Un extraño en la oscuridad - Jill Shalvis - E-Book

Un extraño en la oscuridad E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Solo por una noche la comandante Corrine Atkinson se permitió traspasar las barreras que había construido a su alrededor para seducir a un sexy desconocido. Cuando llegó la mañana y recuperó el control sobre sí misma, Corrine salió de allí a escondidas y recuperó la normalidad. Pero la esperaba una enorme sorpresa. El desconocido perfecto se había convertido en el hombre equivocado. Su nombre era Mike Wright y era el nuevo miembro del equipo que ella dirigía...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un extraño en la oscuridad, n.º 206 - julio 2018

Título original: Her Perfect Stranger

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-861-1

1

Jamás olvidaría la primera vez que la vio. Ni la segunda. Entró como si fuera la dueña del lugar, y a pesar del caos que lo rodeaba, la mirada de Mike Wright fue directamente hacia ella.

Todo estaba indeleblemente grabado en su mente: la dura tormenta del exterior que aporreaba las ventanas empañadas de la cafetería del hotel; las luces que titilaban a medida que la electricidad alcanzaba picos de descarga con los incesantes truenos y relámpagos; la música de Bruce Springsteen que salía por los altavoces; e incluso las voces más altas de la multitud que lo rodeaba, charlando, riendo, coqueteando.

A él lo había preocupado la razón de su presencia en Huntsville, Alabama... el trabajo de su vida, pilotar transbordadores espaciales. El primer piloto del STS-124 se había roto una pierna al saltar en paracaídas y el primer piloto de respaldo tenía hepatitis. Lo cual lo dejaba como principal candidato. Lo habían llamado a Rusia, donde había estado destinado por la NASA durante la última década para colaborar con la agencia espacial rusa.

A Mike le encantaba ser astronauta, su vida llena de testosterona. Pero también le encantaban las mujeres. Todas, de todas las formas y tamaños, colores y temperamentos, y todo lo demás desapareció cuando ella entró... la tormenta, la multitud, el ruido, todo.

Estaba empapada, con el pelo oscuro pegado a la cabeza, la ropa moldeándole el cuerpo.

Otra pobre y desprevenida víctima del clima de Huntsville.

Sintió simpatía por ella, después de llegar del clima más predecible de Rusia. Pero esa mujer no parecía la pobre y desprevenida víctima de nadie, no con esa actitud, ese fuego y furia que salían por sus ojos.

Adivinó que estaba empapada y molesta. Divertido, la observó mientras se abría paso entre la clientela, y a pesar de su pequeña estatura, la gente se apartó de su camino.

Podría haber sido el hecho de que fuera una mujer, cuando la mayoría de los clientes eran hombres. Pero a Mike le pareció más probable que fuera por su mirada altiva.

Se fue acercando a la barra y, por coincidencia, a él.

—Algo caliente —le pidió a la camarera, mientras apoyaba una mano en la barra y dejaba la bolsa del viaje en el suelo, haciéndose un hueco. Miró a ambos lados, con la expresión evidente de que esperaba que alguien se bajara del taburete para que ella pudiera sentarse.

Con una sonrisa, Mike se incorporó.

—Por favor —le indicó que aceptara su asiento.

—Gracias.

Como si no chorreara un río de lluvia sobre el suelo, se sentó y se echó para atrás el pelo. Cuando la camarera deslizó en su dirección lo que parecía un café irlandés, ella asintió con gesto altivo y bebió. Luego suspiró. Relajó un poco los hombros, como si acabara de quitarse el peso del mundo.

Después de un largo momento, pareció darse cuenta de que él seguía de pie a su lado. Los ojos de un azul oscuro eran distantes y evaluadores, en directo contraste con su cuerpo mojado, increíblemente exuberante y sexy.

—¿No tienes gabardina? —preguntó, refiriéndose al hecho de que llevaba una blusa negra de seda de mangas largas y una falda del mismo color y tejido, ambas tan empapadas que no podrían haber estado más ceñidas ni aunque se las hubiera pintado al cuerpo. Lo que debía haber sido un traje conservador se convertía en algo abiertamente erótico, en particular con un cuerpo que habría podido hacer que un hombre adulto se pusiera de rodillas y suplicara.

—Alguien me la robó en el aeropuerto —hizo una mueca—. Odio los aeropuertos. Digamos que este es un día que más vale olvidar.

No tenía el acento sureño de la gente que los rodeaba. Pensó que era otra viajera fuera de lugar, como él.

—Te sorprendió la tormenta, ¿verdad?

—Sí, y odio las sorpresas.

Su voz era tan distante como los ojos. Baja y levemente ronca. Pero, combinada con esas curvas femeninas, se convertía en una contradicción irresistible. Fuego y hielo. Dura, pero sexy como mil demonios.

Aunque Mike había planeado beber solo una cerveza antes de subir a su habitación a dormir y prepararse para la semana agotadora que lo esperaba, no se movió. Y cuando el tipo que había a su espalda dejó libre el taburete, lo ocupó.

—No te molestes —dijo la mujer sin siquiera mirarlo mientras seguía bebiendo su copa con la vista clavada al frente.

Mike se puso cómodo, lo cual incluía sonreírle a la bonita camarera encargada de la barra.

—¿Que no me moleste en qué?

—En tratar de seducirme.

Mike rio. Esa mujer era verdaderamente sexy como el infierno, deslumbrante como el pecado, fría, altiva y graciosa. Algo muy raro.

—¿Y por qué haría algo así? —preguntó con inocencia, aunque una vez expresada la idea, no era capaz de pensar en otra cosa.

—¿Por qué? Mmm. ¿Quizá porque tengo pechos? No sé —se encogió de hombros—. Supongo que es un desorden genético masculino.

—¿Quieres decir que no puedo evitarlo? —volvió a reír—. Desde luego, es una excusa conveniente.

En ese momento ella lo miró, con la sombra de una sonrisa en los labios.

—Exacto. Siendo un hombre, no puedes evitarlo, eres un esclavo desvalido ante los anhelos de tu cuerpo. ¿Eso te ayudará a dormir esta noche?

—Oh, sí. Gracias —ladeó la cabeza y la observó. La copa la había hecho empezar a entrar en calor. Sus mejillas exhibían un cierto rubor, y cuando cruzó unas piernas bien torneadas, daban la impresión de estar secas—. Para serte sincero, no se me había pasado por la cabeza la idea de seducirte —recibió una mirada de incredulidad—. En serio —alzó las manos en gesto de inocencia—. Antes de que llegaras, estaba a punto de subir a acostarme.

—No permitas que te detenga.

Pero lo hizo. Todo en ella lo paralizaba, y no era solo que los pezones se pegaran a la tela de la blusa o que la falda se ciñera a las caderas. No era que oliera de forma celestial y pecaminosa al mismo tiempo, que supiera instintivamente que la piel sería suave y cremosa y que necesitaba entrar en calor con sus manos y boca. No pudo expresar con precisión qué era lo que hacía que se quedara allí mirándola, fascinado por ella.

Todo en su país lo cautivaba, y disfrutaba estando de vuelta después de tanto tiempo lejos, incluso con el trabajo que lo esperaba. Necesitaba un entrenamiento extensivo para la futura misión, un entrenamiento que lo mantendría ocupado noche y día hasta el despegue, al cabo de unos escasos cuatro meses.

Iba a estar lejos de su casa, aunque ya no sabía dónde estaba esta. Sus cuatro hermanos y él mantenían un contacto estrecho, pero también se hallaban diseminados por el globo en diversas ramas militares. Lo mismo su padre.

Su madre, nacida en la Unión Soviética, había muerto cuando Mike, bautizado Mikhail por ella, era muy joven, razón por la que, probablemente, cuando se le presentó la oportunidad de ir a Rusia después de su paso por las Fuerzas Aéreas, la había aprovechado con la esperanza de comprender la herencia que había perdido. Le encantó la posibilidad de estar allí, de trabajar en el programa para cosmonautas y en el Centro Espacial Internacional. Era un estilo de vida que le gustaba, pero de pronto comprendió lo falto que había estado últimamente de compañía femenina.

Un relámpago descomunal hizo que el ruidoso bar guardara un momento de silencio colectivo. El trueno no tardó en seguir su estela y, tras otro instante de silencio aturdido, la sala recuperó su rugido apagado.

La mujer a su lado apartó la copa y suspiró. Tembló una vez y luego cruzó los brazos.

—Bueno. Vuelta al trabajo.

Sí, también él debería estar trabajando. Tenía mucho que leer. Desde ese momento hasta el despegue, no haría otra cosa que entregarse a esa misión, esforzarse para ponerse al nivel de su tripulación, a la que todavía no conocía, y que ya llevaba entrenando un año y medio. Tenía ganas de conocer a todos los involucrados en esa misión, pero en ese momento, cuando la mujer que tenía al lado volvió a temblar, el trabajo y todo lo que lo acompañaba estaban lejos de su mente.

—¿Tienes trabajo a esta hora? —preguntó, quitándose la chaqueta para colocarla en torno a los hombros de ella—. ¿Qué haces?

Esos ojos azul medianoche le lanzaron a sus manos una mirada que lo impulsó a alzarlas.

—Tengo que ponerme al día con unas lecturas —respondió, arrebujándose en la chaqueta—. Gracias por la chaqueta.

—¿Lecturas?

—No tengo ganas de hablar de ello.

—Eres quisquillosa con respecto al trabajo —asintió—. Apuntado.

—Bien.

—¿Qué te parece si me das tu nombre? ¿O también eres recelosa con eso?

Alargó la mano otra vez hacia la copa y echó la cabeza atrás mientras se la terminaba, luego se lamió los labios con un gesto no calculado y terriblemente sexy que hizo que Mike quisiera gemir.

—Esta noche —repuso al fin— soy recelosa con todo —pero no intentó levantarse—. No quiero hablar de mi trabajo, de mi nombre ni de mi vida. No quiero hablar de política ni de titulares —lo miró con esos ojos asombrosos—. ¿Sigues queriendo mantener una conversación conmigo o te he espantado?

En su expresión, había algo más que un pequeño desafío, y Mike, el menor de cuatro hermanos de una familia de militares, nunca en su vida había rehuido un reto.

La mirada de ella era intensa y directa, y le impedía registrar el ruido que los rodeaba. Sin embargo, sí noto que el local se llenaba aún más con gente que buscaba refugio de la tormenta. Le pareció fantástico, ya que lo empujaba un poco más hacia esa mujer que todavía aguardaba una respuesta.

—No me asusto con facilidad —contestó.

—Entonces estoy perdiendo mi toque.

—Dime cómo te llamas.

—¿Por qué?

—Siento la necesidad de llamarte de alguna manera.

—Perfecto. Llámame Lola —enarcó una ceja en lo que podría haber sido modestia o humor irónico—. Sí, esta noche servirá Lola.

El cabello empezaba a ondularse al secarse, con algunos mechones que le caían sobre la cara, aunque ella no paraba de apartárselos.

—Por lo general, los hombres juntan las botas cuando paso —apuntó con indiferencia—. Tengo fama de ser terrible en el trabajo.

—Ah, pero no hablamos de trabajo, ¿lo has olvidado? Ni de tu nombre verdadero, ni de la vida, política ni titulares.

Al oír repetidas sus propias palabras, se le curvaron los labios.

—No eres de aquí. No tienes el estilo lento del sur ni tampoco ese acento que consigue que tantas mujeres quieran desmayarse.

—Puedo imitarlo —dijo con sonrisa perezosa y perfecto acento de Alabama—, si con ello logro que te desmayes.

—¿Es de verdad?

—¿La sonrisa o el acento?

—Los dos.

—¿Intentas seducirme?

—Tienes buena memoria —dijo ella, pero sonrió—. He de dejar de aportarte cosas con las que puedas burlarte de mí.

—No me burlaba —le aseguró Mike—. No mucho.

—Mmm —lo estudió de reojo—. Has sido muy hábil para evitar decirme si eres o no de aquí.

—Quizá tu necesidad de anonimato esta noche sea recíproca —sin pensarlo, levantó una mano y le acarició la mejilla.

Ante el contacto, ella se quedó absolutamente quieta, como si el roce hubiera abotargado todos sus sentidos tal como había hecho con él. Mike había tocado a muchas mujeres en la vida, algunas a las que acababa de conocer, igual que a ella, pero jamás le había temblado todo el cuerpo como en ese momento.

Ella lo miró fijamente, como si evaluara algo muy importante. Quizá la sinceridad.

Él estaba siendo sincero. Ahí, en medio de una multitud, sentado con la mujer más arrebatadora del lugar, tampoco quería pensar en el trabajo. No quería pensar en nada salvo en lo que hacía, que era disfrutar de la compañía de una hermosa desconocida.

Ella dio la impresión de llegar a una conclusión acerca de él. Asintió pensativa, luego descruzó las piernas. Durante un momento, Mike no fue capaz de concentrarse en otra cosa que no fuera la idea de esas piernas sin las medias de seda que la cubrían.

—¿Otra copa? —preguntó él.

—Esa es la causa por la que muchas personas que esta noche hay aquí van a meterse en problemas —miró alrededor—. Mira esas mujeres. Solas. Bebiendo. Fácil presa para esos hombres que las observan.

—Quizá quieran ser presas.

Ella suspiró. Mike no supo si interpretarlo como un sonido de añoranza.

—Quizá. Tal vez no sepan cómo ir en pos de lo que quieren, aunque no sea práctico.

—¿Hablamos de sexo? —sonrió cuando la vio enarcar una ceja—. Porque en realidad, el sexo puede ser muy práctico. Para empezar, alivia las tensiones. Y es un ejercicio espectacular. Por no mencionar que te hace sentir bien.

—Hablas por experiencia, desde luego —sonrió imperceptiblemente.

—Oh, no. Un hombre jamás debería dar un beso para contarlo.

Eso la hizo reír, y pareció sorprendida por el sonido, como si no lo hiciera a menudo.

—Necesito conseguir una habitación —decidió mientras recogía la bolsa que había dejado caer a sus pies—. Antes había mucha gente en la recepción.

Él contempló la creciente multitud de la cafetería.

—¿Aún no tienes habitación?

—No, quería entrar en calor antes de hacer cola.

Fueron sus últimas palabras antes de que las luces se apagaran.

—Que no te domine el pánico —dijo la voz baja e increíblemente sexy de su desconocido—. Te tengo.

Y así era. Se había bajado del taburete para situarse al lado de ella y tomarla de la mano. Corrine pudo sentir el calor que irradiaba, la fuerza del cuerpo alto, delgado y musculoso que había intentado no notar desde que le habló por primera vez.

No era su tipo.

Lo cual resultaba risible, porque había pasado tanto tiempo que ya no recordaba cuál era exactamente su tipo. En el trabajo, un hombre con esa sonrisa arrogante y maliciosa y esa forma de ser tan tranquila la volvería loca.

Pero ahí era lo opuesto.

En el trabajo ella era seria, intensa y... perfeccionista. Lo reconocía. No era una criatura sexual. De hecho, al trabajar en un mundo de hombres tendía a soslayar su sexualidad, y las necesidades que ello acarreaba, durante largos períodos de tiempo.

Era un momento endemoniado para que su libido se despertara.

—La electricidad volverá en seguida —le aseguró mientras los que los rodeaban parecían dejarse dominar por el miedo—. No hay nada de qué preocuparse.

Corrine no estaba preocupada, y ello no se debía en exclusiva a esa voz capaz de derretir huesos, sino al hecho de que no la preocupaban las cosas que se hallaban fuera de su control. Era una suprema pérdida de tiempo, y odiaba desperdiciar cualquier cosa, en especial el tiempo.

Alguien que intentaba salir del bar la empujó. Ni siquiera se encontraría en ese manicomio si no hubiera tenido que volar desde Houston para una reunión de emergencia de la máxima importancia... conocer al nuevo piloto. Después, solo cabía esperar que no hubiera más retrasos en su siguiente proyecto, dirigir la futura misión espacial del transbordador STS-124. Tal como estaba la situación, su equipo iba a tener que trabajar duro para que el piloto de reemplazo se acoplara.

Las voces enfadadas e inquietas que había alrededor le indicaron que el pánico general era inminente, por lo que perdonó a la persona que la había empujado. Pero no pensaba permitir que se repitiera.

—Me voy a la recepción —dijo, girando la cabeza hacia donde imaginaba que estaría el oído de su desconocido. Hacerse oír en ese caos era difícil—. Voy a conseguir una habitación y a dormir... —santo cielo. Su boca rozó piel. La oreja de él. Aunque le costó pensar debido al hormigueo que le recorrió todo el cuerpo.

Deseo.

Lo reconoció y lo catalogó en su mente técnica. Pero eso no detuvo el fenómeno.

—Iré contigo.

Fue lo único que dijo, pero en la oscuridad la voz pareció incluso más baja, ronca y sexy si era posible. Antes de que se le ocurriera una idea para perderlo de vista, él recogió su bolsa y tiró de ella en dirección a la puerta.

No había mucha luz. Ninguna procedente de las ventanas, que daban a la negrura absoluta del exterior tormentoso. Pero como el generador no se había activado, la camarera había encendido velas a lo largo de la barra y hacía lo que podía para calmar a los clientes.

Con la mano entre la grande y cálida del desconocido, Corrine lo siguió. Era algo extraño, ya que siendo una líder rara vez seguía a nadie. Pero ese hombre también parecía ser un líder, y dejó que le abriera paso entre la multitud. Tuvo que reconocer, de forma más bien sexista, que ir detrás tenía sus ventajas, ya que incluso en la oscuridad podía discernir el perfil de sus hombros anchos. Si la luz fuera un poco mejor, podría analizar su...

—Oh, oh —dijo Mike, volviéndose con tanta brusquedad que ella chocó contra él. Con facilidad la mantuvo erguida con una mano en la cintura—. Parece que se nos han adelantado unas cuantas personas.

Tenía razón.

En el vestíbulo del hotel, las velas y las linternas proyectaban una luz casi surrealista. La recepcionista, que parecía agobiada y al borde de la histeria, tenía una larga hilera de personas delante de ella.

En menos de tres minutos, la fila comenzó a disiparse. Alrededor de ellos los gruñidos fueron en aumento, imitando la fuerza de la tormenta del exterior.

—Se han quedado sin habitaciones —gimió la mujer que tenían por delante—. ¿Y ahora qué?

Corrine prestó atención a la tormenta que azotaba el hotel y experimentó un escalofrío. Justo cuando había empezado a secarse, la idea de volver a salir a buscar otro sitio la irritaba de verdad. Se arrepentía de haberle dicho a su asistente que no se molestara en hacerle una reserva para la noche que iba a tener que pasar fuera hasta que tuvieran preparada su habitación en los barracones. Fue hasta la recepción.

—Quiero una habitación —le dijo con frialdad a la recepcionista por ese entonces al borde de las lágrimas.

La mujer simplemente hipó.

Durante un momento, pensó en ordenarle que mantuviera la serenidad, que su misión era ayudar a que la gente encontrara habitaciones en otros hoteles, o al menos dar una imagen segura y confiada para que dejaran de gritarle, pero no le vio sentido.

—Compruébelo una vez más —dijo con esa voz de autoridad que hacía que la gente obedeciera—. Aceptaré cualquier cosa.

A su lado, el desconocido se movió y apoyó con ligereza una mano en la base de su columna vertebral. Al contacto, todos los nervios de Corrine se sensibilizaron y las rodillas se le aflojaron.

—Creo que no tiene nada —musitó a su oído, provocándole todo tipo de temblores en el vientre y en otras zonas más erógenas—. O si lo tiene, está demasiado nerviosa como para encontrarlo.

Corrine suspiró y a punto estuvo de apoyarse contra la mano que con máxima ligereza le frotaba el punto dolorido en la zona lumbar. Se contuvo cuando estaba a punto de ronronear.

—Lo sé —miró en dirección a las puertas dobles que conducían a la noche.

Se abrieron y entraron más personas en busca de refugio. La lluvia y el viento azotaron a todos los que estaban a una distancia de tres metros de las puertas.

—Entonces es vuelta al exterior —tembló—. A buscar otro sitio —primero debería encontrar un taxi, lo que no sería fácil con ese tiempo. En dos segundos volvería a estar calada hasta los huesos. La idea no resultaba atractiva, pero no tenía otra elección.

Se volvió hacia el desconocido con la intención de despedirse, pero él habló primero.

—Yo tengo una habitación —musitó—. Y estaré encantado de compartirla contigo.

2

Conmocionada, observó al desconocido. Aunque los rodeaba la oscuridad, pudo sentir su mirada penetrante en ella, como una caricia. Tembló en la profundidad de su chaqueta cálida y benditamente seca.

Pero no por el frío, sino por algo mucho más complicado.