descubrió otra gran puerta de hierro, pero sin caseta de guarda.
Y tampoco se veía ninguno, sólo un hombre estaba cavando en un parterre de flores cercano. Sin duda era el jardinero.
Aparcó el coche y salió de él para examinar la puerta. Miró al jardinero, que no demostró el menor interés por su llegada. Tal vez eso fuera una buena señal. Tal vez la gente entraba y salía por allí todo el día sin que le importara a nadie. Empujó la puerta, pero estaba bien cerrada. Alguien tendría que abrirle desde el otro lado.
Miró de nuevo al jardinero y pensó hacerse pasar por miembro del personal, pero luego le pareció demasiado arriesgado, ese hombre conocería seguramente a todos los que trabajaran allí, así que decidió hacerse pasar por una invitada perdida que iba a ver a la señora Crosswhite.
Por lo menos aquello era cierto en parte.
Cass lo llamó entonces.
—Perdone…
El hombre continuó trabajando como si no la hubiera oído. Estaba todo sudoroso, pero parecía moverse casi sin esfuerzo. Una gracia animal natural emanaba de él. Se había quitado la camiseta y la había dejado sobre la hierba. Por un momento, Cass se quedó embelesada por el movimiento de los músculos de su espalda y anchos hombros, por el brillo de su piel bronceada.
Salió de esa especie de trance haciendo un esfuerzo y se acercó más a donde él estaba, siguiendo la valla, hasta que estuvo a pocos metros del hombre.
—Perdone —repitió más alto.
Esta vez, el jardinero debió oírla, ya que clavó la pala que estaba utilizando en el suelo y se volvió hacia ella. Entonces Cass se quedó sin respiración. Era increíblemente atractivo. Tenía el rostro anguloso y bronceado, más interesante que guapo, y la miró extrañado con unos profundos ojos verdes. Cass deseó sentirse igual de poco afectada por él como ese hombre lo parecía por ella. Después de todo, estaba allí por un asunto de negocios, o algo así.
Se aclaró la garganta y le dijo:
—¿Podría ayudarme, por favor?
Eso lo dijo tratando de parecer una dama ordenándole algo a un sirviente. Pero su inseguridad logró que sonara más como una súplica.
El jardinero se apoyó en la pala, dejando un pie sobre la hoja.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Estoy aquí para ver a la señora Crosswhite. ¿Podría dejarme pasar, por favor? —dijo ella señalándole la mansión.
—La puerta principal está por allí —dijo el hombre haciendo un gesto con la cabeza—. Los de seguridad que hay allí controlan todas las visitas.
—Ya lo sé. Ya he estado allí. Él… No había nadie, así que he venido por aquí.
—Siempre hay alguien allí —dijo el hombre mientras seguía mirándola tan tranquilo, en contraste con lo intranquila que se estaba sintiendo ella.
Cass se apartó un húmedo mechón de la frente. No tenía paciencia para esos juegos.
—De acuerdo —admitió por fin—. Había alguien, pero no me ha dejado entrar. Insistió en que tenía que pedir una cita primero, pero no puedo hacerlo porque el número de la señora Crosswhite no aparece en la guía y no he tenido tiempo de escribir una carta. Es de una importancia vital que hable con ella para que le pueda explicar mi problema….
—Explíquemelo a mí.
El jardinero se acercó tranquilamente y se quitó los guantes de trabajo. Se detuvo al otro lado de la verja, a una distancia que a ella le pareció incómodamente cercana. Cass pudo oler a hierba recién cortada, a tierra y a sudor. El sol hizo brillar el cabello castaño claro de ese hombre…
—¿Que se lo explique a usted?
—Eso es. Convénzame de que tiene que ver a la señora Crosswhite y, tal vez la deje pasar.
A Cass no le gustó nada la forma directa en que él la miró a los ojos, ni la evidente inteligencia que se reflejó en ellos. Se sintió expuesta y vulnerable delante de esa mirada, como si todos sus secretos salieran a la luz. Retrocedió un paso y se cruzó de brazos, obligándose a sí misma a seguir mirándolo a los ojos.
—No puedo —dijo—. Es personal.
Gabe Preston había medido a la mujer que había al otro lado de la verja de una sola mirada. Ahora la miró de arriba abajo lentamente, sólo para ver cómo reaccionaba ella. Bonitas piernas, pensó cuando ella retrocedió ese paso, a pesar de estar protegida por la verja de hierro que había entre ellos.
Todo en ella era como si estuviera equivocado. Su traje de chaqueta en plan mujer de negocios de éxito, estaba todo húmedo de sudor y arrugado. Pero lo que estaba realmente equivocado era el estilo del vestido, que encajaba mal con las lujuriosas curvas de ese cuerpo.
Con el peinado pasaba algo similar. Estaba claro que era la fantasía de alguna peluquera de lo que debía ser un peinado sofisticado. Se suponía que debía tener una apariencia esculpida, pero en su lugar, ese cabello oscuro y espeso estaba agitado por el viento y bastante descolocado. Alrededor de la cara lo tenía rizado y húmedo de sudor, destruyendo la elegante simplicidad que, seguramente, buscaba.
En pocas palabras, esa chica estaba hecha un asco, aunque seguía siendo tremendamente atractiva y con una expresión preocupada en sus ojos azul oscuro.
Gabe se sentía intrigado a su pesar.
—No la puedo ayudar si no me dice de lo que se trata —le dijo.
¿Era cosa de la imaginación de Cass, o se había producido un cambio en su voz y realmente parecía preocupada ahora? Allí estaba su oportunidad, aunque no le gustaba contarle su historia a un desconocido. Pensaría que era ridícula y, seguramente, se negaría a ayudarla.
—Sólo le puedo decir que es muy urgente —dijo—, realmente un asunto de vida o muerte. Por favor, ¿no me va a dejar pasar?
Al ver la sorpresa y las dudas en la mirada de ese hombre, trató de encontrar desesperadamente algo que lo inclinara a su favor.